La joven enmascarada

El club de la máscara 02

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2014 Diane Perkins

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

La joven enmascarada, n.º 566 — diciembre 2014

Título original: A Marriage of Notoriety

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4903-7

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

A mi nueva nuera, Beth

Hermosa por dentro y por fuera

Y una maravillosa incorporación a nuestra familia

Nota de la autora

El argumento intemporal del cuento de La bella y la bestia a menudo ha reaparecido en las novelas románticas, así como en las películas El fantasma de la ópera, King Kong y muchas más. ¿Nos cansaremos alguna vez de esta historia? Yo la he tratado antes en otros libros. Me atrevo a decir que volveré a tratarla.

Parte del atractivo del argumento de La bella y la bestia consiste en su mensaje: la genuina belleza es lo que una es por dentro, y no por fuera. ¿Cuántas de nosotras nos miramos en el espejo y nos olvidamos de esta verdad mientras nos detenemos en cada defecto? ¿Con cuánta frecuencia miramos a las modelos de las revistas o a las famosas de la alfombra roja y nos sentimos como gnomos de jardín en comparación? ¿Y con qué ansia queremos todas ser amadas por lo que somos, y no por lo que aparentamos?

Yo he disfrutado explorando este tema una vez más y ofreciendo a mis protagonistas la oportunidad de descubrir que la belleza no es algo superficial.

Prólogo

Londres, primavera de 1814

—El señor Xavier Campion —anunció el mayordomo de lady Devine con su voz de barítono.

—¡Ha llegado Adonis! —exclamó una de las jóvenes damas que se hallaban de pie junto a Phillipa Westleigh. Las otras intercambiaron furtivas sonrisas.

Phillipa sabía muy bien a quién verían sus amigas cuando clavaran sus miradas en el umbral. Un joven alto y bellamente formado, de anchos hombros, estrecha cintura y miembros musculosos. Su cabello era tan oscuro como las teclas de ébano de un pianoforte y más largo de lo que dictaba la moda, un excelente marco para su rostro delgado, de fuerte ceño y boca sensual.

Las jóvenes damas llevaban toda la tarde en vilo por su culpa, preguntándose si asistiría o no al baile y si conseguirían que alguien se lo presentara. Había constituido el principal tema de conversación desde que lo descubrieron en la ópera la noche anterior.

—¡Es un verdadero Adonis! —había proclamado una. El nombre le cuadraba a la perfección.

Phillipa no había asistido a la ópera aquella noche, pero había sabido antes que todas ellas de su llegada a la capital. En ese momento, ella también clavó la mirada en el umbral.

Ataviado con la preceptiva casaca roja de la infantería de East Essex, Xavier Campion ofrecía un aspecto realmente magnífico de uniforme.

Sus brillantes ojos azules barrieron la sala hasta que se detuvieron en Phillipa. Sus labios dibujaron una sonrisa e inclinó la cabeza antes de girarse para saludar a lord y a lady Devine.

—¡Nos ha sonreído! —gritó una de las amigas de Phillipa.

No. Le había sonreído a ella.

Phillipa se ruborizó.

¿Se acordaba de ella? Habían sido amigos de infancia en Brighton durante los veranos, sobre todo el verano en que ella se cayó y se hirió en la cara.

La mano de Phillipa voló a su mejilla, allí donde la quebrada cicatriz le desfiguraba el rostro. Ni siquiera la ingeniosa pluma que su madre había insistido en añadir a su diadema podía esconderla.

Por supuesto que se acordaba de ella. ¿A cuántas muchachas desfiguradas por una cicatriz conocería el apuesto Xavier Campion?

Se giró hacia otro lado mientras las otras jóvenes reían y cuchicheaban entre sí. Oía sus voces, pero no habría sido capaz de repetir una sola palabra de lo que decían. Solo podía pensar en lo diferentes que habrían podido ser las cosas si su mejilla derecha no hubiera estado marcada por aquella roja cicatriz. Cómo deseaba que su cutis hubiera sido tan perfecto como el de sus amigas... En ese caso, solamente habría lucido una bonita cinta trenzada en el pelo en lugar de aquella estúpida diadema con su llamativa pluma. Ojalá, aunque solo fuera por una vez, pudiera mirarla Xavier Campion y juzgarla tan bella como bello era él.

De repente sus compañeras se quedaron calladas y oyó una voz masculina:

—¿Phillipa?

Se volvió.

Xavier estaba ante ella.

—Sabía que eras tú.

Quería decir que se había fijado en la cicatriz.

—¿Qué tal estás? Hacía años que no te veía.

Las otras jóvenes se la quedaron mirando con incrédula estupefacción.

—Hola Xavier —logró pronunciar, con la mirada baja—. Pero tú has estado en la guerra. Has estado fuera —se atrevió por fin a levantar los ojos hasta su rostro.

Su sonrisa hizo que le diera un vuelco el corazón.

—Es bueno estar de vuelta en Inglaterra.

Una de sus amigas se aclaró la garganta. Phillipa se llevó una mano a la mejilla.

—Oh —desvió la mirada a las hermosas jóvenes que la rodeaban. De repente resultó obvio el motivo por el cual se le había acercado—. Permíteme que te presente...

Una vez terminadas las presentaciones, las demás jóvenes lo rodearon para hacerle inteligentes preguntas sobre la guerra, dónde había estado y en qué batallas había intervenido.

Phillipa se retrajo. Había servido a su propósito. Al presentarlo, a partir de aquel momento Xavier podía pedir un baile a cualquiera de ellas. Se imaginó sus mentes trabajando, calculando... Xavier no era más que el hijo menor de un conde, pero su aspecto compensaba la pobreza de su título. Y tenía reputación de contar con buenos ingresos.

Sus amigas estaban sólidamente instaladas en el mercado matrimonial. Todas ellas esperaban conseguir el compromiso perfecto para el final de su primera Temporada en Londres. Las esperanzas de Phillipa eran mucho más modestas y ciertamente no incluían cazar al caballero más guapo y excitante del salón. Ni siquiera los caballeros normales y corrientes le prestaban la menor atención. ¿Por qué debería hacerlo Xavier Campion?

En Brighton, cuando no había sido más que una chiquilla alocada, había sido su compañero de juegos. Aunque algunos años mayor, Xavier había jugado con ella. Había llenado cubos de arena en la playa con ella y construido castillos. Se habían perseguido por el jardín del Pabellón y habían apretado sus caras contra los cristales, admirando la grandiosidad de su interior. A veces, en mitad de algún juego, se habían detenido para quedárselo mirando fijamente, extasiados ante su belleza. Muchas veces se había quedado dormida soñando con el día en que, cuando fuera mayor, Xavier aparecería montado en un corcel como un príncipe para llevársela a un romántico castillo.

Bueno, ella ya era adulta y la realidad era que ningún hombre querría a una joven dama con una cicatriz en la cara. Tenía dieciocho años y había llegado el momento de desterrar aquellas fantasías infantiles.

—¿Phillipa?

Su voz otra vez. Se volvió.

Xavier le tendía la mano.

—¿Me harías el honor de este baile?

Asintió incapaz de hablar, incapaz de dar crédito a sus oídos.

Sus amigas gimieron decepcionadas.

Xavier le tomó la mano y la llevó al salón de baile mientras la orquesta atacaba los primeros acordes de una melodía que Phillipa identificó fácilmente, al igual que reconocía todas las de los bailes a los que asistía.

—El Sin Par.

Muy adecuado. Xavier era efectivamente un hombre sin igual, sin par.

Empezó el baile.

Como si formaran parte de la música, sus pies fueron formando las figuras. De hecho, su paso era ligero como el aire; su corazón estaba rebosante de alegría.

Xavier le sonreía. La miraba. Directamente a los ojos.

—¿Qué has hecho desde la última vez que estuvimos jugando en la playa? —le preguntó él en un momento en que el baile los acercó.

Se separaron y ella tuvo que esperar a que el baile volviera a juntarlos para responder.

—He ido a la escuela.

La escuela había sido su experiencia más placentera. Habían sido muchas las compañeras que habían sido buenas y amables con ella y algunas se habían convertido en grandes amigas. Otras, sin embargo, se habían regodeado en su crueldad. Las hirientes palabras que le habían dirigido seguían grabadas en su memoria.

—Y has crecido —le sonrió.

—Eso no he podido evitarlo —maldijo para sus adentros. ¿No podía encontrar nada inteligente que decir?

Él se echó a reír.

—Ya lo he notado.

El baile volvió a separarlos, pero él no dejaba de mirarla. La música los conectaba: la alegría de la flauta, el canto del violín, la vibrante pasión del contrabajo. Phillipa sabía que no olvidaría una sola nota. Habría sido capaz de tocar la melodía al pianoforte de memoria, sin tener delante la partitura.

La música era felicidad. La felicidad de haber recuperado a su amigo de la infancia.

Recordaba con ternura al muchacho que había sido y se alegraba de ver al hombre que ahora era. Cada vez que su mano tocaba la suya, la música parecía elevarse y aquella antigua fantasía infantil sonaba como un insistente estribillo.

Pero al fin los músicos tocaron la última nota y Phillipa parpadeó como si hubiera despertado de un maravilloso sueño.

Él la acompañó de vuelta a donde habían estado hablando.

—¿Puedo traerte una copa de vino? —le ofreció.

Ya era hora de que se separara de ella, pero estaba sedienta después del baile.

—Gracias, pero solo si no es mucha molestia...

Un brillo divertido asomó a sus ojos.

—Tus deseos son un placer para mí.

Temblaba por dentro mientras lo veía alejarse.

Volvió rápidamente y le entregó la copa.

—Gracias —murmuró ella.

No mostrando inclinación alguna por alejarse, le dirigió corteses preguntas sobre la salud de sus padres y las actividades de sus hermanos, Ned y Hugh. Él le comentó que había coincidido con Hugh en España y ella le informó de que su hermano también había regresado sano y salvo de la guerra.

Mientras conversaban, una parte de ella se retrajo como para observarlo... y juzgarlo. Sus propias respuestas no exhibían el ingenio y el encanto en los que tanto destacaban sus amigas, pero eso a él no parecía importarle.

No supo durante cuánto tiempo estuvieron charlando. Habrían podido ser diez minutos o media hora, pero todo terminó en el momento en que la madre de Xavier se acercó a ellos.

—¿Cómo estás, Phillipa? —le preguntó lady Piermont.

—Muy bien, madame —Phillipa intercambió unas frases corteses con ella, pero la dama parecía impaciente.

Se volvió hacia su hijo:

—Tengo que requerir tu ayuda, Xavier. Hay alguien que desea hablar contigo.

Xavier lanzó a Phillipa una mirada de disculpa.

—Me temo que debo dejarte.

Le hizo una reverencia. Ella le respondió con otra.

Y se marchó.

No bien se hubo alejado Xavier, cuando su amiga Felicia se acercó corriendo a ella.

—¡Oh, Phillipa! ¡Qué excitante! Ha bailado contigo.

No pudo menos de sonreír. El placer de haber compartido aquel baile con él persistía como una canción que sonara una y otra vez en su cabeza. Temía perderlo hablando de ello.

—¡Quiero que me cuentes hasta el último detalle! —exclamó Felicia.

Pero justo en ese momento apareció su prometido para sacarla a bailar y ella se alejó sin volver a mirar siquiera a su amiga.

Otra de las antiguas compañeras de colegio de Phillipa se le acercó. Era una de las jóvenes damas que había presentado a Xavier.

—Qué amable ha sido el señor Campion al bailar contigo, ¿no te parece?

—Ciertamente —convino Phillipa, todavía en perfecta armonía con el mundo, pese a que aquella muchacha nunca había sido precisamente una amiga.

—Tu madre y lady Piermont concertaron ese baile —añadió, acercándosele—. Una jugada muy inteligente por su parte. Porque ahora quizá otros caballeros bailen contigo también.

—¿Mi madre? —Phillipa apretaba con fuerza el tallo de su copa.

—Eso es lo que he oído yo —la muchacha esbozó una sonrisa—. Las dos estuvieron hablando de ello mientras tú bailabas con él.

Phillipa oyó algo parecido a un estrépito de címbalos y se quedó de repente sin aire, tal y como le había ocurrido cuando se cayó en Brighton.

Servirse de los contactos familiares para arreglar un baile era precisamente el tipo de cosas que solía hacer su madre.

Casi podía escuchar su voz: «Baila con ella, Xavier, querido. Si bailas con ella, los demás caballeros también la sacarán».

—El señor Campion es un viejo amigo —logró responder a su antigua compañera de colegio.

—Ojalá tuviera yo ese tipo de amistades —la muchacha le hizo una reverencia y se alejó.

Phillipa se quedó donde estaba y se obligó a seguir bebiendo su vino con naturalidad. Cuando lo terminó, se dirigió a una mesa que había contra la pared y dejó allí la copa vacía.

Partió luego en busca de su madre, a la que encontró momentáneamente sola.

Le costaba mantener la compostura.

—Mamá, me ha entrado dolor de cabeza. Me marcho a casa.

—¡Phillipa! No —su madre parecía consternada—. No te vayas ahora, precisamente cuando el baile estaba marchando tan bien para ti...

«Gracias a tus ardides», pensó Phillipa.

—No puedo quedarme —tragó saliva, esforzándose desesperadamente por no llorar.

—No te hagas esto a ti misma —le recriminó su madre con los dientes apretados—. Quédate. Esta es una buena oportunidad para ti.

—Me marcho —Phillipa se giró para empezar a abrirse paso entre la multitud de gente.

Pero su madre la alcanzó en el vestíbulo y la agarró del brazo.

—¡Phillipa! No puedes marcharte sola y ni tu padre ni yo pensamos retirarnos cuando apenas está empezando la velada.

—Nuestra casa está a tres puertas de aquí. No me pasará nada porque regrese andando —se liberó del brazo de su madre. Recogió luego su capa de manos del criado que atendía el vestíbulo y no tardó en encontrarse en la calle, allí donde nadie podía verla.

Las lágrimas brotaron de golpe.

¡Qué humillante haberse convertido en una causa benéfica de Xavier Campion...! Había bailado con ella movido únicamente por la compasión. Había sido extremadamente estúpida por haber imaginado que podía tratarse de otra cosa.

Alzó la barbilla, que le temblaba, con gesto resuelto. No habría más bailes. Se habían acabado las esperanzas de atraer a un pretendiente. Estaba harta. La verdad de su situación estaba más que clara, por mucho que su madre se negara a verla.

Ningún caballero cortejaría a una dama con la cara marcada por una cicatriz.

Ciertamente no un Adonis.

Ciertamente no Xavier Campion.

Uno

Londres, agosto de 1819

—¡Basta! —Phillipa golpeó con la palma de la mano la mesa lateral de caoba.

La última vez que había experimentado una resolución tan feroz fue la noche en que, hacía ya cinco años, salió corriendo del baile de lady Devine y abandonó para siempre el mercado matrimonial.

Y pensar que había vuelto a dejarse enredar para bailar con Xavier Campion apenas unas semanas atrás, en el baile que había dado su madre. Una vez más, había vuelto a apiadarse de ella.

Sin duda que su madre había arreglado aquel segundo baile, al igual que el primero. Mayor razón para estar furiosa con ella.

Pero eso no importaba ahora. El asunto que tenía en ese momento en sus manos era la negativa de su madre a responder a sus preguntas. En vez de contestarlas, acababa de abandonar el salón toda enfurruñada.

Phillipa había exigido a su madre que le dijera a dónde habían ido sus hermanos y su padre. Los tres llevaban ya una semana entera ausentes de casa. Su madre había prohibido a los sirvientes que hablaran del asunto con ella, y ella misma se negaba a revelarle nada.

