Espiritualidades del caminar

Igual que una blanca nube de verano, en armonía con el cielo y la tierra, flota libremente en el azul del cielo desde un horizonte a otro, siguiendo el aliento de la atmósfera, de la misma forma el peregrino se abandona a sí mismo al aliento de una vida mejor que rota desde lo más profundo de su ser y le conduce más allá del más lejano horizonte hacia un fin ya presente en su interior aunque todavía culto a su mirada.

LAMA ANAGARIKA GOVINDA,

El camino de las nubes blancas:

un peregrino budista en el Tíbet, pág. 11.

Itinerancias espirituales

La antigua Grecia contó en otro tiempo con los peregrinajes a Delos, la isla más pequeña de las Cícladas, y a Delfos, célebre por su Pitia. Pero el pueblo de la Biblia es el pueblo peregrino por excelencia. Dejando Ur, en Caldea, Abraham lleva a los hebreos de «campamento en campamento» para llegar a la Tierra Prometida. Abraham y su descendencia se instalan en Canaán. Primer episodio de una larga marcha inscrita en la historia. Varios siglos después, los hebreos huyen de Egipto, donde estaban sometidos a la esclavitud. Cuarenta años de marcha por el desierto para recorrer doscientos kilómetros bajo la égida de Moisés. Tras el Exilio, es decir, la toma de Jerusalén por Nabucodonosor y la deportación de los judíos a Babilonia en el año 586 antes de Jesucristo, el peregrinaje a Jerusalén se convierte en un deber para todo judío, sobre todo en el momento de la Pascua, el pésaj, que celebra el paso por el mar Rojo; en el Shavuot, que conmemora la entrega de la Torá por parte de Dios a Moisés en el Monte Sinaí tras cincuenta días de pésaj, y en los Tabernáculos o Sucot, que duraban siete días y celebraban la cosecha. Quince salmos (los salmos 119 a 133: los «Salmos graduales», llamados así porque los israelitas los cantaban subiendo las gradas del Templo de Jerusalén) eran cánticos de peregrinos afirmando su confianza en Dios y su gozo por caminar hacia la Ciudad Santa.

El peregrino cristiano de la Edad Media o del Renacimiento camina bajo la mirada de Dios, se recoge o hace penitencia en un lugar santo, explora la Creación en la medida finita de sus posibilidades confiando en la Providencia cuando hace un alto en la noche o atraviesa un bosque, temiendo caer en una emboscada o ser víctima de un sortilegio. La angustia de lo desconocido lo acompaña como su sombra, si bien los lugares de acogida jalonan el recorrido y lo reconfortan con regularidad. Al hilo de este largo camino cada día es un milagro ordinario, pues caminando para mayor Gloria de Dios el peregrino confía en Su protección infalible. Indiferente a la dureza de la ruta, el peregrino se somete a designios mucho mayores que él, como su misión y su fe, cuando hace el relato de su recorrido. Cada día participa de un mismo don de su persona a Dios y su marcha se lleva a cabo bajo el orbe de la luz divina. Los Romei iban a Roma, los Palmieri a Jerusalén, y los Peregrini a Santiago de Compostela. El término peregrinus significa «extranjero», aquel que está fuera de su entorno, afrontando un mundo que escapa a toda familiaridad. La alta Edad Media trae consigo la acepción moderna del término; la peregrinatio deja de ser un exilio y pasa a ser una ascesis deliberada (Sigal, 1974, 6), un ejercicio de espiritualidad. El peregrino abandona la seguridad de su hogar y su pueblo para acudir a un santo lugar, un lugar santificado a sus ojos por la presencia divina. Hace un duelo provisional de su familia y de su burgo, sin estar seguro de poder volver, ni siquiera de poder llevar a término su viaje. Proponiéndose vivir según los caminos inescrutables de Dios, el peregrino sabe también lo que se arriesga a perder, pero cree que su apuesta vale la pena, pues con ella se gana, a cambio, la eternidad al dar el último paso del camino. El don de sí a las obras divinas tiene como recompensa la concesión del paraíso. El trato es bueno. En esas condiciones, la culminación del peregrinaje se divide en un tiempo anterior al acontecimiento y en un tiempo posterior.

