Ella alzó la barbilla.
—Pero no quiero que nadie más sepa quién soy. Y que soy tu esposa. Quiero llevar máscara, como antes.
—Les diré a Cummings, a MacEvoy y a Belinda que guarden silencio sobre tu identidad —le acarició el cuello con los pulgares—. Y sobre lo que significas para mí.
De repente no deseó otra cosa que compartir su cama y esforzarse de nuevo por proporcionarle el placer que se merecía.
Cuando poco después entraba enmascarada en el comedor, portando sus partituras, no tenía otra expectativa que sentarse ante el pianoforte y tocar.
La habitación seguía igual que la última vez que había estado allí, pese a que su propia vida había dado un vuelco total. Varios de los clientes habituales estaban sentados en sus mesas de siempre, con el señor Anson y el señor Everard entre ellos.
Anson se levantó cuando la vio entrar.
—¡Señorita cantante! ¡Habéis vuelto!
Otros se levantaron también y no tardó en verse rodeada de una multitud de caballeros, todos preguntándole dónde había estado.
¿Había estado en Brighton? ¿Había caído enferma? ¿Había viajado al continente? ¿Había regresado para quedarse?
Ella se echó a reír, más gratificada por aquel recibimiento de lo que habría querido admitir.
—Estoy bien. No he estado enferma. Estuve fuera, pero ya he vuelto.
Les preguntó cómo les había ido durante aquellas últimas semanas. Se entristeció un tanto al ver al señor Everard. Eso significaba que lady Faville seguía acudiendo a la casa y que Everard seguía enamorado de una mujer que no tenía ojos para él.
Phillipa sabía demasiado bien que eso era como ser invisible.
Como esposa de Xavier Campion, ya no podrían ignorarla. Se convertiría, de hecho, en tema de conversación.
—¿Qué les gustaría que interpretase? —preguntó a sus admiradores.
Todos querían que cantara, lo cual no le molestó. Pero era su talento con el pianoforte lo más importante para ella.
Se sentó a tocar y, como antes, sintió la presencia de Xavier en el preciso instante en que apareció en el umbral. Lo acompañaba la inevitable lady Faville. Seguían formando la pareja perfecta. ¡Cuánto más adecuada era lady Faville como pareja de Xavier que ella! Vio, sin embargo, que Xavier se alejaba de la dama para quedarse solo en un rincón, viéndola tocar. No se quedó mucho tiempo, aunque nunca se quedaba demasiado cuando sus deberes lo obligaban con el salón de juego.
Durante su descanso, lady Faville se le aproximó.
—¡Señorita cantante! ¡Os he echado tanto de menos! Esto no ha sido lo mismo sin vos —soltó una encantadora carcajada—. Como podéis ver sigo aquí, todavía pendiente del querido Xavier. Se siente ya más cómodo conmigo, creo, así que supongo que voy haciendo progresos —suspiró—. Pero debéis contarme el motivo de que os hayáis ausentado, con todo detalle. ¡Espero que hayáis tenido algún romance!
Hablaba tanto que Phillipa apenas tuvo tiempo de responder:
—He estado fuera, eso es todo. Y ya estoy de vuelta.
Lady Faville rio de nuevo.
—Ah, qué hermética... Sí. Ha debido de ser por un romance. ¡Yo espero tener pronto un romance propio que guardar en secreto!
¿Qué pensaría lady Faville cuando descubriera que se había casado precisamente con el objeto de sus desvelos? Lo descubriría, quizá la mañana de aquel mismo día, cuando leyera el Morning Post. Phillipa casi sintió lástima por ella.
—Bueno, supongo que debería volver ya al salón de juego. Sin duda Xavier se estará preguntando dónde me he metido —lady Faville lanzó a Phillipa la más deslumbrante de sus sonrisas—. Por favor, decidme que os volveré a ver mañana.
—Eso creo —logró responder Phillipa antes de que la dama se girara en redondo y abandonara la estancia, con los ojos de cada hombre presente en la sala siguiendo cada uno de sus movimientos.
Cuando los últimos jugadores de cartas se levantaron de las mesas, las primeras luces del alba asomaban en el cielo. Dafne y tres caballeros que obviamente competían por sus favores recogían sus fichas. Los croupiers ya se habían retirado y la única otra persona que quedaba en la habitación era el señor Everard, que esperaba con cara de cansancio sentado cerca de la puerta.
Y Xavier.
Dafne lanzó una cantarina carcajada y miró en su dirección.
Xavier se hallaba de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, impaciente por subir a sus aposentos.
Y por reunirse con su esposa en la cama.
Quizá fuera aquella la última vez que viera a Dafne. Esa era su esperanza, al menos. Él nada había hecho por animarla, pero ella seguía acudiendo al Club de la Máscara varias veces por semana, con el pobre y leal señor Everard a remolque. Xavier le había dejado muy claro que el interés que le demostraba nunca podría ser correspondido, pero aun así persistía. Flirteaba con otros hombres con la esperanza de darle celos. Y aparecía siempre a su lado en algún momento de la noche, para que no se olvidara de que existía.
Los demás caballeros abandonaron la habitación mientras ella entregaba sus fichas a Everard.
—¿Será tan amable de cambiármelas? ¿Y de pedirle a Cummings mi capa?
Por supuesto, Everard la complacería.
Y, por supuesto, Dafne se demoraría en el salón, buscando la oportunidad de hablar con él.
Se le acercó.
—He ganado esta noche, ¿no es maravilloso?
Y perdía más a menudo, pensó Xavier.
—Muy bien, Dafne. Eres la última en marcharte. Por favor, no te demores más. Estoy deseoso de irme a la cama.
Su voz se tornó ronca, anhelante.
—Vaya, Xavier, ¿se trata de una invitación?
—Ya sabes que no. Pierdes el tiempo aquí, Dafne. Te lo he dejado claro desde el principio. Viniendo a esta casa de juego, has comprometido tu reputación por nada.
—Lo que antaño tuvimos juntos no puede cambiarse... —le tocó la solapa de la chaqueta.
Él le apartó la mano.
—No fue nada entonces y no es nada ahora. Nunca lo será.
Abandonó la habitación, pero esperó en el pasillo para cerrar la puerta una vez que ella salió por fin.
Se le acercó de nuevo y le echó los brazos al cuello.
—Cambia de idea, Xavier. Ven a casa conmigo...
El señor Everard estaba esperando con su capa. Una expresión de dolor se dibujaba en sus rasgos.
Xavier le agarró las muñecas y le bajó las manos, con escasa delicadeza.
—¡Basta ya, Dafne!
Pareció por un momento como si fuera a echarse a llorar, pero se recuperó y, en lugar de ello, sonrió con expresión radiante.
—Algún día dejarás de estar enojado conmigo. Y yo te estaré esperando aquí mismo.
Con un poco de suerte, dentro de unas pocas horas leería el Morning Post. La lectura del anuncio de su matrimonio terminaría por convencerla.
Dafne dejó que Everard le echara la capa por los hombros y la escoltara hasta la puerta. Cummings la abrió y ambos se marcharon.
—¿Son los últimos? —le preguntó Xavier. Al ver que asentía, exclamó—: ¡Gracias a Dios! ¿MacEvoy y usted me necesitan para algo más?
—No —le señaló la escalera—. Id con vuestra esposa.
Xavier le sonrió y le dio una palmadita en la espalda.
—¡Con mucho gusto!
Subió las escaleras con renovada energía y abrió sigilosamente la puerta de la cámara.
Estaría en la cama, dormida, por supuesto, y él procuraría no despertarla. Pero gozaría del consuelo que le proporcionaría su delicioso cuerpo durmiendo a su lado. Una vez dentro, sus sentidos se agudizaron en cuanto la vio, exactamente donde había esperado verla, hecha un ovillo en su lado de la cama, con el cabello recogido en una suelta trenza que anheló deshacer y acariciar.
Se lavó la cara y las manos y se cepilló los dientes, intentando hacer el menor ruido posible. Era una novedosa experiencia pensar en el sueño de otra persona, en vez de en el suyo propio. Y le gustaba mucho. Se desvistió rápidamente y dejó la ropa sobre una silla. Deseoso de sentir su calor, subió a la cama y se acercó a ella. Para su deleite, ella se apretujó contra él y, aunque la tela de su camisón le privaba del contacto de su piel, quedó satisfecho. Le echó un brazo por encima y, demasiado cansado para hablar, se durmió inmediatamente.
Una voz lo sacó de su sueño.
—No, mamá. Espérame, mamá. Espérame.
Phillipa estaba hablando en sueños. Era exactamente el mismo tono suplicante que recordaba que había utilizado aquel fatídico día en Brighton.
Se agitó violentamente.
—¡Mamá! ¡Mamá...!
¿Debería despertarla?
Gritó de nuevo:
—¡No! —y se sentó bruscamente en la cama, parpadeando.
La propia pesadilla la había despertado.
Él se sentó también.
—Estabas soñando.
Ella lo miró como sorprendida de verlo a su lado.
—¿Has dormido conmigo?
—Sí —quería tocarla, pero vaciló—. Estamos casados, ¿recuerdas?
No se atrevía a mirarlo.
—Solo pensaba... —hizo un gesto de indiferencia—. No, no importa.
No pudo resistirse. Estiró una mano y le apartó unos rizos sueltos de la cara.
—¿Con qué soñabas?
Alzó las manos hasta su cabeza.
—Era como si volviera a estar allí —lo miró fijamente a los ojos—. Xavier —su voz era apenas más que un susurro—. Yo... he recordado algo.
Dieciséis
Xavier la abrazó por detrás, estrechándola contra su pecho.
—Dime lo que has recordado —murmuró.
Tensos los músculos, empezó a hablar.
—He recordado que seguí a mi madre durante todo el camino hasta la playa. Estaba anocheciendo y yo estaba asustada, demasiado para volver sola. Ella estaba en la playa, discutiendo con un hombre —volvió la cabeza hacia él—. Era el general Henson, estoy segura. Estaban muy enfadados. Yo tiraba de las faldas de mi madre, pero ella no me hacía caso —se interrumpió—. Ella echó a correr detrás del hombre y entonces yo me desperté.
—¿Puedes recordar algo ahora?
Se quedó inmóvil, como intentando recuperar aquel recuerdo.
Sacudió la cabeza.
—Nada.
Se separó de sus brazos y se giró para quedar frente a él. Deslizó la mirada por su pecho desnudo y, para su sorpresa, no la invadió la timidez.
Lo miró a los ojos.
—Yo imaginaba que dormirías en otra habitación.
Se quedó perplejo.
—¿Por qué?
—El nuestro... —bajó la vista— no es un matrimonio de enamorados.
Aquello tuvo para Xavier el mismo efecto que un golpe de sable.
—Quizá no, pero yo quiero un matrimonio de verdad. Con hijos y todo. Sin camas separadas, ni matrimonio puramente nominal —le alzó la barbilla para obligarla a que lo mirara—. Viviremos juntos como marido y mujer. Dime que estás dispuesta a intentarlo.
Phillipa se cubrió las mejillas con las manos.
Él se las apartó.
—Yo quiero que seas feliz.
Ella volvió a desviar la mirada.
—Tú no has hecho nada para hacerme desgraciada.
Xavier se colocó de manera tal que ella se viera obligada a mirarlo.
—¿Que duerma contigo te hace desgraciada?
—No —recuperó un punto de coraje y lo miró de nuevo—. Simplemente no esperaba que quisieras tener esa... esa intimidad conmigo.
Le soltó las manos y le acarició el cabello.
—Tienes que quitarte de la cabeza esa idea de que no te deseo como un marido desea a una esposa, porque te aseguro que no es cierta.
Se inclinó hacia delante y le acarició los labios con los suyos, pero esa vez no estaba tan cálida y dispuesta como lo había estado cuando recibió aquel primer beso. Peso a ello, decidió aceptar el desafío de conquistarla. Se arrodilló frente a ella, estrechándola contra su pecho. La besó de nuevo, con mayor morosidad en esa ocasión. Su cuerpo se inflamó en respuesta, demasiado visiblemente.
Ella tembló bajo su beso, tensa.
Por fin la soltó y se apartó lentamente.
—Disponemos de toda la vida para resolver esto.
Phillipa se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos, como si no hubiera esperado ni su beso ni su retirada.
Quizá, con el tiempo, pudiera preguntarle por el motivo de que se hubiera distanciado, replegado ante él. Phillipa tenía pasión: su primer acto de amor así lo había dejado demostrado. No era algo tan distinto a lo que expresaba con su música. Lo único que tenía que hacer era animarla a desear expresar aquella misma pasión con él.
Se levantó de la cama y abrió su baúl en busca de ropa limpia.
—¿Qué te apetecería hacer hoy? —se volvió hacia ella y la sorprendió mirándolo con deseo.
Sí. Resolverían lo del acto amoroso. Estaba seguro de ello.
Phillipa desvió rápidamente la mirada y se levantó de la cama.
—Me apetecería interpretar, pero desde que me rescataste de la prisión de mi casa, se puede decir que he recuperado buena parte del tiempo perdido. Me bastará con volver a tocar esta noche en la casa de juego —vertió un poco de agua en el aguamanil y se lavó la cara.
—Hay un lugar al que me gustaría llevarte —se giró a propósito para que ella pudiera quitarse el camisón sin miedo a que la viera. Ya tendría tiempo para contemplarla.
—Estaré a tu disposición, entonces.
—Lo primero —dijo mientras se ponía el pantalón— es mandar traer a tu doncella con todas tus cosas. Esperaba que ya estuvieran aquí.
—Supongo que tu madre lo habrá postergado todo. Para que tengamos que visitarla antes y encargarnos personalmente de traerlas.
Podía oírla moviéndose detrás de él. Seguía sin volverse.
—Entonces lo primero que debemos hacer es ir allí —se puso la camisa y solo entonces se atrevió a mirarla.
Estaba en camisola y corsé, pero tenía dificultades con los lazos. Se acercó a ella.
Phillipa dejó que se los atara.
—Supongo que no nos queda otro remedio que ir.
—¿Y si voy yo solo a verla, con un coche y Cummings? Podríamos sacar tus baúles de allí a la fuerza, en caso necesario.
Ella se echó a reír.
—No hablarás en serio.
Se puso el vestido por la cabeza y metió los brazos por las mangas.
—Hablo en serio —vio que el vestido tenía una ristra de botones en la espalda—. Iré a casa de tu madre, recogeré a tu doncella y traeré los baúles mientras tú te quedas aquí tocando el pianoforte —miró a su alrededor. Había ropa regada por todas partes—. O recogiendo esta habitación.
Ella se giró de golpe. Estaba muy cerca, a unos pocos centímetros de él.
—Preferiría limpiar las bacinillas antes que visitar a mi madre hoy.