Ned y Hugh habían tenido una ruidosa discusión con su padre. Había tenido lugar a altas horas de la noche y había sido tan escandalosa que hasta había despertado a Phillipa.

—No tienes nada de qué preocuparte —había insistido su madre. Y no le había dicho nada más.

Pero si realmente no tenía nada de qué preocuparse... ¿por qué entonces no se lo contaba?

Ciertamente, aquellos últimos días los había pasado Phillipa encerrada con su pianoforte, absorbida por su última composición. La posibilidad de verter sus sentimientos en la música había sido como un regalo del cielo. La música le daba estímulo. Proporcionaba un significado a su vida.

Como conseguir la frase musical exacta de su última sonatina. Tan concentrada había estado en ella que no había dedicado a sus padres o a sus hermanos ni un solo pensamiento. A veces trabajaba con tanta fruición en su música que no los veía durante días seguidos. Hasta que finalmente un día se dio cuenta de que no estaban en casa. Eso en sí mismo no era tan inusual, pero la negativa de su madre a explicarle el motivo de su ausencia sí que lo era. ¿Dónde estarían? ¿Por qué su padre se había marchado de Londres cuando el parlamento seguía sesionando? ¿Por qué sus hermanos se habían ido con él?

Su madre se había limitado a decirle:

—Se han marchado por un negocio.

Un negocio, ciertamente. Un negocio muy extraño.

Toda aquella Temporada había sido muy extraña. Primero, tanto su madre como su hermano Ned habían insistido en que bajara a la capital, cuando ella habría preferido quedarse en el campo. Y luego la sorpresa que se había llevado en el baile que dio su madre...

Cuando volvió a ver a Xavier.

El propósito de aquel baile había constituido una sorpresa aún mayor. Se había celebrado en honor de una persona que ni siquiera había sabido que existía.

Quizá aquella persona pudiera explicárselo todo. Su aparición, el baile, la desaparición de su padre y de sus hermanos... todo aquello debía de estar relacionado de algún modo.

Le preguntaría a John Rhysdale.

No. Le exigiría a Rhysdale que le explicara lo que estaba pasando con su familia y qué papel estaba jugando él en todo ello... como hermanastro suyo e hijo ilegítimo que era de su padre.

Su parentesco con Rhysdale era otra cosa que su familia le había ocultado. Sus hermanos habían sabido de su existencia, aparentemente, pero nadie le había hablado de él ni explicado el motivo por el cual su madre había celebrado el baile. O la razón por la que sus padres lo habían presentado de repente en sociedad como miembro de la familia Westleigh.

Su madre le había encargado la tarea de redactar las invitaciones al baile, así que sabía dónde residía Rhysdale. Abandonó apresuradamente el salón, recogió guantes y sombrero y estuvo fuera en cuestión de segundos, caminando a paso decidido hacia Saint James Street.

Había conocido a Rhysdale la misma noche del baile. Imaginaba que sería de la edad de Ned, unos treinta. Se parecía también a sus hermanos, moreno y de ojos oscuros. Y a ella también, suponía, salvo en la cicatriz que le cruzaba la cara.

Honraba ciertamente a Rhysdale que no hubiera dedicado más que una fugaz mirada a esa cicatriz antes de mirarla directamente a los ojos. Había sido amable y caballeroso con ella. Nada había tenido Phillipa que objetar a su comportamiento, salvo las circunstancias de su origen.

Y su criterio a la hora de elegir a sus amigos.

¿Por qué Xavier Campion tenía que ser su amigo? Xavier, el hombre al que Phillipa pretendía evitar sobre todos los demás.

Se obligó a expulsar de su mente todo pensamiento sobre Xavier Campion para concentrarse en la furia que sentía contra su madre. ¿Cómo podía negarse a confiar en ella?

Phillipa arrastraba un exceso de sobreprotección maternal. Bien podía soportar un baile sin necesidad de bailar con nadie. O sobrellevar cualesquiera misteriosos asuntos que hubiesen provocado el extraño comportamiento de su familia. El simple hecho que luciera una fea cicatriz en el rostro no significaba que siguiera siendo una niña.

No era débil. Y se negaba a serlo.

Phillipa fue consciente de las miradas de los viandantes y se bajó el velo de redecilla que colgaba de su sombrero. Su madre insistía en prender velos como aquel en todos sus sombreros para así oscurecer su rostro y protegerla de aquellas miradas.

Abandonó Saint James Street para enfilar la calle en la que vivía Rhysdale. Cuando encontró la casa, dudó solo un instante antes de hacer sonar la aldaba.

Transcurrieron varios segundos. Iba a llamar de nuevo cuando se abrió la puerta. Un hombretón de gesto inexpresivo la miró de pies a cabeza y enarcó las cejas.

—Lady Phillipa desea ver al señor Rhysdale —dijo ella.

El hombre se hizo a un lado para dejarla entrar. Alzó luego un dedo, en señal de que aguardara, y desapareció escaleras arriba.

Las puertas que confluían en el vestíbulo estaban todas cerradas, y el vestíbulo mismo estaba tan desnudo de decoración que ofrecía un aspecto impersonal. Quizá fueran esos los gustos de un caballero soltero. Ella no podía saberlo: no tenía ni tendría nunca la experiencia suficiente para ello...

—Phillipa —pronunció una voz masculina desde lo alto de la escalera.

Alzó la mirada.

Pero no fue Rhysdale quien bajó la escalera. Fue Xavier.

Se acercó rápidamente a ella.

—¿Qué estás haciendo aquí, Phillipa? ¿Ha pasado algo malo?

Se obligó a no retroceder.

—Yo... yo he venido a hablar con Rhysdale.

—No está —miró a su alrededor—. ¿Estás sola?

Por supuesto que estaba sola. ¿Quién habría podido acompañarla? Su madre no. Su madre nunca habría hecho una visita social al hijo ilegítimo de su marido.

—Le esperaré, entonces. Se trata de un asunto de cierta importancia.

Él le señaló las escaleras.

—Vamos. Sentémonos en el salón.

Subieron a la primera planta, que se abría a una sala en la que supuso estaría el salón. Vio allí numerosas mesas y sillas.

—¿Qué es esto?

Xavier pareció un tanto consternado.

—Ya te lo explicaré después —y le indicó que subiera otro tramo de escalera, hasta el piso siguiente.

La hizo entrar en un salón cómodamente amueblado y señaló un sofá tapizado con una tela rojo brillante.

—Sentémonos. Pediré que nos traigan té.

Antes de que ella pudiera protestar, abandonó la habitación. El corazón le latía a tanta velocidad que le temblaban las manos cuando se quitó los guantes.

Aquello era ridículo. Se negaba a dejarse incomodar por él. Xavier no significaba nada para ella. Simplemente había sido un muchacho con el que había jugado de niña. Con gesto retador, se subió el velo sobre el ala del sombrero. Que viera su rostro.

Xavier regresó a la habitación.

—En seguida tomaremos el té —le dijo, sentándose en una silla cercana e inclinándose hacia ella—. No sé si Rhys volverá pronto. En realidad, ni siquiera sé si lo hará.

—¡No me digas que también ha desaparecido! —una vez más se preguntó por lo que estaba sucediendo.

Él le tocó una mano en un gesto reconfortante.

—No ha desaparecido. Eso te lo puedo asegurar.

—¿Dónde está? —exigió saber, retirando la mano.

—Pasa la mayor parte de los días con lady Gale —respondió.

—¿Lady Gale? —¿qué tenía que ver lady Gale con nada?

Lady Gale era la madrastra de Adele Gale, la jovencita de cabeza hueca con la que estaba comprometido su hermano Ned. Tanto Adele como lady Gale habían asistido como invitadas al baile que había dado su madre, con lo que Rhysdale podía haberlas conocido allí, pero... ¿acaso compartían una conexión más profunda?

Xavier frunció el ceño.

—¿No sabes lo de Rhysdale y lady Gale?

Phillipa alzó una mano en un gesto de frustración.

—¡Yo no sé nada! Es por eso por lo que estoy aquí. Mi padre y mis hermanos han desaparecido, mientras que mi madre no quiere decirme a dónde han ido ni por qué. He venido a preguntarle a Rhysdale dónde están, pero, según parece, he sido excluida de todo asunto familiar.

Llamaron a la puerta y entró un sirviente portando la bandeja del té. Mientras la dejaba sobre una mesita lateral, el hombre lanzó a Phillipa una mirada de curiosidad.

Por causa de la cicatriz, sin duda.

—Gracias, MacEvoy —le dijo Xavier.

El hombre hizo una reverencia y se retiró, pero no antes de lanzar a Phillipa otra mirada. Xavier levantó la tetera.

—¿Cómo tomas el té, Phillipa? ¿Todavía con mucho azúcar?

¿Se acordaba de eso? De niña había sido muy golosa. Pero eso había sido hacía mucho tiempo.

Se levantó.

—No quiero tomar té. He venido aquí en busca de respuestas. Estoy cansada, Xavier. No sé por qué todo el mundo me lo oculta todo. ¿Doy acaso la impresión de no soportar la adversidad? —se tocó la cicatriz—. De adversidades sé mucho. Pero mi padre... mi familia entera, según parece... no piensa lo mismo —lo miró—. Algo importante le ha pasado a mi familia... algo más aparte de la aparición de Rhysdale... ¿y nadie piensa decirme nada? ¡No puedo soportarlo! —se llevó las manos a las sientes por un momento, como recuperándose. Luego señaló la puerta—. ¿Qué lugar es este, Xavier? ¿Cómo es que mi hermano tiene una sala llena de mesas en el lugar donde debería estar el salón, y un salón en la planta de los dormitorios?

Xavier se quedó mirando fijamente a Phillipa mientras pensaba en lo que iba a decirle.

Prefería esa versión de Phillipa a aquella con la que tan recientemente se había encontrado en el baile de su madre. Aquella otra Phillipa apenas lo había mirado, apenas había hablado con él, y eso que había bailado dos veces con ella. Se había comportado como si él fuera un aborrecible forastero.

Su actual estado de agitación también lo inquietaba, sin embargo. Ya desde que eran niños, había detestado verla triste o preocupada. Le recordaba aquel verano en Brighton, cuando la preciosa chiquilla que había sido se había despertado de una caída para descubrir el largo corte que le cruzaba el rostro.

Admiraba a Phillipa por no cubrirse la cicatriz en aquel momento, por no mostrar vergüenza alguna por ella ni preocuparse por el aspecto que ofrecía a los demás. Además, su cutis estaba subido de color, de una manera muy atractiva, y su agitación excitaba su compasión.

Comprendía su malestar. A él le habría desagradado sobremanera que lo hubiesen dejado al margen de asuntos familiares de tanta envergadura.

Pero seguro que tenía que estar al tanto del arreglo al que había llegado Rhys con sus hermanos...

—¿No conoces este lugar? —barrió con un brazo la habitación.

—¿Es que no lo entiendes? —le brillaban los ojos—. Yo no sé nada.

—Esto es una casa de juego —toda la sociedad estaba al tanto de ello. ¿Por qué no Phillipa?—. El término correcto es «club de juego», para respetar la legalidad. ¿No has oído hablar del Club de la Máscara?

—No —su voz tenía un matiz indignado.

—Pues esto el es Club de la Máscara. Rhys es su propietario. Los clientes pueden entrar enmascarados para ocultar así sus identidades... siempre y cuando paguen sus deudas de juego, esto es. Si necesitan firmar pagarés, tienen que descubrirse. En cualquier caso, se trata de un establecimiento destinado a que tanto damas como caballeros puedan jugar a los naipes o a otros juegos. La reputación de las damas está a salvo, como puedes ver.

Phillipa miró a su alrededor con expresión incrédula.

—¿Esto es una casa de juego?

—Esta planta no. Estos son los aposentos privados de Rhys, pero últimamente no viene por aquí muy a menudo.

—Porque está con lady Gale —se llevó una mano a la frente.

Xavier asintió.

La conexión de Rhys con lady Gale debió haber sido comentada con detalle en la residencia Westleigh. Eso sí que podía contárselo.

—Siéntate, Phillipa. Tómate el té. Te lo explicaré todo.

Volvió a levantar la tetera, pero ella lo detuvo con un ligero toque de su mano.

—Yo lo serviré —tomó una taza y enarcó las cejas con gesto interrogante.

—Con un poco de leche. Y una cucharada de azúcar —dijo él.

Ella sirvió la taza y se la entregó.

—Explícate, Xavier. Por favor.

—Sobre lady Gale y Rhys... —empezó—. Al comienzo de la Temporada, lady Gale empezó a acudir enmascarada a este establecimiento...

—¿Es jugadora? —levantó su taza—. Nunca lo habría imaginado.

—Por necesidad —se encogió de hombros—. Necesitaba dinero. Acudía con tanta frecuencia que Rhys terminó haciendo amistad con ella. Al saber de sus apuros económicos, le ofreció pagarle por jugar.

—¿Pagarle? —inquirió con la taza en el aire, antes de que llegara a tocar sus labios.

Xavier esbozó una media sonrisa.

—Se enamoró de ella. No sabía su nombre, sin embargo. Ni ella sabía la relación que tenía él con tu familia.

La miraba expectante.

—¿Y?

—Se convirtieron en amantes —suspiró—. Y ahora ella está encinta. Se casarán tan pronto como hayan tramitado la licencia... y arreglado otros asuntos.

—Otros asuntos —frunció el ceño—. ¿El cortejo de Ned a la hijastra de lady Gale, quieres decir?

Xavier asintió.

—Y más cosas.

La noticia de la casa de juego de Rhys y su aventura con lady Gale apenas le había hecho pestañear. Seguro que estaba hecha de material lo suficientemente duro como para escuchar la historia entera.

Ella lo miró directamente a los ojos.

—¿Qué más cosas?

—¿Estás enterada del arreglo al que llegaron Ned y Hugh con Rhys?

Sacudió la cabeza.

—Dependo de que me lo cuentes tú todo, Xavier. Todo.

¿Cómo podía resistirse a su exigencia?

Desde que se hizo aquella herida, nunca había podido resistirse a nada que tuviera relación con Phillipa.

Se preguntó qué años habría tenido él cuando ella se hirió. ¿Doce? Ella unos siete. Jamás había olvidado aquel verano.

Cómo le había dolido ver a la pequeña tan herida, tan desgraciada...

Ojalá hubiera podido evitarlo.

Se había sentido en la obligación de alegrarla. Aquel verano había descubierto que uno debía siempre actuar, si podía. Y no retraerse.

Así que la había tomado bajo su responsabilidad y se había esforzado por alegrarla. Por animarla.

No era a él a quien correspondía informarle sobre los asuntos de su familia, pero... Apretó la mandíbula.

—El pasado mes de abril, Ned y Hugh fueron a ver a Rhys para pedirle que abriera una casa de juego. Se rascaron los bolsillos para financiarla, pero necesitaban que la dirigiera él.

—¿Le pidieron a Rhysdale que dirigiera una casa de juego en su nombre? —preguntó, incrédula.

Xavier bebió un sorbo de té.

—Por pura desesperación. Tu familia se encontraba en una situación económica muy apurada. ¿Lo sabías?

Phillipa negó con la cabeza.

A esas alturas, bien podía contárselo todo.

—La afición de tu padre al juego y... a las francachelas colocó a tu familia al borde de la ruina. Tú, tu madre, todos aquellos que dependían del patrimonio Westleigh para vivir habrían sufrido terriblemente si no se hubiera hecho nada.

Phillipa abrió mucho los ojos.

—No tenía ni idea.

—Por eso concibieron Ned y Hugh el proyecto de una casa de juego. Rhys aceptó regentarla, aunque tu padre no le había dado motivo alguno para que sintiera un mínimo de lealtad a la familia. Además de exigir la mitad de los beneficios, Rhys planteó como condición que tu padre lo reconociera públicamente como hijo natural.

