y el ¡PUM! de cuando aterrizamos, como la bala de un cañón apreté los dientes —BLAMBLAMBLAM— anticipando los rebotes y miré a Hand y al patrón del barco buscando comprensión —¿qué co-co-coño pasa aquí?—, pero ninguno dio muestras de compartir mi inquietud. Estaban entretenidos, absortos en la marcha, en la observación del avance de la embarcación; cuando se viaja es imprescindible participar, creer en el avance del viaje, ser testigo de la travesía. Pero yo también era uno de ellos, me tomaba en serio aquel periplo. Cuando se navega en una pequeña lancha motora, no queda más remedio. ¡CHOF! Había cierta sensación de aceleramiento en una lancha como aquella, mientras galopaba por la costa golpeando la superficie del mar; tres olas pequeñas vinieron hacia nosotros: ¡PLOP, PLOP, PLOP! Por fin íbamos a alguna parte, y a toda velocidad además, dejando atrás todo lo que se movía despacio o permanecía quieto. ¡CHOF! El movimiento para mí siempre era algo relativo, y solo percibía auténtica sensación de velocidad cuando dejaba atrás las cosas aceleradamente. ¡CHOF! ¡CHOF! La barca dio un brusco viraje.

«—Hand, hoy me has salvado, pero ¿y después?

»—Yo me encargaré de que sigamos en movimiento.

»—¿Y mañana?

»—Mañana igual.»

Atravesamos la sabana y el extrarradio de Dakar a toda velocidad —no sin antes recompensar con colosales propinas a patrón y marinero— y llegamos al aeropuerto antes de las once. Estacionamos el vehículo delante del despacho de coches de alquiler, entregamos las llaves junto con una propina de cincuenta dólares al empleado y corrimos a la terminal. En el mostrador de Air Afrique, las tres beldades, de nuevo espléndidas con sus trajes azul, amarillo y verde, nos pidieron cuatrocientos dólares en efectivo por sendos billetes a Casablanca, de modo que me acerqué al despacho de cambio de moneda, estampé mi firma en otra serie de cheques de viajero —¡yo!, ¡yo!, ¡ris!, ¡ras!—, regresamos al mostrador con un fajo de cinco centímetros de grosor y se lo entregamos a la mayor de las tres.

—Ah, ¿usted gran jefe? —preguntó.

—¿El qué?

—¡El gran jefe! ¡Usted! —repitió.

—¡Sí, gran jefe, él! —intervino otra de las bellezas.

—Pero ustedes querer dinero —repuse imitando el habla de Hand. No sabía qué decir; yo no quería ser el gran jefe.

—Un hombre pegar gran jefe —añadió la tercera simulando que se golpeaba la cara con los puños.

El comentario provocó la hilaridad de sus compañeras. Durante un buen rato.

Dos horas de vuelo. Hand iba sentado al otro lado del pasillo. Ambos junto a salidas de emergencia, por deseo expreso de Hand. «Hay más espacio para estirar las piernas —había aducido ante mí y las tres beldades—, y si pasa algo gordo, estaremos en el lugar de la acción.» Mi fila estaba vacía, pero junto a Hand viajaba una pareja de jóvenes, senegaleses probablemente. Dispuesto a echar una cabezada —supuse que el murmullo de fondo en la cabina me relajaría—, recliné la cabeza y entorné los ojos. Pero Hand tenía ese día el ánimo preguntón y no pude evitar escuchar su charla.

—¿Hablar inglés? —preguntó.

—Sí —respondió su vecina de asiento.

Abrí los ojos un momento para echar un vistazo. La chica tenía un porte majestuoso, al igual que su compañero, hermano tal vez. Ambos parecían modelos, la tez como teca pulida. Cerré de nuevo los ojos.

—¿Adónde vas? —preguntó Hand.

—A Marrakech. A estudiar medicina.

Una azafata me tendió una bandeja con la cena, pero la rechacé. Hand y sus nuevas amistades aceptaron las suyas. Mientras desenvolvían las viandas, dormité y soñé que nadaba entre pequeños peces que mordían.

—¿No te gusta la comida? —preguntó la chica a Hand. Detecté cierta impertinencia en la pregunta, como si la cocinera hubiera sido ella.

—No, es que no tengo hambre. ¿La quieres?

—Hummm… no, gracias —respondió, y siguió una larga pausa—. Eres de Estados Unidos.

—Sí —respondió Hand.

Abrí los ojos de nuevo y me volví hacia ellos.

—Entonces, ¿nos odias por el color de nuestra piel? —La joven se pellizcó el antebrazo, adelantando parte de su bien torneada extremidad hacia Hand. Preguntaba con verdadero interés. De verdad deseaba saberlo.

—No —respondió él, y se echó a reír. Era evidente que le apetecía sacarle punta al comentario, pero se contuvo.

—Es que hemos oído que en tu país odian a los negros —explicó ella. Me pregunté si estaría de broma. No podía ser de otro modo. Tenía que ser una broma.

—No —contestó Hand—, habrá quien los odie, supongo. Extremistas, descerebrados. Gente que fornica con animales. —Hand hizo un amago de cópula zoofílica, como si se agarrara al trasero de un caballo o de una cabra. Yo no daba crédito—. ¿Conoces a gente así?

La chica se echó a reír.

—Sí. Algunos.

—Pero las personas de verdad, no. Y vosotros, ¿nos odiáis por el color de nuestra piel? —Hand alzó a su vez una pequeña tienda de campaña con la piel del brazo, y me pareció que se estaba pasando de la raya.

—No. No, no —respondió ella sonriendo.

—¿De dónde eres? —preguntó Hand.

—De Kinshasa, Congo. ¿Sabes dónde está?

—Claro —afirmó él. Había olvidado ese vicio suyo. Cuando le preguntabas si sabía algo, en lugar de decir «sí» como todo el mundo, siempre saltaba con eso de «claro».

La congoleña continuaba sonriendo. Su dentadura era de un blanco deslumbrante, sin mácula, perfecta. Confié en que Hand se reservara su juicio al respecto, pero…

—Tienes unos dientes… —le dijo— impresionantes.

Ella le agradeció el cumplido.

—¿Sabes qué pretendía Mobutu? —prosiguió Hand—. Exportar una «pasta dentífrica completamente natural», ya que la dentadura de los congoleños superaba a la de los demás mortales.

Ella sonrió de nuevo, pero lo negó moviendo la cabeza. Decidí que su compañero de viaje era su hermano, pues, mientras ella y Hand coqueteaban sin disimulo, él mantenía la vista al frente, sin intervenir para nada, con el talante del que está habituado a tales juegos y los tolera estoicamente. Volví de nuevo la cabeza y cerré los ojos.

—¿Estás casado?

Hand rió.

—No.

—Entonces, ¿podrías casarte con una africana?

Hand dio un fuerte resoplido.

—Pues sí, claro. Tú…

¿Acababa de prometerse en matrimonio? Me dio la impresión de que la congoleña le tomaba el pelo. Aunque había sido de una franqueza tan brutal que probablemente iba en serio.

—Tengo novia —añadió Hand.

—Ah —dijo ella, decepcionada.

«—Deberíais venir con nosotros.

»—Me gustaría.

»—Pero parece tan complicado.

»—Lo es.

»—Me gustaría viajar contigo y con tu hermano, pero no quiero arriesgarme a sufrir una desilusión. Me gustaría que saliera bien, sin aventurarme a pasar un día con vosotros.

»—Eso va en contra de tu misión.

»—Lo sé. Lo sé. ¡Perder un día! ¿Cómo vamos a arriesgarnos?»

—Entonces —dijo Hand cambiando de tema—, ¿muchos problemas desde que morir Mobutu?

Comprendí entonces lo que inducía a Hand a hablar como los indios, pero no la arbitrariedad de tal recurso. Un minuto antes estaba hablando como una persona normal.

—No —respondió la chica—. Donde nosotros vivimos, no.

Eché una ojeada en su dirección. Su hermano seguía abstraído.

—La situación debe de haber mejorado desde que no está Mobutu, ¿no? —inquirió Hand.

—No, no. No lo creo. Mobutu era —explicó la joven haciendo ademán de descargar un puñetazo— un hombre fuerte. —Su hermano asintió con la cabeza. Por primera vez daba a entender que había seguido la conversación—. Mantenía al pueblo en orden.

—¡O sea que te gustaba Mobutu! —exclamó Hand estupefacto.

—Sí —afirmó ella—. Es una lástima que ya no esté.

Hand se volvió hacia mí. Al verme despierto y atento a la conversación bizqueó como diciendo: «¿Has oído qué barbaridad?».

El congoleño señaló los auriculares que colgaban del cuello de Hand.

—¿Qué estás escuchando? —preguntó.

—De todo —respondió Hand—. ¿A ti qué música te gusta?

—Prince —respondió.

—¿Cuánto vale esto en Estados Unidos? —intervino la chica señalando el discman de Hand, un modelo corriente, pero de la marca Sony.

—¿El discman? Unos cien dólares más o menos.

La congoleña acarició el aparato como si fuera un collar de perlas.

—Te lo compro —saltó.

—¿No hay discmans en Marruecos? —quiso saber Hand.

—No es lo mismo. Allí son de peor calidad. Son de otras marcas. ¿Por cuánto me lo vendes?

—¡Jo! —exclamó Hand volviéndose hacia mí en busca de ayuda de nuevo—. Si te lo vendo, me quedo sin música el resto del viaje. No es por dinero. Hemos…

La congoleña insistió:

—Has dicho cien dólares, ¿no?

Hand dejó escapar un suspiro.

—Sí.

—Muy bien. Cambiaré dinero cuando lleguemos y te lo daré en recogida de equipajes.

Hand le dejó escuchar su disco compacto de los Sundays, que a ella pareció entusiasmarle. El hermano le pidió prestado el discman y un disco de Outkast y, elevando el aparato ante sí, como un cura el cáliz, dejó que su cuello se balanceara adelante y atrás al ritmo de la música. De pronto todos éramos amigos, unidos por el dinero, la libertad de movimientos y la tecnología japonesa. No tan impresionado por la situación como habría deseado, al poco me quedé dormido, arrullado por el metálico abejorreo de la música de Hand, que acribillaba a todo volumen los oídos de un nuevo adepto a nuestra música pop.

Cuando desperté, el piloto apremiaba al pasaje a abrocharse de nuevo los cinturones de seguridad. Hojeé una revista, African Business, en la que figuraba un reportaje sobre Charles Taylor, el de Sierra Leona, retratado con zapatillas de deporte y visera. Descendimos hacia Marruecos. Que era verde. Hasta donde nos alcanzaba la vista, desde el aire, todo era verde.

—Pero ¿este país no era un desierto? —preguntó Hand inclinándose hacia mí desde el otro lado del pasillo. Por todas partes se divisaban parcelas de tierra cosidas unas a otras con hilo naranja. Que Hand no supiera gran cosa de Marruecos (que era verde, para empezar) evidenciaba las enormes lagunas de conocimiento que se producen cuando uno extrae gran parte de su información de internet.

—Eso creía yo —respondí—. Me ocurrió lo mismo con Houston. Siempre lo había imaginado seco y desértico, y me lo encontré todo arbolado, casi doscientos kilómetros de árboles.

—Senegal, en cambio, creíamos que era verde.

—Lo entenderíamos nosotros al revés. O ellos. Senegal debería ser verde y Marruecos, seco.

—Qué maravilla de paisaje —observó Hand.

—Cierto.

—Jo, tío, ojalá conozcamos a algún tuareg.

—¿Tuareg?

—Sí, tuareg. ¿No sabes quiénes son los tuareg?

—No.

—Sí, tío, los tuareg. ¿No has oído hablar de los hombres azules?

Le habría machacado la cabeza con una piedra.

—No. Cuéntame.

—Hombres azules. Creo que eso significa tuareg, hombre azul. Mala gente. Son una especie de bandoleros-mercaderes, una tribu nómada del Sahara que asaltaba las caravanas que cruzaban el desierto. Unos salvajes desalmados. Ojos azules, tez azul, todo azul. La raza más temible de la tierra. Casi cuatro metros de alto medían.

Miré a Hand con suspicacia, planteándome si dejarlo tirado en Casablanca.

—¿No me crees? —preguntó, ofendido—. Pregunta a cualquier marroquí por los tuareg. O por los hombres azules. Verás que en cuanto menciones la palabra huyen despavoridos.

En la aduana de Casablanca retuvieron y registraron a nuestros amigos congoleños, y como Hand no deseaba quedarse sin su discman para el resto del viaje, aprovechamos y salimos corriendo.

Subimos a un tren con destino al centro urbano, que discurría por un paisaje de un verde intenso, salpicado de grisáceos peñascos. Todo estaba cubierto de cascajos; niños vestidos como campesinos medievales correteaban por los caminos apedreando a los perros y a sus compañeros de juegos. Chabolas, tiendas de campaña y casas de ladrillo semiderruidas que se sostenían con cuerdas de tender la ropa.

—Joder —exclamó Hand—. No lo imaginaba así. Creí que sería como Túnez, desértico y eso. Parece más bien los Balcanes.

Desde la ventanilla del tren en marcha vimos a un niño arrojar una piedra a otro y darle en la cabeza.

—¿Cómo imaginas tú los Balcanes?

—Así, ¿no? Ruinas, gente con ropas parduscas caminando de un lado para otro, fogatas por todas partes, ¿no? Esta pobreza parece de país frío; como arrasado por tanques.

Y, sin embargo, era verde. ¿Sería tan pobre como parecía? Durante el vuelo habíamos temido que Marruecos fuera demasiado burgués, que el dinero terminara en manos de gentes como nosotros, pero viendo aquello, las mujeres con sus toquillas, los niños tirando piedras, los poblados de tiendas…

Hand se volvió hacia un chico sentado detrás de nosotros y le preguntó, en francés, cuánto quedaba para Casablanca.

—¿De dónde sois? —inquirió a su vez el muchacho en inglés.

—De Chicago —respondió Hand.

—¡Chicago! ¿Es muy peligroso?

Me preparé para lo inevitable.

—Uf, no veas… —contestó Hand.

Me dio risa. Todo el que vive en Chicago explota esa peligrosidad. Los dos compañeros de viaje del joven se mostraron interesados.

—Ah, los Smashing Pumpkins… son de Chicago, ¿verdad? —preguntó uno.

—Sí —respondió Hand.

—¡Soy un superfan del grupo! Trabajo en el mundo de la música. Soy productor de discos de rap. Rap francés.

El joven productor y Hand trabaron conversación sobre temas musicales. Al parecer el rap francés gozaba de gran popularidad en Marruecos. ¡Lo mejor de lo mejor!, a juicio del joven marroquí. Por la ventanilla veíamos retroceder el campo y cómo las edificaciones ganaban altura, limpieza y angulosidad. A nuestra derecha, al otro lado del pasillo, asomó el Atlántico, agitado y turbulento, las espumosas cabrillas batiendo los muros de Casablanca. A la izquierda, la ciudad crecía reverberante ante nosotros; sus edificios, puro derroche de cristal, reflejaban la dorada luz crepuscular, brumosos y perfectamente sonámbulos al estilo de Los Ángeles. Llegamos a la estación de ferrocarril y, a nuestra derecha, arrimadas a las paredes, observamos una hilera de jaimas circulares, veinte en total, cada una con su fogata y las paredes de cuero cubiertas de costuras y remiendos.

A mis espaldas Hand y el productor hablaban sobre Falco, Right Said Fred y RunDMC, y la posibilidad de que algún día alguno de ellos o los tres regresaran a los escenarios, todos juntos o, mejor aún, uno detrás de otro.

—¿Qué hay de los tuareg? —pregunté asomando la cabeza por el asiento e interrumpiendo la conversación. Los chicos servirían para poner en evidencia la impenitente costumbre de Hand de urdir embustes y tergiversar las cosas—. ¿Existen de verdad?

El joven productor endureció la expresión.

—No habréis venido buscando a los tuareg, ¿verdad? Debo advertiros que desistáis. ¿De verdad es eso lo que os proponéis?

—Sí —susurró Hand con un tono tan perentorio como intrigado—. Son asesinos, ¿verdad? Eso tengo entendido, que los hombres azules son unos salvajes, gente deshumanizada.

—Bueno —respondió el chico inclinándose—, es cierto que al que descubren espiando le cortan el pescuezo, no dejan títere con cabeza. Nadie que los ha visto de cerca ha regresado con vida. Solo llegan rumores. Habitan en el desierto, en la zona sur del Sahara, son legión y no tienen piedad de nadie. Nos ganan tanto en astucia como en fuerza. Hay quien dice que miden dos metros y medio de altura y tienen seis dedos en la mano…

Hand se volvió hacia mí reventando de satisfacción.

—Sigue, sigue —instó a nuestro nuevo amigo, sin quitarme ojo de encima. Luego se volvió hacia él—. ¿Será verdad todo eso?

—Pues claro que no —contestó el otro, y rompió a reír a carcajadas—. ¡Te estoy tomando el pelo, tonto!

Dos de sus acompañantes se desternillaban de risa. El otro, que no hablaba inglés, observaba la escena en silencio.

Yo me moría de gusto. Genial el marroquí aquel, ¡un monstruo! Hand puso los ojos en blanco, se mordió la lengua y bamboleó la cabeza de derecha a izquierda como una marioneta.

—Muy graciosos —replicó por fin—. ¿Habéis acabado ya?

Los marroquíes seguían riendo.

—¿Todavía no? —insistió Hand.

Eran incapaces de articular palabra. Menearon la cabeza: no, aún no.

En la estación de tren nos colamos deprisa y corriendo entre los brazos de las familias que aguardaban en el andén, nos dirigimos hacia la parada de taxis y nos agachamos para montar en un pequeño uitilitario rojo. Hand se dirigió al taxista en francés y le pidió que nos condujera a una agencia de Hertz. El taxista no le entendió.

—Alquiler de coches —explicó Hand en inglés.

El taxista asintió con la cabeza, tomó la carretera de la costa y ascendió hacia una zona residencial, pero nada más pasar una antigua fortaleza, cuyos cañones asomaban entre las gruesas murallas de piedra, estacionó el vehículo y llamó por el radiotaxi.

—¿Qué hace? —pregunté.

—No lo sé.

—No me gusta.

Curioso, pensé, que después de hacer cientos de kilómetros aterrizaras en una ciudad a miles de kilómetros de tu casa y pusieras tu vida en manos de un desconocido por la simple razón de que su vehículo pareciera un taxi y los taxis conocidos hasta la fecha hubieran demostrado ser, por lo general, seguros. Hay veces en que nuestra confianza en el prójimo escapa por completo a la razón.

No disponíamos de guías turísticas y, apenas un par de días antes, mi concepto de Casablanca era el de una ciudad turística, pequeña y pintoresca, al estilo de poblaciones californianas como Carmel o Mystic, con tiendas de souvenirs y figuras de cartón con la imagen de Humphrey Bogart decorando panaderías y paredes selectas charcuterías. Sin embargo, nos encontrábamos en una gran ciudad, luminosa y soleada, rodeada de mar y montañas. ¿Sabía yo antes de llegar allí que Casablanca era un puerto? Ahora no lo recuerdo.

Hand preguntó al taxista por qué nos deteníamos frente a la fortaleza. El conductor, que ya sabíamos no hablaba francés, alzó la palma de las manos pidiendo paciencia. Segundos más tarde, un corpulento caballero bajó trastabillando con sus diminutos pies por la escarpada pendiente, abrió la portezuela del taxi y se instaló en el asiento delantero. El taxista y él se pusieron a hablar.

Una vez que hubieron decidido el mejor modo de desplumarnos, salimos zumbando, embutidos los cuatro en un utilitario tamaño carrito de golf. El siguiente paso fue suplicarles que nos llevaran a la agencia de Hertz. A lo que el recién llegado, que entendía algo de inglés, respondió: «No problem, okay». En la nariz tenía un enorme lunar, negro y seco como una pasa. La frente atribulada y sudorosa.

Diez minutos más tarde, en pleno centro de la ciudad, nos detuvimos frente a un despacho con el rótulo Access Rentacar, situado en la primera planta de un bloque de pisos. El pasaje al completo se apeó del utilitario: Hand y yo, el taxista y su amigo, el de los pasitos rápidos, y a toda prisa, emprendimos el ascenso de los tres oscuros y sinuosos tramos de escalera. Temí una encerrona, con robo y asesinato. Hand apretaba los puños. ¿Qué hacíamos corriendo detrás de esos individuos? Éramos demasiado confiados.

Tropecé, resbalé dos peldaños y el corazón se me aceleró. Los dedos de las manos me cosquilleaban. Era absurdo pensar que fuera a sufrir un ataque, no había hecho ningún esfuerzo excesivo, además…

Me senté en la escalera y les insté a que siguieran sin mí con un gesto, como un soldado herido ante sus compañeros de batallón.

—¿Estás bien? —preguntó Hand.

—Sí —respondí.

Pero no las tenía todas conmigo. Casablanca no sería el mejor lugar del mundo para sufrir una crisis, pero bien es cierto que tampoco era el peor. Perdí el color un instante. Una jauría de bestias correteaba por mis huecas extremidades. Decidí tumbarme en el suelo unos segundos. Que Hand se encargara de alquilar el coche mientras yo reposaba…

Dos mujeres con el rostro velado pasaron por encima de mí. Procuré aparentar naturalidad. Costumbre americana, señoras, ¡escaleras cómodas, ser como butacas!

Ellas ya se habían ido cuando vi bajar a Hand, seguido por nuestros dos acompañantes. Debí de perder el conocimiento unos minutos…

—No ha habido forma —informó Hand—. ¿Estás bien?

—Me he quedado traspuesto un momento.

Me levanté y los seguí. Me encontraba bien. ¡Qué alegría! Bajé por las sinuosas escaleras, ya algo menos asustado —aunque me vino a la mente el fugaz recuerdo de aquella película en la que el hijo de Jeremy Irons, que se acuesta con la novia de aquel, cae por el hueco de unas escaleras de ecos tenebrosos—, y regresamos al taxi, donde nuestros dos acompañantes nuevamente discutieron cuál sería el mejor lugar donde desplumarnos y Hand volvió a suplicar que nos condujeran a una agencia de Hertz. Avanzamos dando sacudidas por el centro de la ciudad, las calles oscurecidas por las sombras de los edificios, tendidas como abrigos sobre un lecho. El taxi se hizo a un lado en una esquina y a la ventana del copiloto vino a asomarse un anciano tocado con un fez al que el taxista compró cuatro cigarrillos…

No nos conducían al lugar indicado. Pedí al taxista y a su colega que se detuvieran. Nos apeamos del taxi, pagamos…

—¿Cuánto le has dado? —quiso saber Hand.

—No lo sé. Cincuenta deniros.

—Se dice dirhams, no deniros.

… y dimos el alto a otro taxi que nos condujo al hotel Casablanca.

Junto al mostrador de recepción, más antiguo que nosotros, con su brillante superficie de caoba que nos llegaba al pecho, coincidimos con tres chicas norteamericanas de unos veinticuatro años. Suspiraban y lanzaban reniegos burlones. Un contratiempo, muchos contratiempos de diversa índole. «Increíble» que en un país como Marruecos te pongan pegas «así». No les aceptaban una de las tarjetas de crédito. «Lo nunca visto»: iban a tener que llamar a la empresa emisora de la tarjeta. En fin, «si no se les ocurría otra solución», firmarían el fax para autorizar la transferencia de datos. Lo que hay que hacer para que esta gente «se mueva». ¡Ya «solo» falta que llamen a mi madre para pedir permiso! ¡Ja, ja! Un país «imposible», «complicadísimo» viajar por él.

Eran los primeros turistas con que nos topábamos en Casablanca. Qué espanto de chicas. Sus respectivas agendas descansaban sobre el mostrador mientras ellas lanzaban resoplidos, levantándose el flequillo de la frente, y hacían sus llamadas a través del teléfono de recepción. Estaban pidiendo a gritos que las odiaran.

Mientras esperaban la respuesta al fax de las americanas, preguntamos a las recepcionistas si se podía alquilar un vehículo. Habíamos decidido contratar el coche en el mismo hotel y acercarnos después a las chabolas cercanas a la estación ferroviaria, repartir por allí el dinero, dar luego una vuelta por Casablanca, cenar rápidamente y coger el coche para llegar a Marrakech antes de medianoche. Pasaríamos el día siguiente en esa ciudad, con la idea de coger el vuelo de la seis de la madrugada siguiente rumbo a Moscú, y de allí a Siberia.

El personal del hotel no nos fue de gran ayuda, pese a su empeño. No disponían de servicio de alquiler de coches y las recepcionistas no alcanzaban a comprender por qué teníamos que estar en Marrakech esa misma noche.

—¿Por qué esta noche? —preguntó la mayor. Una chica bastante rolliza. Su colega, junto a ella, mucho más baja, delgada, joven y radiante, lanzó una sonrisa a Hand y bajó los ojos. Se defendía mal en inglés, por eso dejaba que la otra llevara la voz cantante. La rolliza, pese a su tamaño, no era mi tipo.

Intentamos explicarles a qué obedecían nuestras prisas. Hand hizo los oportunos aspavientos con las manos para indicar actividad frenética, vueltas y revueltas desenfrenadas, giros de peonza. Las chicas lo miraban estupefactas. Pedimos la guía telefónica. Telefoneamos a la agencia Hertz que figuraba en el listín pero había cerrado. Fuera estaba ya oscuro; se nos había echado la noche encima sin darnos cuenta. Preguntamos si había servicio de tren nocturno en dirección a Marrakech. Lo ignoraban; nos recomendaron que regresáramos a la estación de ferrocarril y allí nos informarían. Estábamos colgados.

Habrá quienes ignoren y otros que, aun sabiéndolo, olviden que por el cuerpo humano circula electricidad. Mi ignorancia me impide discernir por qué precisamente electricidad y no otra fuente de energía —¿por qué no fisión nuclear entre partículas submoleculares, por ejemplo?—, pero es lo que hay. Dicha electricidad es la encargada de disparar las sinapsis y de provocar las contracciones del corazón. En mi caso, sin embargo, algo no funciona como debiera. Mi corazón posee una membrana adicional, además del conducto extra con el que, al parecer, contamos todos los aquejados por el síndrome de WPW, y si generalmente los impulsos eléctricos son enviados a través de lo que se conoce como «haz de His», en nuestro caso el conducto adicional recoge los impulsos eléctricos en los ventrículos y, debido a su anomalía, los lanza de nuevo atrio arriba. En una ocasión, hallándome en el consultorio de la doctora Hilliard, me mostraron un vídeo explicativo y lo vi clarísimo, pero nunca más he vuelto a entenderlo. No obstante, me encanta la idea de que el corazón precise electricidad, de que sea tan poco fiable, de esas bajadas y subidas de tensión. Rememoraba en ese instante un experimento realizado de pequeño con una batería vieja y dos pinzas que mi hermano Tommy usaba para sujetar los porros… A saber por qué me vendría a la mente entonces. En el vestíbulo del hotel había un viejo y extraño teléfono público, que me llevó a la batería y…

Salimos del hotel y deliberamos paseando calle abajo.

