3
París
Vagué solo por la ciudad la víspera del partido. Tomé cafés, crucé puentes, saludé a gárgolas, subí a Montmartre e incluso a la noria de las Tullerías, donde me acordé de Orson Welles poniendo precio a los insectos humanos en la de El Prater. Pero no participé en las barahúndas futboleras que se armaban en los bares céntricos y en las plazas según eran derramadas las hinchadas de la final. Los alemanes no vestían de gris, sino de rojo, y disgustaban a los parisinos, que al verlos apretaban el paso luciendo ese eterno mohín de haber olido bosta, que es su imagen de marca. A pesar de la práctica, no acababan de acostumbrarse a ser invadidos desde el norte con cierta puntualidad cíclica. De los españoles, con sus escudos tallados en hogazas y sus monteras de atrezo, podía decirse que era inevitable que se pusieran a pegar capotazos con las banderas a los coches que remontaban los Campos Elíseos y que espantaran a las palomas y a los bohemios de Gauloises sin filtro con las charangas que tocaban Paquito el Chocolatero. Me pareció posible que en algún momento alguien tratara de arrojar una cabra desde el campanario, en París. En cambio, no corrían noticias que hablaran de enfrentamientos. Ni me encontré durante mis primeros paseos con bandas de chungos que pudieran propiciarlas. Tampoco parecía fácil que se juntara una pintona para salir de safari, porque los CRS ponían contra la pared a cualquiera en quien sospecharan a un bravo al que fuera necesario guardar en comisaría hasta que terminara el partido.
Por la experiencia de los viejos tiempos, yo sabía que, en días así, una banda no podía desfilar completa en busca de gresca, con las pancartas por delante, los cánticos y los gritos de «a por ellos, coño». La policía la habría corrido a pelotazos de goma y a gas y algunos muchachos habrían tenido tiempo de aprender francés en una celda. La única posibilidad de ganar algún trofeo consistía en formar comandos de apenas cuatro o cinco tíos vestidos muy discretos, que se conocieran bien y confiaran los unos en los otros, y que golpearan rápido para desaparecer de inmediato. Tantos años después, y aún conservaba el reflejo de analizar la situación como si tuviera que diseñar un plan de guerrilla urbana. Incluso imaginaba vías de escape en las plazuelas atestadas de gente del Bayern. Era por eso, porque algo que ya debiera estar desactivado permanecía latente bajo la corteza del escritor vestido de Hugo Boss, por lo que me prohibí como en otras ocasiones semejantes beber alcohol hasta que saliera de París con mi pasaje en business.
De repente, lamenté que Paula no hubiera venido. Y no sólo porque su compañía era el dique que me contenía, la medida que me obligaba a esforzarme por ser un hombre mejor, sin añoranzas bárbaras ni retrocesos evolutivos: con ella al lado, sólo habría pensado en los rosetones de Nótre-Dame y en los atardeceres sobre el Sena, mariconadas así que se vuelven tolerables si son con ella. En realidad, la echaba de menos por culpa de París, donde fuimos lo mejor que hemos sido. En el recuerdo de otros viajes, cuando su cuerpo desnudo todavía era una sorpresa en la ducha y no una parcela ya cartografiada, la extrañé bajo la cúpula de cristal del Kong, encendida de tragos dulces y de París alrededor. O en el Flore, en pleno invierno, cuando buscábamos con la yema de los dedos los garabatos de Cortázar en el mármol de las mesas, antes de salir a gozar de todo lo que significa caminar por Saint-Germain con un abrigo largo y una mujer hermosa que te hace sentir que en ese instante no querría estar en ninguna otra parte ni con ningún otro hombre. Nadie busca vías de escape en las plazuelas cuando todo es tan perfecto. Sospecho que Paula se me empezó a enfriar cuando comprendió que aquellos momentos para mí eran absolutos, y no el tránsito hacia otros que ella necesitaba porque no vivía de instantes, sino de propósitos. Ella lo quería todo y lo quería ya. Y yo me conformaba con pasear por Saint-Germain con abrigo largo. Mientras tomaba café en el Flore delante de una silla vacía, pensé que, en el fondo, seguir a Paula podía ser la manera de conseguir una vida plena para la que mis propios propósitos no alcanzaban. Si en verdad ella me hacía mejor, por qué no entregarme. La llamé por teléfono, pero no se lo dije. Sin embargo, nos hablamos con palabras que parecían perdidas en el recuerdo de otros viajes y a punto estuvo ella de correr al aeropuerto para llenar la otra silla del Flore.
