7
Final

Octubre. Dos kilos menos en la báscula. Mi ánimo aplacado por una sesión de boxeo. Al salir del gimnasio, me dirigí a Riofrío. Comenzaban a apretar los fríos que anunciaban lo más crudo del otoño. Pronto empezaría a salir sin la moto. Antes de entrar en la cafetería, me aseguré de que Ordaz no pudiera ver una tarjeta postal que había recibido esa mañana, procedente de Buenos Aires. Una imagen del estadio de Boca Juniors. Y, detrás, con una caligrafía espantosa, un texto breve, escrito en clave, confiado a los sobreentendidos, que a mí me bastaba para saber que a Pancho no le iba mal allí donde estaba, al otro lado de su raya trazada en la playa. Si algún policía interceptara la tarjeta, a buen seguro reuniría a todo un equipo para intentar descifrar la última frase, que parecía un mensaje codificado: «Ya sé adonde van los putos patos de Central Park cuando se congela el lago. Hacen chop-suey con ellos».

Ordaz seguía igual de gordo, atornillado a esa silla desde la que veía pasar la galería de los malandras de Madrid. En las semanas anteriores, nuestra relación se había vuelto casi cordial. Ya no veía en mí a un chivato ni a un sospechoso, sino a un escritor de éxito con apariciones en la televisión al que presumía de conocer. Sobre la mesa, en cada uno de nuestros encuentros, siempre había un ejemplar de la novela que publiqué en septiembre que me pedía dedicar a alguien de su comisaría o de su parroquia de amigos.

—Jaime, pide un café para nuestro amigo, ¿no te importa?… Eduardo, ayer vi a su novia en la tele. Era el primer capítulo de la serie, ¿verdad? Ella sale muy bien. Y es nada menos que la protagonista femenina. Tiene usted que estar muy orgulloso. Siempre le dije que formaban una gran pareja. Escritor y actriz, nada menos. Me gusta ver cómo la juventud sale adelante.

—Sí, lo de la serie está muy bien. Pero los guionistas van a tener que pensar algo para modificar su personaje. Paula está embarazada.

—¡No me diga! Enhorabuena, amigo. Todo son buenas noticias. ¿Se da cuenta?, hizo usted bien, tomó la decisión adecuada. Tiene por delante una vida sensacional, y el precio que pagó por ella no es tan elevado. Esos antiguos amigos de usted están exactamente donde se merecen estar. Y los demás, todos contentos. Usted publicando novelas y haciendo hijos, su novia triunfando en televisión, y yo reclamado para integrarme en el equipo de Interior. Esto es lo que se dice un final feliz, ¿no le parece?

—¿Cómo están?

—¿Cómo están quiénes?

—Andrés y Rafael. ¿Cómo llevan la cárcel?

—Oh, ¿sabe usted? Ahí dentro, a la gente termina yéndole más o menos como aquí fuera. Andrés está bien. Ese chico es duro de verdad. Creo que al principio estuvo más abatido, sobre todo por lo de su novia, no esperaba que le abandonase, creo. Pero ahora ya es lo que siempre fue: un jefe. Ha montado un equipo de baloncesto, ¿sabe? Pero creo que el deporte es un pretexto, que lo que de verdad ha montado es una banda con los chavales que tenía ahí a mano. Rafael está peor. No se adapta. Lo tienen sometido al protocolo para evitar suicidios. No sé si va a llegar al juicio.

—Lamento oír eso. Pero, en fin, incluso en los finales felices, siempre hay alguien que sale perdiendo, supongo que es inevitable.

—Este final feliz todavía podríamos redondearlo. Ya sabe usted a qué me refiero. Pancho. No ha vuelto a pasarse por su casa, ni por el fútbol, ni por el trabajo. Usted, claro, que es tan servicial con la policía, no podrá decirnos dónde está.

—Se lo diría si lo supiera. Pero no tengo ni idea. Aparecerá. Pancho no puede llegar muy lejos solo. No soporta echar de menos a los amigos.

Ordaz se inclinó entonces sobre la mesa para hablarme desde más cerca.

—Ay, Eduardo, tanto hace ya que nos conocemos, y se empeña en seguir tomándome por gilipo1las. Pancho está en Buenos Aires. Usted le ayudó a escapar, le encubrió, y todavía hoy en día le manda dinero.

—No me diga que volvemos a empezar… ¿Me va a volver a amenazar para que le entregue también a Pancho?