En los caminos del pasado, cuando caminar era el modo más común de desplazamiento, los peregrinos se cruzaban también con mercaderes, estudiantes, bandas de soldados, vagabundos, personas sin trabajo y vendedores ambulantes, mendigos, deshollinadores o malabaristas, gitanos, campesinos dirigiéndose a sus tierras. Se caminaba del alba a la puesta del sol. La noche guardaba mil peligros, tanto humanos como provenientes de los poderes divinos. Los «pies polvorientos» no estaban solos en el camino. Se distinguían de los demás itinerantes por un vestuario común, que además les permitía reconocerse entre ellos (aunque también favorecía la impostura y el disfraz de aquellos que buscaban hacerse pasar por peregrinos para robar): túnica apretada en la cintura por un cinturón de cuero, sandalias, botas o borceguíes, sombrero de ala ancha, cantimplora y bordón (bastón más alto que la estatura de un hombre, con una punta de hierro y en el medio de la cabeza unos botones de adorno). Algunos penitentes andaban con los pies desnudos para que su mérito fuera mayor, o porque así se lo habían ordenado.

El peregrino es ante todo un hombre que camina, un homo viator, lejos de su casa durante semanas o meses y que hace penitencia por la renuncia al mundo y por las pruebas a las que se somete a fin de acceder al poder de un santo lugar y regenerarse en él. El peregrinaje es entonces una permanente devoción a Dios, una larga plegaria ejecutada por el cuerpo. Los obstáculos en el camino son muchos: los ladrones que asaltan, saquean, asesinan; los farsantes (falsos curas, falsos monjes, falsos peregrinos, etc.), los ríos que hay que vadear y que les exponen a un peaje excesivo, los lobos en algunas regiones, los elementos de la naturaleza... El estado de los caminos es a veces desastroso, sobre todo en los comienzos. No hay mapas que faciliten el viaje; hay que ir de pueblo en pueblo, siguiendo las piedras que marcan el camino, exponiéndose al frío o al calor, a la lluvia o a la nieve, al viento, a las chinches y a los piojos, a las heridas, a la mugre, la comida en mal estado, las aguas de aspecto dudoso, las enfermedades, las infecciones. El peregrinaje es también una ascesis que solo los más afortunados pueden atenuar, si bien a riesgo de atenuar también la naturaleza de su salvación futura.

Algunos degustadores de la espiritualidad tomaban los caminos secundarios en vez del principal e iban de parroquia en parroquia, de relicario en relicario, visitando los oratorios. La geografía se codeaba con la hagiografía, para alegría del caminante, pero suscitaba del mismo modo la curiosidad del peregrino por las regiones que atravesaba. Y lo que al principio eran caminos librados a la buena o mala fortuna del peregrino, en los que se exponía a todos los peligros del tiempo, se acabaron convirtiendo en las cuatro grandes rutas que llevan a Santiago de Compostela y que fueron organizando poco a poco su acogida, con guías que le informaban de los lugares dónde dormir y comer, o rezar. Los peregrinos recorrían cada día entre treinta y cuarenta kilómetros, y gozaban de la protección de las autoridades civiles y religiosas (monasterios, hospitales, hospicios, hoteles o simples particulares). En las regiones montañosas, los peregrinos podían saber dónde encontrar un albergue gracias a las campanadas regulares de las parroquias, y los jacquets (como se llama en francés a los peregrinos jacobeos) los descubrían también gracias a las insignias que reproducía la concha de Santiago. Cientos de miles de peregrinos acudían cada año a Compostela, y cientos de miles de peregrinos volvían cada año a sus casas, pues, al contrario de lo que pasa hoy, una vez llegados a buen puerto los peregrinos debían recorrer el camino de vuelta en las mismas condiciones que en la ida. Había pocas mujeres, debido a los innumerables peligros de la ruta, pero sobre todo al consejo de la Iglesia.

