Capítulo II

Barcelona, febrero del 1024, año XXX del rey Enrique.

Las campanas marcaban con su tañer el ritmo de la ciudad de Barcelona. Las iglesias de San Jaime, San Miguel y San Justo Pastor, todas ellas ubicadas en el interior de las murallas, sonaban al unísono con las otras parroquias que había en las afueras, situadas en los arrabales que crecían cada vez más, bajo la protección de la villa.

Gobernaba siendo muy joven el conde Berenguer Ramón, que ocupó el cargo apenas con la mayoría de edad recién cumplida, ya que su padre, Ramón Borrell, murió unos años antes, en 1017. Hasta entonces, su madre, Ermesenda de Carcasona, había ejercido como regente y tutora, controlando toda la política con enérgica decisión y mando. Ahora seguía asociada al gobierno de su hijo, pero este, a medida que tomaba estado y quería más protagonismo, empezó a resistir la intervención de Ermesenda, que se negaba a ceder aún los negocios del condado, originándose así unas disputas y desencuentros familiares que no beneficiaban más que a sus enemigos.

Los constantes enfrentamientos entre madre e hijo obligaron al obispo de Girona, Pedro, hermano de la condesa, a firmar un convenio para que firmaran la paz por la estabilidad del territorio.

Sin embargo, lo que sí estaba claro en aquellas postrimerías del mes de febrero de 1024 era que el monasterio de San Pedro de las Puellas ―emplazado a extramuros de la ciudad y administrado por las monjas de la Orden de San Benito―, se beneficiaban del apoyo incondicional de la condesa hacia este cenobio. Las generosas donaciones que recibía el monasterio hicieron posible que se finalizase el claustro de planta cuadrada ―que se ubicó junto a la iglesia― y los edificios adyacentes al patio como el refectorio, la cocina, la biblioteca, los almacenes y la sala capitular que completaron el edificio. De esta forma, la abadía se rescató del estado ruinoso que estaba unos años atrás. Incluso, debido a esa situación en la que se encontraba, se llegó a pensar en la desaparición de la comunidad de canónigas y que aquel solar sería absorbido por la cantidad de casas que se levantaban en este nuevo burgo. Pero no fue así, el ejemplo de la condesa fue rápidamente imitado por la aristocracia de la ciudad, y no solo el estamento de la nobleza ayudó, sino que los mismos aldeanos que habitaban en el arrabal contribuyeron con sus obras pías a mantener una iglesia cerca de sus casas para poder asistir a los oficios litúrgicos sin necesidad de desplazarse al interior de la ciudad.

Las campanas habían anunciado el servicio de prima y allí estaban todas las religiosas reunidas para realizar la primera oración con las primeras luces de la mañana.

―Arsenda y sus hermanas no están ―comentó en voz baja Tota a Teudelinda―. ¡Seguro que se han dormido!
Tota ejercía las funciones de priora y estaba encargada de la disciplina. Su aspecto externo se adecuaba a la perfección con sus tareas. De poca estatura, corpulenta, con más de 140 libras embutidas en el hábito, una cara rolliza, con algo de bigote, de frente arrugada y ojos lagrimosos que le daba un aspecto extraño que asustaba a las novicias con su presencia. Se movía con dificultad por su peso, ya que arrastraba el pie izquierdo debido a una cojera. Fue ella quien estableció que la comunidad durmiera vestidas para estar siempre listas cuando sonase la señal para acudir a la obra de Dios. También ordenó a la sacristana que suministrase una pequeña lámpara que ardía en el dormitorio todas las noches hasta el amanecer. Prácticamente era imposible que alguna somnolienta canóniga llegara tarde a cualquier oficio litúrgico.
―Aunque sean niñas deben ser castigadas por esta falta ―continuó Tota―. Deberían ayunar hasta el día que sus familias la vuelvan a buscar y la mayor no estaría de más que recibiera algún azote para que sane, ¡Ella es la que debe dar ejemplo a sus hermanas!
Tota ejercía una gran influencia en el monasterio. Cuando era muy joven ingresó en la comunidad muy a su pesar. De esto ya hacía unos treinta años, pero ni el tiempo ni la buena posición que gozaba dentro de la abadía no le habían templado ese carácter rencoroso y amargo que destilaba.
―Ya sabes que tenemos que ser misericordiosos con los niños y los ancianos. La naturaleza humana nos ha de mover a disculpar sus acciones si creemos que son erróneas y corregirlas con amor ―contestó Teudelinda, que era, a su vez, la abadesa―. Recuerda que ellas no son canónigas.
