Hablaba por teléfono con Hand, uno de mis dos mejores amigos, el que aún vive, y con el que planeaba emprender un viaje. Por aquel entonces había días buenos, semanas buenas incluso, cuando tanto él como yo fingíamos que la existencia de Jack nos parecía admisible, que su vida, aun truncada, había tenido sentido. Aquel no era uno de esos días. Al otro lado del auricular Hand percibía mi deambular nervioso y comprendía sus motivos. Así solía moverme cuando pensaba o planeaba algo: me frotaba los nudillos, una mano contra la otra, hacía crujir las articulaciones de los dedos con suavidad, sin ritmo, y rondaba del lado oeste del piso, donde corría y descorría el cerrojo de la puerta de la calle, al lado este, a la puerta corredera de cristal que daba a la terraza trasera, me asomaba rápidamente y volvía a cerrar. Hand oía sin hacer comentarios el traqueteo de la puerta rodando una y otra vez por el riel. Era un viernes por la tarde de un día glacial, y yo llevaba puestos los pantalones del pijama nuevo de franela azul, que por aquel entonces acostumbraba vestir a todas horas, tanto dentro como fuera de casa. Un alocado pajarillo de feculento color revoloteó hasta el comedero colgado del balcón de la terraza y picoteó el inmundo alpiste que yo mismo, en un acto irreflexivo del que empezaba a arrepentirme, había vertido en su interior; a aquellas aves apenas les quedaban días de vida y no me apetecía lo más mínimo ver cómo echaban a volar, y tampoco ser testigo de su muerte. La calefacción no se repartía por el edificio de modo uniforme ni equitativo, y a mi piso, en la esquina superior izquierda de la fachada trasera, apenas si llegaba el calor y, cuando lo hacía, era a ráfagas. Jack había muerto cinco meses atrás, con veintiséis años, y Hand y yo planeábamos emprender un viaje. Dos semanas antes, me habían propinado una brutal paliza en un guardamuebles de Oconomowoc —a decir verdad, la tunda no había tenido que ver con Jack ni con nada, o tal vez sí, tal vez de forma indirecta fuera culpa de Jack, y muy directa de Hand— y deseábamos poner tierra por medio. Yo tenía la cara y la espalda cubiertas de costras, un abrupto chichón en forma de pera en la coronilla y una importante suma de dinero que repartir, por eso nos íbamos. En el interior de la iglesia en ruinas que entonces era mi cabeza revoloteaban bandadas de murciélagos; sin embargo, solo de pensar en el viaje saltaba de la pesadumbre a la euforia.

—¿Cuándo? —preguntó Hand.

—De hoy en una semana —respondí.

—¿El diecisiete?

—Sí.

—Este diecisiete.

—Exacto.

—Joder.

—¿Puedes cogerte la semana de vacaciones?

—No lo sé —respondió Hand—. ¿Me dejas que te haga una pregunta tonta?

—¿Qué?

—¿Por qué no en verano?

—Porque no.

—O el otoño que viene.

—Venga, hombre.

—¿Qué?

—Si vamos ahora, pago yo —respondí.

Sabía que Hand diría que sí; en los últimos cinco meses ninguno de los dos se había negado a nada. Nos habían encargado recados bien difíciles, pero los habíamos cumplido todos.

—Además, me debes una —agregué.

—¿Qué? Por lo de… Hay que joderse. Está bien, tú ganas.

—Así me gusta.

—¿Y por cuántos días dices? —preguntó.

—¿Cuántos podrías cogerte?

—Una semana, creo.

Sabía que aceptaría. Si no hubiese conseguido esa semana de permiso, habría renunciado a su empleo. Hand se ganaba la vida con un trabajo medianamente decente como jefe de seguridad en un casino junto al río, bajo el Gateway Arch, aunque hubo un tiempo, cuando estudiábamos en el instituto y Hand ostentaba el título de segundo mejor nadador de todo Wisconsin, en que él daba por sentado que la gloria le acompañaría de por vida. Nunca volvió a vérsele tan centrado como en aquella época, pero luego empezó a picar en toda una serie de trabajos aquí y allá y aprendió algo de sonido, otro poco de alarmas de coches, del mercado de futuros relacionados con la meteorología (no miento, pero es una larga historia), de carpintería (de hecho, un trabajillo al alimón conmigo: el porche de una enorme mansión, un caserón de ensueño en el lago Geneva); puestos de trabajo de los que él se despedía en cuanto dejaba de aprender o veía su dignidad comprometida en lo más mínimo. O al menos eso decía.

—Pues una semana, entonces. Habrá que aprovecharla al máximo.

Yo residía en Chicago y Hand en Saint Louis, aunque ambos éramos originarios de Milwaukee o alrededores. En esa ciudad nacimos, con tres meses de diferencia; y nuestros padres jugaron juntos al béisbol, antes de que el mío se fuera de casa la primera vez y al suyo le diera por tocar la batería y vestirse con chalecos de cuero. Pero de nuestros padres nunca hablábamos.

Telefoneamos a las compañías aéreas que ofrecían billetes sencillos sin restricciones de kilometraje ni límite de escalas. Tales billetes te permitían viajar a todos los países que desearas siempre que los vuelos se efectuaran en una única dirección; incluso se podía dar la vuelta al mundo. Por lo general sueles disponer de doce meses para completar el circuito, pero Hand y yo tendríamos que conformarnos con una semana. Los billetes costaban tres mil dólares cada uno, cantidad fuera del alcance de personas como nosotros en circunstancias normales, pero haría cosa de un año, de la forma más inopinada, había caído en mis manos una importante suma de dinero por la que me sentía tan agradecido como sumido en un mar de confusión. Una confusión total y absoluta. Aunque en breve iba a desprenderme de aquel dinero, o de gran parte de él, convencido de que con esa purga vendría la claridad de juicio y de que el mejor modo de llevarla a cabo era un viaje relámpago alrededor del globo; dicho sea de paso, no sé qué me llevaría a asociar una cosa con otra. El caso es que calculamos poder dar la vuelta completa en una semana, saliendo desde Chicago, desde donde volaríamos primero, a ser posible, a Saskatchewan, luego a Mongolia, Yemen, Ruanda, Madagascar —estos dos últimos países quizá intercambiados—, y después Siberia, Groenlandia y vuelta a casa.

—Qué bien lo vamos a pasar —dijo Hand.

—De verdad.

—¿Cuánto dices que te quieres quitar de encima?

—Unos treinta y ocho mil dólares.

—¿Incluidos billetes de avión?

—Sí.

—O sea que en total soltaremos unos… ¿treinta y dos mil?

—Más o menos —respondí.

—¿Cómo piensas llevar el dinero? ¿En metálico?

—En cheques de viaje.

—¿Y quiénes serán los afortunados? —preguntó.

—Aún no lo sé. Una vez allí estará claro, supongo.

Volando siempre rumbo oeste, apenas perderíamos horas por el camino. Daríamos la vuelta al mundo en una semana sin problemas, con cinco paradas a lo largo del recorrido; la pérdida de horas quedaría en parte compensada a medida que atravesáramos, siempre en dirección oeste, los distintos husos horarios. Según nuestros cálculos, si volábamos sobre el círculo polar ártico, de Saskatchewan a Mongolia se perdían dos o tres horas a lo sumo. Viajaríamos en dirección contraria al movimiento de la Tierra, evitando las puestas de sol.

El itinerario sufrió continuas modificaciones a lo largo de los cuatro días que restaban para tomar la decisión final, tiempo durante el cual Hand y yo mantuvimos un continuo contacto telefónico, yo pertrechado con mi atlas de bolsillo plastificado y Hand con su globo terráqueo, un cachivache enorme, tamaño balón de playa, que dominaba la sala de estar de su casa y giraba dislocado sobre el eje desde que una madrugada Hand chocara contra él y este perdiera para siempre su esfericidad.

Este sería nuestro primer itinerario:

Chicago-Saskatchewan-Mongolia

Mongolia-Qatar

Qatar-Yemen

Yemen-Madagascar

Madagascar-Ruanda

Ruanda-San Francisco-Chicago.

Nos pareció el más interesante. Pero íbamos a pasar demasiado calor, parecía demasiado concentrado en una única latitud. El segundo itinerario, tras las modificaciones pertinentes:

Chicago-San Francisco-Mongolia

Mongolia-Yemen

Yemen-Madagascar

Madagascar-Groenlandia

Groenlandia-Saskatchewan

Saskatchewan-San Francisco-Chicago.

Así quedaba resuelto el problema del calor, si bien nos excedíamos por el otro lado. Aun manteniendo siempre rumbo oeste, necesitábamos más contrastes, más saltos atrás y adelante, y arriba y abajo.

Tercer itinerario:

Chicago-San Francisco-Micronesia

Micronesia-Mongolia

Mongolia-Madagascar

Madagascar-Ruanda

Ruanda-Groenlandia

Groenlandia-San Francisco-Chicago.

Este lo tenía todo: interés político, amplia oferta climatológica. Desde sendos domicilios, ambos nos dedicamos a recabar información sobre los diversos destinos en las páginas de internet que ofrecían la relación de vuelos y horarios.

Hand llamó por teléfono.

—¿Qué?

—La hemos cagado.

Había surgido un problema imprevisto con los horarios. Al introducir los destinos Hand reparó en que saliendo de San Francisco —la escala allí era obligatoria si partíamos de Chicago— llegaríamos a Mongolia no solo unas horas, sino dos días más tarde.

—¿Y eso cómo puede ser?

—Yo, que me he dado cuenta —respondió Hand.

—¿De qué?

—¿A que no sabes a qué se debe?

—No, ¿a qué?

—Yo te lo explico.

—Suéltalo de una vez.

—¿Preparado?

—Vete a la mierda.

—Se debe a la línea internacional de cambio de fecha —explicó Hand.

—No.

—Sí.

—¡La línea internacional de cambio de fecha!

—Sí.

—¡Pues que le den por culo a la línea! —exclamé.

—¿Así de fácil? —contestó Hand.

—Yo qué sé. ¿Qué línea es esa?

—A ver si te lo explico: Nueva Zelanda es el punto más extremo del planeta en cuanto a husos horarios. Ellos son los primeros en ver el inicio del año nuevo. Por esa razón, si al salir de Chicago tomamos rumbo oeste, nos ahorramos un montón de horas durante el trayecto. Sin embargo, una vez pasada Nueva Zelanda, lo que hacemos es ganar un día entero. ¡Veinticuatro horas!

—Lo que significa perder todo un día.

—Si saliéramos en miércoles, aterrizaríamos en viernes.

—Y aunque fuéramos rumbo oeste, no serviría de nada —observé.

—No, más bien de poco. Bueno, la verdad es que de nada.

Telefoneamos a una agencia de viajes. La chica nos tomó por imbéciles. Para dar la vuelta al mundo en una semana, rezongó, tendríamos que pasar el setenta por ciento del viaje en el aire. Por mucho que siguiéramos la trayectoria del sol, la hemorragia horaria a través del Pacífico no nos la quitaba nadie.

—Hay que ir dirección este —propuso Hand.

—O al este primero y luego al oeste —repuse.

—No se puede. Para que nos apliquen la tarifa, hay que volar siempre en la misma dirección.

Nuevo itinerario:

Chicago-Nueva York-Groenlandia

Groenlandia-Ruanda

Ruanda-Madagascar

Madagascar-Mongolia

Mongolia-Saskatchewan

Saskatchewan-Nueva York-Chicago.

—Pero entonces perdemos horas en todos los vuelos —observé—. Así vamos a tardar el doble en cada uno.

—Coño, es verdad.

—Quizá habrá que conformarse solo con cuatro países. O pasar menos tiempo en cada uno.

—Vaya rollo —replicó Hand—. Teniendo una semana entera como tenemos, sería de tontos no ir a Mongolia. Vaya mierda. ¿Desde cuándo son tan lentos los aviones?

Siguiente itinerario:

Chicago-Nueva York-Groenlandia

Groenlandia-Ruanda

Ruanda-Madagascar

Madagascar-Qatar

Qatar-Yemen

Yemen-Los Ángeles-Chicago.

Inconveniente: que entre Groenlandia y Ruanda no había conexión. Ni entre Ruanda y Madagascar.

—¡Qué mierda! —exclamé.

—Eso digo yo.