Varios tipos de peregrinos se cruzan en los caminos de Compostela, en el corazón de España, o en los de Roma o de Jerusalén. La devoción lleva a los fieles a manifestar su fe acudiendo a los santos lugares: enfermos y tullidos en busca de una cura dral más cercana en cumplimiento de una promesa o de un acto de fe. Charles Péguy nos deja así un bello testimonio de su peregrinaje a Chartres tras pronunciar una promesa por su hijo enfermo. Pese a no estar en forma, recorre los ciento cuarenta y cinco kilómetros en tres días. «Cuando ya solo me quedaban diecisiete kilómetros para llegar, pude ver el campanario de Chartres; luego desaparecía de vez en cuando detrás de un repecho o una línea de bosque. Desde que lo vi, fue el éxtasis. Ya no sentía nada, ni el cansancio, ni mis pies. Todas las impurezas desaparecieron de golpe. Era un hombre distinto» (Engelman, 1959, 106).

Los caminos de Compostela siguen siendo recorridos hoy por miles de peregrinos (Bourles, 1995), no ya como afirmación ostentosa de la fe sino en una búsqueda personal de espiritualidad o en una voluntad de tener un tiempo para uno mismo, de romper con los ritmos y las técnicas del mundo contemporáneo uniéndose simbólicamente a millones de predecesores. Se trata todavía de una promesa, de una voluntad de afirmar la devoción, pero lo más común es que sea una búsqueda de lo sagrado, es decir, de la constitución de una temporalidad y una experiencia íntima, inolvidable por su originalidad y densidad. Los caminos de la fe ceden su lugar a los caminos del conocimiento o de la fidelidad a la historia, los caminos de la verdad se convierten en caminos del sentido, y ya será cada peregrino quien decida con qué tipo de contenido personal los va a llenar (Le Breton, 1997, 227 y ss.). El caminar desnuda, despoja, invita a pensar el mundo al aire libre de las cosas y recuerda al hombre la humildad y la belleza de su condición. El caminante es hoy el peregrino de una espiritualidad personal, y su camino le procura recogimiento, humildad, paciencia; es una forma ambulatoria de plegaria, librada sin restricciones al genius loci, a la inmensidad del mundo alrededor de uno mismo.

El mundo ortodoxo conoce también varias formas de marchas espirituales. En el monte Athos, los monjes giróvagos no disponen de un lugar definido para dormir: se tumban en el suelo dondequiera que la noche les haya sorprendido, sin buscar el sitio más cómodo. En su caminar de monasterio en monasterio, cualquier lugar, hasta una fosa, les sirve para su breve reposo. Si bien se sienten plenamente monjes de Athos, no generan ningún vínculo con ningún monasterio en concreto, pues pertenecen al espacio de la montaña santa, que han convertido en mezcla caminar y plegaria, volcado en su búsqueda. «A veces hago más de sesenta verstas en un día y no me doy cuenta de que camino; solo siento que voy diciendo la oración. Cuando sopla un viento frío y violento, rezo la oración con más atención y en seguida entro en calor. Si el hambre es demasiada, invoco más a menudo el nombre de Jesucristo y no me acuerdo de haber tenido hambre. Si me siento enfermo y mi espalda o mis piernas comienzan a dolerme, me concentro en la oración y dejo de sentir el dolor» (Anónimo, 1981, 35). El espacio recorrido se traduce en mayor interioridad todavía. Al término del cuarto relato, el peregrino encuentra un compañero de ruta para llegar andando hasta la «Jerusalén antigua».

Caminar con los dioses

En Asia, el hinduismo y el budismo también promueven el peregrinaje, arrojando al camino a muchos sadhus (ascetas o monjes que siguen el camino de la penitencia y la austeridad para obtener la iluminación) y hombres y mujeres ordinarios, en busca de una proximidad con lo divino. En el Tíbet, un aire enrarecido impone un ritmo cercano a ciertos ejercicios de hatha yoga. El caminante se ve obligado a avanzar lentamente y con regularidad, aspirando más aire del que es necesario. Algunos tibetanos utilizan fórmulas sagradas, los mantras, para armonizar mejor el paso con la respiración.