―Sí, mi señora ―suavizó más el tono, pero sin renunciar a su destino continuó― bien es cierto que su situación es diferente a la nuestra, ellas no están aquí para ingresar en nuestra orden, pero se les indicó unas obligaciones. Una de ellas es presenciar los oficios divinos; su ausencia es una negligencia, por ello debemos aplicar con rigor una sanción para que no se vuelva a repetir ―miró a la abadesa y sin vacilación alguna le dijo―: ¿Es necesario que aún sigan aquí? Su presencia distrae a las novicias.
―Tota, ¡basta ya! El comportamiento en las labores empeñadas por esas crías ha sido ejemplar. Recuerda que debemos mostrar la máxima humildad con nuestros huéspedes como a Cristo, pues nuestro Señor con sus palabras dijo: «Huésped fui y me recibieron». Estamos encargadas del cuidado de esas crías hasta que vengan a buscarlas y de ninguna de las maneras las enviaremos nosotras para que se expongan a algún peligro mayor. Además, sus parientes nos pagan por ello de forma muy generosa, dinero que empleamos en la mejora de nuestra casa. ―Teudelinda no paraba de hablar sin levantar la voz. Arsenda no era una cría, tenía trece años, pero llamándola así intentaba minimizar su castigo―. Una vez se concluya la oración, envía a Bonafilla a despertarlas, que estén preparadas para el oficio de lecturas, que sigan con sus tareas y al final de la mañana que venga a verme.
―Sí, mi señora. ―Tota calló y se dispuso a iniciar la oración.
Arsenda y sus hermanas eran originarias de Guissona, huérfanas de madre desde muy pequeñas, vivían en un territorio que pertenecía a los dominios extremos del Califato de Córdoba. Aun estando en manos de los musulmanes, su familia era cristiana y vivían en paz con los ismaelitas. Pagaban sus tributos y eran respetados. Pertenecían a una familia rica en tierras y gozaban de una buena posición económica. Pero tras la fitna o guerra civil que se desató en el territorio andalusí en el 1009, la unidad del Califato se fraccionó. Mientras que en la capital del al-Ándalus se sucedían una serie de aspirantes a la dignidad de «príncipe de los creyentes», en el resto del territorio surgieron un mosaico de señores de la guerra reclamando un señorío, con una dinastía propia y unas nuevas relaciones fiscales.
Los califas eran depuestos unos tras otros y apenas aguantaban en sus cargos un par de años. La institución regia se debilitaba mientras que en las capitales de las taifas, al mando de generales ambiciosos, se hacían más fuertes imponiendo la fuerza de sus armas. Solo ansiaban convertirse en centros de pequeños reinos independientes. Su padre, ante los acontecimientos inseguros que se veían venir, envió a sus hijas lejos de la frontera, al monasterio benedictino de las monjas de San Pedro de las Puellas. Conocían a la abadesa, pues eran parientes lejanos, y sabían que no se negaría a cuidar de sus hijas de forma temporal. Con ello evitaban que, ante un nuevo pacto con los nuevos caudillos musulmanes que se hicieran con el control en aquellas tierras, se les exigiera, como era costumbre en ellos, un tributo personal. Para cumplir los pactos realizados, los ismaelitas se aseguraban mediante la retención de rehenes escogidos entre las familias principales. Normalmente mujeres y niños que, a veces, ya no volvían a ver a sus parientes. Ante este temor, su padre las mandó a Barcelona. Había sufrido mucho con la muerte de su esposa y estaba decidido a realizar cualquier cosa para no perder a sus hijas. Pensó que la separación sería temporal, y una vez se hubiera calmado todo, ellas volverían a casa para llenar de alegría el vacío que había dejado su mujer. Arsenda era la más grande de las tres. Tenía una cara expresiva, con ojos despiertos de color marrón, una boca firme y de labios finos. Era alta y esbelta, con cabellos desordenados que intentaba recoger bajo la cogulla. Siempre vestía de forma impoluta, casi obsesiva, como su carácter; nerviosa, detallista, algo extrovertida y con un punto de orgullo. Las tres eran de naturaleza alegre, pero ahora crecían bajo el amparo de la abadesa y la disciplina de una orden que educaba sus vidas de forma estricta.
