—Buenas noches, Cummings —se despidió ella.
El criado inclinó la cabeza en silencio.
Cuando salieron a la calle para esperar el coche de punto, un escalofrío le recorrió la espalda. Aquella noche le recordaba terriblemente la última, que había empezado tan bien. No había vuelto a sentirse tan cómoda desde entonces, y en ese momento la escena se repetía sin cesar en su imaginación. Incluida la visión de aquel rostro masculino.
Lo había visto antes, estaba segura de ello, pero el único recuerdo que lograba evocar era el de la visión.
El coche se detuvo ante ellos y Xavier la ayudó a subir. Desde el instante en que se sentó junto a ella, Phillipa sintió su calor y aspiró aquel aroma a bergamota que siempre le recordaría a él. Se quitó la máscara y, cubierto el rostro bajo la capucha, pensó en lady Faville.
—Con el cochero del coche de punto ya no necesitas acompañarme —le dijo de pronto. Ninguno de ellos había hablado hasta entonces.
Tuvo la impresión de que Xavier hubo de esforzarse por salir de su ensimismamiento para responder.
—Te acompañaré con cochero o sin él.
¿Para qué tomarse tantas molestias con ella? Solo podía suponer que sentiría algún tipo de obligación hacia su familia. Se imaginaría que era su deber.
Como cuando bailó con ella.
Cuando el coche llegó a Hay Hill, cerca de donde tuvo lugar el asalto, Xavier le pasó un brazo por los hombros y la acercó hacia sí. Phillipa parpadeó para contener las lágrimas. Tal vez en ese momento la estuviera acompañando por pura obligación, pero seguía siendo su amigo de la infancia, el mismo que la había consolado en sus momentos de tristeza.
Y, egoístamente, pensó en sí misma. No importaba que por su culpa él hubiera descuidado sus obligaciones en la casa de juego. No importaba que por su culpa hubiera sido atacado por aquellos rufianes. Quería tocar su música.
Sí, quería tocarla. Lo deseaba con tanta desesperación que habría sido capaz de aventurarse a volver sola cada noche arriesgándose a sufrir otro ataque, con tal de tener la oportunidad de hacerlo.
No dejó de abrazarla durante el resto del trayecto a casa y la acompañó hasta casa. No cruzaron una sola palabra.
Quería darle las buenas noches y agradecerle su bondad, pero no le salieron las palabras. Le tomó la mano y él le apretó la suya en respuesta.
Con la otra mano, Xavier le acunó una mejilla, la de la cicatriz, y apoyó la frente contra la de ella.
Fue un instante fugaz, pero el corazón de Phillipa se aceleró como si hubiera salido corriendo del Club de la Máscara para llegar hasta allí.
Apresuradamente, abrió la puerta y entró en casa.
Cinco
Xavier volvió a subir al coche, que regresó a su punto de Piccadilly. Allí pagó al cochero y volvió andando a la casa de juego.
Phillipa había estado muy callada aquella noche. Él también, pero el gesto que tuvo de tomarla entre sus brazos cuando pasaron al lado del lugar de la agresión lo había dejado casi tan afectado como lo dejó el propio ataque. Le habían entrado deseos de abrazarla para siempre, para no dejar que nada malo pudiera volver a sucederle nunca.
No había querido separarse de ella aquella noche. Cuando la acompañó hasta la puerta, quiso entrar con ella y seguirla escaleras arriba hasta su dormitorio. Quiso mostrarle las delicias que entrañaba compartir un lecho, delicias que habrían podido borrar el dolor que había visto en sus ojos, un dolor que no había visto en ellos antes de sufrir el asalto.
Pero, en lugar de ello, debía volver a la casa de juego. Una perspectiva que temía.
Porque Dafne seguiría sin duda allí, esperándolo como la araña esperaba al insecto que quedaría atrapado en su red.
No podía negar su belleza, una belleza que casi lo había seducido cuando tenía dieciocho años. Dafne lo había deslumbrado. Lo había tentado.
Y, en última instancia, había sido la culpable de que se enrolara en el ejército. Ese había sido el acuerdo al que había llegado con lord Faville. O Xavier desaparecía, o Faville habría arrastrado el buen nombre de su familia por el lodo.
El padre de Xavier le había conseguido un mando en el ejército y el ejército lo había convertido en el hombre que era en ese momento. Xavier no habría deseado que las cosas fueran de otra forma.
Tan pronto como volvió a entrar en el salón de juego, la vio allí. Durante el resto de la noche, los ojos de Dafne lo siguieron a dondequiera que iba.
Para consternación de Xavier, Dafne, que no llevaba ya máscara, volvió una y otra vez a la casa de juego. Rápidamente, los periódicos se hicieron eco de que la encantadora viuda, lady F., había desarrollado una nueva afición por el juego en el Club de la Máscara.
El rumor atrajo más clientes que nunca.
El hombre de negocios de Dafne, que nunca jugaba, la acompañaba cada vez. Por lo que sabía Xavier, la mujer tenía lisonjeros aduladores, pero ningún amigo. Ninguna amiga, al menos. Las mujeres que frecuentaban el club le lanzaban miradas como dardos.
Xavier lo sentía por ella, pero solo lo suficiente como para no fustigarla con su lengua. Cada noche Dafne encontraba alguna oportunidad de hablar con él. Xavier se mostraba cortés, y nada más. Ella no volvió a mostrarse impertinente.
Phillipa también continuaba acudiendo a la casa de juego. Aunque parecía algo más recuperada de la agresión, su inicial entusiasmo con la música había desparecido.
La cómoda camaradería que había reinado entre ellos también se había esfumado. La echaba de menos.
Ella seguía decidida a seguir tocarlo música, algo de lo cual Xavier le estaba agradecido. Al menos así podía estar con ella. Esa noche la vería. Y supuestamente también a Dafne.
Pero primero debía cenar con sus padres.
Había recibido la invitación el día anterior. Confiaba en que quisieran comprobar simplemente que seguía entero, en lugar de recibir alguna mala noticia suya. Las malas noticias no solían esperar a una invitación a cenar.
Era un poco tarde cuando llamó a la puerta de la casa de sus padres en la capital.
—Buenas tardes, señor —el criado sonrió de oreja a oreja mientras se hacía cargo de su sombrero y sus guantes.
—¿Cómo estás, Buckley? —Buckley llevaba muchísimo tiempo trabajando para los Campion.
—No puedo quejarme, señor. Gracias por interesaros —le hizo una reverencia.
Xavier le lanzó una mirada de complicidad.
—¿Y mis padres? ¿Hay algo que debiera saber?
—Gozan de buena salud, si eso a lo que os referís.
Xavier le puso una mano en el brazo.
—Asegúrate de avisarme si eso cambia. Probablemente ellos no me dirían nada.
—Lo haré señor —señaló con la cabeza el salón—. Me atrevo a deciros que os esperan con impaciencia.
—Será mejor que me apresure entonces.
Xavier abrió la puerta del salón y sus padres se levantaron rápidamente para darle la bienvenida con un cariñoso abrazo.
—Ya habíamos perdido la esperanza de verte —le dijo su madre, abrazándolo con fuerza.
—Yo no —su padre le palmeó en el hombro—. Yo ya le dije que llegarías tarde.
El mayordomo apareció para anunciar que la cena estaba preparada, antes de saludar asimismo afectuosamente a Xavier. Los tres se dirigieron directamente al comedor.
La cena transcurrió en un ambiente agradable, trufado de noticias sobre sus hermanos y hermanas, con sus hijos. Xavier era el pequeño de cuatro chicos, con dos hermanas mayores y otras dos más pequeñas. Todos ellos estaban casados. Y todos sus hermanos tenían lo que su padre llamaba «dignas ocupaciones». El cabeza de familia dedicó la mayor parte de la cena a ponerle al tanto de todo el mundo, desde su hermano mayor hasta su sobrina más joven.
Cuando llegaron los postres, la atención de ambos se concentró por fin en su persona, como sabía que terminaría ocurriendo.
—No puedes dedicar tu vida a gestionar una casa de juegos —le comentó su padre, después de lamentar la falta de un rumbo en su vida.
—No es esa mi intención —le aseguró Xavier—. Simplemente estoy ayudando a Rhys.
—Me gusta mucho Rhys —dijo su madre mientras se llevaba una cucharada de natillas a la boca—. Pero que regente una casa de juego es algo que no puede gustarme.
—Lo entiendo —repuso Xavier—. Es algo temporal, sin embargo.
Rhys tenía otros planes. Quería invertir en industrias, si no de máquinas de vapor, de otra cosa. Ganaría una fortuna y se vindicaría sí mismo ante su padre, que lo había dejado sin un penique cuando no era más que un muchacho, abandonándolo en las calles.
El deseo que tenía Xavier por triunfar era tan fuerte como el de Rhys. Solo que él no quería una fábrica, algo por lo que sus padres habrían debido sentirse algo agradecidos, al menos. Porque ante sus ojos poseer una fábrica sería probablemente aún más vulgar que una casa de juego.
Su padre bebió un sorbo de vino.
—Admito que me alegro de que hayas dejado el ejército. Tú sabes que yo nunca quise esa vida para ti. Demasiado peligrosa. Además de que te ha llevado a lujares muy lejanos.
Su padre no tuvo necesidad de añadir que si Xavier entró en el ejército fue por culpa de Dafne y de las amenazas de su marido.
Xavier esbozó una mueca.
—Bueno, espero que no volváis a sugerirme que estudie leyes o me convierta en servidor de la iglesia...
Su padre alzó una mano.
—Eso sería perder el tiempo.
Xavier deseaba evitar una discusión con sus padres: los quería demasiado.
—¿Qué tal el campo? —exclamó de pronto su padre, radiante—. Podemos ayudarte a adquirir una buena finca y...
—Tengo suficiente dinero para adquirirla yo mismo —lo interrumpió Xavier—. No necesito el vuestro. Quizá al final termine haciendo exactamente eso, pero el campo se está resintiendo mucho después de la guerra. Demasiadas cosas están cambiando. Puede que no sea la ocupación más inteligente.
Pero sería la más sencilla. Convertirse en un aristócrata rural y dedicarse a supervisar a los otros, a los que trabajaban de verdad.
¿Qué desafío podía entrañar eso?
Xavier terminó las natillas que la cocinera había preparado especialmente para mí.
—No os preocupéis por mí. Ya encontraré algo.
No se quedó mucho tiempo más. Besó a su madre, estrechó la mano de su padre y abandonó la casa en un estado de inquietud. Acababa de ponerse el sol y seguía habiendo bullicio en las calles, con las tiendas todavía abiertas.
Xavier confiaba en que sabría reconocer la oportunidad adecuada en cuanto se cruzara en su camino. Sería algo que excitara su interés. Que lo pusiera a prueba de alguna forma.
Caminó por Piccadilly y dejó atrás Saint James. Como siempre sucedía, las mujeres se volvían para mirarlo dos veces. Algunas calles más adelante, en Covent Garden, las mujeres se animarían a hacerle proposiciones. Pero no llegaría tan lejos.
Llegó a la nueva Burlington Arcade y entró en el pasaje. Pensó una vez más en la gran idea que había tenido Cavendish, su propietario, cuando convirtió su propiedad en una galería comercial cubierta. Se decía que la había construido para evitar que conchas de ostras, botellas y otros residuos fueran a parar a su jardín. Fuera cual fuera la razón, las tiendas empleaban a numerosos trabajadores. Tener empleo era algo precioso en aquellos tiempos.
Caminó por el pasaje, de tienda en tienda. Mercerías, lencerías, sombrererías. Zapaterías, relojerías, talleres de paraguas... Había incluso un vendedor de partituras de música.
En un impulso, entró en la tienda.
—Música para pianoforte. Lo más nuevo y lo mejor —pidió al tendero.
El hombre le sacó la partitura de Concédeme la palabra, una tonada compuesta a partir del poema de Shakespeare Venus y Adonis.
Concédeme la palabra, que hechizaré tu oído
Tal como un hada flotaré sobre la hierba,
O como una ninfa, de larga caballera desmelenada,
Bailaré en la arena...
¿Le gustaría a Phillipa? Esperaba que sí.
Abandonó la tienda y se fijó en los altos vigilantes de uniforme, los encargados de hacer respetar las normas de la galería. Cavendish los había reclutado entre su regimiento anterior, el Décimo de Húsares. Una manera inteligente de proporcionar trabajo a antiguos soldados cuyos regimientos habían sido desmantelados y se encontraban en ese momento abandonados a sus propios medios.
Xavier abandonó el pasaje y enfiló de vuelta a Saint James, hacia la casa de juego de Rhys. Vio a soldados licenciados en las calles, vistiendo raídos uniformes a falta de otra ropa. Algunos mendigaban. Otros habían bebido demasiado.
Se fijó en un hombre que estaba apoyado en la pared de un edificio, con la mirada alerta. Tenía cortes todavía recientes en el rostro y en el cuello. Los mismos que le había infligido Xavier.
—¿Os sobraría un penique para un soldado?
Xavier se plantó ante él y el mendigo abrió mucho los ojos.
—¿Te acuerdas de mí? —le preguntó Xavier con voz baja y profunda.
El hombre bajó la vista.
—No debimos haberos hecho a vos y a la dama lo que os hicimos. Fue algo imperdonable —se tocó el corte de la mejilla—. Me llevé lo que me merecía.
—¿Por qué lo hiciste, entonces?
—Bebí en exceso, señor. Nuestros estómagos estaban cargados de ginebra —el hombre parecía avergonzado.
—¿Tenías hambre? —al ver que asentía, añadió— ¿Tienes hambre ahora?
El hombre volvió a asentir.
Xavier echó mano al bolsillo y sacó varias monedas, que depositó en la palma del antiguo soldado.
—Vuelve mañana a mediodía, a esta misma esquina —le señaló las monedas—. Habrá más de estas.
El hombre miró las monedas y luego a Xavier. Entrecerró los ojos.
—¿Cómo sabré que no traeréis a la guardia con vos?
Xavier le sostuvo la mirada.
—No lo sabrás. Pero te diré una cosa: serví en la infantería de East Essex. Yo también entré en batalla —no necesitaba decirle cuál. Ambos sabían que se refería a Waterloo.
El antiguo soldado inclinó respetuosamente la cabeza.
—Estaré aquí mañana, cuando el reloj dé las doce.
Aquella noche, como siempre, Phillipa bajó descalza la escalera y se escabulló fuera de casa. Tras detenerse para ponerse los zapatos, echó a andar a paso rápido y confiado a donde sabía que estaría esperándola Xavier con el coche de punto.
La saludó al verla acercarse.
—¿Qué tal estás, Phillipa?