La tradición tibetana conoce otro modo de caminar, el de los lung-gom-pa, viajeros en trance, insensibles al cansancio o a los obstáculos, que recorren con pies ligeros largas distancias. Un día, poco antes del anochecer, el lama de origen alemán Anagarika Govinda, demasiado alejado del campamento de sus compañeros, se pierde en el camino. Corre el riesgo de morir de frío en la noche del Himalaya. «Ya no era posible elegir un camino entre los pedruscos que cubrían el terreno a lo largo de incontables kilómetros por delante de mí; la noche me rodeaba totalmente, y sin embargo, ante mi asombro, fui saltando de piedra en piedra sin resbalar en ningún momento ni fallar una pisada, a pesar de calzar solamente unas endebles sandalias. Y entonces comprendí que una extraña fuerza había ocupado mi cuerpo, una conciencia que ya no estaba dirigida por mis ojos o mi cerebro. Mis extremidades se movían como en trance, con un extraño conocimiento propio, aunque su movimiento parecía casi mecánico. Yo notaba las cosas solo como en un sueño, en cierto modo indiferente. Incluso mi cuerpo se había hecho distante, casi independiente de mi voluntad. Yo era como una flecha que infaliblemente seguía su trayectoria mediante la fuerza de su ímpetu inicial, y lo único que sabía era que bajo ninguna condición debía romper el hechizo que me había capturado» (Govinda, 1981, 118). A Govinda le parece que el mundo que lo rodea tiene la consistencia de los sueños y, aunque un solo paso en falso en las rocas lo conduciría a una muerte segura, avanza con la serenidad de un sonámbulo. Recorre así varios kilómetros. «No sé cuántos kilómetros de este territorio pude atravesar; solo sé que finalmente me encontré en el paso sobre las colinas bajas con la llanura y el pantano de magnesio frente a mí, y que para entonces una estrella se hizo visible en la dirección de la cordillera nevada, así que pude tomarla como punto de guía en el monótono espacio que se extendía ante mí. No me atreví a apartarme de esta dirección y todavía bajo la influencia del hechizo crucé directamente el pantano sin penetrarlo en ningún momento» (Govinda, 1981, 118). Más tarde comprenderá que por un momento se había convertido sin querer en un lung-gom-pa, operando una fusión de su yo consigo mismo. Gom, dice Govinda, significa meditación, concentración del espíritu y el alma en un tema preciso hasta el momento en que el dualismo desaparece, en que el individuo se hace uno con el objeto de su meditación. Lung, por otro lado, está relacionado con el «aire» y la energía vital. El lung-gom-pa es un hombre que ha aprendido a controlar su respiración por la práctica yóguica del prānāyāma. Todo aquel que domina esta forma de trance es capaz de caminar con paso vivo dando una impresión de levedad aérea; no se diferencia de su propio paso, se hace uno con el todo. El peligro sería salir de la fusión por un despertar brutal a la conciencia ordinaria. No mira alrededor de él, se disuelve en el trance de caminar.

La técnica de lung-gom-pa no es más que una de las vías de liberación espiritual, en este caso sumamente útil para recorrer largas distancias en un país (y época) en la que los medios de comunicación son difíciles y a menudo peligrosos. Peter Matthiessen da un ejemplo de ello durante el arriesgado y trabajoso paso por uno de los flancos de una montaña azotada por los vientos. Finalmente podrá atravesarlo, quedando sin aliento y aterrorizado, a cuatro patas, al término del camino. Los porteadores llegan poco después, charlando tranquilamente, risueños y, en cuanto comprueban la peligrosa naturaleza del paso, se callan y uno tras otro lo cruzan con sus pesadas cargas, la mirada fija en el horizonte y apenas tanteando las rocas con las manos. Nada más salvar el obstáculo, vuelven las risas y la charla, en el mismo punto donde las habían dejado, como si nada hubiera ocurrido. Matthiessen está describiendo la disciplina tántrica del lung-gom-pa, ese caminar entre mundos que libera al hombre de su pesantez.