Y tampoco entre Madagascar y Qatar. En cambio, de Saskatchewan a Nueva York sí había servicio. Y de Mongolia a Saskatchewan también. Pero de Groenlandia a Ruanda, nada. Qué fastidio. ¿Por qué no había conexión entre Groenlandia y Ruanda? Casi todos los vuelos, incluido el de Ruanda a Madagascar, hacían escala en grandes urbes como París o Londres, ciudades en las que no teníamos ningún interés en detenernos. Tampoco en Pekín, escala obligatoria camino de Mongolia.

—Esto parece la Edad Media —observó Hand.

—Hay que ver lo que se aprende —convine.

Teníamos que reducir de nuevo el número de destinos. Vuelta a empezar.

—Mira, vámonos y punto —propuso Hand—. Compramos el billete general y ya iremos viendo sobre la marcha. No tenemos por qué organizarlo todo con antelación.

—Tienes razón.

Pero no pudo ser. La compañía aérea exigía que pusiéramos en su conocimiento todos los aeropuertos donde teníamos previsto detenernos. No precisaban fecha u hora exactas, pero sí conocer de antemano esos destinos a fin de calcular las tasas correspondientes.

—¿Tasas? —preguntó Hand.

—Ahora me entero.

Decidimos descartar la idea de comprar todos los billetes antes de emprender el viaje. Ya veríamos una vez en Mongolia. Cuando estuviéramos en el país correspondiente y quisiéramos marcharnos, iríamos directamente al aeropuerto. O mejor aún, nada más aterrizar, antes de abandonar la terminal, adquiriríamos el siguiente billete. El nuevo plan sonaba bien, al menos sintonizaba mejor con el propósito general del viaje, con la idea de mantener un movimiento sin tregua, de atender a nuestros impulsos, cualesquiera que fuesen. Ya escogeríamos destino en Mongolia según disponibilidad. No saldría mucho más caro, pensamos. ¿Cuánto podría costar? No teníamos ni idea. Yo solo quería dar la vuelta al mundo en una semana, recalar en Mongolia en algún momento del trayecto y estar de regreso en Ciudad de México al cabo de ocho días para asistir a la boda. Jeff, un amigo nuestro del instituto, contraía matrimonio con Lupe —solo él la llamaba Guad—, cuya familia residía en Cuernavaca, y, según tenía entendido, iba a ser una boda por todo lo alto.

—Ah, ¿te han invitado? —preguntó Hand.

—¿A ti no? —dije.

No me explicaba por qué no le habían invitado. ¿Y si me lo llevaba de acompañante? Quizá no. Ya se nos había ocurrido en una ocasión, cuando la boda de otro amigo nuestro, en Columbus —pensamos que habían extraviado las señas de Hand—, y hasta que llegamos allí no comprendimos por qué la familia lo tenía por persona non grata. Hand era un muchacho alto y rubio, con los ojos oscuros, tiernos incluso, que gozaba de gran éxito entre las mujeres y, para mal o para bien, poseía una insaciable curiosidad cuya libérrima red abarcaba un amplio espectro de intereses, desde las ciencias hasta las más sensibles e inocentes criaturas del sexo opuesto. Es decir, que se había acostado con demasiadas; entre ellas Sheila, hermana de la novia, una chica de vencidas espaldas y naturaleza romántica con la que vivió una historia que tuvo mal final, pero Hand, que es como es, había olvidado por completo el parentesco que unía a Sheila con la novia, por lo que nuestra presencia en aquella boda no solo resultó violenta, muy violenta, sino también desconsiderada. Fue culpa mía entonces y sigue siéndolo que, por alguna misteriosa razón, la pasión de Hand —por las mujeres, el esoterismo, las conspiraciones, los viajes espaciales y el mundo en general—, unida a una estupidez animal pura y dura, termine conduciéndonos sin remedio por el camino de la ruina y la perdición.

Pero ¿quién decía que hubiera que dar la vuelta al mundo? No era necesario. Veríamos lo que pudiéramos en seis días, seis días y medio, y vuelta a casa. Aún no estaba del todo decidido cuál sería el punto de partida —nos inclinábamos por Qatar—, pero Hand sabía perfectamente dónde deseaba terminar el viaje.

—En El Cairo —afirmó arrastrando la primera sílaba, la «a» llena de ilusión y melancolía.

—¿Por qué?

—Hay que terminar en lo alto de la pirámide de Keops —insistió.

—¿No estaba prohibido subir a las pirámides?

—Se llega al amanecer o a la caída de la tarde y se soborna a un guardia. Lo he leído en alguna parte. En Gizeh se soborna a cualquiera.

—De acuerdo —accedí—. Hecho, pues. Fin de viaje en las pirámides.

—Jo, tío —añadió Hand con un hilo de voz—. Toda mi vida he deseado verme ante esa pirámide. Es que no me lo puedo creer.

Llamé por teléfono a Cathy Wambat, una amiga de juventud de mi madre que, además de tener un apellido de marsupial que se prestaba al pitorreo, se ganaba la vida como agente de viajes. Se habían criado en Colorado, mi madre y ella, en Fort Collins, ciudad que yo no conocía en persona pero que siempre imaginaba con un fuerte auténtico, rodeado de bosques, con pioneros e indios a sendos lados de las murallas. Cathy Wambat se había mudado a Hawai, al parecer residencia oficial de todo agente de viajes que se preciara de serlo. Cuando le dimos a conocer el plan, también ella nos tomó por imbéciles, si bien es cierto que con afabilidad, y nos gestionó las reservas: dos pasajes sencillos desde El Cairo, con escala en Nueva York, el de Hand con final de trayecto en Saint Louis y el mío en México D. F.

Aún no habíamos decidido dónde iniciar el viaje. Hand me llamó por teléfono de nuevo.

—Somos idiotas.

—¿Qué pasa?

—Los visados —contestó.

—Ah.

—Los visados —repitió, con rabia esta vez.

—Mierda.

La mitad de las paradas de nuestro itinerario quedaban descartadas. Saskatchewan no planteaba problemas, pero Ruanda y Yemen exigían visado. ¿En qué se diferenciaba un pasaporte de un visado? No estaba del todo seguro, pero sí sabía que un visado comportaba esperar —tres días, una semana incluso—, y ese era un tiempo del que no disponíamos. Mongolia también exigía visado. Qatar, en un desmedido alarde de soberbia para un país con forma y tamaño de uña, exigía un visado cuya gestión se demoraba una semana. Faltaban tan solo tres días para que diera comienzo el permiso por vacaciones de Hand.

Recibí una nueva llamada suya.

—Groenlandia no pide visado.

—Pues no se hable más —respondí—. Desde allí empezamos.

Los billetes nos salieron tirados de precio, unos cuatrocientos dólares cada uno desde el aeropuerto de O’Hare. Tarifa de invierno, explicó la representante de GreenlandAir. Reservamos asientos y comenzamos los preparativos. Hand vendría en coche desde Saint Louis el viernes y el domingo emprenderíamos viaje, rumbo a una ciudad que no lográbamos localizar en ningún atlas o diccionario. El vuelo hacía escala primero en Ottawa, después en Iqaluit, una población de Tierra de Baffin, para aterrizar finalmente en Kangerlussuaq alrededor de medianoche. Acordamos reducir el equipaje a una bolsa cada uno: sin facturación no habría esperas ni extravíos posibles. Bastaría con unas mochilas pequeñas, no las típicas de trotamundos, sino normales, de las que se utilizan para llevar libros o toallas de playa.

—¿Ropa de abrigo? —preguntó Hand.

—No —respondí—. Capas.

Aquel enero, el frío en Chicago era un presencia corpórea, un ser vivo y rapaz, por lo que haríamos viaje al aeropuerto con toda la ropa del equipaje puesta. Ropa barata de usar y tirar, de modo que si llegábamos a Madagascar pudiéramos desprendernos de ella. Y continuar viaje hasta El Cairo en camiseta y con la mochila vacía.

—Bueno —dijo Hand—. ¿Seguro que quieres correr con todos los gastos?

—Sí. Quiero ver cómo ese dinero desaparece.

—Seguro.

—Seguro.

—A ver si luego resulta que lo haces por un rollo expiatorio o una cosa de esas raras. Esto no tiene que ver con nada de…

—No.

—Bien.

—Hasta mañana.

Colgué el auricular exultante, me lancé contra la pared y fingí que me electrocutaba. Es mi costumbre cuando estoy eufórico.

El sábado había prometido cuidar de las hijas de mi primo Jerry, Mo y Thor, hermanas gemelas de ocho años de edad. Jerry era mi único pariente en Chicago. Mi madre había abandonado Colorado para casarse con mi padre, dejando atrás a sus propios padres, ya difuntos, y a tres hermanas y cuatro hermanos, residentes todos en Fort Collins o alrededores. Y cuando mi hermano Tommy, que me llevaba seis años y poseía ya garaje y bigote propios, creció, mi madre se trasladó a Memphis con la intención de estar cerca de unos amigos suyos de toda la vida y matricularse en un curso de antropología. Jerry, el hijo de mi tía Terry, el tercero de cinco hermanos, era el primer abogado de la familia, con foto en las páginas amarillas, y estaba casado con Melora, cuya severidad —más que hablar, bufaba— quedaba disimulada por la menudez de su cuerpo, propia de un chaval de catorce años.

Jerry y Melora sabían que yo apenas salía de Chicago y solía estar disponible, por eso habían recurrido a mí, de modo que Hand, las niñas y yo tendríamos que salir juntos a comprar la ropa y demás artículos para el viaje. La refinada esposa de Jerry detestaba los apodos que yo había asignado a las pequeñas, pero me negaba a llamar a aquellas chiquillas de apenas ocho años, revoltosas y parlanchinas, que echaban a correr por delante de ti en la acera y no hacían ascos a los revolcones, con nombres tan ridículos como Persephone y Penelope.

La madre las dejó frente a mi casa con un bocinazo. Hand y yo bajamos al portal a recibirlas. Las gemelas habían coincidido con él en tres ocasiones anteriores, pero no lo recordaban.

—Ya no tienes tan mala cara —me dijo Mo, engullida por el abrigo rosa de plumas. Le bajé la cremallera unos centímetros y exhaló un suspiro.

—Va mejorando —repuse.

—Ahora tienes los ojos azules —observó Thor, cuando mis ojos siempre habían sido marrones y lo seguían siendo. Vino hacia mí y me arrodillé frente a ella—. Y esto antes no lo tenías —añadió tocándome la nariz, la sinuosa franja roja que me recorría el caballete de arriba abajo.

—¡Claro que lo tenía, idiota! —replicó Mo.

—No, señora —insistió Thor.

—Lo tenía, sí —intervine intentando poner paz—, pero ahora la cicatriz se ve más oscura. Las dos tenéis razón.

Nos acercamos a pie hasta una moderna tienda de deportes, con profusión de nailon, velcro, barritas calóricas y mosquetones de alpinista, además de una pared de escalada que nadie usaba. Hand y yo necesitábamos pantalones de viaje que fuesen lo más multiuso posible: para el calor, para el frío, transpirables, intranspirables, con bolsillos por doquier. Yo compré unos de militar normales, pero con montones de bolsillos, al estilo fotógrafo de safari, con dos grandes bolsillos rectangulares con cremallera y velcro en cada pierna. Hand salió de repente del probador con un silbante frufrú: lucía un pantalón de pata ancha, brillante y sintético, de color gris plata.

—Parece que vas a hacer footing —observé.

—Son cómodos —repuso.

—¡Lo que parece es que se ha cagado en los pantalones! —exclamó Mo.

—Vale —dijo Hand, e introdujo un dedo mojado en saliva en la oreja de la niña—, pero me hacen sentir veloz.

Las gemelas camparon a sus anchas y a nosotros toda la mercancía expuesta se nos antojó imprescindible. Una linterna minúscula y ultraligera para enganchar en el llavero. Cecina de ternera envasada. Un kit de primeros auxilios. Faltriqueras secretas en las que guardar dinero y pasaportes. Fulares. Ventiladores en miniatura. Repelente contra los mosquitos. Yo apartaba la vista para ahorrar a los clientes el mal trago de verme la cara. Su aspecto no resultaba tan lastimoso como semanas atrás, pero seguía magullada y el caballete de la nariz proyectaba sombras amoratadas en las cuencas de los ojos, lo que me otorgaba un aire entre estrábico y ciclópeo. Ofrecía el aspecto de lo que era: un desgraciado al que tres individuos habían vapuleado en el interior de un guardamuebles con paredes de acero.