Pensó que él nunca se quejaba de las molestias que se tomaba con ella. Aunque sabía que eran muchas.
—Muy bien, Xavier —respondió mientras se dejaba ayudar para subir al coche—. ¿Y tú?
—Pasablemente bien —se sentó a su lado.
—¿Solo pasablemente? —quizá, efectivamente, le estuviera causando demasiadas molestias.
—Oh, no es nada serio. Hoy cené con mis padres.
—Espero que gocen de buena salud —no había vuelto a ver a los Piermont desde el baile que había dado su madre.
Tenía la sensación de que había transcurrido una eternidad desde entonces.
—Sí, su salud es perfecta. Como la de todo el mundo en la familia. Los Campion son una sana multitud, ya sabes.
Eran ocho hermanos. Cuando conoció a Xavier en Brighton, los hermanos mayores habían estado estudiando en Oxford; ella apenas los había visto durante aquellos veranos.
Las hermanas de Xavier se aproximaban a su edad, pero había sido a ella a quien él había elegido como amiga.
Y seguía comportándose como si lo fuera, pese a las molestias que ella le causaba.
—¿Qué es lo que convirtió la cena de tus padres en algo pasablemente tolerable? —se dio cuenta de que rara vez Xavier hablaba de sí mismo.
Pese a la penumbra del interior del carruaje, pudo distinguir su triste sonrisa.
—Como podrás imaginar, mis padres desean verme bien establecido. Preferirían que me ocupara en otras cosas que no fuera dirigir un garito de juego.
—¡Pero si no es ningún garito! —a ella le parecía un lugar de buen gusto, nada oscuro ni peligroso.
—No, no es un garito. Pero tampoco es lo que ellos habrían elegido para mí.
La aristocracia no regentaba casas de juego. Sus propios hermanos habían pedido a Rhys que lo hiciera por ellos.
—Mis padres tampoco elegirían para mí que tocara el pianoforte en una casa de juego. Mi madre no, al menos. Dudo que mi padre se dignara siquiera a dedicarme un solo pensamiento —pero otra vez estaba hablando de sí misma—. Yo pienso que no debemos dejarnos condicionar por las expectativas de la sociedad. La pregunta debería ser otra: ¿eres feliz con lo que estás haciendo?
Xavier le sonrió.
—Ignoraba, Phillipa Westleigh, que estuvieras tan versada en la filosofía de los nuevos tiempos.
Giró bruscamente la cabeza.
—Ahora te estás burlando de mí.
Él le puso un dedo bajo la barbilla y la obligó suavemente a volver de nuevo el rostro.
—Tal vez un poco. Pero, créeme, por muy enojoso que haya sido tu comportamiento al empeñarte en caminar sola por las calles, admiro tu determinación y el empeño que pones en hacer lo que más te gusta hacer.
—Tengo que darte a ti las gracias por ello, Xavier —lo miró a los ojos, sorprendentemente azules—. Tú me proporcionaste la oportunidad de interpretar mi música y mis canciones delante de una audiencia. Ha sido un verdadero gozo para mí y te estoy muy agradecida.
De repente vio que su mirada se oscurecía.
—Demuéstrame tu agradecimiento.
—¿Qué? —se había quedado perpleja.
Esbozó una media sonrisa.
—Con un beso.
Sintió cómo la sangre afloraba a sus mejillas. Él desvió entonces la mirada.
—Era una broma.
Por supuesto. Lo había dicho bromeando. ¿Qué podía haber más cómico que una dama marcada por una cicatriz besara al hombre al que antaño sus amigas habían llamado Adonis?
Él le cubrió una mano con la suya.
—Casi me olvidaba.
Aquel gesto de cariño la dejó aún más confusa.
—¿Te olvidabas de qué?
Le acarició la mano con el pulgar.
—Hoy adquirí una partitura de música para ti. El tendero me aseguró que era muy nueva, así que no es probable que la hayas interpretado ya.
—Xavier... —se le cerró la garganta—. Gracias.
En un impulso, le acarició los labios con los suyos.
Él la abrazó entonces y prolongó el beso. Maravillosa fue la sensación de aquella carne suave y sin embargo fuerte y firme contra la suya. Phillipa pudo sentir cómo aquel beso recorría todo su cuerpo llenándolo de un intenso anhelo.
El cochero dio unos golpes en el lateral del coche y se apartaron de golpe. El corazón le latía tan rápido que casi temió que Xavier pudiera oírlo.
—Creo que ya hemos llegado —pronunció él con voz ronca.
Saltó del carruaje para ayudarla a bajar y pagó al cochero. Entraron en la casa y, como siempre, Cummings se hizo cargo de su capa.
Xavier volvió a tocarle la mano.
—Iré a escucharte en cuanto pueda.
Ella asintió, aunque seguía bajo el encanto de su beso y todo lo demás se le antojaba irreal.
Tras asegurarse de que llevaba bien colocada la máscara, subió al comedor. Las mesas estaban ya llenas de clientes deseosos de oírla interpretar y cantar.
El señor Everard se había sentado cerca del pianoforte. Lo que significaba que la bella viuda, lady Faville, estaba también presente. Había estado acudiendo a la casa de juego cada noche que ella había tocado.
Pero no para escucharla a ella, por cierto.
El señor Everard la saludó con una inclinación de cabeza cuando se estaba sentando en el banco.
Ella le sonrió.
Delante de ella vio una nueva partitura, con una escueta nota escrita a lápiz en la cubierta: Para que lo disfrutes. X.
Le temblaban los dedos cuando abrió la cubierta y hojeó las primeras páginas. Los versos le llamaron la atención:
El amor es un espíritu todo compacto de fuego
No grueso para hundirse, sino ligero, aspirante a todo.
Phillipa suspiró profundamente. Ella nunca debía aspirar a nada. Independientemente del beso, que probablemente había formado parte de la broma de Xavier. Había estado peligrosamente cerca de aspirar a algo después de aquel lejano baile, en aquella primera Temporada. Pero ya no.
Desvió la mirada hacia la puerta y vio a Xavier... del brazo de lady Faville.
Xavier, alto y moreno, con sus ojos azules de negras pestañas. Lady Faville, delicada y luminosa en contraste. Eran ambos tan bellos, tan perfectos, que todas las miradas se clavaron inmediatamente en la impresionante pareja. Lady Faville parecía disfrutar de aquella atención, mientras que Xavier parecía como si no la viera. La acompañó hasta la mesa del señor Everard.
El pobre señor Everard parecía desolado.
«Vos tampoco debéis aspirar a nada, señor Everard», pensó Phillipa.
Para su sorpresa, sin embargo, Xavier se apartó para retirarse al fondo de la sala.
Phillipa puso encima de las demás partituras la que acababa de recibir y eligió otra canción para interpretar. Cantó:
Hilo de oro es su cabello
Procedente del telar de Minerva.
Claveles sus labios que destilan rocío,
Perfume su aliento...
La sala entera aplaudió cuando hubo terminado. Lady Faville sonreía.
Xavier inclinó la cabeza, admirado.
Lady Faville se quedó en el comedor cuando Phillipa terminó su actuación, para disfrutar de su habitual descanso. La dama se inclinó hacia el señor Everard y le dijo algo al oído. Él se levantó de inmediato para dirigirse apresurado al bufé. A llenar un plato para ella, supuso Phillipa.
Recogió sus partituras y se levantó, flexionando los dedos.
—Tocáis maravillosamente bien —le comentó lady Faville. La dama sonrió y palmeó la silla contigua—. Por favor, sentaos conmigo un rato. He pedido al señor Everard que nos traiga dos platos de comida y que os consiga también algo de beber.
Phillipa no tuvo más remedio que sentarse con ella.
—Sois muy amable... vos y el señor Everard.
Lady Faville se giró para lanzar al hombre una cariñosa mirada.
—Es un encanto. No sé cómo me las arreglaría sin él —volviéndose de nuevo hacia Phillipa, añadió—: Creo que ya os había dicho que soy viuda.
—Ciertamente —se preguntó qué razón podía tener aquella mujer para invitarla a conversar.
La dama lanzó una mirada a su alrededor.
—Este club está decorado con mucho estilo, ¿no os parece?
Phillipa tuvo por fuerza que mostrarse de acuerdo. Le encantaba especialmente aquella sala, decorada al estilo Robert Adam, con tonos pastel y filigranas de estuco.
Lady Faville no le dio tiempo a hablar, sin embargo.
—Sospecho que el señor Campion ha tenido algo que ver en la decoración. Entiendo que ha estado al lado del señor Rhysdale en todo el proceso. Las habitaciones revelan un gusto tan refinado... Es algo que no me esperaba, la verdad. Pero conociendo el papel del señor Campion en la gestión de la casa, no puedo menos de atribuirlo a su buena influencia.
Aquello indignó a Phillipa. ¿Cómo se atrevía a sugerir que su hermanastro no tenía gusto alguno, al contrario que Xavier?
Inmediatamente sonrió para sí misma. Evidentemente había aceptado a Rhysdale en la familia como un miembro más, cuando tan dispuesta estaba a saltar en su defensa. Intentó mantener un tono neutral.
—Presumo que no conocéis al señor Rhysdale.
Lady Faville se echó a reír.
—Dios mío, no. ¿Cómo podría conocerlo? —bajó la mirada a su copa de vino, que agitó con gesto distraído—. Tengo entendido que el señor Campion os escolta en vuestras idas y venidas a esta casa.
—Así es —ahora entendía por qué lady Faville la había buscado.
Suponía que todo el mundo allí sabía que llegaba y se marchaba en compañía de Xavier. Eran muchas las noches que llevaba acudiendo al Club de la Máscara, así que ese detalle no podía haber pasado inadvertido.
Lady Faville continuó jugueteando con su copa.
—Cuando tan generosamente me ayudasteis con mi vestido, no me quedé con la impresión de que existiera algún tipo de... vínculo entre vos y el señor Campion —alzó los ojos y la miró ansiosa, anhelante—. Porque por nada del mundo me interpondría yo entre una mujer y su... su amour. Si hay una cosa que respeto por encima de todas es el amor entre un hombre y una mujer.
Phillipa le sostuvo la mirada. Por dentro sentía las palabras de lady Faville como dagas que le apuñalaran el corazón, aunque ignoraba por qué debería sentirse así.
A no ser que fuera por el beso.
Por fin encontró la voz para hablar.
—¿Por qué me preguntáis eso? Yo no os conozco, y vuestra pregunta es de naturaleza muy personal.
Lady Faville se ruborizó ligeramente.
—Oh, estoy siendo impertinente, ¿verdad? Es solo que me gustáis mucho. Me gustaría que fuéramos amigas. Y por nada del mundo querría yo hacer daño a una amiga.
Parecía que había hablado con sinceridad, pero Phillipa desconfiaba. Quizá fuera la misma envidia que sentía por aquella mujer la que le hacía dudar.
Lady Faville estiró una mano para tocarle la máscara.
—Supongo que el señor Campion habrá visto el rostro que se oculta detrás de esa máscara y se ha enamorado desesperadamente de vos.
Phillipa bajó la vista. Xavier había visto, efectivamente, detrás de su máscara. La dama continuó:
—Creo que deberíais quitárosla, para que os admiraran todos los caballeros.
¿Se estaría burlando de ella? ¿Sabría quizá de la cicatriz que le desfiguraba la cara? Nadie allí lo sabía excepto Xavier, y no quería creer que él hubiera podio contárselo a alguien.
Pero Xavier había visto su rostro. ¿Cómo podía no comparar sus cicatrices con la perfección de aquella dama? Resistió el impulso de tocarse la cara marcada.
Un criado le llevó en aquel momento una copa de jerez. Alzó la copa y bebió un sorbo antes de responder a lady Faville.
—La máscara sirve a mis propósitos —dio otro sorbo y le sostuvo deliberadamente la mirada, sonriendo de manera enigmática—. Solo puedo deciros que el señor Campion y yo somos... amigos.
¡Que se muriera de curiosidad!
Una fina arruga se dibujó en el entrecejo de la dama.
Phillipa desvió la mirada por un instante y vio que el señor Everard se hallaba de pie con los dos platos de comida en las manos, observándolas. Lady Faville le hizo una discreta seña.
El hombre se acercó inmediatamente con los platos. Sirvió primero a su señora.
—Oh, ha escogido usted todo lo que me gusta... —comentó radiante.
La expresión del señor Everard se suavizó. Le temblaba la mano cuando dejó el segundo plato delante de Phillipa.
—Mi señora pensó que quizá podría apetecerle comer algo.
—Gracias, señor Everard.
El pobre estaba perdidamente enamorado de la dama. Hizo una reverencia.
—Os dejo para que habléis —miró a lady Faville—. Quedo a vuestra disposición, madame.
—Es usted un encanto, señor.
El caballero se alejó. Lady Faville se volvió de nuevo hacia Phillipa, sonriente.
—¿Acaso no ha hecho un buen trabajo eligiendo estos manjares?
Phillipa escogió una loncha de queso.
—Parece un hombre muy entregado.
—Entregado —asintió la dama, aprobadora—. Esa es la palabra que mejor le cuadra —sacudió la cabeza como si quisiera olvidarse del señor Everard—. Pero estábamos hablando del señor Campion, ¿verdad?
—Así es —repuso Phillipa.
Una expresión de determinación asomó a los ojos de lady Faville.
—Yo supuse que el hecho de que Xavier... quiero decir el señor Campion... os acompañara cada noche significaba que existía una relación de naturaleza personal entre ambos.
—Una relación de naturaleza personal... —repitió Phillipa, enigmática.
Al igual que simulaba ser digna de los flirteos que a veces le lanzaban los caballeros del Club de la Máscara, bien podría simular que Xavier y ella eran amantes, y que por tanto podía ser un rival para aquella etérea criatura.
Pero Phillipa era demasiado prudente para eso. Xavier no era más que un antiguo amigo de la familia, forzado en ese momento por ella a un papel protector.
No podía interponerse en el camino de algo que podría hacerle feliz.
Pero seguía sin poder resistirse de hacer ciertas insinuaciones.
—Yo no supongo que vuestra relación con el señor Everard es de naturaleza personal. Y sin embargo él os acompaña en vuestra idas y venidas al Club de la Máscara, ¿verdad?
Los ojos de lady Faville se abrieron de sorpresa.
—Ciertamente, pero... —parpadeó varias veces—. Oh, comprendo lo que queréis decir. ¡Vuestra relación con el señor Campion es comparable a la de una empleada con su empleador!
No, no era eso en absoluto lo que deseaba insinuar. Xavier no era su empleador. Él le había hecho un regalo... «para que lo disfrutes», había escrito. Era un amigo.
Y le había devuelto el beso.
Phillipa fingió concentrarse en la comida y disfrutar de los dulces y otros manjares que le había servido el señor Everard.