Al finalizar la oración, Bonafilla salió de la iglesia por la puerta que conducía a una habitación cuya función era unir el templo con el claustro. Caminó por la galería cubierta y limitada por arcadas y entró en una estancia que hacía las funciones de cocina. Una vez allí, en un pequeño rincón se encontraban las tres durmiendo tan plácidamente, ajenas a cualquier problema.
―Arsenda, Ermesenda, Quixol. Buenos días ―susurró Bonafilla mientras con su mano las zarandeaban―. Se han dormido y es hora de levantarse.
Al situarse sus jergones en la cocina aprovechaban el calor de los hornos que actuaban como calentadores, creando una temperatura cálida que hacía olvidar las frías mañanas de aquel gélido mes de febrero.
― ¡Oh no! No hemos escuchado las campanas ―comentó Arsenda mientras miraba a su hermana Ermesenda con un rostro de temor―. Seguro que nos castigarán.
Quixol, que era la más pequeña, fue la última en abrir los ojos, pero al ver la cara de sus hermanas comprendió que algo no iba bien.
― ¿Qué ocurre? ―preguntó mientras bostezaba suavemente.
―Nada que no se pueda solucionar. Ve a lavarte y ocúpate de tus obligaciones ―le contestó Bonafilla con mucha dulzura― y tú, por ser la mayor, antes del almuerzo debes visitar a la abadesa y explicarle vuestro retraso.
― ¿Se ha enfadado mucho? ―quiso saber Ermesenda.
―Seguro que Tota se ha encargado de poner de mal ánimo a Teudelinda-En los años que llevaban viviendo allí, Arsenda ya conocía muy bien la política que se cocía en el monasterio―. No habrá desperdiciado la ocasión de ponerla en nuestra contra.
―No te preocupes, y no hables así de nuestra hermana. Debéis saber que lo hace con todo su amor hacia vosotras, y lo único que pretende es educaros de forma correcta ―sentenció Bonafilla―. Ahora todo el mundo a sus tareas. ¡Vamos!
No tardaron ni unos instantes en ponerse de píe para iniciar sus obligaciones. Bonafilla era de las pocas canónigas que las trataba con delicadeza. Siempre las atendía con mucho afecto. En sus ojos se podía ver la imagen de una madre que velaba por el cuidado de sus hijas.
La vida en el monasterio era bastante monótona. Desde que llegaron las tres hermanas, y a medida que se hacían mayores, tenían más responsabilidades. Siempre dormían en la cocina. El monasterio no tenía casa de huéspedes. Con el tiempo, la abadesa tenía la idea de volver a levantar un edificio para albergar a peregrinos y foráneos como antaño hubo, pero ahora las prioridades en la ejecución de las obras eran otras. Tampoco podían dormir con las benedictinas al no ser ellas novicias. La única solución fue adaptar una estancia donde pudieran estar lo más cómodas posibles: la cocina.
Tal vez por su proximidad, o por ser una tarea poco complicada, de lo primero que se hicieron cargo fue de servir los alimentos. No lo hacían solas, ya que las hermanas benedictinas debían servirse mutuamente y ninguna de ellas estaba dispensada del servicio de cocina. De esta forma se establecía un orden semanal que las obligaba a todas a trabajar en la preparación de las viandas. Al ser rotatorio, Arsenda, Ermesenda y la pequeña Quixol pudieron conocer de forma cercana a todas las canónigas.
A medida que se hicieron mayores, también se ampliaron sus funciones.
Como grandes explotaciones agropecuarias que eran los monasterios, disponían de lagares, bodegas, establos, graneros, pajares, molinos, almacenes, fraguas y talleres artesanales. Arsenda tuvo que ayudar en las tareas agrícolas de los campos propiedad del cenobio. También se ocupó del huerto que había junto al claustro. Además, tuvo que asistir a la escuela interna que había para formar a las novicias. Allí conoció a Eulalia, de quien se hizo muy amiga. Desde Guissona, habían dado orden a Teudelinda para que formara a la mayor en las artes de la escritura y la lectura.
Normalmente, en los monasterios de la orden benedictina se ofrecían dos tipos de escuela: una interna, para la formación de algunas hermanas, y otra externa, para atender a los jóvenes que no estaban llamados al estado religioso. En San Pedro de las Puellas no se daba esta segunda opción, así que Arsenda participaba con las novicias en la educación. En una sala del claustro se reunían con la hermanas y aprendían el catecismo, oración, las pautas para oír misa, recitaban cantos y plegarias, y cuando estaban de buen humor alguna que otra canóniga les contaba historias y habladurías del mundo exterior.