Eran palabras poco adecuadas para despertar la pasión.
Inmune a su efecto, clavó la mirada en sus preciosos labios rosados.
—Toca el pianoforte —murmuró—. Deja las bacinillas a los criados. Es más: deja la habitación en manos de las criadas.
Se obligó a apartarse para no tomarla entre sus brazos y robarle el beso que tanto anhelaba. El ambiente cómodo entre ellos había vuelto y no tenía ninguna gana de volver a ponerlo en peligro.
Aquel cómodo ambiente se prolongó durante el desayuno y Xavier dejó a Phillipa tranquilamente sentada ante su nuevo pianoforte, instalado ya en el salón, antes de salir a visitar a lady Westleigh.
Fue caminando hasta Davies Street, encomendando a Cummings que acudiera al poco rato a buscarlo con un coche de punto.
Hacía un día de septiembre frío y húmedo, y apretó el paso para entrar en calor. Llegó a la casa de los Westleigh e hizo sonar la aldaba.
El mayordomo le abrió la puerta.
—El señor Campion desea ver a lady Westleigh.
—Ahora mismo, señor. Podéis esperar en el salón.
Indicó a Xavier que lo siguiera.
—No hace falta. Conozco el camino.
El mayordomo asintió y empezó a subir las escaleras. De repente se detuvo y se volvió para mirar a Xavier.
—Disculpadme, señor Campion, pero... ¿cómo se encuentra vuestra esposa?
Xavier sonrió.
—Muy bien. Ya le diré que ha preguntado usted por ella. La última vez que la vi estaba tocando su nuevo pianoforte.
Los labios del mayordomo se fruncieron en una leve sonrisa, solo por un instante.
—Esa es una gran noticia, señor.
Momentos después, lady Westleigh entró en el salón, seguida del general Weston.
—¿Qué pasa, Xavier? ¿Sucede algo malo?
—Buenos días, milady. General —hizo una reverencia—. No, no sucede nada malo. He venido para llevarme las cosas de Phillipa y recoger también a su doncella.
—¿Dónde está Phillipa? —inquirió la dama—. Quería hablar con ella.
—¿Para pedirle perdón?
Le brillaron los ojos.
—No. Para decirle que deberíais vivir aquí los dos. O con tus padres. Hasta que encontréis una vivienda propia.
—Lady Westleigh —pronunció con tono firme—. Renunciad por favor a dirigirlo todo. Entregadme sus cosas y la doncella y dejadnos vivir en paz.
—¡Cuida tu lengua, muchacho! —lo interrumpió el general.
Lady Westleigh lo acalló con un gesto.
—Tú no puedes dejar a Phillipa a su propio arbitrio, Xavier. Si lo haces, acabará encerrándose en sí misma. Debes hacer que se mezcle en sociedad. Limitar su música...
—Nunca —replicó—. Yo nunca limitaré sus deseos. Y su música menos aún. Y ahora, por favor, llamad a vuestra doncella. Mi coche llegará en seguida.
La dama se dirigió a la puerta y salió de la habitación para hablar con el mayordomo.
—Busque a Lacey y tráigala —la oyó decir Xavier.
El general aprovechó aquel momento para hablar con él.
—Campion, no toleraré insolencias contra lady Westleigh. No se las merece. Puedo asegurarte que el bienestar de su hija ha constituido siempre su mayor preocupación.
—Retirarle el pianoforte a Phillipa fue una horrible crueldad. Se necesitará tiempo para que tanto ella como yo la perdonemos por ello.
—Ella pretendía darle una lección.
Una lección que había estado a punto de costarle la vida.
Xavier le sostuvo la mirada.
—Entretened a lady Westleigh, general. Mantenedla ocupada. Que no interfiera en nuestras vidas. Que deje de implicarse en lo que Phillipa haga o deje de hacer.
Lady Westleigh regresó a la habitación.
—Yo siempre me implicaré en la vida de mis hijos.
—No lo haréis en la de Phillipa —repuso Xavier—. A no ser que ella así os lo pida —quiso asegurarse de que no le quedara la menor duda sobre la seriedad de sus palabras—. No habrá más interferencias por vuestra parte, si no queréis que rompa la promesa que os hice y diga lo que juré no decirle a nadie.
Sobre el accidente que sufrió Phillipa.
Lady Westleigh palideció.
—¡No te atreverías!
Pero Xavier no se amilanó.
—Os sugiero que no pongáis a prueba mi resolución.
Pocos minutos después, apareció la doncella.
—¿Sí, milady?
—Parece que mi hija desea que seas su primera doncella, pero debo advertirte que ello significará vivir encima de una casa de juego, cosa que no es nada respetable. No tendrás que ir, si no lo quieres. Podrás quedarte aquí.
Xavier pensó que la mujer estaba intentando manipular la vida de su doncella al igual que la de su hija. Y la suya.
—A mí no me importa vivir encima de una casa de juego —respondió la doncella.
Lady Westleigh suspiró profundamente.
—Muy bien. Prepara entonces las cosas de mi hija, y las tuyas, a la mayor brevedad posible. El señor Campion te llevará allí en seguida.
—Todo está ya empacado, milady —dijo la doncella—. Desde ayer.
El coche de punto llegó y Cummings y un criado cargaron los baúles de Phillipa. La doncella se despidió rápidamente de los demás sirvientes y poco después estaban en camino.
Dentro del coche, la doncella parecía diminuta entre los dos hombres.
—Te llamas Lacey, ¿verdad? —dijo Xavier.
—Mary Lacey, señor.
Le presentó a Cummings, que asintió con la cabeza.
—Lady Phillipa se alegrará mucho de verte —le dijo a la muchacha.
—Sí, señor —repuso, ruborizándose.
Phillipa oyó el carruaje detenerse ante la casa de juego.
Dejó el pianoforte y se acercó a la ventana. Xavier había vuelto.
Con Lacey.
Bajó apresuradamente las escaleras y les abrió la puerta.
—¡Milady! —gritó Lacey, emocionada.
—Me alegro tanto de que hayas decidido venir... —Phillipa le apretó la mano—. Entra. Te enseñaré todo esto.
—¡No me puedo creer que vaya a vivir en una casa de juego! —exclamó la muchacha.
—Es solo temporal, pero estoy segura de que la encontrarás muy cómoda.
Presentó a Lacey a MacEvoy, que la saludó con una reverencia y se mostró encantado de conocerla. Xavier aprovechó para presentar a su esposa y a su doncella a los sirvientes de la cocina. Dejaron que Lacey se encargara de ordenar el dormitorio y salieron de nuevo.
—Casi me olvidaba... —Phillipa se sacó una nota de un bolsillo—. Esto te lo mandó tu padre.
Se detuvo a leerla.
—Dice que hay disponible una casa pequeña cerca de aquí que podríamos alquilar. ¿Vamos a verla?
—Claro —repuso ella—. Pero... ¿a qué otro lugar pensabas llevarme?
Se guardó la nota en un bolsillo.
—Permíteme que te sorprenda.
La oficina de alquiler no estaba lejos. El empleado, tras lanzar una sorprendida mirada a la cicatriz de Phillipa, se declaró encantado de mostrar la casa al hijo del conde de Piermont.
—Los arrendamientos son escasos y espaciados en esta época del año —dijo el agente mientras los acompañaba hasta una casa de segunda categoría en Dover Street, justo al otro lado de Piccadilly, enfrente de Saint James.
—Desde donde estamos actualmente instalados, no tendremos más que caminar una calle —comentó Xavier.
El agente abrió la puerta.
—Estoy convencido de que el interior os agradará.
El vestíbulo no tenía nada de notable, pero detrás se abría un comedor y un cómodo despacho. La primera planta tenía un salón bellamente decorado, con espacio de sobra para un pianoforte, y un dormitorio detrás.
Un dormitorio con sendos vestidores a cada lado.
Había otro dormitorio en el segundo piso y una habitación para el servicio con tres camas. Volvieron a bajar la escalera y examinaron la zona de la cocina y las habitaciones para la servidumbre.
Se imaginaba perfectamente viviendo allí con Xavier. Ella estaría a cargo de la casa, las comidas, el servicio.
—Podemos también ayudaros a encontrar excelentes criados —se ofreció el agente—. Tenemos buenos candidatos a elegir —sonrió—. ¿Queréis pues alquilar la casa?
Xavier miró a Phillipa.
¿Era ella la que tenía que tomar la decisión?’
—A mí... me parece satisfactoria.
Xavier se volvió hacia el hombre.
—Sí. La alquilaremos.
De regreso en la oficina, firmaron los documentos y recibieron las llaves.
—¿Queréis que os envíe algunos sirvientes para que los entrevisteis, madame? —le preguntó el agente.
Todo era demasiado rápido.
Xavier respondió por ella:
—Ya nos pondremos en contacto con usted mañana.
Cuando por fin abandonaron la oficina, la cabeza de Phillipa estaba dando vueltas. Caminaba aturdida al lado de Xavier, sin saber siquiera a dónde se dirigían.
Xavier pronunció al fin:
—Por favor, dime que querías esa casa, Phillipa.
Ella redujo el paso.
—Es más de lo que podría desear, te lo aseguro —inspiró hondo—. Es que, sencillamente, estoy abrumada. Hace dos días estaba todavía bajo el absoluto control de mi madre. Y ahora soy una mujer casada con una casa que administrar.
—Comparto tu sensación —la tomó del brazo—. Pero estos son cambios a mejor, Phillipa. Debes creerme.
Ella deseaba tranquilizarlo, aliviar su preocupación. Pero no podía.
—Todavía estoy demasiado estremecida por esos cambios para declararlos buenos o malos.
La atrajo hacia sí.
—Serán buenos.
Caminaban hacia Piccadilly.
—¿Adónde vamos ahora?
—Al punto de coches, a alquilar uno. Iremos a Cheapside.
—¿Cheapside? —¿qué podía haber allí?
Caminaron hasta Piccadilly y Bolton Street, donde esperaban los coches de punto. Inmediatamente los llamó una voz familiar:
—¡Señor Campion! ¡Aquí!
Era el cochero al que conocían. Se hallaba de pie junto a sus caballos, que abrevaban en sendos cubos de agua. El aguador esperaba cerca.
Cuando el cochero vio a Phillipa, le hizo una reverencia.
—Buenos días, madame. ¿A dónde deseáis viajar hoy?
Xavier abrió la puerta del carruaje.
—A King Street, en Cheapside.
El aguador recogió los cubos y el cochero subió al pescante. Xavier ayudó a Phillipa a subir. No bien estuvieron instalados en sus asientos, los caballos se pusieron en marcha.
—¿A qué vamos a Cheapside? —inquirió—. ¿A hacer alguna compra?
—Ya lo verás —respondió crípticamente.
El coche serpenteó a través de calles llenas de carretas, caballos y otros carruajes, hasta que se detuvo ante una tienda que tenía un letrero recién pintado, Muebles Jeffers.
¿Por qué la había llevado allí? No podía haber sabido que alquilarían una casa. Además, aquella ya tenía todos los muebles que podían desear.
Descendieron, y Xavier pagó al cochero.
—Os puedo esperar en el punto, si queréis —el cochero señaló un lugar calle abajo, donde esperaban varios carruajes,
—Muy amable —dijo, y se reunió de nuevo con Phillipa.
—¿Vamos a visitar una tienda de muebles? —le preguntó ella. ¿Esa era la sorpresa?
—Ciertamente —se detuvo con una mano en el picaporte—. Phillipa, antes debo advertírtelo. Esta tienda está dirigida por uno de los hombres que nos asaltaron.
—¡No! —se encogió de miedo—. ¿Por qué me has traído entonces aquí? ¿Vas a hacer que lo arresten?
—En absoluto —giró el picaporte y abrió la puerta.
La tienda ofrecía un rico surtido de armarios, mesas y sillas, todos de diseño sobrio y sencillo, pero agradable. Apenas pudo fijarse en ellos, recelosa como estaba de encontrarse con uno de los hombres que los atacaron en plena calle.
Un empleado, no el hombre que temía ver, los saludó.
—¿En qué puedo ayudaros, señor?
—He venido a ver a Jeffers —contestó Xavier—. Dígale que el señor Campion desea hablar con él.
El empleado desorbitó los ojos.
—¡El señor Campion! Iré a buscarlo ahora mismo, señor.
La reacción del hombre extrañó a Phillipa.
Poco tardó Jeffers en salir de la trastienda. Era el mismo hombre al que Xavier había llegado a herir con su cuchillo, porque presentaba una cicatriz roja en la cara, todavía reciente. Pero su expresión, en lugar de hosca y amenazante, era afable e invitadora. El placer que sintió al ver a Xavier era genuino.
—¡Qué alegría que hayáis venido! —le estrechó la mano.
—He traído a alguien conmigo —Xavier se hizo a un lado para que Jeffers pudiera ver a Phillipa.
El hombre palideció. Pese al velo que colgaba de su sombrero, la había reconocido.
—Madame, os suplico me perdonéis. Asaltaros fue la mayor de las locuras. Me avergüenzo profundamente de mi participación en todo aquello.
Phillipa se tensó, reviviendo su furia de aquella noche.
—¿Por qué lo hizo entonces?
Xavier la interrumpió:
—Por favor, permíteme que te presente al señor Jeffers. Señor Jeffers, esta es lady Phillipa, mi esposa.
El hombre se inclinó respetuosamente ante ella.
Xavier le señaló la puerta que se abría detrás del mostrador del empleado.
—Vayamos a la trastienda. Me gustaría que la viera mi esposa.
En la trastienda convertida en taller, tres hombres fabricaban muebles. Uno estaba dando los últimos toques a un armario. Otro trabajaba con una silla, y el tercero con una mesa.
Jeffers lo guio a una esquina donde había una mesa y varias sillas, lo suficientemente alejada como para que los obreros no pudieran oírlos.
—Permitidme que os ofrezca un té.
¡Phillipa no quería compartir un té con aquel hombre!
Pero Xavier le había sacado una silla y no tuvo otra opción que sentarse. Jeffers retiró una cazuela del agua del fuego y llenó una tetera.
Después de servir las tazas, se sentó también.
—Responderé ahora mismo a vuestra pregunta, milady. No tengo disculpa alguna que justifique el asalto del que os hice víctima. Fue algo tremendamente injusto por mi parte.
—Se estaba muriendo de hambre —explicó Xavier.
Jeffers bajó la cabeza.
—Eso es verdad, madame, pero incluso así, no debí haber hecho lo que hice. Ni a vos ni a nadie.
—No, no debió hacerlo —le aseguró ella con tono cortante, no tan dispuesta a perdonarlo como aparentemente había hecho Xavier.
Jeffers asintió.