—Aún cojeas —advirtió Hand.

—Ya.

—No mucho —aclaró—. Pero te da un aire un tanto siniestro.

Hand sostenía en la mano diez fulares, cinco para cada uno. Según él, todo viajero regresaba de sus andanzas arrepentido de no haber hecho acopio de más.

—Ya me lo agradecerás —aseguró.

Esa era una frase habitual en Hand: «Ya me lo agradecerás». Francamente, no recuerdo haber tenido tanto que agradecerle en la vida.

Las gemelas regresaron de la expedición, el flequillo pegado a la frente, los jerséis anudados a la cintura. Querían irse de allí.

—¿Quién quiere irse? —pregunté a Thor—. ¿Tú, Mo?

—Yo soy Thor —respondió Thor.

—¿Quién es Thor? —pregunté.

—¡Yo! —exclamó Thor.

—Perdona —me disculpé—. No os distingo.

—¡Pero si somos gemelas bivitelinas! —replicó.

—¿Cómo dices?

Mo alzó los ojos al cielo.

—¡Bivitelinas! Ya lo sabes, tonto.

Me froté el mentón en ademán pensativo.

—Sí, algo había oído, pero nunca pensé que fuera cierto. Supongo que no quería creerlo.

—¿De qué estás hablando? —rezongó Mo. Qué fácil de exasperar era, la cara fruncida como una pasa.

—Escuchadme bien —dije agachándome frente a ambas—. Hacedme un favor. No permitáis que nadie os venga a decir que sois unos bichos raros. No consintáis que ningún científico, que ningún experto institucional os señale con el dedo y os haga sentir como monstruos de feria solo porque sois gemelas y no os parecéis. Dios cometió un error, sí, estamos de acuerdo, un error de bulto, porque ya me diréis a santo de qué crear unas gemelas que no se parecen. O peor aún, unas gemelas como vosotras, como simios sumergidos en ácido…

Thor me estampó un guantazo en la frente.

—Eso por hablar tan rápido —aclaró.

Nos fuimos con ellas a Walgreen’s. Necesitábamos provisiones para el viaje. Lo cierto es que eran las gemelas menos gemelas que había visto en mi vida, y solo Thor parecía hija de sus padres, ambos rubios y de tez clara. Thor era aria y esbelta, mientras que Mo —morena, pelo liso, ojos oscuros con pestañas largas y negras— guardaba más parecido conmigo. El oscuro color de mis pestañas y su forma de alas de murciélago hacen pensar que me pinto los ojos, y el favor que ello pueda haberme deparado alguna vez no tiene parangón con las bromas, las miraditas y las constantes comparaciones con Robert Smith, el cantante de The Cure. A Mo han llegado a tomarla por hija mía, con gran disgusto por su parte.

Compré un tubo de pasta dentífrica tamaño viaje, un vaso plegable, unas gafas de sol y dos sudaderas que costaron siete dólares cada una, una granate y la otra negra. Hand sostenía en las manos un bote familiar de desodorante y nos encontrábamos en la cola para pagar, esperando a las gemelas y observando a la señora de delante, que apilaba su montoncito de cupones sobre el mostrador. La mujer, menuda de constitución y con una ancha rozadura amoratada en el fino y delicado cuello, los llevaba sujetos con una pinza de plástico como las que se emplean para que no se reblandezcan las patatas fritas.

Yo aborrecía los cupones. Que hubiera necesidad de ellos. Sentí deseos de abonar la diferencia a la cajera. Con gusto habría regalado a la señora esos dos dólares y que empleara el tiempo en labores más gratas. «¿En qué?» Yo qué sé. «¿Y si ella disfruta recortándolos?» ¡Qué va a disfrutar! Desde que me veía con algo de dinero en las manos, la lucha era continua, siempre la misma frustración con la gente y sus cupones, con los desharrapados, con las familias salvadoreñas acogidas en el sótano de la iglesia vecina —me cruzaba con una todas las mañanas, esperando en la parada del autobús con su hija, camino del colegio con su camisa blanca y la faldita de cuadros escoceses— a las que ardía en deseos de comprar cosas, aunque fuera solo algo de comer, y mi incapacidad, dada la infranqueable e imaginaria barrera que me separaba de aquellos extraños de manos toscas, para dirigirme a ellos y resolver sus problemas. Nunca quise un saldo positivo en el banco; me sentía mucho más cómodo sin cruzar el ecuador, con la cuenta justo por encima o por debajo del saldo cero, y creía poder desprenderme de algún modo de aquel dinero, un modo que guardaba relación con la señora de la cola y con sus cupones, pero la distancia se me hacía infinita, insalvable, no era yo persona extravertida en esas lides, me sentía incapaz de tender puentes semejantes, y la situación me provocaba un desasosiego espantoso.

—¿Nada más? —preguntó Hand.

Mo y Thor se encontraban ya en caja. Habían comprado tarjetas de San Valentín, un paquete de doce.

—No —respondió Mo.

—¿Venden sellos? —preguntó Thor a la cajera.

—No —respondió la chica.

—Pues deberían —opinó Thor.

—Veintitrés dólares con ochenta, por favor —anunció la cajera.

—¿Has comprado protector solar? —me preguntó Hand.

Yo estaba ausente.

—Will.

Oía mi nombre, pero no podía articular palabra. Había escuchado la conversación desde el principio, pero ajeno por completo a ella.

—Will.

Entré a rastras en mi cerebro de nuevo.

—¿Qué? —pregunté.

Dicen que hablo despacio. Soy lo que se suele decir lacónico en la expresión. Suena el teléfono, contesto, y al otro lado me preguntan si acabo de levantarme. A veces se me va el santo al cielo en mitad de una frase y dejo a mi interlocutor colgado en el vacío. Es algo que no puedo remediar. De pronto estoy hablando, interesado por la conversación, y alguien, estoy convencido de que eso es lo que sucede, alguien —ojalá conociera su identidad, porque le iba a decir cuatro cosas— se larga con mi cabeza un rato. Igual que uno coge las pilas de la calculadora un momento para activar el mando a distancia, siempre hay alguien que se lleva mi cabeza prestada un rato.

—Protector solar —repitió Hand.

—No —dije. Añadió un bote a mi pila de compra.

Una vez en el aparcamiento, vimos desfilar un trío de Ford Bronco I01I01I01 blanco lechoso que nos dejaron anonadados. Ya era malo que continuaran fabricándolos de ese color, pero ver pasar tres seguidos suponía un presagio nefasto. Mo y Thor ni se inmutaron, lo cual tampoco me sorprendió. Era inútil intentar adivinar qué iba a impresionarlas. Unos meses antes, sin ir más lejos, se habían emocionado al ver a un señor mayor corriendo por la calle y farfullando en un idioma que parecía ruso, ataviado con un estrambótico disfraz de mariposa color azul. El trío de Bronco, en cambio, las dejaba frías.

Nos cruzamos con una pareja de adolescentes vestidos con chupas de cuero llenas de tachuelas. Ella lucía una cresta a lo mohicano; él, la cabeza rapada y el cráneo, cárdeno y abollado, cubierto de mensajes en tinta de color carne cruda.

Mo cogió carrerilla y gritó «¡HOOOLA!» a la vez que propinaba una patada en el muslo al rapado. El chaval se quedó horrorizado. A Hand y a mí no nos cogía por sorpresa. Las gemelas aprendían kárate en el colegio y les gustaba poner a prueba sus conocimientos siempre que se topaban con alguien de aspecto pendenciero.

—Me cago en… mocosa de mierda —masculló el rapado limpiándose la huella del zapatazo en los vaqueros.

Me disculpé y miré de reojo a Hand para indicarle que cerrara la boca.

—No están bien —pretextó.

El rapado me miró con un elocuente parpadeo que sugería agresión en potencia. Yo le sacaba unos cinco kilos; sería que el atuendo lo envalentonaba. No acababa de decidir si me apetecía pelea, si debía tomarlo a la tremenda y llegar abiertamente a las manos… quién sabe dónde podía acabar. Quizá en una trifulca en toda regla hallara cierta catarsis… parte de mí hervía en deseos de venganza, me sucedía desde hacía semanas o incluso meses, o más…

El rapado y su amiga simularon tomárselo a risa —mentira— y continuaron su camino. Dejé escapar un suspiro y los cuatro echamos a correr, serpenteando como un dragón chino hasta la manzana siguiente y cantando a grito pelado el estribillo de la canción de Bob Dylan «Froggie went a-courtin».

Dejamos a las gemelas en casa de Jerry tras una conversación con Melora que se limitó a cuatro gruñidos por nuestra parte y otros tantos bufidos con caída de párpados por la suya, y salimos corriendo hacia el hospital para vacunarnos. La enfermera, Glenda, una señora con cutis de secuoya que frisaría en los setenta años, fingió abroncarnos.

—¿Cuándo salís de viaje? —Deje áspero pero cadencioso, mitad urbano, mitad de pueblo.

—Mañana —respondimos.

—¿Y adónde vais?

—A Groenlandia.

—¿Groenlandia? ¡Si allí no hay malaria! ¿Para qué os vais a vacunar? ¿Y a ti qué te ha pasado en la cara, jovencito?

—Un accidente de tráfico —respondí.

—Quizá pasemos por Ruanda —aclaró Hand.

—¿Cómo? ¿En qué quedamos?

—¿Como que en qué quedamos?

—¿No termináis de decir que vais a Groenlandia?

—Ambas cosas.

—Ambas cosas, imposible. ¿Sois cooperantes o algo por el estilo?

Hand asintió con la cabeza.

—No —respondí yo.

—Estáis hechos un lío. ¿Qué edad tenéis?

—Veintisiete —respondí.

—¿Pertenecéis a alguna mutua?

—Él sí —dije.

—¿Yo? ¡Qué va! —replicó Hand. Habría jurado que sí.

—Pues hoy no se os puede poner el Larium. Hay que pasar consulta. ¿A qué vienen tantas prisas?

—Tenemos poco tiempo —respondió Hand—. ¿La consulta no podría hacérnosla a nosotros? Nos tiene aquí a los dos. Consúltenos.

—No, hijo, la consulta es con el médico. Dura una hora. Si os pasáis mañana, quizá se pueda hacer algo.

—Y sin consulta, ¿qué vacunas nos puede poner? —pregunté.

—Antitifoidea y hepatitis A, B y C.

—Pero malaria, no.

—No. Antes os tiene que visitar el médico. Como pilléis la malaria, os vais a arrepentir de tantas prisas.

—¿Es mortal? La malaria, me refiero —pregunté.

—Mortal de necesidad —intervino el listillo de Hand—. Mal rollo, tío.

—No siempre es mortal —corrigió Glenda.

—¿Cuándo no lo es? —pregunté.

—Cuando se llega a tiempo al hospital.

—Vale —dije—. Llegaremos.

—Sabemos conducir. Somos rápidos —intervino Hand.

—No salgáis al atardecer —nos advirtió Glenda mientras nos frotábamos los brazos—. En Ruanda os la podría contagiar cualquier mosquito.

Agradecimos a Glenda su atención. Desde su taburete metálico nos dijo adiós con las dos manos, como una niña explotando pompas de jabón en el aire.

Avanzaba por el vestíbulo del hospital siguiendo los pasos de Hand cuando, al doblar la esquina, me lo encontré charlando con una chica de bata blanca.

Era Pilar.

—Hola —saludé. Parecía muy poquita cosa.

—Hola —contestó.

Al abrazarnos detecté su característico olor canino, además de ciertos efluvios mentolados. La sentí muy menuda entre mis brazos, como una pluma. Cuando estudiábamos juntos en el instituto, Pilar era una chica robusta, deportista, con buenas espaldas; ahora, sin embargo, la veía escuálida, los ojos más grandes, los pómulos sobresaliendo con furia desde las orejas como pernos curvilíneos. Tiempo atrás había sido novia de Jack, pero me resistí a hacer conjeturas… «Tiene que ser eso.» No era fácil aceptar que la muerte de nuestro amigo hubiera provocado en ella tal transformación.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó—. ¿Qué te ha pasado en la cara?