Y llegó el día. La final. Una gran jornada de fútbol y Real Madrid que yo no empezaba, como antaño, ocultando un cuchillo en la caña de las Doc Martens con la excitación del zafarrancho de combate, sino dándome un baño de burbujas y desayunando salmón ahumado en el bufé de un hotel decorado por Philip Starck. Mientras comía, leí la prensa española en el ordenador portátil. Las portadas coincidían casi todas en dar una fotografía de Zidane, vestido con el peto del último entrenamiento en Saint-Denis y sosteniendo la pelota sobre la frente. Se le pedía que repitiera la volea de Glasgow. El despliegue incluía luego algunas noticias menores. La porra de los diputados en el Congreso. La Cibeles vallada a la espera de la muchedumbre. La peña de Almendralejo estafada con entradas falsas. La retención en la frontera de dos ultras con antecedentes que intentaron pasar disfrazados de tunos y de los que no daban los nombres pero sí las edades: demasiado jóvenes para que yo los conociera.
Me arrojé a la calle para vivir el día. Hacía un tremendo calor húmedo, como si el río sudara, por lo que salí en manga corta, con un pin del Real Madrid en el cuello del polo, e hice escala en un Starbuck’s para enfriarme durante la caminata con un frapuchino. Con los tatuajes de los brazos siempre me ocurría lo que a las mujeres escotadas con las tetas: al dependiente le sorprendí una mirada furtiva, y luego me atendió algo nervioso, como si tratar conmigo fuera como arriesgarse a cortar el cable equivocado de un explosivo. Desde la rué Montaigne, me propuse caminar hasta el Barrio Latino atravesando Concorde. Entre la arboleda del último tramo de los Elíseos, hinchas de los dos equipos estaban recostados a la sombra, como en un picnic. También se retrataban mezclados, en plena confraternización, delante del Obelisco. Fue ahí donde lamenté no haberme puesto manga larga. Había furgones de los CRS apostados alrededor de la plaza. Los policías fumaban en la acera, con el casco colgado del cinto y cierta indolencia. Para alcanzar la Rive Gauche, tenía que pasar delante de ellos. Y según me acercaba, me di cuenta de que detectaban los tatuajes y hablaban algo entre ellos. Uno pisó el cigarro y me salió al encuentro:
—Monsieur, s’il vous plait… ¿Españolo? ¿Germán?
El monsieur tan educado me desconcertó un poco. El hombre tenía además unas gafas redondas y el pelo cano, un aire a profesor de instituto que no pretendiera sino preguntarme qué es la fotosíntesis. Vio el pin, y entonces se esforzó por hablarme en un castellano infame contaminado por resonancias italianas:
—Signor, qué identificacione porta con usted.
