8

EL CREPÚSCULO DEL COWBOY CLÁSICO

Llegará el día del gran encuentro en el que los cowboys serán escogidos uno a uno por los Jinetes del Juicio Final, que conocen bien todos los hierros de marcar.

Antigua canción vaquera.

EL FINAL DE UNA ERA

Hacia 1880, la expansión de la industria ganadera dio como resultado la necesidad de más prados de libre disposición. Así, muchos rancheros se expandieron hacia el Nordeste, donde había grandes extensiones de pastos no utilizados. El ganado tejano fue arreado hacia allí, ocupando crecientes zonas comprendidas entre el oeste de las montañas Rocosas al Territorio de Dakota. Sin embargo, hacia 1890, los ferrocarriles ya se habían expandido para cubrir la mayor parte de la nación y, después, el mismo Texas, lo que permitía el transporte de ganado y de carne a mayor distancia, sobre todo gracias a la invención de los vagones frigoríficos. Mientras tanto, ciudades y territorios siguieron imponiendo leyes restrictivas y cuarentenas al paso de las reses tejanas, infestadas de la fiebre de Texas.

A medida que los colonos se fueron trasladando más al oeste, iban plantando sus cosechas en tierras sin dueño por las que antes discurrían las sendas ganaderas. En ocasiones, las manadas destrozaban esos campos sembrados, causando numerosos y cruentos enfrentamientos entre los cowboys y los anidadores, como llamaban aquéllos a agricultores y granjeros. Simultáneamente, se fueron abriendo plantas fabriles de procesado de carne enlatada cada vez más cerca de las principales zonas ganaderas. Todo ello, y sobre todo los alambres de espino que los agricultores y pequeños propietarios utilizaron para mantener alejado al ganado de sus propiedades y para impedir el acceso a sus prados y manantiales particulares, hizo que las conducciones de ganado a larga distancia resultaran ya innecesarias.

A partir de entonces, no todos los prados abiertos se fueron convirtiendo en tierras de labranza, pero muchos se habían puesto en irrigación o daban más o menos buenos rendimientos como tierra de secano. El hombre que disponía de agua en las áridas tierras del Oeste pudo cambiar por completo el aspecto de aquel vasto territorio y, con ello, también sus actividades económicas. Hectáreas de tierra ganados al desierto para la agricultura fueron obtenidos en detrimento de la industria ganadera sustentada por los cowboys. Las conducciones de ganado de corta distancia continuaron al menos hasta 1940, en la medida en que los ganaderos, antes de que aparecieran los modernos camiones, aún necesitaban acercarlo a las cabeceras ferroviarias locales para su transporte a los corrales, los mataderos y las plantas de procesado. Aún hoy en día, se sigue arreando animales para reunirlos dentro de los límites de cada rancho y para trasladarlo de un prado a otro, un proceso que, por regla general, dura al menos varios días. Además, en muchos lugares aún se utilizan caballos, especialmente donde el terreno es accidentado y montañoso.

EL COWBOY Y EL MUNDO MODERNO

Desde luego, el jinete de las praderas se sentía muy superior al yanqui anglonorteamericano, ese que amaba el dólar y no la vida, ese que seguía condenado a moverse a pie, ese que, como sabían casi todos los cowboys, algún día les impediría seguir existiendo. Con el progreso de la colonización debido a la extensión de las vías férreas y la consecuente disminución de las enormes distancias se introdujo un orden social de una naturaleza completamente diferente en el rudo medio, esencialmente masculino, de los jinetes aventureros, de los cowboys clásicos.

Montados en las pesadas carretas de techo de lona penetraron en el país herramientas y utensilios domésticos desconocidos, vestidos y modos de vida extraños, así como ideas e ideales absolutamente diferentes. Al cornilargo se opuso el arado; al jinete, el peatón; al revólver, el hacha; a la silla de montar, la mecedora; al calzón de cuero, el colchón de plumas; al hierro de marcar, la horca para el estiércol; al caballo, el cerdo y la gallina. . . El mundo itinerante de la senda ganadera, el chuckwagon y el fuego de campamento se vio de pronto enfrentado al sedentario de la escuela, la iglesia, el tribunal y la cárcel. La despensa del cowboy se hubo de enfrentar a la del colono, en la que no faltaban novedades tan celebradas como la mantequilla, el queso, los pasteles, la confitura, los huevos y hasta las verduras. Al mundo del cowboy, en el que se había de bailar, beber y divertirse en toda ocasión propicia, por si acaso no se repetía, se antepuso el puritano anglosajón, en que lo primero era el trabajo duro y el examen de conciencia, la oración y los oficios religiosos, y lo último, algo casi demoníaco, el baile.