—De ahí el baile que dio mi madre...

—Efectivamente —aquel baile había formado parte del pago de Rhys—. El plan funcionó perfectamente. El éxito del Club de la Máscara rebasó todas las expectativas. Tu familia se salvó de la ruina.

Phillipa lo miró con desconfianza.

—Pero si todo fue tan bien... ¿dónde están mi padre y mis hermanos?

—Se marcharon a Europa. A Bruselas —se preguntó si debería contarle aquella última parte—. Phillipa, ¿tú estás muy encariñada con tu padre?

Se echó a reír.

—Yo diría que no —desvió la mirada, con expresión triste—. Cada vez que me cruzo con él, es como si no me viera. O no quisiera verme.

A Xavier se le desgarró el corazón.

—Tu padre le causó problemas a Rhys, me temo. Detestaba que Rhys se hubiera convertido en el salvador de la familia —pensó que no necesitaba conocer los detalles—. Basta con que te diga que tu padre lo desafió a duelo...

—¡A duelo! —exclamó consternada.

—Un duelo que no llegó a tener lugar —le aseguró él—. Tus hermanos hicieron causa común con Rhys y obligaron a tu padre a renunciar al control del dinero y las propiedades de la familia a favor de Ned —o eso o lo avergonzaban públicamente—. Le ofrecieron una generosa pensión, pero a condición de que se trasladara a Europa. Tus hermanos viajaron con él para asegurarse de que llegara a su destino y cumpliera su palabra. Está previsto que se quede allí. Ya no volverá.

—¿Se ha ido? ¿Para siempre? —se quedó pálida, lo que hizo aún más visible la cicatriz de su mejilla—. No tenía la menor noción de nada de esto...

Temió que se desmayara y se levantó de la silla para sentarse a su lado en el sofá, pasándole un brazo por los hombros.

—Sé que esto es un verdadero golpe para ti.

Recordó las veces que la había abrazado de pequeña, cuando se ponía a llorar diciendo que era fea. A él nunca le había parecido fea. Y ciertamente tampoco se lo parecía en aquel momento, aunque la vista de su rostro a medias bello y a medias desfigurado seguía provocándole un doloroso nudo en las entrañas.

Recuperándose rápidamente, Phillipa se apartó de él.

—¿Cómo he podido ser tan ingenua? ¿Cómo es que no llegué a sospechar nada?

—No es culpa tuya, Phillipa. Estoy seguro de que querían protegerte.

—¡Yo no necesito su protección! —le espetó. Lo miraba como si fuera él el objeto de su furia—. No necesito que me compadezcan.

Admiró sus esfuerzos por permanecer fuerte. Vio que recogía sus guantes y se levantaba.

—Debo marcharme.

Él también se levantó.

Lo fulminó con la mirada.

—Soy perfectamente capaz de caminar sola unas cuantas calles.

—Yo solo pretendía... —no sabía cómo ayudarla.

Finalmente Phillipa soltó un suspiro y se disculpó:

—Perdóname, Xavier. Es injusto por mi parte que me enfurezca contigo cuando has sido tú quien me ha puesto al tanto de lo sucedido con mi familia —se puso los guantes—. Pero de verdad que no hay necesidad de que me acompañes a casa. No soy una damisela necesitada de carabina.

—Si ese es tu deseo... —le abrió la puerta y empezó a bajar con ella las escaleras.

Phillipa se detuvo en el rellano del primer piso y señaló una puerta medio cerrada.

—¿Es ese el salón de juego?

—Sí —abrió la puerta del todo—. Allá puedes ver las mesas de naipes y las de faro, azar y rouge et noir.

Se asomó, pero no hizo comentario alguno. Mientras continuaban bajando las escaleras, le preguntó:

—¿Cómo es que estás tú aquí, Xavier?

—Ayudo a Rhys —se encogió de hombros—. Como amigo mío que es.

Era útil a Rhys. Gracias a su atractivo físico, los hombres lo desdeñaban y las mujeres se dejaban distraer por él. Eso le permitía ver más que cualquiera de los dos sexos imaginaba que veía y, a cambio de eso, Rhys le pagaba una parte de los beneficios.

—¿Tú también tienes el hábito del juego? —le preguntó ella.

—No —respondió, aunque antaño había tenido que probarse a sí mismo en la mesa de naipes—. Últimamente juego menos y observo más.

Llegaron al vestíbulo y Xavier la acompañó hasta la puerta. Cuando descorrió el cerrojo y la abrió, ella se bajó el velo de redecilla para volver a cubrirse la cara.

El gesto le desgarró el corazón. Abrió la boca para ofrecerse de nuevo a acompañarla.

Pero ella alzó una mano.

—Prefiero estar sola, Xavier. Por favor, respeta eso.

Xavier asintió.

—Que tengas un buen día —se despidió ella con tono formal y se marchó.

Xavier fue a buscar su sombrero y permaneció acechando en la puerta, a la espera de verla doblar la esquina de la calle. Cuando lo hizo, salió con la intención de seguirla a cierta distancia, solo en caso de que requiriera ayuda de algún tipo. No la perdió de vista hasta que entró sana y salva en su casa.

Era una costumbre que tenía, la de cuidarla. Una costumbre que había practicado una y otra vez durante aquel lejano verano en Brighton, cuando empezó por primera vez a sentirse responsable de ella.

Dos

Phillipa caminó a paso enérgico de regreso a casa de su familia. La cabeza le hervía de pensamientos caóticos. La casa de juego de Rhysdale. El vergonzoso comportamiento de su padre.

Xavier.

No había esperado ver a Xavier. El rostro le ardía de vergüenza solo de pensar que había sido él quien le había puesto al tanto de los problemas de su familia.

De la vergüenza de su familia, más bien. ¿Cómo podía tener un padre así? ¿Qué pensaría Xavier de él? ¿O de ellos?

¿O de ella?

Apretó el paso. ¿Cómo había podido ser tan insensible? Su familia había estado al borde de la ruina y ella no había tenido la menor idea. Debió haber sospechado que algo marchaba mal. Debió haberse dado cuenta de lo extraño que había sido que su padre diera un baile en honor de alguien, y más tratándose de un hijo natural.

Ver a Xavier allí la había distraído.

Pero no, era injusto culpar a Xavier. O a su familia, incluso.

La culpable era ella. Se había aislado deliberadamente de todo, sumergiéndose en su música para no pensar que estaba en Londres, para no pensar en aquella primera Temporada, en aquel primer baile con Xavier, ni en que había vuelto a bailar con él años después...

En lugar de ello, se había concentrado únicamente en su nueva composición. Con aquella música, había intentado recrear su juvenil sentimiento de alegría y el desesperado choque con la realidad. Y había reflejado en la melodía un sentimiento agridulce: el que había experimentado cuando volvió a bailar con él.

Su mente había estado absolutamente distraída con Xavier, tanto que no había dedicado un solo pensamiento a su familia. De hecho, se había molestado cada vez que su madre había insistido en que recibiera visitas matutinas, incluidas las de lady Gale y su hijastra. Le sorprendía incluso haber prestado la suficiente atención como para enterarse del compromiso de Ned con la ingenua Adele. La muchacha le recordaba a sus amigas de colegio y aquella primera Temporada en la que todas habían sido tan ilusas e inocentes...

Phillipa no había prestado atención alguna a su padre, aunque tampoco él se la había prestado a ella. Hacía mucho tiempo que había aprendido a despreocuparse de lo que hacía o pensaba su padre, pero... ¿cómo había podido ser tan egoísta como para jugarse el dinero de la familia? No lo echaría de menos. Sería un alivio no tener que soportar sus desplantes.

Phillipa entró en la casa y subió las escaleras hasta su sala de música. Se quitó sombrero y guantes y se sentó ante el pianoforte. Sus dedos presionaron las teclas de marfil, buscando la expresión exacta de los sentimientos que vibraban en su interior. Pero lo que produjo fue un sonido discordante, un caos desagradable a los oídos. Se levantó de nuevo y se acercó a la ventana para quedarse mirando el pequeño jardín que se extendía detrás de la casa. Un gato atigrado y amarillo caminaba por la cornisa del muro, perfectamente seguro sobre sus patas, sin ningún temor.

Sus poco armoniosas notas resonaron en sus oídos. Al contrario que el gato, ella no se sentía segura. Tenía miedo.

Durante años se había estado engañando a sí misma, diciéndose que la vida era para ella el estudio de la música. Tocar el pianoforte y componer melodías proporcionaba sentido a su vida y la mantenía ocupada. Aunque anhelaba tocar su música en público o verla publicada para que la tocaran otros, ¿qué esperanza podía tener de conseguir eso? Ninguna dama querría dar una velada musical con una pianista desfigurada. Y ningún editor de música tendría por una compositora seria a la hija de un conde.

Y había una verdad todavía más brutal. Ella se escondía detrás de su música. Y lo hacía con tanta fruición que a veces hasta había echado de menos los dramas de su familia. La vida se desarrollaba al otro lado de las paredes de su sala de música y ella se empeñaba en ignorarla.

Necesita reincorporarse a la vida.

Giró sobre sus talones y abandonó apresurada la habitación, asustando a una de las doncellas al pasar corriendo a su lado. ¿Cómo se llamaba la muchacha? ¿En qué momento había dejado de ver incluso a la gente que la rodeaba?

—Perdón, señorita —la chica se esforzó por hacerle una reverencia, pese a que estaba cargando una montaña de ropa.

—No me pidas perdón —repuso Phillipa—. Soy yo la que te he asustado —se disponía a pasar de largo cuando se volvió de nuevo—. Disculpa, pero no sé tu nombre.

La muchacha pareció sobresaltarse aún más.

—Ivey, señorita. Sally Ivey.

—Ivey —repitió Phillipa—. Lo recordaré.

La doncella volvió a hacerle una reverencia y se alejó apresurada por el pasillo.

Phillipa llegó a las escaleras y las subió con rapidez. Pasó de largo por la planta de las doncellas y continuó hasta el ático, donde un ventanuco dejaba pasar algo de luz. Abrió uno de los baúles y rebuscó en vano en su interior. En el tercero, sin embargo, encontró lo que buscaba. Una máscara femenina, la misma que le había hecho su madre para que asistiera a la mascarada de los jardines Vauxhall, durante su primera Temporada. Había sido especialmente diseñada para ocultar su cicatriz.

Nunca la había llevado.

Hasta ahora.

Porque había decidido que su primer paso en su proceso de abrazar la vida y superar sus miedos era hacer lo mismo que había hecho lady Gale. Esperaría a la noche. Saldría entonces y pondría rumbo a Saint James Street.

Acudiría al Club de la Máscara. Si lady Gale considerada aceptable visitarlo, ella también. Se pondría la máscara y entraría en el salón de juego. Jugaría a los naipes, al azar y al faro, y vería con sus propios ojos qué tipo de inversión habían hecho Ned y Hugh en las capacidades de Rhysdale.

Él estaría allí, por supuesto, pero eso no tendría ninguna consecuencia. Porque no llegaría a reconocerla.

No la reconocería nadie.

Aquella noche Phillipa subió los escalones del portal de la casa de Rhysdale. Ninguna algarabía de juerga se oía desde la calle y no había señal alguna de los jugadores que estaban dentro, y, sin embargo, percibió inmediatamente un aroma, un clima distinto al que había reinado en aquel mismo edificio apenas unas horas antes.

Hizo sonar la aldaba y el mismo taciturno sirviente le abrió la puerta.

—Buenas noches, señor —entró en el vestíbulo y se quitó su capa con capucha. Esa vez no necesitó esconderse la cara con el velo: su máscara servía a ese propósito.

El criado no mostró indicio alguno de reconocerla, con lo que Phillipa disimuló un suspiro de alivio. La máscara estaba funcionando.

Le entregó la capa.

—¿Qué debo hacer ahora? Es la primera vez que vengo.

—Esperad aquí un momento. Os llevaré a donde está el cajero.

La aldaba resonó justo en el momento en que se retiraba, pero volvió rápidamente para abrir la puerta. Entraron dos caballeros que lo saludaron con efusión.

—¡Buenas noches, Cummings! Espero se encuentre usted bien.

Cummings se hizo cargo de sus guantes y sombreros e hizo un gesto a Phillipa.

—Seguidlos, por favor, madame.

Los caballeros la miraron y enarcaron las cejas con interés. Toda una novedad. Sin la máscara, la mayoría de los hombres se apresuraban a apartar la mirada.

—¿Es esta vuestra primera vez, madame? —le preguntó uno de ellos con tono cortés.

—Así es —se obligó a sonreír.

El otro caballero le ofreció su brazo.

—Entonces será un placer escoltaros hasta el cajero.

Pensó que era así como la tratarían si no estuviera desfigurada. Con placer, no con compasión.

Resultó otra novedad, también, el gesto de aceptar el brazo de un desconocido cuando había sido educada en tratar a los caballeros solamente después de la preceptiva presentación. ¿Pensarían de ella que era una casquivana? ¿O acaso ese gesto no tendría ninguna importancia? Porque aquel caballero nunca la reconocería.

Ya había desafiado las convenciones de la buena sociedad saliendo a caminar sola por las calles de noche. Se había subido la capucha de la capa y había caminado a paso ligero, ignorando a los demás viandantes. Las farolas de gas le habían iluminado el camino y las calles habían estado todavía lo suficientemente frecuentadas como para que se sintiera a salvo.

Después de haber hecho aquello, aceptar el brazo de un desconocido le parecía una nadería.

Los dos caballeros la escoltaron hasta una de las habitaciones que aquel mismo día, algunas horas antes, habían quedado ocultas detrás de las puertas cerradas. Se hallaba en la parte trasera de la casa y, a juzgar por las estanterías que cubrían una de las paredes, debía de haber sido la biblioteca. Aparte de unos cuantos libros en los estantes, la habitación estaba tan escasamente decorada como el vestíbulo. Un gran escritorio la dominaba. Y detrás se hallaba sentado el mismo hombre que antes le había servido el té.

—MacEvoy —dijo unos de los caballeros—. Le traemos una dama nueva. Es su primera vez.

MacEvoy la miró directamente a los ojos.

—Buenas noches, madame. ¿Me permitís que os explique cómo funciona el Club de la Máscara?

Le habló del coste de la matrícula y le explicó que él estaba allí para cambiar su dinero por fichas para usar en el salón de juego. Podría cambiar tantas fichas como gustara pero, si perdía más de lo que poseía, debería revelar su identidad.

Era una manera de proteger a los clientes. Así unos sabrían quién les debía dinero, mientras que aquellos que quisieran proteger su identidad no se atreverían a apostar más de lo que poseían.

—Os acompañaremos al salón de juego, madame —se ofreció uno de los caballeros.

—Sois muy amables —conocía ya el camino, pero no quería que ellos se dieran cuenta.

Cuando entraron en la habitación, vio que parecía como transformada: todo un despliegue de colores y sonidos.

La cadencia del rodar de los dados, el murmullo de las voces y el susurro de los naipes al ser barajados se mezclaban en una extraña sinfonía. Todos aquellos sonidos... ¿podrían recrearse en música? ¿Qué instrumentos se requerirían para ello? ¿Trompas? ¿Tambores? ¿Castañuelas?

—Madame, ¿os apetece jugar a los naipes con nosotros? —uno de los caballeros que la habían acompañado la sacó de sus reflexiones.

Negó con la cabeza.

—Ya me habéis asistido lo suficiente, señores. Os doy las gracias a ambos.