Le contamos lo de las vacunas, el viaje.

—Para Groenlandia no hace falta vacunarse.

Intentamos explicarle que habría otras escalas y demás.

—¿Y esa cara? —insistió.

—Me caí —contesté.

—Mentiroso.

—Y tú, ¿qué haces aquí? —preguntó Hand.

—Trabajando. En el laboratorio —respondió Pilar pasándose las manos por la bata para dirigir la atención de Hand hacia lo evidente.

—Ya —dijo él.

—¿Y por qué una semana? —preguntó Pilar—. ¿Por qué no hacéis el viaje como es debido y aprovecháis el verano o algo así? En una semana no veréis nada.

Despegué los labios, pero no supe qué responder. Alguien se había llevado mi cabeza prestada para poner en marcha una cafetera.

Hand alzó la vista hacia el techo, como si fingiera pensar, mientras silbaba sin emitir sonido alguno. La hermosa Pilar, de tez aceitunada, tan deseada en los tiempos del instituto, había tenido la gentileza de pasar una noche conmigo después de que Jack y ella lo dejaran, si bien ya entonces no me cupo duda de que seguía queriéndolo a él y yo no era más que un consuelo, un apaño. Entre Jack y Hand, más risueños ambos y de facciones —magulladas o no— más atractivas, había terminado por acostumbrarme a esa sensación.

—Porque solo tenemos una semana —contesté.

Pilar se llevó los dedos a las sienes como quien intenta contener una avalancha.

—¿Migraña? —inquirió Hand.

—No —contestó Pilar—. Bueno, sí.

—Qué alegría verte —dijo Hand rodeándola con los brazos.

Un segundo más tarde, Hand dio un paso atrás, yo di un paso adelante y la abracé y después los tres nos quedamos inmóviles un instante, como a la espera de que alguien nos indicara cómo proceder. Por megafonía anunciaron un nombre. «Doctor Costo», me pareció oír. Hand soltó una carcajada. Los tres nos echamos a reír.

—Es su nombre de verdad —explicó Pilar, ya recuperada. Aquel apellido la había devuelto a la realidad.

—Bueno —dijo Hand.

Pilar formó una V con las manos y encajó el mentón entre las palmas. Sus ojos se desplazaron velozmente de uno a otro y enseguida se anegaron en lágrimas.

—Qué pena veros.

Permanecimos despiertos hasta las cuatro de la madrugada, en la cocina de mi piso, planeando itinerarios distintos y leyendo la página oficial de Groenlandia en internet. El vuelo salía al cabo de ocho horas.

—Es la isla más grande del mundo —dijo Hand.

—El idioma oficial es el groenlandés —apunté.

—Groenlandés a secas no; groenlandés occidental. «El groenlandés occidental, tal como se habla en Sisimiut, Maniitsoq y la región de Nuuk, es el idioma oficial de todo el territorio de Groenlandia. El groenlandés oriental difiere notablemente del occidental, pero todos los habitantes del país son capaces de comprender su lengua oficial.»

—La población total del país es de cincuenta y tres millones de habitantes.

—El hielo cubre el ochenta y cinco por ciento de su tierra firme.

—Intentan potenciar el turismo a toda costa. El país recibe alrededor de ocho mil turistas al año, pero se aspira a alcanzar la cifra de sesenta mil.

—Aquí viene la relación de vientos. Mira: «En la zona oriental de Groenlandia sopla el frío viento catabático denominado piteraq, fenómeno atmosférico tan conocido como temido. Las ráfagas de mayor intensidad registradas hasta la fecha en Ammassalik datan de mil novecientos setenta y dos y alcanzaron los ciento dieciséis kilómetros por segundo».

—¿Qué significa «catabático»?

—«Se informa a los visitantes de que las condiciones meteorológicas en la zona son susceptibles de cambios inesperados y pueden ocasionar problemas técnicos. Se recomienda, por tanto, consultar con GreenlandAir la noche anterior a la salida del vuelo, o a lo sumo el mismo día.»

—Problemas técnicos. ¿Se refieren al tiempo?

—Eso creo.

Nos quedamos dormidos en la sala de estar, Hand en el sofá y yo en el sillón abatible, y despertamos a las ocho, con dos horas para recogerlo todo y salir a toda prisa. Habíamos decidido no hacer el equipaje hasta la misma mañana, cosa que no resultó difícil de cumplir, pues la tarea en sí se reducía a meter dos camisas, ropa interior, neceser y atlas en miniatura en la mochila, y en total no se prolongó más de tres minutos. Pasaportes, billetes, los treinta y dos mil dólares en cheques de viaje, fulares. Hand había traído unos CD, su discman, un puñado de cintas para el coche de alquiler, folletos con recomendaciones oficiales de viaje y una pila de hojas que había sacado impresas de la página web del Centro para el Control de Enfermedades, referidas al ébola en su mayoría. Hand podía perorar sin fin sobre esa epidemia. Introduje en la mochila la biografía de Churchill que estaba leyendo, pero al colgármela a la espalda y sentir el peso de sus mil doscientas páginas saqué el mamotreto, arranqué las primeras doscientas páginas y las trescientas últimas y embutí lo que quedaba del libro en la mochila.

Nos quedamos dormidos de nuevo en el sofá. A las diez y media, sobresaltados, volvimos a despertar…

MARTES

… salimos de casa y nos quedamos dormidos en el taxi, cada uno con la cabeza apoyada contra su ventanilla respectiva, como troncos; el taxista nos despertó ya con el vehículo estacionado bajo la marquesina de la terminal internacional de O’Hare. Las silenciosas puertas automáticas del aeropuerto se abrieron ante nosotros y enfilamos tan contentos el alto y diáfano vestíbulo en dirección al mostrador de la compañía, mientras Hand silbaba aquello de John Denver: «I’m leaving on a jet plane… don’t know when I’ll be back again», pero una vez allí nos anunciaron que el vuelo había sido cancelado; los fuertes vientos habían obligado a cerrar el aeropuerto de Kangerlussuaq.

—No puede ser —dije.

—Vientos catabáticos —apuntó Hand.

—Putada.

—Con una mierda de semana que tenemos nada más.

La azafata de tierra nos avisó que si queríamos hacer la mitad del camino podíamos coger un vuelo a Iqaluit y esperar allí.

¿Esperar cuánto?, preguntamos.

—¿Quién sabe? —respondió la azafata sin mirarme a la cara. En todo momento se había dirigido a Hand y de pronto caí en la cuenta del porqué: mi magullado rostro—. Esos pasajeros de ahí se encuentran en su misma situación. —Señaló a un grupo sentado en un banco de enfrente. Con aquellas parcas, mochilas y luengas barbas era evidente que se dirigían a Groenlandia. Hand y yo parecíamos llevar rumbo a un campeonato de balonmano.

—No podemos esperar —afirmé.

—Pero hay que ir —replicó Hand.

Groenlandia quedaba descartada. Mierda de catabáticos. A tomar por culo Groenlandia. Miré a Hand: ¿era consternación o asombro lo que traslucía su expresión? La auxiliar de GreenlandAir sugirió que guardáramos los billetes para el vuelo del día siguiente. Creí que Hand montaba en cólera.

—Ya hemos perdido bastante tiempo —replicó.

—Si es solo mediodía —repuso ella.

—¡Mediodía! —exclamó Hand. No comprendí a qué se debía el arrebato. La dichosa idea había sido mía.

Salimos de la terminal y nos pusimos a deambular de acá para allá bajo el frío, contemplando las distintas posibilidades; Hand no dejaba de farfullar. A veces tiene la costumbre de taladrarte con la mirada cuando te está hablando, sin pestañear ni dejar de mover la mandíbula, y no sabes si tienes delante a un vehemente o al tonto del pueblo.

Un Ford Lincoln estacionó ante nosotros y de él descendió una familia negra vestida con llamativos dashikis. Enseguida hizo aparición un mozo que les ayudó con el equipaje. El padre le entregó dos billetes de propina, con sendos cabeceos al depositarlos en su palma abierta, y el mozo los recibió con un «Muchas gracias, caballero». Las silenciosas puertas automáticas se cerraron con parsimonia tras la familia africana mientras yo seguía con la mirada el cadencioso vaivén de sus vistosas túnicas hasta el mostrador de Air Afrique, a unos pasos del de GreenlandAir. Me adentré en el aeropuerto tras ellos, con Hand a mis espaldas.

En la vetusta pantallita, su vuelo aparecía en lista iluminado con una tenue luz verde: Air Afrique, 13. 50, destino: Dakar.

—¿Dónde está Dakar? —preguntó Hand.

Hurgué en la mochila y lo busqué en el atlas.

—En Senegal.

Los dos billetes nos costaron mil seiscientos dólares, solo la ida, suma que pagué dando por supuesto —erróneamente, como luego se demostraría— que el importe de los pasajes para Groenlandia nos sería devuelto. Nunca me había gastado tanto dinero de una sola vez. Ni siquiera los dos coches adquiridos a lo largo de mi vida habían costado tanto: ochocientos, y mil cuatrocientos dólares respectivamente, Corolla ambos. Pensé en la de personas que podrían vivir o alimentarse con semejante suma, no solo en la cantidad sino durante cuánto tiempo. Qué hijosdeputa estábamos hechos. Enterré mi vergüenza en lo más profundo de mi ser. Hice una hoguera con ella, bailé a su alrededor, salté sobre sus llamas. Nos dirigíamos a Senegal y yo había sacado dos pasajes de regreso a O’Hare desde El Cairo. Por tanto, volaríamos a Dakar y podríamos atravesar el continente africano y terminar el viaje en las pirámides sin necesidad de pasar dos veces por Dakar. Un lince.

Nos indicaron que aguardáramos a que se nos adjudicara puerta de embarque. El lugar se había llenado de senegaleses con sus dashikis, hombres la mayoría, negros todos, con gafas de montura plateada y aspecto de delegación de Naciones Unidas o de una especie de… de pandilla de hombres con el mismo estilo en el vestir. Quince minutos más tarde nos avisaron por megafonía: el vuelo, previsto para la 13. 50, sufría retraso. Nos acercamos al mostrador. ¿Cuánto retraso?, preguntamos. La salida, respondió la azafata con absoluta seriedad, estaba prevista para las nueve de la noche. Hank cayó postrado de rodillas. Siempre fue muy dado al dramatismo. Aguardé a que se pusiera en pie, lo que hizo dando una palmada como colofón, y nos alejamos de allí.

—Esto es de risa —rezongó Hand.

—A los del dashiki no parece haberles sentado tan mal —observé señalando al corrillo de africanos ataviados con sus túnicas, parloteando. Parecían tan tranquilos, resignados.

Hand se empeñó en hacer un nuevo intento, por si nos devolvían el importe del billete o pillábamos otro. Togo, Franz Josef Land, lo que fuera. ¿Despegaba acaso algún avión de aquel aeropuerto? Con salir del continente nos bastaba, y cuanto antes. Preguntamos si sabían algo más sobre la hora de salida, qué posibilidades había. ¿Seguro que sería tanto el retraso? ¿Qué les hacía estar tan seguros?

La azafata de Air Afrique nos dio la respuesta:

—El avión no ha salido de Dakar todavía.

El avión de Chicago con destino a Dakar no había despegado aún de Dakar rumbo a Chicago.

Un autocar, cortesía de la compañía, trasladaría a los pasajeros al hotel Best Western, donde se nos proporcionaría una habitación a cada uno. Quedaban seis horas de espera. Un primer autocar lleno salió de la terminal y detrás de él llegó otro. Tomamos asiento junto a un chico joven y delgado que se sujetaba la cabeza entre las manos.

—Air Afrique. Siempre la misma historia —afirmó. Vestía un traje gris de raya diplomática. Calculé que tendría veinticuatro años, estudiante seguramente. Gafas de montura metálica. Senegalés, dedujimos por el acento.

—¿Es mala compañía aérea? —preguntó Hand. Yo quise preguntar a qué obedecía que todos los pasajeros con destino a Senegal lucieran las mismas gafas. ¿Acaso eran reglamentarias, como pueden serlo para los italianos los zapatos de punta?

—Su índice de siniestralidad no está mal —respondió—, pero se toman las cosas con calma. Siempre llevan retraso. Una vergüenza. A ellos les da lo mismo.