También trabajaban en talleres y ayudaban en la confección de algunas prendas y solo las más expertas participaban en la elaboración de alguna ilustración de los manuscritos. El monasterio era una pequeña ciudad, prácticamente era autosuficiente. Los excedentes del campo que poseía los intercambiaban en el mercado de Barcelona por algún utensilio o producto que necesitasen. Las canónigas tenían totalmente prohibido salir del monasterio, incluso la abadesa; solo bajo la autorización del obispo de Barcelona podían hacerlo. Pero aquello no suponía un problema en el buen funcionamiento del cenobio. Siempre contaban con la ayuda del personal laico, ya fueran algunos campesinos que trabajaban en sus tierras o de alguna criada que tenía la mayoría de las hermanas de la orden. De hecho, las labores más pesadas las hacían estas personas, así las canónigas se podían dedicar al oficio divino. Eso no las abstenía de cavar en el huerto, desvainar legumbres, amasar el pan y participar en las manufacturas de alguna prenda.
El monasterio estaba cercado por una valla y en algunos tramos aún quedaba en pie algunos muros de piedra compacta con arena. En un futuro próximo volvería a estar totalmente rodeado por las tapias. Constituía San Pedro de las Puellas un lugar sagrado, un reducto de tranquilidad espiritual donde el trabajo ―manual, intelectual o físico―, la oración y la lectura de las Sagradas Escrituras era el eje básico para la buena labor de una vida dedicada a Dios.
Tras la reunión con la abadesa Arsenda se fue directamente a preparar el almuerzo. En el monasterio se debía comer a la hora sexta y en vísperas. Eso los días normales, porque los miércoles, viernes, sábados y vigilias de festividades eran días de ayuno, variando la dieta y la toma de los alimentos. Aquel día era martes y no había ninguna prohibición respecto a la utilización de algún tipo de condimento. Cuando llegó a la cocina encontró a las hermanas Justina y Adelaida que, con una sonrisa obligada, pretendían averiguar cómo había ido la charla con Teudelinda.
―Arsenda, tienes cara de preocupación. ¿Te ocurre algo?
―No, simplemente estoy algo fatigada. Hoy ha hecho un sol maravilloso y creo que he estado expuesta mucho rato mientras trabajaba en el campo. ¿Dónde están mis hermanas?
―Han ido a la huerta a por verduras. Siéntate aquí ―le ofreció una silla la charlatana Justina―, voy a buscar un vaso de agua para que te repongas, bébela sin prisas y descansa un poco, yo y la hermana Adelaida nos ocuparemos de las viandas. Cuando te encuentres mejor pica esas almendras con el mortero ―le indicó con el dedo el tarro que había encima de la mesa― y mézclalo con agua, ¡que no se te olvide! Luego déjalo reposar en aquel recipiente, que macere un buen rato. Más tarde, en vísperas, acuérdate de colarlo. Debemos preparar leche de almendras un poco cada día para la Cuaresma.
A Arsenda le pareció algo exagerado llamar a aquellos alimentos viandas. La regla benedictina imponía comer ligero, sin grasas y, naturalmente, en ayuno se sustituía la poca carne que consumían por el pescado y verduras. En esta abstinencia obligada se suprimía igualmente una de las comidas del día, pasando de dos a una las veces que ingerían sustento, y en vez de utilizar grasa animal en la cocción de los alimentos se utilizaba la de los vegetales. Se debía seguir un sentido de moderación que poco entendía Arsenda. Si algo echaba de menos de su tierra y sus familiares era el recuerdo de aquellos banquetes en el campo, al aire libre.
La hermana Adelaida buscó la llave de la despensa dentro de su hábito, cogió un cuenco de madera y se dispuso a entrar en la pequeña y oscura habitación a buscar los productos necesarios para la elaboración del almuerzo. Mientras, la hermana Justina no dudó en interrogar a Arsenda.
― ¿Qué tal te ha ido la reunión con nuestra querida madre Teudelinda?
―Bueno, estaba un poco enfadada. A partir de ahora tendré que acompañar a María a Barcelona.
― ¿Qué tendrás que hacer tú con la mujer del curtidor? ―quiso saber Justina.
―Tenemos que aprovisionarnos de pescado y membrillo. Creo que no queda mucho en el almacenado.
Al mismo tiempo salía la otra hermana benedictina de la bodega con un recipiente lleno de hortalizas y verduras, cerrando otra vez la habitación bajo llave.