—¿Crees que deberíamos quedarnos? —preguntó Hand.

En el bar de al lado unos hombres veían un partido de fútbol por televisión. Todos vestían traje de lana, color ocre o marrón, y el humo flotaba sobre sus cabezas como si fuera agua.

—Yo creo que no —respondí—. Hasta los chicos del tren aconsejaban que continuáramos viaje a Fez o Marrakech.

Seguimos andando. Pasamos frente a otro café, repleto también de hombres con trajes de lana que veían un partido de fútbol en televisión, sus siluetas borrosas entre la pardusca humareda.

—Será un partido importante —apuntó Hand.

—Deberíamos irnos.

—No podemos.

—¿Y si vamos al aeropuerto y preguntamos qué vuelos hay?

—Pero ¿qué hemos venido a hacer aquí?

—Pasar un rato y luego seguir camino, ¿no?

—Estoy agotado.

También yo lo estaba.

Nos registramos en el hotel Casablanca con gran cargo de conciencia. El suelo de la habitación era de linóleo y no había toallas en el baño. Hand alargó el brazo y encendió el televisor que colgaba en alto. Estaban retransmitiendo una competición de esquí desde Aspen. Al poco rato:

—¡Joder, mira eso! —exclamó.

La carrera, el rally París-Dakar.

—Increíble. Aquí lo dan por televisión.

—Marruecos. ¡Qué nivel!

Nos quedamos viendo cómo los todoterrenos se abrían paso por la sabana senegalesa a ciento cincuenta kilómetros por hora, dando botes sobre sus enormes neumáticos como gatitos saltando sobre ovillos de lana. La cámara ofrecía imágenes de la carrera desde un helicóptero, lo que daba a entender que alguien —¿quién?— seguía por control remoto el vertiginoso avance de los vehículos entre campos y poblados. Pero ¿quién? En la pantalla aparecieron unos lugareños que observaban el paso del rally mientras sacaban agua de un pozo, y otros que se habían arremolinado en torno a un vehículo que había perdido la rueda trasera izquierda. A su conductor le iba a dar un síncope; desde el helicóptero, la cámara dio un brusco viraje y captó al piloto en el momento en que se arrancaba de un tirón el casco y lo arrojaba al suelo; el casco salió despedido dando botes entre los resecos matojos. Un niño se apresuró a recogerlo.

En el baño no había jabón. La habitación estaba fría. En la pantalla las motos volaban por el desierto como avispas. Allí estábamos, en Casablanca, en una habitación de hotel con un televisor colgado de un rincón y Hand de pie bajo él, inmóvil, las manos en los bolsillos.

Me di una ducha, volví a ponerme la misma ropa y escondí los billetes doblados, enrollados y apretujados en los mismos bolsillos y calcetines. Tanto Hand como yo habíamos alternado sendas mudas de camisetas, y ambas estaban ya percudidas. Llené el lavabo de agua, lavé la camiseta de repuesto con champú y la dejé en remojo en el agua turbia. Cuando salí a la gélida habitación, Hand seguía con las manos en los bolsillos del pantalón, sin apartar la vista del rally.

—¿Huelo? —pregunté.

—¿Desde aquí?

—Por ejemplo.

—No.

Pero yo sí me olía. No es que oliera mal, todavía no, pero desprendía un olor particular, con carácter. Nos lanzamos a la calle en busca de algo que comer. Pasamos frente a un puesto ambulante de carne que exhibía ante los transeúntes tres reses de vaca colgadas de unos ganchos y, tras ellas, gimiendo bajo la tapa de cristal, un surtido de embutidos y salchichas coronado por una hilera de sesos, perfectamente intactos, color de polo morado. Seguimos adelante.

Un señor embutido en una chaqueta demasiado estrecha se acomodó a nuestro paso y aseguró habernos visto en el hotel; deseaba darnos la bi-bi-bienvenida a Casablanca, saber qué nos pa-pa-parecía la ciudad. Un mangante tartaja.

Respondimos que la ciudad era de nuestro agrado, pero no así algunos de sus habitantes. Algunos, añadió Hand, podían resultar un tanto pesados. El hombre asintió enérgicamente sin apartarse de nuestro lado.

¿Adónde í-í-íbamos?, quiso saber. Era la primera vez que oía a alguien tartamudear en otro idioma y, además, extranjero para él. Me pareció fascinante.

A comer, respondimos.

—¿Di-di-discoteca después? —preguntó.

—No, gracias.

—¡Disco gustar! ¡Disco good!

—Gracias de todos modos.

El tipo empezaba a incordiarnos. Ya no era un ser humano; era un moscardón. «¿Por qué ha dejado de ser humano?» Porque deshumanizándonos a nosotros nos obliga a pagarle con la misma moneda. «Él os trata así porque no tiene otra opción.»

«—Sí tiene usted opción, tartamudo.

»—No la tengo.

»—Pues nosotros, sí.»

El tartamudo cambió de estrategia.

—Ti-tienen que andar con cuidado; los niños meten mano en los bolsillos —advirtió tirando del forro de los bolsillos de Hand de un modo innecesariamente explícito.

Nos detuvimos a mirar un escaparate para ver si así nos dejaba en paz, pero cada vez que nos parábamos él se quedaba unos metros por detrás, mordiéndose las uñas a la espera de que reanudáramos la marcha.

Ocho manzanas después, cruzó por fin la calle, pero siguió acechando desde la acera de enfrente, sonriendo y saludándonos con gestos de la mano a cada paso. Un comportamiento de lo más extraño. Cada vez que miraba atrás, allí estaba él. No entendíamos qué tramaba. Era un misterio.

Un coche repleto de adolescentes nos adelantó profiriendo no sé qué obscenidades contra los franceses: nos habían confundido, cosa que no supimos cómo interpretar. Pasamos junto a varios restaurantes chinos vacíos y otra serie de bares repletos de hombres que tomaban café con sus trajes de lana, su fútbol y sus cigarrillos.

Cenamos en una tasca con la puerta de la calle abierta y un televisor a todo volumen que ofrecía el partido: Marruecos contra Egipto.

—Joder —exclamó Hand—. Ahora lo entiendo.

Las imprecaciones contra los franceses nos habían dado que pensar: quizá existiera tirantez entre Marruecos y Europa. Quizá las cosas se habían puesto feas y éramos personas non gratas; eso explicaría por qué nos habíamos cruzado con tan pocos blancos en la ciudad; ¿y si nos secuestraban y asesinaban…?

Actuábamos como si a la clientela de la tasca le incomodara nuestra presencia allí, pero en verdad no nos prestaban ninguna atención. Comimos un plato de arroz con pollo que escogimos al azar de la carta, escrita en árabe. Esa zona de Casablanca guardaba cierto parecido con el North Side de Chicago, por sus angulosos chaflanes, sus bares de barrio y su uniformidad, tan tranquilizadora como inquietante. Hacía una noche fresca, unos diez grados de temperatura, y la comida estaba muy rica. No nos habíamos acordado de alimentarnos en todo el día. Yo, por primera vez, hincaba el diente sin el penúltimo molar izquierdo y el hueco dejado por este me atraía con su humedad y su abisal profundidad. En la mesa contigua dos niños de unos diez o doce años, hermanos, abrían la boca y sacaban la lengua para enseñar uno a otro la comida a medio masticar.

El estuco es absurdo. Llegué a aplicarlo en alguna ocasión por mi trabajo, en un par de cuartos de baño, y una vez enlucí con tal emplasto un pasillo de techos altos color almíbar, a cuyos futuros inquilinos compadecí. Es inconcebible que alguien quiera rodearse de paredes en las que puedes dejarte la piel de solo rozarlas —aquella familia, la del pasillo color almíbar, ¡tenía niños!—. En Marruecos, sin embargo, el estuco y las paredes rugosas está visto que hacen furor. Y yo empezaba a cansarme de aquel afán por revestirlo todo de una pronunciada epidermis, de resaltar las cosas.

Diez manzanas más adelante, atravesamos una cortina de cuentas y penetramos en el más lóbrego de los tugurios, largo y angosto, una especie de pub marroquí, de nuevo repleto de hombres viendo el fútbol con sus trajes de lana. Pedimos unas cervezas, botellines de cristal verde. Todo el mundo bebía directamente de ellos.

Nos acercamos a echar un vistazo a la gramola: todo estaba escrito en árabe.

Bonjour —nos saludó un señor sentado a una mesa a la altura de mi talle.

Devolví el saludo. Frente a él se alzaban nueve botellines verdes vacíos, cuidadosamente ordenados en dos hileras. Miré alrededor y comprobé que era la práctica habitual: los cascos vacíos se guardaban bien alineados, a modo de prueba.

—Ustedes no son franceses —observó.

—No —confirmé.

—De Estados Unidos —intervino Hand.

—Ah, americanos —dijo el hombre sonriendo—. ¡Música pop, yes, yes! ¡Eagles! —exclamó, y acto seguido se descolgó con una digna versión del solo de guitarra de «Hotel California».

Hand rompió a aplaudir y el espontáneo le dirigió una sonrisa agradecida.

—¡Y Pink Floyd! Good, good! Ui don nid… nou edukai… xhon! —Se estaba desmelenando—. Yea! Uidon nidnou edukaixhon! —añadió aporreando la mesa. A esto siguió otro solo de guitarra, aunque, por desgracia, no de la misma canción.

«—Véngase con nosotros.

»—Ya me gustaría.

»—Se vendrá con nosotros a El Cairo.

»—Parece un sueño.

»—Pero no. No tenemos agallas para invitarle.

»—Ya. Todo tiene sus límites.»

Le preguntamos para qué servía el voluminoso marcador de apuestas que había a sus espaldas.

—Carreras de caballos —respondió—. ¿Quiere?

Respondimos que no sin pensarlo. Luego nos miramos los tres amagando una sonrisa y alzamos la vista hacia el televisor. Sin cambios en el marcador por el momento, de ahí la alacridad de ambos equipos. Entre la clientela solo había una mujer, sentada al fondo, con la cabeza cubierta por un velo y cuatro botellines verdes frente a sí. O era una temeraria o estaba loca de atar. Hand fijó la vista en ella y le hizo un gesto con la mano en señal de aprobación. Ella devolvió el saludo, aunque perpleja.

Muy a mi pesar, yo estaba agotado, y abandonamos el local.

—¿Aún quieres que nos vayamos? —pregunté a Hand.

Caminábamos por la silenciosa ciudad, a través de un oscuro e interminable parque. Hand respondió que sí. Podíamos ir al hotel a recoger las cosas y marcharnos.

—¿Adónde? —pregunté.

—A cualquier sitio. A Marrakech.

—¿A estas horas? —Eran las once y media de la noche.

—Habrá algún tren nocturno que vaya a alguna parte.

Hand se interrumpió y, parados ante el semáforo de un importante cruce, vimos pasar un coche a toda velocidad, oímos gritos y alguien arrojó por la ventanilla una botella de plástico medio vacía de Sprite. La botella me rozó la pierna.

—¿Qué han dicho? —quise saber.

—Supongo que alguna barbaridad. Otro insulto contra los franceses. Quizá deberíamos irnos.

—Sí. No avanzamos tan rápido como debiéramos. Y no nos hemos deshecho de casi nada todavía. ¿De cuánto dirías?

—Ocho mil doscientos dólares más o menos.

—Hay que moverse más rápido.

Caminamos hacia el hotel, dispuestos a hacer el equipaje y marcharnos.

Pasamos al lado de una mujer sentada con un bebé en brazos y otro crío de pocos meses en el regazo, frente a un cine en el que se proyectaba una de Schwarzenegger, El día final. Sobre la marquesina se alzaba un enorme póster de Casablanca, el primero de esa película que veíamos en la ciudad. La mujer tendió la mano y pasamos de largo. Detestaba a las madres que sacaban a sus criaturas a la calle para pedir.

«—No debería exponerlos así.

»—¿Qué quiere que hagamos?

»—Debe de haber algún centro de acogida. ¿Qué le hizo a su familia para que le dieran la espalda?

»—Eso nunca lo sabrá.

»—Está explotando a esas criaturas.

»—Usted qué sabrá.

»—Pues que le vaya bien.

»—Oiga, necesito eso que va repartiendo.

»—No me inspira usted confianza.

»—Si pido limosna será por necesidad.

»—¿En serio? Yo…

»—Ya se lo dijo su madre. Dijo que cuando uno pide limosna es porque lo necesita. Por eso nos llaman pobres “de necesidad”.

»—Al menos lave la cara a esos críos.

»—Haré lo que pueda.»

Volví corriendo sobre mis pasos y entregué a la mendiga todo el dinero en metálico que llevaba encima, unos trescientos cincuenta dólares, pero no pude mirarla a los ojos. Me agaché hacia ella y su bebé, envuelto en una manta marrón de cuadros, le busqué a tientas la mano y solté el dinero, entornando los ojos como cuando introduces los dedos en una rendija para atrapar una salamandra. Regresé hacia Hand a la carrera.

—Vamos a coger una transversal —indiqué.

—¿Por qué?

—Porque nos está viendo.

Hand me miró sin entender.

—Hazme el favor. Quiero alejarme de esta calle, no sea que a la mendiga le dé por venir corriendo a darme las gracias, toda azorada y esas cosas. Venga, Hand, salgamos de aquí, deprisa.

Echamos a correr y, al cabo de la manzana, doblamos por una calle menos transitada.

—Qué mal rato he pasado —mascullé, la espalda apoyada contra un escaparate. Miré atrás para cerciorarme de que no nos seguía.

—¿Al darle el dinero?

—Sí. Dios, qué mal trago.

—Ya —dijo Hand.

—Es bochornoso, ¿no crees?

—¿Por qué?

—No lo sé.

«—Cuando les das esos billetes, Hand, sientes como si el dinero te hubiera manchado las manos.

»—Supongo.

»—Es como devolver algo robado.»

—¿Crees que corre peligro? —pregunté. Temía que me hubieran visto entregarle el dinero y fueran a robárselo.

—No te preocupes por ella.

—Seguro que se lo roban —afirmé.

—Esa mujer no tiene un pelo de tonta.

—Deberíamos hacerle compañía un rato.

—Parecía una mujer fuerte —repuso Hand.

—Estoy hecho un lío.

—Ya.

—¿Por qué coño me resulta tan duro? ¿Por qué tiene que ser tan difícil?

No encontramos respuesta.

Seguimos camino hacia el hotel y comprendí que se acercaba el momento. Habíamos hecho promesa de no acostarnos, pero allí estábamos. Me horrorizaba pensar en meterme en la cama. Otra noche en vela acabaría conmigo.

«—No nos acostemos, Hand.»

Si me emborrachaba hasta perder el sentido, no le daría vueltas a la cabeza. Decidido, eso haría. Fingiría que era por divertirnos, convencería a Hand de que nos puliéramos el minibar entre los dos, si lo había, o de que compráramos una botella de camino, como si el plan entrara dentro del propósito general del viaje. «El propósito del viaje era mantenerse en movimiento y luchar contra el tiempo, no emborracharse, esconderse y dormir.» Ya es demasiado tarde. No lo he conseguido todavía. «No lo conseguirás.» Me siento incapaz de pasar siquiera dos minutos a solas con mi mente. Ignoro por qué derroteros me conducirá esta noche, pero sé que el cabrón de la funeraria está al acecho. Se aproxima, lo siento rondar por el sótano de mi mente, deambula nervioso arriba y abajo preparándose para ascender por mis huecos peldaños…

—Podríamos acercarnos a ver la mezquita —propuso Hand.

Hand me devolvía a la superficie; qué adorable ser.

—¿Qué mezquita? —pregunté.

—Esa de ahí.

—Eso no es una mezquita. Fíjate bien. Es una iglesia.

Nos encaminamos hacia un gran edificio blanco, espectral en la oscuridad de la noche. En el letrero colgado en la verja que separaba el parque de la acera se leía: CATHÉDRALE DU SACRÉ COEUR.

—Qué raro —dijo Hand.

—Vamos a comprar algo de beber y volvemos al hotel —propuse.

—Qué aburrimiento. ¿Estás cansado?

—Sí.

La madre de Jack nos había pedido que acudiéramos al funeral antes de la hora. Ni ella ni su marido, que apenas se tenía en pie y había pasado el día anterior en una silla de ruedas, deshecho por completo, acertaban a decidir si el féretro había de ser abierto o cerrado, y querían que les ayudáramos a tomar la decisión en el último momento, según hubiera quedado el cadáver de su hijo.

—Si quieres volvemos al hotel y dormimos, pero que no se repita —dijo Hand.

—Muy bien. De acuerdo.

Llegamos a la iglesia a las dos de la tarde, una hora antes del funeral, y aguardamos en el vestíbulo, abanicándonos con los libros de salmos. La temperatura debía de rondar los treinta y ocho grados; la iglesia, sin embargo, no pondría en marcha el aire acondicionado hasta las tres menos diez. El padre de Jack aguardaba fuera, en el fulgurante patio blanco entre el templo y la rectoría, sentado en la silla de ruedas, con la vista fija en el parterre, lleno de pobretonas margaritas y hierbas mortecinas. Por lo menos hacía diez años que no nos dirigíamos la palabra, desde que enviara a su hijo a pasar un año en la academia militar de Culver. Lo habían pillado en el sótano, robando un pack de seis cervezas de su propia casa, y no hubo más que hablar. Molly, la hermana de Jack, no acudió a la ceremonia; hacía tres años que no sabían de ella y, aunque hasta cierto punto temían que se presentara, al final no fue.

La madre de Jack fue a comprar velas; el cura había reparado en que apenas quedaban velas blancas y se disponía a encender unas rojas. La madre de Jack se lo impidió con un grito de horror, se encaró con el cura, empeñada como una posesa en que tenían que ser blancas, subió al coche y se marchó en busca de dos cirios blancos en condiciones.

Antes de salir nos pidió que aguardáramos a echar una ojeada a Jack y, según la opinión que nos mereciera su estado, decidiría con su marido respecto al féretro.

A las tres menos veinte el encargado de la funeraria, un tal Nigel, salió por la puerta del fondo. Apenas nos sacaba unos años y lucía unas gafas con gruesa montura negra. Los ojos le chispeaban y llevaba el pelo empapado de gomina y echado hacia atrás con fría pericia, como un césped sintético cubierto de rocío.

—Está listo, si desean echar una ojeada —anunció. Nos resultó odioso al instante.

Entramos en la iglesia tras él y ya desde el fondo advertí que algo iba mal. El féretro estaba medio abierto y supe que algo iba mal. Ya desde lejos divisé el color del rostro de Jack, se había vuelto gris ceniciento. Algo iba mal.

—Dios santo —exclamé, y me detuve en seco.

—¿Qué? —preguntó Hand—. Si aún no has visto nada.

—Pues claro que lo he visto.

—Ya sé que desde aquí no tiene buen aspecto, pero debe de ser la luz. Esta gente sabe lo que hace.

—¿Ah sí? ¿Y tú cómo lo sabes?

—Lo hacen a diario. Todo el mundo pide féretros abiertos.

—Es una auténtica chapuza.

—Primero veámoslo de cerca.

Nigel aguardaba unos pasos más allá, en el pasillo central, la cabeza ligeramente ladeada, respetando las distancias. Al oír que nos acercábamos alzó el mentón, forzó una sonrisa e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Continuamos avanzando. Las piernas me flaqueaban. Apenas sentía su peso. Estaban huecas y era otro quien las movía.

Avanzamos otros diez pasos y no quedó sombra de duda. La habían cagado hasta el fondo. Hijos de puta. Jack estaba gris; el rostro abotagado. Como relleno de kilos y kilos de carne. Le sobraba carne por todas partes. Le colgaba a ambos lados de la nariz como los pliegues de unas vestiduras. Su tez no tenía el menor rastro de color, solo un tinte mortecino, como de pintura mate, y leves toques de colorete en los hundidos pómulos, como aplicados por torpes manos de adolescentes. Aparentaba cincuenta años por lo menos. Y le habían hecho la raya en el pelo, pero en el lado equivocado.

—Una chapuza de mierda —bufé.

—Es verdad —susurró Hand.

Nos habíamos detenido de nuevo, a unos seis metros del féretro. El forro del ataúd refulgía con un plateado excesivo. Jack aparentaba al menos sesenta años.

—Por favor —dijo Nigel extendiendo el brazo hacia Jack, con la palma abierta, para indicar que nos acercáramos.

—Qué favor —saltó Hand—. Hazme tú el favor de irte a tomar por culo.

Era un verdadero desastre. Era la primera vez que yo veía a alguien así, en un féretro abierto, pero me pareció impresentable. Menuda partida de ineptos. ¿Quién podía aceptar algo semejante? Era un crimen. ¿De dónde habían sacado toda aquella carne? Le colgaba por todas partes, rebosaba sobre el almidonado cuello de la camisa. Además, le habían dejado el mentón desencajado, flácido. ¿Quién podía aceptar semejante chapuza?

—Justin, William, les ruego que se acerquen y examinen con más detenimiento el trabajo que hemos realizado. Si lo que les preocupa son los traumatismos del accidente, les hago saber que hemos sombreado con sumo cuidado la incisión en la sien izquierda…

Hand lo interrumpió de súbito agarrándolo con fuerza por el codo y se encaró con él.

—Lárgate de aquí ahora mismo, hijo de puta, o no te dejo un hueso sano en todo el puto cuerpo.

Nigel dio un bufido y se marchó. A los pocos minutos regresó la madre de Jack. Nos encontró a Hand y a mí sentados en los bancos del fondo de la iglesia, uno a cada lado del pasillo, el féretro cerrado al frente. Miró a ambos arqueando las cejas y negamos con la cabeza.

—Bien —dijo, y tomó asiento en el suelo, entre ambos, con las piernas extendidas hacia delante—. Bien. Bien.

Habíamos regresado a la habitación del hotel de Casablanca tras comprar una botella de vino, que Hand me dejó beber a placer, consciente de por qué bebía. Llené y di cuenta de seis copas hasta quedar traspuesto, dormido como un bendito.

SÁBADO

A la mañana siguiente encontramos una agencia Avis y a un empleado en su interior, un señor de complexión recia vestido con la reglamentaria americana roja. Idéntica a la de todas las agencias Avis del mundo. Su presencia nos reconfortó. Una vez rellenado el impreso, pidió por teléfono que nos trajeran el coche y segundos después se lió a voces con su interlocutor al otro lado de la línea. Discutía a grito pelado, remachando cada sílaba con un puñetazo en el mostrador.

Ak [pum] nek [pum] rek [pum, pum]. —Estaba indignado.

No habían pasado diez minutos cuando otro individuo tan recio y nervioso como el anterior apareció con nuestro vehículo; no le dimos tiempo ni de apagar el motor. El pequeño utilitario no tenía radio ni casete, pero lo aceptamos de todos modos y enfilamos con él hacia la carretera de la costa. Era sábado, la gente atestaba las calles y en el aire había una luz californiana. En la explanada de la Gran Mezquita de Hassan II —un grandioso templo construido sobre el mar, como una residencia veraniega— los papás enseñaban a sus hijas a montar en bici y los adolescentes lanzaban sus cañas de pescar sobre las rejas. Más adelante, a lo largo del bulevar de la Corniche, un hervidero de jóvenes —chicos, en su mayoría— jugaban al fútbol y se bañaban en la playa, pese a que no hacía demasiado calor, quince grados a lo sumo. Por fin nos apeamos del coche un momento, por primera vez conscientes de que pisábamos suelo de Casablanca, y comparamos aquel aire con el de Senegal: más denso, más ligero, más luminoso, menos luminoso… vete a saber. Con un nombre como Casablanca es imposible decepcionar a nadie, pensamos, aunque tal vez la palabra no tuviera la misma resonancia en otros idiomas. Una pandilla de niños en bicicleta pasó junto a nosotros, las tablas de surf en equilibrio sobre la cabeza. Aquello se había transformado en Redondo Beach, California; la playa se conocía con el nombre de Aïn Diab, pero no guardaba similitud alguna con mi imagen preconcebida de Marruecos. Pensamos quedarnos allí a pasar el día, ayudando a los niños a buscar cangrejos entre las enormes rocas. Pero no lo hicimos porque teníamos que continuar camino.

Atravesamos la ciudad y tomamos la carretera que llevaba a Marrakech.

Una vez pasadas Casablanca y toda una serie de gasolineras magníficas, impecables y primorosas como cajitas lacadas, el paisaje se allanó y cubrió de vegetación. Marrakech distaba varias horas de Casablanca, según nos habían informado. A ambos lados de la carretera todo eran granjas, salpicadas de pequeñas y destartaladas construcciones de adobe. Al volante iba yo, conduciendo a todo gas.

Circulábamos a unos ciento cincuenta kilómetros por hora.

Adelantábamos a los vehículos como si estuvieran estacionados o funcionaran a pedales, impulsados por pies moviéndose a ritmo de xilófonos.

—A partir de ahora me llamarás Ronin —ordené a Hand. No creo haber conducido nunca a tanta velocidad. El cuentakilómetros marcaba ciento cincuenta por hora.

—No quiero.

—Conduzco igual, llámame Ronin.

—No sigas así.

—Haciendo…

—Will. Calla ya.

—Haciendo vibrar la «r» al principio de palabra, algo como Rrrronin.

La carretera discurría entre extensas praderas de un verde intenso y azafranadas tierras de labor; idénticas a las divisadas desde el avión. En nuestro poder contábamos con cerca de cuatro mil dólares en moneda marroquí cambiados en Casablanca. Hand se encargaría de entregar el dinero. Yo renunciaba. Me dejaba exhausto.

—En Marrakech no podremos dar nada —advertí.

—¿Por qué?

—Piensa un poco.

Imaginábamos la ciudad como un enjambre humano. Un donativo, y moriríamos aplastados por el tumulto. Se nos antojaba una ciudad polvorienta, abarrotada de gente, con encantadores de serpientes y mujeres secuestradas escondidas en alfombras y canastos transportados a hurtadillas entre un hervidero de mercaderes e intrigantes.

—Es un caso raro de ciudad, la verdad —afirmó Hand—. Durante un tiempo fue lugar de encuentro obligado para la comunidad hippy. Cosa de drogas, si no recuerdo mal. En Marrakech vive un millón de extranjeros por lo menos. Es como una comuna de exiliados llena de bohemios y bichos raros, igual que San Miguel, en México. Allí fue donde firmaron luego lo del GATT.

—¿De dónde has sacado todo eso? —pregunté.

—De un folleto que cogí en el hotel de Casablanca. Bueno, al menos lo del GATT. Imagínate que eso se les hubiera ocurrido en los años sesenta, que se hubieran reunido para sellar un acuerdo mundial en una ciudad como Marrakech.