Se despidieron con una reverencia y Phillipa se alejó de ellos. Se dedicó a contemplar a la multitud mientras se dirigía hacia la mesa de azar. Para su inmenso alivio, no vio a Xavier. Una preciosa joven hacía de croupier en la mesa de azar, lo cual la sorprendió. No se había imaginado a mujeres contratadas para hacer ese trabajo. Conocía las reglas del juego de azar, pero se le antojaba insulso apostar dinero a la suerte de los dados. Observó el juego, más interesada en los rostros de los jugadores que en las apuestas que hacían. Varios de los croupiers eran mujeres. La mayoría de las mujeres que jugaban llevaban máscara, pero las había que no: se preguntó quiénes serían y por qué se mostrarían tan descuidadas con su reputación. Quizá fueran actrices. Bailarines de ópera. Mujeres que no se escondían de la vida.

Ciertamente parecían muchísimas las fichas que circulaban en aquel salón. Aquellos que ganaban prorrumpían en exclamaciones de deleite, mientras que los perdedores gruñían y se desesperaban. Los sonidos de felicidad se yuxtaponían a los de desesperación. Jamás había escuchado nada parecido.

Distinguió a Rhysdale. Caminaba entre las mesas observando, deteniéndose para hablar con tal o cual persona. Vio que se acercaba a ella y el corazón se le aceleró. La miró de frente, saludándola con la cabeza antes de pasar de largo. Se sonrió. No la había reconocido.

Se acercó a la mesa de faro. Si el juego de azar se le antojaba insulso, el faro resultaba ridículo. Se apostaba contra la banca. Si el jugador apostaba a la carta que descubría primero el croupier, perdía él y ganaba la banca. Si apostaba a la segunda carta que descubría el croupier y acertaba, ganaba el doble.

Aun así, debía jugar. Si se limitaba a mirar el juego despertaría sospechas.

Reprimió una risita. En sociedad, la gente la trataba como si no existiera. Allí, por el contario, casi tenía miedo de que se fijaran en ella.

Jugó al faro y poco a poco fue absorbiendo el espíritu del juego. Gritaba de alegría cuando ganaba y gruñía al perder, al igual que los demás clientes. Era una más en aquella multitud. Incluso su vestido verde oscuro se confundía con el verde del tapete como si formara parte de la decoración de rojos, verdes y dorados del local. Sentía su anonimato como una especie de manto envolvente. Un manto que la protegía tan bien que hasta se olvidó de que, además de Rhysdale, había alguien en el club que podía reconocerla.

Xavier apaciguó a algunos clientes soliviantados y disuadió algunas apuestas demasiado arriesgadas mientras desempeñaba las tareas de siempre en el Club de la Máscara. Sus pensamientos, sin embargo, seguían derivando inevitablemente a la entrevista de aquella tarde.

¿Debería haber remitido a Phillipa a Rhys? ¿Debería haber dejado en manos de Rhys la responsabilidad de revelarle o no lo ocurrido con su padre, y todo lo relativo a la casa de juegos?

No. Por las venas de Rhys podía correr la misma sangre que por las de Phillipa, pero ella era una extraña para él. Xavier, en cambio, la conocía desde siempre, desde antes incluso de sufrir la herida. Antaño habían estado muy unidos. Su herida los había unido, en cierta forma.

O al menos lo había unido a él a ella.

Se había equivocado al descuidarla desde que terminó la guerra. Debió haberla buscado antes de que ocurriera aquello. Debió haberse asegurado de que gozaba de una buena salud y de un buen ánimo. Quizá fuera por eso por lo que ella se había mostrado tan fría con él en el baile.

Quizá debería visitarla pronto. Ver cómo estaba sobrellevando lo que le había revelado aquella misma tarde.

Satisfecho con aquella decisión, se dedicó a pasear por la habitación contemplando a los jugadores y a los croupiers, alerta a cualquier problema que pudiera surgir. La mayoría de los jugadores que habían acudido aquella noche eran clientes regulares. Incluso los enmascarados le resultaban familiares, aunque había algunos cuyas identidades no había descubierto todavía.

Una cliente nueva llamó su atención. No la había visto llegar y no sabía en qué fiesta había podido conocerla, pero había algo en ella que...

Lucía un lujoso vestido de color verde oscuro. El brillo de su ropa captaba la luz de las arañas transformando lo que era un sobrio estilo en algo mucho más elegante. ¿Quién sería? ¿Y cómo era que había ido allí?

Continuó observándola. Cada vez más intrigado.

Frunciendo el ceño, se fue acercando a ella. Claro que la conocía.

Se quedó al otro lado de la mesa de faro, frente a ella, esperando a que el rompecabezas se resolviera por sí solo. Ella alzó los ojos y le sostuvo la mirada solo por un instante. Se apresuró a desviar la vista.

Xavier rodeó la mesa y se inclinó para susurrarle al oído:

—¿Podría hablar un momento con vos, señorita?

Ella inclinó la cabeza y se dejó guiar fuera de la sala.

La llevó a un rincón retirado del pasillo y la acorraló contra la pared.

—¿Qué diantre estás haciendo aquí, Phillipa?

Lo fulminó con la mirada.

—¿Cómo has sabido que era yo?

¿Que cómo lo había sabido? La postura de sus hombros. La manera que tenía de alzar la barbilla.

—No ha sido tan difícil.

—Rhysdale no me reconoció —volvió a alzar la barbilla.

—Él no te conoce tan bien como yo —pero no pensaba dejar que cambiara de tema—. ¿A qué has venido?

—A jugar —se encogió de hombros—. ¿A qué si no?

—¿Quién ha venido contigo? —sus hermanos estaban fuera. Si no lo hubieran estado, habrían tenido que responder ante él por haber llevado a su hermana allí.

—Nadie —respondió.

—¿Nadie? —no podía haber ido sola—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

Le lanzó una mirada desafiante.

—Caminando.

—¿Caminando? ¿Sola?

—Sí, sola.

La agarró del brazo.

—¿Has perdido el juicio? No puedes caminar sola de noche.

—Solo son unas cuantas calles —continuaba mirándolo a los ojos—. Además, Ned y Hugh me enseñaron a defenderme —se levantó la falda lo suficiente para mostrarle la daga que llevaba atada a la pantorrilla.

Como si tuviera tiempo de sacarla en caso de que algún maleante se le acercara... O como si el maleante no tuviera la menor dificultad en arrebatársela, caso de que lo hiciera.

—Ya. Y con eso te sientes segura —pronunció con sarcasmo.

—Había mucha gente en la calle y todo Piccadilly estaba iluminado. Ha sido como caminar a plena luz del día.

Lo dudaba. Como también dudaba que hubiera acudido allí solamente a jugar.

—Vamos —le dijo—. Hablemos en el comedor.

En el comedor había un bufé de comidas que también servía vino y licores. Diseñado al estilo de Robert Adam, la decoración era ligera y alegre, el polo opuesto al salón de juego con sus colores oscuros. Las sillas y mesas, cubiertas con mantelería blanca, estaban dispuestas para favorecer la conversación. Contra toda una pared había la gran mesa del bufé con una gran variedad de carnes frías, quesos, tartas y compotas.

Los clientes podían servirse ellos mismos y sentarse en las mesas. Los criados se encargaban de servirles las bebidas.

Xavier imaginaba que, para Phillipa, aquel comedor debía de ser un bienvenido respiro después de las fuertes emociones que debía de haber experimentado en el salón de juego.

—Siéntate. Te traeré algo de comer —la llevó a una mesa apartada de la escasa clientela que había en la sala y se dirigió luego al bufé.

Para su consternación vio allí a Rhys, charlando con algunos caballeros sentados no muy lejos del pianoforte blanco de la esquina.

Xavier se volvió para mirar a Phillipa, cuya postura se había vuelto repentinamente tensa. Ella también había visto a su hermanastro.

Rhys se disculpó para acercarse a Xavier.

—He visto que tenemos una nueva cliente —se plantó frente a su amigo, de espaldas a ella—. ¿Qué le pasa? No parece deseosa de arrojarse a tus pies, como cualquier otra mujer.

La apostura y atractivo de Xavier no podían importarle menos a Rhys. De hecho él era la única persona, aparte de su familia, que se permitía hacerle aquella clase de comentarios. Pero Rhys no era ningún estúpido. Sabía que su amigo atraía constantemente a las mujeres.

Xavier eludió la pregunta.

—Estoy seguro de que ha venido simplemente a jugar. No es de las que causan problemas.

Rhys se echó a reír.

—Y yo que creía que por fin habías encontrado a la pareja de tu vida...

Xavier sacudió la cabeza. De repente Rhys le puso una mano en el brazo.

—Tengo que pedirte un favor.

Durante la guerra, Rhys le había salvado la vida dos veces. En Badajoz y en Quatre Bras. Xavier habría hecho lo mismo por él.

—¿De qué se trata?

Rhys miró a su alrededor.

—¿Querrás hacerte cargo del club por unos días? Los caballeros con quienes he estado conversando tienen una inversión que podría interesarme, pero que requeriría un viaje de varios días para que pudiera informarme bien.

—Ciertamente —aceptó Xavier—. ¿Qué clase de inversión?

—Máquinas de vapor.

—¿Máquinas de vapor? —¿las mismas que habían provocado tantos motines y malestar en la industria textil?

—Se trata de difundir su uso. Hacerlas más pequeñas. La maquinaria de vapor conseguirá grandes logros, ya lo verás.

Rhys estaba buscando ya otra manera de hacerse rico aparte de la casa de juego. Él nunca había tenido intención de hacer del juego su vida.

El juego y la milicia lo habían capacitado para sobrevivir después de que su madre muriera y lord Westleigh lo abandonara en las calles. Xavier, por el contrario, había crecido entre lujos y rodeado del cariño de sus padres y de sus hermanos. Eran amigos singulares, muy diferentes entre sí.

Xavier asintió.

—Si lo consideras una buena inversión, resérvame algunas acciones en ella.

Rhys se inclinó hacia él.

—Si es la clase de inversión que espero, podría proponerte que dirigieras la casa de juego en solitario.

¿Dirigir la casa de juego? Xavier lo haría encantado. Disfrutaba haciendo lo que nadie esperaba de él. Casi todo el mundo que lo había conocido había esperado que terminaría llevando una vida regalada, fiado de su atractivo, pero eso era lo último que pretendía hacer. Había demostrado de sobra su talento, su astucia, su fortaleza. Su fuerza de carácter. Había demostrado ser un buen jugador, un bravo soldado. No le importaría tener que demostrar también que sabía dirigir la mejor casa de juego de todo Londres.

Se volvió para mirar a Phillipa.

—Me haré cargo de la casa de juego si tú me lo pides. Pero, ahora mismo, mejor será que no haga esperar más a esta dama.

Rhys le dio una palmadita en la espalda y abandonó la habitación.

Xavier llevó los dos platos de comida a la mesa donde Phillipa estaba esperando.

—Espero que no se lo hayas dicho... —le dijo ella mientras él le colocaba el plato delante.

—¿El qué? Ah. No, por supuesto que no —estaba decidido a que nadie supiera que había ido allí—. Pienso quitarte esta locura de la cabeza sin que ni tu persona ni tu reputación resulten afectadas.

—¿Mi reputación? Después de lo que me has contado hoy sobre mi padre, ¿acaso no está toda mi familia nadando en el escándalo? ¿Qué puede importar en este momento mi reputación?

Xavier indicó a un criado que les sirviera vino.

—La sociedad siempre ha sabido que tu padre era un jugador y un juerguista. Su exilio supuestamente impuesto en Europa será interpretado como un acto de honor. La reputación de tu familia debería quedar intacta.

Llegó el vino y Phillipa bebió un sorbo.

—No importa. No tengo necesidad de proteger reputación alguna. Eso es para jóvenes casaderas o para madres que se preocupan de sus hijas.

Xavier experimentó una punzada de compasión.

—¿Tú no tienes intención de casarte?

Desvió la mirada.

—No seas absurdo. Sabes lo que escondo detrás de esta máscara —volvió a mirarlo con un gesto desafiante—. Así que no tengo nada que arriesgar. Si alguien me atacara en la calle, ¿qué podría importarme ya?

—No seas estúpida, Phillipa —gruñó—. Podrías sufrir un horror mucho peor que un corte en la cara.

En Badajoz había visto la clase de violencias que los hombres podían cometer contra las mujeres.

Parpadeó varias veces.

—Lo sé.

Xavier le acercó el plato.

—Come un poco de tarta y hablemos de otras cosas.

Se obligó a hacerlo, y Xavier contempló fascinado el diminuto mordisco que daba a la tarta y la manera que tenía de lamerse una miga del labio. El rosado de sus labios era increíblemente atractivo.

—No soy mujer que se entristezca fácilmente, ¿sabes? —continuó ella—. Simplemente estaba intentando provocarte.

Xavier se sonrió.

—Empújame y yo te empujaré a ti.

Habían jugado a ese juego de niños. Vio que fruncía los labios.

—Será mejor que no me empujes. Ahora empujo con mucha mayor fuerza que antes. Ya no soy una niña, ¿sabes?

No pudo evitar recorrerla de pies a cabeza con la mirada.

—Sí que lo sé.

Le brillaron los ojos.

—No te burles de mí, Xavier.

¿Burlarse? La estaba viendo como un hombre veía a una mujer.

—Deberías conocerme mejor, Phillipa.

—Yo no te conozco en absoluto —su expresión se tornó triste—. Ha pasado mucho tiempo desde que éramos niños.

—Yo no he cambiado —pero sí que había cambiado. Una vez se había prometido a sí mismo que la protegería siempre, pero al final la había dejado atrás, convertida en un mero recuerdo, mientras se convertía en un hombre y marchaba a la guerra.

—Yo sí he cambiado —volvió a alzar la barbilla—. Me he convertido en una persona muy independiente, ¿sabes?

—Lo que explica tu excursión al garito de juego —le tocó una mano, pero se apartó con rapidez.

Vio que cerraba el puño.

—La palabra «garito» suena perversa. Mientras que esto resulta bastante formal, la verdad. ¡Qué decepción!

Xavier frunció el ceño.

—¿Qué habías esperado?

—¡Un poco de desenfreno, al menos! —rio—. No sabía qué esperar, pero sí que sentía curiosidad por ver aquello en lo que mis hermanos habían cifrado la salvación de nuestra familia. Y de nuestra villa, y de nuestra gente. Lo que sí he visto es una gran cantidad de fichas que se ganan y se pierden.

—En el juego, la casa siempre lleva ventaja. El éxito de Rhys ha superado todas las expectativas —y Xavier se había prometido hacer más dinero todavía.

Phillipa se terminó su vino.

—¿Puedo volver a las mesas, Xavier? Todavía me queda dinero que perder.

No quería que volviera al salón de juego. No todos los clientes del establecimiento eran caballeros. Ella era demasiado atractiva, seductora incluso, y estaba sola.

—Rhys está en el salón de juego.

—¿Temes que me reconozca esta vez? —le preguntó.

—Deberías preocuparte por ello. Podría reconocerte. Y lo mismo cualquier otra persona.

—No, no lo harán —de ordinario, nadie se fija en mí lo suficiente como para que luego pueda reconocerme con máscara —se levantó—. Quiero volver a las mesas. Me estaba familiarizando con el faro. Jugaré algo más.

A Xavier no le quedó más remedio que levantarse también.

—Como quieras, Phillipa.

De camino hacia la puerta, ella le preguntó, señalando con la cabeza el pianoforte:

—¿Quién lo toca?

Xavier se encogió de hombros.

—Nadie. Pertenecía al anterior propietario —que también había regentado un burdel en el mismo edificio, al tiempo que el garito de juego. Pero eso no necesitaba decírselo. En aquel entonces, un joven había tocado el pianoforte mientras las muchachas cantaban y flirteaban con los hombres.

Acompañó a Phillipa de vuelta al salón de juego y la dejó en la mesa de faro, allí donde la había encontrado.

—¿Campion os ha traído de vuelta? —le preguntó uno de los hombres, lanzándole una mirada insinuante—. Desesperábamos ya de volver a veros. Ese hombre tiene un don con las mujeres.