Y entre ambos mundos, un abismo de incomprensión, recelos, hostilidad y hasta odio. Sentimientos negativos basados fundamentalmente en la radical ignorancia. El cowboy no sabía nada de las ciudades del Este, ni de su industriosidad y su progreso. No conocía los rascacielos, las máquinas, los vehículos, las maravillas científicas y médicas ni la apertura comercial, intelectual y política al mundo. Y, según lo iba descubriendo, iba abominando de la prisa, las esclavitudes del pretendido progreso (esclavitud al tiempo, al dinero, a la búsqueda del éxito. . .), las ataduras de la vida reglada, la soledad y la insolidaridad urbanas. Ante tanto becerro de oro, él siguió prefiriendo su propio becerro de cuero y cuernos. Para él, todo lo que estaba fuera de las praderas, los caballos y las reses estaba fuera no solo de su mundo, sino del mundo.

Por su parte, el colono era incapaz de comprender el descreimiento religioso del vaquero, su falta de temor de Dios y su único deseo, impío y pagano, de asegurarse la felicidad en este mundo, en el que él, más sabio y culto, veía un valle de lágrimas, cuando no un supermercado de méritos para la otra vida. Y no digamos el habitante del Este urbano, para quien el cowboy era un zafio, pendenciero, borrachuzo, inculto y primitivo ser, vestigio en extinción de un mundo tiempo ha desaparecido. Un salvaje en medio de un mundo civilizado. Una antigualla a extinguir.

Pero la superioridad con que el cowboy observaba y despreciaba al, para él, “boñiguero” no se fundaba solo en asuntos intangibles como la imaginación o la ideología. Para él era indigno que un hombre no se supiera orientar en un terreno desconocido ni supiera siquiera relatar a otro un camino por el que solo había pasado una vez. Él, el cowboy, sabía leer con precisión los signos de la naturaleza y, al observar que el colono ignoraba este simple y absolutamente necesario alfabeto, no tuvo por menos que asombrarse y rechazar la ignorancia del recién llegado. Un colono que, aislado y solo en el pequeño mundo de su granja, en su cárcel de ovejas, alambre de espinos y cortinas de encaje, ignoraba también las noticias de las praderas (epidemias e incendios, sequías e inundaciones, compraventa de manadas, asesinatos y muertes. . .) que tanto importaban al cowboy. Un colono que temía, pues desconocía, aque lla inmensidad natural, llena, para el cowboy, de riquezas y, para él, temeroso y timorato, de peligros. Lo peor era que el colono ignorante ignoraba hasta su ignorancia.

image

Algunos cowboys se resistieron al paso del tiempo y se retiraron a las regiones más remotas, las de condiciones de vida y trabajo más duras. Hubo algunos que optaron por acolcharse en su nostalgia y en el inútil sueño de la vuelta atrás. Y, en fin, no faltaron los que, heridos, quisieron devolver el golpe y se pasaron a las filas de los forajidos. Sobre estos no cayó el telón, sino la horca. Pero, unos y otros, todos, se amortajaron en la leyenda.

Visiones y puntos de vista aparte, el colono tenía una inmensa e invencible fuerza a su favor: su capacidad de reproducción. A los que se enfrentó el cowboy eran solo la avanzadilla de las oleadas de población que pronto se precipitarían sobre el imperio del ga nado. Téngase en cuenta que si las dos Dakotas solo contaban hacia 1870 con 14.000 habitantes, ya eran 719.000 en 1890. Durante ese mismo periodo, la población de Nebraska pasaría de 122.000 a 1.058.000 personas; la de Kansas de 364.000 a 1.427.000 y la de Texas de 818.000 a 2.235.000. Por tanto, de la noche a la mañana, por así decir, el cowboy dejó de poder ignorar al colono y demás forasteros.

Aquella gran ventaja numérica de los colonos estaba íntimamente relacionada con el mayor de sus atractivos, a ojos del cowboy. Los colonos tenían mujeres y, sobre todo, hijas casaderas. Una gran y envidiable riqueza para el solitario cowboy, que pronto halló maneras de optar a ella. Sin perder tiempo, el cowboy aprendió a cortejarlas, así como a ganarse para su causa a los hijos pequeños, que pronto comenzaron a jugar a “vaqueros e indios”, no haciendo falta decir quiénes eran los héroes de esos juegos, a efectos históricos, tan educativos.