Chocaba ver aquella pobreza. La pobreza rural siempre resulta incongruente, con tanto espacio y tanto aire, las casuchas medio derruidas, sin tejado la mayoría, alzándose en tierras de labor tan fértiles y exuberantes. No estaba claro a quién pertenecían las fincas o qué pintaban aquellas ruinas de viviendas en tierras labradas con tanto primor, y por qué todas carecían de tejado. Cuerdas de tender la ropa, pollos, perros, desechos. Adelantamos a familias que viajaban en carros tirados por mulas, arrebujados y acurrucados unos contra otros pese a las benignas temperaturas. A ciento veinte por hora, pasamos a un grupo de mujeres, dobladas justo al otro lado de la cuneta, con sus refajos y la cabeza cubierta por trapos, mujeres corpulentas agachadas recogiendo heno…

Me hice a un lado de la carretera y deposité un fajo de billetes en manos de Hand. Quería que se encargara él; yo no me atrevía a abordarlas con el dinero, solo me habría aventurado acercándome de espaldas, y no creo que eso causara buena impresión, cualquiera se asustaría.

—¿Qué vas a decirles?

—No lo sé. ¿Qué crees que debería decirles?

—Pide indicaciones para ir a algún sitio.

Hand se disponía a bajar del coche cuando reparé en las enormes gafas de sol que llevaba, de refulgente plateado y troqueladas patillas.

—Hand, ¿y si te quitaras las gafas?

—No.

—Cuando te vean aparecer con esos pantalones de nailon y esas gafas de Liberace futurista, se van a llevar una impresión equivocada…

Las campesinas, una con guadaña y todo, habían reparado en nuestra presencia y observaban cómo discutíamos en el interior del coche. Eché mano del mapa y lo desplegué frente a mí.

—¿Y qué impresión deberían llevarse, Will? ¿Acaso crees que damos una impresión normal?

—Quítate esas gafas, hombre. Por favor.

Y se las quitó, para arrojarlas contra mi pecho. Yo las cogí al vuelo y rompí una patilla adrede.

Hand avanzó por el arcén hacia la cuadrilla y cruzó el terraplén. Cuando estaba a cinco o seis metros, las mujeres interrumpieron la faena y se arremolinaron en torno a él. Debió de preguntarles algo, quizá cómo se llegaba a Marrakech. Todas apuntaron con gentileza en la dirección que llevábamos. Hand les dio las gracias con un ampuloso gesto y les tendió el fajo de billetes, quinientos dólares aproximadamente. No sé qué criterio emplearía para escoger a la depositaria.

Hand se retiró reculando y ellas se miraron perplejas y lo despidieron con un gesto de la mano, que él devolvió. Y yo también. Nos alejamos de allí viéndolas apiñarse en torno a la receptora del fajo.

—¿Eran agradables? —pregunté.

—¿Qué quieres decir?

—¿Que si te han sonreído? Si eran agradables.

—No he podido comunicarme con ellas. No hablaban francés.

—Pero ¿han sonreído?

—Sí, claro. Eran unas señoras muy amables. Mujeronas fuertotas. Estaban felices. Ya las has visto. Felices de echarnos una mano.

El sol lo bañaba todo y la carretera comenzó a llenarse de curvas. Colinas verdes, colinas bermejas y, más adelante, colinas cubiertas de árboles de esbelto tronco y copa desmochada. Más allá, una extensa ciudad rojiza, Benguerir, a la izquierda de la carretera, una población de adobe y piedra, antigua, inalterada por el paso del tiempo y tremenda, una extensión infinita de edificios bajos. El paisaje de pronto recordaba al sudoeste de Estados Unidos. Luego aparecía por completo mediterráneo: olivos y montes bajos. ¡Qué verde tan intenso! Tan ondulante y tan verde. Nunca había vivido en un lugar tan espectacular. Se dice que las grandes urbes siempre resultan espectaculares, pero en realidad albergan pocas sorpresas, son tan predecibles como la vida entre cuatro paredes, con su profusión de lucecitas, ventanales y rincones primorosos. Cierto que existe el riesgo de que en la noche alguien te asalte en una esquina, ¡pero comparadas con aquellos parajes! Allí hay bandadas de pájaros que descienden en picado del cielo. Allí hay desprendimientos de tierra. Allí la vegetación oculta corrientes de aguas subterráneas. Y es posible concebir maremotos o glaciares que se desplazan a toda velocidad. O incluso dragones. De niño me obsesionaban esas criaturas, lo sabía todo respecto de ellas, sabía que los científicos, o personas que tal vez fingieran serlo, habían logrado averiguar cómo volaban y llegado a la conclusión de que para que aquellos animales levantaran el vuelo o arrojaran fuego por la boca habían precisado de ingentes reservas de hidrógeno en el cuerpo, a niveles tan peligrosos y en equilibrio tan precario que… De pronto me asaltó la duda de si estaría dispuesto a entregar mi vida por esas criaturas. ¿Cómo reaccionaría si alguien me presentara la disyuntiva: tu vida a cambio de la pervivencia de los dragones? Mmm, no lo sé.

Cruzamos un río, el Rbia, y los márgenes de la carretera comenzaron a verse jalonados de hombres que vendían pescado y exponían sus jugosas y largas piezas colgadas de unos ganchos. Y más adelante, hombres y niños que ofrecían espárragos, el manojo sujeto en una mano mientras con la otra daban el alto a los vehículos. Y otros que vendían pequeños haces de leña.

Supe que Hand sería incapaz de resistirse.

—Fíjate en… —dijo.

—Ni se te ocurra —repliqué.

Los taxis allí eran Mercedes-Benz, todos color chartreuse. El paisaje de nuevo me recordó al sudoeste de Estados Unidos. La tierra enrojecía, se hacía más sanguinolenta a medida que nos acercábamos a Marrakech, ciudad diseminada a todo lo ancho de una llanura y rodeada por una cadena de montañas. Churchill quedó prendado de esa cordillera, el Gran Atlas; fue el único paraje que describió durante la Segunda Guerra Mundial. «El enclave más maravilloso del mundo», diría a Roosevelt cuando se dieran cita allí, en 1943, para planear el desembarco en Normandía.

«—Usted tenía una misión, señor Churchill.

»—En efecto.

»—Ojalá yo también. Envidio su papel en la historia mundial, fue crucial. ¡Catapultado a la gloria desde la cuna!

»—Se equivoca. Esa misión no me vino dada.

»—No estoy de acuerdo.

»—Usted sabrá.

»—He de discrepar para justificar mi existencia.

»—Entiendo.

»—Dígame, ¿cuál es mi misión en la vida? ¿Dónde están mis búnkeres, mis trincheras, mi maldita Gallipoli?»

Ahora, a medida que nos acercamos, ved cómo el verdor de las montañas se intensifica y predominan los árboles altos, de copa afilada y color verde oscuro, ved cómo manan los torrentes, todo tan exuberante. Ved la tierra rojiza. Rojo granate, color de vino. Ved qué variedad de colores, qué armonía de tonalidades. ¡Qué exuberancia! No imaginábamos ni por asomo un país tan fértil. Un viandante sostenía algo en alto, pero no un pescado: un bulto peludo. Al pasar por delante comprobamos que tampoco eran pieles, sino plumas, un grupo de gallinas colgadas de un gancho. El vendedor viste una chilaba marrón. Vednos ahora quince kilómetros más adelante, el coche estacionado en el arcén; Hand cruza la carretera a toda prisa, corre a campo traviesa y llega hasta una familia que viaja con su caballo, todos cargados con fardos. Ved cómo pide indicaciones, se da una palmada en la cabeza —¡Ajá!—, y les ofrece a continuación un montón de billetes. Ved cómo la familia le regala unos higos, que, una vez de regreso en el coche, Hand comerá, masticará, escupirá y arrojará por la ventanilla. Vedlo después dar dinero a un niño que vende pescado, y al niño empeñarse en que aceptemos una pieza, que Hand guarda en el maletero, sonriendo y guiñando un ojo al chaval, que se diría aguarda a que lo comamos en el acto. Y oíd a Hand poco más tarde:

—¡No tiene nada de malo lo que estamos haciendo! ¡Nada!

—Claro que no —asentí.

—Ha estado bien lo del chaval. Qué majete.

Pisé a fondo el acelerador. Circulábamos a ciento veinte por hora.

—Tienes que llamarme Ronin —exigí.

—Lo que tengo que hacer es arrearte un puñetazo.

Ponderamos por un momento si con nuestro proceder estaríamos haciendo concebir falsas esperanzas entre los lugareños. Seguro que toda la gente pobre de aquellos pagos, todos los habitantes de la zona, daban ya por supuesto que, si esperaban tranquilamente a la vera del camino, unos yanquis que viajaban en un hermético coche de alquiler y vestían pantalones que hacían frufrú se acercarían para soltarles un puñado de billetes. Yanquis que pagaban una fortuna para que les indicaran el camino.

A media tarde no circulaba nadie por la carretera, salvo algún fulgurante taxi, siempre Mercedes o BMW, o algún que otro autocar en ruta turística. El transporte colectivo no debía de existir en Marruecos. La mayoría de los viandantes eran hombres y casi todos vestían traje, un traje raído y polvoriento. Vimos hombres con trajes de raya diplomática que pastoreaban sus rebaños. Y otros con ajados esmóquines que sostenían sus manojos de espárragos a escasos centímetros del vertiginoso tránsito.

Hicimos un alto para beber algo en una pequeña población repleta de oficinas bancarias. Atildados caballeros sentados a las mesitas del café nos saludaron con un movimiento de la cabeza y entramos en un establecimiento fresco y sombrío, en cuya barra compramos unos refrescos de naranja y gaseosa. El sol caía sobre el hombro del camarero con un rayo blanco y liso, y nunca vi transparencia como la del agua que nos sirvió en aquellos vasos. Esa agua era la límpida alma de la vida.

Carretera adelante, las montañas cobraron nitidez; las cimas coronadas de nieve. A medida que descendíamos hacia Marrakech, afloraban las vallas publicitarias que anunciaban complejos turísticos, campos de golf y equipos de telefonía móvil. La carretera pasó de dos carriles a cuatro y se llenó de motocicletas, con sus gimientes acelerones e hirientes cambios de marcha. A derecha e izquierda se alzaban bloques de pisos —por el momento aquello bien podía ser Arizona—, y en cuanto divisamos una agencia de viajes paramos a preguntar. Una única persona la atendía, y al solicitarle información sobre los vuelos que salían de Marrakech, esa misma noche, respondió que él solo gestionaba cruceros y viajes organizados para daneses y suecos.

Nos disponíamos a entrar de nuevo en el coche cuando de pronto vemos pasar a una madre con su hija, el rostro cubierto con un velo. La miramos a los ojos. Qué oscuros ojazos. La chica sonríe y aparta la vista. La madre nos pilla mirándola y siguen adelante, apretando el paso. Ha sido un flechazo. Subimos al coche y pasamos junto a ellas, estirando ambos el cuello, sin quitarle ojo de encima, como ligones de playa. La chica se vuelve y nos sonríe. Hay algo entre nosotros.

—¿Has visto? —pregunto.

—¡Hemos ligado! —exclama Hand dando una palmada en la guantera.

—Tenemos que volver.

Doy la vuelta y pasamos de nuevo junto a la chica y su madre, de frente esta vez. La chica nos reconoce. Sonríe con tímidas coqueterías, irresistible. Qué ojazos.

—Y ahora, ¿qué hacemos? —pregunta Hand—. ¡Está enamorada!

Aparco en el arcén. Saltamos del coche y corremos hacia ellas.

—¿Qué­vamos­a­decir­cuando­les­demos­alcance?

—Niidea. ¿Señora­fulana­de­tal­tiene­usted­una­hija­preciosa?

Les seguíamos los pasos a tres metros de distancia, sus túnicas rozaban la calzada silenciosas, cuando me paro en seco. Hand da unos pasos, advierte que no le sigo y retrocede.

—¿Qué pasa? —pregunta.

—No puedo —respondo.

—¡Pero si está enamorada!

—Ve tú.

Hand echa a correr. Lo oigo dirigirse a ellas aunque no las ha alcanzado todavía. No se dan por aludidas, siguen su camino. Al final, Hand toma carrerilla, se adelanta y les obstruye el paso. Madre e hija se detienen. Hand dice algo que no acierto a captar. Empieza a gesticular. No hablan francés.

Por un momento se queda inmóvil, ellas inmóviles a su vez, los tres a la espera de algo. De dominar la lengua del otro por ciencia infusa o de cualquier movimiento que los saque del atolladero. Finalmente Hand sonríe cortés, hace una reverencia y regresa al coche, donde yo aguardo.

—Me he quedado sin palabras —explica.

—Algo ha estado a punto de suceder.

—Algo ha sucedido, aunque insignificante.

Me parecía espantoso que nos hubiéramos enamorado de ella y ella de nosotros, o al menos de Hand, y saber que nunca llegaría a nada, que nuestro amor era imposible, y que polvo seríamos dentro de unas décadas o incluso antes.

¡Qué ciudad tan roja! Las murallas, que la rodean por doquier, son por doquier rojas, de una tonalidad idéntica a la cicatriz que bifurcaba mi nariz, un granate apagado pero en cierto modo agradable a la vista, relajante a la vez que vivo. Minaretes y medinas compiten con cafés al estilo parisino, edificios de siete plantas con balcones de rejas, aceras bullendo de gente vestida a la última, y nosotros nos dirigimos a toda prisa hacia el aeropuerto bajo un sol poniente que envuelve el desierto y la ciudad con una delicada gasa rosácea.

Alrededor del aeropuerto se extendía un parque, con suelo de tierra y árboles recién plantados, donde montones de familias acampaban disfrutando de sus meriendas y los niños jugaban a una especie de corre que te pillo.

Una vez en el interior, en el fresco aeropuerto de suelo blanco, y ante el mostrador de la compañía aérea:

—¿Qué vuelos salen esta noche? —preguntó Hand.

Un atento y melifluo caballero, vestido con uniforme azul:

—¿Adónde desean viajar los señores?

—Lo sabremos en cuanto nos diga qué vuelos hay.

—Señor, primero necesitamos saber adónde quieren ir.

—Usted díganos qué vuelos hay.

—Dígame usted qué vuelo desea.

El talante de nuestro interlocutor, en un principio divertido, se trastocó de pronto en algo rayano en la cólera.

—Yo he preguntado primero —replicó Hand.

Y así seguimos un rato. Es una actitud que ni entonces ni nunca ha servido de nada. Averiguamos por fin que había un vuelo a Moscú, vía París, tres horas más tarde. Desde Moscú podríamos desplazarnos a Irkutsk, en Siberia —lo habíamos consultado a través de internet con Raymond, que continuaba en Dakar, y sabíamos que existían vuelos regulares y asequibles—, y una vez en Siberia, dar el salto a Mongolia, pues sin duda habría puente aéreo desde Irkutsk a Ulan Bator.

Decidimos embarcarnos rumbo a Moscú. Por la mañana ya estaríamos allí. La compañía aérea exigía el importe en efectivo, cerca de mil cien dólares por ambos billetes. Sonreímos con satisfacción. ¡Por fin volábamos! ¡Entrábamos en acción!

En el despacho de cambio de moneda me precipité sobre los cheques, estampé mi firma como loco, rúbrica tras rúbrica, en doce de ellos, por valor de cien dólares cada uno, y a continuación los deslicé bajo el cristal de la ventanilla, de donde los recogió un ceñudo empleado con tan espeso y rígido mostacho que habría podido barrer una mesa de billar. El hombre, rechoncho y malhumorado por su exceso de sebo, una vida desgraciada o el peso del mundo entero, no se dignó aceptarlos; mi firma, según él, no se correspondía con la del pasaporte. Me los devolvió de mala gana por debajo de la ventanilla, dio un bufido e indicó con un gesto que nos apartáramos.

Recurrí entonces a la súplica. Dije que, en efecto, había cambiado de firma no hacía mucho, por eso parecían distintas. Pero él no escuchaba.

—¡Estoy en mi derecho a cambiar de firma! —exclamé.

El tipo no hablaba inglés. Hand probó con el francés, pero sin éxito.

Y acabó perdiendo los estribos.

—¡Esto es intolerable! ¡Su deber es cambiarnos ese dinero!

Parapetado tras el cristal de la ventanilla, el oficinista nos miró tan campante.

—¡Coja esos cheques y cámbielos ahora mismo! —Hand salpicaba de saliva el cristal. La gente nos miraba, pero el tipo continuaba impasible. Hand insistió, en francés esta vez. Después volvió a la carga con el inglés macarrónico—. ¡Mala persona! —gritó—. ¡Nosotros tener vuelo! ¡Avión Rusia! ¡Necesitar dinero! ¡Mala persona!

El arranque de Hand, tan inopinado como caricaturesco, no surtió efecto alguno. Un caballero que se hallaba detrás de nosotros nos aconsejó ir a alguna sucursal bancaria del centro, donde a buen seguro aceptarían los cheques. No nos quedaba otra alternativa, y teníamos el tiempo justo. Cuando ya nos íbamos, Hand, señalando con el dedo y temblando de rabia, gritó:

—¡Volver por ti, mala persona! ¡Tú ver yanquis otra vez!

Cruzamos la ciudad a toda velocidad, reduciendo la marcha, parando, volviendo a arrancar entre sacudidas y avanzando de nuevo. Todos los bancos estaban cerrados. Saqué quinientos dólares de un cajero automático —todo lo que se me permitía extraer de una sola vez— y recordé entonces que tenía ochocientos dólares, en efectivo, pegados en el interior de mi mochila.

Nos quedaban veinticinco minutos para coger el avión; ya solo faltaba cambiar los dólares.

—¡Mierda! —exclamé.

—¿Qué?

—Hay que volver a la ventanilla del mostrenco ese.

—Bueno. Así se enterará. ¡Hemos ganado la jugada!

Hand tenía razón. El tipo no solo se vería obligado a cambiarnos el dinero, sino que lo íbamos a machacar, se llevaría tal vapuleo que correría a su mujercita con el rabo entre las patas, hecho un guiñapo, incapaz de fastidiarnos, incapaz, por ese día, de jorobarles el plan a otros pobres turistas inocentes. Quedaban siete minutos.

Giramos en una rotonda del casco urbano, casi cortamos el paso a una motocicleta y un guardia urbano vestido con impermeable amarillo nos dio el alto de inmediato. Indicó con un gesto que nos hiciéramos a un lado y estacionáramos el vehículo. Era un individuo alto y lucía también un espeso bigote negro. La tez aceitunada pero con los pómulos enrojecidos por el sol. Otro igual que el de la ventanilla; otro que iba a empeñarse en fastidiarnos los planes.

Solicitó mi carnet de conducir y lo examinó con atención.

—¡Chicago! —exclamó.

—Sí —respondí. El tipo no era como el de la ventanilla.

—¿Bonito? —preguntó.

—Muy bonito.

—¡Tommy Lloyd Wright! —exclamó.

—Muy bonito —asentí—. Rascacielos. Muchos Tommy Lloyd Wright, sí señor.

—Estudio arquitectura. Wright gusta mucho a mí. ¿Entiende?

—Sí, mucho. ¿La Casa Robie? Bonita, sí señor. —De pronto me había dado por hablar como Hand—. Chicago bonito —añadí—. Marruecos también muy bonito. —Sonreí con convicción, manifestando profundo amor por su país y confianza en su futuro.

«—Impídenos el paso y serás nuestro enemigo.

»—Interprétalo como gustes.

»—Obstaculizar el avance del prójimo es inhumano.»

Hand se inclinó sobre mí e intentó explicarle que teníamos prisa porque debíamos coger un avión.

—¡Señor, tener que coger avión! ¡Aeropuerto! ¿Permiso?

Hand gesticulaba imitando un avión, la mano volando dentro del coche de un lado a otro, efectos de sonido incluidos. Mientras simulaba el despegue con su característico rugido de motores, el guardia, boquiabierto, nos indicaba con un gesto que continuáramos nuestro camino. Qué gran persona.

Una vez en el aeropuerto, abandonamos el coche de alquiler en su aparcamiento correspondiente —ya telefonearíamos a la agencia desde París— y corrimos al mostrador de facturación, que vimos vacío. En la colindante oficina de la compañía aérea se sorprendieron de vernos de nuevo.

—¡Otra vez aquí! ¿Adónde van?

—A Moscú. Ya tenemos el dinero.

Desplegué los billetes sobre el mostrador. Qué derroche.

—Huy, no, no —dijo el auxiliar de tierra—. Demasiado tarde. ¿Ve? —Apuntó a la ventana. El avión, un gran reactor de Air France, se encontraba ya en pista, visible, justo enfrente. Por la escalerilla subía aún parte del pasaje.

—¿No pueden avisarles? —preguntó Hand.

Así lo hicieron. Pero no nos permitían embarcar. Llegábamos con quince minutos de adelanto, pero con diez de retraso.

—Lo lamento —se disculpó el marroquí que nos atendía—. No los aceptan a bordo. Razones de seguridad, según ellos.

—¡Llame otra vez! —insistió Hand a voz en grito.

—No puedo. Son franceses —alegó.

El prolongado mutismo que siguió a la explicación del hombre reflejó nuestra incomprensión.

Estábamos pasmados. Dos horas corriendo de acá para allá para terminar haciendo noche en Marrakech. Estábamos destrozados. Nos prohibían embarcar cuando el avión estaba allí mismo, ante nuestras narices, apenas a sesenta metros de distancia. Aún había pasajeros ascendiendo por la escalerilla, directamente desde el asfalto, y algunos se volvían y agitaban la mano en dirección a sus familias, en el interior de la terminal. Un tipo cargaba con tres palos de golf en una mano y un peluche de Goofy en la otra. Y a nosotros, sin embargo, nos denegaban el embarque. Qué injusticia tan escandalosa. ¡No podíamos quedarnos en Marrakech! Ya lo habíamos visto, llevábamos todo un día allí, dos días en África en total, casi tres ya, y ahora nos dejaban en tierra, tirados. Había siete continentes, y ya habíamos despilfarrado la mitad del tiempo en uno solo.

Fui a sentarme en el fresco suelo de la terminal, a la puerta del despacho de la compañía aérea, mientras Hand se quedaba dentro discutiendo. Lo oí primero lamentarse con voz quejumbrosa, fingir llanto, ofrecerles después una botella de vodka que no tenía, habanos en los que jamás había posado ni los ojos ni las manos —«Le garantizo, jefe, que son de la mejor calidad, liados en la fábrica particular de tabacos de Fidel Castro»—, y por último, tras un estrepitoso fracaso, preguntar por los vuelos que salían al día siguiente. El suelo sobre el que me hallaba sentado estaba frío, pero era algo sólido y limpio. El aeropuerto estaba impoluto. Ladeé la cabeza y escudriñé la terminal imaginando que planeaba sobre ella como un pájaro en vuelo rasante. El suelo despedía un brillo opaco y mortecino. Por un instante tuve la impresión de que me encontraba de nuevo en O’Hare, camino de Senegal. Tan pronto se apoderaba de mí una cólera intensa como me embargaba la calma más absoluta. Cualquier movimiento frustrado lo interpretaba como una afrenta, algo prácticamente incomprensible. Qué difícil aceptar un «no» por respuesta. Por otro lado, con cada paso que no damos, parte de nuestro ser suspira aliviado.

Queridas Mo y Thor:

Cada país tiene su propia moneda. Es lo primero que hace un país al nacer, imprimir moneda. Aquí los billetes son preciosos, como en casi todas partes del mundo a excepción de Estados Unidos; incluso los canadienses son más bonitos que los nuestros. Hand (¿os acordáis de Hand? El que os explicó cómo se cazan las mangostas suricatas y luego hizo una demostración contigo, Thor) dice que en Nueva Zelanda los billetes son como de plástico y tienen ventanitas transparentes. La verdad es que el dinero es la única vía tangible de comunicación que poseemos, si…

—Levanta, pedazo de idiota.

Hand había salido ya del despacho, riendo con el auxiliar de tierra marroquí, que vestía igual que un piloto y cargaba con una cartera a tono. Escondí la postal y, mientras en la pista nuestro avión despegaba rumbo a París, franqueamos las susurrantes puertas automáticas del aeropuerto y nos adentramos en el fresco y límpido anochecer de Marrakech.

Recuperamos el coche, con la sensación de estar robándolo —no se había movido de donde lo dejamos y las llaves seguían en nuestro poder, pero se hacía muy extraño—, y regresamos al centro en busca de hotel. Una vez registrados, recorreríamos en coche las montañas en busca de gente necesitada, nos acercaríamos a sus chabolas de noche —estaba oscureciendo, la luna ascendía y empezaban a asomar las primeras estrellas—, arrojaríamos pequeños fajos de dinero a través de las ventanas sin cristales y saldríamos huyendo carretera adelante.

Primero, sin embargo, visitaríamos la plaza de Djema el Fna; habíamos pasado por delante con el coche al ir hacia el banco y reparado en el demencial bullicio, una muchedumbre que crecía por momentos, un hervidero de turistas y lugareños que se arremolinaban junto a tenderetes y puestos de comida, unos con chilabas, otros con pantalones de marca, todos con ojos pasmados y oídos ensordecidos por el estruendo circundante. Nos registramos en un anodino hotel de cristal y acero, y durante diez minutos volvimos a quedarnos embobados ante el televisor de la habitación viendo el rally París-Dakar. La cámara filmaba ahora desde uno de los vehículos participantes, cuyo conductor avanzaba de un pueblo a otro, dejando a sus espaldas rostros y casas borrosos, y levantando polvaredas a su paso.

Hand, revista en mano, cruzó la puerta del baño.

—Voy a pasar —anunció, lo que implicaba un mínimo de media hora: veinte minutos para la evacuación, diez para la ducha posterior. Hand necesita ducharse cada vez que hace de vientre; vete a saber por qué.

Yo telefoneé a mi madre.

—¿Quiénes han sido hoy los afortunados? —preguntó—. ¿Jugadores de baloncesto otra vez?

—No, ahora pedimos indicaciones.

—¿Para ir adónde?

—A donde sea que vayamos.

—¿No tenéis mapa?

—Por supuesto.

—Entonces sabéis adónde vais.

—Sí, claro, siempre.

—Pedís indicaciones y pagáis por el favor.

—Exacto. Por lo general todo está ya bien indicado. Tomamos el camino que corresponde, hacemos un alto para confirmar que vamos en buena dirección, nos quitamos de encima unos cuantos billetes y continuamos viaje.

—Pero ellos no saben que sabéis el camino.

—Puede que sí, puede que no.

—Yo creo que sí. Tienen que saberlo.

—Puede ser.

—Y entonces les dais el dinero.

—Eso.

—O sea que todo es una farsa.

Hand emergió de repente del cuarto de baño como si acabara de dar de comer a una manada de osos y se hubieran vuelto contra él. Su propia pestilencia se le había adelantado y se esparcía ya por el dormitorio.

—Yo qué sé —le respondí a mi madre.

Tomamos una cerveza en el bar del hotel, llamado Timofey’s. La joven camarera de la barra me miró a la cara e hizo un compasivo mohín, que yo acepté con una sonrisa. Aparte de nosotros, no había más parroquianos que una mujer de muy avanzada edad, las canas peinadas hacia atrás en una pulcra coleta, sentada a una mesa desde la que se dominaba el vestíbulo, con una copa de cierto líquido transparente en las manitas, engarfiadas en torno al cristal.