―Tenéis razón ―comentó Adelaida―. La próxima semana será miércoles de ceniza y empezará la Cuaresma, debemos aprovisionarnos para los días de abstinencia. No te preocupes, María es una buena mujer y ya verás que hasta te resultará divertido pasear con ella por la ciudad.
Arsenda hizo un gesto de aprobación. Desde que estaba en el monasterio pocas veces había salido al exterior. La iglesia de San Pedro de las Puellas estaba construida sobre una pequeña colina conocida como el Cogoll, a poca distancia de los muros de la ciudad. No conocía muy bien la población, pero se conformaba con tener una de las mejores vistas desde aquella situación elevada, la urbe al fondo, y más allá el mar. Cuando se acabaron las obras del claustro era frecuente verla alguna tarde en la biblioteca. Desde allí miraba a través de la ventana y contemplaba la inmensidad de las murallas y el ir y venir de las personas.
―Más que un castigo parece una recompensa ―contestó Adelaida―. Tenéis suerte de que sea Teudelinda nuestra abadesa, porque si fuera Tota….
―Me lo puedo imaginar.
―Pues sabed ―añadió la hermana Justina― que le recomendó a nuestra abadesa una serie de castigos hacia vosotras. Os quería excluir de la mesa común y también del oratorio. Pretendía que comierais a nonas y no con nosotras en la hora sexta, además de estar a solas en los trabajos que tenéis asignados. Nuestra madre superiora no lo ha creído pertinente por el momento, pero tened cuidado porque en la próxima falta que cometáis tal vez no sea tan piadosa, incluso os podría separar de la compañía de Ermesenda y Quixol.
Aquella posibilidad le causó escalofríos. No se imaginaba verse separada de sus hermanas, sus verdaderas hermanas, como decía ella. Tenía la responsabilidad de cuidarlas, sobre todo a la menor. Los escasos ratos de tiempo libre que tenía los pasaba junto a ellas, distraídas en algún que otro juego. De esta forma los días se hacían más llevaderos, saliendo así de la rutina cotidiana del cenobio. Tota ejercía el cargo de priora del monasterio con pulcritud. Bien es cierto que entre sus obligaciones era velar por el buen funcionamiento de la casa de Dios, pero la observación constante que ejercía sobre ella lo consideraba excesivo. Estaba al cuidado de todo y no había nada que se le escapase. Para ello contaba con una red de confidentes muy efectiva entre las hermanas benedictinas. Siempre estaba al corriente de todas las cosas. Pero lo que Arsenda no comprendía era el trato exigente y a veces cruel que recibía por parte de ella.
― ¿Cuándo fue la última vez que visitasteis Barcelona? ―le preguntó Justina.
―Fue para acompañar a nuestra abadesa en la donación que hizo la condesa Ermesenda a nuestro cenobio.
― ¡Ah! Ya me acuerdo. Cuando regresasteis soñabais con ser algún día una dama importante de la corte ―le contestó en tono burlón la hermana―. Aquel día os acompañó el obispo Deudat y fuisteis recibidas en la sala del palacio condal. ¿No es cierto?
―Sí, así fue, nunca olvidaré lo maravilloso que era aquella habitación y lo bonita que eran sus telas decorando aquellas paredes…
―Hermanas ―dijo Adelaida―, basta ya de tanta palabrería y vamos a preparar el almuerzo.
El mobiliario que había en el refectorio era muy escaso, algunas ollas de cerámicas, platos y el fuego con una gran marmita con agua caliente. De la chimenea colgaban algunos ganchos donde se suspendían las ollas, sartenes y cazos. La mayoría de estos utensilios estaban provistos de largos mangos para poderlos arrimar al fuego sin quemarse. En el horno principal siempre estaba preparada la cacerola con agua hirviendo, pero muy poco condimentada. Debido a lo caro que era cocinar con especias, la cocina monacal se contentaba con el uso de algunas hierbas aromáticas que, con el vaho que se desprendía, impregnaba la estancia con sus diversos olores. Arsenda vació con una espátula parte del agua de la marmita a otra gran olla que se puso en el otro fogón, le añadió las verduras, unas pocas cebollas y ajos, los mezcló con los guisantes, las habas y un poco de apio. Todo ello lo sazonó con una pizca de canela y jengibre. La hermana Adelaida le añadió unos escasos pedazos de carne de buey que se perdieron fácilmente entre las legumbres.