Xavier no llegó a escuchar la respuesta de Phillipa.

No podía quedarse con ella, sin embargo: con ello solo conseguiría llamar la atención sobre su persona. Circulaban ya rumores en el salón preguntándose quién podría ser.

La vigilaría a distancia, caso de que necesitara alguna ayuda. Y cuando estuviera lista para marcharse, la acompañaría a su casa.

Salió al vestíbulo, donde Cummings estaba a cargo de la puerta.

Nadie entraba ni salía sin que Cummings se diera cuenta.

—¿Se acuerda de la nueva cliente que entró antes? ¿La enmascarada del vestido verde oscuro? —le preguntó Xavier.

Cummings asintió.

—Cuando esté preparada para marcharse, avíseme. No le permita irse mientras no haya hablado yo con ella.

Cummings volvió a asentir. Si juzgó un tanto extraña la orden, no hizo ningún comentario. Aunque rara vez hacía Cummings comentario alguno sobre nada.

—Gracias, Cummings.

Xavier volvió al salón de juego, mirando primero para comprobar que Phillipa seguía jugando en la mesa de faro. No pensaba perderla de vista, deseoso como estaba de verla llegar sana y salva a su casa.

Una vez que Xavier la dejó en la mesa de faro, el ya muy limitado interés de Phillipa por el juego declinó todavía más, pero aun así persistió, aunque solo fuera para demostrarle que no podía hacerla cambiar tan rápidamente de idea.

Uno de los dos caballeros que antes la habían escoltado hasta el cajero se acercó a ella.

—¿Estáis disfrutando, madame?

Aquello era algo inesperado: que la llamaran madame, como si fuera una dama casada. Sabía que Xavier estaba mirando, así que sonrió al caballero.

—Ciertamente que sí. A veces hasta gano.

El caballero se echó a reír.

—Es ese el propósito de visitar estos lugares —enarcó una ceja—. ¿O acaso tenéis vos algún otro en mente?

A juzgar por la mirada que le lanzó, la frase parecía tener un sentido más profundo. No estaba segura, pero podría estar flirteando con ella. Otra inesperada sorpresa.

—El juego me atrae, por supuesto —¿por qué no podía preguntarle sin más por lo que había querido decir?—. ¿Qué otra cosa podría haberme traído hasta aquí?

El caballero la miró de pies a cabeza.

—Vi que antes os retirabais con el señor Campion. ¿Sois vos otra de sus conquistas?

La sonrisa de Phillipa se tensó. Aquel era el segundo hombre que sugería tal cosa.

—¿Otra de sus conquistas, decís? ¡Dios mío! ¿Cuántas tiene?

El caballero lanzó a Xavier una envidiosa mirada.

—Ese hombre puede tener a cualquier mujer que se le antoje.

Eso no respondía precisamente a su pregunta.

Pero no importaba. ¿Qué podía importarle a ella la cantidad de mujeres que cayeran rendidas a los encantos de Xavier Campion? Siempre había sabido que las mujeres lo encontraban irresistible.

Pero, por alguna razón, le molestaba oírselo decir a aquel hombre.

—¿Desea pretenderos a vos? —insistió el caballero.

Aquello sí que era una impertinencia. Al parecer el comportamiento impertinente era algo aceptable en una casa de juego. Y quizá aquel caballero no la juzgara a ella una dama merecedora de respeto.

¿Acaso no era por eso por lo que la mayoría de las mujeres llevaban máscara? Serían objeto de burla y sus reputaciones se resentirían si se descubriera su identidad. La máscara las protegía.

Irónicamente, era gracias a su máscara que un caballero se había dirigido a ella. Porque no lo habría hecho si hubiera podido ver su rostro.

Se volvió de nuevo hacia la mesa de faro.

—Creo que el señor Campion simplemente deseaba darme la bienvenida al establecimiento.

El hombre inclinó la cabeza.

—Entiendo.

¿Qué era lo que entendía? Ella sí que no entendía nada. Lo único que había pretendido ella era evitar su pregunta. No había habido nada que entender.

El caballero se alejó.

Phillipa sacudió la cabeza. Si aquel hombre había pretendido flirtear con ella, había desistido muy rápido.

Sorprendió a Xavier observándola y, justo cuando desviaba la mirada, vio a una mujer que la miraba con auténtica furia. ¿Estaría celosa? Aquella sí que era una experiencia insólita. Una mujer lanzándole dardos con los ojos de puros celos, en lugar de mirarla con compasión.

Todo aquello era absolutamente nuevo para ella. Gente nueva, nuevas experiencias... Si no se hubiera excedido un tanto con el vino cuando estuvo con Xavier y no fuera tan aterradoramente tarde, su corazón habría estado dando saltos de emoción. Pero tenía ganas de bostezar. Le picaba la cara por culpa de la máscara, le dolían los pies y ansiaba estar ya acostada.

Debía marcharse.

Abandonó la habitación y cambió sus fichas en el cajero. Había perdido dinero, pero el hecho carecía de importancia dado que, de alguna forma, ese dinero había vuelto a la familia. Se dirigió al vestíbulo para recoger su capa y sus guantes. El mismo taciturno sirviente de antes seguía allí.

Y Xavier también.

Cuando el criado se alejó en busca de sus cosas, ella se volvió hacia él.

—¿Asegurándote de que me marcho, Xavier?

—No —no parecía muy contento—. Te acompaño a casa.

—No es necesario —repuso—. Soy perfectamente capaz de caminar sola.

—Aun así, te acompañaré.

El criado volvió con su capa y Xavier se la quitó. Acercándose a Phillipa, se la echó por los hombros. El contacto de sus manos le provocó un estremecimiento todo a lo largo de la espalda.

Le disgustaba que Xavier Campion le afectara tanto. Le hacía pensar en lo que había sentido cuando estuvo bailando con él. La emoción de estar tan cerca, de tocarlo...

El criado abrió en ese momento la puerta y el aire de la noche la despabiló.

Traspasó el umbral seguida de cerca por Xavier.

—No necesito escolta.

Él se puso a su altura.

—Es igual. Necesito hacer esto.

—No seas absurdo. Puedes tener la compañía femenina que se te antoje. Uno de los caballeros me lo dijo.

Se dio cuenta de que aminoraba el paso por unos segundos.

—Phillipa, si algo te sucediera de camino a tu casa, yo no me lo perdonaría nunca.

Parecía tan serio, tan solemne...

—Te estás poniendo dramático, Xavier. Yo no estoy bajo tu responsabilidad.

—En este momento, sí.

Era muy tarde. Las tres de la madrugada, por lo menos, y ella nunca había caminado por las calles de Mayfair a aquella hora. Y menos aún con un hombre a su lado.

Un hombre como Xavier.

Atravesaron Piccadilly y, cuando se dirigían hacia Berkeley Square, solamente el eco de un lejano coche de punto se mezcló con el ritmo de sus pasos. Otros sonidos, de voces, de música, llegaron hasta sus oídos pero para desaparecer con rapidez. Procuró concentrarse en ellos, buscando una melodía que pudiera recrear en el pianoforte, una melodía que reflejara lo que le inspiraba aquella noche: calidez, serenidad, soledad.

—¿Estás hablando contigo misma, Phillipa? —le preguntó Xavier.

Se había quedado ensimismada pensando en su música.

—¿Por qué lo preguntas?

—Estabas moviendo los labios.

Había estado bisbiseando la música. Qué ridícula debía de haberle parecido.

—Yo... oigo música en los sonidos de la noche. Estaba intentando memorizarlos.

—¿Música?

Él no la oía, evidentemente.

—En nuestros pasos. Los carruajes —se encogió de hombros—. En los demás sonidos.

—Entiendo —dijo al cabo de un silencio.

La máscara le irritaba la cara. Se la desató y se la quitó. Se frotó la cicatriz antes de esconderse el rostro con la capucha de la capa.

—Me gusta la música —explicó—. He estudiado a fondo música y pianoforte durante los últimos años —desde aquella primera vez que bailó con él. Por supuesto, nunca había vuelto a tocar el Sin Par, aunque había sido una de sus melodías favoritas—. Me proporciona un gran placer.

—¿De veras? —parecía interesado—. Me gustaría oírte tocar alguna vez.

Era una simple cortesía. El tipo de frase que decía alguien cuando simulaba un interés que no existía realmente. Como cuando la sacó a bailar aquella lejana noche, solo por hacer un favor a su madre, amiga de la suya.

—Toco el pianoforte sola, lo cual consume todo mi tiempo —lo había dicho como si prefiriera no tener audiencia, cuando en realidad anhelaba tocar para los demás y descubrir así si sus composiciones y técnica tenían algún mérito.

Xavier se quedó callado durante un buen rato. Y ella se arrepintió del tono que había utilizado con él.

—Me temo que dedico demasiado tiempo a mi música. Creo que es por eso por lo que no me di cuenta de que mi familia estaba pasando tantos apuros.

—Te aislaste —lo dijo como si fuera una cosa triste, que tuviera que lamentar.

—Demasiado, quizá —admitió—. Es ese el motivo principal por el cual decidí visitar el Club de la Máscara.

—¿No pudiste decidir sin más asistir a bailes y veladas musicales convencionales? —su tono era desaprobador.

Phillipa era invisible en tales lugares. Nadie la miraba nunca en ellos, no si podía evitarlo. Nadie le dirigía la palabra si podía evitarlo.

Pero cuando aquella noche se puso la máscara, todo había cambiado de golpe.

—Quizá los bailes y las veladas musicales no me resulten lo suficientemente excitantes.

Sintió sus dedos cerrándose sobre su brazo mientras la obligaba a detenerse.

—Demasiada excitación puede ser peligrosa. No debes jugar con fuego, Phillipa.

—¿Fuego? —se echó a reír—. ¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que, en la casa de juego, los hombres se fijarán en ti. No esperarán que te comportes como una inocente jovencita.

—¿Inocente jovencita? Tengo veintitrés años —pero carecía de experiencia, con lo que en eso tenía razón.

Continuaron caminando.

—Ya has tenido tu noche de diversión. Vuelve con tu música.

Estaba ciertamente deseosa de volver a su sala de música para escribir las notas que había oído aquella noche. Las notas que había oído en los sonidos de las calles a las tres de la madrugada, en los sonidos de la casa de juegos, en su voz...

Pero todavía no había terminado con el Club de la Máscara. Anhelaba ver y escuchar más; ansiaba experimentar más.

Lo sentía por él.

—Pienso volver.

—¡No! —gruñó.

Alzó la barbilla.

—Me doy perfecta cuenta de que no me quieres cerca de ti, Xavier, pero fuiste tú quien buscó mi compañía, y no al revés.

—Vuelves a ser injusta conmigo —parecía furioso—. Somos viejos amigos, Phillipa. Me siento obligado a protegerte tal como si fueras una de mis hermanas.

—Antaño quizá sí que te sintieras obligado a ello —le dolía el corazón al recordarlo—. Pero ya no.

Un carruaje pasó cerca y se obligó a escuchar el ruido de los cascos de los caballos en el empedrado, el crujido de las ruedas, el chirrido de los muelles. Convirtió todos aquellos sonidos en música en su cabeza para no tener que hablar más con él, para no pensar en la emoción que le producía caminar a su lado, una sensación extremadamente turbadora.

¿La envidiarían sus antiguas compañeras de colegio tanto como la habían envidiado aquella lejana noche, cuando la vieron bailando con Xavier? Sus amigas estaban ya todas casadas. Algunas felizmente casadas. Había perdido el contacto con la mayoría, aunque en las raras ocasiones en que su madre la había convencido de asistir a algún acto social, había visto a algunas de ellas. Mantenía una correspondencia regular con Felicia, que se había trasladado a Irlanda cuando se casó, para no volver nunca a Inglaterra. Las cartas de Felicia versaban todas sobre sus hijos, sus preocupaciones por la gente pobre y su miedo a contraer el tifus. Felicia probablemente ni se acordaría de cuando Phillipa bailó con el caballero más apuesto y atractivo de la fiesta.

Llegaron al fin a Davies Street, donde se alzaba la casa de los Westleigh.

—¿Te abrirá alguien? —le preguntó Xavier, acompañándola hasta la puerta.

Sacó una llave de su retícula.

—Nadie se enterará de que he estado fuera.

Él le quitó la llave de la mano y la introdujo en la cerradura. Abrió la puerta y ella entró.

—Adiós, Phillipa —murmuró mientras le devolvía la llave.

Estaba tan cerca que le abanicaba el rostro con su aliento. Su cálida voz parecía envolverla.

—Adiós, Xavier —susurró, incapaz de darle las gracias por haber hecho algo que ella no quería, batallando por dentro contra un familiar anhelo que había creído derrotado años atrás.

Cerró la puerta sigilosamente y alzó la barbilla.

—Te veré cuando vuelva a caer la noche —susurró, a sabiendas de que no podía ya escucharla.

Tres

Al día siguiente Xavier vio a Rhys salir de casa para viajar al norte, deseoso de empezar su negocio con las máquinas de vapor. Aquella noche, como todas las demás, entró en el salón de juego para comprobar que todo marchaba con normalidad. Desde la misma apertura del Club de la Máscara había ayudado a su amigo en esa tarea. Los croupiers y los clientes regulares se habían acostumbrado a su presencia, aunque había necesitado ganarse su respeto.

No era inhabitual que los demás lo subestimaran. Sabía lo que pensaban: que un hombre con su aspecto no tenía nada sustancioso que ofrecer. Los soldados de su regimiento se habían mofado de su capacidad de mando hasta que la demostró con creces en el combate. Incluso sus enemigos en el campo de batalla habían bajado la guardia nada más verlo. Todavía podía ver las caras de sorpresa de aquellos que habían caído bajo el golpe de su sable.

Xavier siempre había creído poseer coraje, fortaleza, astucia. Pero la experiencia del combate había puesto a prueba aquellas virtudes y lo había puesto a prueba a él, de una vez por todas.

La guerra y los combates, sin embargo, habían acabado. Ya había visto suficiente sangre, sufrimiento, muerte.

Ahuyentó aquellos recuerdos mientras hacía una nueva ronda por el salón. Se detuvo ante la mesa de azar, observando a los hombres y mujeres que apostaban su fortuna a un simple tiro de dados. Y prestando especial atención a los mismos dados para asegurarse de que no estuvieran cargados o trucados.

El juego de azar, tan dependiente de la suerte, como indicaba su nombre, nunca le había interesado. En honor a la verdad, incluso los juegos de habilidad habían perdido su atractivo para él. Había demostrado a los escépticos, y a sí mismo, que podía ganar a los naipes. Poseía una pequeña fortuna para demostrarlo.

Dirigir el Club de la Máscara era su último desafío. Convertirlo en un éxito, en términos de popularidad y de ganancia, era un juego que estaba decidido a ganar. Cuando volviera Rhys, la casa rendiría beneficios mayores y tendría más clientes que nunca antes.

Xavier sabía que la tarea se le daba bien. ¿Acaso no había sido el primero en advertir las irregularidades que se habían producido en la mesa de azar, las mismas en las que había estado implicada lady Gale y después lord Westleigh?

Se alegraba de haber perdido de vista a ese hombre. Todo el mundo había salido ganando con su partida. Especialmente la familia de lord Westleigh.

Especialmente Phillipa.

Lord Westleigh había estado a punto de arruinar la vida de Phillipa.

La niñita a la que había jurado proteger en Brighton había cambiado mucho. Le sacaba cinco años, pero después de la herida sufrida durante aquel verano, se había erigido en su paladín, esforzándose por distraerla de su cicatriz y combatir su tristeza. Y había renovado aquel voto cada verano hasta que su familia dejó de veranear en Brighton.

Nunca la había olvidado.