—Estoy de acuerdo, madame. No merezco la oportunidad que el señor Campion me ha dado. Yo no sé lo que habría sido de mí si no me hubiera encontrado aquel día...
—¿Oportunidad? —no entendía.
—El señor Campion me proporcionó el dinero necesario para abrir esta tienda. Acabamos de empezar, pero triunfaremos —señaló a los obreros que estaban trabajando—. Este negocio ha sido como maná caído del cielo para esos hombres y para mí. No teníamos trabajo, pero ahora... Miradnos.
Xavier intentó calibrar la reacción de Phillipa. ¿Lo despreciaría por haber invertido en una tienda? ¿Por haber ayudado a Jeffers? Su rostro estaba demasiado bien oculto por el velo de su sombrero como para que pudiera interpretar su expresión.
—Todos ellos son antiguos soldados —le explicó—. Fueron licenciados y de repente se vieron convertidos en mendigos. O en algo peor —como Jeffers, que se había entregado al delito—. Yo tenía un capital para invertir, y me pregunté: ¿por qué no hacer un buen uso de él? —decidió que, a esas alturas, bien podía contárselo todo—. También tengo un fabricante de velas.
—Y yo le he echado el ojo a un ferretero, si es que os viene en gana montar una ferretería —dijo Jeffers.
Xavier se volvió para mirarlo.
—Excelente idea.
Phillipa los miraba boquiabierta.
—Me sugirió la idea la Burlington Arcade —continuó Xavier—. Estaba cansado de ver a tantos soldados mendigando por las calles, y me dije: ¿por qué no ponerlos a trabajar?
—¿Hiciste esto para proporcionarles un empleo? —estaba impresionada.
—No tenéis nada que temer, milady —intervino Jeffers—. Devolveremos al señor Campion su dinero y un poco más. Tendrá su parte de nuestros beneficios.
Se había convertido en comerciante. Cuanto antes lo supiera ella, mejor.
Mejor todavía habría sido que se lo hubiese dicho antes de pedirla en matrimonio, pero en aquel entonces había tenido demasiado miedo de que se negara.
Esperó a que dijera algo. Vio que se volvía hacia el señor Jeffers.
—¿Han hecho ustedes todos esos muebles en tan corto periodo de tiempo?
—Nos hemos esforzado mucho —respondió Jeffers, orgulloso—. No podemos ganar dinero si no tenemos material que vender.
—Es un logro muy notable —comentó ella.
Jeffers estaba radiante.
—Son muebles para gente normal y corriente. La que esperamos que nos compren.
Phillipa se levantó.
—Pues yo he visto en la tienda un armario que me interesa.
Antes no había mostrado indicio de ello.
Jeffers saltó de su silla y acompañó de vuelta a la tienda. Ella señaló una cómoda pequeña, carente de la habitual y recargada decoración.
—Me gusta esta pieza. ¿Qué precio tiene?
—Milady —Jeffers parecía a punto de arrastrarse ante ella—. Es vuestra. Os la entregaremos hoy mismo —se volvió hacia Xavier—. Encontramos un soldado con un caballo y un carro para hacer nuestras entregas.
—Entrégala en mi residencia —dio a Jeffers la dirección de la casa de juego.
Una vez hechos los arreglos salieron de nuevo a la calle, rumbo al punto de carruajes.
De regreso en el coche, Xavier no pudo ya esperar más.
—Necesitaba decirte lo de las tiendas. Lo de Jeffers —se interrumpió—. No es la clase de negocio en el que se metería un caballero, pero esos soldados necesitaban trabajo y yo podía proporcionárselo. No voy a conformarme con una o dos tiendas. Estoy decidido a montar varias y que todas tengan éxito. Y rendirán dinero, no temas.
Phillipa se volvió hacia él y se levantó el velo.
—No conozco a nadie capaz de hacer lo que tú has hecho.
—Me ganaré la censura de la sociedad. Soy consciente de ello —aunque también podría recordarle que su familia había invertido en una casa de juego. ¿Acaso las tiendas eran peores?—. Pero nadie lo sabe, excepto tú. Y mi abogado. Pero no mis padres. Ni siquiera Rhys.
—¿Por qué me lo has dicho?
—No podía esconderte que estaba en negocios con uno de los hombres que intentó robarnos. Ni que me había convertido en comerciante.
Lo miraba todavía con mayor intensidad.
—Me alegro de que me lo dijeras. Detesto que me protejan de la verdad, como tú bien sabes. Me entristecería mucho que me ocultaras secretos, como ha hecho tantas veces mi familia.
Excepto que le estaba ocultando un secreto: lo que sabía sobre su accidente, y que su honor le obligaba a no revelar a nadie.
Diecisiete
No hablaron más durante el trayecto. Phillipa se bajó el velo, pero solo para poder mirar a su marido sin que él se diera cuenta.
¿Qué clase de hombre haría lo que él había hecho? Los miembros de la sociedad arrugarían la nariz ante un hombre que regentaba una tienda. «Huele a comercio», dirían.
Pero Xavier invertía en comercio por una sola razón: proporcionar empleos decentes a antiguos soldados en paro. Incluso había rescatado a Jeffers de una vida criminal, o incluso de la muerte en la horca.
—Xavier —la voz le salió baja y ronca.
Se volvió hacia ella.
—Me alegro de que me trajeras a Cheapside.
Vio que sus rasgos se relajaban por un momento, antes de volver a tensarse.
—Las tiendas tendrán éxito, ya lo verás.
—No tengo la menor duda —repuso ella—. Jeffers y los demás hombres trabajarán duro por ti.
Él le tomó una mano y se la llevó a los labios.
—Solo hay una cosa —continuó ella.
—¿Qué es?
Phillipa sonrió.
—¡Creo que a mi madre le dará una apoplejía cuando se entere de esto!
Xavier se echó a reír.
—Y a mis padres también.
Sacudió la cabeza.
—En eso te equivocas. Tú no podrías decepcionar a tus padres más de lo que ya lo has hecho...
El velo de su sombrero no la protegió de la intensidad de su mirada. Tuvo la sensación de que la estaba escrutando para asegurarse de que aprobaba realmente lo de las tiendas.
Lo aprobaba. De hecho, el pecho se le henchía de orgullo por él.
—Phillipa... —susurró, alzándole el velo y besándola en los labios. En un prolongado y meticuloso beso con lengua que le provocó un dulce y doloroso anhelo.
Antes de la primera noche que pasaron juntos, no había entendido lo que significaba aquel anhelo. Ahora sabía que lo quería dentro de ella, creando aquella deliciosa música en su interior.
Él la sentó sobre su regazo y ella sintió su excitación. ¿La deseaba?
No estaba obligado a hacerle el amor en aquel momento.
Ella le devolvió el beso para demostrarle que tenía intención de complacerlo de la forma en que debería hacerlo una esposa. En la cama, o en el interior de un coche de punto.
La excitación que sentía en su interior explotó mientras hundía los dedos en su pelo.
Xavier gruñó y se apoderó de un seno. Se sentía aturdida y mareada, ajena a todo lo que no fueran las sensaciones que él le despertaba.
—Tengo una idea —se apartó de ella y abrió la ventana interior para comunicarse con el cochero—. Llévenos a Dover Street.
El coche giró en Piccadilly hacia Dover Street y se detuvo.
—¿Aquí, señor? —inquirió el cochero.
—Sí —respondió Xavier. Abrió la puerta y la ayudó a bajar.
—¿Qué idea es esa? —le preguntó Phillipa.
Alzó un dedo para indicarle que esperara y pagó al cochero.
—Gracias, señor Campion —se despidió el hombre con tono alegre.
Xavier se volvió de nuevo hacia Phillipa y se sacó algo de un bolsillo.
La llave de la casa que habían alquilado.
Ella seguía sin comprender.
—¿Vamos a visitar de nuevo la casa?
—Desde luego —sonrió.
Abrió y entraron. Tan pronto como cerró la puerta a su espalda, la levantó en brazos.
—¿Qué estás haciendo? —gritó.
Le dio un rápido beso.
—Llevarte a nuestra cama.
Xavier estaba eufórico cuando subía las escaleras con ella en brazos, rumbo al dormitorio.
A la cama.
Retiró la colcha y la depositó sobre las sábanas de lino, pero Phillipa se sentó de inmediato, desatándose las cintas del sombrero y quitándoselo apresuradamente. Le echó los brazos al cuello y lo besó con una energía que no hizo sino excitarlo aún más.
Cuando pudo volver a respirar, Xavier le preguntó:
—¿Qué te parece hacer el amor a plena luz del día? No hay nadie aquí que pueda enterarse. Nadie salvo tú y yo.
—Estoy dispuesta a intentarlo —bajó la vista.
—Tú nunca me decepcionas, Phillipa —sonrió.
Volvió a alzar la mirada hacia él, como sorprendida.
Estaba decidido a convencerla de que la deseaba. Le besó la boca, la nariz, la mejilla herida.
—¿Me dejas amarte, Phillipa?
Ella asintió y le devolvió los besos, acariciándole delicadamente con los labios la boca, la nariz, las mejillas... con una inocente pasión que lo dejó conmovido.
Se quitó la chaqueta y se inclinó sobre ella para desatarle los lazos. Mientras ella se desembarazaba del vestido, él se despojó del chaleco y del pañuelo del cuello. Tumbada en la cama, Phillipa se dio vuelta para que él pudiera alcanzar las cintas de su corsé. Tras desatárselas, Xavier se lo quitó por fin antes de sacarse la camisa y desabotonarse el pantalón.
Ya en camisola, ella se lo quedó mirando ruborizada.
Sabía que representaba un atrevimiento por su parte que se lo quedara mirando con tanto descaro. Sintió una punzada de orgullo por ella. Disfrutó de su ávida mirada mientras se despojaba del pantalón y del calzón y quedaba desnudo del todo. Desnudo y excitado.
Phillipa no dejó de mirarlo mientras se alzaba la camisola, revelándose ante él. La luz de la tarde que entraba por la ventana hacía brillar su piel. Sus senos eran altos y firmes, con los pezones destacándose oscuros contra su piel cremosa lisa y suave que clamaba por ser acariciada. Era delgada, pero no frágil. De cintura estrecha, que no diminuta, y de caderas lo suficientemente anchas. La recorrió lentamente con la mirada, saboreándola como si estuviera paladeando un buen vino. Y bajó los ojos hasta la oscura mata de vello que distinguía entre sus piernas.
Subió a la cama y la tomó en sus brazos, colocándola encima de él y gozando de la sensación de aquella piel, de aquellos senos.
Su cuerpo lo urgía a sentarla sobre su erección y poseerla rápidamente, pero se obligó a ir despacio. No quería privarla de su clímax. Ella había descubierto ese placer en su primer encuentro y él no pensaba negárselo esa vez. Su propio placer no le bastaba. Esa vez estaba decidido a enseñarle la cantidad de placer que podían generar juntos. La tumbó a su lado y le acarició los brazos, el cuello, y bajó una mano hasta sus senos.
Le rozó un pezón con la palma y ella gimió de placer.
Aquello era lo que tanto había anhelado que ocurriera durante todas aquellas noches que habían pasado solos. Nunca había querido comprometerla, aunque no por falta de deseo de hacerlo. Pero ahora era su esposa. Estaba ansioso por gozar noche tras noche.
Lentamente fue frotando la punta del pezón contra la palma de su mano hasta que la sintió temblar contra su cuerpo. ¿Qué sensación podría compararse con aquella? Aquel íntimo contacto. El de la piel desnuda contra la piel desnuda.
Bajó aun más la mano por su cuerpo hasta alcanzar su sexo. Ella abrió las piernas y él se dedicó a acariciárselo, sintiendo cómo se humedecía por momentos.
Le introdujo los dedos como ya había hecho antes, e inmediatamente se deleitó con aquella maravillosa sensación de calidez. Phillipa se retorcía ya bajo su cuerpo, cubriéndole la mano con la suya como temiendo que fuera a retirarla.
Una posibilidad que no existía. Frotó y acarició aquel lugar tan sensible, sintiendo cómo iba creciendo la sensación, cada vez más. Se lo enseñaría. La complacería primero, y volvería luego a provocarle el clímax con él dentro. La acarició con los dedos hasta que estalló por fin el glorioso espasmo.
—¡Xavier! —su voz era a medias pregunta, a medias exigencia.
No podía esperar más. Necesitaba entrar en ella.
—Hay más, Phillipa —pronunció en un jadeo.
—Enséñamelo —gritó ella.
Se colocó encima, con su miembro duro como una roca y reclamando desahogo, pero reprimió el impulso para obligarse a entrar lentamente en ella. Su cuerpo todavía no estaba habituado al suyo y deseaba ahorrarle toda clase de dolor o de molestia.
La tomó firmemente de las nalgas, apretándose contra ella, y ella alzó las caderas para recibirlo.
Eso era lo que significaba unirse en matrimonio. Nada podría separarlos nunca: él se encargaría de ello. Nada les impediría convertir aquel matrimonio en un vínculo todavía más sólido que el de sus padres. Phillipa y él estaban hechos el uno para el otro, y así había sido desde que eran niños.
Un momento después todos aquellos pensamientos volaron. Su cuerpo empezó a moverse más rápido, hundiéndose con mayor urgencia en ella.
Phillipa se adaptaba a su ritmo, convirtiéndolo en aquella especie de música física que se volvía más alta y fuerte a cada instante.
Sintió su clímax, una convulsión todo a su alrededor que lo empujó al abismo, obligándolo a verter su semilla.
Se derrumbó sobre ella y se tumbó a un lado antes de que pudiera aplastarla con su peso. La estrechaba en sus brazos como si no quisiera soltarla nunca.
—Xavier... —murmuró ella.
—Así es como será siempre entre nosotros —le susurró antes de cerrar la distancia que separaba sus labios.
Un poco después, volvieron a hacer música con sus cuerpos. Una música suave, lenta, pero que terminó en un frenesí de placer. Xavier habría podido hacer una tercera actuación, pero aquello era ya suficiente para el breve interludio de una tarde.
Disponían de todo el resto de su vida de casados para completar el concierto.
Phillipa yacía saciada en sus brazos. Le pesaban los párpados y los miembros, pero por dentro bailaba de felicidad. Su vida de casada, ¿iba a ser siempre así? ¿Podrían ser así siempre sus noches? ¿O sus tardes?
La había deseado. Habían creado placer juntos. Era una buena manera de empezar a construir un matrimonio de verdad.
Xavier le sonrió.
—Menudo día, señora Campion.
Ella suspiró.
—¡Menudos días!
Las partes más femeninas de su cuerpo todavía latían de placer. Se preguntó si habrían concebido un bebé aquella tarde. ¡Qué maravilloso habría sido eso! Nunca había soñado con que algún día tendría hijos, pero en ese momento, gracias a Xavier, podría hacerlo.