Junto a nosotros un hombre de raza blanca, vivo retrato de David Carradine en sus postrimerías como Kung Fu, charlaba con otro al que al parecer acababa de conocer. Pegamos el oído. Era inevitable: Carradine hablaba en voz alta y los teníamos sentados justo al lado. Su interlocutor era de Ghana y sería la primera vez que visitara Senegal. El motivo de su escala en Chicago no quedó claro, pero a nosotros quien nos interesaba de verdad era Carradine, con sus dientecillos inferiores, afilados como los de un tiburón, la cinta del pelo alrededor del cuello y las greñas cubriéndole de grasa los hombros. Nos inclinamos hacia un lado y aguzamos el oído, pero solo pillábamos frases sueltas.

—Sí, Dios hizo el milagro de darme la vida…

El de Ghana escuchaba con cortesía.

—… no sé por qué ha hecho esto, qué he hecho yo para merecerlo… como no sea por mi bondad y honradez…

Por las trazas, Carradine se ganaba la vida vendiendo carteras de cáñamo hechas a mano en los mercadillos. Me sorprendió que Hand no hubiera metido baza todavía. Siempre acababa pegando la hebra con individuos como aquel. Poseía una gran colección de ellos y de historias, historias protagonizadas siempre por algún conocido de última hora con quien había trabado una inmediata amistad —hay quienes acostumbran tratar con extraños y quienes, como yo, solo tienen amistades de nacimiento— y a quien, por regla general, poco después acababa prestando dinero o, como sucedió en dos ocasiones, accedía a alojar en su garaje.

—Sí, vivo como un rey —decía Carradine, el hombre blanco— y me permito recibir en mi casa a viajeros del mundo entero… Claro que el inglés nunca se me ha dado bien. Fui tres años a clases de recuperación… los profesores no comprendían mi necesidad particular de expresión…

El autocar se detuvo frente al hotel. A trancas y barrancas Carradine acarreó sus cinco bultos: uno al hombro, dos en la mano izquierda y otros dos en la derecha. Hand se ofreció a ayudarle con dos, y el tipo bajó del autocar detrás de nosotros. Nada más poner pie en el suelo, nos dirigimos hacia el vestíbulo.

—¿Habéis estado alguna vez en Senegal? —preguntó a Hand.

Hand respondió que no.

—Pues vais a ver más mendigos y tullidos que en toda vuestra vida. —Me miró de refilón—. Te vas a sentir como en casa.

Nos adentramos en el vestíbulo. «¿Se estará cachondeando de mi cara?» Me dio la impresión de que sí. Pasamos a hacer cola, a la espera de que nos entregaran las llaves de la habitación. Carradine nos pasó revista, echó un vistazo primero al calzado y después a las mochilas calibrando su contenido.

—¿Qué —dijo—, a tocar el tambor por ahí, no?

Seguíamos en el mismo continente. En Schaumburg o Bensenville, o dondequiera que estuviera ubicado el hotel, recorriendo por el silencioso pasillo enmoquetado con espigas en color amarillo y violeta, en lugar de rumbo a Senegal, y yo —acababa de caer en la cuenta— no había metido calzoncillos en el equipaje, y no aterrizaríamos en Dakar hasta la mañana del día siguiente y ya habíamos desperdiciado el día. El primero de los siete.

Nos cruzamos con una pareja de mediana edad, con sendas chaquetas, idénticas.

«—Hagan el favor de cambiarse.

»—¿Qué? ¿Por qué? —oí que preguntaban, a mi cabeza, en mi cabeza.

»—Porque llevan la misma chaqueta.

»—Las compramos cuando estuvimos de vacaciones en Newport.

»—Que no les vea nadie.

»—Bien bonitas que son estas chaquetas.

»—Qué van a ser bonitas. Cámbiense, por el bien de la humanidad.»

Discutía con desconocidos a todas horas, aunque solo en el interior de mi turbulento cerebro; solía emplear para ello un tono admonitorio y hueco —herencia de mi abuela, supongo— que incluso a mí me resultaba insufrible. Mi mente hallaba entretenimiento en aquellas discusiones, si bien silenciosas, rotundas, polemizando con conocidos o con gente que me cruzaba mientras iba en coche.

«—Tú, el del Lexus.

»—¿Yo?

»—Sí, tú. Has despilfarrado el dinero.

»—¿Cómo?

»—Has despilfarrado el dinero y tu alma está en pecado.

»—Tienes razón. He cometido una falta, pero me arrepentiré.»

Ese pasatiempo me ayudaba a analizar los problemas, a resolver mis asuntos y a llegar a conclusiones definitivas, instructivas y, en ciertas ocasiones, incluso aceptables para ambas partes.

«—Tú, el de la moto.

»—Sí.

»—Tiempo al tiempo.

»—Lo sé.»

Podría haber sido un pasatiempo divertido, sí, de no tratarse de algo tan insistente y vociferante. No había forma de acallar esa voz y, para ser francos, tras años de disfrutar con esas polémicas estaba deseando ponerles fin. Acallar las voces, que mi mente pasara a un segundo plano. No quería más discusiones ni volver a oír la voz que surgía siempre a continuación para disculparse, en silencio también, con las víctimas de mis sermones y regañinas.

«¡Perdone! —exclamaba corriendo a la zaga de la primera voz, como un mendigo tras la posible alma caritativa—. ¡No volveré a hacerlo! ¡Tome usted este obsequio por las molestias!»

Había llegado el momento de la concordia, de la síntesis, de la verdad sin ambages, sin la ceremonia del debate. No quedaba nada que debatir, ninguna discusión encarnizada con trazas de conducir a una solución final. Ya solo deseaba la verdad, cuanto más sencilla mejor, la verdad pura y dura, no producto de la dialéctica sino per se: ¡la verdad y punto! Esa verdad que todos conocíamos, por mucho que nos empeñáramos en fingirnos en constante y profundo desacuerdo con el prójimo, como si de antemano existieran dos modos de ver las cosas, cuando era obvio que no; solo había una forma de verlas, siempre; así como la Tierra es redonda, también la verdad, redonda, no con dos caras y…

Nos dieron a cada uno su habitación. Tumbado en la cama, sobre la colcha, cerré los ojos e intenté conciliar el sueño, pero tenía la sensación de que mi cabeza flotaba sobre la cama con sus múltiples y frenéticos ojos, y encima, con un humor de perros. «Es para matar a esos cabrones. Para matarlos.» Ya estábamos otra vez. Evitaba las discusiones, pero me habría liado a golpes a la primera de cambio. Cada día había momentos en que ardía en deseos de agarrar una metralleta y apuntar contra algo, lo que fuera, sentir los cartuchos repiquetear sobre mis zapatos, momentos en los que sentía cualquier conflicto mundial como algo propio…

Me incorporé y telefoneé a mi madre. No le había contado que me iba de viaje —la intención era llamarla desde Groenlandia—, pero esa demora, como ahora se verá, estaba perfectamente justificada.

—¿Con qué dinero?, ¿con el de la bombilla?

—Sí.

—¿Y Cathy qué opina?

—Nada, ¿qué va a opinar?

Sabía que estaba furiosa, más con Cathy que conmigo.

—Will, me parece una sandez.

—Pues…

—Estás dramatizando, hijo mío.

—Vaya, gracias por la inf…

—Ya sé que has pasado un mal año, pero…

—Mira…

—La verdad —añadió—, me tienes confundida.

Levanté la vista y me encontré con mi reflejo en el espejo frente a la cama: vi una cara tan ceñuda y maltrecha que enseguida desvié la mirada.

—A ver —dije armándome de una paciencia que ni yo mismo sabía que poseía—, tú dirás por qué, mamá. ¿Qué he hecho para tenerte tan confundida?

—¿No eras tú quien decía que viajar era una bobada? Cada vez que quería llevarte de viaje ponías el grito en el cielo, aunque fuera de excursión a Phelps o a un sitio por el estilo.

—Eso era distinto.

—Tú. Tú fuiste quien dijo una vez, sentado en el taburete de la cocina en nuestra primera casa, que no necesitaba viajar, que nunca lo necesitaría. Yo quería que hiciéramos un viaje exótico, y tú dijiste que podías viajar y pensar todo lo que hacía falta sin necesidad de salir del jardín de casa.

Suspiré con toda la potencia y ferocidad de que logré hacer acopio.

—¡Sí, señor, tú! —continuó—. Hand sí hacía planes, quería viajar al espacio y esas cosas, pero tú decías que eso de «viajjjar» era un pasatiempo para gente sin «imaginacióoon». Muy conmovedor tu sermón, sí señor. Ojalá lo hubiera grabado.

Si le colgaba de golpe, ¿sonaría con la fuerza suficiente? Quizá fuera un teléfono con timbre en la base. De ser así, sonaría contundente. Descargaría el auricular con todas mis fuerzas y…

—¿Will?

—¿Qué?

—¿Por qué no vuelves a tu casa, me llamas esta noche y lo hablamos? Creo que estáis cometiendo un error. ¡Piensa en todo ese dineral! Déjame que hable con Hand. ¿Ha sido idea suya?

—Ya es tarde. Los billetes ya están comprados.

—¿Adónde dices que vais?

—A Senegal.

Rió con sorna.

—¡Si a Senegal no va nadie!

—Pues nosotros, sí.

—¡Pillaréis el sida!

Le colgué. ¿He mencionado que mi madre pudiera estar perdiendo la cabeza? La última vez que pasé unos días con ella en su nuevo piso de Memphis, descubrí que había estado lavándose las manos con suavizante pensando que era jabón. Tommy y yo temblamos al pensar que quizá nos aguarden veinte seniles años de chocheces y rabietas, como ocurrió con la abuela, a quien la mitad del tiempo deseabas mimar y cepillar su larga cabellera blanca y, la otra mitad, cuando la oías ladrar «¿Dónde está mi nenita? ¿Dónde habéis metido mi caballo? ¡Eso se ha roto porque tenía que romperse!», la habrías asfixiado con una almohada.

Intenté echar una siesta, pero tenía la mente alborotada, tan alborotada como un crío gateando en un salón repleto de invitados recién llegados. Venga a saltar, chillar y tirar los libros de las estanterías. Es cierto que hablando no puedo ser más lento, pero mi cabeza, cuando la llevo puesta, cuando no dormita ni se la ha llevado alguien prestada, es cualquier cosa menos lenta. Mi mente, es un hecho, tengo pruebas de ello, es capaz de mantenerse inmóvil sobre las alas de un colibrí. No solo de mantenerse, sino de girar en torno a ellas. Y cuando funciona a pleno rendimiento, no hay quien detenga esos giros. Las máquinas trabajan sin descanso, sus dispositivos rara vez se enfrían. Y aunque suelo olvidar todo lo que posee alguna importancia —razón por la que la gente me confía sus secretos—, mi mente goza de un prodigioso talento para el almacenamiento del dolor. Ningún tormento se pierde en el olvido, en ningún momento disminuye en color, intensidad o calidad de sonido. Fue archivado para estar a mano.

Imaginad un escritorio. Este escritorio ha sido ubicado en la cima de una frondosa montaña, a unos seis mil metros de un hermoso prado salpicado de tulipanes y de algo parecido al algodón. Serpentea por ese prado un arroyo de cauce estrecho y aguas rápidas que discurre con susurrante rumor. El escritorio goza de una vista espléndida; la temperatura, tanto en la cima como abajo, en el prado, ronda los veintidós grados. Sopla una brisa cálida, agradable, y el cielo luce azul, sin llegar a resultar deslumbrante. En suma, se diría que nos encontramos ante el emplazamiento idóneo para un escritorio, un lugar desde el que contemplar el mundo y cumplir con el trabajo que sea. La única pega es que está instalado sobre un gran edificio cuya entrada está justo debajo, detrás del escritorio. Se trata de un inmueble de diez plantas. La estructura, excavada en el interior de la montaña, alberga una nutrida población de humanoides, seres grasientos, de tez pálida y sin pelo —son topos y lo parecen, con grandes palas amarillentas por dientes y bocas que arrojan llamaradas de fuego—, y todos esos seres se encargan del registro y de la recuperación del contenido del edificio, una miscelánea de documentos, expedientes, citas, archivos históricos, fragmentos, referencias culturales… los recuerdos más gloriosos, más crueles y más triviales.