En 1814, cuando Napoleón fue desterrado a Elba y la paz reinó brevemente en Europa, Xavier volvió a encontrarla y bailó con ella en una de las fiestas de la Temporada. Le había parecido tan alegre y desenfadada como cualquiera de sus numerosas amigas. E igual de bonita... si no hubiera sido por la cicatriz. Había anhelado un segundo baile con ella y la oportunidad de pasar más tiempo en su compañía pero, según su madre, se había sentido indispuesta y había tenido que marcharse. Al día siguiente, él se había reincorporado a su regimiento.

Pero Phillipa había cambiado mucho en aquellos cinco años. Se había vuelto distante. Reservada. Como si hubiera levantado un muro en torno a sí misma, demasiado alto para poder ser salvado.

Al menos la había acompañado a su casa esa noche, asegurándose de que llegaba a salvo. Acudir al Club de la Máscara había sido una locura por su parte. Aun así, deseaba verla de nuevo.

De repente dos caballeros y una dama se levantaron de la mesa de faro. Y su deseo se vio hecho realidad.

Allí estaba Phillipa. Había vuelto, pese a todas sus reconvenciones.

Lo miró en aquel momento, irguiéndose con actitud desafiante. Él la saludó con un movimiento de cabeza.

Pensó primeramente en acercarse a ella, agarrarla del brazo y sacarla del salón y de la casa de juego. Pero semejante alboroto no sería bueno para el establecimiento. Y ciertamente no quería atraer una indeseada atención sobre su persona.

Así que esperó.

Finalmente la vio abandonar la habitación. Se inclinó para susurrarle a uno de los croupiers:

—Ahora vuelvo.

La alcanzó en el pasillo. Estaban solos.

—Phillipa.

Ella se volvió para mirarlo, con la cabeza bien alta.

—¿Te marchas? —no estaba dispuesto a consentir que volviera a casa sola.

No respondió de inmediato.

—Voy al comedor.

—Te acompaño —la tomó del brazo.

Nada más entrar en la habitación, Phillipa fue directamente al bufé y empezó a servirse ella misma.

Xavier pidió a uno de los criados que les sirviera vino y eligió una mesa lo suficientemente alejada de las demás como para que nadie pudiera escuchar su conversación. El vino llegó antes de que ella volviera del bufé.

Se detuvo en seco como pensando si reunirse con él o no. Sacudiendo la cabeza, llevó por fin su plato a la mesa y se sentó en silencio.

Bebió un sorbo de vino.

—Tú me dijiste que ya me había divertido lo suficiente, ¿recuerdas? Como si pudieras saberlo.

—Este no es un lugar adecuado para ti —se preguntó cómo podría convencerla—. No todos lo que vienen aquí son caballeros y damas.

—Basta, Xavier —lo fulminó con la mirada—. No consentiré que me trates como si tuviera todavía siete años. Mi hermanastro abrió una casa de juego para que las mujeres pudieran jugar y yo pienso hacerlo. Tú no me lo impedirás.

Tenía razón. No podía impedírselo. Pero tenía una obligación hacia ella. Siempre tendría una obligación hacia ella.

—¿Tienes intención de volver?

—Por supuesto —sonrió, engreída—. Tan a menudo como pueda.

—Dime las noches que vendrás y las horas. Yo te acompañaré a la ida y a la vuelta —al menos se aseguraría de que no le pasara nada en las calles.

—¡No! —le espetó.

—¿Por qué? —aquello era una estupidez—. Te lo pido por tu propia seguridad.

Le sostuvo la mirada. Finalmente dijo:

—Muy bien, pero solo si no se lo dices a Rhysdale.

Nunca había tenido intención de contárselo a Rhys.

—De acuerdo.

Después de aquello, su conversación se tornó mucho más agradable. Preguntó por algunos de los clientes y él le explicó con toda franqueza quiénes eran caballeros y quiénes no. Le hizo varias preguntas sobre el funcionamiento del Club de la Máscara y la recaudación del dinero, sobre todo en los juegos de naipes. Se interesó por beneficios y potenciales pérdidas. Tenía una mente ágil, capaz de comprender la mecánica de aquel lugar con tanta rapidez como lo había hecho su hermano Hugh.

Al cabo de media hora, ella se levantó para marcharse. Mientras se dirigían hacia la puerta y pasaban al lado del pianoforte, Phillipa deslizó los dedos por el teclado.

—Es una lástima que nadie lo toque. Es un bello instrumento.

—Suena muy bien, si mal no recuerdo —recordaba que, bajo la antigua propietaria, madame Bissou, la música y las canciones habían sonado en aquella habitación hasta altas horas de la noche.

Phillipa lo miró con precavida expresión:

—Tocaré para ti, si me lo permites.

Ladeó la cabeza, pensativo. Eso al menos la mantendría alejada del salón de juego. Señaló el banco del instrumento.

—Pruébalo, Phillipa. Toca lo que quieras.

—Hoy no —sonrió—. Mañana por la noche.

A la noche siguiente, a la hora convenida, Xavier se encontró con Phillipa en la puerta de su casa. La acompañó a través de Mayfair, cruzando Piccadilly hacia Saint James Street y finalmente hasta la casa de juego. Ella subió directamente al comedor para tocar el pianoforte.

Se quedó a escucharla. Si era mala, le impediría que siguiera tocando. Los aficionados a veces eran pésimos. Unas cuantas notas mal tocadas de más, una voz desafinada y la gente se marcharía a jugar a otro establecimiento. Eso era algo que no sucedería mientras él estuviera al mando.

La primera canción que tocó ya la había oído antes, Guardo una silenciosa pena, sobre un amor no correspondido. Las notas del pianoforte y de su voz vibraban de emoción. Cantó de una manera tan bella que terminó por convencerlo de que ella misma había amado a un hombre que no había correspondido a sus sentimientos.

¿Quién diablos sería aquel hombre? ¿Aquel hombre que la había herido tanto? ¿Habría sido el responsable de que se aislara de aquella forma? ¿La había convertido acaso en una mujer amarga e infeliz?

La segunda canción tenía un argumento similar, aunque era la primera vez que la escuchaba. Todavía más melancólica que la primera, la letra la presentaba mirando a su amado al otro lado de una habitación sin que este se fijara en ella, como si fuera invisible.

Xavier se olvidó entonces de todo excepto del dolor y la tristeza que transmitía la canción y la emoción de su voz. Había fracasado en su promesa juvenil de protegerla. No había estado a su lado cuando aquel misterioso hombre le hizo tanto daño. Cerró los puños. Le habría encantado tropezarse con aquel canalla.

A continuación Phillipa interpretó una melodía ligera, que lo sacó de su ensimismamiento. Xavier miró las caras de la gente que llenaban el comedor. Las conversaciones se habían interrumpido. Todos miraban a Phillipa con expresión embelesada.

Nada le habría gustado más que abandonar sus tareas para continuar escuchándola, pero ya había pasado demasiado tiempo fuera del salón de juego. Reacio, abandonó el comedor. En el salón, los sonidos no eran ni mucho menos tan melodiosos. El rumor de las voces, el rodar de los dados, el barajar de los naipes. Aunque el sonido de la voz de Phillipa y las notas del pianoforte conseguían a veces penetrar aquella estridencia.

Phillipa no se quedó mucho tiempo aquella noche, solo unas dos horas largas. Tal y como había prometido, mandó recado a Xavier de que deseaba irse a casa. Escoltarla hasta allí no le llevaría más de media hora. Por tan poco tiempo, bien podría dejar el club en manos de los empleados de Rhys.

Salieron al frío aire de la noche.

Estaba tan animada que apenas podía disimularlo.

—¿Has disfrutado esta noche? —le preguntó él.

Poco faltó para que se pusiera a bailar en la acera.

—Sí. Nadie pareció decepcionado con mi interpretación.

—Lo hiciste muy bien.

Lo había hecho mucho mejor que eso.

—¿De veras? —se adelantó y se volvió hacia él, para seguir caminando de espaldas—. ¿De verdad que lo piensas?

Se quitó la máscara y las farolas de gas iluminaron su rostro, haciéndolo brillar. Su felicidad lo volvía aún más bello.

Y el corazón de Xavier rebosaba de alegría por ella.

—Sé poco de música, pero me ha gustado mucho lo que he oído.

Sonriendo, dio una vuelta sobre sí misma.

—¡Eso es todo lo que deseo!

Se puso a hablar de las canciones que había cantado y tocado, revisando sus errores y sus aciertos. Le gustaba escucharla. Le recordaba a la niña que había sido, cuando tan fácil le había resultado hacerla hablar y reír de felicidad.

No tardaron en llegar hasta su puerta y Xavier introdujo la llave en la cerradura.

Ella se puso de puntillas y lo besó en una mejilla.

—Muchas gracias, Xavier. Me has hecho muy feliz esta noche.

Sus labios eran cálidos, suaves.

De repente la envolvió en sus brazos y acercó la boca a la de ella. Podía sentir el subir y bajar de sus senos contra su pecho, tentándolo. Vio que abría mucho los ojos y la boca también, con alarmada expresión.

Reprimiendo sus impulsos, le acarició ligeramente los labios.

Cuando la soltó, tenía la respiración acelerada.

—Quiero que siempre seas feliz, Phillipa —murmuró—. ¿A la misma hora mañana?

Ella parpadeó varias veces, frunciendo el ceño.

—A la misma hora mañana.

Él abrió la puerta y ella se apresuró a entrar.

Todavía tardó un momento en alejarse.

Se había erigido en su protector, pero quizá su mayor desafío consistiera en protegerla de sí mismo.

Durante las cuatro noches siguientes, Xavier continuó reuniéndose con Phillipa en la puerta de su casa para acompañarla hasta la casa de juego y después de vuelta a su hogar. Caminaban juntos en la oscuridad de la noche, ocasionalmente rota por el resplandor de las farolas. Circulaban pocos carruajes por las calles y aún menos viandantes. Charlaban sobre música y sobre los clientes que acudían a la casa de juego, intercambiando historias sobre lo que acontecía en el comedor y en el salón de juego.

Xavier tenía buen cuidado de no tocarla, al menos no de la manera que más deseaba. La antigua camaradería de los días de su infancia había vuelto, pero lo que inflamaba ahora sus sentidos era la mujer en que se había convertido Phillipa. Tan bella y elegante. Tan ingeniosa. Tan apasionada.

Y tan insensible a él.

Qué ironía que hubiera llegado a desear tanto a una mujer que no mostraba indicio alguno de desearlo.

Lo cual era una suerte, suponía, porque aquel idilio no podría prolongarse indefinidamente. Phillipa tendría que dejar de acudir al club cuando volviera Rhys, ya que seguramente dejaría de tener alguna utilidad para él. Aun así, Xavier no se arrepentía de su decisión de permitirle que tocara en el establecimiento.

Sus actuaciones daban alegría al local. Y también incrementaban los beneficios. La gente acudía al Club de la Máscara a oírla tocar y se quedaba a jugar después.

¿Podría arreglárselas para seguir viéndola una vez que todo terminara? ¿Lo recibiría ella? ¿Querría él imponer su presencia a una mujer que no lo deseaba? El cielo sabía que detestaba verse perseguido por mujeres a las que no deseaba.

Aquella última noche estuvo tocando durante unas dos horas, según su costumbre, hasta que mandó recado a Xavier de que estaba lista para marcharse. Al igual que las noches anteriores, salieron al frío aire de la noche y se entretuvieron comentando los sucesos e impresiones de la velada.

Aquella noche, sin embargo, cuando cruzaban Piccadilly para enfilar las oscuras calles de Mayfair, Xavier percibió un cambio en el ambiente. No era más que un sonido, una sombra poco familiar, pero el soldado que había en él se puso alerta.

En el instante en que llegaron a Hay Hill, se le erizó el vello de la nuca y casi pudo escuchar el toque de tambor del pas de charge. Se detuvo y bajó la voz:

—¿Llevas tu daga?

—Sí.

—Sácala y entrégamela.

Hizo lo que le ordenó.

Tan pronto como Xavier tuvo el cuchillo en sus manos, tres hombres surgieron de la oscuridad. Uno de ellos, apestando a cerveza, lo agarró por detrás con la intención de arrastrarlo hasta el callejón más próximo. Xavier se giró, liberándose, y lo atacó con la daga, rasgándole lo que parecía un raído uniforme. El fragor de la batalla volvió a resonar en sus oídos. El fuego de los mosquetes. El retumbar de los cañones. Griterío de hombres y caballos.

Pero aquello no era una batalla.

Otro hombre le agarró la muñeca e intentó retorcérsela para hacerle soltar la daga. Xavier lo tumbó de una patada en la entrepierna.

El tercer hombre se había apoderado de Phillipa. Xavier corrió en su ayuda, pero el primer hombre se levantó para hacerle frente.

—¡Necesitamos dinero! —gritó el asaltante. Sin duda se trataba de un antiguo soldado empujado al robo y a la violencia.

—¡Marchaos! ¡Soltadla! —Xavier se lanzó contra él y le hizo un corte en una mejilla con la daga.

El hombre gritó de dolor y se llevó una mano a la cara. La sangre resbalaba entre sus dedos, manchándole el uniforme. Justo en ese momento Xavier vio que el segundo hombre se levantaba también. Sus pensamientos seguían concentrados en Phillipa.

Phillipa se esforzaba por liberarse de su asaltante. Lo agarró del pelo y tiró con fuerza para en seguida propinarle un fuerte pisotón.

El segundo agresor acudió entonces en ayuda del que estaba forcejeando con Phillipa.

Xavier se lanzó contra él y lo agarró del cuello para alejarla de ella.

El hombre sacó un cuchillo.

—A ver si eres ahora tan valiente, niño bonito —se echó a reír—. Entréganos tu bolsa.

Otro que lo había subestimado. Uno más.

Xavier levantó las manos en un gesto de rendición.

—No quiero problemas.

El asaltante esbozó una mueca de desprecio y bajó ligeramente las manos, justo la oportunidad que Xavier había anticipado.

Soltó un alarido tan fuerte y feroz que el hombre se encogió de miedo. Cargando a continuación contra él, le descargó un puñetazo en la mandíbula. El cuchillo del hombre rodó por el suelo.

—¡No me mates! ¡No me mates! —suplicó el matón.

—Marchaos ahora si queréis seguir con vida —gruñó Xavier.

El hombre asintió con la cabeza, temeroso.

—Nos marchamos... ¡Nos marchamos!

Alzó las manos y Xavier se apartó. El hombre se escabulló y agarró del brazo al compañero que seguía intentando frenar la hemorragia producida por el corte de la mejilla.

El tercer hombre, que tiraba ya de la retícula de Phillipa, abrió mucho los ojos al ver que sus compañeros huían. Xavier se acercó a él. El asaltante intentó escapar, pero ella le bloqueó el paso. El tipo la empujó bruscamente para apartarla.

Phillipa cayó de bruces en la acera y se golpeó con fuerza en la frente.

No se movía.

—¡Phillipa! —gritó Xavier, corriendo hacia ella.

Phillipa oía una voz masculina llamándola por su nombre.

Olía a brisa marina y oía un rumor de olas muriendo en la playa. Se sentía pequeña, asustada, dolorida. Le dolía la cara y la boca le sabía a sangre.

Intentó moverse, pero el aire parecía haber escapado de sus pulmones.

—¡Phillipa! —la llamó de nuevo la voz.

Unas manos de hombre le dieron la vuelta para tumbarla boca arriba. La noche parecía haberse convertido en crepúsculo y el aire tenía un sabor salado.

—Despierta, niña mía... —dijo la voz.

Abrió los ojos y su visión se llenó del rostro de un hombre. Un desconocido, aunque lo había visto antes... o eso le parecía.

—Phillipa, despierta —el rostro se transformó ante sus ojos, convirtiéndose en el de Xavier.