Se llevó una mano al vientre.
Con Xavier, cualquier cosa parecía posible.
Se sentaron en la cama, apoyados contra las almohadas.
—Este dormitorio está muy bien, ¿no te parece?
Un estremecimiento de placer la recorrió. Aquel era su dormitorio. Allí compartirían sus noches.
—Creo que es una habitación encantadora.
—Deberíamos trasladarnos aquí lo antes posible —dijo él.
Hablaron de contratar servicio, de la cantidad de criados que podrían necesitar, mostrándose de acuerdo en contratar la menor cantidad posible de momento.
—Mañana contactaré con el agente. Arreglaré las entrevistas para el día siguiente y quizá, para dentro de tres días, estaremos ya instalados.
Phillipa se echó a reír.
—¿Alguna vez dejará de darme vueltas la cabeza?
La abrazó.
—Lo primero que traeremos será tu pianoforte.
La cantidad de sucesos ocurridos podía semejar un confuso remolino, pero de una cosa estaba segura. Volvía a sentirse cómoda con Xavier. Podía decirle cualquier cosa que se le antojara, que él siempre se mostraría abierto a ella.
—Yo no tengo necesidad alguna de llevar una vida extravagante, lujosa —le comentó, confiando en que la comprendería—. De hecho, prefiero vivir discretamente.
Xavier frunció el ceño.
—Pero no te escondas demasiado del mundo, Phillipa.
Temía el momento en que tuviera que asistir a un baile o a una velada musical con él. Casi podía escuchar las murmuraciones: «es tan guapo... ¿cómo es que se ha casado con ella?»
—Y debemos hacer algo con tu música. Tenemos que intentar publicar algunas de tus canciones.
—¿Crees que tienen la suficiente calidad? —sabía que él le diría la verdad.
—A mí me parecen tan buenas como las otras partituras que interpretas —respondió—. Algunas incluso me parecen mejores.
Phillipa experimentó una punzada de orgullo y de placer.
Quizá había estado en lo cierto. Aunque Xavier se había sentido obligado, por una cuestión de honor, a casarse con ella, quizá sí que podrían ser felices juntos. Ella lo amaba y tal vez, a su manera, él la amara también.
Se arrebujó contra su pecho desnudo, maravillándose de la sensación del áspero vello que salpicaba su piel y de la dureza de sus músculos.
Siempre lo había amado.
La desfigurada e imperfecta Phillipa Westleigh estaba enamorada de Xavier Campion, el hombre perfecto.
Dieciocho
Se acercaba la hora de cenar cuando volvieron al Club de la Máscara. Para Xavier era como si hubiesen estado semanas fuera, tantas eran las cosas que habían cambiado entre ellos.
Pero nada extraordinario había ocurrido durante su ausencia, según le reportaron Cummings y MacEvoy. Incluso la doncella de Phillipa se había mantenido ocupada ordenando el dormitorio y colocando su ropa. Hasta había dado un uso a la cómoda que habían llevado de la tienda de Jeffers.
Quizá su ausencia solo hubiera sido algo significativo para los dos.
Xavier se sentía eufórico. Estaba sosegado gracias al alivio que solamente la satisfacción sexual podía proporcionar, pero también esperanzado y contento. Porque ese día había hecho feliz a Phillipa.
Y quería hacerla feliz cada día.
Cuando se cambiaron de ropa, la cena estaba ya preparada y la compartieron en el cómodo ambiente de camaradería que no habían dejado de disfrutar desde que hicieron el amor. Después de comer, se sentaron en el salón. Él saboreó una copa de brandy mientra la escuchaba tocar el pianoforte, el que no tardarían en trasladar a su nueva residencia.
No dejaba de asombrarlo lo maravillosamente cómodo que se sentía con ella, como si hubieran pasado toda la vida juntos.
Llegado el momento, Xavier la dejó para encargarse del salón de juego. Los clientes habían empezado a llegar, pese a que los croupiers todavía se estaban instalando. Dado que el anuncio de su matrimonio había aparecido en el Morning Post de aquella mañana, se aseguró de informar al resto de la plantilla de la noticia.
Obedeciendo los deseos de Phillipa, no les había dicho que su esposa era la dama enmascarada que tocaba el pianoforte y cantaba en el comedor. Era una suerte que muy pronto fueran a instalarse en su nueva residencia, porque la plantilla no tardaría en descubrir el secreto.
Hizo su ronda de costumbre, hablando con cada uno de los croupiers y recibiendo sus felicitaciones. Se alegraba de que Rhys les pagara bien y los tratara aún mejor.
No le importaba dirigir la casa de juego en ausencia de Rhys. No ahora que había vuelto Phillipa. Cuando Rhys regresara, sin embargo, Xavier se retiraría. Pretendía pasar las noches con su esposa y llevarla a la ópera y a conciertos. Y quería volver a bailar con ella...
—¡Campion! —Anson, unos de los clientes, se le acercó—. ¡Diablos! He leído tu anuncio en el periódico.
Xavier se preparó. Muchos de los clientes lo habrían leído en el Morning Post.
—Es un brote de epidemia lo que hay aquí, ¿eh? —continuó Anson—. Primero Rhysdale y ahora tú.
—Ambos somos hombres afortunados —repuso Xavier.
Anson se echó a reír.
—Solo que Rhysdale está de viaje de novios y tú estás aquí atrapado.
Xavier se sonrió.
—Eso es verdad.
Anson se inclinó hacia él para susurrarle con tono conspirativo:
—Me pregunto cómo se tomará lady Faville la noticia.
Era demasiado esperar que los demás no hubieran advertido la obsesión que Dafne tenía con él.
—Debo reconocer —añadió el hombre— que yo pensé que sería ella la que acabaría cazándote. Y estoy seguro de que ella ha pensado siempre lo mismo.
—Pues yo siempre le dejé claro que eso nunca sucedería —sonaba fuerte, pero era la verdad.
Otro cliente se aproximó a ellos.
—¡Campion! Ya te han pescado, ¿eh? ¿La hija del conde de Westleigh? Qué casualidad, ¿no? El hombre que intentó estafar a su propio hijo en esta misma casa.
—Nos conocemos desde hace muchos años —explicó Xavier.
El hombre se señaló la cara.
—¿No es la dama desfigurada? ¿La de la cicatriz en la cara? No me imagino a un hombre como tú con ella.
—¿Por qué no? —lo miró airado, con los ojos brillantes de rabia.
El hombre tartamudeó, temeroso.
—No-no sé por qué, la verdad —y se apresuró a retirarse.
—Condenado imbécil —masculló Anson.
—Y que lo digas —Xavier había estado a punto de propinarle un puñetazo en la cara.
—Supongo que escucharás más de un comentario semejante esta noche —el tono de Anson parecía genuinamente compasivo. Le dio un discreto codazo—. Cuidado. Aquí viene lady Faville.
Dafne se detuvo en el umbral el tiempo suficiente para localizar a Xavier. Marchó hacia él con la decisión de una columna de soldados napoleónicos.
—Xavier, me gustaría hablar un momento a solas contigo, por favor —parecía a punto de llorar.
—Estoy trabajando, Dafne.
—He dicho a solas, por favor —fulminó a Anson con la mirada.
Anson, afortunadamente, no mostró intención alguna de alejarse. Xavier no se arredró.
—Dime aquí mismo lo que tengas que decirme.
Dafne lanzó otra mirada mordaz a Anson antes de clavarla en él.
—Dime que ese estúpido anuncio de boda en el Morning Post no es más que una broma.
—Lo publiqué yo mismo —le dijo—. Estoy casado con lady Phillipa Westleigh.
—¡No puede ser! —alzó la voz—. ¡Pero si es feísima! Una ermitaña.
Xavier la fulminó con la mirada.
—Dafne, estás hablando de mi esposa.
Hizo un gesto de indiferencia con la mano, como espantando sus palabras.
—¡No puedes defenderla! ¿Te ha tendido alguna trampa? ¿Necesitabas dinero? Deberías habérmelo pedido a mí. ¡Yo tengo dinero! ¡Mucho dinero!
—Yo necesito dinero —dijo lord Anson.
Dafne volvió a lanzarle otra fulminante mirada y se volvió hacia Xavier.
—No puedo soportar esto. No puedo. Tú me llevaste a creer...
Xavier alzó entonces una mano.
—Yo no te llevé a creer nada. Fui sincero contigo desde la primera noche que apareciste por aquí. Tú simplemente decidiste no escucharme.
—Pero no hablabas en serio... —replicó—. Estábamos enamorados.
—¡No estábamos enamorados, Dafne! —le espetó.
Ella continuó como si él no hubiera hablado.
—¡Debiste haberme avisado de que pensabas casarte! Yo te habría ayudado.
—Estás diciendo tonterías.
Se derrumbó contra su pecho.
—Estoy destrozada...
Xavier la agarró de las muñecas.
—Basta, Dafne. Deja de hacer el ridículo. Compórtate o haré que Cummings te eche de aquí.
Inmediatamente se quedó inmóvil. Él la soltó y ella se alejó por fin de su lado.
Después de que se marchara Xavier, Phillipa se sentó ante el pianoforte e intentó recrear con música el ritmo de su acto amoroso. Utilizó las teclas graves y empezó lentamente, para luego ir subiendo el tempo. No quedó contenta, pero lo revivió en su mente, al igual que todos los momentos que había compartido con Xavier.
Cuando volvió a alzar la mirada al reloj de la chimenea, era ya casi la hora a la que solía bajar al comedor. Se apresuró a alistarse, atándose las cintas de la máscara en último lugar. Antes de bajar las escaleras, se asomó en el rellano para que nadie la viera descender de los aposentos privados del edificio. No había nadie, así que se dio prisa en bajar, deteniéndose unos segundos para componerse un poco antes de entrar en el comedor.
Nada más verla, varios de los caballeros se levantaron.
—¡Señorita cantante! ¡Otra vez con nosotros!
Algunos se le acercaron, saludándola efusivos y haciéndole peticiones de determinadas piezas musicales que había interpretado antes. Dos de ellas eran composiciones suyas, lo cual le hizo sonreír.
—Siéntense por favor, caballeros —le dijo—. Necesito un poco de tiempo para prepararme.
—¿Leísteis en el Morning Post que Campion se ha casado? —le preguntó un caballero.
—Sí, ya me enteré —respondió con tono suave.
Se sentó en el banco y ordenó sus partituras, pero retazos de las conversaciones de las mesas llegaban hasta sus oídos: «Campion se ha casado». «La hija de lord Westleigh está desfigurada...»
Lady Faville apareció de pronto a su lado.
—¡Señorita cantante, tengo gran necesidad de una amiga! —parecía muy afectada—. ¿Sabéis lo que ha sucedido?
—¿Qué? —Phillipa no deseaba otra cosa que interpretar su música y esperar a Xavier.
—¡Se ha casado! —se le quebró la voz—. Xavier se ha casado... ¿Qué voy a hacer ahora?
—No lo sé.
Al menos la mujer no sabía que era la «señorita cantante» la que se había casado con él.
—Se ha casado con lady Phillipa Westleigh y yo estoy segura de que es muy desgraciado.
Phillipa se tensó.
—¿Por qué estáis tan segura de que es desgraciado?
La dama parpadeó varias veces, extrañada.
—Ah, claro, vos no lo sabéis... Lady Phillipa es un monstruo.
—¿Un monstruo? —inquirió, ruborizándose.
Lady Faville asintió enérgicamente, haciendo balancear sus rubios y artísticos tirabuzones.
—Lo parece, al menos. Tiene una horrible cicatriz que le desfigura la cara.
Phillipa alzó una mano, y se detuvo justo a tiempo de tocarse el rostro.
—¿Vos la habéis visto? —no recordaba haber conocido a lady Faville antes del Club de la Máscara.
—Una vez. La vi en una tienda. Pregunté quién era la deformada criatura que estaba hojeando las partituras —se sentó en el banco junto a Phillipa—. ¿Cómo pudo haber elegido casarse con ella? Debieron de obligarle.
¿Lo habían obligado? Obligado por su honor. ¿Por su madre, quizá? ¿Habría preferido a lady Faville? El optimismo que Phillipa había sentido apenas unos momentos atrás quedó roto en pedazos.
Se volvió hacia su música.
—Milady, siento decepcionaros, pero tengo que tocar.
Lady Faville le apretó una mano, cariñosa.
—Os dejo entonces, pero sé que descubriréis la razón de que se haya casado, ¿verdad? Dependo completamente de vos.
La dama se levantó y se marchó antes de que Phillipa pudiera negarse.
Le temblaban las manos cuando las colocó sobre las teclas. En lugar de la tonada con que había pensado comenzar su actuación, se puso a interpretar la sonata Claro de Luna, de Beethoven. Aunque había pretendido que le calmara los nervios, la misma emoción de la pieza la alteró todavía más.
La cambió por una gavota de Hook.
Lady Faville abandonó por fin el comedor. Se había llevado al señor Everard consigo, así que Phillipa supuso que su intención era marcharse del salón de juego. Eso le reportó algún alivio.
Tuvo la impresión de que el comedor hervía de excitación con la noticia del matrimonio de Xavier. La había escuchado una y otra vez: que si Xavier podía tener a cualquier mujer, que por qué se había casado con ella, desfigurada como estaba... Que semejante matrimonio estaba destinado a montar un escándalo, que se hablaría por siempre de él...
Siguió tocando durante el tiempo habitualmente reservado al descanso, porque necesitaba de la música para aligerar su espíritu. Y también porque no tenía deseo alguno de oír más comentarios sobre el matrimonio del atractivo y codiciado Xavier Campion con la desfigurada y solterona hija del disoluto conde.
Al final, la música consiguió sosegarla y se vio recompensada por los aplausos. Intentó decirse que de su matrimonio, al fin y al cabo, no se hablaría eternamente. Constituiría un escándalo, sí, pero la gente terminaría cansándose y pasaría a comentar otros sucesos. Al menos, llevando como llevaba la máscara, no había tenido que soportar las inevitables miradas indiscretas. La gente que siempre le había rehuido la mirada querría mirarla bien para entender por qué Xavier la había elegido precisamente a ella.
Hizo una reverencia al público y recogió sus partituras. Mientras atravesaba el comedor, varios clientes la detuvieron para elogiar su interpretación. Al principio, cuando empezó a tocar en el establecimiento, había disfrutado con aquellas atenciones. Aquella noche, sin embargo, anhelaba simplemente escapar de allí y refugiarse en su dormitorio. Lacy la ayudaría a desvestirse y después esperaría a Xavier en la cama.
Finalmente consiguió llegar al pasillo, pero tuvo que esperar a que se despejara de gente.
Cundo creyó que por fin podría subir a la planta superior sin ser vista, escuchó unos apresurados pasos más abajo. Era lady Faville, corriendo tras ella.