Yo intenté escabullirme con la palabra que tantas veces servía de salvoconducto: Journalist. Pero él me miró como si cualquier journalist tuviera que parecerse a Larry King y la única relación que pudiera imaginarme a mí con el periodismo fuese como titular en la sección de sucesos. Mais oui, mais oui…, dijo, y para entonces ya me había puesto sobre el hombro una mano menos educada que el tratamiento de monsieur con la que iba empujándome hacia el furgón. Otros tres policías se incorporaron. Uno me obligó a dejar los restos de frapuchino en el suelo. Otro se me burló con que éramos unos mierdas y el Bayern nos iba a meter trois, entendí que para provocarme y que les diera una excusa para sacudirse el tedio de la mañana llevándome a algún sótano en el que poder llamarme monsieur en la intimidad. Otro se metió en el furgón con mi carné y consultó mis antecedentes por radio, deletreando el apellido con claves militares: Bravo, Alfa, y así hasta completar Bárcena. Lo cierto es que temía que pudiera saltar cualquier cosa. Porque, a pesar de los años transcurridos y de la rehabilitación de mi nombre, yo no estaba seguro de que hubiera sido borrado del listado de los cuarenta principales de la brigada de tribus urbanas en el que por cierto jamás conseguí ser número uno. Cuando me cachearon, con las palmas de las manos apoyadas en la chapa del furgón y con las piernas muy abiertas, alrededor se había congregado un público compuesto por hinchas que hasta me tiraban fotos como a una curiosidad, una pequeña emoción del viaje de la que podrían hablar en la oficina al regreso a Madrid o Munich. Le guiñé un ojo a un niño, me sonrió. Y pensé que era una lástima que no pudiera conseguir una foto de las que me estaban haciendo para proponer a Ismael que ilustrara con ella mi página de metrosexual en Hombre. Por supuesto, no me encontraron nada encima. Ni tampoco me delató antecedente alguno en la radio. Los CRS se quedaron decepcionados, pero me dejaron marchar y volvieron a sus cigarrillos y a su aburrimiento. En vez de cruzar el río, regresé a los Campos Elíseos para comprarme en Gap una chupa con manga larga. No me apetecía nada pasarme el día entero escuchando Bravo, Alfa y así hasta completar Bárcena.
Llegué al Barrio Latino casi a mediodía. Bullía de fútbol. Por el Boulevard Saint-Michel apenas podían pasar los coches. En las ventanas de las pensiones pendían banderas y mudas de ropa puestas a secar. Algunos chavales de Madrid habían marcado las paredes de las calles interiores con los nombres de sus barrios, Aluche, Chamartín, El Lucero, a veces acompañados por un U/S de ultras-sur. Eran como los gatos: en cuanto llegaban a un territorio nuevo, lo meaban para apropiárselo o al menos para dejar constancia de que andaban por ahí, dispuestos a trabarse con quien tratara de imponerles una ley ajena. Se oían cánticos en la oscuridad de los garitos y en las terrazas, en español, en alemán, rivalizando por acallar el del otro. Las actitudes eran más retadoras. Aquí no se confraternizaba, como en Concorde, en plan a todo el mundo quiero dar un mensaje de paz. Aquí no había familias a las que lo mismo les daba la final que Eurodisney con tal de sentirse de vacaciones, sino hinchas en serio, de los que están dispuestos a dormir dentro del habitáculo de un cajero automático en Varsovia para seguir a su equipo y sufrir o gritar los goles con él en la puta jeta del rival. No veía ultrada. Pero se la intuía. Estaba ahí, agazapada en alguna parte, a punto de surgir en una esquina para terminar de alborotar el Barrio Latino con uno de esos episodios de carreras y cristales rotos que huelen como el napalm por la mañana.
Me metí en un restaurante chino que tenía en el escaparate patos desplumados y colgados de ganchos. Compré unos noodles para llevar, y me los fui comiendo con palillos mientras atravesaba el corazón del ruido. Me extrañó descubrirme tan desapegado. Como si ahora ya no me afectara una ocasión que en mi primera juventud habría estado subrayada en rojo en el calendario. Podía ser la falta de alcohol, que en aquellos tiempos alimentaba la ira artificial y la pasión con que vivía estas jornadas. O podía ser, simplemente, la edad, que me había potenciado tanto el individualismo que me resultaba imposible disolverme en la pertenencia a un grupo y compartir sus liturgias sin sentirme ridículo por ello. Ya no era capaz de sentir que los alemanes cantaban contra mí. A los muchachos de la nueva generación tocaba ahora entenderlo como un agravio y jugar el juego de los malditos como si de verdad importara. Mis intensidades ya eran otras. O, al menos, debían serlo.