Digamos que la existencia de ese edificio me enorgullece, que estimo su presencia, además de que accedo a él con suma facilidad. En cuanto deseo algo, cualquier expediente sobre un asunto en particular, no tengo más que solicitarlo y alguno de sus bibliotecarios, sin un solo pelo ellos tampoco, con ojos rojo rubí y vestidos de blanco, lo pone a mi disposición, por lo general sin demora. Digamos, por ejemplo, que estoy hablando por teléfono con Hand y este menciona la ocasión en que arrojamos a Darren Larson sobre el aspersor (éramos chavales fuertes, y gamberros) y se hizo polvo la espinilla y aquella cosa blanquecina le asomó por la pierna, y Darren corrió lloriqueando a esconderse tras el seto junto al lago, bajo la luz del crepúsculo; pues voy y solicito al bibliotecario que recabe, cuanto antes, toda la información disponible sobre el suceso para así poder seguir una conversación inteligente con Hand. Segundos más tarde, un solícito empleado, con ojos color rubí, sin un pelo en la cabeza, vestido de blanco y que emana un rancio perfume que apenas disimula su hedor a sulfuro, se persona ante mí con una flamante carpeta de papel de estraza que almacena en su interior todos los datos registrados en la biblioteca sobre tal día, pese a que, a lo largo de los años, la gestión no haya sido tan eficaz como debiera y se hayan producido numerosos incendios e inundaciones… ¿a quién culpar de las cuantiosas pérdidas?

No obstante, aun teniendo la eficiencia y el empuje profesional del personal bibliotecario en gran estima, venía observando con preocupación una irregularidad nueva en el sistema. Por lo general la misión de estos bibliotecarios es atender mis órdenes, cuando las doy, y mantener los archivos en regla. En virtud de un acuerdo tácito, en ningún momento deben decidir motu proprio qué información proporcionarme. Sin embargo, de un tiempo a esa parte, cuando me hallaba sentado ante mi escritorio, bien intentando trabajar o contemplando el paisaje y meditando sobre el arroyo, sobre qué movía sus aguas, si llevarían o no peces y, si así era, cómo se denominarían y si secretamente se hablaban en el idioma de los peces y qué se estarían diciendo, de pronto descubría a una bibliotecaria a mi vera, una mano posada en mi hombro, mientras la otra señalaba el expediente que acababa de traer, abierto sobre mi escritorio, y yo seguía su dedo y, al ver lo que este señalaba, ahogaba un grito.

No deseo volver a ver ese puto recorte de prensa en la vida. Me indigné con mi madre por haberlo guardado. ¡Se necesita ser morbosa! No vino ella a enseñármelo personalmente, pero allí estaba, en el cajón donde solemos guardar las tijeras, los sobres y recortes. En una foto extraída del periódico local se mostraba el vehículo aplastado con el siguiente pie: JOVEN FALLECE ARROLLADO POR UN CAMIÓN. Nunca pensé que mis ojos verían una imagen del accidente. Ni siquiera sabía que hubiera quedado constancia gráfica. Habían transcurrido tres meses del siniestro, por fin había recuperado el sueño habitual y me encontraba de paso en Memphis, en casa de mi madre, cuando tropecé con el recorte. Al empezar a leer el artículo, no recortado, sino arrancado del periódico y doblado luego a lo largo, ni se me pasó por la cabeza que pudiera tratarse de Jack. Leyendo los primeros párrafos pensé que era un suceso patético, espeluznante: un pobre desgraciado había perdido la vida por conducir demasiado despacio. Un camión que circulaba con exceso de velocidad se le había echado encima y le había arrollado en cuestión de segundos. Era una imagen nítida, el camión empotrado en el guardabarros trasero del coche, si bien más que un coche parecía una abstracción, un garabato furioso, y cuando despliego el recorte me encuentro con Jack, en el retrato del anuario escolar al término de la secundaria, con la americana colgada del hombro derecho, su foto junto a la del conductor del camión, como en un tándem: el delantero que marcó el gol de la victoria y el jugador que le pasó la pelota.

«—Pensé —me dice la bibliotecaria con tono adusto y oficioso— que le interesaría echarle un vistazo.»

Conozco el dichoso expediente, pero en ese momento no tengo ninguna necesidad de verlo. No he pedido que me lo trajeran. Así se lo hago saber.

«—Ya —contesta ella—, pero sigo pensando que debería echarle un vistazo de nuevo. Opinamos que debe examinar el archivo cuanto antes y rememorar el episodio en las próximas horas.»

Ojeo el expediente y su contenido me asalta con el clamor de miles de crímenes en casas impuras. Se lo devuelvo de malos modos.

«—Ya lo he ojeado. Gracias.»

La bibliotecaria se aleja. Me asomo al prado y veo una bandada de pájaros jugueteando en el aire. Alcanzo a ver hasta cinco mil metros.

Vuelven a tirarme de la manga. Es otro empleado de la biblioteca, un joven con ojos de animal en llamas. Se inclina sobre el escritorio con un expediente en las manos. Es el mismo de antes.

«—Acabo de ojearlo —le digo.

»—Sí, pero abajo opinamos que no le ha prestado la suficiente atención. Sobre todo a la sección en que aparece Nigel, el gilipollas de la funeraria, y el momento en la terraza, con todos los amigos del instituto de Jack riendo y fumando, el mismo día del funeral.»

Me planteo lo que diría a aquellos imbéciles si me los cruzara de nuevo. Busco algo que les duela y les avergüence, pero sin armar escándalo. Que todo suceda en silencio. Con los años mi umbral de tolerancia al ruido disminuía, cada vez me sobresaltaban más cosas. El ruido constante en el trabajo, los taladros, las sierras… no aguanté más, el ruido se me había hecho insoportable. Antes de dejar el empleo solicité desempeñar funciones más silenciosas. Como pintar paredes y molduras o instalar puertas, sin despreciar ciertas tareas como la de arrancar techos —por lo general revestimientos de aislamiento acústico en oficinas— o levantar suelos. Me encantaba ejecutar ambas tareas. Suelos de madera de la mejor calidad, cubiertos por capas y más capas de pavimentos imperdonables: falso linóleo, contrachapados, caucho, moqueta, cemento, cualquier material. Me entusiasmaba escarbar y sacar a la luz el suelo original, dejar al descubierto las tablas paralelas de madera de abeto con su ensamblaje machihembrado, pasar mis ásperas manos por su suave superficie, lijarlas, volverlas a pulir, devolver al entarimado su aspecto original. Con los techos gozaba de idéntico modo, me encantaba arrancar del entramado de rejilla las horribles placas, punteadas como el negativo vulgar de un firmamento estrellado, y arrojarlas al suelo para verlas hacerse pedazos. Y tirar luego de la rejilla —con qué facilidad se desprendía— que sostenía el falso techo y ver la habitación crecer en altura, las enormes vigas de madera al descubierto, con toda su antigüedad, con las muescas y curvaturas que el paso del tiempo había impreso en ellas. Me entusiasmaba el efecto de ambos procedimientos en un mismo espacio: elevar los techos, bajar los suelos, sacar de nuevo a la luz tanto la madera de arriba como la de abajo, ver cómo crecía el espacio, cómo el espacio y el aire útiles se ensanchaban entre inamovibles paredes. Pensé en la copia de aquel Caillebotte que colgaba en la oficina de mi jefe, un calendario obsequio de su hija, los hombres encorvados sobre la tarima del suelo, iluminados por la luz del sol, hombres encorvados que lijan de rodillas el entarimado luminoso de una sala en un primer piso, a buen seguro parisino…

Mi mente discurre ya por alegres derroteros, conquistados no sin esfuerzo, cuando otra joven de tez pálida y cabeza pelada, con los ojos como tizones al rojo vivo, aparece al otro lado de mi escritorio. Me flanquean ya dos bibliotecarias, ambas señalando idéntico material. La recién llegada sostiene en las manos el mismo expediente —ARROLLADO POR UN CAMIÓN— que he ojeado momentos antes y conseguido olvidar. Mi zozobra no le pasa inadvertida.

«—¿Qué demonios es esto? —pregunto.

»—Hemos hecho copias —responde.»

Encendí el televisor. El estado de la Unión, retransmisión por cable. Pegué la oreja a la almohada. El presidente irrumpía en la sala para regocijo general de la concurrencia. Parecían eufóricos de verdad, todos ellos. El presidente se dirige a algunos en susurros, ¿qué les dirá? La mayoría se limita a aplaudir puesta en pie, pero algunos tienen la suerte de que les susurre unas palabras, algo sin duda de suma importancia. Todos trajeados y encorbatados; ellas con sus vistosos trajes de chaqueta monocolor, esparcidas por la sala como un puñado de frutas y verduras gigantes. Pimientos rojos y verdes, manzanas, arándanos, todos con esas sonrisas forzadas, tan poco naturales, tan llenas de temor y resentimiento…

Me reprendí a mí mismo. No tenía ningún derecho a juzgar a personas que ni conocía ni conocería nunca, y tampoco a atribuir amargura o falsedad a sus sonrisas, cuando podía perfectamente tratarse de gente alegre y de buen corazón; el senador de Dakota del Norte, pongamos por caso, tal vez fuera un señor normal y corriente, risueño, una persona que sentía afecto por sus partidarios y hacía todo cuanto estaba en sus manos a favor de sus representados. Era muy posible que al distinguido senador de Oklahoma le doliera en el alma que las encuestas mostraran la escasa confianza y admiración que al electorado le inspiraban sus políticos. Sí, tal vez le doliera de verdad. Tal vez cuando se le mostraban esos datos se estremecía y vomitaba y corría a la ventana de su despacho en busca de aire y telefoneaba a su mamá, que aún vivía en la casa de su infancia y era viuda, y ella lo consolaba llamándole por su nombre y apellido, que le susurraba una y otra vez, y otra, y otra, y otra…

Ay, Jim

Ay, James

Ay, James cielo

Ay, Jimmy de mi vida

Ay, Jimmy Inhofe

Jimmy, hijo mío

Ay, Jimmy Inhofe

Jim-Jim

Jimmy Inhofe Jimmy Inhofe

… y al senador eso le sosegaba, sin que ninguno de los dos supiera bien por qué.

Estaba oscuro y sonaba el teléfono; la funda de la almohada, empapada bajo mi boca.

—¿Estás despierto?

Llevaba dos horas durmiendo. Para mí habían transcurrido apenas unos minutos.

Hand entró en mi habitación, pedimos una pizza y nos pusimos a ver Vaya par de idiotas en la tele. Con un cargo de conciencia monumental. Desaprovechábamos el poco tiempo del que disponíamos. Malgastábamos horas durmiendo, sin hacer nada. El propósito de la semana era sacar jugo a minutos y horas como esos, aferrarse a ellos, retenerlos, darles brillo, lanzarlos tan lejos como pudiéramos, y a las primeras de cambio, con tantas horas libres a nuestra entera disposición, nos cruzábamos de brazos.

Podríamos haber hecho autostop. Haber llamado a alguna puerta, incluso del mismo hotel, y entablado conversación o incluso magreado a alguien nuevo. Pero no, nada de nada. Con los billetes de Senegal en el bolsillo, esperábamos la llegada de una pizza en un Best Western de O’Hare; queríamos tener algo que contar sobre cada una de las horas de esa semana, hacer durante cada una de ellas algo insólito o casi (al menos para gente como nosotros) y, en lugar de eso, nos entreteníamos viendo por la tele cómo una partida de matones introducía la mano de Woody Harrelson en el retornabolas de la bolera.

—Pensándolo bien —observó Hand mientras arrancaba un pedazo de pizza—, si nos atenemos al plan original, debíamos aterrizar en Dakar a la una de la noche, ya demasiado tarde para hacer nada. Así, llegaremos sobre las nueve. Más o menos es igual, con la diferencia de que ahora dormiremos en el avión.

Tenía razón. Hand era un fenómeno. Éramos felices otra vez.

No había transcurrido una hora cuando el teléfono sonó de nuevo; los autocares de enlace estaban al caer. Bajamos corriendo al vestíbulo, donde al menos cien dignatarios senegaleses pululaban de acá para allá y otros hacían cola. Entre los hombres, varias mujeres, un par de ellas de nuestra edad, de cutis tan terso y aterciopelado que se diría falso o tensado en exceso. Una mujer vestida de rojo, con el tono de la sangre fresca al sol de mediodía, me pilló admirando sus anchas y curvilíneas caderas.