Lady Faville se inclinó hacia ella.
—¡Debo confiar en alguien! Si vengo al Club de la Máscara es únicamente por el señor Campion. Nosotros... fuimos amantes hace años, pero yo estaba casada y la cosa no pudo prosperar. Necesitaba estar segura de que nadie se interponía esta vez entre nosotros. Vos sois una dama tan inteligente y encantadora que llegué a temer que sus afectos estuvieran ya comprometidos, con lo que mi segunda oportunidad se habría malogrado para siempre.
¿Amantes? ¿Amantes?
La palabra fue como una nueva daga que se hundiera en su corazón, pese a que eso no debería importarle. No debería.
—Yo no puedo ser vuestra confidente, milady. Ni me corresponde a mí...
Lady Faville la agarró de la muñeca.
—Oh, pero debéis serlo. No me importa que pertenezcáis a una posición inferior...
¿Posición inferior? Phillipa era hija de conde.
—Confío en mi doncella, también —lady Faville sonrió condescendiente—. Pero vos conocéis al señor Campion. Seréis capaz de ayudarme.
Phillipa enarcó las cejas.
—¿Una persona de posición inferior como yo? ¿Una simple pianiste?
Su tono sarcástico pasó desapercibido a la dama.
—Debe de hablar con vos cuando os trae aquí y os lleva a vuestra casa. ¿Me ha mencionado alguna vez?
Más había hablado Phillipa con él que él con ella. ¿Habría confiado en ella para comentarle algo sobre lady Faville, de haber tenido la oportunidad?
—No me ha mencionado vuestro nombre —respondió, sincera.
Lady Faville se deprimió, pero para recuperarse enseguida.
—¿Pero me lo diréis si alguna vez os habla de mí? ¡Sé que lo haréis! —le apretó la mano—. Ahora somos amigas.
Phillipa retiró la mano.
—Es hora de que vuelva a interpretar.
—Por supuesto —sonrió la dama—. Y será un placer escucharos. Pero yo debería volver al salón de juego...
Phillipa se levantó para dirigirse al pianoforte. Empezó con una tonada que había compuesto ella misma. Hablaba de la vuelta de un marinero del mar, a los brazos de la mujer que lo había esperado fielmente.
Una felicidad que ella nunca conocería.
La música, como siempre, colmó su espíritu y ahogó toda preocupación. Se abandonó a ella, tanto que parpadeó sorprendida cuando sonaron los aplausos. Dado que se acercaba la hora de llegada del coche de punto, anunció la última canción, una de despedida. Una composición suya con la que terminaba cada actuación. Había escrito las primeras notas poco después de aquel primer baile que disfrutó con Xavier.
Poco después estaba esperando a Xavier en el vestíbulo. Ya se había puesto la capa, con su nueva partitura bien guardada en un bolsillo.
Xavier bajó procedente del salón de juego. Se dirigió hacia Phillipa para decirle casi al oído, para que nadie más lo oyera:
—Hoy no puedo acompañarte a casa.
Era la primera vez que sucedía.
—¿Hay problemas?
Alzó la mirada hacia la puerta del salón de juego.
—Podrían producirse si me marcho ahora. ¿Quieres que haga que te acompañe alguien? ¿O confías en nuestro cochero? Le pagaré un dinero extra para que te acompañe hasta la misma puerta de tu casa.
—Estaré perfectamente a salvo con el cochero —le aseguró ella.
Xabier la tomó del brazo.
—Vamos, te acompaño a la puerta. Hablaré con él.
Justo en ese instante, Phillipa alzó la mirada y vio a lady Faville observándolos desde el rellano de la escalera. Se preguntó si Xavier acabaría la noche en su compañía.
Fuera, el carruaje esperaba y Xavier habló rápidamente con el cochero antes de volverse hacia ella para ayudarla a subir.
Phillipa aceptó su brazo, pero no montó inmediatamente.
—Recuerda que no vendré esta noche.
Xavier asintió.
—Te echaremos de menos.
Se instaló en el asiento mientras él cerraba la puerta. Antes de que los caballos se pusieran en movimiento, se asomó a la ventanilla.
—Me olvidaba de darte las gracias por la partitura. La traeré aprendida la próxima vez que venga.
—Estoy impaciente por escucharla —sonrió.
Cuando el coche partió, Phillipa quedó sola en su oscuro interior, inquieta pero no temerosa. Echaba de menos a Xavier. Solo en ese momento tomó conciencia de que sus breves viajes a solas en el oscuro carruaje eran como un preciado tesoro. Y único. Incluso sin la máscara, su rostro quedaba a oscuras.
En cierta manera, aún seguía siendo la chiquilla estúpida que había sido en su primera Temporada, la que había creído en los sueños imposibles. Todavía a esas alturas se aferraba a ellos, gozando de los pocos minutos que pasaba con Xavier, interpretando su música con la conciencia de que él podía escucharla tocar y cantar.
¿Durante cuánto tiempo más podría seguir así? Cuando Rhysdale volviera, todo habría terminado. Haría preguntas a Xavier sobre aquella pianiste a la que le permitía tocar, y él tendría que revelarle a su amigo quién se ocultaba detrás de la máscara.
Ella volvería a su sala de música y a su aislada existencia. Temiendo leer algún día en el Morning Post que Xavier Campion se había desposado con lady Faville.
Quizá aquel día compusiera una triste endecha fúnebre.
Seis
Xavier acudió a su cita con el antiguo soldado que lo había atacado a él y a Phillipa. Mientras se acercaba al lugar, el soldado ya lo esperaba. El hombre parecía alerta, receloso.
Y demasiado flaco.
Se removía nerviosamente mientras veía aproximarse a Xavier.
—Estoy aquí, señor. Tal y como deseabais.
Xavier le tendió la mano.
—Buenos días. Me alegro de que hayas venido.
El hombre se la estrechó, vacilante.
—Ayer dijisteis que habría más dinero. ¿Qué tengo que hacer para conseguirlo?
—Quizá nada —respondió Xavier. Ni él mismo sabía por qué lo había citado. No tenía plan alguno. Le dio una palmada en el hombro—. Tengo hambre. Vayamos a comer algo a Bellamy’s Kitchen. ¿Te apetecería un pastel de cerdo?
El hombre era la viva imagen de la inanición.
—Sí, si convidáis vos.
—Yo convido —volvió a tenderle la mano—. Soy el señor Campion, antiguo capitán del East Essex.
—Jeffers —esa vez el hombre se mostró más deseoso de estrechársela—. Tom Jeffers, sargento. De la cuarenta y dos.
—Perdisteis muchos hombres en la batalla —casi trescientos, si la memoria no le fallaba.
—Fue un mal asunto —repuso con voz ronca—. Pero al final hicimos correr a Bonaparte, ¿eh?
—Y tanto que sí —convino Xavier.
La batalla de Waterloo los unía. Aquellos que habían luchado allí formaban un selecto grupo. Solo ellos podían saber hasta qué punto había sido una jornada de muerte y de honor.
Continuaron charlando sobre la batalla hasta que llegaron a Bellamy’s, un local frecuentado por los miembros de la Cámara de los Comunes. Xavier encontró una mesa donde el raído uniforme de Jeffers no llamara demasiado la atención entre la multitud de hombres elegantemente vestidos.
Pidieron pastel de cerdo y cerveza antes de seguir hablando de la guerra.
Jeffers terminó su pastel en seguida y Xavier le pidió otro.
—¿Qué hacías antes de la guerra?
—Acababa de terminar una oficialía de ebanista. Debí haber buscado trabajo en lugar de escuchar los cuentos de aventuras de los que me reclutaron.
—¿Ebanista, dices?
—Así es —Jeffers bebió un gran trago de cerveza—. Y además muy bueno, modestia aparte.
—¿Has buscado trabajo aquí? —seguro que una habilidad como aquella sería bien apreciada.
—Nadie me contrata. Soy demasiado viejo, dicen, y tampoco tengo experiencia suficiente —se quedó mirando su cerveza—. Pero si me dieran una oportunidad, les demostraría que valgo.
La tabernera se acercó a su mesa y se inclinó provocativamente sobre Xavier mientras le ofrecía más cerveza.
—¿Hay algo más que os apetezca? —le preguntó.
—Pan y queso —pronunció Xavier con tono inexpresivo.
Jeffers siguió a la mujer con la mirada mientras se alejaba.
—Yo diría que se ha encaprichado de vuestra persona.
Xavier se encogió de hombros.
—Apuesto a que eso es algo que le sucederá con frecuencia a un tipo guapo como vos —dijo Jeffers.
Xavier detestaba que le llamaran eso.
—Demasiado.
—Afortunado que sois.
Los demás siempre lo tenían por un hombre afortunado. Al fin y al cabo, los hombres como Jeffers lo pasaban mucho peor. De eso era bien consciente. Pero su belleza condicionaba su vida, tanto como la cicatriz de Phillipa condicionaba la de ella. Era una cuestión de grado.
—Tengo una idea —una idea que iba cobrando forma en su mente a la vez que hablaba—. ¿Podrías llevar una tienda? ¿Hacer muebles?
Jeffers se lo quedó mirando boquiabierto.
—¿Qué queréis decir?
—Exactamente lo que he dicho —Xavier bebió un trago de cerveza—. Si te consideras capacitado para abrir una tienda, yo te la financiaré.
—No os comprendo —se había quedado pálido—. En justicia, deberíais llevarme ahora mismo ante el juez. Yo os ataqué a vos y a vuestra dama. Ahora mismo debería estar en la prisión de Newgate, pagando por ello.
—Deberías. Pero yo tengo otras ideas —si Cavendish podía crear toda una galería de tiendas, quizá él pudiera abrir una... y así dar trabajo a sus antiguos compañeros de armas que, como él, habían vuelto de la guerra sin nada que hacer—. ¿Conoces a otros hombres que tengan tus mismas habilidades? Podrías contratarlos.
—¿A otros ebanistas, decís? Seguro que podría encontrarlos —gruñó Jeffers.
—Excelente —Xavier sacó una bolsa de monedas—. Te pagaré hasta que la tienda rinda beneficios, y a partir de entonces me irás pagando tú una parte.
Hablaron de los pasos que tendrían que dar. Lo primero era encontrar una tienda que alquilar, y luego comprar madera y herramientas. El proyecto se fue encareciendo mientras hablaban, pero eso a Xavier no le importaba. Cuánto más pensaba en su plan, más convencido estaba.
¿Que era un riesgo? Ciertamente. Pero también era una nueva manera de probarse a sí mismo. ¿Sería capaz de alejar a los hombres como Jeffers de una vida de delincuencia y crear al mismo tiempo un próspero negocio? Estaba determinado a conseguirlo.
Xavier se despidió de Jeffers. Mientras se alejaba, el antiguo soldado parecía más alto, más orgulloso.
Se sonrió. Casi se echó a reír en voz alta. Lo último que había esperado era que se convertiría en comerciante, en tendero. A los ojos de la sociedad, aquello sería peor que dirigir un garito de juego. Al fin y al cabo, era hermano de un duque.
Las palabras de Phillipa acudieron a su mente: «yo pienso que no debemos dejarnos condicionar por las expectativas de la sociedad».
Ciertamente él estaba siguiendo ese consejo al pie de la letra.
¿Qué pensaría ella de su impulsiva oferta? Al fin y al cabo, se la había planteado a uno de sus agresores. ¿Entendería por qué lo había hecho? Desde el ataque se había quedado como apagada. Aunque no hablaba de ello, Xavier sospechaba que no se había recuperado del todo.
No se lo mencionaría. De momento al menos.
Xavier echó de menos a Phillipa aquella noche. Se descubrió a sí mismo esperando escuchar las notas del pianoforte alzándose por encima de la algarabía del salón de juego. Cuando entró en el comedor, su mirada se dirigió de inmediato al banco del instrumento. Esperaba verla allí sentada, enmascarada y misteriosa, hechizando a los clientes con su música y con su voz.
Por desgracia, lady Faville estaba presente. Xavier estaba ya convencido de que no había renunciado a perseguirlo. Pero era una mujer lo suficientemente inteligente como para no acosarlo demasiado. Aun así, cada noche encontraba una oportunidad de hablar con él, alguna ocasión en que le resultaba imposible evitarla.
Como la noche anterior, cuando apareció en el pasillo en el momento exacto en que se dirigía al comedor. Había gente cerca cuando ella le pidió que la acompañara hasta allí, con lo que no pudo negarse.
Dividía ella su tiempo entre el salón de juego y el comedor, sin apostar nunca demasiado, pero concitando siempre una gran atención entre los hombres. Todos se mostraban deseosos de acompañarla, de asistirla, de enseñarla a jugar.
Ella disfrutaba con tantas atenciones, con la admiración que suscitaba, como si su persona no fuera otra cosa que la apariencia que presentaba ante los demás, como si su hermosura fuera lo único importante.
Que era toda una belleza era algo que no se podía discutir. Cuando Xavier tenía dieciocho años, lady Faville había sido el sueño hecho realidad de cualquier joven, una mujer tan bella que hasta le había dolido mirarla. Se había enamorado perdidamente.
Hasta que se dio cuenta de que era su físico lo único que la había atraído de él. Y que los más valiosos rasgos de una persona, como la fidelidad a su esposo en el caso de Dafne, habían palidecido frente a la imagen que ella se había hecho de la perfecta pareja que ambos habrían podido hacer.
No se había acostado con ella entonces. Algo de lo cual estaba agradecido, como lo estaba también de que su marido hubiera sido lo suficientemente sensato como para alejar la tentación de su joven y obsesionada mujer.
Xavier abandonó en ese momento el salón de juego para ir a echar un vistazo al comedor, y un par de segundos después apareció Dafne a su lado, como si simplemente quisiera picar algunas golosinas de la mesa del bufé.
—¿Dónde está tu cantante, Xavier? ¿La has dejado marchar?
El tono de Dafne, siempre tan almibarado, le sacaba de quicio.
Frunció el ceño. No quería que acosara también a Phillipa.
—No toca todas las noches.
—Pero esto no es lo mismo sin ella, ¿verdad? —suspirando, lanzó una mirada al pianoforte—. Tengo que confesar que la echo inmensamente de menos. ¿Sabes? Nos hemos hecho grandes amigas.
Lo dudaba seriamente.
Ella lo entretuvo durante un rato más hasta que por fin Xavier logró escabullirse, sin quedar como un grosero ante los demás. Viéndolos juntos, alguien podía acordarse del problema que ella le había causado años atrás. No quería reavivar aquellos rumores.
