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El regreso

Creía que nunca más le tendría miedo al chirriar de un ascensor. Hubo un tiempo en que, insomne, lo oía en el patio interior, poderoso en el silencio de la noche mientras subía como un fantasma arrastrando la bola y las cadenas, y me incorporaba en la cama a esperar el timbrazo porque estaba convencido de que era la policía que por fin venía a buscarme. Nunca llegó. Volvía a recostarme cuando en los pisos bajos se encendía una luz o resonaba una puerta al cerrarse. Pero no para dormir. Tan sólo para temer el siguiente ascensor, que a veces tardaba horas atravesadas en vigilia con la sola compañía de un perro solidario que por contagio parpadeaba su propia inquietud. Creía que nunca más volvería a sentir la angustia de aquellos días en los que me acostaba en camisa y calzoncillos, con el pantalón vaquero y las playeras al alcance, por si no me daban tiempo para vestirme. Me negaba a que me sacaran a la calle descalzo, en pijama, con un aspecto que haría difícil fingir la entereza necesaria para ingresar en las celdas y aguantar los interrogatorios. Pero volvía a sentirla, la angustia.

Paula no sabía por qué me costaba dormir y hasta follar desde que regresé de París. Hasta que sucumbía al sueño, se esforzaba por mantenerse despierta para compartir la carga de lo que ella pensaba que me abrumaba. El trabajo. Las ansiedades del escritor que ella tenía mitificadas. El dinero. El peso del compromiso sentimental justo cuando ella había abierto una crisis de pareja de la que saldríamos firmando algún papel y comprando el Predictor o no saldríamos. Ojalá fuese eso. Paula conocía más o menos mi pasado, del que se hacía una idea liviana, relacionada con los errores y las búsquedas de juventud, y tan benigna como si en vez de pertenecer a una banda ultra del fútbol yo me hubiese buscado a mí mismo viviendo de squatter en Londres, o de peregrino en la India, o algo así. Pero había decidido protegerla de París, al menos mientras no sonara el timbrazo. Fingía desinterés cuando los informativos mencionaban los progresos en la investigación y las detenciones inminentes por el asunto del alemán apuñalado en las horas previas a la final del Real Madrid. Y desde luego no le hablaba de mi miedo al ascensor que provocaría una escena para la que ella no estaba preparada, no cuando se imaginaba en el porvenir inmediato empapelando de azul o de rosa la habitación que nos sobraba en la casa, el hueco que aún nos quedaba vacío en la vida.

Lo curioso fue que entonces volvimos a estar unidos como hacía tiempo que no lo lográbamos. Mis miedos fueron el terreno de nuestro reencuentro, tal vez porque me entregué a ella como si representara todo aquello que estaba a punto de perder y quisiera disfrutarlo mientras fuera posible, abolidas todas las decisiones sobre un futuro que de momento ya no existía. No al menos hasta que averiguara de qué modo iban a afectarme las detenciones inminentes. Cómo saldría limpio de ellas, sin expiar la culpa de haber estado allí y sin que se abriera contra mí una causa que no sería tanto por un asesinato que no cometí como por todo aquello sobre lo que engañé a Arturo, a los directores de revistas y periódicos, a los notables de la terraza de Hevia: el mundo que me aceptó como uno de los suyos y que ahora podría excluirme para siempre como si me hubieran encontrado esqueletos en el jardín. Además, yo ahora no estaba mentalmente preparado para la ignominia de una detención en primera página ni para la prueba de entrar en una cárcel. Lo estuve antaño, cuando pertenecía a un ambiente en el que esas cosas no sólo se aceptaban casi como rutina, sino que incluso daban prestigio como si avalaran a un hombre de primera línea. Pero hacía mucho que yo había relajado esos mecanismos mentales, que los había ido sustituyendo por otros más blandos y sofisticados a medida que el armario se me llenaba de trajes y las amistades consistían en tipos para los que un delito era devolver las películas sin rebobinar y que no concedían prestigio a la violencia, sino a los libros leídos, al paladar para la gastronomía, cosas así. Ahora, la cárcel era un ente remoto y oscuro, ajeno a mi mundo, que me daba pavor. Y el refugio del que tendrían que sacarme a rastras era mi hembra, quien no sabía nada pero disfrutaba con mi arrebato de amor.