—Deberíamos sentarnos con ella —dijo Hand.

Tenía razón. Pero la gente de su edad era una incógnita para mí. Acaso nos despidiera con cajas destempladas. La mujer rondaría fácilmente los setenta y cinco.

Hand se encaminó hacia allí. Seguí sus pasos y, cuando llegué a la mesa, ya había tomado asiento a su lado, las piernas cruzadas, el tobillo sobre la rodilla. Ignoro con qué palabras se presentó. La anciana me tendió la mano. Le estreché los dedos, fríos al tacto y de flácidos pellejos, como un saquito de cuero lleno de delicadas herramientas. Era de nacionalidad francesa. Nos presentamos; me pareció oír que se apellidaba (mencionó nombre y apellido) Ingres. Hand estaba sentado a su derecha y yo, enfrente. Era una mujer muy hermosa. Vista de cerca parecía más joven, sesenta años tal vez. La nariz aguileña aún y los ojos vivarachos. Sorbía de la copa con una minúscula pajita roja.

—Sois pareja —observó.

Hand se echó a reír. Yo enarqué las cejas hasta rozar el nacimiento del pelo.

—Vaya, gracias —contestó Hand—. Es todo un cumplido. Pero no, se equivoca.

La anciana ladeó la cabeza y desplazó la vista de uno a otro.

—Sois hermanos. Uno de los dos es adoptado.

—No —contesté. Mis labios amagaron una sonrisa. Me divertían aquellas conjeturas y deseaba seguir oyéndolas.

—Estoy perdiendo facultades —afirmó la mujer frunciendo la boca en un mohín de disgusto—. Mi búsqueda es la verdad.

Debía de ser la persona más anciana con la que entablaba conversación en los últimos cinco o seis años, desde la muerte de Jarvis, el tío de mi madre, a quien ella adoraba porque le había enseñado a montar a caballo y curtir pieles. Él, sin embargo, no se expresaba de ese modo. La francesa me escudriñaba el rostro moviendo la cabeza en círculo como si me leyera el aura.

—Un accidente —expliqué.

—Eso parece —dijo—. Algo que olvidar, yo creo.

—Eso procuro —respondí—. Quizá algún día.

Hand preguntó qué la había traído al país. La anciana contestó que había visitado Marruecos con su marido justo después de contraer matrimonio y luego habían vuelto juntos a menudo. Su esposo llevaba cinco años difunto.

—Hoy es nuestro cincuenta aniversario —añadió con una sonrisa de abatimiento. Al final de la frase su voz se apagó, las últimas palabras como sombreros arrastrados por ráfagas de viento—. Y a vosotros, ¿qué os ha traído a Marrakech? ¿El golf? —Observó nuestra indumentaria—. No tenéis aspecto de jugar al golf.

—Somos botánicos —respondió Hand.

Dios Santo.

—Mientes —replicó ella, y dio un sorbo de su copa clavando los ojos en Hand.

Del pequeño altavoz situado sobre nuestras cabezas surgía la voz de Ella Fitzgerald. O quizá fuera Sarah Vaughn. Por un momento, abochornado, me imaginé a la Vaughn y a la Fitzgerald despreciándome por mi ignorancia.

—Usted debió de vivir la Segunda Guerra Mundial —observó Hand.

La francesa rió.

—¿Dónde le pilló la guerra? —preguntó él.

—En Cernay —respondió ella, y se liaron a hablar.

—¿Era parte de la Francia ocupada o del gobierno de Vichy?

—De la zona ocupada.

Hand se inclinó hacia ella. Cuanto más la miraba, más me convencía de que tal vez me hubiera equivocado al juzgar su edad. Sus mejillas lucían tersas y llenas de color. Sus facciones eran delicadas a la vez que firmes, como un rostro de vidrio.

—Colaborábamos —añadió la francesa—. Mi madre y yo llevábamos la granja.

—Colaboraban con los maquis, quiere decir.

—¿Qué sabes tú de eso?

—¿Me equivoco? ¿La granja estaba cerca de Suiza tal vez?

—Eres un fan de la guerra —afirmó la anciana señalándole con su minúsculo dedo, envuelto en piel a modo de holgado vendaje.

—He leído un poco —respondió Hand—, pero de fan nada, soy un estudioso del tema.

—También yo —intervine, dando por sentado que mi lectura en curso de la biografía de Churchill suponía acreditación suficiente.

—¿Su padre luchó en la guerra? —preguntó Hand.

—Lo mataron al mes de que empezara —respondió ella—. Y no por ser militar. Conducía un camión, lo mataron cerca de Abbeville.

—Lo siento —dije.

—Su hermano, mi tío, se internó en el monte —añadió la mujer—. La granja estaba en un valle, rodeada de bosques. Pasó años allí escondido; junto con tres húngaros.

—Antifascistas.

—Sí.

—¿Su tío era comunista?

—No. En aquella época, no. No.

—¿Cuántos años tenía usted? —pregunté.

—¿Cuándo?

—¿Cuándo qué?

—Cuando invadieron Francia.

Me sentía incapaz de pronunciar la palabra «nazi».

—Diecinueve —respondió la francesa.

Ella y su madre cobijaban a los prisioneros de guerra huidos que pretendían pasar a Suiza. Falseaban los beneficios de la granja ante las autoridades alemanas y con el excedente daban de comer a quienes cruzaban la frontera y a resistentes que se ocultaban en el monte. Su marido era uno de aquellos soldados húngaros.

—No somos botánicos —reconocí entonces—. Estamos de visita, simplemente.

—Will es la imagen de una marca de bombillas —anunció Hand.

La señora me sonrió con cortesía.

—Y Hand ha sido el segundo en natación de todo Wisconsin —agregué. Menudo par de idiotas.

—¿Qué hizo cuando terminó la guerra? —preguntó Hand.

—Irme —respondió ella—. Huimos de Francia. A mi tío lo asesinaron los nazis franceses en la plaza del pueblo. Lo despellejaron y luego le pegaron un tiro como castigo por haberles envenenado la comida y liquidado a seis de los suyos. Eran tiempos… Al final nada parecía real. O quizá sí… —Su voz se apagó de nuevo.

—Si no le apetece, no tiene por qué hablar de ello —advertí.

—Ya lo sé. Pero es tan raro poder… —Rió un instante y se limpió los labios con la servilleta—. Poder instruir a unos jovencitos americanos.

Dio un sorbo de la copa. Qué señora, qué mujer.

—Todo sucedió como en un soplo… como se recuerda el tiempo pasado en cama, enfermo. Cuando la mente… —Agitaba las manos a ambos lados de la cabeza como si dirigiera vientos imperceptibles o manipulara las agujas de un telar—. Al año siguiente, mil novecientos cuarenta y cuatro, murió mi madre tras un parto con complicaciones —prosiguió y, percibiendo nuestra sorpresa, agregó—: tenía cuarenta y dos años y él era cura, nada menos. Pero esa es otra historia. Tuvimos que irnos del pueblo; no podíamos seguir allí.

Se trasladaron a Amsterdam, donde su marido, al que llamaba Pipi, según creí entender, retomó su profesión de ingeniero técnico. No tuvieron descendencia. Hand observaba con atención el reloj de pulsera que lucía, una sencilla esfera engarzada en oro y sujeta por una ancha correa negra. Un reloj de hombre.

Se hacía tarde y debíamos irnos. Le contamos nuestros planes.

—Debería venir con nosotros —la invitó Hand, con sus maneras de generoso anfitrión. Y al percibir el alcance de su idea, enseguida añadió—: ¡Lo digo en serio!

—La gente que buscáis no la encontraréis allá arriba —repuso ella.

—¿Por qué? —pregunté.

—Bueno, nunca se sabe. No debería desanimaros.

—¡Venga con nosotros! —insistió Hand.

—¿A la montaña? Son las nueve y media.

—Primero pasaremos por Djema el Fna.

—Qué amables —dijo ella posando su mano sobre la de Hand—. Pero disfrutad de esa aventura sin mí. He visto esas montañas de día y dudo que el espectáculo sea mejorable.

«—Hand, deberíamos quedarnos con ella. Hacerle compañía por una noche y disfrutar de sus relatos. Son mucho más interesantes que nada de lo que podamos encontrar allá arriba.

»—Pero es el pasado.

»—Precisamente.

»—Te estás contradiciendo. Acordamos que había que ir rápido, no sentarse a escuchar historias.

»—Creí que te apetecía quedarte.

»—Me basta con lo que he escuchado.»

—Necesitamos su presencia —me oí decirle—. De verdad nos gustaría que nos acompañara.

Nos miró sorprendida. Mi insistencia le habría hecho rememorar algo. De buenas a primeras dejamos de ser inofensivos.

—No —dijo—. Saludad a esas montañas de mi parte. —No alcancé a oír el final de la frase, que de nuevo sonó lejano, como si la escucháramos desde el fondo del río.

Nos pusimos en pie.

—¿Permite que la invitemos a una copa antes de irnos? —ofreció Hand.

Ella asintió con la cabeza.

Me acerqué decidido a la barra y pedí una segunda copa de lo que tomaba la señora. Tenía aspecto de ginebra. Regresé a la mesa y deposité la bebida entre sus delicados y huesudos dedos. Hand se despidió con una reverencia, tomó su mano y la besó en la fina sortija de plata. También yo fui a inclinarme, pero mi espalda dio un inopinado crujido y no logré completar la reverencia ni volver a mirarla a los ojos. Di la vuelta a ciegas, bajamos corriendo por los tres tramos de escalera y salimos a la brisa nocturna.

En la calle hacía calor todavía, y al acercarnos al coche observamos que la rueda trasera izquierda estaba pinchada. Nos quedamos mirándola boquiabiertos por espacio de medio minuto. Llevábamos un promedio de una rueda por país.

Esa vez lo solucionaríamos nosotros mismos, siguiendo los trucos del abuelo de la sabana con pies de azabache y arrugas como blancas telarañas. Con el coche apoyado sobre sus cuatro ruedas, aflojamos las tuercas. A los pocos minutos, en mi campo de visión aparecieron las piernas de un hombre.

El señor debía de rondar los cuarenta, con porte, real o aparente, de persona con posibles y fular blanco al cuello. Me indicó que me quitara de en medio con una interjección. Me puse en pie y le cedí la llave inglesa. No sabía qué se proponía. Al ver que las tuercas estaban ya destornilladas hizo girar el gato con premura.

—¿Quiénseráeste? —pregunté.

—Niidea —dijo Hand.

Vino entonces un segundo individuo que a su vez apartó del gato al anterior con una interjección. El primero se hizo a un lado y dejó que el segundo rematara la faena. No entendíamos nada. Éramos perfectamente capaces de cambiar una rueda, y de buenas a primeras nos habíamos juntado cuatro para la tarea, más dos mirones que acababan de unirse al grupo. Aquello parecía el proyecto de construcción de una autopista norteamericana.

—Serácostumbreaquí —aventuré—. Disfrutan­cambiando­rruedas. Es­su­pasatiempo­favorito.

—Yeldelmundoentero —corrigió Hand.

Todo el mundo deseaba ayudar. Ayudar u ofrecer su ayuda en caso de necesidad. Era algo natural en ellos.

Con el problema resuelto y la rueda cambiada, premiamos nuestro esfuerzo cenando en un Pizza Hut cuya pizza atacamos con tanta vergüenza como disfrute. El establecimiento estaba vacío; había sido un día muy ajetreado y era un placer llevarse al estómago un plato caliente y conocido. El empleado nos sirvió los refrescos en la mesa, y al rato volvió con otra ronda a cuenta de la casa. Teníamos una pinta infame. Estábamos agotados, pero ya solo quedaban cinco días. De los siete con que habíamos empezado, solo quedaban cinco, cuatro y medio. ¿Habíamos hecho buen uso de ellos hasta el momento? Durante la cena rememoramos los acontecimientos de los dos días anteriores, el vuelo, nuestra estancia en Dakar, las prostitutas, las playas, el guardia urbano, Saly, el partido de baloncesto, el habitante del complejo residencial a medio construir…

—Por el momento vamos bien —afirmé.

—Hay que ir más rápido —repuso Hand.

—Habrá que organizarse mejor.

—¿Crees que nos dará tiempo de ir a El Cairo?

—Claro. De sobra.

—¿Con escala en Mongolia incluida?

—Claro. Tenemos tiempo.

—Quiero ir a El Cairo como sea. Para mí es lo más importante.

—Lo sé.

—Pero si nos desviamos hacia el norte, a Moscú…

—Se pueden hacer ambas cosas —aseguré, sin tener ni remota idea. El resto del viaje discurría en mi mente con velocidad supersónica y gracilidad de aerodeslizador. Por el mar, por el aire de nuevo… ¡en globo! ¡En zepelín! Otra vez barcos, y monos, ¿y dónde decían que estaba el muro aquel? El que millones y millones de personas se acercaban a tocar, en el centro de una plaza dorada…

Fuimos en coche a la plaza de Djema el Fna. Al otro lado del torrente de viandantes cuyas siluetas se entrecruzaban, divisamos la muchedumbre, un enorme macizo montañoso que se movía contra el sol poniente en el horizonte: cabezas y cabezas de miles de personas mezclándose entre sí. ¿En torno a qué confluían en realidad? ¿Algún tipo de mercadillo quizá? Nadie nos había informado.

Aparcamos el coche y dos chicos montados en la misma bicicleta nos ofrecieron hachís. Dijimos que no, gracias. Insistieron una y otra vez, pero seguimos adelante. Hand palmeó la espalda de uno de ellos deseándoles buena suerte.

—Maricones —exclamó el chaval.

Nos adentramos a pie en la plaza, que había empezado a desocuparse mientras buscábamos aparcamiento. Debían de ser las diez de la noche. No quedaba una sola mujer y la codicia de los hombres iba en aumento. Diez vendedores de hachís se acercaron a nosotros renegando y farfullando. Nos abrimos paso entre ellos, rodeamos el corrillo congregado ante unos monos que hacían piruetas a la luz de unos faroles —el gentío había acudido a presenciar el espectáculo ambulante— y nos dirigimos al bazar.

Una vez dentro, avanzamos palmo a palmo entre la creciente espesura de comercios, separados entre sí por medianeras provisionales y alfombras que colgaban del techo, entre el griterío de los vendedores que anunciaban a voces sus artículos: babuchas, mochilas, bufandas, aparatos de música, cámaras fotográficas, objetos de artesanía, esteras, joyas, jarrones y cualquier cosa que imaginarse pueda fabricada en latón y esmaltada en plata o cobre. Nos detuvimos en un pequeño negocio, regentado por un hombre de escasa estatura y rápidos movimientos, con ojillos tristes pero veloces y grandes cejas salvajes. Cualquier artículo que tocáramos o miráramos de refilón desencadenaba un aluvión de alabanzas y exhortaciones por su parte. Nos trataba de amigos y se ofrecía a hacernos un descuento especial por ser estudiantes mientras daba nerviosas palmaditas en la espalda de Hand.

—Amigo —me dijo agarrándome del hombro—, tú pasa algo, yo tengo lo que necesitas. —Extrajo a continuación un largo sable de hoja curva, casi un metro de extensión, envainado en una abigarrada funda—. Bueno, bonito, ¿eh?

—¿Cuánto? —pregunté. Me gustaba el sable.

—Para ti, cien dólares.

Hand soltó una carcajada. Me interesé por modelos más modestos.

El tendero no dejaba de hablar. Al principio le reímos las gracias, todo aquel «amigo» por aquí, «amigo» por allá, «yo ayuda», pero después intentamos hacerle comprender que su representación era innecesaria con gente como nosotros, que estábamos al cabo de la calle, que viajábamos con la guía azul y sabíamos lo que costaban las cosas, etcétera, pero él continuó erre que erre y nos vimos obligados a congelar la risa. Regateamos con él sin demasiada voluntad. Queríamos adquirir una serie de fruslerías: un par de navajas, un pequeño joyero ovalado con incrustaciones de esmeraldas falsas que al abrirse se convertía en brazalete, y al ver que no aceptaba nuestra oferta fingimos que nos íbamos. El tendero exhaló un suspiro. Miró a derecha e izquierda y espió tras la cortina color burdeos para dejar claro que, si aceptaba aquel precio, no debía llegar a oídos de su jefe ni del propio Alá. En recompensa por su empeño, su amable camaradería y fortaleza de carácter, le compramos cinco artículos: dos navajas decorativas, dos pequeños joyeros-brazalete y, por último, un platillo de latón repujado.

—¡Hasta la vista, amigos! —exclamó a nuestras espaldas al vernos salir—. ¿Querer bonito juego ajedrez? ¡Para ti barato, precio estudiante!

Pero ya nos íbamos, y con planes de más enjundia en mente.

Regresamos a la plaza en busca de otro bazar. Pero nos habíamos entretenido demasiado. La mayoría de las tiendas había cerrado. Las persianas metálicas estaban echadas o sus propietarios recogían ya sus enseres.

—Qué putada.

—No, queda una.

En los aledaños de la plaza, un espacioso comercio permanecía abierto, cuatro paredes en realidad, pero llenas de colorido y repletas hasta el techo de mercancías. A su puerta, un perro callejero hurgaba en una enorme pila de desperdicios y excrementos.

Saludamos al corpulento propietario y nos adentramos en el local entre abigarradas estanterías atestadas de platos, alfombras, joyeros, bandejas y navajas. Con sus bronces y latones, sus azules y rojos vibrantes, sus juguetes de hojalata esmaltados, la tienda se me antojó más hermosa que cualquier pintura antes vista, incluso me atrevería a decir que cualquiera jamás pintada; era como un intrincado tapiz medieval y cien exquisitos bodegones holandeses en uno, solo que con más vida; el arte y la delicadeza empleados en la elaboración de aquellos artículos, hasta el más sencillo adorno, eran sin duda equiparables a los de casi cualquiera de las obras realizadas o ambicionadas por otros artistas de mayor renombre, como asimismo podría decirse de cualquier pasillo de cualquier tienda de comestibles, o cualquier juguetería que se precie, aunque tales espacios no lleguen nunca a merecer tal reconocimiento, al igual que tampoco un casino…

Entre juegos de té, tableros de ajedrez y minúsculos cofres donde guardar objetos preciados busqué y encontré el más pequeño, más barato y menos deseable de todos los objetos almacenados en la tienda. Un llavero con una cadena de la que colgaba un animalillo blanco, quizá una oveja, burdamente tallada en un material liso y lechoso semejante al plexiglás. Sostuve el llavero entre las manos y lo acaricié con delicadeza. Después, emitiendo un sonido de aprobación, se lo tendí a Hand, muy en su papel de entendido tratante de objetos preciosos. Hand vino hacia mí, palpó el llavero y ronroneó con interés.

—¿No es increíble? —dije.

—Para llorar de bonito —afirmó.

Nuestro interés quedaba manifiesto. Nos dirigimos al corpulento tendero y le preguntamos, en francés, cuánto costaba.

El hombre no hablaba francés. Corrió hacia un escritorio en el fondo de la tienda y regresó con un pedazo de papel pautado y doblado en cuatro donde anotó: 60 DH.

Sesenta dirhams: tres dólares aproximadamente.

Eché un vistazo al papel y después al llavero. Arrugué la frente y rechacé la oferta con un lento movimiento de cabeza. Ahí empezaba nuestra jugada: le pedí el papel y el bolígrafo y, en el mismo pedazo, bajo sus 60 DH, escribí 150 DH.

Luego se lo devolví con semblante severo pero esperanzado.

En ese momento podría haber ocurrido un sinfín de cosas: que el tendero, captando la broma, me riera la gracia y soltara una carcajada, o que se rascara la cabeza, perplejo por un instante, y señalara después mi error. También cabía la posibilidad, no tan remota, de que al trastocar las fuerzas de la lógica del regateo hubiéramos tirado de los cabos sueltos del universo y acabáramos desenredando la madeja de la fortuna, del amor o de la doble hélice, y la conmoción provocada por tal acontecimiento se oyera desde Bombay a Akureryi. Pero nada de eso sucedió. Lo que ocurrió fue que el tendero bajó la vista hacia el papel, ladeó un instante la cabeza, guiñó los ojos y asintió enseguida con un único y enérgico movimiento del cráneo.

—¡O. K. ! —exclamó haciendo una mueca. Trato hecho. Habíamos puesto a prueba su paciencia, pero éramos unos negociadores de primera y él, hombre de ley.

Fue un momento extraordinario. Mejor de lo que nunca habríamos imaginado.

Hand se aproximó a nosotros. Le mostré el papel y le indiqué que aquel buen hombre se había avenido a los duros términos de mi oferta. Pero Hand no se daba por satisfecho tan fácilmente. Me pidió que le dejara el llavero. Lo deposité en la palma de su mano y él tanteó su peso y deslizó un dedo sobre su superficie. Lo examinó con cuidado, lo abrió y probó su cierre una y otra vez como si entre las manos sostuviera el mosquetón de un alpinista. A continuación negó con la cabeza, tomó el papel y el bolígrafo, y debajo de los 60 DH y 150 DH, anotó: 250 DH.

En ese momento pensé que habíamos llevado la broma demasiado lejos. Nuestro amigo se había percatado y rompería a reír.

Ni mucho menos. Al contrario. Una vez más, miró el papel con extrema atención, el puño en un mentón… y asintió con el despacioso cabeceo, tan campante. A mí me temblaban las rodillas.

Tomé de nuevo la oveja y esa vez me la llevé a la cara y la froté contra mis mejillas. La besé con ternura y clavé la mirada en sus ojillos negros. No era un precio justo.

—¿Doscientos cincuenta? —le dije a Hand—. Eso es un insulto.

Le arrebaté el papel y, bajo las cifras anteriores, escribí: 1. 800 DH.

Se lo devolví al tendero, convencido de que esta vez alzaría los brazos y rompería a reír a carcajadas. Pretendíamos pagar casi ciento veinte dólares por un llavero que valía tres.

Él, sin embargo, permaneció impasible. Aquel hombre era un titán. Se llevó un dedo a los labios, calibrando tal vez nuestra cordura o simulando meditar la nueva propuesta, y tras larga y medida pausa… expresó una vez más su aquiescencia. No recuerdo haberlo pasado tan bien en mi vida.

Entonces Hand se volvió hacia él, le estrechó la mano, dijo «de acuerdo» y pagó. Trato cerrado.

Salimos del establecimiento. La plaza estaba prácticamente vacía.

—¿Por qué no has seguido regateando? —le pregunté. Me había cabreado—. Si no habíamos hecho más que empezar.

—Venga, hombre. No íbamos a quedarnos hasta que se percatara.

—Él no pensaba darse por enterado. Me juego lo que quieras.

—A ver si te crees que es idiota.

Pasamos junto a dos hombres que estaban desmontando su puesto de comida; arrojaban el hielo usado en una nevera con ruedas y recogían el pescado.

—Con lo a gusto que estaba yo en la tienda —comenté—. De verdad creí que algo se movía ahí dentro.

—Pues claro. Pero no tenía sentido forzar las cosas.

—¡Claro que lo tenía! Aunque solo fuera por ver. ¿Es que no te apetecía ver hasta dónde podía llegar?

—Era absurdo.

—No, señor.

—Will, todo esto es un poco absurdo, ¿no te parece?

—¿El qué?

—¿Hasta dónde piensas llevar las cosas?

—Hasta el final.

—Hablo en serio.

—Yo también, capullo. ¿A qué crees que hemos venido?

Detuvimos nuestros pasos. Un corrillo de personas aullaba junto a nosotros. Un mono acababa de hacer una pirueta.

—Venga ya. De verdad. Nos quedan cerca de catorce mil dólares. ¿Por qué no nos desprendemos de dos o tres mil y nos dejamos de historias?

—Ese no era el plan, Hand. Joder. ¿Qué hay del teatro de operaciones? ¿Lo has olvidado? Ese momento lo vivimos, lo manipulamos nosotros mismos. Fue creación nuestra, arte…

—¿Te refieres a la mujer de Saly, la cabeza parlante?

—Annette.

—Estaba loca de atar. ¡Teatro de operaciones! ¡Anda y que te den! Lo malo de esa ilusión es que al resto de los mortales hay que verlos como… a ver, dime, ¿qué papel crees que hay que otorgarles? ¿Al tendero ese, por ejemplo? ¿Tiene algún papel en esa función o no es más que un decorado?

Medité un instante.

—Forma parte del coro —respondí.

—Bien. Parte del coro.

Un hombre alto pasó a grandes zancadas junto a nosotros, el rostro semioculto por una capucha de color pardusco.

—Hachís —susurró—. Cristal —añadió, y enseguida desapareció.

—¿Sabes qué? —continuó Hand—. ¡A tomar por culo el plan! Ese dinero me vendría a mí de perlas.

—¿A qué viene esto ahora? No habías dicho nada antes.

—Porque no pensé que fueras a tomártelo tan en serio. Creí que acabarías entrando en razones de una puta vez y nos quedaríamos con lo que sobrara.

—No tienes derecho a hacerme esto, y menos ahora.

Nos quedamos plantados en mitad de la plaza. Desde el balcón de un hotel situado en el otro extremo un hombre parecía observarnos.

—Creo que deberíamos volver a casa —propuso Hand.

No hablaba en serio.

—Yo no pienso regresar —repliqué—. Vete tú si quieres.

Hand me miraba con los brazos en jarras, la cabeza gacha.

—Es que no quiero… —empezó—. Es que creo que esto viene por algo más, lo cual me parece muy bien, pero no me cuentas qué es ese algo, y encima tengo que procurar recordármelo a mí mismo continuamente, porque cada vez que damos dinero pienso que tienes un motivo… Pero ni siquiera sé cuál.

—No busques una relación porque no la hay —repuse.

Hand ladeó la cabeza en un gesto de incredulidad.

—Ninguna —insistí.

—¿Cómo coño no la va a haber? —exclamó.

—Te empeñas en que tiene que haber una conexión, pero no la hay. Aquí estamos, en Marruecos. Antes estábamos en Senegal, ahora, en Marruecos. No hay más; así que venga, vamos.

—Yo no voy a ninguna parte —replicó Hand.

—Muy bien —dije—. Mierda —mascullé sentándome. El suelo de la plaza estaba frío.

Entonces fui yo quien no quiso moverse. Quería ver llorar a Hand. Era imposible hacer llorar a aquel cabrón.

Plantado en medio de la plaza, los brazos en jarras, Hand observaba a la gente que se retiraba hacia sus casas. Oí que dejaba escapar un suspiro. Entornó los ojos y los volvió a abrir al rato, como si fuera a decir algo —me miraba sin pestañear, furioso, y supuse que en cualquier momento empezaría a mover la mandíbula—, pero cerró la boca y los ojos de nuevo y ladeó la cabeza hasta reclinarla sobre el hombro. Y empezó a silbar una cancioncilla.