Fue al cajero a hablar con MacEvoy. Cummings nunca se alejaba demasiado de MacEvoy, en caso de que este lo necesitara. Cualquiera de los dos antiguos soldados sería perfectamente capaz de lidiar con cualquier problema, pero si surgía alguno, Xavier quería estar enterado.
Acababa de bajar al vestíbulo cuando vio a un caballero que le resultaba familiar entregando sus guantes y su sombrero a Cummings.
—¿General Henson?
Henson había estado en Waterloo. Xavier había coincidido con él en Bruselas, antes del combate, y, algunos años atrás, en Salamanca, otra terrible pero victoriosa batalla. Xavier siempre tenía la sensación de haberlo conocido antes todavía, pero no lograba identificar ni el lugar ni el momento.
El general se giró en redondo.
—Campion, ¿verdad?
—Así es, señor —estuvo a punto de cuadrarse ante él, pero en lugar de ello le tendió la mano.
Henson se la estrechó.
—Me alegro de veros, Campion. Acabo de llegar a la capital y enseguida he oído hablar de este lugar. Juego honesto, es lo que se dice —el militar parecía encontrarse de un humor excelente—. Tengo entendido que lo regenta Rhysdale.
—Efectivamente, señor.
Henson le dio una palmadita en el brazo.
—Amigo vuestro, lo recuerdo bien. Un bravo guerrero. ¿Quién habría imaginado que su vida terminaría dando este giro?
Rhys no había sido un oficial típico como Xavier, un segundón cuyas opciones se habían visto reducidas a la abogacía, el clero o las armas. Rhysdale se había abierto paso en la vida por medio del juego. Quizá Henson no supiera que Rhys había comprado su puesto en el ejército con las ganancias que había hecho jugando. Su talento y valentía en la batalla le habían permitido ascender.
—Rhysdale se encuentra en este momento de viaje y yo dirijo el establecimiento en su nombre, señor —le informó Xavier—. Os acompañaré al cajero.
Entraron en la oficina y MacEvoy se levantó inmediatamente.
Xavier procedió a presentarlo.
—General, MacEvoy también sirvió en el East Essex. Y Cummings también, es el quien os ha abierto la puerta.
—¡Señor! —se cuadró MacEvoy.
MacEvoy procedió a explicarle el funcionamiento de la casa, con la cláusula de que los clientes enmascarados, damas principalmente, solo podían recibir crédito o firmar pagarés si descubrían su identidad.
—Debo decir que la presencia de damas constituye un rasgo muy original —comentó Henson mientras recogía las fichas.
Henson no estaba casado, si mal no recordaba Xavier. Quizá hubiera ido a la capital en busca de alguna dama con dote, como tantos otros altos oficiales sin regimiento.
—Ciertamente eso ha contribuido al éxito de Rhys —repuso Xavier—. Os mostraré el salón de juego.
El general volvió a estrechar la mano de MacEvoy antes de subir las escaleras.
Mientras se dirigían al salón, Xavier le comentó:
—Últimamente he conocido a uno de vuestros hombres de infantería. Tom Jeffers. ¿Os acordáis de él? Era sargento.
—¡Ah, sí! —asintió el general—. Un gran sargento. Fue uno de los hombres que sacaron a Moore del campo de batalla.
El general sir John Moore había fallecido de las heridas recibidas en la batalla de la Coruña y su muerte había sido muy llorada por sus hombres. Sir Arthur Wellesley lo había tenido difícil cuando ocupó el lugar de Moore como comandante del ejército británico en la península ibérica. Nadie por aquel entonces había podido imaginar que sus victorias terminarían convirtiéndolo en el duque de Wellington.
—Un buen hombre —continuó Henson—. Espero que le esté yendo bien.
—Va progresando —dijo Xavier.
Estuvieron charlando durante un rato sobre el gran número de antiguos soldados que se encontraban sin empleo y malviviendo por las calles, hasta que entraron por fin en el salón.
No le sorprendió a Xavier ver a Dafne acechando cerca del umbral.
—¿Nos habéis traído un nuevo cliente, Xavier? —inquirió con una sonrisa.
Xavier apretó los dientes. Había estado esperando a que llegara.
—Lady Faville, permitidme que os presente al general Henson.
Henson le hizo una reverencia.
—Encantado, milady.
La dama alzó la mano para que se la besara.
—Es un placer, general.
Xavier se hizo a un lado y abandonó la habitación, pero no antes de sorprender una expresión decepcionada en los ojos de Dafne.
Phillipa no había dormido bien, pese a que la noche anterior no había acudido al Club de la Máscara. Las visiones del rostro del hombre misterioso habían desaparecido, pero lo que ocupaba en ese momento su mente era la imagen de lady Faville del brazo de Xavier.
No debería importarle. No podía importarle. Debería contentarse con ser capaz de interpretar su música en público, para los demás. Ese era el regalo que Xavier le había dado y lo único que podía esperar de él.
Aparte de las partituras que había comprado para ella.
Y el beso... Durante todo el día anterior había estado practicando la música que él le había regalado y a esas alturas se la sabía ya de memoria.
Cansada de dar vueltas y más vueltas, se levantó de la cama y llamó a su doncella para que la ayudara a vestirse. Pensó en desayunar y salir luego a dar un paseo. Una salida de compras, quizá.
Entró en el comedor y vio a su madre sentada a la mesa, tomando una taza de chocolate mientras revisaba la correspondencia.
—¡Dios mío! Sí que has madrugado. ¿Qué tal te has levantado hoy, niña mía?
Su madre estaba de un humor excelente, algo poco habitual en ella. Quizá el motivo fuera la ausencia de su padre, lo cual era ciertamente algo que celebrar.
—Me he despertado temprano —respondió Phillipa—. Pero tú también has madrugado.
Su madre sonrió.
—Así es, pero la verdad es que me siento perfectamente.
Phillipa escogió su desayuno de los platos del aparador y se sentó junto a su madre. Un criado no tardó en aparecer.
—¿Chocolate, milady?
—Gracias, Higgley.
Le sirvió el poco que quedaba de la jarra.
—¿Traigo más, lady Westleigh? —inquirió.
—Sí, por favor, Higgley —contestó la dama mientras recogía un sobre para leer el remitente.
Cuando el criado se hubo retirado, Phillipa le preguntó a su madre:
—¿Hay alguna carta de padre, o de Ned y Hugh?
La sonrisa de su madre se desvaneció.
—Recibí una hace unos pocos días. Llegaron a su destino y todo está bien.
—¿Me dirás alguna vez dónde están?
¿Le diría que habían llegado sanos y salvos a Bruselas? Su madre hizo un gesto de indiferencia.
—En el continente.
Al menos era un mínimo de información, más de lo que le había dicho antes.
—¿En qué lugar del continente?
—¡No me molestes con esto! —dejó bruscamente la taza sobre la mesa—. Es un asunto de hombres y tú necesitas saber nada. No hay absolutamente motivo alguno para preocuparse —se puso a juguetear nerviosamente con el cuello de su vestido mañanero—. Yo... yo misma no sé ni la mitad. Ellos tampoco me dicen a mí nada.
Sabía bastante más de la mitad, pensó Phillipa. Sin embargo, era inútil insistir.
Su madre continuó:
—Había pensado en visitar a lady Gale y a la señorita Gale esta mañana. ¿Irás conmigo?
Lady Gale era la dama que se había quedado encinta de Rhys, la misma que había acudido enmascarada al Club de la Máscara. La señorita Gale estaba prometida a Ned. No había pensado mucho en ellas las otras veces que las había visto, pero a esas alturas no podía negar que sentía una gran curiosidad.
—Creo que sí. Necesito salir un poco. El paseo me sentará bien.
La expresión de su madre se iluminó.
—Me alegro de contar con tu compañía.
Phillipa y su madre salieron poco después de mediodía hacia la casa Gale. Hacía un día cálido y lo suficientemente soleado como para llevar sombrillas. No había figurado entre las costumbres de la familia pasar el verano en Londres. Ciertamente tampoco era habitual que la aristocracia se quedara en verano en la capital, pero el Parlamento seguía reunido y, aunque la compañía había menguado, seguía habiendo actos y compromisos sociales que podían interesar a su madre.
Además, ahora sabía Phillipa que su permanencia en la capital podía ser asimismo atribuida a las estrecheces económicas de la familia.
Su madre abrió la sombrilla.
—Ojalá quisieras ponerte alguno de los sombreros que te hice. Son muy favorecedores.
Phillipa llevaba sombrero, pero no uno diseñado especialmente para ocultar su cicatriz.
—Madre, me gusta el sombrero que llevo. Los otros me pican la cara.
Había pasado tanto tiempo desde la última vez que había salido de día que todo lo miraba con nuevos ojos. El delicioso verde de los árboles y del césped, los cremas y rojos de las casas. Nada que ver con los variados matices del gris de la ciudad que había recorrido con Xavier por las noches.
Atravesaron Mount Street y pasaron por Berkeley Square y la tetería de Gunter, donde varios clientes saboreaban helados de pistacho o de flor de saúco en la terraza. Su madre saludaba con una ligera inclinación de cabeza a todos los conocidos que veía, que por cierto nunca miraban a Phillipa a la cara. Al menos en la casa de juego la gente la miraba. Porque la ocultaba la máscara.
Giraron hacia Curzon Street y enfilaron hacia Half Moon Street, donde vivían lady Gale y su hijastra. Phillipa hizo sonar la aldaba e intentó recordar la última visita que había hecho con su madre. A esa casa nunca había ido antes.
El mayordomo les abrió la puerta y se retiró para anunciarlas a lady Gale y a la señorita Gale. Ambas mujeres quedaron esperando en el salón.
Fue lady Gale la que llegó primero.
—¡Qué alegría veros a las dos! —se volvió hacia el mayordomo—. Tucker, tráenos un té, por favor.
—Muy bien, madame —se retiró después de hacerle una reverencia.
La señorita Gale corrió hacia ellas, con las manos extendidas.
—¡Lady Gale, estoy tan contenta de veros! —tomó las manos de su futura suegra entre las suyas y se volvió hacia Phillipa—: ¡Y qué maravilla verte también a ti, Phillipa!
La muchacha no fue capaz de mirar a Phillipa más que un instante. No se atrevió a más.
Tomaron asiento.
La madre de Phillipa y la señorita Gale se sentaron juntas en el sofá, mientras que Phillipa escogió una silla cerca de lady Gale.
—¿Habéis recibido alguna noticia de nuestro querido Ned? —quiso saber la señorita Gale.
—Escribió solamente para decir que ya habían llegado y que todo estaba marchando bien —contestó lady Westleigh.
Phillipa supuso que aquella vaga respuesta iba por ella.
—¿Y tú, Adele? ¿Has recibido alguna carta de Ned? —preguntó Phillipa a la señorita Gale—. ¿Te ha escrito desde allá donde está?
—¿Bruselas?
La señorita Gale era muy fácil de engañar. Phillipa puso sentir la tensión de su madre.
—Sí, claro. Bruselas.
—Me escribió una carta muy dulce diciéndome que esperaba estar de vuelta muy pronto —suspiró la señorita.
Phillipa insistió.
—¿Cuánto tiempo más necesitará quedarse en Bruselas?
La muchacha cayó en la trampa.
—Me dijo que Hugh y él se marcharían a partir del momento en que tu padre se encontrara convenientemente instalado.
—Entiendo —Phillipa lanzó una rápida mirada a su madre, que permanecía sentada con los labios apretados.
Pero no fue por mucho tiempo.
—¿Disfrutaste de la velada musical a la que asistimos juntas? —le preguntó a la señorita Gale.
—Sí, mucho —respondió la muchacha, radiante, agitando sus tirabuzones rubios cuando giró la cabeza para mirar a su madrastra—. Celia no asiste a los actos sociales en su estado y la abuela no está disponible.
—¿Oh? —fingiendo sorpresa, Phillipa se volvió también hacia lady Gale—: ¿Acaso vos y la abuela de la señorita Gale no os encontráis bien?
Lady Gale se llevó una mano al vientre.
—Yo estoy muy bien. Recientemente la abuela de Adele se ha trasladado a Bath, donde cuenta con muchas amistades.
La madre de Phillipa frunció el ceño, extrañada.
Otro secreto más por desvelar, pensó Phillipa.
—¿Pero estuvisteis indispuesta?
Naturalmente, fue la señorita Gale la que respondió:
—Lo estuvo al principio, pero el médico dijo que todas las mujeres se indisponían durante los primeros meses. Ahora está muy bien. De hecho, les he pedido a Celia y a Rhysdale que se casen el mismo día que Ned y yo. ¡Tendremos una boda doble! ¿No es maravilloso?
—Sí. Por supuesto que sí —Phillipa sonrió a su madre—. ¿No estás de acuerdo, mamá?
—Sí. Sí —respondió con tono irritado, pero sonrió a la señorita Gale—. Tienes que asistir a más veladas musicales conmigo, mi querida niña. Mi hija rechaza todas las invitaciones.
La señorita Gale miró a Phillipa y su expresión se tornó compasiva.
—Entiendo.
Llegó el té y la conversación derivó hacia las otras invitaciones que su madre había recibido y las que debían aceptar. La señorita Gale delegó prudentemente todas las decisiones en lady Westleigh.
Obviamente su madre aprobaba la elección de esposa que había hecho Ned. La señorita Gale era bonita y maleable, y estaba deseosa de ganarse su aprobación.
Phillipa se quedó mirando su taza de té mientras pensaba en todos los secretos que se interponían entre su madre y ella. Los pecados de su padre, su paradero, la condición y el estado de lady Gale. El secreto mejor guardado, sin embargo, bien podía ser el suyo. Ninguna de las que estaban allí, por ejemplo, sabía que salía por las noches y que tocaba el pianoforte en una casa de juego.
Lady Gale se inclinó hacia ella.
—Tocáis el pianoforte, ¿verdad?
Por un momento Phillipa se preguntó si lady Gale estaría al tanto de su secreto, pero lo más probable era que su madre le hubiera mencionado a la señorita Gale que se pasaba los días encerrada con su música. Y seguramente la señorita Gale se lo contaba todo a su madrastra.
—Sí —admitió.
Si no hubiera sido por todos aquellos secretos, Phillipa habría podido preguntarle a lady Gale por su experiencia en la casa de juego, y si la gente la trataba de manera diferente cuando se ponía una máscara.
Siete
Aquella noche Xavier, apoyado en la pared del comedor, escuchaba a Phillipa tocar Concédeme la palabra, la música que había adquirido para ella.
De haber podido, se habría quedado durante toda la actuación. Phillipa tocaba y cantaba con talento, pero también con pasión. Él no solo oía la música, sino que sentía la emoción que la recorría.
Concédeme la palabra trataba del deslumbramiento de Afrodita por Adonis. Afrodita solo veía la belleza física de Adonis. Y Dafne compartía con la diosa esa equivocada idea.