En la India, el sannyāsi es un monje errante y solitario, un hombre entregado al sumo renunciamiento. Tras recibir la iniciación de un gurú, camina en el filo de los caminos, visitando santuarios, celebrando las pujas, rindiendo homenaje a otros sabios. El mundo es su morada y se detiene de vez en cuando en una cueva o en un bosque durante días, o años. Sus compañeros son siempre provisionales. Otros se convierten en sannyāsi tras una renuncia voluntaria al trabajo y a su familia, abandonando toda convención social y despojándose de ropa y bienes; simplemente se atan un paño en la cintura y toman su bastón de peregrino y su cuenco de madera, pues a partir de entonces vivirán únicamente de las limosnas recibidas por el camino, dependientes de la buena voluntad de los demás. Renunciando a sus posesiones materiales, caminan con Dios recitando regularmente los mantras que marcarán el ritmo de sus pasos. Sin dinero, su modo de desplazamiento es el caminar, si bien de tanto en tanto pueden coger un tren gracias a la aquiescencia de un controlador de billetes bienintencionado.

El budismo, igual que el hinduismo, no es tampoco ajeno a los peregrinajes y las largas marchas de sus monjes. Govinda se dirige al Tíbet con una caravana para reunirse con su gurú. «El viaje –escribe– tuvo las cualidades de un sueño: lluvia, niebla y nubes transformaban la floresta virgen, las rocas y las montañas, gargantas y precipicios, en un mundo de formas fantásticas, extrañamente cambiantes, que surgían y se disolvían con tal rapidez que me hacían dudar de su realidad, así como de la mía propia» (Govinda, 1981, 63). El lento camino por el Himalaya parece una escalada de nube en nube, atravesando varias capas de clima y vegetación. Una vez llegado al punto más elevado del paso al Tíbet, Govinda, fiel a la tradición, da unas cuantas vueltas alrededor de la pirámide de piedras a la que cada peregrino contribuye como muestra de gratitud a la montaña por culminar el camino sano y salvo. Añade su piedra para reforzar su determinación, y también como saludo a todos los peregrinos que tomarán el mismo camino. Y entonces le vienen a la memoria las palabras de una estrofa china, atribuida a Maitreya, el futuro Buda, cuando todavía recorría el mundo como un monje errante: «Solitario ando errante mil millas... y pregunto a las nubes blancas mi camino» (Govinda, 1981, 65).

Govinda describe uno de los peregrinajes sagrados de los fieles budistas o hinduistas, el que los lleva al monte Kailāsh. Miles de hombres han recorrido este camino, como ínfimos eslabones de una cadena eterna. A menudo parten de las llanuras calurosas y fértiles del río Indo, sobre todo de Haridwar, al borde del Ganges. El peregrino se baña en las frías aguas para purificarse, dejar morir su antigua identidad para renacer meses más tarde en las aguas del lago de la Compasión, que los hindúes llaman el Gaurī-Kund, al pie del monte Kailāsh, a poco más de mil kilómetros de allí. En el mes de mayo, cuando deja de nevar, los peregrinos se ponen en marcha; son básicamente pobres, sadhus sobre todo, pero también acuden algunos con los suficientes recursos financieros como para pagarse unos portadores o unas mulas. La mayoría van con los pies descalzos o con unas sencillas sandalias, cargando un fardo en la cabeza y deteniéndose por las noches en refugios en los que adquieren su frugal comida. Muchos de ellos farfullan un mantra en honor a Rama, a Shiva o a Krishna. Algunos mueren en el camino debido al frío, las enfermedades, las infecciones, las caídas al abismo, o arrastrados por la crecida de un río.

Los peregrinos escalan cientos de kilómetros de cadenas montañosas, alternando el calor del altiplano con el frío glacial de las montañas, atravesando las nubes, las lluvias diluvianas y el viento. Los senderos rodean los precipicios, atraviesan arroyos o ríos que hay que vadear con dificultad o, si hay suerte, cruzar por un puente herrumbroso, siempre con el riesgo de que se rompa, como le ocurrió a Alexandra David-Néel (David-Néel, 1989, 110). La muerte es una amenaza permanente para quien no está preparado tanto mental como físicamente. «Solo aquel que ha contemplado lo divino en su forma más temible, que se ha atrevido a examinar la cara sin velo de la verdad sin impresionarse o asustarse, solo tal persona será capaz de soportar el poderoso silencio y la soledad del Kailāsh y sus lugares sagrados, y sobrellevar los peligros y privaciones que son el precio que hay que pagar para ser admitido ante la presencia divina en el lugar más sagrado de la tierra. Pero aquellos que han abandonado la comodidad y la seguridad y el cuidado de su propia vida son recompensados con un indescriptible sentimiento de dicha, de felicidad suprema» (Govinda, 1981, 295).