Entonces, ocurrió. Fue al doblar una esquina. Aparecieron. Y los noodles se me paralizaron delante de la boca abierta. Lo primero que pensé fue que ese aspecto de cartel de MOST WANTED sería el mío de haber continuado con ellos. Adidas negras con las bandas blancas. Pantalones cortos de camuflaje, con algún tatuaje enroscado en el tobillo. Polos de Fred Perry, carcajada de calavera en una camiseta. Y el milagro de la separación de las aguas que se repetía con el gentío sólo porque ellos iban a pasar. Un policía de Madrid habría dicho que eran tres de los veteranos del Fondo que llevaban desde finales de los ochenta sin salir de la lista de los cuarenta principales, leyendas urbanas, gente de la pesada cuyos retratos eran los primeros que se mostraban, en comisaría o en la cama de un hospital, a los fulanos desbaratados por una agresión relacionada con el fútbol o con el sábado noche en territorio vikingo. Para mí, eran otra cosa. Los mejores amigos que tuve entonces. Los camaradas con los que pasé por todo aquello y a los que estuve anudado por códigos de comportamiento ante los cuales jamás se medirá nadie para quien la amistad consista en ver cinc subtitulado o en salir a la sierra para churruscar chuletas. De los tres, era Andrés, a quien no recuerdo por qué llamábamos Gepeto, a quien más unido estuve y con quien compartía más anécdotas de las que no se cuentan a la familia en Nochebuena. Ni a nadie, en realidad, como no sea en presencia de un abogado.
El saludo fue incómodo, como el de una antigua pareja que al encontrarse mucho tiempo después descubre que ambos cambiaron y que las complicidades que hubo ahora están oxidadas, por más que permanezcan como rescoldos los recuerdos y los viejos afectos. Creo que ellos dudaron porque no estaban seguros de a quién tenían delante. Al amigo, al tipo de siempre. O al escritor apijotado que se pasó al otro lado de la frontera, que jamás volvió a llamar, que ahora probablemente les negaría, como a su propio pasado con todo lo que arrastraba como una estela ya difuminada. Por eso, el primer abrazo lo di yo. Y cuando Gepeto me aprobó con una sonrisa y un chiste cordial sobre el intelectual de los cojones, quién te ha visto y quién te ve, los otros dos se sintieron autorizados para tratarme como si hubiera sido la víspera la última vez que cruzamos juntos la puerta 24 del estadio de Chamartín. Como si no hubieran transcurrido doce años.