Las apariencias podían oscurecer la verdad de una persona. Xavier había sido consciente de ello desde que era niño. Su rostro y su físico eran los rasgos menos importantes de su persona. Él tenía fortaleza, coraje y audacia. Poseía una gran determinación. Cuando finalmente recaló en el regimiento de East Essex, se le ofreció la oportunidad de demostrar su auténtica valía. Y el verdadero ser de Phillipa, su belleza, su sensibilidad, su complejidad... quedaba de manifiesto en cada una de sus interpretaciones.
Había visto fogonazos de aquel verdadero ser durante su infancia. La concentración con que examinaba una flor. Las preguntas imposibles de responder que le solía formular, y que habían demostrado un conocimiento impropio de su edad. La compasión que mostraba hacia aquellos menos afortunados que ella.
—Es mejor tener una cicatriz que ser pobre y tener hambre, ¿verdad? —recordaba que le había comentado ella en cierta ocasión, cuando habían dado unas monedas a una madre que mendigaba para sus dos desgraciados hijos.
Así era, efectivamente.
Habían formado una curiosa pareja en aquellos lejanos días, cada uno intentando superar la desventaja de sus respectivas caras.
Y a ninguno se le había dado mal, pensó mientras observaba la confianza con que sus dedos se movían por el teclado.
Aun así, lamentaba no haber podido evitar que aquel rostro quedara en aquel entonces marcado para siempre, y ahorrarle así la lucha que había tenido que librar para aceptarlo.
Phillipa terminó la canción.
... por ley de la Natura te obliga a que engendres
A los que han de vivir cuando tú ya no existas,
Y así, pese a la muerte, tú en ellos sobrevives,
Y lo que a ti parece muerto, seguirá con vida.
Aplaudió con ardor en cuanto terminó de resonar la última nota. Ella lo miró y sonrió.
—¿No es maravillosa? —se alzó una voz femenina. Era Dafne, llamando una vez más la atención hacia sí misma.
Cummings apareció entonces en el umbral y le hizo un gesto. Xavier atravesó la habitación y lo siguió al pasillo.
—MacEvoy necesita que bajéis —le informó el hombre.
Xavier bajó apresuradamente las escaleras y entró en el cajero.
—¿Qué sucede?
—Aquellos sujetos enmascarados que os preocuparon la otra noche han vuelto —dijo MacEvoy—. Me temo que no traman nada bueno.
—Ha hecho usted bien en decírmelo —repuso Xavier—. Creo que pasaré un buen rato en el salón de juego.
MacEvoy sonrió.
—Me da que es una gran idea.
Xavier entró en el salón de juego y localizó inmediatamente a los dos hombres que preocupaban a MacEvoy. Habían encontrado una pareja para el whist y hacían alarde de estar enfrascados en las cartas, pero algo en sus maneras sonaba a falso. Xavier puso en aviso a un par de croupiers y se dedicó a vigilarlos de cerca sin que resultara demasiado evidente.
El general Henson se acercó a él.
—Vuestra casa está bien llena esta noche.
El general permaneció a su lado, como deseoso de entablar conversación.
Xavier decidió confiar en él.
—¿Veis a aquellos dos tipos de allí? —se los señaló discretamente.
El general se volvió en la dirección que le indicaba.
—Sí.
—Creo que son problemáticos.
—¿De veras? Yo los vigilaré —se ofreció el general.
No tardó mucho tiempo Xavier en descubrir sus trampas, el rápido giro de su mano al esconder un naipe.
—Efectivamente. Tenemos un par de tramposos, señor.
Se dirigió a la mesa y agarró del brazo al hombre que estaba repartiendo cartas.
—Un momento, caballeros.
Y le sacó una carta de la manga.
El tramposo y su compinche se levantaron. El hombre al que había agarrado Xavier volcó la mesa. Un grito se alzó entre los jugadores. Varias mujeres chillaron. El mismo hombre intentó empujar a Xavier, pero este no le soltó.
El otro intentó correr hacia la puerta, pero los caballeros le bloquearon el paso y uno de los croupiers lo detuvo.
Xavier y el tahúr fueron a chocar contra otra mesa, derribando naipes y fichas. Volaron los puños.
Phillipa oyó gritos y chillidos procedentes del salón de juego. Había visto a Cummings llamando a Xavier. Algo iba mal. Se levantó del banco y corrió fuera del comedor.
Cuando llegó a la puerta del salón de juego, vio a un despeinado Xavier sacando a rastras de la habitación a un hombre que sangraba por la nariz. Los demás agarraban a un segundo.
El segundo hombre hizo un intento por escaparse y, en el forcejeo, chocó con ella. Phillipa perdió el equilibrio y, al caer, se acordó de su visión.
¡No! La visión no volvería a repetirse; estaba segura de ello. No debía volver. No quería perder el juicio en un lugar público...
Unos brazos fuertes la sostuvieron, evitando su caída. Soltó un suspiro de alivio y alzó la mirada con la intención de dar las gracias a su salvador.
Pero se quedó paralizada.
Un caballero mayor la sostenía, pero su rostro era el mismo que el del hombre de la visión.
—No tenéis nada que temer —le aseguró el caballero.
Parpadeó varias veces, pero el rostro no cambió. Era real. Aquel era el mismo hombre de su visión, solo que esa vez era real.
—¿Quién... quién sois vos? —logró pronunciar.
La soltó y le hizo una reverencia.
—Permitidme que me presente: soy el general Henson. No debéis alarmaros por este tumulto. Campion descubrió a un par de hombres haciendo trampas a las cartas y enseguida ha dado buena cuenta de ellos.
Phillipa apenas lo oía. ¿Tramposos?
—¿Por qué estáis aquí?
El caballero la miró perplejo por un momento, pero inmediatamente recuperó su afable expresión.
—He venido a jugar un poco, nada más.
El cabello gris no concordaba con el de la visión, que había sido negro. Pero el rostro era el mismo. El mismo. Unas cuantas arrugas más, quizá, pero la misma cara.
—¿Y vos? ¿También habéis venido a jugar? —le preguntó él con naturalidad—. Estaría encantado de escoltaros al salón. A estas alturas todo volverá a estar como antes. Os aseguro que el alboroto se ha acabado.
—No, yo... yo quería hablar con... con el señor Campion —le salió la voz chillona, estridente.
Si él lo consideró extraño, no mostró ningún indicio.
—Sospecho que estará ocupado durante un buen rato. ¿Hay alguna otra habitación donde os gustaría esperarlo? Será para mí un honor transmitirle vuestro deseo. ¿Quién le diré que pregunta por él?
Estuvo a punto de darle su nombre, pero se detuvo a tiempo.
—Decidle que su pianiste.
El caballero sonrió.
—¿De manera que vos sois la pianiste de la que tanto he oído hablar? Yo vine anoche por primera vez, ya que había oído que el Club de la Máscara ofrecía juegos de azar y música refinada. Y vos no estabais.
Phillipa ni siquiera pudo registrar el cumplido. Lady Faville apareció en aquel preciso instante.
—Oh, general Henson, qué alegría veros de nuevo... Cuando la señorita cantante salió corriendo, quise seguirla, pero entonces el señor Everard me convenció de que me quedara. Recordáis al señor Everard, ¿verdad, general? Lo conocisteis anoche.
—Por supuesto.
El señor Everard permanecía detrás de lady Faville, pero se dirigió a Phillipa:
—No debisteis haber salido corriendo al pasillo, señorita. Pudisteis haberos tropezado con algún peligro.
—Digamos que se rozó con él —dijo Henson—. Nada importante, pero eso la ha asustado, creo.
Lady Faville abrió mucho los ojos.
—¿Qué ha pasado?
El general Henson explicó que dos hombres habían sido sorprendidos haciendo trampas y, mientras lady Faville escuchaba y hacía preguntas, Phillipa se disculpó para retirarse y regresar al comedor. La habitación era un hervidero de murmuraciones. Se decía que había habido una pelea; que Xavier había reducido al culpable. Un hombretón, se comentaba. Resultaba asombroso que un hombre del aspecto de Campion hubiera podido imponerse a un hombre así.
Phillipa lo había visto luchar. Xavier se había enfrentado a tres hombres la noche en que fueron atacados.
Y una vez más evocó al hombre de su visión.
Solo que esa vez era real.
Pidió al criado que le sirviera un brandy. Esa noche un simple licor no bastaría para calmar sus nervios. Se retiró a una mesa alejada de un rincón y, no bien el sirviente le puso la copa delante, se la bebió de un solo trago y pidió otra. Le temblaba la mano.
Cerró los ojos y procuró ordenar sus pensamientos.
Aquel hombre era real...
—¿Phillipa?
Abrió los ojos y vio a Xavier de pie ante ella.
Le había costado bastante a Xavier localizar a Phillipa, medio escondida en la mesa de aquel rincón. Llegar hasta ella fue todavía más difícil. Los clientes lo habían entretenido, preguntándole por lo que había ocurrido en el salón de juego.
Pareció agradecida de verlo.
—¿Resultaste herida? —se sentó a su lado.
Phillipa negó con la cabeza.
—¿Cómo se te pudo ocurrir ir al salón de juego, Phillipa? —le cubrió una mano con la suya—. Corriste un gran riesgo.
Desvió la mirada.
—Temía por ti.
—Qué imprudencia tan grande la tuya... —le apretó la mano—. Tengo a muchos hombres que acudirían en mi ayuda, en caso necesario. Piensa en Cummings. ¿Qué hombre podría hacerle frente?
—No pensé en nada. Simplemente oí el ruido... —frunciendo el ceño, lo miró indecisa—. ¿Podemos hablar un rato a solas? Ya sé que es un poco atrevido, pero... ¿podríamos hablar en el salón de los aposentos de Rhys, quizá?
Xavier se levantó de inmediato.
—Por supuesto.
Solo unos pocos clientes lo entretuvieron un rato más con preguntas y comentarios mientras la guiaba a través de la habitación, hacia el pasillo. Cuando subían la escalera hasta el salón de los aposentos de Rhys, miró hacia tras y vio a Dafne acechándolo desde el umbral del comedor.
¿Xavier llevando a una mujer a los aposentos privados de Rhys? ¿Qué conclusión sacaría Dafne? No le importaba. Phillipa constituía su única preocupación. La sentía débil, insegura.
Entraron en el salón y él la llevó directamente al sofá.
—Estás temblando, Phillipa. ¿Seguro que no estás herida?
—No, de verdad que no —se quitó la máscara y se frotó la cicatriz—. No podía aguantar la máscara ni un segundo más.
Pero el problema no se reducía a la máscara.
Se acercó a un armario y sacó una botella de brandy. Sirvió un vaso y se lo entregó antes de servirse otro para él. Se sentó a su lado en el sofá.
—Cuéntame lo que te ha pasado.
Phillipa bebió un sorbo de brandy y le alzó la mano como para acariciarle el rostro, pero enseguida la retiró.
—Antes de nada, dime tú que no estás herido. Dicen que hubo una pelea, y yo llegué a ver al otro hombre con la cara ensangrentada.
Su piel ansiaba su contacto, pero habló con naturalidad, como si nada le afectara:
—Aquel tipo se llevó la peor parte. No debió haberse peleado conmigo —le tomó la mano, deleitándose con su calor—. Pero todo ha pasado ya. Esos dos no volverán.
Ella asintió y retiró la mano. Xavier bebió un trago de brandy. Su deseo por ella surgió de nuevo, solo que aquel no era el momento adecuado.
Finalmente Phillipa se decidió a hablar:
—Un caballero... me sujetó a tiempo de evitar que cayera al suelo. El general Henson. ¿Sabes quién es?
—Sí. Conozco al general.
Giró de repente la cabeza.
—Temo que pienses que estoy loca.
—¿Loca? —jamás se le ocurriría.
—Yo había visto antes al general —bebió otro trago de brandy—. Aquella noche, cuando nos asaltaron aquellos tres hombres, uno de ellos me derribó y... de repente me encontré en otro lugar. Un lugar que olía a mar. Cuando... cuando tú me ayudaste a levantarme, tenía otro rostro. Era el rostro de aquel hombre. Del general.
¿Él tenía otro rostro?
—Fue una visión —se le quebró la voz—. Y volví a tener esa visión. Varias veces. Yo cayendo. Oliendo a mar, Viendo aquella cara. Como si de pronto me encontrara en un lugar distinto, pero solo por un instante —se presionó la frente con la mano—. No lo entiendo. En un determinado momento, dejé de tener visiones, pero hace un rato, cuando perdí el equilibrio, la visión casi volvió. Porque esa vez vi al general. Quiero decir que vi el rostro de verdad —suspiró profundamente—. Estoy segura de que el rostro de mis visiones era el del general, solo que ahora está mucho más viejo.
Xavier frunció el ceño.
—Piensas que estoy loca —desvió la mirada, con una mano en la mejilla de la cicatriz.
—No. No. Estoy intentando encontrarle algún sentido —le retiró la mano de la cara—. ¿Estás segura de que fue una visión? Quizá se tratara de un recuerdo.
Porque las piezas encajaban.
—¡Si fuera un recuerdo, lo habría recordado! —alzó la voz y volvió a desviar la mirada, pensativa—. Pero fue algo familiar. Como si debiera haberlo recordado.
—Quizá fuera un recuerdo de tu caída.
Ella decía que había olido a mar. Podía haberse tratado de Brighton.
—¿Mi caída? —inquirió, confusa.
Le tocó la cicatriz.
—Escúchame. Sé de soldados que conservan recuerdos de batallas tan vívidos que llegan a creer que están de nuevo en ellas. Eso muy bien podría ser un recuerdo. ¿Qué es lo que recuerdas de aquel suceso? ¿Cuándo te caíste en Brighton?
Ella presionó la palma contra sus dedos, sobre la mejilla.
—Estaba subiendo unos escalones de piedra y me caí. Mi madre me dijo que me caí. Tengo ese recuerdo de la escalera de piedra. Nada más.
Ella no lo recordaba todo. Pero Xavier sí.
Había caído la tarde en Brighton y él había estado buscando cosas al pie del malecón. A veces a la gente se le caían cosas desde lo alto, mientras contemplaban el mar. Había encontrado monedas, un reloj, toda clase de tesoros.
Había escuchado de repente los sonidos de una discusión. Un hombre y una mujer, meras sombras a aquella hora del día. Vio al hombre alejarse apresurado y a la mujer correr detrás. Y luego a la pequeña... Phillipa.
Debió haberla detenido. Los escalones eran demasiado empinados, demasiado resbaladizos para que ella los subiera tan rápido. En lugar de impedírselo, se limitó a observar. Y lo vio todo.