Entonces cayeron Gepeto, Pancho y Pasoatrás. Más otros dos chavales muy jóvenes a los que no conocía de nada ni vi en ningún momento en el Barrio Latino: elementos débiles a los que habrían capturado sólo para que contaran al verse apretados y no resistir lo que oyeron decir en el Fondo sobre el apuñalamiento. Me enteré de las detenciones durante un almuerzo, con una copa de cava en la mano y mientras el camarero me sugería probar el salmorejo. Ismael me había llamado la víspera para pedirme ayuda en un asunto. Quería reforzar los contenidos de su revista contratando la colaboración de algunas firmas de calibre de las que asomaban cada día en los periódicos y las tertulias: «Quiero dar menos cremas hidratantes y más lectura», me dijo. Yo le armé una comida en Hevia con dos columnistas a los que trataba cuando coincidíamos en los ámbitos del oficio. Y él me prometió acudir sin Divine para que nadie acabara la reunión con los calzones en la cabeza y soplando en un control de alcoholemia. A mí además me convenía dejarme ver en la terraza de Serrano para dar la sensación, por si me vigilaban, de que estaba integrado en mis rutinas y de que mis compañías no eran matones de estadio con sangre fresca en el cuchillo, sino periodistas de renombre que por sus apariciones en televisión debían de sonar incluso al menos lector de los maderos. Había un tipo metido en un coche aparcado en doble fila. Deseé que fuera un policía encargado de mi seguimiento cuando el maitre de Hevia, con su aspecto de mayordomo en Brideshead, me estrechó la mano y me acompañó a la mesa con unos ademanes cargados de respeto.

Ismael encargó cava y foie nada más sentarse, hechas ya las presentaciones. Me pareció que venía con absurdos complejos de vendedor de cremas hidratantes enfrentado a periodistas de verdad y que intentaba impresionar a Manuel y Francisco con un toque de soltura mundana. Hasta se quejó de la temperatura del cava, que era excelente. Manuel y Francisco no le ayudaban, pues se comportaban con suficiencia, como hombres habituados a hablar para que todo lo dicho fuese esculpido en mármol y que hacían un enorme favor a Ismael sólo por haberle encontrado hueco en una agenda saturada de hechos trascendentes y de peleas intelectuales que librar para la salvación de España. Eran capaces de pedir agua citando a Schopenhauer. En vez de disfrutar del espectáculo de su esnobismo gilipollas, Ismael se puso nervioso. Me sacó un Marlboro del paquete que había dejado sobre la mesa, yo no recordaba que fumara, y el humo se le fue a los ojos y le provocó en la primera calada una tosecilla de viuda ante el brasero por la que me recordó a Woody Alien desvalido en un ataque de hipocondría. Le socorrí elogiándole el último número de la revista. Él me preguntó por París, convencido como todos de que me lo había pasado en grande. Le respondí que sí, oh, qué bello el Louvre, mientras miraba el coche aparcado en la segunda fila, que arrancaba y se iba después de que se subiera la mujer a la que el tipo estaba esperando. Y luego, cómo no, Ismael tuvo que hablar del tema recurrente en Madrid, el homicidio:

—Desde luego, toda Europa debe de pensar que somos unos salvajes por culpa de esos cretinos. Ojalá que los trinquen pronto y los saquen para siempre de la calle. Qué gentuza. ¿Dónde estabas tú cuando ocurrió? Qué pena no haberlo visto, ¿no?, habrías tenido en exclusiva una crónica magnífica.

—Supongo, pero no tuve esa suerte. Mi olfato periodístico funciona al revés: siempre me las arreglo para no estar donde ocurre la noticia. Parezco Clark Kent.

Manuel y Francisco estaban entrados en años y se dejaban alborotado el pelo cano para demostrar que la dedicación a su pensamiento y a la escritura bajo la modesta luz de un flexo no les dejaba tiempo para vigilarse en el espejo ni dispersarse ocupándose de afeites. Se compenetraban bien para pontificar con un tono resuelto y algo bronco, como el de los ancianos del palco en los teleñecos, con el que prolongaban el hábito de las tertulias hasta la fatiga de cualquiera a quien pillaran sin vía de escape. Como Oscar Wilde, creían que los demás sólo existían para que ellos tuvieran un público. Enseguida se largaron a disertar sobre los hooligans con una acumulación de naderías adornadas con referencias intelectuales que era inevitable en dos plantas de interior que en su puta vida habían estado más cerca de un hooligan que de un marciano. Ismael, por cortesía, les escuchaba colando de vez en cuando un «sí, claro». Uno hasta soltó sin reparar siquiera en que estaba haciendo el ridículo no sé qué chorrada del «precario Yo del arrabal» que se salva a sí mismo integrándose «en un Yo colectivo que promete gloria y épica, esto lo analiza muy bien Clausewitz», y ahí nomás me partí de risa porque me lo imaginé explicándole Clausewitz a Pasoatrás o lo que Gepeto podría llegar a hacerle si le llamara «precario Yo del arrabal» a la cara.