La dama era todo sonrisas.
—¡Aquí estáis! Sabía que aún seguiríais aquí —rio—. Xavier no se ha marchado y os escoltará hasta vuestra casa, ¿verdad?
—No siempre lo hace —repuso, nerviosa.
—Yo tengo que irme. Quería localizaros antes. ¡Quería deciros que me he citado con Xavier mañana! ¿No es fantástico? —estaba bailando de entusiasmo—. Debo renunciar a la idea del matrimonio, por supuesto, pero el matrimonio no es lo mismo que el amor, ¿verdad? —se puso solemne de pronto—. Con que tengamos una relación de amantes, me conformaré —abrazó a Phillipa—. Buenas noches, mi querida señorita cantante. ¡Mañana por la noche os lo contaré todo sobre mi cita con Xavier!
Lady Faville la soltó tan rápidamente que la empujó sin querer y Phillipa, que se encontraba en lo alto de la escalera, perdió el equilibrio. Tuvo que agarrarse rápidamente a la barandilla para no caer. La dama ni siquiera lo advirtió. En un revuelo de faldas, corrió escaleras abajo y desapareció de su vista.
Nuevamente estremecida, la visión de Phillipa se oscureció y olió el salobre olor del mar. La escena cambió y de repente ya no encontraba en lo alto de las escaleras del salón de juego. Estaba subiendo a la carrera los escalones de piedra del malecón.
Hasta que alguien se volvió bruscamente hacia ella y la empujó. Y su mano no encontró nada a lo que agarrarse.
Diecinueve
Cuando en el salón de juego no quedaban más que unos pocos clientes, Xavier pidió a Cummings y a MacEvoy que se encargaran de todo y se prepararan para cerrar el establecimiento.
—Tendréis ganas de acostaros —sonrió MacEvoy.
—Muchas —admitió Xavier.
De buen humor como estaba, no le importó el comentario demasiado confiado de MacEvoy. Quería subir a la carrera los escalones, pero lo hizo a paso mesurado, lo que probablemente no consiguió engañar a su subordinado.
Abrió sigilosamente la puerta del dormitorio. Todavía había una vela encendida, pero Phillipa estaba acostada y no se movía.
Se detuvo para mirarla, durmiendo de costado, ovillada como una niña. Yacía sobre la mejilla de la cicatriz, lo cual le daba una idea del aspecto que habría ofrecido si nunca se hubiera hecho aquella herida.
Para él era hermosa, incluso con la cicatriz, y tenía un aspecto tan sereno e inocente que no tuvo corazón para despertarla.
Se apresuró a desvestirse, haciendo el menor ruido posible. Como la noche anterior, debía conformarse con dormir junto a ella y despertarse por la mañana a su lado.
Apagó la vela y se metió en la cama. A la débil luz de las brasas de la chimenea, la observó dormir mientras recordaba lo que había sentido cuando hicieron el amor.
Le apartó con delicadeza un rizo de la frente y vio que abría los ojos.
—Has venido —tenía la voz ronca de sueño.
La atrajo hacia sí y la besó. El sueño la volvía blanda, dócil, pero también le daba una expresión de melancolía. Sabía cómo debía de sentirse, demasiado cansada para sonreír. Le prometió que no la molestaría, que se contentaría simplemente con abrazarla, pero deseaba al mismo tiempo sentir el calor de su piel contra la suya.
Ella se desperezó en sus brazos, urgiéndolo a que se colocara encima.
¿Lo deseaba? Xavier estaría encantado de complacerla.
Se abrió a él y él entró en ella, fundiéndose nuevamente con su cuerpo. Se movió con lentitud, ya sin prisas, gozando de la sensación. Sintió el momento en que ella empezaba a excitarse, la manera en que cambiaba su cuerpo, despertándose para empezar a moverse a su ritmo.
La sensación de melancolía persistía, volviendo aún más enternecedor el acto amoroso. Fuera cual fuera la causa, aunque fuera la misma somnolencia, anheló liberarla de aquella tristeza. Quizá con el mismo acto consiguiera borrar el dolor que anidaba en su interior. El dolor de las cicatrices. El de su abominable familia. El causado por todos aquellos que la habían herido.
Estaba más que deseoso de intentarlo.
Se había acostado con muchas mujeres. No tantas como la gente podría pensar, pero había tenido momentos muy eróticos con algunas de ellas, ya desde los primeros días de su juventud. Aquellas mujeres habían tomado y recibido lo que habían querido de él.
Phillipa era la primera mujer que había querido dárselo todo. Él deseaba convencerla de que era más que merecedora del amor que sentía hacia ella.
La sensación se intensificó y fue acelerando el ritmo. Esa vez no llevó él la iniciativa, sino que se dejó guiar con ella, reaccionando a cada uno de sus movimientos.
«Con mi cuerpo te veneraré». ¿No formaba parte aquello de sus votos matrimoniales?
A eso era a lo que aspiraba en aquel momento. La veneraba con su cuerpo y esperaba que, al final, ella se sintiera adorada.
Pero con el siguiente embate, la excitación se impuso y ya no pudo pensar en detenerse o en reducir el ritmo. Pasó el tiempo de pensar. Su necesidad lo dominó. Se hundió a fondo en ella, una y otra vez, cada vez más rápido, hasta que alcanzó por fin la cumbre del placer y se convulsionó en su interior.
Cuando se apretó contra ella en aquella última liberación de su semilla, la oyó llorar y la sintió alcanzar su orgasmo un instante después que él.
Mientras ambos caían por aquel abismo, la abrazó con fuerza. Como si no quisiera separarse de ella nunca más.
La amaba. La había amado cuando era niña, pero entonces había sido un amor fraternal, de hermano o de amigo. Solo a partir de aquella lejana noche, justo antes de que partiera para la guerra, cuando bailó con ella, la había amado como solo un hombre podía amar a una mujer.
Algún día le diría todo aquello. Algún día ella creería por fin en él.
Ella murmuró algo que no alcanzó a comprender.
—¿Qué has dicho? —quiso añadir «amor mío», pero temía que desconfiara incluso de aquel término cariñoso.
Phillipa pronunció, ya con algo más de claridad:
—Lady Faville.
¿Dafne? ¿Por qué diablos preguntaba por Dafne?
—¿Qué pasa con ella?
—Te verá mañana.
—No lo dudo —gruñó. ¿Convencería alguna vez a Dafne de que abandonara aquella fijación que tenía con él? Aquella mujer era como un veneno que ni Phillipa ni él necesitaban—. Olvídate de lady Faville.
—No puedo olvidarme.
Sonaba como si se estuviera durmiendo. Farfulló algo más. Xavier captó una única palabra solamente cuando ella la repitió:
—Me empujó. Me empujó.
Cuando Phillipa se despertó a la mañana siguiente, Xavier se estaba inclinando para darle un beso. Ya estaba vestido del todo.
—Tengo que ayudar a MacEvoy —le dijo—. Hay algún problema con las cuentas, que tendré que resolver con el banco. No temas, de camino pasaré por la agencia y arreglaré lo de las entrevistas con los criados.
—¿Vas a ir al banco? —todavía no se había despejado del todo—. ¿Únicamente al banco?
—Haré también un par de recados —respondió crípticamente—. Estaré de vuelta en un par de horas, si todo se me da bien. Si no, puede que me retrase un poco.
La besó por segunda vez y se marchó.
Phillipa se quedó en la cama. Recordaba que él le había hecho el amor. Había sido como un sueño, como una triste melodía interpretada pianissimo. Recordaba haberle preguntado por lady Faville. ¿Le había respondido? No conseguía recordarlo.
¿Era lady Faville uno de los «recados» de Xavier?
De repente no pudo soportar continuar ni un instante más en la cama. Una cama todavía impregnada de su aroma. Se levantó y llamó a Lacey para que la ayudara a vestirse.
Mientras Lacey charlaba, la cabeza de Phillipa seguía dando vueltas. ¿Se habría citado Xavier con lady Faville?
Xavier había sido sincero con ella, cuando nadie más lo había sido, pero, si hubiera concertado una cita romántica... ¿se lo diría? ¿Qué hombre lo haría en su caso?
No. No podía creer eso de él. No podía creer que le hubiera hecho el amor aquella noche pensando en verse con otra mujer al día siguiente. Aquella era la clase de cosas que su padre le habría hecho a su madre. Xavier era sincero y honesto, nada que ver con su padre.
Mientras Lacey terminaba de peinarla, las dudas todavía la acosaban, pero algo más acechaba en el fondo de su memoria como una partitura no ejecutada.
Cuando terminó de vestirse y salió al pasillo, recordó. Se agarró a la barandilla.
Recordaba que la habían empujado. Que la había empujado lady Faville, sin querer. Y que la habían empujado en aquel malecón de Brighton.
Bajó apresurada las escaleras. ¿Estaría a tiempo de alcanzar a Xavier? Tenía que decírselo. Recordaba. Después de todo aquel tiempo, recordaba lo que había sucedido en Brighton.
Cummings estaba ya a cargo del vestíbulo.
—¿Sigue aquí Xavier? —le preguntó.
—No —respondió—. Ha salido.
—¿Hace cuánto?
—Un cuarto de hora.
Era demasiado tiempo para salir a buscarlo.
—¿Le dijo adónde iba?
—Al banco.
Eso era consistente. Podría intentar alcanzarlo en el banco y...
No, era ridículo. No tenía por qué perseguirlo por todo Londres. Ya hablaría con él cuando volviera.
Desvió la mirada hacia la escalera y el recuerdo relampagueó de nuevo en su mente. De hecho, había algo que podía hacer primero, antes de decírselo.
—Cummings, yo también tengo que salir. Si el señor Campion regresa antes que yo, dígale que he ido a ver a mi madre. No tardaré mucho.
Phillipa fue andando sola a casa de su madre, recordando las noches en las que Xavier y ella habían recorrido la misma ruta de noche. Muchas cosas habían sucedido desde entonces.
Pasó por delante de Brunton Mews, donde habían sido atacados.
Esa vez se sonrió, pensando en que Xavier sabía sabido hacer una buena obra a partir de una terrible experiencia, una experiencia que al mismo tiempo había disparado el mecanismo de su recuerdo. Porque en ese momento recordaba ya mucho mejor lo que le había sucedido.
Y confiaba en terminar de averiguar el resto ese mismo día.
Llegó ante la familiar puerta de Davies Street e hizo sonar la aldaba.
—¡Milady! —exclamó Mason. El indisimulado placer que el mayordomo sintió al verla se trocó rápidamente en preocupación—. ¿Ocurre algo malo?
—Nada en absoluto —respondió, y entró—. Deseo ver a mi madre. ¿Se encuentra en casa?
—Está en su salón privado —le dijo—. Con el general.
—Por supuesto —se sonrió—. No hace falta que me anuncie. Subiré ahora mismo.
Subió las escaleras y tocó la puerta del salón de su madre.
—Adelante —era la voz de lady Westleigh.
Entró.
—Hola, mamá.
La expresión de su madre se iluminó mientras se levantaba.
—¡Phillipa! —entrecerró de pronto los ojos, desconfiada—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Quiero hablar contigo.
El general, que había estado sentado cerca de ella, también le levantó.
—Buenos días, general. Me alegro de encontraros aquí.
Tanto su madre como él parecieron sorprendidos por sus palabras.
El general miró a una y a otra.
—¿Quieres que te deje sola, querida?
—No, quedaos —le pidió Phillipa.
Él formaba parte de su recuerdo.
Su madre volvió a sentarse.
—No quiero oír queja alguna de tu matrimonio, Phillipa. Lo hecho, hecho está.
—No se trata de mi matrimonio —se sentó.
—¿De qué se trata entonces? ¿Es una visita de cortesía? —el tono de lady Westleigh se tornó sarcástico.
—No —se quitó el sombrero—. Quiero hablar contigo sobre esto —se tocó la cicatriz.
Su madre bajó la cabeza y pareció preocupada.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a lo que sucedió.
—Tú sabes lo que sucedió —repuso automáticamente su madre—. Fuiste sola a la playa y te caíste de los escalones del malecón.
—Eso es lo que tú me dijiste durante todos estos años, mamá. Pero no fue eso lo que pasó.
Su madre y el general cruzaron una mirada de preocupación.
Phillipa continuó:
—Yo te seguí a la playa aquella noche, mamá —se volvió hacia el general Henson—. Vos también estabais allí. Estuvisteis discutiendo. El general se marchó y tú, mamá, corriste tras él —se interrumpió—. Y yo corrí detrás de ti.
Su madre empezó a retorcerse las manos.
Phillipa temblaba.
—Yo subí los escalones del malecón, intentando alcanzarte, pero tú te volviste y me empujaste.
Lady Westleigh se quedó sin aliento.
—Lo estrangularé... —masculló por lo bajo.
—Tú me empujaste, mamá —repitió Phillipa—. Y yo perdí el equilibrio y caí escalones abajo. ¿Cómo pudiste ocultarme algo así? —la interrumpió al ver que abría la boca para hablar—. Y no te atrevas a decirme que fue para protegerme.
—Por supuesto que fue para protegerte —le espetó ella.
—Ella no tenía intención de hacerte daño —intervino el general.
—Eras muy pequeña y no te acordabas —gritó su madre—. ¿Por qué tendría que haberte contado algo así?
—Pudiste habérmelo contado cuando me hice mayor —replicó Phillipa—. Pudiste habérmelo contado hace unas pocas semanas. Yo quería saber la verdad, mamá.
—Era más complicado que eso.
—¿Tenías miedo de que la historia diera pie a murmuraciones? ¿Tenías miedo de que tus amistades se enteraran de que habías tirado a tu propia hija escaleras abajo? Quizá no me estuvieras protegiendo a mí, sino a ti misma.
—Me estaba protegiendo a mí —dijo el general—. No quería que su esposo descubriera que había estado conmigo.
Lady Westleigh se levantó y manoteó en el aire, como si quisiera acallarlos a los dos.
—¡No fue ni una cosa ni la otra! ¡Tú eras una niña preciosa y yo te había desfigurado para siempre! ¿Cómo podía desear yo que lo supieras? ¿Para qué? ¿Para que me odiaras para siempre? Yo era tu madre. Tu padre no se ocupaba para nada de ti. Tú me necesitabas. No podía dejar que pensaras que yo te había hecho eso...
Phillipa se quedó consternada ante la intensidad de las emociones de su madre.
El general se levantó y le pasó un brazo por los hombros. Cariñoso, la convenció de que se sentara.
Ella se secó las lágrimas con la punta de su pañuelo.