Aquel potaje, tan sencillo de elaborar, era la comida básica diaria. Todo ello, acompañado por una libra de pan negro, color que adquiría al ser mezclada con centeno y poco trigo, y un vaso de vino. Teudelinda aceptó que las niñas bebieran solo un vaso en las comidas por ser un brebaje más digestivo que cualquier otro líquido, y por su valor antiséptico, pero para evitar una posible intoxicación o mal uso se lo rebajaban en proporción de dos a tres con agua.
En aquel momento entraron sus hermanas con un cesto cargado de frutas que habían recogido del huerto listas para servirse en la mesa. Con el paso de las estaciones aprendieron a dominar la preparación y conserva de los productos alimenticios. Así, entre sus tareas, también estaba guardar y cuidar el grano, molerlo, hacer la conserva de los productos de primavera y verano, velar para que ningún producto se pudriera o se pasase. Preparaban vasijas donde guardaban las hortalizas, recolectaban las hierbas aromáticas y las preparaban para los aliños, sin olvidar la conservación de frutas como el membrillo, peras o uvas. Todo ello era imprescindible para poder tener una dieta equilibrada a lo largo del año. Del cerdo obtenían la grasa, que la utilizaban como luz y también como alimento.
―Bien, ¡ya está lista! Ermesenda, Quixol, id al refectorio y dejar la fruta preparada. Yo, Arsenda y la hermana Justina llevaremos la escudilla para el guiso. ¡Vamos, rápido!
Arsenda y sus hermanas comían con la comunidad y no aparte con el personal de servicio o las semaneras de cocina. Por eso, una vez acabado su trabajo, se reunían con las canónigas en el patio del claustro para entrar al comedor. Esta decisión, un tanto cuestionada por alguna que otra hermana, la tomó Teudelinda al considerar a las crías como parte de la familia y así integrarlas mejor en la comunidad. Creyó convenientemente que ya era demasiado castigo vivir alejadas de su familia como para estar ahora aisladas y tener un trato de sirvientas. No, eso no podía ser, el estatus de las niñas se lo impedía.
Antes de pasar al refectorio todas las monjas se lavaban las manos. Por orden de antigüedad entraban a la sala en silencio, antes de tomar asiento rezaban todas en voz alta y, mientras comían, escuchaban atentas la recitación de la hermana lectora. Este cargo, como el de cocina, también era semanalmente, empezando el domingo. La hermana Argudiana era la encargada esta vez, tomó un poco de vino con agua antes de empezar a leer y comenzó por el verso: «Señor, ábreme los labios, y mi boca proclamará tu alabanza». Lo repitieron todas tres veces y, una vez recibida la bendición, comenzó su servicio. Mientras se comía estaba terminantemente prohibido hablar, y si necesitabas alguna cosa, lo único que se te estaba permitido era pedirlo mediante gestos.
Cuando acabaron de comer, las tres se quedaron las últimas para ayudar a la hermana Adelaida y Justina a recoger la cocina y limpiar el comedor. Unavez finalizadas estas tareas, Arsenda se despidió de Quixol y Ermesenda, citándolas antes de la oración de vísperas para compartir juntas el poco tiempo de asueto que tenían. La mayor debía reunirse con Eulalia en una pequeña sala que había en el claustro, y recibir las clases de teología de la hermana Belisa y las pequeñas tenían que ir a dar de comer al ganado.
El día anterior la clase había sido muy aburrida. Tal vez, y teniendo en cuenta que aquel día Eulalia iba a efectuar su confirmación de novicia, podrían hablar de algún tema más interesante y mundano. Así se lo hizo saber y ambas, como buenas amigas que eran, acordaron seguir una estrategia conjunta.
―Hermana, así es, hoy estoy bastante nerviosa y no puedo concentrarme en la lectura. Como sabéis, hoy es el día de mi confirmación y me gustaría ―miró a Arsenda―, nos gustaría escuchar alguna historia sobre este monasterio al cual tengo la intención de dedicarme para servir a Dios toda mi vida.
―Pero precisamente por eso, jovencita, debemos repasar todos los pasos para evitar cualquier equivocación.
―Es posible, hermana Belisa, que Eulalia ya los sepa de memoria, pero tal vez lo que le interese más ahora sea escuchar algo que la tranquilice, si es posible, de este monasterio y así admirar más aún esta noble casa.