—Oh, discúlpame, no me río de lo que dices, es que estaba pensando en otra cosa. Sigue, por favor, que es muy interesante. Es una pena que en las otras mesas se estén perdiendo estas reflexiones tuyas, deberías subirte a una silla y hablar con un megáfono.

—No te me pongas sarcástico, Eduardo. Mejor aprende, que eres joven y, aunque no te falte talento, sí te faltan lecturas y una perspectiva llamémosla más clásica, fundamentada en el humus de los antiguos, de los asuntos que alteran nuestra realidad. ¿No estás de acuerdo, Ismael? ¿No es lo que tú mismo desearías para tu revista, que fuese como un faro en lo que se refiere a la interpretación de los acontecimientos de esta época frenética y a menudo terrible que es la nuestra?

—La verdad, yo en mi revista quiero chicas guapas, humor, y artículos que se lean en lo que se tarda en cagar.

Eso le soltó Ismael. Y luego se me quedó mirando, con la copa tan inclinada que casi se le derramaba el cava y satisfecho de la andanada como si le hubiera acertado a un gorrión con un tirachinas. Por fin había comprendido que a Manuel y Francisco no debía tomárselos en serio ni arrugarse ante ellos como si representaran la unidad de medida de lo que es un periodista de verdad. Debía tan sólo chotearse para bajarlos de la hornacina. Le guiñé un ojo: «¿Ves? Tenías que haberte traído a Úrsula. Todo habría sido aún más divertido». Y Manuel, que amagó con levantarse de la mesa para marcharse indignado al encuentro de un público que le mereciera no sin antes dejar suspendida en el aire una frase inmortal que condensara toda su sensación de agravio, permaneció sentado cuando llegó el camarero como un recordatorio de que había manduca gratis.

—Vaya, vaya, Francisco. Parece que nos acompañan dos iconoclastas. Está bien, una comida demasiado tranquila habría resultado aburrida para un polemista como yo. ¿Qué nos aconseja, joven?

El joven recomendaba empezar con un salmorejo cuando me atrajo una imagen del televisor que estaba dentro del restaurante, en una repisa sobre la barra. Lo miraban en repentino silencio los clientes que tomaban de pie un vermú tardío y un camarero que secaba un vaso. No en vano, lo que se emitía era el desenlace de la noticia más comentada de las últimas semanas. El informativo de Antena 3 arrancaba con una escena en la que se veía a cuatro o cinco hombres con los rostros tapados con cazadoras que descendían de un furgón policial para entrar en lo que parecía una comisaría. Se adivinaba a Pancho por su corpulencia y por el cinturón con una cabeza de bulldog como hebilla que también llevaba el día del Barrio Latino. A esa distancia, apenas podía leer el titular, pero identifiqué las palabras «ultras» y «París». Uno de los parroquianos festejó con un grito:

—¡Ya han pillado a esos hijoputas! Miradlos, a ver si ahora se hacen los machitos, ojalá les den una buena tunda para empezar.

Me levanté y me fui a la barra. Pedí silencio. Llegué a tiempo de escuchar a un portavoz de la policía con muchas muescas en la hombrera y acompañado por el ministro del Interior que decía que el caso no estaba cerrado y que en las horas siguientes podrían producirse otras detenciones. Pero que eso sí, podían afirmar casi con total certeza que el autor material estaba entre los arrestados. Agregó que la rápida resolución del crimen era un éxito atribuible a la coordinación ejemplar de las policías española y francesa, cuyas buenas relaciones se habían establecido en la lucha antiterrorista, y a la colaboración del Real Madrid.