Se quedó sin aliento.

—¿Estás herida? —las manos de Xavier estaban por todo su cuerpo, tocándole los brazos, las piernas, el torso—. ¿Llegó a herirte ese hombre?

¿No estaban en la costa?

No, aquello era Londres. Xavier y ella habían estado caminando rumbo a su casa. No estaban en Brighton. Ella no era una niña. Era Xavier quien estaba con ella.

—No, no estoy herida —logró pronunciar.

Intentó sentarse. Xavier la levantó del suelo y la estrechó contra su pecho.

—Creía que te habías herido —la abrazó con fuerza—. Pensé que te había perdido...

Recordó a los hombres que habían surgido de la oscuridad para lanzarse contra ellos. Recordaba haber forcejeado para liberarse.

Pero por unos segundos había vuelto a estar en Brighton. Y había visto a un hombre diferente inclinándose sobre ella. Le había parecido tan real como real era en aquel instante la presencia de Xavier.

Se echó a temblar. Había visto algo que no estaba en realidad allí.

Una ola de pánico se alzó en su pecho: si logró dominarla fue gracias a la fuerza de los brazos de Xavier. Él la reconfortaba. Estaba a salvo.

—Debo llevarte a casa —le dijo él de pronto.

Apoyándose en él, se dejó guiar fuera de aquellos callejones. Pasaron Berkeley Square de camino a Davies Street.

De repente lo recordó luchando contra aquellos hombres.

—¿Te hirieron? —le preguntó—. ¿Se llevaron tu dinero?

La retícula seguía colgando de su brazo.

La voz de Xavier se tornó ronca, feroz.

—Esos rufianes no se salieron con la suya —una vez ante la puerta de la casa, la abrazó de nuevo—. Debí haber evitado esa agresión. No debimos haber salido a caminar a esas horas. Me equivoqué al aceptar esta situación.

Si Xavier no hubiera estado con ella, no quería ni imaginarse lo que habría podido sucederle. Habían sido tres los agresores.

El corazón se le aceleró, anticipándose a lo que sabía que vendría después. Xavier pretendía prohibirle la entrada al Club de la Máscara. Pondría punto final a sus interpretaciones musicales justo cuando estaba empezando a perfeccionar su ejecución. Él acabaría con todo eso.

Y ella no podría soportarlo.

—No me niegues esto, Xavier —te temblaba la voz y le dolía la cabeza.

—Esto no es seguro para ti, Phillipa —insistió—. Simplemente no puedes asumir el riesgo.

La capucha de su capa había caído, exponiendo su cicatriz. Ella se la alzó de nuevo e introdujo la llave en la cerradura.

Él le cubrió la mano con la suya.

—Phillipa, no vuelvas a la casa de juego.

Abrió la puerta y se volvió hacia él.

—¿Quieres devolverme mi daga?

Vaciló, pero se la entregó finalmente.

—Gracias, Xavier —en un impulso, le echó los brazos al cuello—. Nos has salvado la vida.

Para su sorpresa, él le devolvió el abrazo. La abrazó con tanta fuerza que parecía que no quisiera separarse de ella jamás.

—Phillipa —murmuró con voz ronca a su oído, como deseoso de algo más.

Solo que ella no sabía qué era.

Únicamente sabía que se sintió todavía más estremecida cuando él la soltó por fin y entró apresurada en la casa.

Cuatro

Phillipa daba vueltas y más vuelta en la cama. Cada vez que se deslizaba por la pendiente del sueño, el agresor volvía y acababa por despertarse. Peor aún: en su sueño, el atacante tenía el rostro del hombre que había visto en su alucinación.

Alucinación, visión. Era así como lo llamaba, porque... ¿qué otra cosa podía ser? Había visto algo que no existía. No solo lo había visto: había estado de hecho en otro lugar, un lugar que había olido y sonado a mar.

Como Brighton.

¿Se estaría volviendo loca?

Cerró los ojos y se obligó a evocar la imagen de su verdadero agresor. Evocó luego deliberadamente el rostro del hombre fantasmal. Podía recordar ambos, pero el recuerdo no era ni remotamente similar a lo que había experimentado. La vista de aquel rostro fantasmal, la sensación de encontrarse realmente en otro lugar... todo aquello no eran simples recuerdos.

Incluso en ese momento, a salvo en su hogar, temblaba de miedo. A esas alturas, sentir miedo carecía de sentido: de hecho, tampoco había sentido un miedo excesivo durante el ataque. El miedo no había hecho acto de presencia cuando forcejeó con su agresor y se negó a entregarle su retícula. El terror había llegado después, cuando cayó al suelo y apareció ante ella aquel fantasmal rostro.

Le había parecido tan real...

Por si no tuviera bastante con su preocupación por haberse vuelto loca, la cabeza le dolía terriblemente. Se levantó de la cama y, a la débil luz del amanecer que entraba por la ventana, se miró en el espejo del tocador. Tenía una contusión de feo aspecto en la frente.

Volvió a la cama y retiró una manta. Envolviéndose en ella, se ovilló en un sillón frente a la ventana.

Su doncella entró sigilosamente en la habitación y se sobresaltó cuando Phillipa se volvió para mirarla, sentada en el sillón.

—¡Milady!

—No podía dormir, Lacey —se estiró—. Supongo que debería vestirme.

La doncella la ayudó a ponerse un vestido mañanero. Luego se dedicó a peinarla y a recogerle el cabello ante la mesa de tocador.

La muchacha la miró en el espejo.

—¿Qué os ha pasado en la frente?

—No es nada —se apresuró a responder Phillipa—. Yo...me golpeé con la pared por accidente.

La doncella parecía escéptica.

Lacey era más joven que Phillipa y había sido contratada como doncella cuando los Westleigh llegaron a Londres para pasar aquella Temporada. Le habría encantado poder confiar en ella para explicarle la razón de aquel golpe.

—Hoy llevaré sombrero —le dijo mientras la doncella terminaba de peinarla—. No necesitamos mencionarle el golpe a mi madre. No hay necesidad de preocuparla —un sombrero escondería eficazmente la contusión. Además, últimamente su madre no se ocupaba demasiado de ella.

La joven asintió.

—Sí, señorita.

Una vez vestida, Phillipa fue directamente a la sala de música. Colocó los dedos sobre las teclas del pianoforte e intentó liberar las emociones que bullían en su interior. El instrumento produjo una serie de sonidos disonantes y poco armoniosos y el terror volvió, como si el mundo estuviera desmoronándose a su alrededor y ella fuera incapaz de impedirlo. La misma sensación que había experimentado cuando se cayó.

Su música reflejaba el desconcierto que sentía por dentro. No podía conseguir ninguna frase musical.

Fue débilmente consciente de que alguien llamaba a la puerta, pero no dejó de tocar. Quienquiera que fuera, terminaría marchándose.

De repente su madre apareció ante ella, sobresaltándola tanto como lo había hecho la propia visión.

—¡Por Dios, Phillipa! Al menos toca una tonada. Esos sonidos me destrozan los nervios —su madre se presionaba las sienes con los dedos.

Phillipa y su madre apenas habían vuelto a hablar desde la riña que habían tenido y que la impulsó a partir en busca de respuestas sobre su familia. Y que la llevó hasta Xavier. En ese momento no podía contarle lo que había descubierto sin revelarle lo que sabía del Club de la Máscara.

Phillipa levantó las manos de las teclas.

—Como quieras, mamá.

Se puso a tocar suavemente La última rosa del verano, recitando mentalmente las palabras: La última rosa del verano, dejad que florezca sola; todas sus preciosas compañeras se han marchitado y muerto.

Ella ya no se sentía sola desde que Xavier le permitió tocar en Club de la Máscara.

—¿Cuándo volverán Ned y Hugh de dondequiera que estén? —sabía que su madre no se lo diría, pero quizá eso la hiciera abandonar la habitación sin que descubriera la contusión de su frente.

Su madre, erguida y de aspecto majestuoso a sus cincuenta y cinco años, frunció los labios antes de responder:

—Por favor, no te burles. No tengo deseos de volver a discutir contigo.

Phillipa continuó tocando pianissimo.

—¿Me acompañarás esta noche a la velada musical de lady Danderson? —el tono de su madre destilaba desaprobación. No dudaba que su hija se negaría.

Y tenía razón.

—Creo que no.

—¿Por qué no? —con un gesto teatral, abarcó con el brazo el pianoforte y la mitad de la sala—. Yo creía que te encantaba la música.

Phillipa le lanzó una punzante mirada, pero en seguida bajo los ojos. No tenía sentido reavivar el disgusto de su madre por su negativa a socializar.

—Será una velada de aficionados, ¿no? Las hijas de lady Danderson y otras jóvenes que ella habrá escogido, ¿verdad?

—Así es —admitió su madre.

—Pero a mí no me ha escogido.

—Eso es verdad —se aclaró la garganta—, pero...

Phillipa dejó de tocar.

—Lo entiendo, mamá. Todas las intérpretes serán jóvenes casaderas. Ella desea que se luzcan en su propio beneficio —no necesitaba explicarle a su madre que ella nunca podría lucirse de la misma manera. Ella habría sido la primera en darle la razón—. No hay ningún motivo para que yo vaya.

—Bueno, está la música.

Phillipa continuó tocando y recordó los versos finales de la tonada. ¡Oh! ¿Quién podría habitar solo este mundo gris?

—No disfrutaría.

—Iré sin ti, entonces —su madre se disponía a marcharse cuando de repente se volvió hacia ella—. Quizá le pida a la señorita Gale que me acompañe. Ella al menos es una joven sociable.

La señorita Gale era la joven con quien deseaba casarse su hermano Ned. Era también la hijastra de lady Gale, la mujer que estaba encinta de Rhys. La mujer que también había acudido al Club de la Máscara.

—La señorita Gale se alegrará de mi compañía —fue la última frase que disparó su madre antes de abandonar la habitación.

Volvía a dolerle la cabeza, pero sus dedos continuaron moviéndose sobre las teclas, presionándolas apenas esa vez. Buscando una melodía, cualquier melodía que ahuyentara la inquietud que la devoraba por dentro.

Xavier esperó aquella noche en el lugar y hora convenidos. En esa ocasión, sin embargo, lo hizo con un coche de punto.

Paseaba por la acera esperando que no apareciera y anhelando al mismo tiempo volver a verla, necesitado de saber que sus heridas no habían sido de gravedad. Un golpe en la cabeza podía resultar engañoso. ¿Y si había resultado seriamente herida, como aquel lejano día en Brighton?

La habría vuelto a fallar. Y esa vez sería culpa suya.

El cochero, encaramado en el pescante, se agachó para preguntarle:

—¿Cuánto más tendremos que esperar, señor? Mi tiempo vale dinero.

—Le pagaré por su tiempo, no tema —repuso Xavier, y continuó caminando.

Finalmente la puerta de la casa se abrió y emergió una figura embozada.

Phillipa.

Iba descalza. Miró hacia donde él estaba esperando, cerca del coche, y se detuvo brevemente para ponerse los zapatos antes de empezar a caminar en su dirección. Pero no parecía haberlo reconocido, como si pretendiera pasar de largo a su lado.

—¡Phillipa! —la llamó—. Soy Xavier —se plantó frente a ella—. Tengo un coche de punto.

—¿Xavier?

Le abrió la puerta del carruaje.

Phillipa pareció dudar.

—¿Has traído un coche de punto para mí?

—Temía que pretendieras ir andando sola —«o que estuvieras demasiado herida para hacerlo», añadió para sus adentros mientras la ayudaba a subir al coche.

Ella se instaló en el asiento y se envolvió en su capa.

—No esperaba esto.

Xavier se sentó a su lado en el exiguo y oscuro interior del carruaje. Sintió su calor y aspiró el aroma a jazmín que despedía. Llevaba puesta la máscara, pero él anhelaba verle la cara. ¿Tendría una contusión? ¿Resultarían visibles sus heridas?

—¿Te ha quedado alguna secuela por lo de anoche? —le preguntó.

No respondió de inmediato.

—Una contusión en la frente y algo de dolor de cabeza, eso es todo.

—¿Nada más?

Había algo que ella no quería decirle. Resistió el impulso de quitarle la máscara para examinar la contusión. Resistió también la tentación de palparle los brazos, los hombros, las costillas, las piernas... todo el cuerpo, como había hecho la noche anterior.

Como poco, se sentía tentado de abrazarla, como había hecho cuando era una niña necesitada de consuelo.

La distancia hasta el Club de la Máscara ya era corta a pie y más lo fue en coche. En seguida detuvo el cochero los caballos antes la puerta y bajaron del carruaje.

Xavier le pagó generosamente.

—Recibirá otro tanto si vuelve de aquí a tres horas.

El cochero sonrió.

—¡Tenga por seguro que lo haré, señor!

Cummings abrió la puerta, los saludó en silencio y se hizo cargo de la capa de Phillipa.

—Gracias, Cummings —dijo Phillipa, aparentemente más tensa que las otras noches.

Xavier se plantó frente a ella.

—Dame tu palabra de que esperarás el coche de punto. No te marches sin mí.

Xavier no la perdió de vista mientras subía las escaleras hasta el comedor. Pero no porque estuviera buscando alguna posible herida, sino porque se quedó contemplando admirado su figura y su elegancia.

Desvió la vista y vio que Cummings lo observaba con curiosidad. El criado se volvió para desaparecer con la capa de Phillipa.

Xavier se encogió de hombros. ¿Quién podía saber lo que pensaba Cummings? Atravesó el vestíbulo en la dirección opuesta para hablar con MacEvoy.

—Las cifras de beneficios continúan aumentando —MacEvoy le entregó el libro donde llevaba el registro de los clientes y de las ganancias recaudadas durante las últimas noches.

Cuando Rhys volviera, miraría los libros y le preguntaría por aquel pico alcanzado en clientes y beneficios. Y Xavier le hablaría de la pianiste que había estado tocando durante su ausencia.

Lo que no le diría era que la pianiste era Phillipa.

—Una mujer ha preguntado por vos —añadió MacEvoy.

—¿De veras? —las mujeres solían preguntar por él.

—No la conozco. Llevaba máscara. Le dije que volveríais en seguida —MacEvoy solía reconocer a la mayoría de los clientes, incluso cuando llevaban máscara. Sabía que la pianiste era la mujer que había visitado a Xavier aquel primer día, pero no conocía su nombre.

A no ser que se lo hubiera preguntado a Cummings. Porque ella sí se había presentado a Cummings cuando llegó. Tanto Cummings como MacEvoy conocían probablemente la identidad de Phillipa.

—Gracias, Mac —le devolvió el libro.

La siguiente parada de Xavier fue el salón de juego Hizo la ronda deteniéndose de cuando en cuando a hablar con los clientes y los croupiers. Se hizo luego a un lado y se dedicó a observar la habitación, buscando algún indicio de problema potencial. Algún perdedor imprudente. O furioso. O la peor plaga de un garito de juego: tramposos y estafadores.

Una mujer enmascarada se le acercó en ese momento. Sospechó que se trataría de la mujer que antes había preguntado por él.

—Hola, Xavier —su voz era baja y seductora.

—Madame —habitualmente era tan capaz como MacEvoy de reconocer a los clientes con máscara, pero aquella mujer era nueva para él.

—¿No me reconoces? —se echó a reír.

Xavier sonrió.

—Tengo práctica en no reconocer a nadie que se oculte detrás de una máscara.

Excepto Phillipa.

Ella le tocó un brazo.

—¡Tienes que conocerme!

No tenía la menor idea.

—Ha pasado una eternidad —continuó ella—. Diez años. Pero yo no te he olvidado —le apretó el brazo en un gesto excesivamente familiar.

¿Diez años? Su ánimo se enfrió de golpe.