Gepeto era un jefe nato. Carisma, inteligencia y una mirada ante la que se abrían los candados. Si un origen menos arrabalero hubiera encauzado sus cualidades de otra manera, ahora tendría tres secretarias, chófer, club de golf y una plantilla de empleados a los que acongojaría la posibilidad de fallarle. Pero como nació en un barrio junto a cuyas tapias se recostaban para morir los yonquis, lo que tenía era una banda ultra que tampoco estaba dispuesta a fallarle. Jamás se drogó ni consintió que lo hiciera ninguno de sus cercanos. Apenas aflojaba la máscara de ira inminente con la que establecía un perímetro de reserva necesario para mandar. Las únicas confidencias sentimentales que le recordaba fueron cuando a la familia se le murió el perro y cuando a su padre hubo que recetarle ansiolíticos una vez que la policía aporreó la puerta de madrugada para llevarse a Gepeto vestido con una bata. De las chicas le daba pereza que quisieran que las cogiera de la mano. En primera línea, o se le seguía, o era mejor no intentar volver a dirigirle la palabra. Una condena suya abocaba al que la sufría a ser un apestado sin remisión que no podía ni dejarse ver en los ambientes del Fondo. Solía encontrarse el portal lleno de pintadas amenazadoras. A veces cometía actos de violencia que aun cuando parecían insensatos estaban calculados para recordar a su entorno que se le debía respeto, que la cúpula no era vulnerable a intrigas o intentos de relevo. Hablaba en clave por teléfono, no alardeaba por vanidad para no destaparse, le temía una cámara oculta a cualquier desconocido que se le arrimase viniendo de parte de alguien. Pasó por la cárcel, de la que salió intacto después de que el primer día tuviera que defenderse a bandejazos en la cola del comedor de un gitano que le puso a prueba delante de toda la galería con un pincho. Pero no quería volver, por lo que era raro que tirara de cuchillo, y aun cuando lo hacía procuraba evitar los órganos vitales con una frialdad de la que no eran capaces los novatos descontrolados. Tenía intuición para detectar a los buenos elementos entre los recién llegados, y a éstos se los atraía para integrarlos en esa especie de guardia personal de la que siempre supo rodearse y que era la Tabla Redonda del Fondo. El día que nos encontramos en París, le acompañaban Rafael, a quien llamaban Pasoatrás desde que alguien del Fondo le había hecho el chiste de que con él la familia había retrocedido un eslabón evolutivo, y que me había sucedido como amigo íntimo y lugarteniente de Gepeto cuando me convertí en un missing. Y Francisco, conocido sin más como Pancho, un hooligan a la inglesa que soltaba sopapos como los de Bud Spencer, de 120 kilos, jovial y bebedor de orujo, que recitaba de memoria a Quevedo y siempre decía que se hizo «de la ultra» para compensar la estafa de haber nacido quinientos años demasiado tarde para alistarse en los Tercios o en la Conquista. Contaban de él que una vez se fue hasta Trujillo, Extremadura, en un autobús de línea sólo para regresar con tierra de ahí metida en un frasco. Iba a dedicar sus vacaciones a recorrer el itinerario de Pizarro desde Túmbez. La tierra era para espolvorearla en su tumba de Lima.
Caminé con los chicos por las calles del Barrio Latino. Atrapábamos las mismas miradas temerosas que en otro tiempo me concedieron una sensación de poder, como cuando entraba con la banda en un vagón de Metro y se hacía el silencio, pero que ahora me avergonzaban. Temí incluso ser visto por alguien de Madrid que me reconociera y pudiera esparcir por los mentideros de la profesión la noticia de mi compañía y arruinar así la imagen que llevaba años cultivando a base de renegar de mí mismo y de citar mucho a Truman Capote. Habría querido inventar una excusa para deshacerme de ellos y acogerme a sagrado en el escenario del Flore, que me convenía mucho más con su atrezo de libro y café con leche. Pero algo me detenía: un pellizco de los antiguos códigos de camaradería que me impedía demostrar a tres viejos amigos que les había dejado atrás y que en la altura en la que ahora yo existía sólo eran un motivo de vergüenza: tipos a los que negar para que no ensuciaran el decorado de mi ficción.