Avisé a Hand con un codazo. Puso los ojos en blanco.

Él sabía que yo sentía predilección por las mujeres macizas, de curvas generosas, metro ochenta para arriba, tan altas como yo o más (debo de medir metro noventa aproximadamente) y con formas exuberantes, exageradas. Era un gusto desarrollado en los últimos años, a raíz de mi relación con Charlotte, cuya abundancia anatómica había hecho de mí un hombre nuevo. Charlotte era como una modelo de tallas especiales de arrolladora panorámica, que llamaba la atención en aceras y salones y tenía una risa dulcemente escandalosa, como el estrépito de grandes nubes blancas. Llevábamos juntos seis meses cuando anunció que se trasladaba a Los Ángeles por los motivos de rigor. Me invitó a acompañarla, pero decliné el ofrecimiento, lo cual no me pesa. Desde hacía un tiempo saltábamos a la mínima y nos dejábamos arrastrar por el tedio y el malhumor. «¿Cómo puedes decir eso cuando sabes que no sé silbar?» «¿Cómo puedes decir eso sabiendo que mi tía es diabética?» Por otra parte, yo había agotado las reservas de metáforas eróticas (y verosímiles), y en una relación como la nuestra, cimentada entre las cuatro paredes del dormitorio, tal sequía era mal síntoma. A Charlotte le excitaba el intercambio metafórico durante el coito. Yo: «¡Labro tus tierras! ¡Surco tus campos!». Ella: «¡Más rápido con ese arado! ¡Apúrate!». —Y exigía imágenes cada vez más originales y exóticas—: «¡Acoplamiento de la nave!» «¡Marchando relleno para su enchilada!» «¡Estoy hundiendo su… prieto, húmedo… acorazado!», hasta que llegó el punto en que me descubrí recurriendo a mis amigos en busca de ideas (la galáctica analogía del cohete y su acoplamiento se la debía a Hand, aunque a Charlotte no le impresionó demasiado) y comprendí que aquello exigía un esfuerzo excesivo.

Aparté la vista de la senegalesa cuando un botones de edad mediana, tez blanca y bigotín lacio se dirigió a nosotros.

—¿Qué? ¿Han cenado bien?

—No ha estado mal —respondí. Tuve la desagradable sensación de que sus atenciones hacia nosotros obedecían a la sencilla razón de que solo había tres personas blancas en todo el vestíbulo, y Carradine entretenía la espera obsequiando a otros con su buena fortuna, su munífica hospitalidad y su escaso talento para la aritmética.

—¿Cómo que «no ha estado mal»? ¡Vamos! Si he visto entrar la pizza con mis propios ojos. ¡Se han puesto ustedes las botas!

Hand y yo sonreímos. El botones tenía las comisuras de la boca manchadas de (¡Dios lo quiera!) pasta de dientes.

«—Patán.

»—Lo siento, Will.

»—Límpiese esos salivajos de la boca.

»—Lo siento, Will.»

Le comuniqué que podía terminarse nuestras sobras si lo deseaba, que habíamos dejado la mitad de la pizza arriba, en la habitación. Respondió que igual aceptaba la oferta, siempre que Rose no se le hubiera adelantado. No indagué en la identidad de la tal Rose. «¿Dónde se había metido Hand?» De pronto se había esfumado.

—¿Así que van a África también?

Asentí con la cabeza.

—Pues mucho cuidadito, ¿eh? —advirtió el hombre—. Aquello es un desastre. Se la han repartido como si fuera una pizza. —Otra vez con la pizza. Debía de gustarle mucho. Se acercó a mí—. ¡Se pasan la vida matándose unos a otros! ¡Hermanos contra hermanos! ¿A qué país dice que van?

—A Senegal.

—Senegal. ¡Senegal! Pues ándense con ojo. Acuérdese de lo que le digo. —Me agarró del hombro—. Allí fue donde dispararon a aquel piloto americano y ¡lo arrastraron del pene!

Eso ocurrió en Somalia, dije. El botones negó enérgicamente con la cabeza, como si tuviera ante sí a un tonto de capirote. Hand ya estaba de vuelta.

—Yo antes enviaba donativos a África —siguió diciendo el botones—, pero luego me enteré de que se lo embolsaban todo los «señores de la guerra». Todo para ellos, y encima resulta que, cuando les mandamos paquetes, bajan los rusos con sus aviones y se los llevan. ¡Cargan con todo y andando!

—Tiene usted razón —intervino Hand apuntándole con el dedo—. Toda la razón. —No capté si hablaba en serio o no.

—¿A que no sabían eso? —dijo el botones—. Los rusos se apoderan de todo lo que mandamos, se lo compran directamente a los «señores de la guerra». —Le había tomado gusto a la palabreja—. ¡Habrase visto disparate! Yo ya no envío un duro.

Le estreché la mano y proferí un gemido. Había olvidado que la tenía medio rota. Hand se la estrechó también.

—¿Su nombre, caballero? —le preguntó.

—Robby. —El tipo rondaba los cincuenta, y aún se hacía llamar con un diminutivo.

—Robby, le estamos muy agradecidos. —Hand hizo una breve reverencia.

Subimos al autocar.

La sombra que la Tierra proyectaba sobre la luna era un fenómeno que alcanzaba a comprender. Sabía que nuestro planeta esa noche ocultaba al astro en su mayor parte, de ahí la delgada hoz blanca en el firmamento. Lo que me resultaba incomprensible era que apreciáramos la luna y su sombra con tanta nitidez, sus líneas tan límpidas. El sol nunca lo veíamos así; sus contornos siempre parecían borrosos, difusos. Aun sabiendo que el sol es gaseoso y la luna mineral, sigo sin explicarme a qué obedece que veamos la esfera de la luna con tanta claridad, sus contornos tan perfilados, recortados a tijera sobre una cartulina.

El viraje del avión dejó la luna a nuestras espaldas.

Por alguna razón que ignorábamos nos habían sentado en primera. Nos sentíamos violentos por el hecho de ser blancos y viajar en las primeras filas cuando los senegaleses, mejor vestidos, más cultos y probablemente con sangre aristocrática en las venas, iban atrás, en clase turista. Entre Hand y yo sumábamos tres años de estudios universitarios en la Universidad de Wisconsin-La Crosse y disponer de saldo en la cuenta del banco era una novedad para nosotros. Arrinconamos esa culpa en el cajón junto a las demás injusticias y dimos cuenta de la comida. La azafata nos pidió que bajáramos la cortinilla de la ventana; para no molestar a los habitantes de los pueblos que sobrevoláramos…

—¿De verdad ha dicho eso? —le pregunté a Hand.

—Eso creo —respondió…

… y luego se durmió. Yo no tardé en caer, pero despertaba a cada hora agarrotado —y hasta qué punto, aun viajando en primera—, como si me hubieran embutido serrín en el cuerpo. A eso de las tres di un respingo al acordarme de que aún no había firmado los cheques de viaje. En el banco me habían recomendado hacerlo antes de partir. Olvidé la instrucción al momento, hice un intento en casa, luego casi me acuerdo en el taxi, y después en el aeropuerto, hasta que por fin decidí que ya tendría tiempo durante el vuelo. Me volví hacia la ventanilla y, tapándome con la espalda y el brazo, me dispuse a firmar, ojo avizor, no fuera que alguien llegara a Dakar con el cuento de que en el avión viajaban unos turistas forrados de dinero —Dios, cómo odiaba ese dinero; cambiaba mi persona y mi visión de la vidaa los que había que robar, apuñalar y pasear por ahí arrastrándolos del pene…

No terminaba nunca de firmar. Había dejado al cajero del banco sin cheques de quinientos dólares tras los primeros seis talones, de modo que el resto eran todos de cien, doscientos noventa en total, distribuidos en sobres de diez. A medida que firmaba dejaba caer el cheque sobre mis rodillas; a cada diez, los recogía, los colocaba en orden, los apilaba primorosamente sobre la mesita abatible, clic-clic, y volvía a introducirlos en su sobre.

Desde mi ventanilla el ala del avión refulgía con el mismo brillo metálico con que lo habría hecho cincuenta años atrás, cuando transportara a gente más afable y sencilla. Todos fumando y charlando en voz alta, en cordial algarabía, tocados con sus distinguidos sombreros. ¿Desde cuándo se viajaba así? ¿Con esa displicencia? Ignoraba el dato. En cambio, Hand seguro que lo sabía. Él entendía de esas cosas, o fingía entender. Me venían a la mente innumerables preguntas. ¿Flotarían en el momento de la verdad los dispositivos de flotación? ¿Se sostendría el avión en el aire el tiempo suficiente para que los pasajeros saltáramos por las amarillas rampas hinchables, tan amplias y tan alegres? Y en otro orden de cosas, ¿qué sería más fácil, liquidar a una persona guapa o a una fea? ¿Y si te veías obligado a emplear tus propias manos, vacilantes sobre la víctima? Seguro que no era lo mismo. ¿Y por qué, cuando nos encontramos con el cristal medio roto de una ventana, deseamos cargárnoslo del todo? Vemos las esquirlas alzándose en el marco y nos entran ganas de partirlas, una tras otra, como si fueran dientes. Preguntas y más preguntas. ¿Había sufrido Vaclav Havel un enfisema o lo había soñado yo? ¿Quién había sido el del enfisema? Alguien de esa zona.

Mi intención era hacer el vuelo dormido. Con la cabeza desocupada demasiado tiempo, seguro que terminaba volviendo atrás. Hasta Oconomowoc o más atrás, hasta el gilipollas de la funeraria y lo que había hecho con Jack. Pues claro que un ataúd cerrado. ¡Cómo se os ocurre preguntar siquiera!

Mi firma en cada uno de los cheques de cien dólares los hacían míos. En el papel no constaba ninguna otra forma de identificación; las posibilidades de estafa o fraude parecían desorbitadas. Todo aquel papel en blanco, bien que bello, con sus soldados de Esparta pendientes de mi garabato, el color de mar del papel, de mar Mediterráneo, donde los bañistas se tumban sobre las rocas, qué fácilmente se prestaba a la ilegalidad. Firmando esos cheques, sin embargo, los hacía menos vulnerables. Firma… ¡mío! Sumas de dinero sin dueño, impersonales, hasta que me abatía sobre el papel y garabateaba mi nombre junto a la línea, ris, ras. Cien dólares, y otros cien más, y otros. El bolígrafo se deslizaba rápido y firme, y yo presionaba con fuerza para que la letra brotara clara y legible; ¡incluso oía mi cuerpo abatirse sobre el papel! Firma… ¡mío! Firma… ¡mío! Cada diez cheques, mil dólares, míos todos dentro del primoroso sobre. ¡Míos! Empezaba a sentir que el capital que durante tanto tiempo había permanecido inactivo en aquella extraña cuenta, el dichoso fondo de inversión abierto por Cathy Wambat —que entretenía sus ratos de ocio con operaciones financieras de poca monta—, por una vez cobraba vida. Lo que durante tanto tiempo no había sido más que una cifra en un extracto que llegaba cada mes por correo aparecía en ese momento apilado sobre la mesita plegable de un avión, por fin convertido en realidad gracias a tantos cientos de nombres, todos míos, bajo la vigilante mirada de cientos de espartanos.

Hasta hartarme de mi propia firma. Ya no podía más; la había aborrecido. Llevaba noventa cheques firmados y me frotaba la mano dolorida como hacen en los anuncios televisivos contra la artritis. Hasta que poco a poco caí en la cuenta de que cada vez que utilizara o canjeara uno de los cheques tendría que volver a firmarlo en presencia de un cajero o empleado del banco. Quinientas ochenta y seis firmas más, una para cada reembolso. ¡Mío! ¡Mío! ¡Ris, ras! ¡Ris, ras! Aborrecía aquel dinero; deseaba verlo desaparecer.

Al otro lado del pasillo un señor, fornido torso bajo mantita azul, miró de refilón hacia mí, hacia los cheques, las ordenadas pilas de sobres y el trajín de mi bolígrafo, y puso los ojos en blanco. Era dinero que no me pertenecía y él lo sabía. Era un dinero perdido, perdido por alguien, un dinero que había escapado volando de su morada habitual para, absurdamente, ir a parar a mis manos.