La mujer era la madre de Phillipa, lady Westleigh.
Y el hombre... ¿habría podido ser el general Henson?
—No había nadie allí —insistió ella—. Mi madre me encontró, me recogió y me llevó a casa.
—¿Te acuerdas de eso?
Ella negó con la cabeza.
—¿Tú crees que el general estuvo allí?
Xavier no había llegado a ver el rostro del hombre, pero sí que había llevado una casaca que habría podido ser de un oficial del ejército.
—Si hubiera habido un hombre, mi madre me lo hubiera dicho.
¿La ayudaría si se lo contaba? Ansiaba ayudarla.
Pero no podía decírselo, no cuando había prometido no hacerlo.
Había dado su palabra.
Phillipa se presionó las sienes con los dedos.
—No sé qué pensar.
¿Podría su visión ser un recuerdo? La alucinación que tanto temía no podía ser, porque el general Henson era real. No podía uno inventarse una persona y descubrir luego que existía.
Tenía que ser un recuerdo.
Xavier le entregó su copa de brandy.
—Bébete el resto. Esto te tranquilizará.
La aceptó e hizo lo que le decía.
El reloj de la repisa de la chimenea dio las horas.
Phillipa recogió su máscara.
—Debo volver al comedor. A la gente le resultará extraño que no esté tocando.
Pero Xavier le sujetó la muñeca.
—No tienes obligación de tocar. Puedes quedarte aquí y descansar hasta que llegue el coche a recogerte.
Disponía todavía de una hora.
—No, tocaré. La música me ayudará.
Se puso la máscara.
—Yo te ataré las cintas —le dijo él con voz baja y suave.
Pensó en la maravillosa voz que tenía, capaz de aliviar, de dar paz. Pero también podía amenazar. Y hacerla arder por dentro.
Sus dedos hicieron el trabajo de atarle la máscara con tanta delicadeza como eficacia. Su cálida la mano le rozó la desnuda piel del cuello.
—Ya está —se levantó del sofá y le tendió la mano para ayudarla.
Sintió esa vez la firmeza, la seguridad de su contacto.
—Estoy segura de que todo el mundo se estará preguntando dónde estás —dijo ella para disimular los estúpidos sentimientos que él le despertaba.
Sentimientos que habían estado a punto de traicionarla años atrás, cuando se enamoró de Xavier.
La dejó en la puerta del comedor.
En cuanto Phillipa entró en la habitación, todas las cabezas se volvieron hacia ella.
Varias voces expresaron su aprobación. Se sentó en el banco del pianoforte y hojeó rápidamente sus partituras en busca de algo que fuera capaz de interpretar, teniendo en cuenta lo alterado de su estado.
Algo alegre, pensó, que levantara el ánimo de todo el mundo.
Lady Faville se le aproximó.
—¿Os sentís mejor, señorita cantante?
La sorprendió que la llamara así.
—Sí. Del todo recuperada.
Los labios rosados de la dama dibujaron una sonrisa angelical.
—Qué amabilidad la del señor Campion... Xavier... al concederos más tiempo para recuperaros —la sonrisa tembló un tanto—. Supongo que sería por eso por lo que os sacó de aquí. Es el más bueno de los hombres.
Phillipa supuso que todo el mundo se habría enterado de que se había retirado con Xavier a sus habitaciones privadas, pero seguro que no les habría extrañado. La consideraban una empleada del Club de la Máscara, de modo que no les resultaría raro que su jefe deseara hablar con ella a solas.
Pero le irritó que a lady Faville se le ocurriera comentarlo.
—Sí. Me alarmó mucho el alboroto y... a punto estuve de caer al suelo.
—¿De caer al suelo, decís? —inquirió lady Faville con un punto de escepticismo.
—Así es —le aseguró Phillipa—. Y el general me sujetó a tiempo.
—¡Qué excitante! —exclamó la dama, y volvió a mostrarse solícita—. Siempre y cuando no hubierais sufrido daño, claro. Me habría quedado desolada si mi nueva amiga hubiera resultado herida de alguna manera.
Nueva amiga. Aunque no fuera más que por envidia, ni de lejos se le pasaba por la cabeza considerar a esa mujer su amiga.
—Gracias —repuso, tensa, y se concentró en su música.
Ocho
A la mañana siguiente, Phillipa resolvió preguntarle a su madre por el accidente que sufrió hacía ya tantos años. Si había habido un hombre presente, ella podría decírselo.
Había dormido hasta tarde, agotada de la noche anterior. Echó de menos a su madre en el desayuno. Solo esperaba que no hubiera salido.
Miró primero en su dormitorio, pero no estaba allí. Se disponía a bajar las escaleras cuando vio a Mason en el vestíbulo.
—Mason, ¿sabe usted dónde está mi madre?
El mayordomo alzó la mirada.
—En el salón, milady, pero...
—¡Gracias! —estaba cerca del salón. Llamó rápidamente y abrió la puerta—. Mamá... —empezó, pero se interrumpió en seco.
Un caballero se levantó rápidamente del sofá.
El general Henson.
—¡Phillipa! —exclamó su madre, levantándose también—. Qué bien que hayas venido. Quería presentarte a un antiguo y querido amigo mío.
¿Antiguo y querido amigo?
Adelantándose, se esforzó por mantenerse tranquila. ¿Qué estaba haciendo precisamente aquel hombre en el salón de su madre?
Su madre la tomó de la mano para acercarla al caballero.
—Phillipa, te presento a mi querido amigo el general Henson —lanzó al general una cariñosa mirada—. Alistair, esta es mi hija.
—¿Esta es Phillipa? —el hombre le sonrió como le había sonreído la noche anterior. A la luz del día, las arrugas del rostro se le notaban más—. No puedo creer que hayas crecido tanto...
Phillipa sintió que se le desgarraba el corazón.
—¿Me conocisteis de niña, general? —le preguntó, acordándose a tiempo de tenderle la mano.
Él se la estrechó de manera paternal.
—Te conocí cuando eras casi una niña de pecho, querida.
Por supuesto, advirtió la cicatriz, pero no se mostró sorprendido por ello. Debió de haberse enterado del accidente, pero ella había sido bastante mayor que una niña de pecho cuando ocurrió. Tenía siete años en aquel entonces.
—No os recuerdo —dijo. Aunque, al parecer, así era.
Vio que el general cruzaba una mirada con su madre.
—No tienes por qué.
—El general me ha invitado a dar un paseo por la campiña —lo interrumpió lady Westleigh—. ¿No es maravilloso?
El caballero miró compungido a Phillipa.
—Te incluiría en la invitación, pero... ¡ay! Mi carruaje es demasiado pequeño.
—No os preocupéis. Tengo mucho que hacer hoy.
—Mi hija se pasa los días tocando el pianoforte —el tono de su madre era desaprobador, por supuesto.
—¿De veras? —el general sonrió deleitado—. Una gratificante ocupación.
—¿De qué conocéis a mi madre? —le preguntó Phillipa—. No recuerdo que ella os mencionara nunca.
—Nos conocimos en Bri... —se interrumpió—. Nos conocimos hace mucho tiempo... a través de otras personas. Desde entonces y hasta ahora he estado fuera, luchando en la guerra.
—Bueno, basta de charla —dijo su madre con falsa alegría—. Debemos marcharnos, Alistair, si queremos estar de vuelta a tiempo para que me prepare para la ópera.
—Como quieras —lanzó a su madre una cálida mirada, pero enseguida se volvió hacia Phillipa—. ¿Me harás el honor de permitirme que te acompañe a la ópera, al igual que haré con tu madre? Tu madre ha tenido la generosidad de invitarme a su palco.
—Gracias, pero es que rara vez salgo —aunque quizá debería ir. Para enterarse de más cosas sobre el general. Y sobre su madre.
Lady Westleigh tomó del brazo al general y lo guio hasta la salida. En el último momento se volvió hacia su hija.
—Si no quieres acompañarnos, Phillipa, ten la bondad de mandar recado a la señorita Gale invitándola a acompañarnos. Hazlo rápido para que tenga tiempo de enviarnos una respuesta.
—Sí, mamá.
Phillipa los observó marcharse. Hacía años que no veía a su madre tan feliz.
Podía haber pasado años viviendo casi como una ermitaña, pero no era tan ingenua como para no ver que la relación de su madre con el general Henson iba más allá de una simple amistad.
¿Había estado presente el día en que resultó herida?
Y si había sido así, ¿por qué su madre no le había dicho nada?
Después de que su madre y el general abandonaran la casa, Phillipa no hizo otra cosa que pasear de un lado a otro de la habitación. No podía tocar una nota, y mucho menos componerla, aunque se obligó a escribir a la señorita Gale.
Quería hablar con Xavier. Él era la única persona con la que podía discutir el último giro que habían dado los acontecimientos: haber encontrado al hombre de la visión sentado con su madre en el salón de su casa.
Pero el tiempo transcurría con demasiada lentitud. Se volvería loca si tenía que esperar a bien entrada la noche.
¿Para qué esperar? Iría a visitar a Xavier. Ya lo había hecho una vez antes, aunque su intención había sido hablar con Rhysdale. Visitar a un pariente, por muy ilegítimo que fuera, no despertaría tantas preguntas, pero visitar a un caballero soltero nunca sería apropiado.
No le importaba. Ella no era ninguna damisela inocente. A los veintitrés años, en su situación, estaba ya para vestir santos. ¿A quién podía importarle lo que hiciera?
Y su madre no estaba en casa para preguntarle a dónde iba ni por qué.
Llamó a su doncella para que la ayudara a ponerse un vestido de paseo y, antes de abandonar su dormitorio, mandó que le buscara el sombrero con velo que su madre tenía tanto empeño en que pusiera. Cuando salió a la calle, su rostro estaba tan protegido del sol como de las miradas que pudieran reconocerla.
Caminó lo más rápidamente posible sin llamar la atención. Cuando se acercó al lugar donde Xavier y ella fueron agredidos, redujo el paso. La angustia le atenazaba el pecho. No había vuelto a recorrer a pie aquella ruta desde el ataque. Una vez allí, revivió aquel suceso, pero sin la oscuridad de la noche, la zona no suscitaba amenaza alguna. Se detuvo, preguntándose si la visión volvería a asaltarla.
No fue así.
Cuando intentó recordar el rostro de la visión, solo vio al hombre que había estado con su madre, el mismo que la había sujetado evitando que cayera al suelo.
Llegó ante la puerta del Club de la Máscara, cuya inocente apariencia a plena luz del día volvió a sorprenderla. Hizo sonar la aldaba y abrió Cummings.
A punto estuvo de saludarlo por su nombre.
—Lady Phillipa desea ver al señor Campion, por favor.
—No está aquí —respondió el criado.
—Oh, vaya... —no se le había ocurrido esa posibilidad.
Cummings se la quedó mirando fijamente por un momento.
—Probablemente esté en el hotel de Stephen —dijo al fin. Era una impresionante ristra de palabras para un hombre tan callado como él—. No volverá hasta tarde.
El hotel de Stephen no estaba lejos de allí y todavía era lo suficientemente temprano como para que volviera luego a casa andando. Podía acercarse al hotel y preguntar por él. Era una idea atrevida, pero resultaba improbable que alguien se enterara.
—Gracias.
Cummings asintió y cerró la puerta.
Solo después de haber enfilado hacia Bond Street tomó conciencia de lo extraño que era que Cummings le hubiera dado la dirección de Xavier. ¿La habría reconocido como la pianista de la máscara? ¿Aparte de reconocerla como la mujer que había visitado a Rhys aquel día?
Sacudió la cabeza. En ese momento no podía preocuparse de eso.
Vaciló una vez más mientras se acercaba a la puerta del hotel de Stephen. Entrar en un establecimiento frecuentado por oficiales del ejército era algo que a buen seguro no haría ninguna dama. Inspiró profundo y abrió la puerta, para entrar en un vestíbulo sobriamente decorado. Había un escritorio detrás del cual se hallaba sentado un empleado.
El hombre alzó la mirada y enarcó las cejas. Phillipa se le acercó.
—Me gustaría ver al señor Campion, si es posible.
El hombre la miró desconfiado.
—Querría saber quién desea verlo.
No se había anticipado a esa posibilidad.
—Dígale que la pianiste.
—Muy bien, madame —el hombre señaló una puerta abierta a su derecha—. ¿Os importaría esperarlo en el salón?
Phillipa le dio las gracias, esperando que no hubiera nadie más en la estancia. Afortunadamente estaba sola en el salón lleno de sillones y de sofás. Las cortinas estaban corridas y, aunque el lugar recordaba la biblioteca de un caballero, las flores frescas que había sobre la repisa de la chimenea y las mesas alegraban un tanto su aspecto.
De repente, la idea de haber ido allí se le antojó estúpida. ¿Cómo no había podido esperar sin más a hablar con él esa noche?
Una voz masculina resonó en el vestíbulo y Phillipa se apresuró a acercarse a la puerta, esperando ver a Xavier.
Pero no era Xavier.
Era el general Henson, que se escabullía por el vestíbulo acompañado de una risueña mujer, hacia la puerta.
La madre de Phillipa.
Xavier se puso rápidamente la chaqueta y se pasó una mano por el pelo mientras bajaba la escalera, esforzándose por no parecer demasiado nervioso ante el empleado del vestíbulo.
Había llegado sola, según el recado que le habían dado. ¿Qué la habría movido a hacer una cosa así? Solo se le ocurría una cosa: algo malo debía de haber sucedido.
El empleado había vuelto a ocupar su puesto detrás del escritorio cuando Xavier atravesó el vestíbulo rumbo al salón. La vio de pie en el umbral.
Estaba como paralizada, con la mirada fija en la puerta.
—Phillipa, ¿qué pasa? ¿Ha sucedido algo?
Rezó para que no le hubiera pasado nada a Rhys. O a lady Gale, su amante. O a cualquier otro miembro de su familia. No se le ocurría ninguna otra razón por la que hubiera ido a buscarlo allí.
Ella no respondió.
A no ser que algo le hubiera sucedido a ella.
Le alzó el velo que le cubría el rostro.
—¡Phillipa! Háblame.
Parpadeó varias veces.
—Oh, perdona —estaba pálida como la cera—. Es que me he quedado sin habla.
La agarró de los hombros.
—¿Qué ha sucedido?
Sacudió la cabeza como si no diera crédito a sus ojos.
—Acabo de ver al general Henson. En el vestíbulo. Al verdadero general Henson. No era una visión.
Xavier suavizó su tono, pero no la soltó.
—Este hotel alberga a oficiales del ejército.
—Lo sé —pronunció sin aliento—. Hay más. Mi madre estaba con él. Obviamente bajaban de sus habitaciones.