Sí, de repente se acordó. Había estado a punto de arruinar su matrimonio, su reputación y el buen nombre de su familia la última vez que se encontró con ella.

—Perdonadme, pero no os conozco —dijo insincero—. La máscara os oculta bien. Vuestra identidad está a salvo aquí, os lo aseguro.

—Xavier... —su tono se tornó duro al tiempo que le clavaba los dedos en el brazo—. No puedes haberte olvidado de mí.

Desde luego que no.

Apenas había cumplido los dieciocho. Ella le sacaba dos años y por aquel entonces no había sido feliz en su matrimonio. Había buscado tener una aventura con él. Con la misma decisión y ferocidad que un regimiento al ataque.

Y ahora había vuelto.

Tuvo buen cuidado en mostrarse impecablemente cortés.

—Os lo aseguro, madame. Aquellos que escogen el anonimato en esta casa puede estar bien seguros de no perderlo. No os conozco ni os conoceré.

Ella lo llevó entonces a un rincón de la sala y se quitó la máscara.

—Ya está bien. Soy Dafne. Lady Faville. Seguro que me recuerdas.

No había cambiado. El mismo cutis blanco y perfecto. El mismo cabello rubio liso y los mismos ojos azules maravillosos. Una belleza perfecta.

Él volvió a ponerle la máscara.

—Por supuesto que os recuerdo, milady —recordaba su desesperada soledad de antaño y su confianza en que una aventura con él acabara con su infelicidad.

—¿Milady? —parecía como si fuera a echarse a llorar—. ¿Es que no podemos ser simplemente Dafne y Xavier?

—No —suavizó su expresión, pero barrió con una mirada la sala—. ¿Ha venido lord Faville con vos?

—¿No te has enterado? —le brillaron los ojos—. Ha muerto.

—Lo lamento —pensó que realmente debería prestar más atención a los periódicos—. Os presento mis condolencias.

La dama hizo un gesto de indiferencia.

—Ya no estoy de luto. He asistido a algunos actos de la Temporada, esperando verte. Hasta que me enteré de que estabas aquí.

Lo había estado buscando. Aquello no pintaba nada bien.

—No hay nadie ahora que pueda detenernos... —añadió ella, sonriendo.

Xavier apretó los dientes.

—Dafne —la tuteó por fin—, causaste un gran dolor y preocupación a mi familia a la vez que estuviste a punto de destruir tu reputación y tu matrimonio...

Los ojos se le iluminaron.

—¡Me has llamado Dafne!

«Dios santo», exclamó Xavier para sus adentros.

—Basta ya —alzó una mano—. Eres bienvenida en esta casa. A jugar en las mesas o a tomar refrigerios en el comedor, pero el pasado es pasado. No existe ya.

Y se marchó sin mirar atrás.

En el comedor, Phillipa interpretó únicamente piezas bien ensayadas para no tener que mirar las partituras. Si los clientes se dieron cuenta de que no se estaba esmerando demasiado, no mostraron indicio de ello.

De modo que identificó el momento exacto en que Xavier entró en la habitación: no solo porque lo percibió sino por la manera en que todas las cabezas femeninas se volvieron en su dirección. Ella lo miró también.

Se hallaba cerca de la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho, escuchando la sencilla tonada que estaba tocando. Su atractivo rostro estaba perfectamente compuesto y sereno. Nada que ver con su expresión de la noche anterior, cuando se enfrentó a sus agresores.

Fiera. Feroz.

No se quedó mucho tiempo. Nunca se quedaba mucho tiempo, pero ella también percibió el momento en que abandonó la sala.

Uno de los caballeros que la habían asistido aquel primer día entró en ese momento en la habitación, con rostro sombrío. Se sentó cerca del pianoforte, con una copa en la mano. Era uno de sus admiradores. Había varios hombres que siempre la oían tocar y se deshacían en elogios.

Qué ironía. Ni más ni menos que varios caballeros, ninguno de los cuales se habría dignado mirarla dos veces si hubiera podido ver su cicatriz.

La idea habitualmente la divertía, pero no esa noche, cuando eran otros los rostros que relampagueaban en su recuerdo. Los de los hombres que la habían atacado. El del hombre de la visión.

Después de tocar durante una hora y media, a Phillipa le dolía la cabeza. Se levantó del banco y aquellos que continuaban en la sala, el caballero incluido, estallaron en aplausos.

—Gracias —les hizo una reverencia—. Idos a jugar. Volveré a interpretar tras un breve descanso.

Era improbable que los clientes que abandonaron el comedor en aquel momento regresaran una vez que estuvieran concentrados en los naipes y los dados, pero no importaba. Cuantos más hombres y mujeres jugaran, mejor marcharían las finanzas para su familia.

Un caballero al que no había visto antes se acercó a ella.

—Excelente interpretación, madame.

¿Se trataría de otro admirador?

—Gracias, señor.

—No esperaba escuchar una música tan excelente —inclinó la cabeza—. Confieso que no sabía que el Club de la Máscara ofreciera un entretenimiento tan selecto.

—Me halagáis —los elogios que recibía en un lugar como aquel siempre la sorprendían.

—Digo la verdad —le aseguró el caballero.

Como la mayoría de los hombres que acudían al club, no llevaba máscara. Su rostro era agradable, así como sus maneras, lo cual la tranquilizó.

—Permitidme que me presente —le hizo una reverencia—. Soy el señor Everard.

—Encantada, señor Everard. ¿Habíais estado antes en el Club de la Máscara?

—Es mi primera vez —admitió—. He disfrutado particularmente de la música.

—¿Y no del juego?

El hombre negó con la cabeza.

—Yo nunca juego. Soy un hombre de negocios, y considero que no es una buena cosa jugarse el dinero a las cartas o a los dados.

El hombre de negocios, el representante que había trabajado para su padre... ¿habría compartido esa misma filosofía? ¿Habría aconsejado a su padre que no se jugara el dinero de la familia? Quizá su padre simplemente lo había ignorado. Tal vez Xavier supiera algo al respecto.

—Seguro que no habréis venido aquí a oírme interpretar.

—Tengo que confesar que no —sonrió—. Aunque lo habría hecho de haber tenido noticia de vuestra excelente música. Estoy aquí en calidad de acompañante.

—¿Acompañante?

—Fui representante del esposo de mi señora hasta su muerte, pero no diré más, para no correr el riesgo de revelar su identidad —parecía entristecido—. Basta decir que intento servirla de cualquier manera que ella me necesite.

—Qué generoso sois —Phillipa desvió la mirada al sirviente que atendía el comedor—. Si me disculpáis, tengo la garganta muy seca. Necesito pedir algo de beber.

El hombre levantó la mano.

—Decídmelo a mí. Yo os lo pediré.

—Un jerez me sentaría muy bien.

Atravesó la habitación para hablar con el criado.

El caballero que la había asistido aquel primer día se levantó de su silla para acercarse a ella, con su copa en la mano.

—Veo que tenéis un nuevo admirador.

—Uno más siempre es bienvenido —repuso. Había aprendido a bromear con los caballeros.

—El señor Campion es evidentemente un admirador —alzó una mano para contar con los dedos—. Luego está aquel nuevo caballero... y yo mismo, por supuesto. ¿Cuántos más?

Phillipa se sentó en una mesa cercana.

—Oh, no digáis absurdos. Creo que estáis molesto por alguna razón. Quizá habéis perdido demasiado dinero a las cartas y estáis ahora buscando distracción a mi costa.

—Muy astuta —se frotó la frente—. Tenéis razón, por supuesto —parecía genuinamente arrepentido—. Perdonadme. He perdido una gran cantidad de dinero y estoy por ello muy inquieto —señaló una de las sillas—. ¿Me permitís que os acompañe un momento?

—Siempre y cuando os comportéis adecuadamente.

—Tenéis mi palabra —y se sentó.

El señor Everard apareció en ese momento, apresurado, para servirle la copa de jerez.

—Tendréis que disculparme, madame. He de atender a mi señora.

—Gracias por el jerez, señor Everard.

El caballero ya se alejaba hacia la puerta, donde estaba esperando una dama enmascarada.

Phillipa abrió mucho los ojos, asombrada. Había esperado una anciana encorvada, y no aquella elegante criatura ataviada con un vaporoso vestido que centelleaba a la luz de las velas. Sus tirabuzones rubios resplandecían de la misma manera mientras entraba con paso elegante en la sala, siendo saludada inmediatamente por el señor Everard.

El caballero que se hallaba sentado con Phillipa señaló a la dama con la cabeza, discretamente.

—Es la bella lady Faville. La he reconocido incluso con la máscara.

Phillipa se volvió para mirarlo asombrada.

—¡No deberíais decirme quién es!

—Lo sé, lo sé —se encogió de hombros—. Pero es que es bastante fácil adivinar quién se esconde detrás de una máscara —miró a Phillipa—. Aunque la verdad es que no tengo la menor idea de quién sois vos.

Por supuesto que no podía saberlo.

—Probablemente no me hayáis visto nunca fuera de aquí.

—Seguramente —sonriendo, le tendió la mano—. Soy el señor Edward Anson.

¿Anson? «Oh, Dios mío», exclamó para sus adentros. Había conocido en cierta ocasión a John Anson, el heredero del conde Wigham. Una de sus compañeras de colegio se había casado con él. Aquel debía de ser su hermano pequeño.

Aceptó su mano.

—Lástima que lleve máscara —dijo el caballero, soltándole la mano y mirando de nuevo a lady Faville—. Su belleza es extraordinaria —su tono se tornó casi reverente—. Se casó con el vizconde Faville buscando su título y su fortuna. Creo que estalló algún escándalo poco después de que se casaran. No lo recuerdo exactamente, pero hubo otro hombre involucrado. El asunto fue silenciado en seguida —bebió un sorbo de brandy—. El vizconde la ató corto después de aquello. En este momento, sin embargo, ella puede tener al hombre que quiera. Faville tuvo la cortesía de morirse, dejándola muy bien aprovisionada.

Phillipa vio que el señor Everard se apresuraba a sacar una silla para lady Faville. Se veía que la dama lo tenía encandilado. Pobre hombre. La rica y bella viuda de un vizconde nunca estaría al alcance de un hombre de negocios como él.

Bebió un sorbo de jerez y sintió que sus sentidos se agudizaban.

Xavier había vuelto.

—Allí está Campion, buscándoos.

Xavier se hallaba en el umbral, estudiando detenidamente la habitación. Pero su mirada no fue a clavarse en Phillipa, sino en lady Faville. Enseguida retrocedió para desaparecer en el pasillo.

Anson apuró su copa.

—Vaya. Me pregunto si mi presencia lo habrá disuadido de acercarse a vos...

—No digáis esas cosas —le espetó Phillipa—. Me disgustan mucho.

El caballero se puso serio.

—Os pido nuevamente disculpas.

Phillipa volvió a sentarse ante el pianoforte y empezó a tocar Febo resplandeciente, una melodía de tono mucho más alegre de lo que se sentía por dentro. Su audiencia había disminuido, según había esperado, con más clientes que entraban y salían.

La reputadamente hermosa lady Faville se marchó al cabo de un rato, pero el señor Everard se quedó. Presumiblemente, la dama volvía a jugar. Anson se retiró también, pero Phillipa esperaba que se marchara a su casa en vez de quedarse para arriesgarse a seguir perdiendo. Xavier apareció fugazmente. ¿Habría entrado para comprobar que estaba bien? La sola idea la consolaba.

Terminada la actuación, fue al reservado de las damas. Lady Faville también estaba allí.

—Me preguntaba si querríais ayudarme con mi vestido... —le dijo—. Se me ha descosido una costura del hombro y no consigo componerla.

—Por supuesto —Phillipa se adelantó para ayudarla.

—He tirado de un hilo y se me ha ido toda la costura. ¡Qué contrariedad! —le entregó varios imperdibles—. No entiendo cómo mi doncella no se ha dado cuenta.

Phillipa prendió el primer imperdible.

—Sois la cantante, ¿verdad? —continuó lady Faville.

Ella habría preferido que la reconocieran como la pianiste.

—Sí.

—Tenéis una voz preciosa —dijo—. Y tocáis maravillosamente.

—Gracias —dijo Phillipa, sujetando los demás imperdibles con los dientes.

—Esta odiosa máscara es tan molesta... —la dama se la quitó—. ¿No detestáis vos llevar máscara?

—No. Lo prefiero, de hecho —Phillipa fue prendiendo los imperdibles de manera que cerraran la costura, pero sin que se vieran.

—Creo que saldré sin máscara —la dama se interrumpió por un momento—. Decidme, ¿vos conocéis bien al señor Campion?

La pregunta la tomó completamente desprevenida.

—Lo conozco, ciertamente. Toco el pianoforte aquí la mayor parte de las noches.

—¿Sabéis si tiene algún compromiso? Últimamente no ha frecuentado mucho la sociedad y ni lo he visto ni he sabido nada de él.

Phillipa terminó de colocar el último imperdible.

—Yo nada sé de sus asuntos personales.

La voz de Faville se convirtió en un nostálgico murmullo.

—Yo lo conocí hace mucho tiempo.

Phillipa retiró las manos del vestido y se apartó.

Y vio el rostro de lady Faville.

Estaba ante un ángel. Aquel cutis tan blanco y suave parecía de otro mundo. Preciosos ojos azul celeste. Labios llenos, del color de las rosas del verano.

No le extrañó que el señor Everard estuviera tan embelesado con ella y que el señor Anson se deshiciera en elogios sobre su belleza.

Lady Faville se tocó el hombro del vestido.

—Oh, habéis hecho un gran trabajo —se miró en el espejo y sonrió—. ¡Es perfecto! Os estoy muy agradecida.

Su sonrisa aumentó todavía más su hermosura. Phillipa apenas podía hablar ante semejante perfección física.

—Ha sido un placer —logró pronunciar.

La dama se miró en el espejo.

—Me pregunto si necesitaré la máscara —se volvió hacia Phillipa—. ¿Qué pensáis vos? Soy viuda. Las viudas pueden permitirse ciertas licencias, ¿no?

Phillipa bajó la mirada.

—Yo no me atrevería a aconsejaros.

—¡Creo que prescindiré de ella! —exclamó con tono ligero, y lanzó a Phillipa otra deslumbrante sonrisa—. Gracias otra vez. Estoy en deuda con vos.

Phillipa esperó unos minutos más antes de seguir a la belleza fuera del reservado. Estaba estremecida. Por segunda vez en días, no podía explicar su propia reacción ante un rostro. El primero había sido ciertamente imaginario, pero el de lady Faville era demasiado real.

Tras lanzar un rápido vistazo a la puerta, se volvió hacia el espejo y se alzó la máscara.

El contraste entre su imagen y el rostro de lady Faville le provocó una punzada de dolor.

Volvió a colocarse la máscara y abandonó el reservado para dirigirse al vestíbulo. Habían pasado años desde la última vez que había comparado de una manera tan directa su aspecto con el de otra mujer. Años desde que se había visto consumida por la envidia. Se había esforzado mucho por aceptar lo que no podía cambiarse y por mostrarse agradecida por lo que poseía. Talento y habilidad para la música, por ejemplo.

Pero desde que sufrió el ataque de los maleantes, y desde que tuvo aquella visión, sus sentimientos se hallaban en un estado de caos. Hasta la noche anterior, había ejercido un excelente control sobre sí misma.

Ya no.

Cummings fue a buscar su capa y recogió también el sombrero y los guantes de Xavier.

Un momento después, Xavier entró en el vestíbulo.

—Disculpa. Me he entretenido.

—Yo acabo de llegar —repuso ella.

Xavier recibió la capa de manos de Cummings y se la echó a Phillipa sobre los hombros. Ella se subió la capucha y esperó mientras él se ponía el sombrero y los guantes.

Cummings les abrió la puerta.