Me tendí en el suelo todo lo largo que era, boca arriba. La humareda que desprendían las parrillas rayaba la oscuridad del cielo, en el que no se veía una estrella. No distinguía a Hand, pero su sombra oscurecía la visión de mi ojo derecho. Cuanto más tiempo permanecía allí tumbado, más me pesaba el cuerpo. Me sentía hinchado, embotado, como una masa informe de carne. Levantarme me llevaría horas. Quizá ya nunca más consiguiera moverme. Me integraría en el paisaje. Podría fundirme con el pavimento. Ver la vida pasar como hacen las montañas o, como aquel hombre desde su balcón, observar a la gente regatear, sus bisbisados ofrecimientos y amenazas, entretenido, libre de responsabilidades. Incluso desde un balcón, a cuatro metros de altura, sería suficiente distancia. Abajo hay movimiento pero no formas parte de él, esa gente no es tu gente. ¿Quién es mi gente? Mi gente está distraída y no escucha.

Los ojos me ardían anegados en lágrimas. El agua resbalaba por ambos lados de mi rostro e iba a parar a mis oídos, enfriándose en la brisa nocturna.

—Will.

—Mierda —musité.

Hand se alzaba junto a mis pies.

—Mierda mierda mierda.

—¿Qué? Will, habla.

—Mierda mierda mierda.

Las lágrimas transformaban la humareda que flotaba sobre mi cabeza en cristales de un calidoscopio. Sorbí los mocos, entorné los ojos y expulsé las lágrimas, que se esparcieron sobre mis pómulos hasta caer al suelo.

—Mierda mierda mierda.

La sombra de Hand cayó sobre mí. Se había sentado, abrazado a las rodillas.

Empecé a hipar. Oía a la gente moverse despacio alrededor y pasar de largo. Era la única persona tumbada sobre el pavimento de Djema el Fna.

—Cálmate —dijo Hand.

Me dolían los ojos. Mi cuerpo hacía esfuerzos por retener las lágrimas con una presión brutal. Sentía la tirantez de la frente y una gran tensión entre las cejas. Mi garganta tosía convulsa. No recordaba haber llorado nunca de ese modo. Resultaba patético.

—Mierda —insistí.

—Lo sé.

—Seis meses de puta mierda.

Hand exhaló un suspiro.

Seis meses relegaban el suceso al pasado. Durante todo ese tiempo habíamos vivido sin rumbo. ¿Acaso por nuestra propia voluntad? ¿Era eso lo que deseábamos, levantarnos y ponernos a trabajar con los pantalones del pijama, como había hecho yo en más de una ocasión? ¿Quién me había mandado pasar toda una semana plantado en las gradas de pie del estadio de béisbol, como había hecho el mes anterior sin ir más lejos, mirando embobado cómo el personal de mantenimiento reemplazaba las butacas estropeadas? O llevar a las gemelas al lago al menos media docena de veces, entre los meses de noviembre y diciembre, y mostrarles dónde estarían las barcas si hiciera más calor, y los rascacielos gemelos con aspecto de probetas, o correr con ellas por la nieve enfangada junto a la fuente de la que no manaba agua, deseando que se me helaran los pies. No recordaba haber hecho nada digno de mención en esos seis meses, nada que hubiera dejado huella, que justificara de algún modo haber respirado el aire que nos da la vida.

Aún no habíamos tomado ninguna decisión, ninguno de nosotros lo había hecho. El padre de Jack menos que nadie. Ninguna decisión consciente respecto a lo que haríamos o dejaríamos de hacer. Nos limitábamos a mantenernos con vida, a pestañear y aguardar órdenes.

Sentí golpes en el pecho, alguien golpeaba el interior de mi coraza. Un episodio de hiperventilación. Un exceso de impulsos, una repentina subida de la tensión en el haz de His. Una persona se detuvo y se dirigió a Hand en francés. Hand se levantó del suelo, le dio las gracias y volvió a sentarse.

—Quién podía imaginar que sucedería esto —mascullé.

—Lo sé.

—Yo sabía perfectamente cómo sería Jack con cincuenta años.

Hand guardó silencio.

—Más gordo, eso por descontado —añadí—. Se parecería a su padre, calvo y con un trasero fondón como el suyo. Tú sabes que iba por ese camino. Mierda.

Hand guardaba silencio. Oí que cerca alguien sumergía algo en agua, lo volvía a sacar y lo escurría en un objeto de madera o plástico, una mesa quizá, un cubo.

—Lo del valle siempre me lo tomé muy en serio —afirmé.

—Lo sé.

Jack se había trasladado al distrito de Columbia y Hand residía ya en Saint Louis, pero a mí me dio por pensar que, aunque en ese momento viviéramos todos en estados distintos, terminaríamos comprando un terreno entre los tres, quizá cerca de Phelps, eso siempre que Jack, que era el único con un empleo más o menos fijo, pudiera trabajar a distancia. Nos lo tomamos muy en serio. Al menos yo, porque ellos solo decían «ya se verá», pero era evidente que también les apetecía, sobre todo si me encargaba yo de poner el plan en marcha. Yo no necesitaba conocer a más gente. Estaba a gusto con mis amigos; teníamos una relación estupenda. Ninguno deseaba que nuestros hijos terminaran jugando con unos gamberros piojosos con pelo pincho pudiendo jugar con los críos del tío Jack, del tío Will, del tío…

Pensábamos buscar un apodo de connotaciones menos pecaminosas para Hand.

Nuestro terreno estaría ubicado junto al lago y, de ser eso imposible, en un valle. Un valle pequeño, deshabitado, con arboleda y no demasiado abrupto. Compraríamos unas cuantas hectáreas cada uno, seguro que reuniríamos el dinero suficiente —el precio del terreno en las inmediaciones de Phelps no era desorbitado—, y yo mismo me encargaría de levantar los planos de las tres casas, y entre Hand y yo dirigiríamos las obras y contrataríamos a obreros de la zona, y Jack y Hand echarían una mano, y en un verano tendríamos levantadas las tres viviendas.

Si nuestras respectivas esposas lo deseaban, el valle acogería también a sus amigas, por descontado —cuantos más fuéramos, mejor—, y a los maridos de estas, a sus hijos y sus perros. ¡Tendríamos una colección de perros cojonuda! Y caballos. Y pavos reales. Oh, quién pudiera vivir entre pavos reales. Tuve oportunidad de verlos en persona en una ocasión; aquellas criaturas desafiaban hasta tal punto las leyes de la cromática y la gravedad que solo podía tratarse de genios camuflados a la espera de hacerse con el mundo. Criaríamos animales de lo más estrambótico: saltarines del fango, ocelotes, perezosos arborícolas y monos langures. Y, naturalmente, viviríamos muy felices juntos, en nuestro valle, y nuestros hijos se sentirían tan a gusto en una casa como en otra y conocerían el valle al dedillo, y en otoño se revolcarían por sus laderas entre cobrizas hojas secas. Y nosotros oiríamos sus voces desde el piso de arriba, donde estaríamos ocupados abriendo tragaluces en el tejado y restaurando viejos muebles.

La humareda que se cernía sobre el mercado comenzó a disiparse y aparecieron algunas estrellas mortecinas. Inertes en el firmamento, sin sentido.

—Yo no acusé el golpe hasta hace cosa de un mes —admitió Hand.

Un perro flacucho y tembloroso me olisqueaba los pies.

—Entonces caí en la cuenta de que era para siempre —añadió Hand—. Ya sé que es obvio que es a perpetuidad, pero un día vas por la calle y… Era un domingo por la mañana, iba caminando y me parece recordar que pasé frente a una iglesia, con todos los feligreses a la puerta, y de repente me quedé plantado en mitad de la acera diciéndome qué putada, cojones. Qué putada. —Hand lo repitió con rabia.

—Ya. —Entretanto yo procuraba apaciguar mi respiración.

—En el primer momento —continuó— te quedas como idiotizado, pero aun así te pones el traje de luto, pides prestados los zapatos a tono, echas gasolina en el coche de camino al puto funeral, te manchas las manos de gasolina, vas al servicio de la gasolinera a lavarte, preocupado por… ¿Sabes lo angustiado que estaba yo de ver que iba a llegar a la iglesia oliendo a gasolina? ¿Precisamente en aquel funeral, con todos los presentes pensando en coches y eso?

—Ya.

—Luego van pasando los meses y parte de ti vive pensando que se va a remediar. Hace unas semanas me tocó renovar el dichoso carnet de conducir, y estaba sentado esperando cuando de pronto me dio por pensar que había ido allí para pagar una multa de Jack. Como si tuviéramos algún recibo atrasado del coche y se lo hubiera llevado la grúa o algo así. De pronto di un respingo pensando: «¡Joder, tengo que ir a por los papeles de Jack! ¡Quizá estén dentro del coche todavía!». Son cosas que me pasan por la cabeza continuamente. ¿Has guardado alguna cinta con los mensajes del contestador?

—No pude. Tenía buzón de voz.

—Pues yo guardé un mensaje largo que me dejó en una ocasión. Jack estaba borracho y le dio por llamarme por teléfono, me contaba que había cogido el coche y se había ido al Lincoln Memorial con una compañera. Era de madrugada y cierto coro de gospel cantaba junto al monumento, pasó allí una noche loca, con una colega del trabajo que era mayor que él.

—¿Quién?

—Alguien mayor. Está separada. Creo que una noche salieron a cenar y tomar unas copas, y el ex marido o lo que fuera se puso pesado llamándola a todas horas. Y como a ella no le apetecía volver a casa, se fue con Jack.

—No me contó nada.

—A mí me contó toda la historia en el contestador. Ya te pondré la cinta cuando volvamos. Terminaron en el Lincoln Memorial con cientos de adolescentes cantando himnos gospel. Oyendo «Si solo tocare Su manto» justo a los pies del monumento. Joder, Will, el pecho te va como loco.

Intenté hacer inspiraciones lentas. Un par de sandalias surgieron junto a mi cabeza y la sombra de un hombre que se agachaba se extendió sobre mí.

—No, merci —dijo Hand.

El tipo me puso los dedos en las sienes.

Meneé la cabeza para quitármelo de encima. Se puso en pie y se alejó.

«—Somos muy frágiles, Hand. No hemos llegado a ninguna parte.

»—Es pronto para decirlo.

»—A ninguna parte.»

—¿Cómo pudo ocurrir una cosa así? —me pregunté en voz alta. Continuaba en el suelo, sentado sobre las piernas como si me hubiera caído.

—No lo sé.

—Es la primera vez que sucede. Joder, ¿tú lo habías oído antes? Nadie nos había avisado. De todas las tragedias posibles, quién iba a imaginar que un camión…

Hand guardaba silencio.

—¿Sabes lo duro que es utilizar esa palabra, «morir», en la misma frase que «Jack»? Esa es la puta…

—Suénate otra vez, anda.

—Nunca imaginé que pudiera pasarle a él.

—Ni yo.

—Con tanta gente como hay por el mundo.

—Ya —asintió Hand—. Will…

—Cogería ese camión y me lo tragaría entero.

Hand soltó un bufido.

—¿Qué crees que le pasó por la cabeza en los últimos segundos? —preguntó.

—No lo sé.

«—Me lo puedo imaginar, Hand.»

—Fue todo muy rápido, claro —apuntó él.

—Sí. Ya lo hemos hablado otras veces…

—Es trágico, pero al menos no tuvo una larga agonía…

—Hand, te equivocas.

—¿Cómo que me equivoco?

—Te equivocas. Ya sé que dijimos que murió en paz y todo eso pero, joder, no es así como me lo imagino. En absoluto. Yo lo veo muy distinto.

—Ya.

—He visto morir a mis abuelos y a un tío mío, pero a ellos sí me los imagino siempre descansando en paz. Pienso en sus cuerpos y los veo tumbados en un lecho de hierba, en una pradera de un verde intenso. Tan ricamente. A Jack, en cambio…

—Ya.

—A Jack lo imagino congelado bajo el hielo. Con los ojos abiertos aún, y congelado bajo tierra. En un lugar desconocido, los ojos atónitos bajo el hielo, y solo. Eso es lo peor, que siempre lo veo solo. Eso es lo más jodido, lo que me saca de mis casillas. Por eso quiero la cabeza del camionero, porque Jack está solo bajo ese cristal, ese hielo o lo que sea. Esperando.

—Oye, Will, no… no me obligues a pensar en cosas así.

—Y no es que tengamos que olvidarnos del valle y todo ese rollo —añadí—, es que nunca volveremos a vivir algo igual. Es imposible, imposible repetirlo. En fin, para empezar, no sé a qué viene todo esto.

—Todo… ¿a qué te refieres con todo?

—¿Crees que yo quiero estar aquí? Pues no, no quiero. Esto es una mierda, Hand.

—¿Qué es una mierda? ¿Esta plaza? ¿Marrakech? ¿Por qué?

—Todo es una mierda. Y tú lo sabes. Todo el mundo sabe que es una mierda. ¡Vaya asco de sitio! Una mierda todo. Y todos aquí haciendo el papelón como gilipollas bien educados.

Nos encontrábamos junto al coche. Hand había logrado levantarme del suelo a la fuerza y apoyaba las palmas sobre la capota, una mano encima de la otra, y el mentón reposaba sobre ellas.

—Conduzco yo —se ofreció.

—No, da igual —dije.

—Me apetece. Solo dime de verdad que no te arrepentirás de haberte deshecho de todo ese dinero cuando termine esta historia.

—En absoluto.

—Porque te creo. Si es eso lo que pretendes demostrar, que eres capaz de deshacerte de él, yo te creo.

—No es eso.

—Vale.

—Conduzco yo —dije.

—No —replicó Hand—. Antes haremos otra cosa que se me ha ocurrido.

A los pocos segundos estaba metido en un taxi. Uno de tantos como formaban cola a la espera de los turistas rezagados. Entré tras él en el vehículo.

Hand indicó al taxista que entrara en un callejón sin salida, diera media vuelta y regresara a nuestro coche: once segundos de carrera en total. El taxi se detuvo.

—¿Aquí? —preguntó el taxista.

—Sí.

—¿Sí? ¿Aquí?

—Sí.

El taxista rió. Le dimos un billete de cincuenta dólares.

Mientras se me secaban las lágrimas del rostro, remitía mi acaloramiento y mi respiración volvía a la normalidad, repetimos la operación tres veces más. Hand entró en otro taxi sin perder tiempo, indicó al conductor que enfilara el callejón sin salida y pagó ochenta dólares en dirhams por la carrera. Fue fantástico. Luego dimos la vuelta a la plaza en otro, y a bordo del tercero recorrimos la distancia de tres coches en hilera. En las tres ocasiones pagamos una cantidad desorbitada, que los tres taxistas aceptaron a sabiendas. Al contrario que el tendero, sabían que algo nos traíamos entre manos, que aquello no tenía sentido, o que quizá lo tuviera, y mucho, pero nunca alcanzaríamos a comprenderlo. Los tres se despidieron con una sonrisa en los labios. ¡Camaradas en la causa!

Nos cruzamos de nuevo con los chicos de la bicicleta.

—¡Maricones! —exclamaron.

Acordamos subir a las montañas. Tomamos otro taxi más, esta vez a una manzana de distancia, para que nos condujera a nuestro coche, y desde allí nos dirigimos hacia donde creíamos haber visto los montes la última vez. ¿Dónde se habían metido? Desde el centro ya no se divisaban; conmigo al volante, dejamos atrás la zona edificada y las altas tapias bermejas que separaban la calle de residencias y palacetes, y poco más tarde circulábamos por una zona rural, pero perdidos.

Era medianoche y estábamos extraviados en la vasta planicie que rodeaba la ciudad. Soplaba un aire fresco y reinaba el silencio. Dimos la vuelta y al poco encontramos a un taxista en una callejuela, sentado sobre el capó de su Mercedes amarillo, junto a la mesa con mantel de cuadros de una terraza, donde un grupo de hombres jugaba al dominó.

Le planteamos pagar para que nos llevara a las montañas, él en su coche y nosotros en el nuestro, siguiéndole. No pareció muy convencido. Hand agarró un fajo de billetes del bolsillo del pantalón y lo agitó junto a su oído. Se necesita ser imbécil. El taxista alzó el dedo indicando que esperáramos, fue hacia la mesa y consultó con sus compañeros, tres robustos y bigotudos individuos. Los tres alzaron la cabeza a un tiempo para mirarnos y, uno tras otro, bajaron la vista hacia sus cartas mientras el taxista continuaba hablando.

—¿Qué les cuenta? —pregunté.

—Quizá esté preguntando cómo se va —respondió Hand, sentado sobre el capó de nuestro coche.

Los cuatro continuaron departiendo, la discusión cada vez más acalorada, salpicada de repentinos bisbiseos subidos de tono. Uno de ellos apuntó a un compañero, y este le apuntó a su vez, enojado. El primero cruzó una puerta situada detrás del grupo, sin quitarnos ojo de encima, y salió un minuto más tarde vestido con una americana distinta. Se adentró en un callejón lateral, sin volver la vista, mientras nuestro taxista venía hacia nosotros, asentía con la cabeza y entraba en su coche, y nosotros en el nuestro. Miré a Hand y él a mí, convencidos de que había algo extraño en todo aquello.

Marrakech es un laberinto de callejuelas no más anchas que el culo de un elefante, por las que circulábamos, conmigo de piloto, a velocidad vertiginosa. El coche apenas a quince centímetros de las fachadas de las casas. En dos ocasiones rozamos las llantas en bordillos y maceteros. Era como avanzar por los pasillos de un bloque de pisos. Parecía imposible que el coche cupiera por muchas de esas estrechas callejas, nos quedaríamos atascados como un camión en un túnel demasiado estrecho. Avanzábamos sin saber por dónde íbamos, rezando para que aquel angosto laberinto de muros semiderruidos terminara cuanto antes. Los neumáticos rechinaban tomando las más pronunciadas curvas y enfilaban callejones imposibles.

Los vecinos se asomaban a ventanas y portales para mirar —¿sería a nosotros a quienes miraban?, ¿eran caras lo que veíamos asomar o qué?— y los transeúntes se apartaban rápidamente de nuestro camino. No había tráfico por las calles, lo cual facilitaba nuestro avance, pero hacía el trayecto aún más inquietante. ¿Quién nos mandaba meternos por esos barrios y a esas horas de la noche? Los dos únicos vehículos que circulaban por la zona eran los nuestros.

Continuamos el vertiginoso avance entre callejuelas, pasamos bajo un arco y de pronto desembocamos en una gran plaza rodeada por altos muros. La explanada debía de medir cien metros a la derecha y otros tantos a la izquierda, y al atravesarla por el centro —pero ¡qué cojones!— nos encontramos en mitad de un partido de fútbol. Nos abrimos paso a toda pastilla entre quince espigados jóvenes con calcetines hasta las rodillas que chillaban sin parar pasada la medianoche. Estábamos en pleno juego. Nuestro coche circulaba por mitad del campo, en línea recta, siguiendo al taxi.

—¿Has visto eso? —preguntó Hand.

Pues sí, lo había visto.

—Acabamos de colarnos por mitad de un partido de fútbol.

—Y a la una de la noche.

—Eres Ronin.

—Sí, señor.

Nos internamos en un laberinto de pasajes flanqueados por altas tapias bermejas, un verdadero laberinto, y… joder, llevábamos media hora así, circulando por estrechas callejuelas y oscuros empedrados, adelantando a toda velocidad a los transeúntes que tiraban de sus carros o tomaban el fresco en los portales de sus casas, rozándoles casi los pies. Era emocionante, pero seguro que en cualquier momento nos obligaban a apearnos y se llevaban el coche, no sin antes estrangularnos a ambos, o nos interrogaban, o las dos cosas una detrás de otra…

De pronto un coche nos seguía.

—¿Te has fijado? —pregunté.

—¿En el de atrás? Joder. Sí.

—¿Qué hará ahí?

—Ni idea.

—¿Cuántos van dentro? No mires.

—Dos.

—¿Quiénes son? No mires.

Hand se volvió.

—Uno se parece al del café.

—¿A cuál?

—Al de la chaqueta. El que entró y…

—Vale. ¡Mierda!

—Esto tiene mala pinta.

«—Eres gilipollas, Hand.

»—Ya, ya lo sé.»

—Está claro que nos siguen —observó.

Efectivamente, nos seguían. Nosotros seguíamos a un coche y un coche nos seguía a nosotros. En el de atrás viajaban dos tipos, y se mantenía a una distancia de cuatro metros más o menos. El taxi que iba a la cabeza tomó una serie de desvíos, nosotros tras él, y los de atrás tras nosotros. No había equivocación ni casualidad posibles.

—Siguen ahí —observó Hand.

—¡Ya lo estoy viendo!

—Están compinchados.

—¿Quiénes?

—Todos ellos. Nos conducen a algún sitio. A un callejón sin salida, donde nos sea imposible dar marcha atrás.

—¡Cierra el pico!

Sentí que me agarraban de las tripas y me las retorcían. Se me pasó fugazmente por la cabeza, majadero de mí, que al menos era un alivio que nuestra amiga de la Resistencia no nos hubiera acompañado. Porque nuestro destino estaba sellado: en el momento menos pensado el coche de delante frenaría en un estrecho callejón, el de atrás nos encajonaría, nos liquidarían allí mismo entre los tres y desapareceríamos del mapa.

Transcurrió un buen rato. Veinte desvíos como mínimo. Los de atrás, a quienes apenas vislumbrábamos en la oscuridad, no daban señales ni hacían insinuaciones de ningún tipo. La cosa era muy seria.

—Increíble lo que nos está pasando —dijo Hand.

—¿Y si estamos alucinando?

—Qué va. No hay más coches que estos tres circulando por la ciudad. ¿Acaso ves tráfico por alguna parte?

Tenía razón. Estaban allí por nosotros.

Hand cerró su ventanilla y pulsó el cierre automático, que retumbó como si acabaran de apretar un gatillo.

—Desvíate a la izquierda en cuanto puedas. Despístalos —dijo Hand.

—Ya lo sé, gilipollas.

No había por dónde girar. A primera vista teníamos tanto donde elegir, al igual que el taxista de delante, pero a la vez tan poco: todas las transversales eran callejones sin salida.

—Espera hasta el último segundo y luego…

—Que te calles, Hand.

Hand soltó un bufido y luego sacó la mandíbula inferior y empezó a moverla a derecha y a izquierda. Nunca le había visto hacer eso.

—¿Vas a despistarlos o qué? Creo que…

—¡Deja que piense! —exclamé.

—A tomar por culo, tío.

—¡Vete tú a tomar por culo! El gilipollas que le ha restregado el dinero por las narices al tío has sido tú.

Hand cayó en la cuenta. No supo qué responder.

—Yo no he dicho que te fueras a tomar por culo; he dicho a tomar por culo en general.

—Bien, pero te vas a tomar por culo de todas formas.

Yo apretaba con fuerza el volante. Tenía los nudillos, no blancos, sino grana. Miré en el espejo retrovisor: seguían allí. ¿Sería más duro o más llevadero irse al otro barrio con tu mejor amigo? Yo quería ser el primero en morir, al menos de eso estaba seguro…

Había transeúntes en la calle, hombres paseando en parejas o solos. Viandantes que tiraban de sus carros. Circulábamos tan cerca de ellos que me angustiaba la posibilidad de pillarles los pies con las ruedas. Pasamos de largo un exiguo pasadizo, bañado de luz ambarina, donde dos hombres se abrazaban rodeados por un corro de mirones, otros veinte, como mínimo…

No, era una reyerta. Uno acercaba una navaja al cuello del otro…

—¿Has visto eso? —pregunté.

—Joder si lo he visto.

La cosa se ponía fea.

—Sigue adelante.

El de atrás no se despegaba. Si aflojábamos la marcha se empotraría contra nosotros. ¿Adónde nos conducían? La calle se ensanchó. Y luego volvió a estrecharse. Ya no aguantaba más. Mi corazón se quejaba, daba sacudidas. Casi quería parar, rendirme. Empecé a preguntarme si había llegado mi hora.

—Tiene narices —dijo Hand—. Es increíble. ¿Sabes qué te digo? Que, la verdad, al menos es morir con estilo. ¿Tú crees que nos pegarán un tiro?

—Calla de una puta vez, cojones.

—Te juro que yo me llevo a uno de los dos por delante. ¿Qué coño quieren? ¿El dinero o el coche? Seguro que ambos. ¡Qué putada!

—Habría que desviarse.

—Si condujera Jack, ya estaríamos muertos.

—Muy amable.

Quizá sí estuviera preparado para morir. Estaba tan cansado.

Quizá también yo deseara morir aplastado. Para aceptar que ha llegado tu hora tienes que sentirte cansado, haber visto muchas cosas, al menos según tu criterio —todos poseemos diferentes niveles de tolerancia, somos capaces de asimilar y soportar fantasmas y sufrimientos en distinto grado—, y yo entonces empezaba a pensar que sí, que había vivido bastante, que en general podía darme por satisfecho y el viaje ya me había deparado suficiente estimulación visual en lo que iba de semana, estaba saciado. La carrera de piedra en piedra en Senegal, los saludos de aquellas criaturas en el campo… solo con eso bastaría llegado el último momento; si era incapaz de agradecer experiencias como aquellas es que era un malnacido y un ingrato, y eso sí que no, ingrato nunca, nunca olvidaría esos regalos del cielo, los contaría una y otra vez como un avaro, ¡guardados a buen recaudo! La vida había sido tan generosa conmigo que era capaz de enfrentarme a aquella navaja del callejón y aceptar lo que viniera con beatífica sonrisa, agradecido por abandonar este mundo cuando aún me encontraba en la cresta de la ola. ¡Había viajado en avión! Solo un ínfimo porcentaje de la humanidad podía decir lo mismo; además, había visto África precipitarse sobre mí como algo vivo y salvaje. Ya podía entregarme sin protestar a aquellos húmedos callejones y dejar que me engulleran.

El coche de atrás parecía dispuesto a embestirnos. Circulaba tan pegado que el ruido de su motor ahogaba al nuestro.

Hand rompió a gritar, casi lloraba.

—¡No lo soporto! —Golpeaba la ventanilla de su puerta—. ¡No lo soporto! ¡Me siento atrapado! ¡Odio que no me dejen opción!

Cada vez tomábamos más curvas.

«—Jack, necesito…

»—»

—¡No soporto que me sigan así! ¡No lo soporto, cojones! —Daba golpes en la guantera.

—Tranquilo.

—¡Y una mierda, tranquilo!

«—Jack.

»—»

—Si quieres paramos el coche y salimos corriendo.

Hand meditó la sugerencia.

—Vale —respondió más calmado—. Al menos es una opción. Algo es algo. También podríamos llamar a alguna puerta y pedir auxilio.

—Es verdad.

—¿Vienen muy cerca?