—Era mejor que continuaras pensando que te habías caído, que simplemente se trataba de una desgracia que te había sucedido. Yo me esforcé para que no pensaras que eso arruinaría tus oportunidades en la vida, pero tú solo tenías que mirarte en el espejo para saberlo —se estremeció—. Tú nunca ibas a poder ocupar el lugar que por justo derecho te correspondía en la vida. Y eso nunca me lo habrías perdonado.
Phillipa bajó la voz.
—Mamá, yo siempre podría perdonar algo que no fue más que un accidente. Lo que no puedo perdonarte es que me ocultaras la verdad. Sobre esto. Sobre nuestros problemas económicos. Sobre lo que hizo mi padre. Sobre la casa de juego. ¡Y sobre Rhysdale! Yo tenía un hermano. Todos vosotros sabíais que yo tenía un hermano y no me lo dijisteis.
Lady Westleigh frunció los labios.
—Tú ya arrastrabas una carga muy pesada. No tenías por qué saber todas las cosas horribles.
—Ella lo hizo para hacerte la vida más fácil —dijo el general.
—Yo no necesitaba que nadie me hiciera la vida fácil —insistió Phillipa—. Yo siempre he sido fuerte. Tan fuerte como mis hermanos. No necesitaba que me trataran de forma diferente.
—Pero tú eras diferente —replicó su madre—. Habías resultado herida. ¡Y la culpa era mía! Yo intenté compensarte lo mejor que pude.
—Mi cara era la que estaba herida, no yo —Phillipa se levantó—. Y si compensarme significaba ocultarme cosas y manipular mi vida, te digo desde ya que esto se ha acabado. ¿Me has oído?
Su madre la miró desafiante.
Phillipa inspiró profundamente. Era demasiado esperar una simple disculpa de su madre, un sencillo reconocimiento de que se había equivocado. Tendría que conformarse con que la verdad hubiera salido a la luz. Por fin.
Recogió su sombrero.
—Esto es todo lo que había venido a decirte. Me marcho.
El general se adelantó para abrirle la puerta.
Apenas había puesto un pie en el umbral cuando volvió a escuchar el tono de censura de su madre:
—Dile a ese marido tuyo que deseo verlo. Quiero tener unas palabras con él.
Phillipa se volvió.
—¿Quieres hablar con Xavier? ¿Sobre qué?
Lady Westleigh parpadeó varias veces, como si le extrañara la pregunta,
—Sobre esto.
—¿Sobre esto? —se preguntó si se trataría de otro secreto suyo.
—Quiero decirle a tu marido que es un canalla sin honor —la miró con expresión altiva—. Ha tenido la desfachatez de revelar lo que prometió mantener en secreto.
—¿Mantener en secreto? —Phillipa estaba confusa—. ¿Qué es lo que prometió mantener en secreto?
—Mal asunto —comentó el general—. No debió romper un voto solemne.
—¿Qué voto solemne? —alzó la voz.
—¡Vamos! —gruñó su madre—. ¿Acaso no te dijo que me juró que no revelaría a nadie lo que vio aquel día? Supongo que se olvidó de incluir ese detalle —alzó un dedo en el aire—. ¡Y eso que ayer mismo renovó ante mí esa promesa! Eso demuestra lo poco que se puede confiar en él... ¡Dice una cosa y luego corre a hacer la otra!
—¿Qué es lo que vio? —repitió Phillipa, incapaz de creer lo que estaba oyendo—. ¿Él vio lo que sucedió?
—Estaba acechando en las sombras —masculló el general—. Espiando. No tenía nada que hacer allí.
¿Xavier había estado presente aquel día?
—Bueno, no creas ni una sola palabra de lo que te diga. Es un consejo que te doy —su madre recogió su labor de costura, dando aparentemente por terminada la conversación.
Pero Phillipa se acercó de nuevo a ella.
—Te suplico que me digas la verdad. ¿Estuvo Xavier allí aquel día? ¿Vio mi accidente?
—No te hagas la tonta, Phillipa. Tú sabes que estuvo allí. ¿Cómo si no podrías saber lo que sucedió? La caída te dejó sin memoria alguna de lo sucedido. Solo el cielo sabe por qué no estaba él en su casa. Un muchacho de su edad debería haberse quedado en casa, en lugar de salir a espiar a la gente. Pero al mismo tiempo era lo suficientemente mayor como para saber lo que significaba hacer honor a una promesa.
Phillipa temblaba por dentro, pero se obligó a hablar.
—Él no rompió su promesa —dijo, porque era la verdad—. Fui yo la que recordó lo que había sucedido.
Abandonó la estancia sin pronunciar otra palabra. Si su madre o el general dijeron algo, ella no llegó a escucharlos. Aturdida, se dirigió a las escaleras y se detuvo, apoyándose en la barandilla para sujetarse.
Xavier había estado presente la noche de la caída. Había visto lo que le había sucedido y, a pesar de haber sido testigo de todas sus luchas y temores sobre los recuerdos que la habían bombardeado, no le había dicho nada. ¿Y todo por aquella promesa que había hecho de muchacho? ¿No contaba entonces todo lo que había sufrido? Había llegado incluso a pensar que estaba loca por culpa de aquellas visiones.
Mason no estaba en el vestíbulo. O si lo estaba, ella no lo vio. Abandonó la casa, con las palabras de su madre resonando en sus oídos: «no creas una palabra de lo que te diga».
Veinte
Xavier apresuró el paso cuando estaba llegando a la casa de juego. MacEvoy se había adelantado cuando él tuvo que detenerse en la oficina de la agencia para concertar las entrevistas con los criados. Desde allí se había acercado rápidamente a Cheapside para supervisar la cerería. El fabricante de velas le avisó de que había quedado disponible un local para que lo ocupara un ferretero, así que Xavier le encargó que concertara una entrevista con el propietario. Quizá aquella nueva tienda empezara a trabajar bien pronto, también.
Tres tiendas. Era un buen comienzo, pero siempre habría más por hacer.
Xavier había quedado por fin libre para el resto del día. Estaba deseoso de volver a casa con su mujer y contarle todo lo que había conseguido.
Quizá podrían volver a visitar su nueva residencia para pasar una hora o dos haciendo el amor... Sonriendo, alzó la cara al cálido sol de septiembre antes de llamar a la puerta.
Cummings le abrió.
—Gracias, Cummings —le dijo de buen humor—. ¿Qué tal ha ido la mañana?
El hombre se limitó a encogerse de hombros, pero al mismo tiempo le señaló mesa del vestíbulo.
—Ha llegado una nota.
Xavier la recogió y la desdobló.
La firma le hizo dar un respingo: Tuya siempre, Dafne.
Ciertamente no tenía ningún interés en lo que le había escrito, fuera lo que fuera. Volvió a doblar la nota y subió las escaleras hasta el salón, donde esperaba encontrar a Phillipa.
Pero no estaba allí.
Miró en el dormitorio. Las cortinas estaban echadas y no había ninguna vela encendida. ¿Dónde se habría metido Phillipa? Estaba a punto de abandonar la habitación cuando la vio sentada en una mecedora.
—Phillipa... —dejó la nota sobre una mesa cercana y se reunió con ella. Se inclinó para darle un beso en la frente—. ¿Cómo es que estás sentada a oscuras?
—Te estaba esperando —su voz era baja e inexpresiva.
—Espero que no mucho tiempo —se acercó a las ventanas—. ¿Te importa si abro las cortinas?
—No —fue todo lo que dijo.
Recogió y ató las cortinas, con lo que la habitación quedó inundada de luz. Se volvió hacia ella.
Estaba pálida, tanto que la cicatriz destacaba más que de costumbre.
—¿Te encuentras mal? —se puso en cuclillas para colocarse a su nivel y le tomó las manos entre las suyas. Las tenía frías.
Ella las retiró y lo miró a los ojos.
—Hoy he visitado a mi madre.
Se preparó para escuchar una nueva crueldad de la que le habría hecho víctima lady Westleigh. Vio que desviaba fugazmente la mirada antes de volver a clavarla en él.
—Recordé algo. Recordé lo que pasó en Brighton. Cómo me caí. Mi madre me empujó por los escalones del malecón de la playa.
Sí. Xavier podía verlo todo de nuevo. La pequeña Phillipa corriendo detrás de su madre, desesperada a su vez por alcanzar al general. Xavier había sido consciente de que debía impedir que subiera por aquella escalera tan resbaladiza, pero se quedó donde estaba mientras veía sus frágiles piernecitas subir con esfuerzo cada escalón. Phillipa agarrándose a las faldas de su madre. Su madre girándose y empujándola.
Volvió a experimentar el horror de ver a la pequeña Phillipa rodar por los escalones de piedra para caer con fuerza sobre la pedregosa playa. Él fue el primero en llegar hasta ella. Y en ver la sangre encharcándose debajo de su mejilla.
Phillipa habló en ese instante, devolviéndolo a la realidad.
—Tú estuviste allí, Xavier. Mi madre me lo dijo. Te acusó de haberme contado lo que sucedió.
—Sí, estuve allí —no tenía ya ninguna necesidad de esconderlo.
Ella se inclinó hacia delante.
—¿Por qué no me lo dijiste? —la voz le temblaba de furia—. ¿Por qué no me lo dijiste cuando tú sabías que estaba recuperando la memoria?
La excusa le pareció débil.
—Había jurado no hacerlo.
—Eras un muchacho. ¿Por qué la promesa de un muchacho era más importante que yo? Yo creía que me estaba volviendo loca. ¿Recuerdas? Tú sabías hasta qué punto me estaba afectando todo aquello. Los recuerdos. El hecho de no saber...
—Yo quería decírtelo —pero el honor era el honor. Una promesa era una promesa, al margen de la edad a la que fuera hecha—. Pero había dado mi palabra.
—Detesto que me protejan de la verdad —exclamó acalorada—. Y tú sabías eso mejor que nadie.
Se levantó.
—Yo te dije todo lo que podía decirte, Phillipa.
—He estado pensando sobre esto —continuó ella—. Me has ocultado otras cosas. Como el encuentro que tuviste con Jeffers y la ayuda que le prestaste.
—Eso te lo dije —protestó él.
—No cuando sucedió. Solo después de que nos casáramos —se levantó de la mecedora.
—¿Qué diferencia supuso eso para ti? —estaba perdiendo la paciencia. Él era sincero con ella... cuando podía serlo. No cuando había dado su palabra de no decirle algo—. Ayer no te importó que fuera propietario de las tiendas.
—Y no me importa —le espetó—. Lo que me importa es que no me contaras desde un principio que habías vuelto a encontrarte con Jeffers.
—Pensé que eso te enojaría —admitió.
—Querías protegerme —cruzó los brazos sobre el pecho.
—No —respondió—. Sí. Sí. Quería protegerte de que volvieras a pensar en aquella noche— Al menos hasta que yo mismo supiera el uso que él iba a hacer de la oportunidad que le había dado.
—¿Qué más me has estado ocultando? —lo desafió.
—Nada —al menos no se le ocurría nada digno de mención. Solo los sucesos de aquella misma mañana, que no había tenido oportunidad de comentarle. Y algunas cosas que habían ocurrido en la guerra, sobre las que ningún soldado hablaba.
—¿Nada? —alzó la barbilla—. ¿Y qué pasa con lady Faville?
—¿Lady Faville? Esa mujer no merece que hablemos de ella. Si quieres conocer la relación que tuve con ella en el pasado, te la contaré, pero te aseguro que en este momento no puede importarme menos.
—¿No vas a verla hoy? —se le quebró la voz.
—Es la última persona a la que iría a ver —respondió con los dientes apretados.
—Planeabas citarte hoy con ella. Ella misma me lo dijo.
—Yo no he planeado nada con ella.
Phillipa parecía más dolida que furiosa.
—No me digas que no significa nada para ti. Demasiadas veces la he visto contigo en la casa de juego. Ella siempre está colgada de tu brazo...
—No porque yo lo quiera.
Soltó un tembloroso suspiro.
—Ella piensa que yo te obligué a que te casaras conmigo. Que todavía la amas, como la amaste antes.
La miró directamente a los ojos.
—Yo nunca la amé.
Phillipa se dio la vuelta, pero él la agarró de un brazo para obligarla a que lo mirara de nuevo.
—Phillipa, ella no me importa nada...
Fue entonces cuando vio la nota sobre la mesa.
—Estaba en el vestíbulo cuando llegó el mensajero. Fui yo quien recibió esa nota. La leí y se la di a Cummings para que te la entregara.
Xavier sintió que la sangre abandonaba de golpe su rostro.
—Dios mío, ¿qué es lo que dice, Phillipa? Yo no la ha he leído.
—Dice que os encontraréis hoy, según lo planeado.
La soltó y se pasó una mano por el pelo.
—Esto es una locura. ¿Por qué habrías de creerla a ella y no a mí?
—Porque lo que ella dice tiene sentido —evitó mirarlo—. Tiene sentido que tú te enamores de ella. Debes admitir que tú nunca te habrías casado conmigo si no hubiera sido por las manipulaciones de mi madre.
—No pienso admitir eso, Phillipa.
Ella señaló entonces el espejo.
—Mírate a ti mismo. Eres tan guapo, y ella es tan hermosa... —se llevó una mano a la cara para cubrirse la cicatriz—. Mientras que yo no lo soy.
Para Xavier fue como si hubiera recibido una descarga de plomo en el estómago. Se dio la vuelta y caminó hasta la ventana para tener tiempo de recuperar la compostura. La oyó sentarse de nuevo en la mecedora.
Permaneció frente a la ventana mientras hablaba.
—Tú eres como ella. Como Dafne. Las apariencias son lo único importante para ti. Yo no soy así —se volvió hacia ella—. Tu cicatriz nunca me ha importado. No me importa tu cicatriz cuando pienso en ti. Lo que me importa es lo mucho que eso te ha hecho sufrir. La manera en que eso ha condicionado el trato que recibes de tu madre y de los demás. Yo quiero protegerte de la desgracia: eso es algo que admito y no me disculparé por ello. Y si doy mi palabra y prometo guardar un secreto, la cumplo y lo guardo: eso también lo admito. Yo cumplo mi palabra. E intento hacer lo que creo que es justo —le dolía el pecho mientras hablaba—. Si no puedes ver eso en mí y lo único que ves es mi rostro, entonces no sé cómo vamos a seguir juntos.
Ella alzó la mirada y la desvió rápidamente.
Xavier abandonó la habitación.
Phillipa se quedó sentada en la mecedora, con sus últimas palabras resonando en sus oídos. Cuando lo oyó abrir la puerta, se giró y lo vio marcharse.
La angustia le atenazaba la garganta.
Se levantó de la silla y se puso a caminar por la habitación.
No sabía qué pensar.
Había tantas evidencias en un lado... Y solo la palabra de Xavier en el otro.
Se sentó frente al espejo de tocador. Su imagen estaba bien iluminada por el sol que entraba por la ventana. Podía ver cada diminuta arruga de su rostro, cada pestaña, cada punto de la cicatriz.