Debía de haber sido todo un choque para ella. Deslizó los dedos todo a lo largo de su brazo y le agarró la mano.
—Ven. Siéntate —la llevó al sofá—. No pudiste haber sabido eso antes de venir aquí.
—No —sonrió débilmente—, pero era precisamente por eso por lo que venía, ni más ni menos.
Le contó que había encontrado al general Henson con su madre en el salón de su casa. Que su madre había asegurado conocerlo desde hacía muchos años. Que el general afirmaba haberla visto cuando era una niña de pecho.
—Y además no mostró ninguna sorpresa cuando vio mi cicatriz —se tocó la mejilla—. La gente siempre se sorprende la primera vez que me la ve. Debió de haberme visto después de que me la hiciera.
Xavier pensó que Henson debió de haber sido el hombre que vio en el malecón aquella noche. Era lo único que tenía sentido.
—Creo que eran amantes —dijo ella con tono firme—. Son amantes. Lo son todavía. Obviamente deben de haberse reencontrado.
—El general Henson lleva mucho tiempo ausente de la capital, creo —se dio cuenta de que seguía agarrándole la mano. Se la soltó—. ¿Te ha molestado descubrir que tu madre tiene un amante?
—Dios mío, no —se echó a reír—. Si alguna mujer merece tener un amante, esa es mi madre. Mi padre ciertamente le ha dado a lo largo de su vida más problemas que cariño o dedicación —entrecerró los ojos—. ¿Te imaginabas que me pondría hecha una furia? Te aseguro que he adquirido algún conocimiento del mundo —señaló su cicatriz—. Cuando nadie te mira, es mucho lo que puedes observar.
Xavier experimentó una punzada de dolor.
—Me sorprendió verlos juntos, eso es todo —Phillipa desvió la mirada, como si hubiera vuelto a contemplar la escena—. Mi madre parecía tan tonta y alocada como en su primera Temporada... —interrumpiéndose, se volvió hacia él—. Yo soy la que me siento como una tonta, por haber venido a verte así.
—Te confieso que temía que te hubiera traído un asunto mucho más grave.
Los rayos de sol que entraban por la ventana daban un brillo dorado a sus ojos castaños, del color del chocolate. Tenía los labios tentadoramente húmedos. Su piel era luminosa, y tan lisa y suave que anhelaba tocarla...
Interrumpió aquel rumbo de pensamientos. ¿Por qué cada vez que el deseo de apoderaba de él, ella estaba consternada de angustia o de preocupación?
Se contentó con saborear su belleza. Era una lástima que la gente no la mirara. O, si lo hacía, que vieran solamente su cicatriz.
Vio que sus ojos se oscurecían y bajaba la mirada.
—Ha sido una tontería por mi parte. Simplemente necesitaba contarle a alguien lo de Henson y mi madre. Debí haber esperado a esta noche.
Estuvo a punto de volver a tocarla.
—No me importa, Phillipa.
Manipuló nerviosa el velo de su sombrero y se cubrió la mitad del rostro.
—Es la clase de cosas que una corre a comentarla con sus amigas, pero he perdido el contacto con la mayoría de mis antiguas compañeras de escuela y las demás viven lejos de aquí.
—Te has aislado mucho —le dijo él.
De repente alzó la barbilla.
—He estado ocupada con mi música. Esa ha sido mi pasión.
Cedió a la tentación de tocarle la barbilla con un dedo. Tal y como solía hacer cuando eran niños y bromeaba con el diminuto hoyuelo que tenía en el mentón.
—Y has logrado resultados impresionantes.
Abrió mucho los ojos y se recostó en el sofá, mirándolo.
—Vaya, Xavier. Llevaba tiempo esperando escuchar palabras de aprobación sobre mi música.
Aquello lo dejó perplejo.
—Pero escucharás esas palabras cada noche cuando tocas, ¿no?
—Ellos no saben quién soy.
—¿Y qué diferencia supone eso? —advirtió que un delicado rizo había escapado de debajo de su sombrero.
Phillipa soltó un suspiro.
—Se supone que la hija de un conde no hace música. Al menos no en una casa de juego. En una velada musical sí, pero allí a toda dama que interpreta se le dice que lo hace de maravilla —bajó la voz—. Dudo, en cambio, que tú me mientas.
—Yo nunca te mentiría.
—Pero todo esto no tiene importancia —hizo un gesto de indiferencia con la mano—. Mi visión tuvo que ser un recuerdo, como tú bien dijiste. El general Henson tuvo que haber estado presente cuando yo me caí de pequeña. Mi madre no me lo habría contado, si hubiera sido su amante en aquel entonces. ¿Qué te parece?
—Me parece plausible —era todo lo que podía decirle.
—Yo habría preferido tener un recuerdo, en vez de ver cosas que no existían —se apoyó contra él, como solía hacer cuando eran compañeros de juegos—. Esto me recuerda cuando estábamos en Brighton. Tú siempre eras mi amigo y mi confidente.
Xavier le rodeó los hombros con un brazo, disfrutando de aquellos momentos de cómoda cercanía.
—Debo irme —volvió a sentarse muy derecha—. Estoy abusando de ti, al robarte tu tiempo con estas tonterías.
Se levantó del sofá. Él se levantó también.
—Espera un momento. Voy a buscar mi sombrero y te acompaño a casa.
—No —se apresuró a negarse—. He venido sola. Y puedo marcharme sola también —sacudió la cabeza—. Además, no quiero que mi madre te vea. A estas horas podría estar de vuelta en casa. No quiero tener que soportar sus preguntas.
Xavier asintió.
Phillipa se dirigió hacia la puerta, pero en el último momento se volvió para mirarlo.
—Gracias por ser tan bueno conmigo, Xavier. Verdaderamente necesitaba un amigo con quien poder hablar de esto.
—Yo soy tu amigo, Phillipa —repuso—. Siempre lo he sido.
Sonrió, pero no lo miró a los ojos.
—Que tengas un buen día.
No quería que se marchara.
—Te veré esta noche.
—Sí. Esta noche.
Se volvió hacia la puerta, pero de repente echó a correr hacia él y le echó los brazos al cuello. Se habría retirado con la misma rapidez, pero él se lo impidió y la estrechó contra su pecho. Aspiró su aroma a jazmín, deleitándose con su calor.
Por fin la soltó y ella se marchó apresurada. Se acercó a la ventana para verla alejarse a paso rápido. Vio que se detenía de pronto para terminar de colocarse el velo sobre el rostro.
Y experimentó una nueva punzada de dolor por ella.
Sin guantes ni sombrero, salió con la intención de seguirla hasta su casa y asegurarse de que llegaba sin problemas.
Aquella noche cantó tonadas sobre el amor prohibido.
Xavier supuso que seguía pensando en su madre. Se sintió todavía más cerca de ella que antes, más cerca incluso que cuando eran niños. La clase de cercanía a la que aspiraba un hombre con la mujer que amaba.
Permaneció de pie al fondo de la estancia, su lugar habitual, observando el movimiento de sus largos y elegantes dedos sobre las teclas del pianoforte y escuchando su voz cargada de emoción. Deseó que pudiera quitarse la máscara para poder ver aquella emoción en su rostro.
Su música estaba llena de vida porque había volcado la suya en ella. Eso lo entristecía, si bien también le hacía admirarla por sus sobresalientes logros.
Habría podido escucharla durante horas, pero solo podía dedicarle unos minutos más antes de hacer su ronca por el salón de juego.
Dafne apareció de pronto a su lado.
—No sabía que tuvieras tanto... gusto por la música, Xavier.
Le había arruinado aquel momento.
—Tú no me conoces, Dafne.
Se mantuvo impávida.
—Nos hemos convertido en grandes amigas. ¿Lo sabías?
—Creo que eso ya lo has dicho antes —pero lo dudaba seriamente. Señaló a Phillipa con la cabeza—. ¿Lo sabe ella?
Frunció los labios por un momento, pero en seguida esbozó una sonrisa.
—Me haces reír, Xavier, y entonces correría el riesgo de interrumpir la interpretación.
—No puedo quedarme aquí hablando contigo —se irguió de pronto—. Debo volver al salón de juego.
Y se alejó de ella sin mirar atrás.
Más tarde, cuando fue a buscar a Phillipa para acompañarla en el coche de punto, vio a Dafne charlando con ella. Le resultaba difícil interpretar la reacción de Phillipa bajo la máscara.
Cuando estuvieron dentro del carruaje, se la quedó mirando detenidamente.
—¿Te has hecho amiga de lady Faville?
Phillipa no respondió de inmediato.
—Ella se ha hecho amiga mía.
Xavier sacudió la cabeza.
—¿Por qué?
Se tensó.
—¿Tan difícil es pensar que alguien puede querer ser amigo mío?
—En absoluto —le aseguró—. Pero una mujer como ella...
Phillipa se apartó de él.
—¿Por lo bella que es?
—Sabes que no me refiero a eso —pensó que aquello no estaba sirviendo más que para provocar tensión entre los dos—. Me ha sorprendido, eso es todo. Ella no es la clase de persona aficionada a hacer amigos.
Dejó en paz el tema y ella también, pero el corto trayecto transcurrió en medio de un incómodo silencio. Le entraron ganas de darse de bofetadas. Debería haberla dejado hablar de su madre y del general Henson.
El coche se detuvo unas cuantas puertas más abajo de la casa Westleigh y Xavier la ayudó a bajar. Justo cuando se hallaban en la acera, la puerta de la casa se abrió y salió un hombre.
Ambos permanecieron al amparo de las sombras, lejos del fanal del carruaje.
El general Henson pasó a su lado.
Nueve
Al día siguiente, Phillipa se levantó temprano para poder coincidir con su madre en la mesa del desayuno.
Estaba autorizada a pedirle cuentas de su aventura con el general, pero no tenía corazón para hacerlo. Después de todo, su madre se merecía un poco de felicidad.
Pero el recuerdo que tenía Phillipa del general Henson y su aparente relación con su herida era otro asunto. Así que cuando bajó las escaleras y entró en el comedor lo hizo con paso decidido.
Su madre ya estaba sentada allí.
—Has madrugado —dijeron ambas al unísono.
—No podía dormir —respondieron también a la vez.
Su madre rompió a reír, un sonido que rara vez le había oído Phillipa durante los últimos años.
Se volvió hacia el bufé y se sirvió una rebanada de pan y jamón.
—Me he levantado temprano para poder ir de tiendas —le informó su madre.
Era un tono a la defensiva. Phillipa sospechó que estaba mintiendo.
—Pienso dedicar todo el día a comprar —añadió—, así que estoy convencida de que no querrás hacerme compañía.
Experimentó una oleada de ternura hacia su madre.
—No, ¿pero a quién te llevarás contigo? ¿A tu doncella? ¿A Higgley?
Su madre alzó la barbilla.
—Si quieres saberlo, me acompañará el general Henson.
—¿También hoy?
Su madre cruzó los brazos sobre el pecho.
—Sí. También hoy. Hacía muchos años que no lo veía y...
Phillipa alzó una mano.
—No era una crítica, mamá.
—Ah —su madre volvió a relajarse.
—Hay algo, sin embargo, que deseo preguntarte.
Lady Westleigh se tensó nuevamente.
—Que no sea sobre tu padre y tus hermanos, por favor. Estoy cansada de hablar de eso contigo.
Phillipa masticó y tragó un pedazo de pan.
—No es eso —le aseguró—. Quería preguntarte por lo que recordabas de la ocasión en que me caí. Cuando me hice la herida en la cara.
Su madre desvió la mirada.
—¿Para qué?
—Curiosidad —inspiró profundo—. Cuéntamelo otra vez.
Lady Westleigh se levantó para acercarse al bufé.
—¿Es necesario? Fue un suceso horrible y me disgusta recordarlo.
—Por favor, mamá. Vuelve a contármelo.
—No hay nada que decir —se sentó de nuevo—. Te fuiste de casa sin permiso y te encontré al pie del malecón de la playa. Te habías caído. Eso es todo.
—¿Qué estaba yo haciendo allí? —nunca antes se le había ocurrido hacerle esa pregunta.
—No lo sé —alzó las manos, impotente—. Saliste y punto. Tú no recordabas nada. Fue un choque terrible encontrarte allí... toda inconsciente y llena de sangre.
¿Por qué había salido su madre personalmente a buscarla? Nunca lo había pensado antes, pero ella solía recurrir a los criados para las tareas como esa.
El corazón se le aceleró.
—¿Había alguien más allí, en la playa, cuando me encontraste?
—No —su madre desvió rápidamente la vista—. Ya basta. Lo mejor que podemos hacer es olvidar ese desagraciado suceso. No pienso decir una palabra más al respecto.
Pero Phillipa insistió.
—¿Hay algo que puedas decirme ahora y que te viste obligada a ocultarme cuando era niña? Quiero saberlo.
Su madre procuró concentrarse en su plato.
—Nada. A no ser que quieras escuchar una horrible descripción de la piel colgando de tu cara, arrancada.
—Ahórrame eso, mamá —sabía que su madre estaba siendo deliberadamente cruel.
—Mejor harías en olvidarte del pasado. Necesitas reincorporarte a la sociedad —le espetó, irguiéndose en su silla.
Aquel era un antiguo y familiar sermón.
—Eres hija de un conde —continuó su madre—. Solo por esa razón serías un codiciado partido para cualquier caballero respetable, a pesar de tu edad y de tu... —se interrumpió—. Ningún caballero que se preciara de serlo sería descortés contigo a causa de... —otra vez volvió a cerrar la boca.
La palabra que su madre se negaba a pronunciar era «cicatriz».
—Hay un baile esta noche. Deberías asistir.
Phillipa bajó la mirada a su plato.
—No, mamá.
—Muy bien —se levantó—. Me llevaré entonces a la señorita Gale —y abandonó la habitación.
Phillipa apoyó la cabeza entre las manos. Semejante ataque lanzado por su madre solo podía tener una finalidad: forzar su retirada.
Había algo de lo que su madre no deseaba hablar, y ese algo tenía que ver con su accidente. Tanto secreto la estaba matando.
El general Henson debió de estar presente. Su memoria así se lo decía. ¿Por qué su madre no podía admitirlo sin más y explicarle lo que había pasado realmente?
Durante los dos días siguientes Phillipa no volvió a tener oportunidad de hablar a solas con su madre. Lady Westleigh pasaba cada minuto en compañía del general Henson. Phillipa suponía que el general pasaba al menos una parte de la noche en el lecho de su madre, aunque Xavier y ella no habían vuelto a verlo abandonando la casa. De madrugada, cuando regresaba, contenía el aliento por miedo a tropezarse con él en la escalera.
Phillipa tenía además una nueva preocupación. Su doncella había descubierto que se escabullía de casa por las noches. Afortunadamente, la muchacha le era leal. Y ambiciosa. Phillipa le pagaba bien por su silencio.