La iluminación le espera al caminante en el alto del Gurla, la del gran daŕsana de las montañas, en la transparencia del alba que permite ver con claridad a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia la luminosa cúpula del monte Kailāsh, los lagos azules rodeados del verde de los pastos, el oro de las colinas... Primer deslumbramiento, que es también primera transformación interior: «Realmente es una de las vistas más inspiradoras de la tierra que, en verdad, le hace a uno preguntarse si pertenece a este mundo o es un sueño, una visión del próximo. Una paz inmensa reside en este divino paisaje y embarga el corazón del peregrino, inmunizándole de todos los problemas personales porque, como en un sueño, él se siente uno con su visión. Ha alcanzado la ecuanimidad del que sabe que no puede ocurrirle más que lo que ya le corresponde desde la eternidad» (Govinda, 1981, 301). Desciende entonces a la Tierra de los Dioses, sintiéndose rodeado de la sombra de los miles de hombres que han pisado antes que él ese suelo sagrado.

Tras unas pocas horas, descubre la visión de las aguas azuladas del lago Manasovar, flanqueadas por las montañas y coronadas por la arquitectura sutil y cambiante de las nubes. Govinda se sorprende porque los animales no se asustan con su presencia. Los pájaros, los conejos, hasta los kyang, no temen al hombre –viven en un espacio eminentemente sagrado, donde nadie tiene el derecho de cazarlos o matarlos–. Se pueden encontrar innumerables hierbas medicinales o aromáticas, una auténtica bendición para el peregrino. Pero el camino todavía no ha terminado: una vasta y verdeante planicie se extiende entre él y el objeto de su peregrinaje.

Pronto llega a los pies del monte Kailāsh. «Nadie puede aproximarse al Trono de los Dioses, o penetrar en el Mandala de Shiva o de Demchog, o de cualquier otro nombre que él quiera dar al misterio de la realidad última, sin arriesgar la vida –y quizá incluso la cordura de la mente–. Aquel que ejecuta el Parikrama, las rituales circunvalaciones de la montaña sagrada, con una mente perfectamente devota y concentrada, atraviesa un ciclo completo de vida y muerte» (Govinda, 1981, 311-312). Se sumerge en la visión maravillosa (da´rsana) de la montaña santa (la joya de las nieves). Para los tibetanos, la montaña está poblada por millones de budas y bodhisattvas cuya meditación proyecta su luz sobre el resto de la humanidad.

Govinda describe la última etapa, la de la liberación del ego, cuando el peregrino continúa su ascensión hacia el alto de Dölma, a 5.800 metros de altitud. «Mientras asciende hacia el elevado paso de Dölma, que separa los valles Norte y Oeste, llega al lugar donde contempla el Espejo del Rey de la Muerte (Yama), en el cual se reflejan todos sus hechos pasados. En este punto se tumba entre grandes pedruscos adoptando la posición de un hombre muerto. Cierra sus ojos y se enfrenta al juicio de Yama, el juicio de su propia conciencia, recordando sus actos anteriores. Y con ellos, él recuerda a todos los seres queridos que murieron antes que él, a todos aquellos cuyo amor fue incapaz de devolver; y reza por su felicidad cualquiera que sea la forma en que hayan renacido» (Govinda, 1981, 314). Liberado del miedo a la muerte, reconciliado con su pasado, abierto al mundo del porvenir e interiormente transformado, camina hacia el lago de la Compasión y se sumerge en sus aguas heladas, donde se bautiza por primera vez antes de volver a descender hacia la planicie.