¿Había tenido él razón?
Pese a todas sus quejas y protestas de que la gente solo veía su cicatriz, ¿sería eso todo lo que ella veía de sí misma, también?
Se tocó la cicatriz y se acercó al espejo para examinarla.
Se había enorgullecido de aceptar su cicatriz y las limitaciones que aquella herida había dejado en su vida. Pero... ¿lo había hecho realmente? ¿O era en eso en lo que primero pensaba cuando pensaba en sí misma? Ciertamente era lo primero en que pensaba cada vez que la miraba alguien.
¿Acaso no pensaba que su cicatriz condicionaba todas sus experiencias?
Recordó la ocasión en que Xavier la había sacado a bailar, presionado por su madre. ¿Había sido únicamente por la cicatriz? Ella había pensado que sí, pero asignar parejas de baile a las jóvenes damas en su primera Temporada era una práctica común. Ella era la única que lo había atribuido a la cicatriz. E, incluso aunque hubiera sido así, había sido ella la que lo había utilizado como una excusa para marcharse. ¿Hasta qué punto habría sido distinto aquel baile si se hubiera quedado a disfrutarlo sin más?
Se levantó para acercarse a la mesa más cercana a la ventana, donde había dejado algunas partituras. Recogió una y la interpretó en la cabeza.
Seguro que su música no estaba relacionada con la cicatriz....
De repente soltó la partitura y escondió la cara entre las manos. Su música tenía todo que ver con su cicatriz, porque era su distracción de la cicatriz, lo que la distraía de ella. Su manera de esconderse.
Su excusa para esconderse.
Los lugares a los que podía ir, lo que podía hacer o con quién podía hablar... todo ello lo hacía depender de su cicatriz.
De su apariencia, que era precisamente de lo que la había acusado Xavier.
Él había dicho lo mismo de lady Faville.
Si su cicatriz estaba continuamente presente en su mente, quizá lo que lady Faville tenía constantemente en su cabeza era su propia belleza. Y eso era lo único que los demás veían en ella. Lo único que Phillipa veía en ella.
De repente sintió compasión por la mujer. A su manera, lady Faville se había esforzado mucho por hacerse amiga suya. ¿Y si Phillipa hubiera aceptado su amistad? Quizá pudiera haberle hecho algún bien. La habría desviado de Xavier, tal vez hacia alguien que pudiera amarla de verdad.
Eso suponiendo que Xavier no la amara.
Se acercó a la cama y se apoyó en una de los postes, aferrándose a la madera como si fuera el mástil de un barco a puto de zozobrar en una tormenta. Miró la cama, tan ordenada en contraste con sus propios sentimientos, desaparecido todo rastro de su acto amoroso.
Se la quedó mirando fijamente. La colcha no tenía una sola arruga. Su apariencia resultaba ciertamente engañosa.
Cerró los ojos y evocó el revoltijo de sábanas, la sensación de las manos de Xavier sobre su piel, la firmeza de su cuerpo musculoso, la maravilla de la unión de sus cuerpos.
¿Podían los hombres mentir mientras hacían el amor? ¿Podía Xavier haber simulado la ternura que le había demostrado? ¿Podía falsificar el brillo de sus ojos cuando contemplaba su cuerpo desnudo? ¿Se habría refrenado durante toda la noche si solamente hubiera buscado su propia satisfacción?
Se apartó de la cama y volvió a mirarse en el espejo.
¿Podía convencerse a sí misma de que Xavier le había hecho el amor únicamente porque sentía lástima de ella por su cicatriz? ¿De que solamente veía su cicatriz cuando la miraba?
No, no podía.
De repente se llevó una mano a la boca.
«No creas ni una sola palabra de lo que te diga», le había dicho su madre, pero ella se había equivocado con él.
La propia Phillipa se había equivocado con él.
Adoraba que no la hubiera dejado volver sola por las calles de Mayfair de noche, pese a sus protestas. Adoraba que le hubiera permitido seguir acudiendo a la casa de juego tras el ataque, precisamente porque había sido consciente de lo mucho que eso había significado para ella. Adoraba la lealtad que profesaba a Rhys. Adoraba la clemencia que había demostrado con Jeffers, su bondad al ayudarlo a él y a los demás soldados. Adoraba que se preocupara por su felicidad.
Adoraba también su sentido del humor, aunque le dolía que no le hubiera contado lo de Brighton.
Y, sí, adoraba su sonrisa, sus ojos azules, su glorioso cuerpo... aunque todo eso figuraba muy abajo en su lista de virtudes,
—Debo decírselo —gritó de pronto—. ¡Debo decírselo antes de que sea demasiado tarde! Aunque nunca llegue a perdonarme, tengo que decirle que se equivoca.
Lo amaba por muchas más razones que su simple apariencia.
Corrió hacia la puerta, decidida a encontrarlo.
Veintiuno
Xavier necesitaba una caminata al aire libre. Para despejarse la cabeza. Para sosegar sus emociones. Para que lo ayudara a olvidar lo que acababa de suceder.
Para que lo ayudara a decidir lo que iba a hacer.
¿Qué podía hacer? Estaba casado con Phillipa.
La amaba, que era precisamente la razón por la que le dolía tanto haberse equivocado con ella.
No importaba que el día de su boda hubiera sido una delicia. No importaba que hubieran hecho el amor por la tarde. No importaba que él hubiera hecho todo lo posible por procurar su felicidad. La mirada que proyectaba hacia él era tan vacía y frívola como la de cualquier otra mujer.
Bajó las escaleras hasta el vestíbulo, donde se hallaba Cummings.
—¿Os ha encontrado ella? —le preguntó Cummings.
—¿Quién? —¿alguna de las criadas? ¿Alguna croupier? No tenía deseos de hablar con nadie. Solo quería que lo dejaran en paz por un rato.
—La tal lady Faville —pronunció Cummings con tono desaprobador, bastante más expresivo de lo que tenía por costumbre.
—¿Lady Faville? —¿qué diablos estaba haciendo ella allí? Primero la nota, ahora la visita.
—Me preguntó si sabía dónde encontraros —se encogió de hombros—. Subió arriba.
No a los aposentos privados; en ese caso, la habría visto. Necesitaba localizarla antes de que viera a Phillipa.
Subió los escalones de dos en dos hasta el primer piso e inmediatamente vio una lámpara de aceite sobre una de las mesas. Dafne estaba allí, de pie junto a la chimenea del comedor.
—¡Xavier! —gritó—. ¡Sabía que vendrías!
Corrió hacia él y se lanzó a sus brazos. En cuanto lo abrazó, lo besó en la boca.
Xavier forcejeó, intentando liberarse.
Y vio a Phillipa de pie en el umbral.
—Xavier... —pronunció con voz apenas audible.
Por fin se quitó a Dafne de encima.
—Espera, Phillipa. Esto no es lo que parece.
—Claro que es lo que parece —gritó Dafne con tono triunfante—. Nos estábamos besando.
—Cállate, Dafne —le espetó Xavier.
Ella volvió a apoderarse de su brazo.
—¿Es esta tu esposa, Xavier? —pronunció la palabra «esposa» como si le supiera a rancio—. ¿Querrás presentármela?
—No —le retiró la mano de la manga—. Márchate.
—Por supuesto, pero lo correcto sería que antes nos presentases.
—Ya nos conocemos —dijo Philippa entrando en la estancia, con una expresión que Xavier no supo interpretar.
—No es verdad —Dafne señaló su cicatriz—. Os aseguro que me habría acordado.
Aquello era una crueldad. Xavier se apresuró a intervenir.
Pero Phillipa se le adelantó y, para su sorpresa, su tono fue amable.
—Os aseguro que sí que nos conocemos —se cubrió el rostro con las manos, como si fuera una máscara—. Me teníais por amiga vuestra.
Dafne abrió mucho los ojos.
—¿Señorita cantante? Pero... pero vos simulabais ser otra persona.
—Yo no simulaba ser otra persona. Yo os decía durante todo el tiempo que deseaba proteger mi identidad —sonrió, triste—. Me temo que eso incluía no revelaros mi relación con Xavier.
—Fue una falta por vuestra parte —Dafne se volvió hacia él—. Xavier, ¿por qué no le dices que se marche? Debo verte a solas.
—Es mi esposa —le gustó decírselo—. No pienso pedirle que se vaya.
—Sé que no quieres ser duro con ella, Xavier —insistió Dafne—. Pero tiene que saber la verdad sobre lo que sentimos el uno por el otro, sobre el hecho de que te sintieras forzado a casarte con ella —tragó saliva, como si tuviera un nudo en la garganta—. Sobre el amor que nos tenemos los dos...
Phillipa dejó de mirarla para clavar la mirada en los ojos de su marido.
—¿Xavier? —pronunció en voz baja, sorprendentemente tranquila—. Si la quieres, yo no me interpondré.
Él la miró a su vez.
—Phillipa, no está diciendo más que tonterías...
—¡No digas eso! —Dafne alzó una octava la voz—. Tú me amas, Xavier. Me has amado durante años. Desde nuestro primer encuentro.
¿Estaría loca aquella mujer?
—Dafne —intentó hablarle con suavidad, como antes había hecho Phillipa—. Son muchos los hombres que vienen aquí que, según sospecho, están enamorados de ti. Pero yo no.
Lo miró confusa.
—Tú me deseas...
—Yo no te deseo, Dafne. Por favor, créeme —se volvió hacia Phillipa, temiendo que ella tampoco le creyera—. Phillipa, yo te amo a ti. Perdóname. Estaba furioso cuando antes te dije lo que te dije.
—Phillipa le sostuvo la mirada—. No hay nada que perdonar. Tenías razón. En parte, al menos.
Xavier se relajó por fin.
—Te quiero, Phillipa. Solo a ti.
Phillipa lo miraba fijamente, con las palabras «te quiero» resonando en sus oídos. No necesitaba escuchar nada más.
Pero él continuó hablando.
—Yo no le pedí a Dafne que viniera. Nada tengo que esconder respecto a ella. Tienes que creerme —y se volvió hacia lady Faville—. Déjanos de una vez, Dafne. Por favor.
A lady Faville le temblaba el labio inferior. En aquel momento, Phillipa no sentía más que piedad por ella.
—No puedes preferirla a ella —gritó—. ¡Es grotesco! Mientras que tú y yo formamos la pareja perfecta.
Sus palabras todavía tenían el poder de herirla.
A Xavier le brillaron los ojos.
—No toleraré que insultes a mi esposa. Esto acaba en este mismo momento, Dafne. Ya conseguiré que alguien te acompañe a casa, si quieres, pero debes irte ahora.
Lady Faville lo miraba afligida.
—Y será mejor que no vuelvas más —añadió él, suavizando su tono.
—No me marcharé de aquí. No hasta que no haya hablado contigo a solas.
—Entonces nos iremos nosotros —le puso a Phillipa una mano en la espalda y se inclinó para susurrarle al oído—: Tenemos que poner punto final a esta situación.
Ella asintió, más deseosa de quedarse a solas con él de lo que nunca podría estarlo lady Faville.
Se dirigieron a la puerta.
—¡No! —lady Faville dio un fuerte pisotón en el suelo. Inmediatamente sonó un ruido, como si hubiera derribado algo—. ¡No consentiré que me abandones!
Detrás de ellos, estalló un cristal. Los tres se giraron para descubrir un resplandor de llamas.
Había derribado la lámpara de aceite. El aceite se había inflamado y el fuego había prendido una cortina. Xavier corrió hacia ella y la arrancó.
Lady Faville soltó un chillido y empezó a retroceder, presa del pánico. El borde de su vestido estaba en llamas y se lo estaba sacudiendo, empeorando así las cosas.
—¡Detenla! —gritó Xavier, esforzándose frenéticamente por apagar la cortina ardiendo.
Phillipa la agarró y forcejeó con ella, hasta que la derribó y consiguió apagar las llamas de su vestido. Lady Faville no cesó de chillar durante todo el tiempo. Cuando Phillipa la soltó, la dama se levantó como pudo y salió corriendo.
—¡Busca ayuda! —gritó Xavier.
El fuego había prendido otra cortina. Y otra más. Phillipa corrió hacia una de ellas y la apagó. Batalló luego con la otra.
—¡Sal! —le ordenó él—. ¡No te quedes aquí!
—¡No! —era muy grande el fuego para que pudiese apagarlo una persona sola.
—¡Phillipa, vete de aquí! —gritó de nuevo.
—¡No! —agarró el mantel de una mesa e intentó apagar unas llamas con él. La tela se prendió y tuvo que recurrir a las manos. El humo le picaba los ojos. Le ardía la garganta. Era muy consciente de que las faldas de su propio vestido podían prenderse, pero la idea de dejar a Xavier solo con el fuego, arriesgándose a morir abrasado, le resultaba imposible de soportar.
—Phillipa, corre —le pidió con voz ronca—. Recoge tu música y vete. Podemos perder la casa.
¿Su música? ¿De qué le serviría su música si lo perdía?
Había un cubo de arena junto a la chimenea. Lo cargó como pudo y se puso a arrojar la arena a puñados, apagando una llama tras otra.
Pero la alfombra terminó prendiéndose.
—¡Ayúdame! —gritó Xavier, apartando los muebles.
Corrió hacia él y juntos enrollaron la alfombra, ahogando las llamas.
Oyeron entonces una voz procedente del umbral:
—¿Qué...? ¡Fuego! —era Cummings, que inmediatamente acudió en su ayuda.
—Márchate ahora, Phillipa —ordenó Xavier—. Ve a buscar más ayuda.
Esa vez sí obedeció. Corrió escaleras abajo, llamando a gritos a MacEvoy, que apareció procedente de las habitaciones del servicio de la planta baja.
—Huelo a humo —dijo.
Phillipa lo agarró de las solapas y lo empujó hacia las escaleras.
—Las habitaciones del primer piso. ¡Fuego!
MacEvoy subió corriendo las escaleras y ella bajó a la cocina, sobresaltando a la cocinera y a las criadas.
—¡Hay fuego en la primera planta!
—¡Fuego! —chilló una de las muchachas.
—¿Podéis salir a buscar ayuda? —miró a su alrededor—. ¿Dónde está Lacey?
Lacey entró en ese momento en la cocina.
La cocinera bajó la olla que tenía en las manos.
—Tenemos que abandonar la casa —se volvió hacia las criadas—. Adelantaos vosotras y buscad a hombres que nos ayuden.
Lacey agarró del brazo a Phillipa y la sacó del edificio.
Una vez en la calle, Phillipa empezó a toser.
Las criadas recabaron ayuda y las dos vieron cómo varios hombres entraban en la casa.
—¿Dónde está el señor Campion? —inquirió Lacey, sin soltarla.