Paramos en un bar a tomar la primera cerveza. Gepeto había vuelto a agazaparse en esa tensa frialdad tan suya que era la del camaleón esperando a la mosca. Creía que un jefe no debía contar chistes ni penas, ni tampoco deshacer el misterio de sus silencios con conversaciones banales. Para hacerse respetar, prefería actuar como si llevara pegada en la frente la pegatina de PELIGRO de las torres de alta tensión. Después del saludo, me ignoró. Me pregunté si, más allá de lo difícil que siempre fue su trato, no estaría aún resentido por cómo desaparecí entonces, sin devolverle siquiera las llamadas y de un modo tan repentino que las reglas de la banda sólo podían interpretar como deserción por un acceso de cobardía. Pasoatrás tampoco me hablaba. No porque tuviera ideas propias sobre mí o sobre cualquier otra cosa. Sino porque era como una prótesis de Gepeto que creía que la solución para no fallar nunca consistía en seguirle la corriente, y ahora intuía que no debía tratarme con calidez mientras no lo hiciera Gepeto. Pancho sí, él era el de siempre. Locuaz como Don Pimpón contando un viaje y desbordado por una simpatía ajena a cualquiera de esas actitudes de «espagueti-western» con las que se dan importancia los duros, sobre todo cuando están entre duros. Me hablaba de libros, de lo que yo escribía en los periódicos, del panorama político nacional, del toreo al natural, de unas vacaciones en Estambul, de la resaca por orujo de hierbas que deshidrata la corteza cerebral, de la moda de los todoterrenos y hasta de lo que la prosperidad de los barrios había dañado en España tanto el movimiento ultra, como el boxeo, como el mito de las suecas landianas. Y todo lo hacía enlazando peticiones de otra ronda para él y para mí, porque los otros dos apenas bebían sino que tanteaban con la mirada a los alemanes del bar: el vuelo de la mosca. En algún momento, Pancho fatigó a Gepeto:
—¿Ves? —me dijo—, hay cosas que no han cambiado desde que te fuiste. Este tío sigue siendo el puto chiflado de siempre. No sabes lo que es pasar tres días en una celda con él. Hasta las cucarachas piden aspirinas. Calla un poco, joder, que me estás volviendo loco.
—Sí, es un puto chiflado —añadió Pasoatrás, seguro de acertar y con una voz que sonaba como si llevara un casco puesto.
Susurrándome esta vez al oído, y ya bastante cargado de alcohol, Pancho pasó entonces a explicarme su idea de unos juegos olímpicos para grupos ultras, con pruebas que incluían boxeo con puño americano, esgrima a navaja, tifos artísticos, lanzamiento de botellín de Mahou a objetivo en movimiento y los tres mil metros de persecución por antidisturbios:
—Pero nosotros estamos de capa caída. Ya no pillaríamos medallas. Sólo quedamos un puñado de románticos que aún no han salido de los noventa, los chavales de ahora están en las discotecas, con las pastis, o han pedido un crédito para montar un todo a cien. Griegos, turcos y argentinos, ésos coparían todos los podios. ¿Sueles ir a la cuesta Moyano? Ahí encontré una antología del Siglo de Oro que…
Gepeto dio por acabadas las rondas: «Apuraos, que tengo que ver a una gente». Pancho y Pasoatrás ya habían salido a la luz de la calle cuando Gepeto me agarró por la muñeca para decirme algo a solas:
—En cuanto a aquello, lo de tu desaparición… En el Fondo ya puedes imaginar lo que se dijo. Que te cagaste, que tenías miedo a la cárcel y te pusiste a salvo dejándonos tirados a todos. Yo no lo creí entonces y no lo creo ahora. Cumpliste en primera línea mientras estuviste. Y los inteligentes siempre supieron empezar otra vida antes de que fuera tarde y pesaran tanto los antecedentes que ni en un McDonald’s les dieran curro. Y por cómo te han ido las cosas está claro que decidiste bien y que estás mejor como estás que siendo otro de esos tarados que aún no han dado por terminados los noventa, como dice Pancho. Pero quiero que sepas que me jodió una cosa. Tú y yo éramos amigos. Y podríamos haber seguido siéndolo aunque no estuvieras en la movida, aunque fuera para quedar a cenar con las novias y sin nadie más de la banda. Eramos amigos y no me volviste a llamar. Bueno, ya está dicho. Vámonos.