No supe valorar en ese instante si mi situación mejoraba o si ahora me acercaba aún más a la cárcel. Seguía libre, lo cual no era poca cosa. Pero ¿por cuánto tiempo? Si en los interrogatorios, que iban a ser duros, conseguían una confesión, tal vez se dieran por satisfechos con las piezas ya cobradas y renunciarían a buscar al cuarto hombre en París que sin duda fue mencionado por los testigos y que les tendría desorientados porque no figuraba en ningún fichero actual de los sospechosos habituales. Si en cambio la consigna dada para un suceso tan relevante obligaba a encontrar a toda costa a ese cuarto hombre para presentar ante el público un éxito sin matices ni impunidades, ya se las arreglarían para convencer a Gepeto, Pancho y Pasoatrás de que les convenía colaborar y dar mi nombre. Y entonces, aun cuando un futuro juicio pudiera absolverme porque no participé en la pelea, nada me libraría de abrir el informativo de las tres con una cazadora ocultándome el rostro ni de las consecuencias sociales que arruinarían mi carrera, mis ambiciones y mi vida tal y como estaba armada. Todo acabaría. Mi cadáver civil sería diseccionado sobre la mesa de una tertulia en la que alguien como Manuel se pondría a buscar a Clausewitz en las precariedades de mi Yo por fin destapado. En realidad, hasta donde acertaba a comprender, mi destino dependía de Gepeto, Pancho y Pasoatrás. De que aguantaran los interrogatorios con entereza y con suficiente confianza en los otros como para no caer en ninguna de las trampas que les tenderían: «Tu colega ha cantado, ha dicho que fuiste tú», ese rollo. De que me fueran leales como si entre nosotros aún funcionaran los códigos de los viejos camaradas. En todo caso, qué miedo iba a tenerle al ascensor, en las noches siguientes.

Se consumió casi una semana en la que nada ocurrió. Cada vez que salía a la calle, temía ser arrestado en la misma acera. Pero nada ocurrió. Intentaba imaginar por lo que estarían pasando los chicos mientras les apretaban para derrumbarles y lograr que se delataran los unos a los otros. Y, por añadidura, a mí. Buscaba en las noticias indicios de que mi nombre ya circulaba, pero lo que encontraba era más bien cierto bloqueo de novedades, como si la policía se las reservara o simplemente no las hubiera. Trajeron de Francia y de Alemania testigos para una rueda de reconocimiento, algunos de los cuales salieron entrevistados en televisión para completar el retrato bestial de los acusados que de todas formas el periodismo ya se estaba afanando en imponer. Incluso acosaron en un mercado a la madre de Gepeto para preguntarle qué había fallado para que un hogar acomodado, estructurado, lleno de hermanos universitarios y con un chalé en la playa, acabara fabricando un monstruo. Sin embargo, ni la rueda ni los interrogatorios debieron de salir como se esperaba. Porque de pronto el tratamiento del caso y las comparecencias policiales comenzaron a exudar cierta impaciencia: parecía que siempre faltaba algo para cerrar una acusación sin grietas y presentar las cabelleras cortadas. Estaban aguantando. Gepeto, Pancho y Pasoatrás eran tres veteranos ya curtidos por años de ir de chungos, y no tres niñatos de los que a la primera bofetada llaman a su mamá y firman una acusación a cambio de la promesa falaz de una condena corta. Además, ya tendrían pactada una historia a la que no renunciarían por más que intentaran convencerles de que habían sido traicionados para distanciarles. En estos trances, la técnica policial se parece a la de los depredadores: se trata de sacar a un ejemplar más débil de la protección de la manada para que, una vez aislado, se resigne y ofrezca el cuello. Estaba claro que Gepeto, Pancho y Pasoatrás no disolvían la manada, sino que se cerraban, apoyados los unos en los otros, como los búfalos de la sabana en formación defensiva. Aguantaban. Por ellos. Y, por añadidura, por mí. Y los dos chavales a los que trincaron con ellos, que eran de los de llamar a mamá, o no sabían nada, o acataban la omertá porque le tenían más miedo a la banda que aguardaba ahí fuera que a la propia policía. A ellos les soltaron el tercer día. El periodismo recibió la liberación como un pésimo augurio.