Phillipa alzó la mirada a las ventanas del primer piso, imaginándoselo envuelto por las llamas.
—En el incendio —respondió.
Una hora después, Xavier y Phillipa estaban sentados ante la mesa de la cocina mientras la cocinera les untaba las manos con una pomada que, según les prometió, curaría en seguida las quemaduras. Las de él eran mucho peores que las de ella.
Xavier esbozó una mueca de dolor cuando la cocinera tocó la zona lastimada mientras se le vendaba. Phillipa sintió el dolor como si fuera propio.
—Tus pobres manos...
Él se encogió de hombros.
—Mejor unas pocas quemaduras que haber perdido la casa en el incendio. ¿Con qué cara habría mirado a Rhys y a tus hermanos si hubiese dejado que se incendiara la casa? O, peor aún: ¿y si el incendio se hubiera propagado a los otros edificios?
—Aun así no mereció la pena que arriesgaras tu vida —volvió a verlo rodeado por las llamas, renovado su terror.
Xavier sonrió.
—En realidad sí que la mereció. Siempre y cuando este haya sido todo el coste —se miró las manos.
La cocinera terminó de atar el último vendaje.
—Ya está, señor. Mantened el vendaje limpio y seco y os lo cambiaré mañana.
—Gracias. Me siento ya mejor —se levantó—. Pero ahora debemos irnos para dejaros trabajar.
Xavier cerró el Club de la Máscara. El comedor era la única zona dañada, y los daños afectaban sobre todo a la alfombra y las cortinas, pero el salón de juego olía mucho a humo, así como las habitaciones privadas y las del servicio, aunque en menor medida. Todas las ventanas del edificio estaban abiertas y había platos con carbón vegetal y vinagre por doquier. Aun así, tardaría días en volver a su estado normal.
Phillipa y Xavier subieron al comedor donde Cummings, MacEvoy y las criadas estaban fregando a fondo suelos, techos y paredes. La alfombra, las cortinas y toda la mantelería habían sido retiradas. Phillipa miró el pianoforte, que afortunadamente no parecía había sufrido ningún daño.
—¿Qué tal marchan los trabajos? —preguntó Xavier.
—Estamos haciendo grandes progresos —respondió MacEvoy de buen humor. Se volvió hacia los demás—. ¿Verdad?
Cummings gruñó, pero las criadas aprobaron a coro.
Las pobres criadas... Phillipa se compadeció de ellas. Era aquella una ardua tarea, pero le complació ver cómo la delicada pintura y las filigranas de estuco emergían de nuevo.
Subieron luego a los aposentos privados y Phillipa se resintió inmediatamente del frío que entraba por las ventanas abiertas. En el dormitorio, Lacey estaba ventilando la ropa. Les hizo una reverencia al verlos entrar.
—¿Y vuestras manos?
Phillipa alzó la suyas.
—Me pican todavía un poco, pero la pomada de la cocinera ha hecho maravillas.
—¿Y las vuestras, señor? —preguntó la joven a Xavier.
Le mostró las manos vendadas.
—La cocinera me ha dicho que curarán rápidamente si hago lo que dice.
—Entonces debéis hacerlo —le recordó Phillipa.
Se pusieron ropa limpia. Cuando terminaron de vestirse, Xavier se volvió hacia ella.
—No necesitamos quedarnos aquí. Tenemos una casa a la que ir. La cocinera pude prepararnos una cena para llevar y Lacey algo de ropa...
Minutos después estaban ya preparados, con una cesta de picnic y un pequeño baúl de viaje. Nada más abrir la puerta, se encontraron con el señor Everard, que se disponía a llamar.
—¡Oh! —exclamó, sobresaltado, y se apresuró a hacerles una reverencia—. Señor Campion. Milady. Me preguntaba si podríamos hablar unos minutos.
—¿Habéis visto a Dafne? —inquirió Xavier, haciéndose a un lado para dejarlo entrar—. ¿Resultó herida?
—Nada de importancia —respondió Everard—. Pero, como podréis imaginar, está muy afectada.
—No me extraña. Habría podido arder la calle entera —dijo Xavier.
—Me temo que ella sigue pensando únicamente en sí misma —explicó el señor Everard con una expresión de disculpa—. Yo venía, sin embargo, a examinar los daños sufridos y a informaros de que ella cubrirá los costes íntegros.
Xavier asintió.
—Tratadlo con MacEvoy. Está en el comedor. Por favor, incluid una generosa compensación a nombre suyo, de Cummings y de todo nuestro servicio. Ellos están cargando con la tarea más pesada de la limpieza.
El señor Everard bajó la mirada a las manos vendadas de Xavier.
—Estáis herido.
Xavier se encogió de hombros.
—Me curaré.
—Bueno —Everard se aclaró la garganta—. No os entretengo más. No sé cómo expresaros lo mucho que lamento... todo esto.
Xavier aceptó sus disculpas y el señor Everard se alejó hacia las escaleras.
—¡Everard! —lo llamó en el último momento.
Everard se detuvo.
—Aseguraos de que ella no vuelva por aquí. O que se acerque a mí en forma alguna. O a lady Phillipa.
—Lo haré, señor —continuó subiendo las escaleras.
—Una cosa más.
Se detuvo de nuevo.
—Ella debería marcharse.
Everard enarcó las cejas,
—Hablo en serio —pronunció Xavier con tono firme—. Debería marcharse al continente.
—Le haré la sugerencia.
Xavier y Phillipa abandonaron por fin la casa.
—¿Por qué has dicho que Daphne debería marchar al continente? —le preguntó ella, deteniéndolo.
—Por la misma razón por la que tus padres despacharon a tu padre a Europa —le tomó la mano, pero enseguida esbozó una mueca de dolor—. Dafne se ha expuesto al escándalo. Pero si ella está fuera, todo el mundo se olvidará.
Phillipa se colgó de su brazo.
—Supongo que el escándalo nos alcanzará también a nosotros. La gente ya está hablando.
—Pero será aún peor para ella. Estará sola.
Llegaron a Piccadilly y finalmente a Dover Street, a la casa que se convertiría en su hogar. Xavier bajó el baúl y echó mano al bolsillo en busca de la llave. El vendaje le dificultaba los movimientos.
—Déjame a mí —Phillipa bajó la cesta de comida.
Le ardían los dedos, pero metió la mano en el bolsillo de su chaqueta, un acto que se le antojó muy íntimo, muy de esposa. Lo cual le hizo sonreír. Con la llave en la mano, abrió la puerta.
Entraron. Acababa de echar el cerrojo cuando se volvió hacia Xavier. Le echó los brazos del cuello y lo abrazó con fuerza. Había estado a punto de perderlo. En el incendio. Y también por su propia locura.
—¡Estamos en casa, Xavier! —exclamó.
Era justo lo que había soñado de niña. Verdaderamente, Xavier se había fugado con ella para casarse: no a lomos de un caballo, sino en un coche de punto, y con destino a una casa en Dover Street, que no a un castillo... aunque él era y siempre sería su príncipe.
Se imaginó un crescendo de música, cada vez más alta y rápida.
—Cuando estoy contigo —la abrazó a su vez—, estoy en casa.
Era la perfecta nota final.
Epílogo
Londres, mayo de 1820
No había una gran multitud en el salón, pero aun así Phillipa tuvo que estirar el cuello para distinguir a su marido. Se encontraba al otro extremo de la estancia, hablando con su hermanastro Rhys, padre de John Rhysdale junior, el motivo de aquella celebración. Probablemente estarían hablando de negocios. De las máquinas de vapor de Rhys y de las tiendas de Xavier. Xavier era ya propietario de cinco y no podía estar más orgulloso de ellas.
Observar a Xavier era mil veces más placentero que escuchar la cháchara de su cuñada, que se había clavado al lado de Phillipa y no mostraba señales de querer moverse.
O de callarse.
—Es un bautizo maravilloso, ¿verdad? —comentó Adele por enésima vez—. Y nosotras hemos hecho unas madrinas excelentes. Estoy tan contenta de que sostuvieras tú el bebé, porque yo estaba tan nerviosa que seguro que se me habría caído al suelo...
Xavier había hecho ciertamente un excelente padrino, tan guapo con su nueva chaqueta, tan Adonis como siempre, como cuando acudió de uniforme a aquel baile de hacía ya tantos años en casa de lady Devine. Él le había asegurado que había estado espléndida, pero las viejas inseguridades no habían dejado de acosarla durante la ceremonia.
Se había acostumbrado a usar cosméticos para disimular la cicatriz, pero habría apostado las ganancias de toda una noche en el Club de la Máscara a que alguien en la iglesia debía de haber comentado lo increíble que resultaba que Xavier Campion se hubiera casado con Phillipa Westleigh: el Adonis con la desfigurada solterona. Tales comentarios no cesarían nunca.
Adele suspiró.
—Espero que el querido Ned y yo concibamos pronto. Es injusto que Celia haya tenido el primer bebé de la familia. Aunque tampoco es que se le pueda considerar un verdadero Westleigh, teniendo en cuenta que tuvieron que casarse después de concebir y que será mi bebé el que heredará el título familiar...
La atolondrada Adele no tenía ni idea de lo muy ofensivos que podían resultar sus comentarios.
Phillipa se llevó una mano al vientre. Su cuñada no tardaría en enterarse de la llegada de otro bebé a la familia, aunque por el momento era un delicioso secreto entre ella y Xavier.
Miró a Celia, la esposa de Rhys, que sostenía al diminuto John en sus brazos. ¿Qué se sentiría al sostener al hijo de Xavier? ¿Al saber que un ser vivo podía resultar de un acto de amor como el suyo?
Una carcajada femenina interrumpió el monólogo interior de Adele. Era la madre de Phillipa, del brazo del general Henson, que estaba conversando con el clérigo que había oficiado la ceremonia. Su madre era feliz, y solo por eso Phillipa estaba contenta.
Xavier la miró, sonrió y se dirigió hacia ella. Phillipa se ruborizó, tal y como le había ocurrido hacía ya tantos años, cuando lo vio atravesar la estancia con la intención de bailar con ella.
Al llegar a su lado, le hizo un guiño y se volvió hacia Adele.
—Disculpadme, lady Neddington, pero debo robaros a mi esposa.
Adele abrió la boca para responder, pero Xavier ya había tomado a Phillipa del brazo y se estaba alejando con ella.
—Me has rescatado una vez más —dijo Phillipa—. ¿A dónde me llevas?
—No lejos de aquí.
Era maravilloso sentir su mano firme sobre su brazo, tan cerca que podía aspirar su aroma, tan familiar. Las damas giraban la cabeza a su paso y Phillipa supuso que más de una estaría repitiendo la familiar letanía: «¿cómo es posible que un hombre así se haya casado con una mujer como ella?».
«Porque me ama», les respondió para sus adentros. «Esa es la razón».
Dos estancias habían sido convertidas en una, para acomodar a los invitados. Xavier la llevó al fondo, donde un violinista y un chelista preparaban sus instrumentos junto al pianoforte.
—¡Músicos! —exclamó Phillipa—. No sabía que Celia y Rhys hubieran contratado músicos.
—Pensé que esto podría interesarte —sonrió él.
—¿Seguro que no habrá baile también? —inquirió, aunque eso habría sido extraño en un bautizo.
—Desafortunadamente, no —respondió.
—¿Desafortunadamente?
La tomó de la cintura.
—Me encanta bailar contigo.
Las oportunidades que había tenido de bailar habían sido bien pocas. Solo un baile en otoño y ninguno todavía en aquella primavera.
—Ahora que ya ha acabado el duelo por el rey Jorge III, podremos volver a bailar —se encogió de hombros—. Si recibimos alguna invitación, esto es.
—Recibiremos invitaciones. ¿Te acuerdas de cuando bailamos juntos en casa de lady Devine? Fue justo antes de que me reincorporara a mi regimiento en Holanda.
—Me acuerdo —aquel baile lo había cambiado todo para ella.
Los músicos empezaron a afinar sus instrumentos. Sus discordantes sonidos eran un adecuado acompañamiento a sus recuerdos de aquella noche.
—Creo que nunca en mi vida disfruté tanto de un baile como aquel —continuó Xavier.
Se lo quedó mirando asombrada.
—¿Lo disfrutaste?
Pareció sorprendido de su reacción.
—¡Por supuesto! Llevaba fuera tanto tiempo, y mi permiso había sido tan breve, que todo el mundo me parecía extraño, como si fueran extranjeros. Como algunas de las jóvenes damas, a las que no conocía de nada. Hasta que te vi a ti, mi amiga querida de la infancia. Me sentí feliz de verte, y bailar contigo fue... —se interrumpió—. Fue algo muy especial.
—Pero mi madre te pidió que me sacaras.
—¿Tu madre? —frunció el ceño—. No recuerdo haber visto a tu madre hasta después, cuando me comentó que te marchabas a casa porque te sentías indispuesta. Y al día siguiente mi regimiento partía para Holanda, por lo que no pude visitarte para interesarme por tu salud.
—¿Mi madre no había arreglado contigo que me sacarías a bailar?
—Por supuesto que no.
De repente le flaquearon tanto las rodillas que habría caído al suelo si él no la hubiera estado sosteniendo. Y ella que durante todo el tiempo había pensado...
¡Cuánto habría cambiado su vida si hubiera sabido en aquel tiempo que Xavier la había elegido a ella!
Vio que señalaba con la cabeza al pianiste y a los otros dos músicos.
—Ya van a tocar.
La cabeza de Phillipa seguía dando vueltas. Fueron necesarios varios acordes para que reconociera la familiar melodía.
—¡Están tocando mi sonata!
Xavier se sonrió.
—Así se lo pedí yo.
Antes de Navidad, había vendido varias de sus piezas musicales a un editor. Las había visto a la venta en una tienda, pero nunca las había oído en una interpretación que no fuera la suya.
Miró a su alrededor, pero los invitados parecían totalmente ajenos a la música.
—Tengo ganas de anunciar a gritos que están tocando mi sonata.
—¿Puedo hacerlo yo? —se preparó como para hacerlo.
—No. Solo escucha.
El pianoforte dominaba por momentos, luego el violín y después el chelo. La composición había sido inspirada por los sonidos del salón de juego del Club de la Máscara. Le pareció especialmente adecuado que estuviera sonando aquella sonata en el bautizo del bebé de Rhys y de Celia. El Club de la Máscara había jugado un importante papel en su historia de amor.
Como también en la de Xavier y Phillipa.
Apoyó la cabeza en el hombro de Xavier mientras la música llenaba sus oídos y la felicidad su corazón.
—Haces una música muy bella, esposa mía —le susurró Xavier.
Si te ha gustado este libro, también te gustará esta apasionante historia que te atrapará desde la primera hasta la última página.
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