Salimos. No respondí nada a Gepeto. De haberlo hecho, de haber querido convencerle de lo difícil que era reciclar nuestra amistad hacia una cena con las novias y con la conversación centrada en los estrenos de la cartelera, podría haberle recordado que él entonces era un drugo de los de cantar «I’m singing in the rain» todas las putas noches, como Alex. Que allí por donde pasábamos todo acababa encordado por una cinta policial. Que estábamos tan metidos en nuestro microclima de violencia que eso, la violencia, era lo único que nos unía. Podría haberle recordado la última noche que nos vimos. Un sábado. En la puerta de una discoteca de Chamartín. Él y yo solos. Hacía calor, y nos sentamos en un banco para comer antes de entrar unos sándwiches robados en un 7-Eleven. Yo había tenido problemas durante las semanas anteriores por un asunto con Yomus de la banda del Valencia que se saldó con un autobús tomado al asalto, algún descalabrado y un par de mojadas. Me llegó una citación y pasé en los sótanos de Plaza Castilla por una rueda de reconocimiento a la que fui con las cejas y el pelo teñidos, con gafas de graduación que no necesitaba, y vestido con los tatuajes ocultos, con pantalones de pinzas, camisa rosa y mocasines. El perfecto aspecto de un pringao que estudia una ingeniería y tiene una novia del Opus. En la sala de espera, por si había un policía infiltrado intentando sacar algo de las conversaciones, me pasé media hora hablando del teatro del absurdo y de Ionesco, porque supuse que eso era lo que jamás esperarían de un «descerebrado» del Fondo Sur. Salí airoso. Pero durante el partido del domingo siguiente, se me acercó un inspector del dispositivo habitual para decirme que me tenía observado, que yo podía alejarme de «esta mierda» y hacer una vida digna, y que estaba ante mi última oportunidad de hacerlo porque iban a purgar el Fondo con algunas condenas duras y yo estaba entre los que debían ser escarmentados como ejemplo para los demás. Vigilancias. Teléfonos pinchados. Pruebas casi suficientes. El lote completo: «Estás al caer, muchacho. Piénsatelo. Tienes mucha vida por delante y aún puedes salir de aquí limpio. Pero no por mucho tiempo. No te estoy ofreciendo un pacto. No pretendo que delates a nadie. Sólo te aviso porque creo que en ti hay algo que se puede salvar». Fue entonces cuando decidí dejarlo. No volví a pisar el Fondo. Y durante aquella noche de sábado, en un banco delante de una discoteca, intenté insinuárselo a Gepeto para que mi salida no fuera tan abrupta. Cuando le dije que no quería volver a pelear, que ya ni cachivaches llevaba encima, me miró como si fuéramos pareja y estuviera dejándole por otro. No dijo nada. Apuró el sándwich, se levantó, se acercó a un grupo bastante numeroso de tíos que aguardaban para entrar, y a uno le arreó sin más un golpe tremendo con el casco de la moto. Durante el segundo apenas en que los otros tardaron en reaccionar para echársele encima, Gepeto me miró y sonrió burlón:
—¿Así que no vas a pelear más? Y ahora, ¿qué vas a hacer? ¿Dejarme solo contra éstos?
Por supuesto, no le dejé solo contra ésos. Pero tampoco le devolví una sola llamada más ni le vi de nuevo, no hasta doce años después, en el Barrio Latino. Recuerdo que un periódico atribuyó la agresión a la influencia en un par de desequilibrados de la luna llena.
En una plazuela cerca de la rué Dante, con las agujas de Nótre-Dame al fondo, Gepeto se encontró con algunos ultrillas muy jóvenes que venían de vender entradas en la reventa y le pasaron un dinero. Luego les pidió información sobre la situación de los grupos desperdigados por la ciudad. Le mencionaron a dos detenidos, dos chavales del gimnasio Bangkok en el Barrio del Pilar que se enzarzaron en una bronca en la Gare de Lyon, nada más llegar a París. «¿Por qué no se me entiende cuando digo que nadie la líe?», se quejó Gepeto, y luego habló un rato en el móvil con un abogado de Madrid al que entendí que recurrían en estas ocasiones. Comunicó a los chicos, para que lo transmitieran, cuáles eran el lugar y la hora de reunión para marchar todos juntos hacia el estadio, rodeados por las furgonetas de la policía y acaso silbando «El puente sobre el río Kwai», como a veces hacíamos en los desplazamientos en mis tiempos. Desde luego, yo no iría con ellos. Me borraría antes.