—No, no hace falta. Sólo se lo he dicho porque respeto su opinión y no quiero que me tome por idiota. A Pancho podemos dejarle donde está. Si no vuelve por aquí jamás, que viva tranquilo. Puede usted decírselo de mi parte. Al fin y al cabo, el caso quedó resuelto. Y ya nadie se acuerda. Ahora, los programas de la televisión sólo tienen interés en el asesinato de esa familia de Pozuelo. Al parecer, han sido unos rumanos. Menos mal que no me toca a mí encontrarlos.

—Ni a mí entregarlos.

—Además, y volviendo a lo nuestro. Tenemos al homicida, ¿verdad? Fue Andrés, como dijo usted, ¿verdad?

—¿Verdad?

—Claro que fue él. Y menos mal para usted, Ordaz, porque imagine la que se montaría si se descubriera ahora que estaba usted equivocado. Que se le escapó el asesino e intentó endosarle el crimen a otro. Menudo escándalo. Me parece que ya no iba usted a entrar en el equipo de Interior, eso como mínimo. Pero no va a ocurrir nada. Tiene usted al homicida, el final es feliz, y estamos todos contentos. No le demos más vueltas.

—De acuerdo, no le daremos más vueltas. Y ahora, tiene usted que marcharse. Espero otra visita. Ya le llamaré para que preparemos juntos su declaración en el juicio. Irá como testigo protegido, así que no se preocupe por nada. Nadie sabrá nunca que usted estuvo en París.

—¿Cómo le va a su hijo con el periodismo?

—Bueno, tirando. No es un oficio fácil. Tal vez usted pueda echarle una mano, algún día. Se lo presentaré, si no le importa. Será una buena excusa para que nos veamos en otro lugar más relajado. En esta cafetería me siento ya como si estuviera en comisaría.

Le estreché la mano, algo sudada a pesar del frío. Guiñé un ojo a Jaime, que me miró indolente y con un palillo entre los dientes. Al salir, me crucé con dos de los muchachos de Ordaz. Arrastraban hacia la silla a un tipo con aspecto patibulario. Estaban a punto de hacerle una oferta que no podría rechazar. Desde la moto, en el semáforo en rojo de Génova y Colón, les vi a ambos a través de la ventana, a Ordaz y a ese nuevo chivato con el que se prolongaban las rutinas del confesionario. Casi podía leer en los labios de Ordaz lo que estaba diciendo: «De aquí puede salir rumbo a su casa o a comisaría. De usted depende». Me pregunté si también a los chorizos de poca monta, como a los escritores que caían en sus manos, Ordaz les invitaba a café.

Me sentí muy libre cuando le di gas a la moto. No sólo porque Riofrío quedaba atrás, sustituido por un horizonte despejado. Sino también porque haber salvado a Pancho era un bálsamo para mi conciencia, algo con lo que podría engañarme para salir bien parado de todas las introspecciones futuras. Sin duda estaba sucio, sin duda había quebrantado reglas en las que en algún momento creí. Pero al mismo tiempo cobré una revancha por todos aquellos con los que Gepeto jugó como si fueran naipes para sacrificarlos por sobrevivir. Por primera vez, era Gepeto quien perdía la partida. Incluso pensé que, en ese instante, el Fondo sería una trifulca de facciones enfrentadas para quedarse con su trono. Pero eso era algo que a mí ya no me importaba. Mis hijos, mis libros, Paula, cenas tranquilas en restaurantes de moda junto a Ismael y María. Eso era lo único que importaría en adelante. Me lo había ganado.

Esa noche, estábamos invitados a la fiesta de cumpleaños de Ismael. Paré en una librería de Goya para comprarle un regalo. Cuando llegué a casa, vi que Paula estaba delante del portal. Había dejado caer al suelo la bolsa de la compra e, inmóvil, miraba espantada algo escrito en la fachada que el portero ya intentaba borrar. Llegué hasta ella.

—¿Qué pasa, Paulita?

—Eduardo, mira, ¿qué significa esto?

Las pintadas llevaban la firma U/S que me resultaba tan conocida. E incluían palabras como «traidor», «Eduardo» y «muerte». No era todo. Alguien había dejado una bala en mi buzón. Pregunté al portero si en el portal había un cuarto de fregonas. Ya saben, un lugar en el que ocultar una réplica de la Tizona.