Lo cierto es que los colonos fueron enseguida mayoría. Las aldeas y ciudades crecieron como hongos en las praderas, mientras las buenas tierras se iban parcelando y comenzaban a escasear. Las difíciles cosechas iban rindiendo cada vez mejores frutos y aquellas colectividades iban prosperando, ante el asombro y la creciente admiración de los austeros vaqueros. A su vez, el colono fue aprendiendo a conocer y apreciar el duro oficio del cowboy, así como su generosidad, su integridad, su honradez y su férreo código moral de conducta. En ambas partes, iban aprendiendo a respetarse.

Todo ello fue favoreciendo la fusión de ambos mundos de una forma acelerada, a la par que la ganadería se iba haciendo casi completamente sedentaria e industrial. Pero esta nueva época dejó muchos cowboys desocupados. La gran mayoría de ellos se instaló en las pequeñas ciudades del Oeste, ejerciendo sobre todo tres oficios relacionados con su antigua profesión: o abrían una carnicería, que se solía autoabastecer, o una caballeriza o un bar, en el que reunir a sus viejos amigos y perdurar su viejo mundo. Fueron tres oficios en cierta forma mal elegidos, pues no tardarían mucho en desaparecer en aras de la industria cárnica, del automóvil y de la prohibición de las bebidas alcohólicas que pronto se impondría en gran parte de los Estados Unidos.

Otros muchos viejos cowboys se resistieron al paso del tiempo y se retiraron a las regiones más remotas, que también eran, por lo común, las de condiciones de vida y trabajo más duras. Hubo algunos que optaron por acolcharse en su nostalgia y en el inútil sueño de la vuelta atrás. Y, en fin, no faltaron los que, heridos por la sociedad que les quitó la razón de ser, quisieron devolverles el golpe y se pasaron a las filas de los forajidos, en las que eran muy provechosas sus habilidades de caballistas y pistoleros. Sobre estos últimos no cayó el telón, sino la horca. Pero, aun así, unos y otros, todos, se amortajaron en la leyenda.

LA LEYENDA DEL COWBOY

Los días de gloria del cowboy, como los de otras figuras míticas del Oeste, fueron breves: solo duraron poco más de veinte años. Pero en esas dos décadas, el cowboy se convertiría no solo en el más célebre arquetipo del Oeste, sino también en el héroe folclórico de una nación y en un referente iconográfico de buena parte del mundo occidental.

Entre los años 1866 y 1886, unos 40.000 cow boys acarrearon más de 9.000.000 de cabezas de ganado desde Texas a muchas otras zonas del país, y especialmente a las cabeceras ferroviarias de Kansas, desde donde eran embarcadas hacia los mataderos de Chicago y otras ciudades del Este para ser sacrificadas y convertidas en carne con que alimentar a la nación y a buena parte del mundo. Pero, al final de ese periodo, los trenes se expandieron hasta cubrir la mayor parte de la nación, haciendo innecesaria la conducción a larga distancia del ganado hasta los nudos ferroviarios.

Por otra parte, la implantación del alambre de espino permitió que el ganado fuera confinado en áreas designadas para prevenir el exceso de pastoreo de la pradera, que había provocado la hambruna generalizada, particularmente durante el duro invierno de 1886-1887. Por consiguiente, la era del ganado itinerante y los pastos libres acabó y las grandes conducciones de ganado terminaron.

No obstante, los ranchos de pequeño y mediano tamaño se multiplicaron por todo el desarrollado Oeste, dejando que, de momento, las tasas de empleo de los cowboys siguieran siendo altas y su trabajo casi igual de duro e ingrato, si bien peor pagado y algo más sedentario.

Pero, a medida que se fue cerrando la Frontera y su trabajo se hacía más rutinario, la vida del cowboy se fue idealizando en otros contextos. La consecuente decadencia del cowboy se refugió en el circo, en el rodeo, en la demostración de la doma de broncos para solaz de unos espectadores para quienes los auténticos cowboys, los que conquistaron la pradera, eran ya pura leyenda.

image

La larga sombra legendaria del cowboy aún llega con fuerza al mundo actual, perviviendo en el cine, en la música popular, en el mundo del espectáculo, en la moda y en el vocabulario. A millones de personas de todo el mundo les gusta reconocer algo de ellos mismos en ese jinete solitario que, valiente, caballeroso e independiente, cabalga por la pradera hacia la puesta de sol, seguido por la atenta mirada de la chica inútilmente enamorada.