—Tan pegados como antes. —Observé el rostro de nuestros perseguidores, bigotudos, inexpresivos. Volví la vista enseguida. Aquello era tan real como la vida misma. Como una vida, la nuestra, que, habiendo transcurrido hasta la fecha con relativa placidez, concluía de un modo cruel e inopinado, una feliz y cómoda vida de provincias a la que alguien en el momento del montaje decidía endosarle un cruento e injusto final. Y todo por culpa de Hand. «¿Por qué?» Yo qué sé. «Pelearéis juntos.» Nos conducirán a un siniestro callejón o almacén. Nos desnudarán, nos robarán, nos molerán a palos, nos despellejarán vivos… «Te irás de este mundo. No tienes miedo.» Lo sé. ¿Y cómo es eso? «Solías tener un miedo cerval a la muerte. En los tiempos en que te apodábamos El Robot pasabas la noche en vela vigilando que nadie se te llevara mientras dormías. Cuando el señor Geoghan nos dio aquella clase de astronomía y mencionó lo breve que era nuestra vida y la de la humanidad en comparación, te echaste a llorar.» Ya lo sé. No podía oírlo. Cuando empezaron a hablar de la inminente muerte de nuestra estrella solar, perdí los papeles. «¿Te acuerdas de lo que dijo Geoghan el primer día de clase?» Sí.

—Will.

«Dijo: “La única indefectible verdad de la vida es que siempre acaban quitándonos todo aquello que amamos”.» Su esposa acababa de morir. Era por eso. Sí. Su esposa había fallecido y él se presentaba todos los días en clase con el mismo chándal, azul marino con franjas blancas. Era aficionado a correr maratones.

—Will.

Lo recuerdo. Recuerdo que veía en ello cierto consuelo.

– Will, coño, tío.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

Pasábamos junto a un corrillo de hombres y había que reducir la velocidad; uno de ellos descargó un puñetazo sobre el capó del coche.

—¿Adónde cojones nos llevan? ¡No aguanto esta incertidumbre! ¿A qué coño venían esos golpes?

Por alguna razón había carniceros por todas partes, hombres con delantales blancos manchados de sangre que empujaban unas carretillas de latón de cuyas barras colgaban cuchillos y machetes propios del oficio.

—No entiendo nada —dijo Hand.

—Ya.

—Pero lo más absurdo de todo es que todavía no nos hayan matado. Ya hace rato que deberíamos estar muertos.

—Si hubiera alguna lógica en la vida, para empezar no estaríamos aquí. Solo nos queda esperar.

Hand resopló con sorna.

—Yo no he venido aquí a esperar —rezongó—. Y ahora, ¿dónde se han metido?

—Mira a ver.

Volvió la cabeza.

—¡Han desaparecido!

—¿Qué? —Eché un vistazo en su retrovisor—. ¡Coño! —Volví a mirar—. Se han ido. Esto es increíble. Y ahora, ¿por qué se van?

La estrecha callejuela quedaba atrás, y también la opresión de sus muros; nos encontrábamos de nuevo en carretera, bajo un cielo abierto y soberbio.

—De verdad me he visto con el agua al cuello —comentó Hand.

—Creo que lo estábamos.

Segundos más tarde el taxista detuvo su vehículo. Paramos detrás de él. Yo aún no las tenía todas conmigo, temía una emboscada. El taxista no se apeó del coche. Se limitó a apuntar hacia arriba, con todo el largo del brazo, como en un código de señales náuticas, para indicar: «por esa carretera, recto hasta el final».

Hand le pagó cien dólares, pese a temer momentos antes que nos robara o quitara la vida. Avanzamos sin decir palabra por espacio de casi dos kilómetros hasta que por fin estacioné en el arcén. Recliné la cabeza sobre el cristal de la ventanilla. El coche resoplaba como un asmático y apagué el motor.

—Perdona —me disculpé—. Creí que…

Hand permaneció un rato con la cara vuelta hacia su ventanilla.

—No pasa nada —dijo por fin.

—¿Todavía quieres subir a esas montañas? —pregunté.

—Deberíamos. Déjame que conduzca.

Bajamos del coche; soplaba un aire fresco y el capó zumbaba todavía. Intercambiamos posiciones, Hand al volante. Continuamos el ascenso durante otros diez minutos. No se veía ni se oía un alma.

—¿Qué imaginabas que nos iba a pasar? —preguntó Hand.

—Que presenciaríamos la muerte del otro.

El aire cada vez era más fresco. La pendiente iba en aumento.

—Yo preferiría ser el primero en morir —afirmó Hand.

—Dejemos el tema —dije. En mi mente había asesinado ya cientos de veces a aquellos tipos—. Tengo los nervios destrozados.

Seguimos adelante, y al cabo de unos minutos hicimos un alto para repostar en una estación de servicio profusamente iluminada y atendida por un negro enorme con un mono azul —el primer y único negro que veíamos y veríamos en Marruecos— y un mostachón que le daba aspecto de morsa, morsa vestida de enterizo mono azul. Pasé al servicio y dentro me encontré a tres hombres viendo la televisión. Cuando salí, uno de ellos se dirigió a mí.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó Hand.

—He oído «Estados Unidos» y «puta». O eso me ha parecido. Si le añades un verbo, puede que nos haya insultado.

—Qué noche más rara.

—¿Empeñado en subir todavía?

—Deberíamos.

Así pues, subimos.

Intercambiamos posiciones de nuevo, y yo me instalé al volante, pero no se atisbaban signos de pobreza en aquellos parajes. Convencidos de que ya iríamos advirtiéndolos más adelante, continuamos avanzando. Sin embargo, en treinta y pico kilómetros de carretera —hasta donde alcanzábamos a ver, pues no había iluminación— no distinguimos más que frondosos árboles, plantados con mucho primor a derecha e izquierda de la calzada, tras los que se elevaban altos muros de piedra. Circulábamos entre un recinto amurallado tras otro, algunos claramente destinados a fines turísticos, según evidenciaban los letreros, y otros muchos seguramente palacetes residenciales, bases militares o encubiertos antros de perversión de grandes dimensiones: campamentos para solteros, centros de entrenamiento clandestinos o fantásticos laboratorios de última generación destinados a crear seres humanos a base de células madre y extractos de restos de la Edad del Hielo. Circulando a toda velocidad y tras el parapeto de los elevados e interminables muros, no veíamos con claridad.

De pronto ascendíamos, ascendía la carretera y nosotros con ella, por un tramo lleno de curvas y sin barreras de seguridad. Sabíamos que habíamos llegado a la cima porque el aire soplaba más fresco y los faros del coche iluminaban las copas de los árboles, las quebradizas hojas asomando bajo el nivel de la carretera, sus ramas como instantáneas en blanco y negro bajo los fugaces destellos.

Cobijados en la silenciosa penumbra del coche, Hand peroraba sobre el origen del sida y su relación con una ruta de transporte de mercancías en Zaire. Fue entre sus camioneros donde se declaró inicialmente la enfermedad. Se dedicaban al transporte de cierto tejido, toalla según creía recordar, por el territorio de Zaire, y las habituales paradas en los clubes de carretera habían facilitado la propagación del virus. De pronto nos hallábamos en mitad de un puente que cruzaba a gran altura un río o tal vez un agreste barranco, nunca llegaríamos a saberlo.

Al otro lado del puente, y pasada ya la una de la noche en las oscuras y gélidas montañas, divisamos a dos hombres uniformados que, con los pulgares en alto, hacían autostop. Parecían uniformes militares, distintos pero del mismo cuerpo.

—¿Paramos? —pregunté.

—No lo sé, tío. Con la nochecita que llevamos.

Pasamos de largo indecisos y avergonzados, y continuamos ascendiendo otras seis o siete curvas más, y tanto empezó a refrescar que las ventanillas del coche parecieron entumecerse y el cielo se tensó y encogió. No nos cruzamos con nadie. No se divisaban chabolas, ni jaimas, ni chozas de adobe medio derruidas. Allí no había un alma. No se percibía el menor rastro de vida —al menos visible en la noche cerrada—, ni campesinos al amor de la lumbre, ni cuerdas de tender atadas entre chamizos.

Estacionamos el coche a la orilla de la carretera y salimos a echar un vistazo. Allí arriba la temperatura era un par de grados inferior, incluso cuatro, y nosotros desabrigados. A cinco metros de distancia uno del otro, apenas nos veíamos las caras. Hand con las manos enfundadas al calor de los bolsillos; yo plantado en mitad de la carretera con las manos entrelazadas sobre la cabeza. No teníamos ni idea de qué estábamos haciendo allá arriba. En el cielo no había luna ni estrellas.

—Podríamos tirarnos por una ladera —propuso Hand.

—Ya lo había pensado.

—Si escogemos bien el terraplén —añadió—, lo peor que nos puede pasar es que destrocemos el coche.

—Ya.

—Al menos así haríamos algo. Bajaríamos disparados hasta que nos frenara un árbol, y al salir del coche igual topábamos con los militares esos y nos poníamos a hacer autostop los cuatro.

El plan sonaba interesante. Solo la pereza nos impidió llevarlo a cabo. Guardamos silencio y advertí que no se oía nada. Ni animales, ni personas, ni siquiera el susurro del viento entre los árboles. Mientras estábamos allí quietos, en lo que se suponía era la cima de la montaña, por un momento me pareció oír el rumor del agua, pero no. No se oía nada. Volvimos al coche.

Dimos la vuelta, bajamos a toda pastilla y cruzamos de nuevo el puente sobre el precipicio, pasando de largo junto a los reclutas, que seguían en el mismo punto donde los habíamos dejado, y mientras ellos permanecían allí parados, continuamos descendiendo curva tras curva sin comprender cómo podían soportar aquel frío.

Quince minutos más tarde alcanzábamos de nuevo el llano y circulábamos por una carretera recta, flanqueada por árboles altos y perfectamente espaciados.

—Ahí hay alguien —observó Hand.

Reduje la marcha.

—¿Dónde?

—Ahí atrás; era un hombre que andaba con un bastón enorme.

Reculé cien metros hasta divisarlo. Vestía esas abrigadas ropas de paño características de quienes viven a la intemperie y vagan de un lado a otro haciendo autostop, autosuficientes por completo pese a apenas acarrear bártulos. A la espalda llevaba una mochila de cuero, pequeña y coquetona. Paramos el coche y el viandante detuvo sus pasos. Tendí un fajo de billetes a Hand.

—Encárgate tú —dije.

—No. Por favor. Me da no sé qué.

—Si voy yo, se va a asustar.

—Está bien.

Hand bajó del coche con una cantidad equivalente a quinientos dólares en moneda marroquí. Se acercó al vagabundo y le pidió indicaciones para ir a Marrakech. El hombre le miró como si Hand estuviera loco o fuera un espectro. La única carretera a Marrakech era aquella, estábamos en ella. Hand, como de costumbre, señaló carretera abajo como diciendo: «Si no le he entendido mal, y creo que no, por esta carretera acabaremos llegando a Marrakech». Su interlocutor asintió de nuevo e hizo una jabalina con el brazo en dirección a Marrakech.

Hand sacó el dinero. Por algún motivo —¿que estaba oscuro quizá?—, lo plantó a la altura de las narices del hombre, como si este no hubiera visto un billete en su vida o fuera corto de vista. El vagabundo lo rechazó y se dispuso a seguir su camino. Hand le obstaculizó el paso e insistió. El del bastón agarró el fajo como si lo hubieran obligado a cargar con la basura del prójimo y siguió adelante.

Hand regresó deprisa al calor del coche.

—Qué raro —observó.

—Sí, ni siquiera lo ha contado. Se lo ha metido en el bolsillo y ha seguido tan campante.

—Se lo gastará.

—No sé qué decirte. Dudo que se lo quede. Tengo la impresión de que acabará regalándoselo al primero que pase. Parece uno de esos peregrinos de la Tierra Media que vagan por los campos en plena noche apoyados en su garrota.

Pensé en la de horas interminables que aquel hombre pasaría a solas con su mente, sin distracción alguna, sin nadie con quien conversar.

«—No sé cómo puede, amigo.

»—Will, tú también tuviste esa tranquilidad de espíritu en otro tiempo, quizá no la hayas perdido para siempre.

»—Puede que lleve razón.»

—Ya casi estamos llegando —observé—. ¿Qué hora es?

Pasaban unos minutos de las dos. Habíamos empezado el día en Casablanca dieciséis horas antes y estado en un tris de encontrar la muerte —casi nos hacen picadillo en las callejuelas de Marrakech—, o quizá estuviéramos exagerando. Real desde luego nos lo había parecido. Nunca había sentido la muerte tan cerca. Con ningún ataque, taquicardia o desmayo.

Nos encontrábamos ya en la ciudad, estacionados en el centro. Por la amplia avenida de vez en cuando circulaba algún coche, algunos rugiendo, otros relinchando, otros silenciosos. Hand reclinaba la cabeza contra el cristal de la ventanilla contemplando la luna.

—¿Está llena o casi llena? —preguntó.

—Casi.

Estaba deseando acostarme. Eran las dos y media de la noche. Nos dirigimos con el coche hacia el hotel y nos detuvimos en un semáforo; el rótulo vertical de neón que anunciaba el hotel se divisaba dos cruces más allá.

Un automóvil se detuvo junto a nosotros. Cuatro veinteañeros, tres chicas y un chico, viajaban apretujados en un pequeño utilitario color plata. El semáforo cambió a verde y arrancamos a toda velocidad. En el semáforo se colocaron de nuevo junto a nosotros, a la izquierda esta vez. La chica que viajaba en el asiento del copiloto sacó la cabeza por la ventanilla e hizo señal a Hand de que bajara el cristal. Enseguida lo hizo.

Bonjour —saludó la joven. Era marroquí, una belleza. En comparación con su tez, la nuestra parecía arpillera cosida con bramante.

Bonjour —repitió Hand.

—Sois ingleses —dijo la chica.

—Norteamericanos.

—¡Ah! Vale. ¿Adónde vais? —Hablaba un inglés impecable. Como todo el mundo. Yo alcanzaba a pronunciar sesenta palabras en español y Hand quizá el doble en francés, pero ahí terminaba nuestro conocimiento de las lenguas del mundo. ¿Por qué sería así? Todos eran más cultos que nosotros, en todos los aspectos, lo cual, aun siendo una vergüenza, suponía un consuelo.

Ocho ojos nos observaban desde el interior del coche, las caras pegadas a las ventanillas. Era un utilitario pequeño. El semáforo cambió a verde. Ninguno de los dos coches se movió.

—De vuelta —respondió Hand—. Acabamos de bajar de las montañas.

—¿De las montañas? ¿Qué hacíais allí arriba?

Hablábamos detenidos en mitad de la calzada.

—Es una historia muy larga —respondió Hand.

—¿Cómo?

—Nada, nada.

El semáforo cambió a rojo de nuevo.

—¿Y qué hacéis ahora?

—No lo sé. ¿Y vosotros?

—¡Os tenéis que venir de marcha!

—¿Qué? ¿Adónde? ¿Adónde vais? —Hand sacaba ya la cabeza, los brazos colgando por la ventanilla. Creo que yo me quedé boquiabierto. Increíble lo que nos estaba pasando.

La chica introdujo la cabeza en el coche de nuevo. Tras un rápido y animado debate en el interior volvió a asomar por la ventanilla.

—¡Al club Millenium! —exclamó.

Hand se volvió hacia mí. Sentí una repentina y placentera taquicardia. Quedamos en que los seguiríamos; no podíamos hacer otra cosa. Llevábamos veinte horas sin pegar ojo pero aceptamos de buena gana. ¿De dónde había salido aquella gente? Nunca me habían abordado con una naturalidad así. Era algo con lo que había soñado millones de veces. Cuando aguardaba en un semáforo, siempre observaba a los demás coches deseando que ocurriera algo, pero raro era el conductor que me devolvía la mirada, todos con la vista al frente haciéndome sentir como un idiota. «¿Y por qué iban a mirarte? ¿Qué interés podían tener por ti?»

Pues aquella gente bien lo tenía. Sentí como si acabaran de lanzarme un salvavidas que me permitiera vivir una tercera o cuarta vida, la vida de otra persona. Como cuando por la mañana temprano, a medida que vas despertando, empiezas a recuperar poco a poco la fuerza necesaria para apretar los puños. Había estado tan cerca de la muerte, tan dispuesto a morir —más cerca y más dispuesto que nunca—, que aún sentía mayor deseo, más ganas de todo, de vivir lo que fuera que estuviera por venir:

Nos encontraríamos con ellos en el lugar indicado y bajaríamos del coche contentos de dejar por fin la carretera.

Nos avergonzaríamos de nuestra vestimenta, de nuestras sudaderas baratas y del fuerte olor que desprendían.

Pagaríamos los gastos de todos, más cien dólares extra de propina, a sabiendas —de hecho, con pleno conocimiento— de que seguramente existían mejores causas en las que emplear ese dinero.

Bajaríamos sigilosos por unas escaleras color burdeos, bajo un techo cilíndrico, como el interior de una vena aorta, y a su término nos asaltarían miles de espejos, cristal y cromo.

El local estaría aún bastante concurrido; la clientela, mitad marroquí, mitad europea, pudientes todos pero sin presumir de ello, haciendo gala de una muy bien llevada riqueza, en un ambiente de suma decadencia, o al menos lo que yo entendía por tal, pues no sabía en qué podía consistir tal cosa.

Aguardaría a que el camarero sirviera las copas, mientras los cinco, Hand incluido, salían disparados hacia la pista cogidos de la mano, como un corro de niños en una cenefa recortable.

Estaría deseando bailar, pero mi sobriedad me obligaría a permanecer al cuidado de los bolsos. Me dejaría caer en el reservado, contento por ellos, el alma retorciéndome las entrañas.

Caería en la cuenta de ese exceso de sobriedad mía, de cuán a menudo acababa vigilando los bolsos.

Cuando regresaran a descansar entre baile y baile, intentaría entablar conversación con ellos, pero la música nos abrumaría, sería como intentar hacerse entender en medio de una tempestad de viento y lluvia. Dos de las chicas estudiarían derecho, aspirarían a ser jueces.

Intentaría explicarles que habíamos subido a las montañas en busca de gente a quien regalar dinero —por cierto, ¿dónde están los pobres en este país?, ¿cómo es que no había ninguno allá arriba?—, pero no me oirían o tal vez fingieran no entender.

Hand bailaría con una de las chicas, la de los pantalones de piel de serpiente y cuerpo despampanante, y los otros tres se alejarían, sonriendo y encogiendo los hombros, mientras yo me bajaba un quinto vodka con soda.

Hand haría el número del carrito de la compra.

Y el del aspersor.

Y el del gusano. La del gusano era otra coreografía.

Después yo repararía en que, a esas horas de la noche, en cualquier ciudad del mundo la gente estaría durmiendo. La inmensa mayoría, de hecho. Aunque también en cualquiera de esas ciudades, en cualquier lugar donde se concentraran un grupo de personas, habría gente despierta, despierta y bailando, y nosotros debíamos estar con ellos. Tal y como estábamos viviendo esa semana, nuestro deber era mantenernos en pie con los que seguían bailando.

Por mucho que a mí me lo impidiera la mente.

Una hora más tarde nos encontraríamos departiendo en otro reservado con un grupo de alemanes: cuatro hombres y tres mujeres, todos ellos de más de treinta, de vacaciones con la empresa, según informarían. «¡Venimos de juerggga!», diría una de ellas, y luego apagaría una cerilla con la lengua.

Hand me miraría.

«¿Estás bien?», me preguntaría.

«Estupendamente.»

«Tienes mejor cara», aseguraría.

De hecho algo habría cambiado en mí por un momento. Una vez más habríamos ganado la batalla a la muerte, y también al sueño, y creeríamos poder vivir sin ellos para siempre. Y entonces se me ocurriría la idea, en un instante de lucidez deslumbrante, de lo necesario que sería para todos los seres humanos vivir una experiencia cercana a la muerte una vez por semana, dos incluso. ¡Qué cosas lograríamos entonces! ¡Con qué lucidez se viviría!

—Me apetece seguir —dijo Hand.

Eran las cuatro de la noche, ya habíamos salido de la discoteca y acompañado a las dos últimas chicas a su casa, un bloque de apartamentos con aspecto de residencia para doctorandos. Conducía él y acababa de estacionar el coche una manzana más adelante.

—No —repuse—. ¿Adónde quieres ir?

—A Fez. Está solo a cuatro horas. O menos.

—Imposible. El avión sale mañana. Dentro de un rato, mejor dicho.

—Bueno, pero me apetece.

A mí me había dado un bajón de repente. Los ojos me dolían.

—Vamos a acostarnos —insistí, desilusionándonos a ambos.

—Qué aburrido. Tenemos tiempo de ir a Fez y volver para coger el avión.

Hand tenía razón, pero mejor que no lo supiera. Yo estaba tan agotado que apenas si me salían las palabras.

—Hay que dormir —murmuré.

—¿Quién dice eso? No es ningún deber.

—Sí lo es. Para mí, ahora mismo, sí. No me tengo en pie.

—Me gustaría seguir así para siempre. Alargarlo indefinidamente. Todavía nos quedan diez mil dólares. Al menos nos durarían un mes. O dos.

Las ventanillas del coche empezaban a empañarse.

—Esa tía, la que se nos enrolló primero, es lo más impresionante que he visto en mi vida.

—Me encantaría quedarme.

—Acabas de decir que querías irte.

—Sí. A Siberia quizá, pero para volver luego.

—No vamos a volver nunca —afirmé.

Encontramos aparcamiento frente al hotel.

—Ya lo sé —convino Hand.

—Primero hay que verlo todo y luego volver.

—Ya. En fin.

Nos fuimos a la cama.

DOMINGO

Despertamos a las diez y fuimos al aeropuerto para informarnos de las salidas del día. Sabíamos que había vuelos a París y Londres. En el despacho de la compañía aérea el gerente, al vernos, nos recibió con los brazos abiertos.

—¿Qué será hoy, amigos? ¿Mozambique? ¿China?

Los dos nos reímos. Qué gracioso.

—Un momento —saltó Hand—. ¿Ha dicho Mozambique? ¿A qué hora?

El gerente pareció retroceder, como quien esquiva un golpe.

—No, amigo —dijo pronunciando esta vez con falsedad la palabra—, nuestra compañía no vuela a Mozambique.

El avión con destino a Londres tenía salida a las tres de la tarde, y el de París, a las seis. Nos apetecía hablar inglés de nuevo.

—A Londres —anuncié. Ya sabíamos que para acceder a países nórdicos y fríos era preciso hacer escala en alguna urbe importante. Decidiríamos nuestro destino en Heathrow.

—¿Piensan esperar al avión en esta ocasión? —nos preguntó.

—No saldremos del aeropuerto.

Hand fue a comprar unos refrescos y nos sentamos a esperar. La terminal enseguida se llenó de pasajeros blancos con la tez bronceada, la mayoría cargados con palos de golf. ¿De dónde habían salido? No nos los habíamos topado en el centro, y tampoco en la montaña o la discoteca. Ni siquiera habíamos visto campos de golf. Ni Hand ni yo habíamos cogido color. Quién era esa gente, jóvenes parejas todos, tan apuestos algunos, rubias y espigadas mujeres con melenas de pelo liso, acompañadas de hombres de bronceada tez y pantalones perfectamente planchados, ninguno de los dos temeroso de perder al otro.

Faltaban dos horas, ciento veinte minutos, para que despegara el avión. Aún nos quedaban cuatrocientos dólares en divisa marroquí.

—Vamos a dar una vuelta por ahí fuera —propuse—. No podemos irnos con este dinero en los bolsillos.

—Hemos dicho que no saldríamos del aeropuerto.

No obstante, salimos. Cogimos el coche y nos dirigimos a un complejo turístico cercano al aeropuerto. De entre los hoteles, separados de la carretera por largos caminos de acceso y verjas de hierro forjado, escogimos uno llamado Temptation y aparcamos frente a su magnífica entrada, cubierta de flores rosas. Estaba cercado por sus cuatro costados con parapetos de cuatro metros de fucsias, pero un poco más allá, a la derecha, se extendía un pequeño asentamiento de chabolas, a la sombra de los muros y las copas de los árboles.

—Ve tú —dije.

—¿Cuánto?

Le di todo lo que llevaba encima, a excepción de un puñado de billetes que guardé como recuerdo para las gemelas. Hand fue hacia la primera de las viviendas, una caja amarillenta de madera y pladur, con cabida para dos personas y no mayor que una tienda de campaña familiar. Hand, el muy imbécil, iba hacia allí con su refresco en la mano. Las gafas de sol, parcheadas con ocho sellos adhesivos, reposaban sobre su cabeza, mirando al astro rey. Se asomó a la entrada de la vivienda. Una mujer salió a la puerta limpiándose las manos en una especie de trapo, rojo y empapado de agua.

Hand le hizo un gesto con la mano a modo de saludo. La mujer inclinó la cabeza y se volvió enseguida para mirarme. Yo saludé con la mano y ella asintió de nuevo con la cabeza, en mi dirección.

Hand hurgó en el bolsillo de la derecha para sacar el dinero, sin soltar el refresco, todavía en la mano izquierda. La señora me miró de nuevo. Sonreí a modo de disculpa, pero procurando expresar algo así como «Espera y verás».

Algo se le había quedado atascado. Hand hundía ya ambas manos en el bolsillo. Con el refresco oprimido entre el brazo y el torso, por fin logró extraer de un tirón los billetes, y el refresco saltó por los aires como un pequeño géiser de líquido marrón, treinta centímetros hacia arriba y un metro hacia abajo, ensuciando en su caída las piernas y los desnudos pies de la señora.

Volví la cara. Me daba vergüenza verlo. Avancé hacia el coche, como si no tuviera nada que ver con Hand. ¿A quién se le ocurre presentarse con un refresco? ¡Acercarse a un chamizo con trescientos dólares y un refresco bajo el brazo! Nada salía de acuerdo con nuestros planes. Quizá estuviéramos predestinados a meter la pata allí donde fuéramos…

La curiosidad pudo más que yo y me volví de nuevo. Hand se había arrodillado. La mujer sostenía el dinero en la mano mientras él la limpiaba con el trapo. Frotando y dando rápidos y ligeros golpecitos secaba los pies y las piernas de la mujer, que permanecía inmóvil, mirándolo atónita. Hand le pasó el trapo por la pantorrilla izquierda de arriba abajo, le limpió la rodilla derecha, le frotó un polvoriento pie y luego el otro. Después repitió el proceso desde el principio. Daba vergüenza ajena.

Al final la mujer posó la mano sobre la cabeza de Hand para indicarle que lo dejara y, tras un último repaso ocular a las piernas, Hand se levantó del suelo.

El garaje de la casa de Hand, con sus tablillas recién instaladas, que aún conservaban el color natural del pino, era sólido y el techo no era demasiado alto. El de mi casa también era bastante bajo, pero estaba lleno de agujeros; años antes, mi hermano Tommy y sus amigos habían querido construir una habitación sobre el tejado con tableros y planchas de cartón alquitranado, pero se les fue al traste el plan al descubrir que las termitas tenían medio comida la madera y a duras penas soportaba su propio peso. El de Hand, en cambio, era sólido y tenía el tejado inclinado, por eso lo habíamos escogido para dar el salto. La idea era sencilla y, para tres chicos que aspiraban a convertirse en especialistas de cine profesionales, no carente de lógica: debíamos saltar desde lo alto de un garaje a un camión en movimiento.