Caminar como renacimiento

Caminar implica reducir la utilización del mundo a lo esencial. La carga que se puede llevar se restringe a lo elemental: un puñado de ropa y de utensilios, algo para hacer un fuego y no morirse de frío, instrumentos para no perderse, un poco de comida, a veces armas, siempre algún libro. Lo superfluo se cuenta en penas, sudor, dolores futuros. Caminar es pues un desnudarse, que revela al hombre en su cara a cara con el mundo. Su arte, dice Thoreau, que se refiere aquí a una de las etimologías de sauntering (pasear, deambular en inglés), consiste en llegar simbólicamente a una tierra santa, a entregar sus pasos al magnetismo de la ruta, pues «el saunterer, en el recto sentido, no lo es más que el río serpenteante que busca con diligencia y sin descanso el camino más directo al mar» (Thoreau, 1998). Caminar es un camino para el desacondicionamiento de la mirada, trazando una ruta no solamente en el espacio, sino en el yo, y lleva a recorrer las sinuosidades –las del mundo y las propias– en un estado de receptividad, de alianza. Geografía del afuera que se une a la de la interioridad, liberándola de las obligaciones sociales ordinarias. «El hermoso camino color lavanda palidece un poco más a cada segundo que pasa. Nadie lo ha recorrido, ha nacido con el día. Y eres TÚ a quien ese pueblo espera al final del camino, para despertar a la existencia» (Roud, 1984, 84). E. Abbey lo confirma a su manera: «Cada vez que miro dentro de uno de esos pequeños cañones secretos, espero secretamente encontrar no solo el álamo de Fremont alimentándose de su minúscula fuente –el dios frondoso, el ojo líquido del desierto–, sino también una corona de luz flameante, color arcoíris, espíritu puro, puro ser, pura inteligencia desencarnada, lista para pronunciar mi nombre» (Abbey, 1995, 253). Si los obstáculos en el curso del camino (frío, nieve, heladas, lluvias, montañas imponentes) son para los tibetanos la obra de los demonios que quieren poner a prueba la serenidad de los peregrinos, quizá nosotros debamos también pensar que las dificultades del camino son para el viajero como las piedras miliares de su ruta interior hacia el corazón palpitante de cosas que todavía ignora.

El camino lleva a momentos en los que el mundo se abre sin reticencia, revelándosenos plenamente bajo una luz radiante –primer paso, quizá, de una metamorfosis personal–. Descubriendo el mundo a la altura del hombre, el caminante se pone a la vez en situación de descubrirse a sí mismo en la quemazón de unos acontecimientos cuyo resultado desconoce –pues, al igual que la vida, el camino está hecho de lo improbable, más que de lo previsible–. «Durante dos horas más avanzo penosamente y jadeo y trepo y resbalo y vuelvo a trepar y me quedo sin aliento, obtuso como cualquier irracional, mientras, mucho más arriba, los estandartes de plegarias ondean sobre el sol occidental, que vuelve ígneas las rocas frías, y llena el duro cielo de luz blanca. Sombras de estandartes bailan sobre las paredes de los ventisqueros mientras entro en la sombra del pico, en un túnel de hielo, moviéndome con dificultad y jadeando, los ojos estúpidamente fijos en la nieve. Luego estoy otra vez al sol, en el último de los pasos de alta montaña, quitándome el gorro de lana para que el aire me aclare la cabeza; caigo de rodillas, jubiloso, deshecho, sobre una estrecha cresta que separa dos mundos» (Matthiessen, 1995, 304).

En el agotamiento propio de las largas caminatas hay a veces tanta fuerza y tanta belleza que el sufrimiento del caminante prácticamente se disuelve. Desgastado por el contacto con el camino, erosionado por la necesidad de avanzar, el caminar se hace menos incisivo, más llevadero. A medida que pasa el tiempo, el miedo al dolor deja de ser la principal motivación del caminante para dar paso a la metamorfosis de sí mismo, al despojamiento, a una renovada entrega al mundo, entrega que requiere de la alquimia de la ruta y de un cuerpo que se funda en ella –una alianza afortunada y exigente del hombre con el camino–. «Si bien ese puerto de montaña representaba para mí una feliz coronación, un lugar abierto y al fin propicio a la contemplación, era también una invitación a mi superación, portal de hierba, de aire y de piedra hacia otro paisaje y hacia otro yo –dice Thierry Guinhut sobre los montes del Cantal–. El temblor de mis piernas, la palpitación en el corazón de mis miradas, el aliento inhalado, saboreado, al pasar por el alto, parecían cargarme de la tensión y la fuerza de un hombre distinto» (Guinhut, 1991, 20).