El cowboy perdió, pues, presencia real en el Oeste, pero, a cambio, ganó proyección en la leyenda y la mitología que comenzaron a retratarlo como un individuo a caballo de carácter recio y modales rudos, que llevaba su solitaria vida en libertad sin someterse a otras reglas que las de la naturaleza, afrontando diariamente todo tipo de retos y peligros con valentía y total honestidad, y siempre enmarcado por un fantástico paisaje. Esa es, evidentemente, una imagen romántica de un personaje que, aunque en muchos aspectos se pareció mucho a esa descripción, tenía otros muchos ribetes que la iconografía ha olvidado o soslayado.

La larga sombra legendaria del cowboy aún llega con fuerza al mundo actual, perviviendo en el cine, en la música popular, en el mundo del espectáculo, en la moda y en el vocabulario. A millones de personas de todo el mundo les gusta reconocer algo de ellos mismos en ese jinete solitario que, valiente, caballeroso e independiente, cabalga por la pradera hacia la puesta de sol, seguido por la atenta mirada de la chica inútilmente enamorada.

Pero el Viejo Oeste también tiene otra tradición de violencia y sangre representada con igualdad de méritos por los cowboys, los pistoleros, los asesinos a sueldo, los cazarrecompensas y los sheriffs. En aquel mundo fronterizo hubo de repente muchas riquezas que conseguir. El forajido, el fuerte y el poco escrupuloso se dispusieron a cosechar como solo ellos podían hacerlo lo que no habían sembrado. Si aquí o allá aparecía una tumba jalonando la senda o en los límites de la ciudad desordenada, eso preocupaba poco. Si los jugadores y los desperados de las ciudades vaqueras desplumaban día tras día a un primo con espuelas, eso importaba poco. A los demás les seguía yendo bien. La vida es larga, pensaban, y despreocupada, y el derramamiento de sangre solo es un incidente menor. Lo que pasa es que en el Oeste hubo muchos, demasiados incidentes y mucha, demasiada sangre.

Quizá la culpa de ese falso encubrimiento de un personaje real no fue solo de la industria cinematográfica; posiblemente, el cine solo llevó a la pantalla al personaje desvirtuado que ya habían creado sus propios contemporáneos. Es cierto que el cowboy era, por lo común, un ser obligadamente frío y valiente, pero, de ningún modo, era obligadamente un matón, un provocador o un pendenciero. Hay que tener en cuenta que por el simple hecho de vivir y trabajar en un contexto peligroso debía ganarse la estima y la camaradería de sus compañeros. Tenía que ser un hombre recto y honesto y, si no era capaz de adaptarse al rancho y a sus compañeros, se le expulsaba rápidamente, lo cual implicaba la pérdida de trabajo y de salario. Esta necesaria rectitud dio pie a un código de honor que algunos autores han comparado con el de los caballeros medievales. Un admirador llegó a escribir: “Los cowboys son galantes como los caballeros de la antigüedad; puede que sean algo toscos y que no sean lo que se dice unos maestros en los bailes de etiqueta, pero no hay caballeros que muestren una reverencia semejante hacia las damas. Sienten una total devoción por los intereses de sus patronos. No se ha visto jamás un empleado tan leal”. Seguramente estos elogios algo exagerados tenían bastante de verdad.

En 1871, un periodista de Texas escribió en tono mucho menos laudatorio: “Está claro que son analfabetos, incultos, con algunas carencias y con exigua ambición. Se alimentan de tabaco de mascar y whisky barato y solo sueñan con el juego y las mujeres. . . Normalmente llevan un par de revólveres que utilizan con la misma facilidad contra un animal que contra un hombre. Un tipo así es peligroso”. Quizá esta es la descripción de un cowboy que muchos darían por válida, por ser la que más ha popularizado la gran pantalla, lo cual demuestra el gran desconocimiento incluso entre sus propios contemporáneos de la realidad de ese personaje.

Una descripción parecida aunque algo mas ajustada fue la de un ranchero tejano que, en 1874, escribió: “Viven en condiciones duras, sin una palabra de queja; en lo esencial son gente con mucho aguante, trabajan mucho, tienen muy pocas comodidades y aún menos necesidades. No poseen apenas interés alguno por la lectura. Disfrutan con los chistes groseros y las historias obscenas; aman el peligro, pero aborrecen el trabajo corriente y rutinario; nunca se cansan de montar a caballo y no les gusta caminar aunque la distancia sea corta. Prefieren las peleas a la oración, y adoran el tabaco, el alcohol y las mujeres. Su vida se asemeja a la de los indios. Si alguna vez leen algo, es alguna noticia sangrienta o sensacionalista. Paladean su pipa, gastan bromas a sus compañeros o cuentan algún chisme en el que abunde la vulgaridad”.