Nosotros teníamos trece años y el padre de Hand poseía una furgoneta azul que cada noche aparcaba reculando en su garaje, porque decía que le gustaba el «subidón» —así lo llamaba; era la primera vez que yo oía emplear la palabra en ese sentido— de recibir el sol de cara todas las mañanas, al volante de su vehículo, y entrar en la calzada sin mirar atrás. Era un tipo extraño, del que sin duda Hand había heredado su arrebatado entusiasmo, sin paliativos.

Una mañana, antes de ir al colegio, Hand, Jack y yo aguardamos en lo alto del tejado. La noche anterior habíamos tendido sobre el cajón de la furgoneta unas mantas oscuras, de un color parecido al azul cobalto metalizado de la carrocería, para que el padre de Hand no advirtiera nada extraño al entrar en el garaje en penumbra. Nos disponíamos a saltar cuando Jack anunció que se echaba atrás, que nos observaría desde arriba. Él también pretendía ser especialista —o al menos eso afirmaba cuando se lo preguntábamos; una vez lo interrogamos al respecto, recelosos ante su negativa a probar unos garfios caseros— pero, aun pareciendo auténticas sus intenciones, se empeñó en que no saltaba.

—¡Mariquita! —exclamamos.

—Vale —repuso.

Según él, era absurdo. Cuando creciéramos, ya nos entrenarían «especialistas oficiales» de verdad, ¿no? ¿Qué?, exclamamos. Le parecería muy sensato lo que acababa de decir, pero nos dejaba estupefactos. ¿Especialistas oficiales? Lo acribillamos a argumentos. Como que iban a dejarnos, replicamos, como que iban a dejarnos siquiera probar suerte como especialistas si no demostrábamos tener lo que hay que tener. De acuerdo, accedió por fin, saltaríamos todos juntos.

La puerta del garaje se abrió con gran estruendo y vimos la capota de la furgoneta asomar poco a poco bajo nuestros pies abrazando el sol de la mañana, aún fresco y azulado. No habíamos pensado en cronometrar la operación. Ni previsto ninguna señal o cuenta atrás…

Jack se lanzó al vacío. Contemplamos el descenso de su espalda hacia el vehículo, lo vimos aterrizar de pie, perder luego el equilibrio, quedarse a cuatro patas y rodar hasta quedar tumbado de espaldas. La furgoneta no se movía. El padre de Hand había frenado en seco —acababa de caerle un fardo de cincuenta y cinco kilos encima— y salía ya por la puerta. Jack, tumbado sobre las mantas tendidas en la caja, alzó la vista y nos vio, boquiabiertos los dos y aún en el tejado. No pareció sorprenderle.

Queridas Mo y Thor:

Hemos estado en Marruecos dos días, creo, y quiero que no olvidéis lo que os tengo que decir: hasta que no visitas un lugar, no sabes nada de él. Nada. Absolutamente nada de nada de nada. Ni de los demás, ni del país. Nada de nada de nada. Sabiendo esto —que solo se conoce lo que se ve— todo se complica. La gente quiere las cosas fáciles, por eso prefiere hacer suposiciones. Y ahí es donde la cag…

—¿Nos vamos o qué? Deberíamos irnos.

—Un momento —dije. Me había empeñado en enviar la postal. El coche estaba estacionado cerca del aeropuerto.

—¡A quién se le ocurre poner «cagar» en una postal! Eso no se puede hacer. Te la confiscarán.

—¿Quién?

—¡Los censores! En Marruecos está muy mal visto. ¿Para quién es?

—Para las… ¿qué más da?

Doblé en dos la postal y me dispuse a escribir otra.

Mo, Thor:

Os escribo justo antes de que Hand (os acordaréis de él. Es el que una vez, bateando, le pegó un pelotazo a Mo en la barriga) salte de un coche en movimiento (el nuestro) a un carro en movimiento también. Son cosas que vosotras no debéis hacer hasta que seáis mayores —bastante mayores, creo yo—, pero no demasiado. Es increíble lo que nosotros hemos tardado. Va a ser genial. Ya terminaré la postal cuando hayamos dado el salto.

Había llegado el día.

—De acuerdo —dijo Hand.

Hand saltaría desde nuestro coche alquilado a la parte trasera del carro, en movimiento ambos, y entregaría a su conductor el dinero que nos quedaba. Nos colocaríamos en paralelo, a veinte kilómetros por hora aproximadamente, y saltaría desde su ventanilla al cajón del carro, superficie de aterrizaje más que amplia, tan amplia como el cajón trasero de una furgoneta. Nada complicado.

—Demasiado fácil incluso —observó Hand.

Recorrimos la carretera del aeropuerto arriba y abajo siete veces, procurando avanzar a la velocidad de distintos carros. Aquí tenéis uno de ellos:

I06

Todos poseían las dimensiones adecuadas y circulaban tan despacio como precisábamos pero, cada vez que nos acercábamos a uno, algo fallaba. Aparecía un policía por detrás o en dirección contraria; un motociclista nos abordaba ofreciéndose como guía; otro quería vendernos hachís. Niños que se acercaban con sus bicis a meter las narices. Demasiado tránsito. ¿Adónde iba toda aquella gente? Parecían extras de una película, pagados para deambular de acá para allá…

Hand estaba sentado en la portezuela, sacando el torso por la ventanilla.

—No va a funcionar —rezongó introduciendo la cabeza en el coche. Se acomodó en su asiento.

Le pregunté qué le hacía pensar que no iba a funcionar.

—El par motor —respondió.

Me arrimé al arcén, detuve el coche y miré al frente. No tenía intención de preguntar qué relación guardaba el par motor con arrojarse a un carro tirado por caballos.

—Cambiemos posiciones —propuse.

—Imposible. Si casi no puedes ni andar.

—Venga. Claro que puedo.

«—Quiero llegar hasta el final, Hand.

»—Eso hemos hecho.

»—Siempre hay que llegar hasta el final.»

Hand se colocó al volante, yo me senté en el hueco de la ventanilla y dimos la vuelta en busca de otro carro. Junto a la entrada del aeropuerto divisamos uno. Solucionado: saltaría, entregaría el dinero a su conductor, luego vuelta al coche de un salto y carretera adelante, dispuestos a tomar el avión rumbo a Londres.

Nos colocamos a la altura del carro y resultó ser el mismo de antes. ¿No? Sí, el mismo de la foto. Hand redujo la marcha hasta acomodarse a su velocidad, unos veinte kilómetros por hora. El conductor, que en principio no nos había prestado atención, volvió la cabeza y se nos quedó mirando, entre perplejo y preocupado. Cruzamos una mirada. Yo medía el salto, y él pareció adivinarlo. Mis ojos saltaban de la parte trasera del carro a su conductor, de este al burro y del burro de nuevo al hombre. A este no le hizo gracia la idea: arreó al animal con una exclamación y el burro aceleró la marcha.

Qué idea más absurda. «Si funciona será genial.» Absurda. «¡Espectacular!» Apoyé un pie en el reposabrazos. Con la mano derecha me agarré a un saliente entre la portezuela y la capota del coche. Apenas me separaba un metro del carro. «Chupado.» Calla ya, joder. «Está tirado.»

—Vuelve dentro, idiota —exclamó Hand.

—Pero si está chupado —repliqué, pero tan bajo que no me oyó.

—¡Nos meterán en la cárcel! —gritó.

Con el pie en el reposabrazos me di impulso y me arrojé. El carro vino hacia mí y reparé en el grosor de sus paneles de madera. Y en los espárragos o lo que fuera que cargaba. Y en el hombro y el codo del conductor. Entonces atisbé un hueco donde aterrizar, sobre las grisáceas tablas de madera. Sentí su tacto al estamparme contra ellas, las manos y el torso; las piernas, en cambio, quedaron colgando por fuera. Di con la barbilla en la madera, vi el cielo girar a toda velocidad, caí de espaldas dando voces, me deslomé contra el pavimento, alcé la vista al sol y me quedé allí inmóvil.

Había errado el tiro. Bueno, errado no, porque llegué a tocar el carro, pero no me había arrojado con ímpetu suficiente. «Cosas del par motor.» No tiene nada que ver con el par motor. «Podría ser.» Sentía la columna vertebral como un túnel por donde discurrieran disparadas esquirlas de cristal. Desde el suelo contemplé los bajos del carro y las patas del burro, con sus calvas y sus gruesas cerdas azul metálico, como un raído muñeco de peluche. La luz era suave e indulgente allí abajo. Se estaba fresquito a la sombra del carro, la temperatura era perfecta. Me invadió entonces una súbita sensación de placer y bienestar. En los umbríos bajos del carro me sentía como en un granero. Un antiguo granero. En Phelps solíamos organizar fiestas en un granero, infestado de murciélagos pero en muy buen estado teniendo en cuenta su antigüedad y años de abandono; allí nos reuníamos Tommy, mis amigos y yo cuando subíamos a veranear. Ese fue el lugar donde por primera vez metí los dedos en…

—¡Habla! —Era Hand—. ¡Habla, capullo!

—¿Qué? —musité.

El conductor del carro se inclinaba sobre mí también. Dos rostros me observaban. Qué distintos eran uno de otro. El del carro tenía la cara torcida, la mandíbula ladeada hacia la derecha. Y los dientes desviados en múltiples direcciones.

El dolor en la columna entró en parámetros razonables. Poco a poco remitiría. Me incorporé.

—Me has asustado, coño —exclamó Hand.

A su lado, el conductor, agachado junto a mí, guardaba silencio. Me miraba como al gamberrillo del barrio al que nadie comprende pero con quien hay que bregar a diario, el típico que anda siempre corriendo tras los gatos y espiando a las ancianitas.

—¿Te duele en algún sitio en especial? —preguntó Hand.

Me había quedado sentado sobre las piernas y me puse en pie. El conductor, un hombre corto de estatura, alzó la vista hacia mí. Entorné los ojos y di unos pasos tambaleantes hacia la izquierda. No mantenía el equilibrio. ¿O sí? Vaya usted a saber. Podía haberme hecho mucho daño. A esas alturas podía esperar cualquier cosa.

—¿Quieres volver al coche o prefieres esperar un poco? —preguntó Hand—. Has caído como un fardo.

—Perdona —respondí. Me costaba respirar—. Parecía tan fácil. —Reparé en que el burro también me miraba. De los tres testigos, él parecía el más comprensivo.

Hand y yo nos plantamos en la carretera, él esperando a que yo echara a andar o cayera desplomado, y yo aguardando una señal. El marroquí se volvió hacia el burro.

—Espere —le indicó Hand. Y dirigiéndose a mí añadió—: Ya que estamos.

Saqué los billetes del calcetín, se los tendí a Hand y él se los entregó al del carro. El hombre meneó la cabeza desconcertado, pero aceptó el dinero. Subió entonces al carro y arreó al burro antes de que se nos ocurriera cambiar de opinión. Con la espalda magullada, abollada por cientos de guijarros, regresé con Hand al coche.

—Deberíamos quedarnos para que te viera un médico —propuso Hand.

—¿En Marruecos? No.

—Los congoleños que conocimos en el avión querían estudiar aquí. ¿Tú has visto esta ciudad? Aquí hay dinero. Tiene que haber buenos médicos.

—No, vamos a coger el avión.

Hand suspiró y encendió el motor.

—Luego no me eches la culpa —advirtió.

—No te preocupes. Estoy bien.

—Estás hecho una mierda.

Devolvimos el coche de alquiler y nos presentamos de nuevo ante el cabrón de la oficina de cambio, el que me había denegado el derecho a cambiar de firma y se había interpuesto en nuestro camino. Cambiamos el dinero preciso; el hijoputa nos atendió sin poner pegas y nos alejamos de allí reculando y sin quitarle la vista de encima, agitando los dedos en un gesto obsceno. Yo me consideraba vengado. Hand, en cambio, no. Me encontraba ya en la puerta de embarque cuando él se volvió con paso decidido hacia la ventanilla.

—¡Mala persona! —le espetó.

El hombre le miró sin inmutarse.

—¡Venimos aquí a regalar dinero a su gente y usted se empeña en impedírnoslo! ¡Venga a poner trabas! ¡En todas partes hay gente como usted! Gente que solo sabe incordiar. ¡Pejigueras! ¡Que es usted un pejigueras!

Todo el mundo nos miraba.

—¿Ha visto lo que le ha pasado a mi amigo? —Me señalaba a mí—. ¡Por su culpa caerse de carro! ¡Todo su culpa! ¡Culpa todo en el mundo gente como usted!

El hombre permanecía impertérrito. Eso sacaba a Hand de sus casillas.

—¿Sabe qué hacer con gente como usted en Biblia? ¡Echarlos fuera! ¡Fuera del Arca de Noé! ¡Fuera del templo a patadas! ¡Desheredados! ¿Ha leído usted los Evangelios, cacho bestia? ¿Acaso los ha leído?

Yo agarraba ya de Hand. Le tiré de la camiseta por la espalda y por fin se dio la vuelta y se acomodó a mi paso.

—¡Hasta de la Biblia los echan! —gritó una vez más cuando ya salíamos por la puerta y entrábamos en la pista.

En la revista de a bordo había un reportaje sobre un individuo que estaba construyendo una avioneta monoplaza con la que trasladarse a su lugar de trabajo.

—¡Es la leche! —exclamé dirigiéndome a Hand—. ¿Has visto esto?

—Lo estaba leyendo ahora mismo. —Hand sostenía su propio ejemplar.

El invento consistía en un aeroplano de reducidas dimensiones, asequible y adecuado para todo tipo de viajes y usuarios. Un monoplaza preparado para realizar desplazamientos a cualquier lugar del mundo; o casi, pues quedaban ciertos detalles por perfeccionar todavía. Se diría la panacea para todos los males, los míos sobre todo. Un avión sin restricciones, que no tuviera que esperar a nadie ni depender de nadie. Creí perder el sentido. El único inconveniente eran los plazos. El inventor llevaba cerca de veinte años trabajando en el proyecto y disponía ya de un prototipo —ofrecía un magnífico aspecto; había fotografías y todo—, pero, según decían, en el mejor de los casos pasarían seguramente otros veinte años antes de que el avión pudiera comercializarse, y otros diez más hasta formar parte de nuestra vida cotidiana. Para entonces yo rondaría ya los cincuenta o estaría muerto, que sería lo más probable. Además, el avión, como cualquier idea fantástica, cualquier idea fantástica concebida y elaborada por un único individuo, contaba con legiones de detractores. ¿Para qué, se preguntaban estos, diseñar una máquina perfecta capaz de realizar todo tipo de desplazamientos, pero con cabida para una persona únicamente?

Hand dejó caer la revista sobre sus rodillas.

—Parecías una ardilla voladora —observó, vuelto hacia mí—. Tendrías que haberte visto. Con las manos extendidas y la camiseta que parecía hinchada por el viento, como si te saliera joroba o algo así, como una vela. Y luego vas y no te puedes agarrar al carro. Te diste contra él y saliste rebotado.

Al llegar a Heathrow fuimos derechos al mostrador de información. Una señora de edad mediana, pelo rizado y cobrizo, y semblante hastiado pero risueño de profesora de secundaria a un año de la jubilación, nos preguntó en qué podía servirnos. Deseábamos recabar información sobre vuelos con salida dentro de las dos horas siguientes con rumbo a algún país de Europa del Este que no exigiera visado de entrada.

Al menos no se rió de nosotros. Vamos a ver, dijo, sacando de debajo del mostrador un pesado mamotreto, una especie de listín de teléfonos con información exhaustiva sobre los requisitos de entrada en todo país del planeta. Le sonreímos, sonreímos entre nosotros. Qué mujer, eso era eficiencia. Pensé en posibles obsequios que enviarle por correo cuando regresara a casa. Era un placer encontrarse en Londres entre gente así, en un aeropuerto tan espacioso y tan vibrante, lleno de exóticos seres futuristas vestidos con ropas tan elegantes, sobrias y comedidas, que caminaban con paso resuelto, a zancadas incluso, seguros del amor que despertaban.

Bielorrusia no exigía visado. Y tampoco Kazajstán. Había un vuelo a Moscú, pero el visado se demoraría un mínimo de dos días, aventuró la señora mordiéndose la mejilla por dentro. ¿Por qué Europa del Este?, preguntó. No lo sabíamos. Queríamos pasar frío. Solo por un día o dos, aclaró Hand.

—Un día o dos —repitió ella, bajando los ojos y buscando por encima de sus gafitas entre las dichosas páginas ennegrecidas de su listín universal—. ¿Estonia? —preguntó al cabo—. No exigen visado.

Hand dio una palmada en el mostrador. Temí que prorrumpiera en exclamaciones de alegría.

—¡Estonia! —exclamó.

Calma.

—Entonces, ¿hay vuelos a Estonia? —pregunté.

La señora consultó su pantalla. En efecto, un vuelo de FinnAir que salía al cabo de dos horas, rumbo a Tallin, la capital, vía Helsinki. Toda la información del planeta estaba en sus manos.

—¿Nos haría el honor de acompañarnos? —le preguntó Hand.

Ella se echó a reír, nerviosa, y posó la yema de los dedos sobre su mano. Nos despedimos y poco más tarde caímos rendidos de nuevo a los pies de la joven que atendía la oficina de cambio de moneda, que canjeó mis cheques de viajero, previa estampación de firma, ris, ras, otras doce veces —mío, mío, mío, mío, mío, mío, mío, mío, mío, mío, mío, mío—, y quien, no disponiendo de divisas estonias, nos ofreció libras esterlinas y marcos alemanes, monedas ambas aceptadas en Tallin, que la pecosa joven de rostro hinchado como una vela al viento contó y volvió a contar una y otra vez.

Compré una guía sobre Estonia y Letonia, unos caramelos de menta, chicles y unas pilas que pagué a un esbelto cajero paquistaní —o esa fue mi impresión, aunque ya sé que está feo hacer elucubraciones— que sonrió a Hand de manera tan enigmática como desmedida, y luego cenamos en un bar irlandés atendido por personal internacional —jefe de camareros holandés, ayudante sueco, encargado de la barra coreano (a todos les preguntamos su nacionalidad)— y, aunque dos de los empleados nos trataron fatal, no importó, pues en nuestra guía se decía que Estonia era un país repleto de maravillas de la naturaleza y que Tallin estaba considerada como el brillante en bruto de Europa del Este…

—Aquí dice que es como una zona residencial de Helsinki —explicó Hand.

—Entonces no debe de ser pobre.

—No. Dice que allí todos tienen móvil.

—Hostia —exclamé—. Pues tenemos que salir de la ciudad. Buscaremos fuera.

—Jo —dijo Hand, rascándose las costillas mientras continuaba leyendo—. Yo me lo imaginaba como Sarajevo o algo así, lleno de casas desmoronadas e impactos de misiles.

El pasaje estaba constituido en su totalidad por ejecutivos de raza blanca menores de cuarenta años, como si fuera un club de jóvenes empresarios escandinavos. Hand y yo viajamos en la cola, leyendo la prensa sensacionalista británica, sus páginas llenas de sangre, estupor, mojigatería y sandeces. Hand se prestó a ayudar a la azafata a bajar una miniaspiradora del compartimiento sobre nuestras cabezas, y como premio nos agasajaron con vino gratis durante todo el trayecto.

Brindamos por nosotros mismos repetidas veces y a medianoche, llegados al sepulcral e impoluto aeropuerto de Helsinki, vagabundeamos borrachos ante las tiendas de cromo bruñido, cerradas horas atrás, mientras los empleados del aeropuerto nos adelantaban deslizándose en sus brillantes patinetes —«¡No jodas!» «¡Venga ya!»— metálicos y plegables. Cuarenta minutos de vuelo más tarde, aterrizamos en Tallin, cruzamos la aduana, nos sacudió con violencia el gélido y cortante aire de la ciudad y entramos en un taxi cuyo conductor, con su primoroso corte de pelo y sus carnosos mofletes, nos recordó al encargado de nuestra piscina municipal, el exhibicionista señor Einhorn, que, según decían, solía mostrar sus vergüenzas no ante los chavales sino ante sus abuelas, una de las cuales al fin puso reparos. El taxista se dirigió a nosotros en jovial inglés y nos condujo al único local donde encontraríamos a alguien despierto a esas horas.

Era la una de la noche y estaba oscuro como boca de lobo. Estábamos cerca del círculo polar pero no veíamos nada. ¿O no lo estábamos? Yo creía que sí. Circulábamos por una carretera entre unos edificios muy parecidos a los de Chicago. Quizá habíamos regresado a Estados Unidos. En la oscuridad el parecido era grande. Soplaba un aire semejante, un aire nocturno que cortaba la respiración. El paisaje estaba bañado por una aguada negruzca desde la cual las farolas observaban con opaca intensidad. Por un fugaz instante fantaseé con que aquello era la Luna, y las viviendas, laboratorios para astronautas en viaje de reconocimiento. Estonia bien podía ser la Luna, decidí; figuraba entre los diez o doce países que jamás se me había ocurrido visitar y no conocía a nadie que lo hubiera hecho y, sin embargo, de pronto se nos antojó el lugar perfecto…

—Siempre he pensado que Estonia era el país más interesante del Báltico —anunció Hand.

—¿Cómo? —salté.

Hand se inclinó hacia el taxista y dijo alzando la voz:

—¡Yo siempre pensar que Estonia ser el mejor del Báltico!

—Gracias —repuso el taxista volviéndose para observar a Hand—. ¿Son de Estados Unidos?

—De Marruecos —respondió Hand.

—¡No! —exclamó el taxista volviéndose de nuevo.

—¡Hoy somos de Marruecos! —aclaró Hand—. ¡Mañana de Estonia!

Los dos rieron. ¿De dónde sacaba Hand esos rollos?

La primera impresión que recibimos de Tallin fue la de una ciudad vetusta y sombría, pero por el camino no había gran cosa que ver. Llegamos al hotel Metropol, dejamos el equipaje en la habitación, sencilla pero limpia, y luego nos dejamos caer por el bar, que funcionaba también o ante todo como casino, decorado en burdeos y verde brillante, y con todas sus mesas, unas siete en total más la del fondo, ocupadas. Tomamos una cerveza tostada en la barra, mientras Hand no quitaba ojo a los desvergonzados implantes de la escotada camarera, una rubia de tez blanca y facciones angulosas con semblante de contumaz animadversión, que nos servía las copas.

—Bueno —dijo Hand—, ya estamos en Estonia.

—En un casino de Tallin.

Yo estaba exhausto. «Deberías acostarte y levantarte temprano.» Ese no es el plan. «Da lo mismo una cosa que la otra.» No se le saca tanto jugo. Nos acostamos cuando nos caemos de sueño, cuando ya no podemos dar un paso más. «Eso son chiquilladas.» Pues a nosotros nos va de maravilla. «Creéis que así avanzáis, pero mantenerse despierto no significa avanzar.» Con la ilusión nos basta.

Junto a nosotros, un tipo fondón y postinero, con un pañuelo de seda asomando por el bolsillo del traje, charlaba con una chica vestida de terciopelo azul. Por detrás de ellos, dos hombres con el abrigo puesto vinieron hacia nosotros bordeando la barra.

Uno era alto, corpulento, y sudaba profusamente, agobiado por el peso del abrigo, de los michelines y de un corazón pequeño y demasiado castigado. El más bajo era enjuto y nervudo, de rasgos afilados, como el bajista de una banda militar británica. Preguntaron por nuestra nacionalidad. Estadounidenses, contestamos. El grandote se acercó bamboleante a mí, la saliva espumeando en las comisuras de los labios, los ojos desenfocados, como a punto de decir algo.

No llegó a decir nada. Se le quitaron las ganas y se volvió hacia el individuo del pañuelo de seda que acompañaba a la zanquilarga jovencita y le hizo una pregunta en estonio. El del pañuelo contestó algo inaudible que fue recibido por el grandullón con un golpe de tacón y un sonoro Heil Hitler!

Todas las miradas se volvieron enseguida hacia nosotros, hacia la barra en general. ¿Que si había oído la frase con anterioridad? Pues no, a decir verdad, en persona, no. Pero como el grandullón se encontraba justo al lado, y acabábamos de llegar al bar, parecía que íbamos con él. Que éramos responsables en cierto modo, cómplices.

Retrocedí y sonreí a modo de disculpa ante la clientela, mientras Hand decía «Epa, epa» al grandullón, que le agarró la cerveza, se pimpló un tercio y se la devolvió. Después se dirigió al del pañuelo de seda, repitió el saludo nazi y el Heil Hitler! y, acto seguido, desapareció acompañado por el bajista. A todas luces, parte del subtexto me era completamente ajena. ¿Los nazis habían llegado hasta aquellas latitudes? ¿Por qué no me había enterado? Había tantas cosas que la biografía de Gilbert sobre Churchill no mencionaba, tanto que había que resumir. El desembarco en Normandía, fundamental en la visión estadounidense de aquella guerra, lo resume en una o dos páginas. A Hiroshima le dedica un párrafo, a Nagasaki una frase. Éramos unos ignorantes; qué fortuitas y enojosas nuestras lagunas de conocimiento. Más que lagunas eran socavones, susceptibles de reparación, pero que se multiplicaban sin pauta ni comedimiento. Por lo demás, aun sabiendo algo, aun habiendo leído algo sobre la materia y contar con alguna que otra certeza, nunca alcanzaríamos a saber la verdad, ni siquiera de lejos. Porque la verdad solo puede conocerse de primera mano. Lo demás son historias nada más, entretenidas tal vez pero, al fin y al cabo, fabulaciones, no la realidad.

Hand jugó una partida de póquer mientras atábamos cabos. El del pañuelo de seda seguramente era alemán, y quizá los estonios continuaran resentidos por el papel de Alemania en la invasión soviética. Hand estaba convencido de que Alemania había tomado Estonia —Letonia sin duda—, lo que ya era motivo suficiente. Conformes con tal explicación, me dispuse a observar a Hand y vi cómo perdía cien dólares de mi propiedad. Me desconcertó esa pérdida. El destino del dinero cada vez parecía menos claro. ¿De cuánto nos habíamos desprendido ya? Quién sabía. Parecía mucho, pero no debía de pasar de siete mil quinientos dólares. Quedaba mucho camino por delante. Y solo tres días, o incluso menos, sesenta horas. ¿Cómo nos las íbamos a ingeniar? ¿A quién se lo daríamos? ¿Qué pretendíamos, dárselo a los necesitados o deshacernos de él simplemente? Para mí la respuesta era evidente, pero a Hand había que recordárselo. ¿No lo habíamos discutido ya, el otro día en Marrakech? Se aprende tanto como se olvida. Uno casi nunca aprende nada para siempre. En ese instante Hand parecía empeñado en perder en el juego. Si lo perdíamos todo, como fácilmente podía ocurrir, ¿nos sentiríamos más libres? En cierto modo, sí seguro que sí, pero…

—Vámonos —indiqué.

Los crupiers, que igualaban en número a los jugadores, vigilaban con atención el juego y tamborileaban suavemente con los dedos sobre tapetes, cuero y paredes burdeos.

—Bueno —dijo Hand, dispuesto a levantarse de inmediato. Mi vago temor a que fuera un ludópata en potencia se disipó al instante. Entrábamos de nuevo en acción.