Mientras tanto, yo actuaba como si todo eso me resultara ajeno y fuera tan inocente por naturaleza como un rescatador de ballenas varadas. Hasta me habría ido, por si me vigilaban, a salvar una, o a manifestarme por la deforestación amazónica, o el genocidio de los pollitos del Kentucky Fried Chicken, o cualquier otra chorrada progre en la que nadie esperaría encontrar a un hooligan o un amigo de hooligans implicado aunque fuera de modo casual en el crimen de moda. El periódico me propuso escribir algo sobre el homicidio y contra la violencia en el fútbol para apoyar con una firma el despliegue generoso con el que venían dando la información. Estuve a punto de aceptar, porque podía servirme para apuntalar mis coartadas. Pero al final no lo hice porque el texto sin duda llegaría a los muchachos y no me perdonarían el cinismo en un momento en que tal vez me estuvieran protegiendo animados por los rescoldos de una amistad que fue íntima.

Por lo demás, en vez de replegarme a esperar el timbrazo, frecuentaba el gimnasio, escribía, me dejaba ver con Paula en cuantas fiestas y presentaciones de libros a las que fui invitado, y hasta consolidé mi amistad incipiente con Ismael mediante una cena con las mujeres en la que todos disfrutamos. La que más, Paula, porque de pronto me tenía como ella siempre quiso, me descubría dispuesto a hacer lo que ella llamaba «planes de parejas», sin amigotes borrachos y sin nostalgias de las aventuras solitarias a las que cualquier hombre mentalizado para adentrarse en el ciclo matrimonial debía estar dispuesto a renunciar sin sufrir por ello la sensación de que sus mejores años, los de la juventud, iban a serle arrebatados. Ismael y María representaban aquello a lo que Paula aspiraba para nosotros en apenas unos pocos años: éxito profesional, cariño sin adulterios a través del tiempo, recuerdos de muchos buenos hoteles compartidos en las ciudades más románticas de Europa y en alguna exótica isla de extramuros, una casa llena de libros, cine y música en un barrio residencial de las afueras, periódicos y zumo de naranja los domingos en la cama, e hijos de los que no llaman desde comisaría, sino que dedican los veranos a aprender inglés en Irlanda. El perfecto anuncio de cereales. Paula y María, amiguísimas ya antes incluso de que llegara el solomillo, cuchichearon un rato, era obvio que sobre mí. Ismael las ayudó con entusiasmo cuando de pronto la conversación consistió en convencerme de que ya era hora de que les invitase a una boda y de que no aguardara para tener un hijo a ser tan viejo como para que no me quedara energía para tirarle penaltis. En vez de enfadarme y escurrir el tema, esta vez le guiñé un ojo a Paula y le sonreí. A Paula, muy bella esa noche, se le iluminó el rostro, tan satisfecha por los cambios recientes que habían mejorado al hombre que tenía a su lado que ni siquiera necesitaba preguntarse qué había detrás de una madurez tan repentina. El anuncio de cereales me apetecía mucho más como alternativa de futuro que la cazadora encima de la cabeza, eso era todo. Al cabo, era el accidente de París lo que iba a despejar las dudas que me mantenían paralizado en una suerte de matrimonio encasquillado y a ayudarme a aceptar que era con Paula y en la ley de Paula como se abría la mejor posibilidad para el resto de mi vida. Que seguía dependiendo de que no quedara arruinado en el sótano de una comisaría o en la oficina de un juez instructor. Sin embargo, algo descubrí durante aquella cena que me alivió. No sabía qué ocurriría con mi prestigio y con la chicharra venenosa del oficio. Pero, mientras ella sintiera que hacíamos la misma apuesta de vida, Paula jamás me abandonaría ni me retiraría una lealtad incondicional. Ni aunque el ascensor subiera cargado de policías.

Como en todas las mesas de restaurante en las que en ese mismo momento hubiera gente cenando en Madrid, también en la nuestra se habló de los ultras detenidos y de ese episodio de violencia que, según Ismael, era tan impropio de la nueva España evolucionada como el botijo y las corridas de toros. Cuando dijo eso, intenté abrir un debate taurino sólo para expulsar París de la velada. Pero Paula, que no estaba programada para guardar complicidades criminales, se me adelantó y cometió un error que no podía sospechar cuánto podía llegar a perjudicarme. Dijo:

—Cariño, ¿tú no les conoces? A los que lo han hecho, digo. Tienen más o menos tu edad. Seguro que les conociste en el Bernabéu, cuando eras ultra. ¿No te acuerdas?