Pero también se dijeron otras muchas cosas. Por ejemplo, que el cowboy podía ser áspero e inculto, pero mantenía las riendas apretadas sobre su lengua si hay niños, mujeres u hombres respetables delante. Le gustaba la vida tanto como a cualquiera, pero si un matón amenazaba a alguien, sobre todo a alguien más débil, un verdadero vaquero no vacilaba en entrar en su defensa. Era alguien que no tenía miedo a aceptar grandes y peligrosos desafíos, pero, al mismo tiempo, también era un romántico incurable que se quitaba el sombrero y elevaba una oración de gracias cuando veía una hermosa puesta del sol. Era grosero, pero siempre un caballero. Le gustaba tener un buen caballo como compañero, ver un becerro retozar y saltar por el campo, sentir el viento y la lluvia sobre su cara y el toque de la mano de una mujer en su rostro. Si daba su palabra, se podía tomar por algo seguro. Podía ser el mejor amigo o el peor enemigo. En definitiva, era lo que todos los muchachos, en lo más profundo, les gustaría ser.

image

Desde sus primeros ejemplos, el cine del Oeste, el western y sus héroes (en la foto el actor Roy Rogers, uno de los primeros mitos) crearon un arquetipo falso, por exagerado y parcial, pero no del todo desenfocado de lo que fueron estos aristócratas analfabetos de la pradera.

La imagen de estos hombres que todos tenemos en nuestras mentes es la que construyó la industria cinematográfica, que creó (o, al menos, fijó) un personaje de ficción, hecho a su medida, para convertirlo en un héroe legendario, fuente de inagotables historias y relatos. Si bien es cierto que gracias a esta industria, la imagen del cowboy se divulgó y popularizó por todo al mundo, también es cierto que esa imagen poco tuvo que ver con la realidad diaria del cowboy. Se puede decir que la industria cinematográfica desvirtuó tanto la imagen del cowboy como la del indio.

Los clichés y tópicos al uso entre novelistas y cineastas desde que el fantasioso Ned Buntline comenzara a narrar las hazañas de estos héroes sin miedo ni tacha, y desde que el ingenioso Thomas Alva Edison filmara en 1903 la primera película calificable de western, cual fue The great Train Robbery (“El gran robo del tren”), lo retratan como ese hombre más alto de lo normal, beligerante, ávido de dinero y éxito, con el dedo sobre el gatillo, o taciturno, dominador e invencible, de una moralidad ejemplar y una nobleza insuperable, mojigato en el amor, filósofo en la conquista y creyente del “¡Ayúdate a ti mismo y el cielo te ayudará!”. Pero, en realidad, hubo tantos tipos de cowboys como vaqueros. Su única característica común, porque ni siquiera la raza lo fue, eran sus piernas arqueadas propias de quien pasa más tiempo montado a caballo que de pie. Un grupo humano extremadamente heterogéneo, como era lógico en aquella sociedad de aluvión y en aquel oficio esforzado, que solo mostraba afinidades en su comportamiento, su código de conducta y, ante todo, su extremado individualismo, no egoísta, sino responsable y comprometido con todo lo que suceda a su alrededor.

El carácter del cowboy, especialmente del tejano, era una intrincada mezcla de un sacrosanto sentido del honor personal con una pudibundez y una austeridad emocional hoy apenas concebibles. Su personal y característico entendimiento de la equidad y la justicia se ajustaba a un código no escrito pero fijo, cuyos rasgos fundamentales y, a la vez, más característicos y reconocibles eran el reconocimiento del derecho a la vida, la pasión por la lucha y el desprecio de la muerte. Su siempre exagerada violencia se podría reducir a un exacerbado sentido de la legítima defensa y del mejor morir que huir. El cowboy rechazaba todo asesinato ordenado desde las alturas y no aceptaba más que los motivos personales. El cine, adoptando sin examen la moral puritana, representó al cowboy, para quien el revólver no era otra cosa que una herramienta cotidiana, como un vagabundo primitivo y violento. Pero, en realidad, solo era un defensor del derecho a utilizar la fuerza en la resolución de los conflictos, sobre todo para conquistar o defender la propia libertad, y odiaba el monopolio de la fuerza por parte de las autoridades de cualquier tipo.

Para el puritanismo yanqui, el retorno del hombre al enfrentamiento con la naturaleza salvaje no era otra cosa que una regresión cultural, mientras que para el cowboy se trataba más bien de un rejuvenecimiento cultural. Por eso, tal vez, su sombra, su eco y su recuerdo siguen tan lozanos.