Nos metimos en otro bar. No me gustó porque había alemanes con pinta de fajarse y con muchas jarras vacías sobre las mesas de la terraza. Cantaban, y hasta tenían el territorio marcado con una pancarta colgada entre dos árboles: letras blancas sobre fondo rojo, en inglés: RED DEVILS. Gepeto pasó muy cerca de ellos, desafiante, y ellos nos miraron como si estuvieran calculando cuánta gente tenía él detrás para sostener la apuesta. Excluyéndome a mí, que ya no tenía obligaciones y no estaba dispuesto a dejarme enredar en otro episodio como el del casco, Pancho, Pasoatrás y Gepeto estaban en una proporción de cuatro a uno. A los alemanes les salían las cuentas, por lo que se reían las confidencias y empezaron a cantarnos en la puta jeta justo cuando yo traía unas cervezas de la barra. Me habló Pancho:
—Creo que se va a montar. ¿Por qué no te largas y nos vemos algún día en Madrid, más tranquis?
Y luego habló a Gepeto, que para entonces apretaba la mandíbula con cara de loco:
—Oye, tronco, a lo mejor deberíamos abrirnos.
—De aquí no se va nadie.
—Al menos avisa a más gente, a ver si tienen tiempo de llegar. Estos nos van a pasar por encima si estamos solos.
Me alivió que en ese momento me sonara el teléfono, porque tuve el pretexto de apartarme para hablar. Era el periódico, para fijar la hora de entrega de mi artículo.
—Oigo cantar, menudo ambiente que hay, ¿no? Joé, macho, qué suerte estar ahí, te lo tienes que estar pasando en grande.
Desde donde estaba, no veía bien a los muchachos. Pero sí las sillas y los vasos que de repente comenzaron a volar, y a la gente que gritaba y se metía para refugiarse. No fui. Me quedé clavado. No duró mucho. Cuando se calmó, me acerqué con precaución a la puerta. Gepeto, Pasoatrás y Pancho habían desaparecido. Las mesas estaban volcadas, pisaba cristales rotos. Tendido en el suelo, había un tipo con los ojos abiertos pero apagados, le temblaba una pierna. Como la camiseta que llevaba era roja, la sangre que manaba del pecho no se le notaba demasiado. Llegaba la policía. Me di cuenta de que todo el mundo me miraba como si nadie acabara de atreverse a retenerme. Me cubrí la cara con la camiseta, como hice tantas veces en los viejos tiempos, y salí de ahí corriendo. Aún llevaba el teléfono en la mano: «¿Eduardo…? ¿Oye…? No te oigo, creo que tienes poca cobertura… Muévete un poco, anda…». Pasé el resto del día preguntándome cómo había podido ocurrirme esto, por qué de nuevo me habían arrastrado dentro con todo lo que luché por salir. Otra vez el miedo al cruzarme con policías. Sólo que ahora estaba horrorizado y no se me iba la imagen de ese pobre tipo reventado, con su temblor en la pierna como el de un toro cuando lo acaban con la puntilla. Decidí vivir la jornada como si nada hubiera ocurrido, casi rezando para que mi fotografía no estuviera ya en los álbumes policiales que iban a enseñar a los testigos del bar. Vi el partido. Escribí el artículo. Observé que, en el fondo que ocupaba la hinchada del Real Madrid, había una pancarta colgada del revés, como era costumbre con los trofeos conquistados al enemigo. Letras blancas sobre fondo rojo, en inglés: RED DEVILS.