―Bien, bien, ya entiendo, no te preocupes. Eulalia, todas hemos sentido algo de incertidumbre en nuestros inicios, pero con el tiempo te darás cuenta de que una verdadera vida solo es aquella que se dedica completamente al servicio de Dios, y tú, Arsenda, deberías tomar en consideración este consejo. Os contaré lo difícil que ha sido para nosotras llegar hoy hasta aquí, pero gracias al valor y la entrega de novicias en un primer momento, y luego hermanas, esta familia ha podido seguir adelante.
Las dos muchachas se miraron entre ellas, habían convencido a la hermana benedictina para que cesara por un día el tedio de sus lecciones. No obstante, Arsenda caviló mucho sobre el consejo que le había dado. Ni por un momento pensaba quedarse ella allí en un monasterio encerrada para toda su vida. No, ella quería conocer el mundo, tenía ansia de aprender y rogaba todos los días al Señor para que su padre no la ofreciera al cenobio como acción de penitencia por su misericordia y bondad. Era consciente de que podía ser una gran sierva de Dios, de que le serviría de forma fiel y leal, pero de otra manera, de otra forma, lejos de estar encerrada entre unos muros sin haber tenido la posibilidad de vivir la vida y de crear su propia familia. Ella lo sabía y también la abadesa. ¿Por qué si no se la llevaba a ver el palacio condal con toda su ostentación? ¿Por qué se iba a Barcelona con María como castigo y salir al exterior? Tal vez para que pudiera tener consciencia de lo que ambos mundos le ofrecía y que ella decidiera, algo de lo que muchas hermanas no habían podido tener oportunidad alguna.
―Supongo que ya estáis acostumbradas a las obras que se están realizando en el monasterio. La verdad es que aún queda mucho por hacer, pero si lo hubierais visto hace treinta años… ―se santiguó―, cuando yo ingresé en la orden, ¡qué horror! Prácticamente no había nada, todo eran escombros, y no solo aquí, también la ciudad tenía un aspecto ruinoso. Aún quedan rastros de aquello, en algunas partes de la muralla, ciertas casas de los arrabales…―La hermana Belisa perdió la mirada en el infinito con un gesto de dolor.
―Sí ―dijo Arsenda―, tenéis razón. Cuando fui con nuestra abadesa a Barcelona pude observar cómo la catedral presentaba un aspecto deteriorado, incluso recuerdo el abad comentando con la condesa la necesidad de reformar el templo, se quejaba de la precariedad del edificio, incluso llegó a afirmar que en los días de lluvia, mientras oficiaba la misa y se realizaban los oficios litúrgicos, los feligreses no se libraban de acabar empapados por las grietas que hay en el techo.
―Así es, querida, eso son secuelas también de esa bestia del demonio que nos visitó.
Eulalia abrió los ojos con asombro, no podía creer lo que estaba escuchando. En la habitación se hizo un silencio absoluto y solo la respiración profunda de la hermana benedictina alteraba la tensa calma que empezaron a notar.
―Aproximadamente, si no me falla la memoria, sí, hace unos treinta nueve años, la ciudad de Barcelona y sus alrededores fue ultrajada por el mismo diablo en persona. Que Dios nunca le perdone ni a él ni a esos blasfemos ismaelitas que lo siguieron.
― ¿Qué? ―gritaron al unísono las dos jovencitas con mucho miedo.
―Sí, mis niñas, un poderoso ejército se apostó en la puerta de la ciudad con el único fin de destruirla. Su caudillo, esa alimaña que se hacía llamar Abu Amir, solo nos trajo destrucción.
― ¿Abu Amir? ―extrañó Eulalia el nombre, tal vez porque su imaginación esperaba algo más apocalíptico.
―Abu Amir, tristemente conocido por nosotros como Almanzor. ―Esta vez los ojos de la hermana brillaron más que nunca al recordar aquel maldito nombre―. La ciudad fue sitiada y en apenas una semana fue tomada.
―Pero no es posible ―dijo Arsenda, enojada―. ¿Y los soldados del conde no lo pudieron evitar?

―No, hija mía, fueron derrotados uno a uno. Nadie vino a socorrernos. Ni el rey Franco, que siglos atrás y desde este mismo lugar expulsó a esos blasfemos de la ciudad, ganando esta plaza para la cristiandad, esta vez, no vinieron a socorrernos, no, nadie. Barcelona fue abandonada a su suerte. Hicieron una gran mortandad, quemaron campos, saquearon todos los templos, hicieron muchos cautivos y todos ellos fueron llevados en cadenas hasta Córdoba, para ser vendidos allí, o pedir rescate por ellos a sus familiares. No recuerdo tanta pena en las gentes como aquel día. Yo tenía vuestra edad y aún lo recuerdo con mucha tristeza. Mis hermanos murieron defendiendo los muros de la ciudad, y parte de mi familia hechos prisioneros. No pudimos socorrerlos a todos y algunos de ellos fueron vendidos como esclavos. ¡Que Dios se apiade de sus almas!