Ismael reaccionó con curiosidad morbosa, como si acabase de descubrir con unos prismáticos a una mujer desnuda en una ventana:

—¿Tú fuiste de ultras-sur? Anda, pero si no te pega nada. Yo siempre creí que esos tíos eran unos malabestias.

—Pues claro, ¿no te lo ha contado? —lo empeoró Paula—. Dile que te enseñe sus tatuajes. Cuando se los vi por primera vez, casi le rocío con el spray, del miedo que dan.

—No jodas, Eduardo… Y yo convencido de que había vivido peligrosamente porque durante la Movida salía de copas con los Pegamoides y una vez acompañé a uno a comprar droga en un poblado de chabolas…

Intenté ampararme en la excusa más socorrida cuando mi pasado asomaba a traición:

—Buenos, Ismael, ya sabes cómo era eso. Ultras de verdad, violentos, apenas había un puñado. Delincuentes de baja estofa, todos ellos. Los demás íbamos a animar, como la Demencia en el baloncesto. Es que, fuera del Fondo, el estadio era muy aburrido para un chaval con ganas de pasarlo bien en los partidos. A los tíos estos a los que han cogido seguro que les vi mil veces por ahí, aunque no les recuerde. Comprenderás que de esa gente yo me mantenía alejado. Pegarse por el fútbol… Qué locura… Es el Yo precario del arrabal que busca la épica y la gloria en un Yo colectivo. Esto lo explica muy bien Clausewitz.

—Claro, claro… Ya lo supongo; esta princesa que tienes por novia no estaría nunca con un matón. Por una parte, qué lástima que no les conocieras mejor. Porque serías el más indicado para sacar un libro, ahora que el tema está tan de moda. Bueno, me dijo Úrsula que la llamáramos para unas copas cuando termináramos de cenar. Quiere volver a verte y conocer a tu novia. ¿Os animáis? Han abierto una coctelería ideal en…

A Gepeto, Pancho y Pasoatrás los soltaron el mismo jueves que descargó sobre la ciudad una tormenta de novela de naufragios. En la calle, el agua llegaba a los tobillos porque los sumideros estaban atascados. Aun así, se toreó en Las Ventas. El Juli cortó dos orejas, descalzo y corajudo sobre la gelatina del albero. Pero los periódicos del día siguiente le negaron la fotografía de portada porque se la dieron a la sonrisa burlona y los ojos taladradores de Gepeto mientras subía a un coche con la misma ropa que llevaba al ser detenido, con un rastro de barba, con el pelo sucio y con la marca amoratada de una hostia prolongándole el párpado. Había sido más fuerte que ellos, les había ganado: eso expresaba el retrato de Gepeto publicado en portada. La policía trató de mitigar el fiasco asegurando que la investigación seguía abierta, que no tardarían en encontrar las pruebas que faltaban, pero que mientras debían contentarse con vigilar a los sospechosos y retirarles los pasaportes para que no huyeran del país porque sus garantías en un Estado de Derecho bla-bla-bla, bla-bla-bla… Habían sido más fuertes. Habían ganado. Y así lo entendió el Fondo cuando en el partido del sábado, televisado, recibió a los muchachos con pancartas alusivas y con los cánticos de la banda, ¡ul-ul-ultrasur!, escupidos en la puta jeta de los antidisturbios. Hasta hubo palos, gases y carreras en la calle porque la policía quería venganza: tan escocida estaba, que entró a saco en los bares de los alrededores del estadio y descalabró incluso a un lisiado al que en la precipitación de la huida nadie se acordó de acercarle las muletas. Yo me sentí renacido. Tan aliviado como si hubiera sonado el telefono del gobernador justo cuando iban a activar la silla eléctrica. Dormí nueve horas abrazado a Paula, y para el fin de semana me la llevé a un hotel del barrio de Santa Cruz desde el cual se veía la catedral de Sevilla y en el que, por primera vez, hicimos sexo sin condón y unidos en una misma apuesta de vida. El lunes siguiente, cuando salía de casa con la bolsa del gimnasio y silbando a los Rolling, un hombre con aspecto de dormir con el traje puesto bajó de un coche que esperaba en doble fila y me enseñó una placa:

—¿Eduardo Bárcena? Policía. Por favor, suba al coche.

No usó el ascensor.