Desde que el general Henson estaba con su madre, no había vuelto a pasarse por el Club de la Máscara. Lady Faville, en cambio, siempre estaba allí.
Muy pronto, sin embargo, todo terminaría. Cada noche que pasaba la acercaba más al momento en que volvería Rhysdale. Aquel sería el fin de sus interpretaciones.
Y el fin de su tiempo con Xavier.
Lo cual le rompía el corazón.
Aquella noche, cuando se sentó ante el pianoforte, se obligó a disfrutar del momento y a no pensar en el futuro.
Lady Faville y el impasible señor Everard ocupaban su mesa habitual. Phillipa supuso que tendría que soportar otra «amigable charla», como la denominaba lady Faville, en la que la dama volvería a relatarle la devoción que profesaba a Xavier y su determinación de casarse con él.
Cada vez que lady Faville se acercaba a Xavier, Phillipa volvía a asombrarse de la perfecta pareja que hacían. Y el señor Everard lo veía también, según había podido advertir. Podía verlo en sus ojos cuando los contemplaba juntos.
Lady Faville la saludó discretamente y Phillipa empezó a tocar. Escogió la pieza más alegre que se le ocurrió. No una de sus propias composiciones, que inevitablemente tendían todas a la tristeza, sino La de Belombre, una antigua composición para clavecín que le gustaba por el desafío técnico que suponía.
Xavier se quedó a escuchar la pieza entera antes de marcharse. Phillipa siempre sabía cuándo estaba y cuándo no. Podía sentirlo.
Una vez que se hubo marchado, la música alegre volvió a dar paso a canciones de amores perdidos, tristes. Y luego, nuevamente, a melodías gozosas o frívolas.
Al final, estalló el gratificante aplauso. Phillipa se levantó del banco y se acercó al bufé para servirse un plato, que se llevó a la mesa del rincón para disfrutar de un poco de intimidad.
Hasta que lady Faville se acercó a ella, por supuesto.
—Habéis tocado muy bien esta noche, señorita cantante.
—Gracias.
La dama se sentó sin esperar a que la invitaran.
—¿No está Xavier guapísimo esta noche? Más que lo usual, ¿no os parece?
A Phillipa le parecía guapísimo todas las noches.
—Es un hombre muy atractivo.
Lady Faville se echó a reír.
—Ponéis siempre tanto cuidado en no decir demasiado...
Era una observación muy sagaz por su parte, pensó Phillipa. Más de lo que habría esperado de ella.
—Debo ser discreta.
Con aquella dama, Phillipa representaba el papel de empleada del establecimiento. Era lo que lady Faville y la mayoría de los clientes deseaban pensar de ella. Y una empleada debía tener cuidado con lo que decía sobre su patrón o el gerente nombrado por este.
Lady Faville se inclinó sobre la mesa.
—¿Ha dicho algo de mí? ¿Le habéis hablado vos de mí?
Estaba constantemente empeñada en que Phillipa convenciera a Xavier de su interés por él, y esperando al mismo tiempo que Xavier le confesara su admiración por ella.
En realidad, Xavier hablaba tan poco de sí mismo que Phillipa no sabía ni lo que pensaba de la dama. Ni una palabra sobre ella había salido de sus labios. La mayor parte de los caballeros se pavoneaban ante lady Faville, rondándola de continuo, pero Phillipa nunca había visto a Xavier hacer eso. Un hombre tan apuesto como él no habría tenido necesidad de hacerlo.
—No puedo presumir de hablar con él de vos —le dijo Phillipa por centésima vez—. Y en nuestras conversaciones no sale a relucir ningún cliente.
Lady Faville le lanzó una sonrisa escéptica.
—Ya sabéis que no me lo creo. Vos no me lo contáis todo —emitió un exagerado suspiro—. No sé qué clase de amiga sois, cuando me ocultáis algo de tanta importancia para mí.
Ella no era en absoluto su amiga, pensó Phillipa.
—Yo no os estoy ocultando nada.
Excepto, quizás, que ansiaba que la dejara en paz de una vez por todas. Le resultaba doloroso ser la confidente de la dama, escuchar de sus labios su intención de desposarse con Xavier... sabiendo que la rica y joven viuda sería el mayor premio que cualquier hombre podría codiciar.
Lady Faville le puso una mano en el brazo.
—Sé que no me diréis nada, pero de todas formas cuento con que seréis mi gran amiga.
A veces lady Faville se mostraba tan encantadora que a Phillipa hasta casi llegaba a gustarle. Solo que era difícil que le gustara alguien que poseía todo aquello de lo que carecía ella.
Casi había terminado su última actuación cuando volvió Xavier. Su presencia la turbaba de una manera agradable, impulsándola incluso a tocar con un mayor atrevimiento.
Cuando terminó, él la acompañó hasta el vestíbulo.
—La penúltima pieza, ¿era una de tus composiciones?
Era la bagatelle a la que había dedicado tantos días.
—Sí.
Xavier se encogió de hombros.
—Me ha recordado el sonido del salón de juego.
—¡No me digas! —se detuvo en seco—. Ese es precisamente el sonido que he estado intentando recrear.
—Pues lo has conseguido —sonrió.
Le entraron ganas de ponerse a dar saltos de alegría.
Cuando se sentaron en el coche de punto y pudo por fin quitarse la máscara, le preguntó cómo había ido la noche y si se había producido algún problema en el salón de juego.
—Un cliente perdió demasiado —le dijo—. Temí por él, por lo desanimado que estaba.
Le contó historias de hombres que se habían suicidado tras haber perdido su fortuna. Su padre, en cambio, perdió la suya y se dedicó luego a estafar y engañar para salir del paso.
—¿Qué hiciste? —le preguntó.
Se volvió hacia ella, ocultos sus rasgos por la oscuridad del coche.
—Le di un crédito.
—¿Lo aprobará Rhysdale?
—Yo le he visto hacer lo mismo de cuando en cuando —respondió—. Pero no usé su dinero.
—Usaste el tuyo.
—Así es —se encogió de hombros.
Se le hinchó el pecho de orgullo. Era un hermoso detalle por su parte.
Se preguntó cómo podría renunciar a verlo, a hablar con él cada día. Se prometió que aprovecharía cada instante que le quedara de estar en la casa de juego y en su compañía. Atesoraría cada uno de aquellos momentos en su corazón y no los olvidaría jamás.
El coche se detuvo en el lugar habitual de la calle, pero antes de abrir la puerta, Xavier le tomó la mano.
—He disfrutado mucho con tu actuación de esta noche, Phillipa.
Sin darle tiempo a hablar, la estrechó en sus brazos y la besó. Fue un beso corto, pero que la dejó debilitada y sin aliento.
Abrió por fin la portezuela y saltó para ayudarla a bajar.
—Buenas noches, Phillipa. Que duermas bien.
—Buenas noches, Xavier. Hasta mañana.
Él le apretó con fuerza la mano antes de soltársela. Ella se volvió para recorrer la corta distancia que la separaba de su casa, pero no había dado más que dos pasos cuando dos hombres surgieron de las sombras.
Xavier la agarró en seguida del brazo y la colocó detrás de sí, para protegerla con su cuerpo.
—Phillipa, no te escondas de nosotros —era una voz familiar. Su hermano Ned.
—¿Quién está contigo? —le preguntó Hugh, su otro hermano.
—¿Necesitáis ayuda, señor? —gritó el cochero.
Xavier se acercó a él para pagarle el viaje y la propina.
—Puede irse, Johnson. Regresaré esta noche dando un paseo.
—Después de haber acabado contigo, dudo que vuelvas a ser capaz de caminar —le amenazó Hugh.
—¡Tú no harás nada de eso! —gritó Phillipa.
El carruaje se alejó. Xavier volvió a agarrarla del brazo mientras se dirigía a Hugh.
—Soy Xavier. Puedo explicar esto.
—¡Xavier! —exclamó sorprendido—. ¿Qué diablos...? ¿Eres tú quien está arrastrando a mi hermana al escándalo?
—No es lo que piensas —lo interrumpió ella.
Xavier seguía agarrándolo.
—¿Puedo sugeriros que no discutamos esto en plena calle?
—Vamos a casa. Todos —ordenó Ned.
Xavier llevó a Phillipa de la mano mientras los seguían al interior de la casa.
Sus hermanos habían vuelto de Bruselas. El fin que tanto temía había llegado sin previo aviso.
Aquella había sido su última noche. Su última interpretación.
Su última noche con Xavier.
«Qué maldito desastre», pensó Xavier mientras seguía a Ned a la casa. Fueron directamente al salón, donde se hallaba sentada lady Westleigh.
¿Dónde estaría el general Henson? ¿Escondido quizá en algún armario? ¿En el vestidor de lady Westleigh, quizá?
—La hemos encontrado, mamá —anunció Ned.
—Y al hombre en cuestión —Hugh, con gesto malhumorado, señaló a Xavier—. Xavier Campion.
La condesa enarcó las cejas al verlo.
—¡Xavier Campion!
—Lady Westleigh —le hizo una reverencia.
—No puedo creer esto de vos —sacudió la cabeza, consternada—. Vuestra madre es amiga mía.
—Mamá —gritó Phillipa—. Déjame que te explique...
—¿Explicar? —Ned se encaró con ella—. Llegamos a casa a altas horas de la noche y no te encontramos en la cama. Tu doncella, tras muchas coacciones, finalmente nos confiesa que abandonas la casa cada noche después de que todo el mundo se ha acostado. Y vuelves tres horas después.
Tres horas y media, para ser exactos, pensó Xavier.
—Y es a Campion a quienes ibas a ver —Hugh se volvió hacia él, fulminándolo con la mirada—. ¡Te has estado tomando libertades con mi hermana!
—¡Libertades! —gritó Phillipa—. Él no se ha tomado ninguna libertad conmigo.
Solo que acababa de besarla, pero eso no podía lamentarlo.
—Escuchad sus explicaciones —exigió Xavier.
—Muy bien —dijo lady Westleigh, recostándose en su silla.
—He estado acudiendo a vuestra casa de juego, el Club de la Máscara —empezó Phillipa, y levantó la máscara que había llevado todo el tiempo en la mano—. Allí toco el pianoforte y canto.
—¿Cantas? —le espetó Hugh—. Como una vulgar... —no terminó la frase.
—¿La casa de juego? —exclamó Ned—. Se suponía que no tenías que saber nada de la casa de juego —alzó la barbilla.
—Se suponía que no tenía que saber muchas cosas de gran importancia para nuestra familia, al parecer.
Hugh se giró rápidamente hacia Xavier.
—Rhys se lo dijo, ¿verdad? ¿Qué le importaba a él? El hecho de entrar a formar parte de la familia no le daba derecho a hacerlo.
Xavier lo acalló con una mirada.
—Yo se lo conté a Phillipa, que no Rhys. Rhys no sabe nada de esto. Ni siquiera está en la ciudad.
Lady Westleigh lo miraba con expresión preocupada.
—¿Le contasteis entonces lo de...?
—Lo de nuestro padre —la interrumpió Phillipa—. Lo de nuestra deuda y la manera en que Rhys ayudó a nuestra familia, solo para que padre lo estafara y lo desafiara a duelo. Y que Ned y Hugh se lo llevaron luego a Bruselas, donde consintió en quedarse.
—Dios mío, ¿te ha quedado algo por contarle? —le espetó Hugh a Xavier.
Sí, todavía había más. Pero no podía decírselo.
—Como puedes ver, mamá, no me he desmayado —Phillipa abrió los brazos—. Me enteré de todo esto y estoy aquí, delante de ti, la misma de siempre. He estado acudiendo a una casa de juego a interpretar música y sigo de una pieza. Soy inmune a tus secretos. No necesitaba que me protegieras de ello. No necesito que me protejan de nada.
Era fuerte, eso Xavier tenía que admitirlo, pero seguía necesitando protección. ¿Qué habría sido de ella si hubiera estado sola la noche en que sufrieron el asalto?
—Obviamente necesitabas protección de Campion —Hugh volvió a encararse con él—. ¿Qué diablos te pasa, Campion? Puedes tener a cualquier mujer que quieras. ¿Para qué tontear con mi hermana? ¿Te has aburrido de las guapas?
Xavier le agarró de las solapas de la chaqueta.
—No la insultes. ¿Me oyes?
Y lo soltó al tiempo que le daba un empujón. Hugh bajó la cabeza, contrito.
—No quería decir eso. No era mi intención expresarme así.
Phillipa se volvió hacia él.
—Xavier se ha portado como un perfecto caballero conmigo. Me ha estado acompañando en mis idas y venidas de la casa de juego, porque sabía que si no lo hacía lo habría hecho yo sola.
Ned la fulminó con la mirada.
—Phillipa, no puedes pasar tiempo a solas con un hombre a altas horas de la noche. Si alguien llega a enterarse, arruinarás tu reputación.
—Qué risa me das, Ned —se señaló la cara marcada—. ¿Para qué necesito yo una reputación?
Su hermano adoptó entonces una actitud altiva.
—Bueno, yo, al menos, no consentiré que la mujer con la que estoy comprometido se vea contagiada por tu relajamiento de costumbres.
—¡Alto ahí, Ned! —a Xavier le entraron ganas de pegarlo—. Tu hermana no es para nada una mujer de costumbres relajadas...
—¡Escuchadme! —los interrumpió de nuevo Phillipa—. Yo quería una aventura y he tenido una. Xavier se ha asegurado de que durante todo el tiempo estuviera a salvo. Todo ha terminado. Se ha acabado. Nadie más se ha enterado. Dejad el tema en paz.
Ned pareció reflexionar sobre su argumento.
Incluso Hugh parecía un tanto aplacado.
—¿Él no te sedujo?
—No —respondió.
Xavier refrenó su enfado. La situación se estaba calmando. Ned y Hugh empezaban a entrar en razón.
—Supongo... —suspiró Ned—, que si nadie sabe...
—Dejemos que decida Phillipa —propuso Xavier y miró a lady Westleigh, que tenía una expresión calculadora—. Debo volver al club. Habitualmente solo me ausento unos minutos.
Miró como disculpándose a Phillipa, que aprobó con la cabeza.
—Vete, Xavier —le dijo—. Todo ha terminado. No habrá perjuicio alguno si nadie se entera, y... ¿quién podría irse de la lengua?
Ni Cummings ni MacEvoy, eso seguro. Él se encargaría de ello.
Hizo una inclinación a Phillipa y a lady Westleigh.
—Os deseo paséis una buena noche, entonces.
Pero lady Westleigh se levantó.
—No tan rápido, joven.
Deteniéndose, se volvió para mirarla.