― ¿Qué ocurrió con las hermanas que había en el monasterio? ― preguntó con curiosidad Arsenda.
―Cuando el ejército musulmán avanzaba sin oposición alguna y se aproximaba a la ciudad, el conde dio la orden a todos los habitantes de los alrededores de Barcelona para que se refugiaran detrás de sus murallas. En un principio la madre Matrui, que era la abadesa, quiso marchar al interior de la ciudad, pero las hermanas se resistieron a abandonar el monasterio. De forma errónea creyeron que ese infiel respetaría este recinto sagrado y las dejaría en paz, pues no era su casa el objetivo de esa bestia, pero Almanzor no cedió ante los ruegos de la abadesa.
― ¿Y entonces…? ―preguntó con lágrimas en los ojos Eulalia.
―Los soldados asaltaron el cenobio, quemaron la iglesia, se perdieron valiosos documentos y se apoderaron de los objetos de valor. Nuestras hermanas fueron vilmente asesinadas. Como si de un castigo divino se tratase, como si una terrible plaga se hubiera instalado en nuestro cenobio, todo fue reducido a escombros y cenizas. Todas las iglesias de los arrabales, incluso el Monasterio de San Cugat, tuvieron la misma suerte que nosotras, fue espantoso. Almanzor solo respetó la vida de nuestra abadesa, pero fue llevada a Mallorca como cautiva. Con los años, un comerciante barcelonés la reconoció y urdió un plan para traerla de nuevo aquí. Fue escondida dentro de un fardo de carga y metida en la bodega de su barco, pero esos ismaelitas, desconfiados y sospechando algún ingenio contra ellos, revisaron la carga, hundiendo sus puñales entre las sacas. No gritó cuando fue alcanzada por el acero, pero sus heridas eran mortales. Apenas aguantó la travesía y, tras poner pie en tierra, próxima a nosotras calló desvanecida. A los pocos días moría, oficiándose un gran funeral en Barcelona en su nombre.
Las tres ahora estaban cogidas por las manos y lloraban mientras repasaban la historia que la hermana Belisa les había contado. Lejos de causar entre las jóvenes algún temor, se afianzaba en ellas un sentimiento de unidad, de pertenecer a una familia, de cuidarse mutuamente toda su vida. El objetivo había sido cumplido. Cualquier tipo de duda que Eulalia pudiera albergar ahora había desaparecido.
―Cuando yo ingresé en el monasterio fueron tiempos muy difíciles, estuvo a punto de desaparecer la iglesia, la tuvimos que volver a edificar. Se volvieron a escriturar nuestros bienes y privilegios que en doscientos años habíamos adquirido, no fue fácil, pero creo que hicimos una gran labor ―miró a Eulalia y Arsenda y continuó-, pero el trabajo no ha terminado, y será con vuestra ilusión y juventud las que debáis continuar, Tú, Eulalia, en ti recae la obligación de engrandecer y fortalecer nuestro monasterio. Esa es la gran misión que Dios te ha otorgado, junto con la ayuda de las otras hermanas debéis realizarlo.
Al abandonar la clase, las jóvenes amigas salieron en silencio y muy pensativas. Se despidieron y Arsenda fue a buscar a sus hermanas. Cruzó el claustro y entró en la habitación situada al oeste que comunicaba con los prados del exterior. Atravesó una puerta y salió a un campo propiedad de la orden. Allí pudo ver a Ermesenda y Quixol que jugaban correteando con unas gallinas intentándolas atrapar.
― ¿Cómo ha ido la clase de teología? ―pretendía saber Ermesenda.
―Bien, igual que siempre.
En esos instantes se acercó Quixol y quiso participar en la conversación con sus hermanas, preguntando a la mayor:
― ¿Crees que deberíamos decirle a Bonafilla que venga con nosotras esta noche?
― ¡No! ―se apresuró a contestar Arsenda―. Mira, Quixol, esto debe ser nuestro secreto y nadie debe conocerlo. Debes tener cuidado y no comentar con nadie lo que vamos a hacer. ¿Estás de acuerdo?
―Sí.
―Bien, ahora vamos a divertirnos las tres juntas antes de que llegue la hora.