Salimos a la calle y el viento nos azotó el rostro al descubierto; pedimos al taxista, el mismo de antes, que seguía en su Mercedes leyendo a Günter Grass —extraño déjà vu—, que nos condujera al casco antiguo, al centro histórico, y él encendió el motor al tiempo que nos advertía que no encontraríamos nada abierto.

Ya eran las dos de la madrugada del domingo y estaba todo muerto. Habíamos desperdiciado el día viajando. Sin hacer nada.

El taxista nos paseó por al casco antiguo y recorrimos sus calles empedradas con las ventanillas abiertas, mientras él nos iba señalando distintos puntos de interés: iglesias, lugares de culto, a buen seguro con más antigüedad todos ellos que las playas de nuestro país. Yo bostezaba, los ojos me lloraban azotados por el gélido aire, cuando por fin estacionó ante un pequeño letrero con la silueta de un sinuoso desnudo femenino.

Hand lo señaló.

—Tenemos que entrar ahí. ¿Estará abierto?

El taxista aseguró que era el único local de Tallin que permanecía abierto a las dos de la madrugada de un domingo. ¿Queríamos de verdad entrar en otro club de alterne? «No hay ningún otro local abierto.» Pero ya hemos frecuentado bastantes tugurios en este viaje. «Ya lo sé.» Atraviesas el mapa de punta a punta y en todas partes encuentras los mismos locales con las mismas criaturas haciéndose pasar por gente adulta. «No tenemos otra opción. Necesitamos una comunión de almas y solo aquí las encontraremos despiertas.»

Pagamos al conductor, bajamos por un estrecho callejón, franqueamos un arqueado portón medieval de madera y descendimos. Recorrimos un pasillo de techo bajo y descendimos de nuevo hasta llegar a una puerta doble de vaivén que se abrió a una especie de guarida subterránea, sótano de una antigua mansión que a buen seguro en otros tiempos sería mazmorra o cripta del edificio, destinada una mitad a almacén de grano, la otra, a torturas. Vimos dos mesitas en un rincón, con sendos hombres trajeados sentados a ellas, solos los dos, y frente a nosotros, al otro lado de una columna de plástico transparente, en cuyo líquido burbujeante e iluminado de verde flotaban multitud de falsos peces de colores que saltaban arriba y abajo, una mujer con la piel lustrada, el pecho al descubierto y unas botas al estilo Barbarella giraba desenfrenada alrededor de una refulgente barra dorada.

Tomamos asiento en un reservado, en torno a una mesa metálica.

Pedimos unas copas y contemplamos a la bailarina. Era una chica alta, de pelo cobrizo, tez de porcelana y ojos azules. No bailaba de maravilla, pero sacaba mucho partido a la barra.

—Siempre con las mismas barras —observó Hand.

Las bailarinas disfrutan mucho girando y retorciéndose en torno a ellas, aunque, la verdad, a veces exageran las contorsiones y en general verlas me deja frío. Ahora se enroscan boca abajo en la barra, luego se retuercen, se aplastan, trepan por ella. La cosa tiene su gracia, sí, no está mal, pero no entiendo por qué tienen que polarizar toda la atención.

«—Hand, no vamos a aprender nada de esta gente.

»—Quizá, pero están despiertos y nosotros también. Con eso basta.»

Tal vez me habría gustado disponer de barra propia. Esas chicas realizaban verdaderas acrobacias, pero siempre con la barra como sostén y punto de apoyo. Yo no disponía de nada por el estilo. ¿Lograría hacer más y mejores cosas en la vida si contara con una barra así? ¿Dónde estaban mi sostén y apoyo?

Terminado el numerito, mientras Hand iba a por unas copas, la bailarina se acercó a mí. La misma persona que segundos antes se contoneaba sobre la exigua tarima, con sus botas de Barbarella enroscadas a la barra, de pronto estaba encima de mí, en el banco tapizado, su rodilla contra mi muslo, despidiendo calor y olor a ajo, y a champú con fuerte perfume a fresas, su larga melena cosquilleándome la nariz. La chica me acariciaba el mentón y chasqueaba la lengua mientras pasaba revista a los múltiples daños y desperfectos de mi rostro, y yo sonreía por educación, presa del estupor.

Se llamaba Olga. Era rusa, pero quería emigrar a Suecia, donde se ganaría mejor la vida.

—Esta noche es la última que paso aquí —anunció. Después se iría allí a trabajar como camarera. Le pregunté si conocía el oficio. Dijo que no.

«—Es mentira que te vas a Suecia mañana.

»—Ya.

»—Lo que pretendes es que te demos más propina de la cuenta para ayudarte a pagar el viaje.

»—Sí.

»—Pero no tienes ninguna intención de irte.

»—Nunca se sabe.

»—No me explico cómo has acabado en un sitio como este.

»—Tú y yo no somos tan distintos como piensas.»

Tenía una sonrisa dentuda y cordial. Me recordaba a una vecina del barrio, Angela Tomaso. Por un segundo pensé que podía ser ella. No era tan descabellado. ¿Quién me decía a mí que Angela Tomaso no había terminado en Estonia? Hacía dieciséis años que no la veía, desde el verano en que su hermano…

No; no era Angela Tomaso. La bailarina me miró risueña a la cara y volvió la vista. Hand estaba de vuelta… ¿Y las copas? Se le habían olvidado, y la chica ya estaba encima de él, y sin tantos miramientos como en mi caso. Parecía que de verdad le gustaba Hand. Lo prefería a mí. Aun tratándose de una transacción de esa índole, era libre de elegir a quien quisiera. Hand sonreía ufano. En toda obra de caridad hay implícita una elección. Mi mente continuaba conversando con Olga.

«—Creo que Hand te gusta de verdad.

»—Es imposible estar siempre fingiendo.»

Se había sentado a horcajadas sobre él, una mano entre sus muslos, la otra acariciándole el pelo.

«—Estoy de acuerdo, Olga. Hay cosas que no se pueden fingir.

»—Sí, es imposible. Tengo un corazón fuera de lo común, exuberante, por eso me tienes aquí. Mi corazón sufre una serie de erupciones por noche, sin que yo pueda hacer nada por evitarlo. Sé que es un modo extraño de expresarlo, pero siento verdadero afecto por tu amigo, y también por ti. En tu caso es algo más general, como si te viera desde arriba, con buenos ojos, eso desde luego, pero como si formaras parte de un paisaje que amo, un paisaje humano. Hacia tu amigo, en cambio, siento algo más particular. Es su olor, el grosor de su cuello…

»—Vale. Déjalo ahí.»

Hand llevó la mano al calcetín y sacó… ¿qué? Ah, ya, dinero.

«—¿Ves como somos iguales? Tú y yo somos iguales, Will. Reaccionamos incluso ante desconocidos. No podemos pasar de largo ante la gente sin al menos amagar un saludo. Las groserías y la falta de concordia nos hacen polvo. Somos incapaces de aceptar las limitaciones de las relaciones humanas, con sus ocasionales distanciamientos, sus tapujos y circunspecciones. ¡Nuestro corazón tira de la correa, Will!»

Olga regresó a la pista de baile tan de súbito como había venido y continuó girando enroscada a la refulgente barra dorada. Tal vez aquella práctica tuviera sus adeptos; tal vez fuera yo quien se perdía algo. Eché un vistazo al respetable, convencido de que mis ojos toparían con algún incondicional sonriendo de oreja a oreja, aplaudiendo a rabiar, entusiasmado con la barra. Pero no lo encontré.

Cuando Olga terminó su número, se acercó de nuevo a nosotros, pidió permiso para tomar asiento, insinuó a Hand que la invitara a una copa, insinuación que él obedeció, y al poco la teníamos sentada junto a él, sus largos dedos moviéndose despacio, como patas de araña, por el breñal que se extendía desde la nuca hasta la coronilla de Hand.

Otra chica ocupó su lugar en la pista. Una rubia platino, con más carnes y más curvas. Me erguí en el asiento. La observé un rato preguntándome qué pintábamos en aquel tugurio y si sería oportuno dejar solos a mis compañeros de mesa. Olga hundía la nariz en el cuello de Hand. Se apartó con un respingo y lo miró de frente.

—Hueles a… —dijo agitando las manos como si fueran aspas.

—¿A qué? —quiso saber Hand.

—A calle —respondió Olga, y se lanzó a mordisquearle la oreja.

La nueva bailarina no estaba cómoda en la pista. Miró hacia nuestro reservado y me dirigió la mejor de sus espeluznantes sonrisas; me dio la impresión de que le faltaban los dientes de abajo, si eso era posible. Hand y Olga hablaban de la televisión de Estonia.

—Ayer noche —decía ella— veo en televisión donde osos y perros luchar.

Hand ladeó la cabeza.

—¿Te refieres a un documental? ¿En la naturaleza?

—No, en escenario. Como circo. Un show. El oso con cadenas, como policía. —Unió las muñecas imitando unas esposas—. Los perros atacan oso.

—¿Qué? ¿En serio? ¿A un oso? —Hand quería más detalles.

—¡Sí, sí! ¡Encima oso!

—¿Y el oso no les mordió o clavó las garras? Un oso es capaz de matar a un perro sin mayor problema.

—No, no. Al oso arrancan colmillos. Y garras.

—¿Cómo? —Hand estaba horrorizado.

Recordé haber visto algo parecido en algún grabado.

—Era costumbre en la Inglaterra medieval —expliqué, sin saber si me atendían—. Lo he visto en alguna parte. En un grabado. Azuzaban a los perros contra los osos.

Hand me miró impasible. Luego se volvió hacia Olga.

—¿Les arrancan los colmillos? ¿De veras?

Olga lo miraba con lágrimas en los ojos. Se había emocionado hablando del pobre oso. Pidió otra copa.

—Qué espanto —exclamó Hand—. ¿Qué pasa?, ¿es un deporte nacional o qué?

Olga asintió con aire circunspecto. Ambos continuaron charlando hasta la saciedad; cualquiera se habría aburrido, menos Hand, capaz de entrar de tapadillo en un congreso de epidemiología, como había hecho en Indianápolis no hacía mucho. En la pista ya nadie bailaba. Una gran pantalla de televisión cobró vida y en ella se proyectó una película con el rapero negro LL Cool J y unos aberrantes tiburones con cerebro hiperdesarrollado que devoraban a los científicos encargados de alterarlos genéticamente.

Al cabo de un rato, vino hacia nosotros otra mujer, vestida con traje de ejecutiva, y nos preguntó si alguno deseaba que Olga le diera un masaje o bailara con él en privado. Olga asintió por Hand y él se levantó enseguida…

—Será un segundo. ¿Vale?

—Por mí, tranquilo —repuse.

… y desapareció con ella. Otra chica, que un minuto antes servía las copas en la barra, entró en la pista y comenzó a frotarse el trasero contra la dorada barra vertical. Me fijé en el teléfono público junto al bar y decidí hacer una llamada a mi madre.

—¿Dónde dices que estás? —preguntó—. No oigo nada.

Me tapé con un dedo la oreja libre.

—En un bar de Estonia. ¿Qué hora es ahí?

—Las tres. Estoy tiñendo una banqueta.

—¿Que estás qué?

—Una banqueta.

—¿Riñendo a una banqueta?

—Tiñendo. Tiñendo he dicho.

—¿En el garaje?

—Fuera…

—Procura ventil… Vaya.

La voz nos llegaba con demora y eso nos confundía. Esperábamos turno para hablar y acabábamos hablando los dos a la vez.

La bailarina tenía dos dedos metidos en la boca. Se aferraba a la barra con los tobillos, boca abajo. La posible connotación erótica de aquellas contorsiones cada vez resultaba más tenue y difusa. Volví la cara hacia el aparato para concentrarme.

—¿Dónde dices que estás? —preguntó mi madre, a voces casi.

—Estonia. Tallin.

Había que situárselo. Nadie sabe dónde está Tallin.

—Oye, hijo —continuó, sin el más mínimo interés por Tallin—, si hubieras roto algo me lo dirías, ¿verdad?

—¿Roto algo? ¿Como qué?

—Un plato, un vaso, cualquier cosa.

—No te entiendo.

—Ya sabes que a veces me da por andar descalza.

—Sí, claro. ¿Qué pasa? ¿Has pisado cristales? ¿De qué estás hablando?

—Me lo hubieras dicho, ¿verdad?

—Pues claro. Pero hace meses que no voy por tu casa, mamá.

«—¡Joder, mamá! ¿Qué pasa?»

—Solo quería asegurarme de que me lo habrías dicho. Esta mañana, cuando me levanté, me entró miedo de pasar y… encontrármelo todo lleno de cristales. Ya sabes que cuesta verlos en el suelo, Will.

—Sí, ya lo sé.

—No puedo vivir con cristales por todas partes, hijo. No soporto que haya cristales en el suelo.

«—No, por lo que más quieras, todavía no, mamá. Espera unos años. Te lo suplico. Espera otros cinco años.»

—Te entiendo.

—¿Y por qué Estonia?

—Yo qué sé. No exigían visado.

—Yo una vez estuve a punto de ir a Dinamarca.

—¿Cuándo?

—Con tu padre, claro está. Pensamos pasar la luna de miel allí. Con todos los tulipanes.

—Ah. —Me dolía cuando mencionaba a mi padre sin malicia.

—¡Fuera! —gritó de pronto.

—¿Qué?

—Es el perro de los vecinos. Se estaba frotando contra mi banqueta.

«—Mamá, contrólate.»

—Hijo.

—¿Qué?

—Tendrás prisa.

—No, ninguna.

—Yo sí.

—Tendrías que ver este sitio, mamá. Hay unas peceras altísimas llenas de peces de pega que suben disparados entre burbujas. Como las pavesas de una fogata. O como cuando quemas un periódico y sube flotando como si no pesara nada.

—Will.

—Bueno, las pavesas también flotan. ¿Te acuerdas de cuando fuimos al río Wolf para mi cumpleaños? ¿Lo recuerdas? En el camino encontramos una tumba abierta de mentirijillas, con la mortaja sobre el cuerpo y todo. Con aquella mancha de sangre en medio…

—Tengo que irme. Que disfrutes con el striptease.

Fue ella quien se empeñó en que fuéramos a Great America. Apenas habían transcurrido tres años de aquello; corría un junio que nos tenía a todos maravillados —el cielo muy azul y despejado, el inusitado verdor y las tonalidades abisales de la vegetación tras las intensas lluvias de mayo— y muchos habíamos regresado a casa para asistir a una boda, la de Teddy, un amigo del instituto, que se casaba con una mujer siete años mayor que él y diez kilos más gorda, que daría mucho que hablar antes y durante la boda, sobre todo después de que se la viera fumar como un carretero durante el banquete y los consabidos discursos posteriores. Mi madre se empeñó en que fuéramos a Great America los cuatro: Jack, Hand, ella y yo. Con veinticuatro o veinticinco años como teníamos, pasamos el día en un parque de atracciones con mi madre —ah, joder, olvidaba que Pilar también estaba, no sé por qué— y dejamos que ella nos lo pagara todo y decidiera en qué atracciones montábamos. Ese fue el día en que los tres se subieron al diablo —yo me negaba a que me dieran la vuelta, el olor de la barra de acero contra el pecho me traía a la memoria pasados accidentes de bicicleta, así que me quedé en tierra mirando—, y luego los vi venir hacia mí cogidos del brazo, y casi de las piernas, muy juntos los tres. Me pareció ridículo a la vez que vergonzoso, y simpático a la vez que ridículo. Ese fue también el día en que Hand, mientras daba cuenta de unas patatas fritas con mayonesa, puso en nuestro conocimiento que para él una buena cagada era mejor que un mal polvo, afirmación que enseguida corroboró mi madre, lo que hizo que Jack se desternillara de risa. Y ese fue también el día en que Jack aseguró que no le importaría seguir en el mismo empleo, y en el mismo puesto que entonces ocupaba, otros «veinte o treinta años más». No aspiraba a más. Cuando terminó de contarnos lo mucho que disfrutaba con su trabajo, todos enmudecimos. Abandonamos el parque de atracciones a las seis de la tarde, dando por terminado el día, pero este volvió a empezar en cuanto descubrimos que mi madre había dejado las luces del coche encendidas. Había puesto los faros por la mañana porque estaba nublado y se había quedado sin batería, así que fue como el comienzo de un nuevo día.

Echamos una partida de backgammon sobre el capó mientras esperábamos al servicio de asistencia en carretera y, una vez listo el coche, el día concluyó, para volver a empezar cuando paramos a cenar y al salir del restaurante no conseguimos arrancar el coche. Llamamos de nuevo al servicio de asistencia en carretera, pero esa vez esperamos dentro del local, en la barra —era la primera vez que me tomaba una copa en presencia de mi madre—, y Jack y Hand se comportaron como si fuera lo más natural, mira qué bien; si tenía que ocurrir algún día, mejor en aquel bar que en el sótano de Hand, donde nos poníamos ciegos de latas de cervezas antes de salir a birlar el Cabriolet de Melinda Aghani. No obstante, compartir copas con mi madre y mis amigos era para mí como un choque interplanetario, me sentía completamente fuera de lugar. Jack nos explicó la historia de cuando su hermana Molly tenía trece años y juró que no se acostaría con un hombre en su vida, ni loca. ¿Por qué? «Porque ya sabes lo que hace que el pene se ponga así de erecto. ¡La sangre! ¡Imagínate, un pene lleno de sangre!» Jack imitó la voz de su hermana a la perfección, sus estridentes agudos, su indignación de matrona ofendida. Mi madre disfrutó de lo lindo, y no solo porque Molly no era santo de su devoción —no lo era de ninguno—, sino porque tanto Jack como Hand, a sabiendas de que le gustaba que la trataran sin deferencias, hablaron sin pelos en la lengua. Mi madre entonces llevaba el pelo muy corto. Como muchas de sus amigas, se lo había cortado conforme a su edad, al estilo Liza Minelli, pegadito y con los caracolillos lamiéndole las sienes. Para mi gusto le daba un aspecto un tanto vehemente, le agrandaba los ojos y endurecía sus pómulos. Cuánto disfrutó aquel día y qué pocas ganas tenía de que llegaran los de asistencia en carretera y hubiera que salir del bar. Escuchó embelesada la anécdota de Hand, cuando tenía siete años y al morírsele el gato lo escondió en su habitación para que no lo enterraran. La idea de sepultarlo le horrorizaba, de modo que guardó al animalito en una caja vieja de Lego y luego, al ver que era devorado por las hormigas, rajó la barriga a un oso de peluche que tenía, metió dentro el cuerpo rígido del gato, ya medio putrefacto, y lo dejó sobre la cómoda de su dormitorio hasta que el olor —era agosto— se hizo tan pestilente que acabó por descubrirse el pastel. Mi madre escuchaba la historia con ojos tan abiertos y fulgurantes que, con aquel corte de pelo, parecía haber perdido la chaveta. No regresamos a casa hasta las doce y ella se pasó la noche en vela hablando por teléfono con Cathy Wambat, en Hawai, explicándole la jornada con todo lujo de detalle, y me desveló con sus esporádicas risotadas, aunque eso nunca llegaría a decírselo.

Hand estaba de vuelta, con aspecto alicaído. Y Olga tras él, cariacontecida.

—Mejor que nos vayamos —dijo Hand.

—Bueno.

—Bien —dijo tímidamente dirigiéndose a Olga—. Tengo una cita importante de buena mañana. En los juzgados. Un juicio importante. Convendría que echara una cabezada al menos. Deséame suerte.

¿Cabezada? ¿Juzgados? ¿Juicios?

—Buena suerte —dijo Olga.

Le di cien dólares y pagué las consumiciones, unos seis dólares cada una.

Una vez en la calle, mientras caminábamos por el callejón adoquinado, azotados por el violento y gélido frío, Hand se disculpó por la demora. Le dije que no se preocupara. No obstante, era evidente que le interesaba más la cuestión del oso y los perros que Olga.

—¿No te parece increíble? ¿Puedes creerte que le arranquen los colmillos al oso?

Íbamos hacia el hotel a paso ligero.

—¿Qué tal el masaje? ¿Ha estado bien? —pregunté.

—Ha bailado para mí.

—¿A horcajadas sobre ti?

—Algo por el estilo —respondió—. Aquí te meten en una habitación de esas como los sótanos de los años setenta. Con sus luces azules, sus muebles a módulos y sus CD. Te dejan que escojas tú la música.

—¿Y?

—Se ha puesto a bailar. Qué mal baila, la pobre, y qué tímida se ha vuelto a solas.

—¿Te ha tocado?

Oh, Charlotte, hubo momentos, amiga mía, cuando estábamos juntos en la cama, en los que me parecía comprenderlo todo, te veía a ti, toda tu persona, tu carne voluptuosa, la generosidad de tus curvas, tan disparatadas, y me descubría mirándote con los ojos de cuando tenía dieciséis años. El muchacho que yo era entonces asomaba por aquel cuerpo diez años mayor y decía «¡Qué pasada, tío! ¡Qué pasada!». Y tú, allí tendida, tan serena y tan risueña. Era esa serenidad lo que más me gustaba de ti, Charlotte, la razón por la que me gustaba tanto estar contigo, pasar una tarde juntos viendo tranquilamente algún concurso en la tele —no se te escapaba nada, a todo le sacabas punta—. ¡Cómo nos reíamos en la cama! Cuando uno se ríe en la cama, lo demás debería ir sobre ruedas…

—No mucho. Me ha quitado la camiseta y me ha acariciado el pecho un rato. Yo me he quedado allí sentado. Ella se reía, y yo con ella. No entiendo que la gente se tome este rollo en serio. Es que no me imagino diciendo: «¡De puta madre, chati, sigue! ¡Baila para mí!». Me parece una situación de lo más ridícula. Como eso de que te canten un telegrama.

Caminábamos en dirección al hotel, dispuestos a coger un taxi, si a esas horas circulaba alguno.

—Tengo que informarme sobre los osos, eso sí. Es que me tiene alucinado —añadió Hand. Yo ya sabía que no se le iba a quitar de la cabeza así como así.

—Sí, qué se le va a hacer. Hay gente a la que le van esas cosas.

—Supongo. Sí. Satisface un deseo humano primario, ¿no? Ver un oso, tan grande y tan impresionante, sometido a un animalucho más pequeño, ¿no? A la gente le vuelven loca esas cosas. Pensarán: «Ahora se va a enterar ese oso».

—Claro.

—Pero para vencer al oso tienen que hacer trampa, ¿no? Lo linchan entre todos. Lo debilitan atacándole uno tras otro. Le arrancan los colmillos y las garras, lo atan con cadenas y luego se arrojan sobre él. Es una vergüenza. ¿Quién iba a enfrentarse a solas a un oso? Nadie.

—Un elefante —repuse.

—No.

—Los elefantes también tienen instintos asesinos. Lo he leído.

—Ya lo sé, pero no se dedican a matar osos. Si lo piensas bien, tiene gracia, porque, a la mayoría de los animales grandes, los chuchos, las ratas y esos bichos les importan una mierda. El oso está tan campante entretenido en sus cosas y, un buen día, vienen unos tíos a arrancarle los colmillos y a azuzar a unos perros contra él solo por divertirse. En España por lo visto drogan a los toros antes de matarlos.

—¿Qué? —Ya estaba cambiando de tema.

—¡Qué lástima! Los toros entran ya medio muertos en la plaza. A mí que no me digan que hay lidia justa contra esos animales. Además, ¿qué clase de psicópata, de desquiciado, de retrasado mental puede querer matar a tan majestuosas criaturas? Es que…

—No te estoy llevando la contraria. —Sentía los dedos entumecidos—. Hace muchísimo frío, Hand. ¿Por qué no seguimos andando?

Hand se había detenido en plena calle y gesticulaba aparatosamente. A mí me costaba concentrarme en la conversación. Sentía como si, en lugar de sangre, por mis venas corrieran cristales que me arañaban por dentro.

Echamos a correr en dirección al hotel y Hand continuó perorando, entre visibles exhalaciones de aire. Sentí una fuerte presión en el pecho, por dentro y por fuera, una presión intensa y acelerada. Como si me golpearan…

—Míralo de este modo —proseguía Hand—. ¿Cuánta gente hay que a lo largo de su vida haya presenciado un auténtico acto de violencia, en persona? Si eliminamos las peleas en el recreo, los típicos golpes con los palos y demás, creo que un porcentaje bastante reducido, ¿no? Pero fíjate que justo ahora, cuando el mundo empezaba a convertirse en un lugar cada vez más civilizado, van y nos atiborran a todos de violencia con la televisión y el cine. Joder, qué frío hace…

—No siento los tobillos.

—¿Los tobillos? ¿De veras?

—A veces me pasa. ¿Y si nos sentamos?

—¿Con este frío? Mejor que continuemos andando.

Algo golpeaba con contundencia en el interior de mi pecho, contra las costillas. Nunca me había sucedido antes.

—Tienes razón —convine. Seguimos camino. Yo estaba atento por si avistaba algún taxi en las inmediaciones del parque.

—¿Estás bien? —me preguntó Hand.

—¿Por qué?

—Porque te estás apretando la barriga. ¿Te ha sentado mal la cena?

—No, no. Estoy bien.

—¿Un retortijón?

—No.

Hand me miró con desconfianza.

—Si seguimos en esta dirección, enseguida llegamos. Ya diviso la iglesia que está junto al hotel.

—Me alegro —repuse—. Necesito tumbarme.

Dirigimos nuestros pasos hacia la aguja del campanario. Sentí una opresión extraña en la parte baja del pecho, como si me atenazaran, algo no experimentado hasta entonces. Empezaba a tomar verdadera conciencia del dolor cuando…

Me desplomé. Fui a caer junto a las patas de un banco en el extremo del parque, asaltado por un repentino sofoco. Sentía un gran acaloramiento, como si las múltiples ramas de una enredadera treparan a toda velocidad por mi torso y extremidades llenándome de calor, de un líquido que ardía en mis entrañas… soñé que escarbaba con la cara. Horadaba una tierra esponjosa y negra con la cabeza, y me abría paso retorciéndome y arañando, pero sin dedos. La tierra desprendía un agradable calor. Abrí los ojos y me encontré tumbado de espaldas.

¡Estaba nevando! Era una imagen bellísima. Nunca había visto copos tan grandes. Eran descomunales, grandes como pájaros, y caían en barrena sobre mí, pero a demasiada velocidad. Demasiada… como cargados de plomo, no de la forma caprichosa que solían. Bajaban rectos, como gotas de lluvia. Yo apenas podía respirar. Sentía los pulmones minúsculos, comprimidos, haciendo esfuerzos por coger aire. No debían de tener ni el tamaño de un pulgar. Se me cerraron los párpados y perdí de nuevo la conciencia. Me vi sentado a lomos de un dragón que arrasaba los bosques y los campos con sus llamaradas… o quizá el dragón fuera yo mismo. ¡Era el dragón! Volaba muy rápido, arrojaba fuego por la boca mientras me abatía sobre carreteras, sobre todos los asquerosos camiones… ¡Yo era el maldito dragón!