Caminar es a veces una memoria reencontrada, no solo debido a la invitación que hace a que meditemos sobre nosotros mismos en el curso de nuestro vagabundeo, sino también porque a veces llega a trazar un cambio que remonta el curso del tiempo y nos libra a un sinfín de recuerdos. Es entonces cuando caminar ronda la muerte, la nostalgia, la tristeza; despierta el tiempo por la gracia de un árbol, de una casa, de un río o un torrente, a veces de un rostro avejentado que nos cruzamos una vez en un sendero o una calle. «El trazado del camino –dice Pierre Sansot– no es solamente de orden material, también requiere de unas señales invisibles sin las cuales desaparecería; y si nosotros continuamos, nuestro caminar no sería ya por un camino propiamente dicho, sino por una abundancia de recuerdos personales o de amistades tipológicas, sentimentales, de las que carece el hombre sin corazón» (Sansot, 1983, 78).

Caminar es un remedio contra la ansiedad o la melancolía. Mi primer libro (Le Breton, 1982) reconstruía la larga marcha de un hombre absolutamente desamparado en las rutas del noreste brasileño. Entre la narración y la historia personal, el vínculo a veces era casi imperceptible; se trataba al fin y al cabo de una novela, pero la experiencia del acoso, de la desaparición de sí mismo en medio de una larga caminata por las carreteras o las calles del país me resultaba muy familiar. Primer aprendizaje de la amargura y la dulzura del mundo. Había que llevar a cabo la travesía física de la noche para dar a luz al yo. Caminar fabrica lentamente el sentido que permitirá reencontrar la evidencia del mundo; a menudo se camina para reencontrar un centro de gravedad, perdido al haber sido alejado de uno mismo. El camino recorrido es un laberinto que provoca el descorazonamiento y el cansancio; pero su salida, radicalmente interior, es a veces un reencuentro con el sentido y con el gozo de saber que hemos invertido, a nuestro favor, todas las dificultades con las que nos hemos cruzado. Muchas rutas son travesías del sufrimiento, que nos acercan lentamente a la reconciliación con el mundo. La suerte del caminante, dentro de su angustia, es la oportunidad que se le ofrece de un cuerpo a cuerpo con su existencia, de conservar un contacto físico con las cosas. Embriagándose de fatiga, planteándose objetivos minúsculos pero eficaces, como ir allí en lugar de allá, controla todavía su relación con el mundo. Está desorientado, cierto, pero busca una solución, si bien aún no lo sabe. El camino deviene entonces camino iniciático, transformando la dificultad en oportunidad; la alquimia de la ruta lleva a cabo su eterna tarea de transformar al hombre, de volver a encauzarlo en el camino de su vida.

La travesía por el desafío moral encuentra en el desafío físico que es el caminar su antídoto por excelencia, el que modifica el centro de gravedad del hombre. Sumergiéndose en otro ritmo, en una relación nueva con el tiempo, el espacio, los otros, gracias a su encuentro con el cuerpo, el sujeto restablece su lugar en el mundo, relativiza sus valores y recupera la confianza en sus recursos propios. Caminar le hace revelarse a sí mismo, no de manera narcisista, sino congraciándolo con el placer de vivir y con el vínculo social. Su duración, su dureza ocasional, la vuelta a lo elemental que provoca, hacen que el caminar pueda romper una historia personal dolorosa, abriendo los caminos secundarios del interior del yo, lejos de los caminos trillados donde la pena se va rumiando poco a poco. Hoy se organizan marchas especialmente pensadas para enfermos, de cáncer o de esclerosis múltiple, por ejemplo, para que recuperen la confianza en sí mismos y activen todos sus recursos, tanto físicos como morales, en su guerra contra la enfermedad. En la trama del camino, hay que intentar reencontrar el hilo de la vida.