Pues sí, había recibido ochenta mil dólares por colocar una bombilla. Así ocurrió, tal cual; dudo poder dar más realce al asunto por mucho que lo intente. Mi jefe suele publicar un folleto a doble página, maquetado por su propio hijo, en el que figuran la lista de servicios de la empresa, antiguos proyectos y fotos de obras anteriores. La última edición de dicho folleto, palabra de Dios, salió a la calle con una foto mía en la que aparecía subido a una escalera colocando una bombilla. No sé qué objetivo perseguiría West Side, Construcciones y Reformas, dando tanto bombo a ese servicio en particular, pero eso fue lo que ocurrió. ¿Acaso pretendían burlarse de mí, Will Chmielewski, de mi condición de polaco —perdón, polaco de mierda— y de mi destreza como tal para instalar bombillas? El jefe insistió en que me equivocaba de medio a medio. «¡Ni pensarlo! —exclamó—. Por Dios santo, Will, ¡ni mucho menos!», y acto seguido regresó a su barracón sofocando una carcajada. El caso es que poco después recibo una llamada telefónica de Leo Burnett, la agencia de publicidad de Chicago, ubicada en un impresionante rascacielos junto al río; la agencia desea saber si tendría inconveniente en ver mi imagen inmortalizada en los millones de paquetes de su nuevo producto, cierta bombilla que van a sacar al mercado.

Acabábamos de construir un invernadero en una casa de Orchard y resultó que el propietario de la vivienda trabajaba en dicha agencia, en calidad de creativo o algo por el estilo, y había encontrado el folleto de nuestra empresa tirado por casa. Cuando meditaba sobre distintas propuestas de logotipos para el fabricante de bombillas, se le ocurrió utilizar la silueta de mi persona subida a la escalera y tantear el efecto que provocaba entre sus compañeros, que reaccionaron exclamando: «¡Ya está! ¡Ese es el hombre ideal para nuestras bombillas!».

I02

Supe que mi madre se sentiría orgullosa y mi hermano Tommy soltaría una carcajada, así que acepté. Aquí tenéis el logotipo, si os interesa, justo a la derecha. En lugar de dinero en efectivo, querían ofrecerme acciones de la empresa fabricante de bombillas, acciones que, según ellos, con un split o dos, cuando vencieran producirían unos réditos en torno a los diez o doce millones de dólares, y eso en menos de dos años, aseguraron, tal era la confianza que depositaban en las nuevas bombillas. Geniales, les dije. Sus bombillas me parecían de puta madre. Y enseguida les pasé mi número de cuenta, para que me ingresaran los ochenta mil dólares en efectivo, oferta de la empresa y, al parecer, remuneración habitual por transformarte en silueta con fines comerciales. Por un instante sentí una falsa sensación de poder. ¡Mi imagen grabada en la mente de millones de personas! Pero enseguida bajé de las nubes, y con gran estrépito. No era más que una silueta, una imagen reduccionista de mi persona. Nada.

El año pasado fue el más extraño de los que me ha tocado vivir, el más cruel e incongruente: perdí a Jack, en mis manos cayó más dinero del que jamás había visto junto y sufrí más desvanecimientos, más caídas que nunca. Tenía las emociones a flor de piel; las lágrimas siempre a punto. Era capaz de pasar horas muertas flotando en una piscina. O tardes enteras sentado en una terraza contemplando una vista de la más absoluta vulgaridad. Las parejas felices me provocaban una alegría exultante. Cuando me enteraba de que alguien, por lo general gente a quien apenas conocía o que ni siquiera me caía bien, había encontrado su media naranja después de dar muchos bandazos por ahí, sentía una dicha inmensa. Cualquier minucia me deslumbraba. Estacionaba el coche a un lado en la carretera y apoyaba la cabeza contra la ventanilla intentando captar a qué obedecía la intensidad de lo verde. La música me convulsionaba, ciertas melodías me producían escozor de ojos y un nudo en la garganta, me llevaban al borde de las lágrimas sin provocarme catarsis de ninguna clase. Podía estar meneando la cabeza, anonadado por la belleza de una melodía, y, al momento, enfilar el coche hacia la tienda dispuesto a comprar un manual de piano para autodidactos, convencido de que era capaz de aprender por mi cuenta y, con mi exquisito gusto, sacar un álbum al mercado, cuando de buenas a primeras daba la vuelta en redondo diciéndome: «¡Qué coño, lo que tengo que hacer es aprender a pilotar un avión!». Eso es lo que yo quiero de verdad. «Pilotar aviones.» Pero ser piloto me llevaría años; necesitaba algo más inmediato. Lo que me convenía era seguir un cursillo de derecho y ejercer la abogacía, sin pasar previamente por la facultad, por supuesto. Se podía hacer. O quizá mejor, abrir la tienda de artículos policiales que planeábamos en la secundaria o el almacén de artesanía en Nuevo México. Y casarme con una mujer policía; una mujerona fuerte que atendería al nombre de Heather y me querría con locura.

Me habían propinado una paliza brutal en un guardamuebles de Oconomowoc y, sentado en el avión, cuando habían transcurrido dos semanas completas de los estertores de tan nefasto año, aún me sentía desollado, despellejado y quemado vivo.

Aparté los cheques de viaje, eché una cabezada y soñé que caía una tromba de agua y las gotas eran del tamaño de los coches. Yo contemplaba la tormenta resguardado en un búnker, mientras alrededor todos morían, y sentía un tremendo remordimiento de conciencia porque todo me parecía muy hermoso, las gotas en su perfecta esfericidad reflejando y distorsionando el mundo a nuestros pies antes de estrellarse contra los que aguardaban ansiosos la benefactora lluvia.

MIÉRCOLES

La luz, intensa y salvaje, se filtraba por las ventanillas de la cabina reclamando atención y subí enseguida unos centímetros el párpado de la mía cuando ya entrábamos en África a una velocidad de quinientos kilómetros por hora; abajo el mar embestía con fiereza la costa de Dakar. La nítida sombra del avión se bamboleaba sobre el litoral y los edificios de la capital destellaban de blanco y ocre, y se erguían impertérritos ante el embate del viento y de las olas que arremetían contra ellos con toda la furia del mundo y luego morían. Nos hallábamos en un punto desconocido del planeta. ¿Qué hacíamos allí? Ni siquiera lo sabíamos. Hand había despertado.

—Senegal —apunté.

—Senegal —repitió.

Imaginábamos Senegal verde, pero se veía ocre.

—Será que África occidental es ocre —dijo Hand.

—Pues yo estaba convencido de que Senegal era verde.

No había pasarela cubierta que comunicara con la terminal, solo una escalerilla directa al asfalto. Se respiraba un aire cálido y también la brisa lo era; el cielo estaba despejado, de un azul desteñido, y el sol colgaba yerto, aburrido sin tener con quien competir. Los operarios encargados de bajar el equipaje de la bodega, con sus rodilleras verdes y los ojos tras las gafas protectoras, nos miraban con las manos sobre la cabeza.

—Estamos en África —observó Hand.

Nos adentramos en la terminal.

—Y esto es un aeropuerto africano —añadió.

Era un edificio mínimo, abierto por todas partes. Parecía un centro comercial en miniatura. Nos sentamos en el fresco suelo de linóleo para rellenar el formulario de aduanas. Cuando terminé, vi a Hand con la cabeza apoyada contra la pared.

—Increíble que esté en África —afirmó.

—Cierto —respondí.

—¿Cómo hemos llegado hasta aquí? —se preguntó—. Acabamos de poner pie y ya estoy deseando quedarme para siempre. ¿Has notado qué aire? Es distinto. Es aire africano; como más mezclado con el sol. Para mí que el nuestro no se mezcla tan bien. Aquí les sale la combinación perfecta. Se percibe el sol en el viento, en el aliento cuando uno respira.

—Me alegro de que pudieras acompañarme.

Al pasar la aduana, los taxistas, viéndonos sin equipaje, ni se acercaron. Carradine charlaba con una joven blanca, puro encaje toda ella, Blanche Dubois de tournée, demasiado pálida y frágil tanto para viajar sola como para estar en su sano juicio. ¿Qué hacía en Senegal esa mujer? Su pelo pajizo y mortecino.

Una corpulenta senegalesa vestida de amarillo chillón apareció de pronto y preguntó algo.

—¿Qué?

—¿Que a qué hotel?

—El Independent —respondió Hand echando mano del primer nombre que vio en un enorme letrero iluminado en lo alto.

—Yo llevar —se ofreció la senegalesa apuntando al minibús aparcado justo enfrente. Preguntamos si antes podíamos sacar dinero—. Bueno —contestó malhumorada consultando su reloj. Ya le pertenecíamos, éramos sus criaturas y la estábamos entreteniendo.

Canjeamos dos mil dólares en cheques de viaje —¡ris!, ¡ras!— y entramos un momento en los servicios para guardarlos en lugar seguro. Tendí a Hand la mitad del fajo, los dividió en cinco partes que guardó en cinco compartimientos distintos. Yo me los metí a puñados en el fondo de los bolsillos, de la mochila, en los calcetines y bajo las plantillas.

Subimos al minibús. Éramos sus únicos pasajeros. La senegalesa tomó asiento junto al conductor, que no despegó los labios en todo el trayecto.

El paisaje camino del centro era un erial polvoriento, color de pino sediento. La carretera se abría paso entre promontorios de arena y casas de adobe, bloques de apartamentos junto a las chabolas, bloques con orejas formadas por cientos de pequeñas antenas parabólicas. Las vallas publicitarias con mensajes gubernamentales mostraban a ciudadanos senegaleses que torcían el gesto ante los que arrojaban basura al suelo u orinaban en la vía pública, o fomentaban el consumo de leche. Por la carretera circulaban montones de pequeños autocares azules y BMW. Dos policías montados en idénticos escúteres nos adelantaron.

Nuestro minibús se detuvo en un semáforo y una multitud de caras asomó por las ventanillas abiertas: madres con sus bebés que deambulaban por la mediana de la carretera apuntando a las minúsculas boquitas de sus criaturas.

—¡Bebbe! ¡Bebbe! —gritaban.

Entre sus piernas, unos niños voceaban las mercancías en venta: caramelos y teléfonos móviles. Nubes de moscas pululaban sobre los bebés. Todo fue muy rápido. Nos pilló por sorpresa.

—¡Dales algo! —exclamó Hand.

—¡Dáselo tú!

—¡No, tú!

Los coches circulaban a ochenta kilómetros por hora por el carril contrario. Teníamos dinero y voluntad de dárselo —«¡Para qué queremos, si no, todos esos cheques de viajero, imbécil!» ¡Ya lo sé!—, pero me atolondré, me preocupaba el tráfico, los niños al filo de la carretera, y apenas acerté a esbozar una sonrisa de disculpa, como el cerrajero que no consigue abrirte la puerta. Me aparté de la ventanilla y me senté en el pasillo del autobús, encogido.

—¡Bebbe! ¡Bebbe!

La senegalesa del minibús observaba nuestra turbación. ¿Por qué no decía que no les hiciéramos caso? Ese era su deber. Se supone que la misión de un guía turístico es espantar a sus compatriotas necesitados. El conductor no nos quitaba ojo de encima. Sonreí una vez más y procuré mostrar confusión, aturullamiento. ¡Era inocente! Hand aparentaba idéntico aturullamiento pero, medio adormilado como estaba, con el pelo aplastado de acabar de levantarse de la cama, parecía un mamarracho. Por fin el minibús arrancó con una brusca sacudida y seguimos adelante, hasta que la calzada se estrechó.

—¡Bebbe! ¡Bebbe!

—¡Míster! ¡Míster!

Un automóvil de carrocería dorada nos adelantó; su conductor hablaba por el móvil a la vez que gesticulaba con los puños. La carretera se estrechó enseguida y discurrió sinuosa por el centro de Dakar, las calles repletas de gente, grandes manchas de vistosos colores, vendiendo todo género de artículos. Unos cargaban con los neumáticos averiados de sus motocicletas, otros con sus carnicerías ambulantes, otros acarreaban sacos de naranjas que ofrecían a los automovilistas. Nadie sudaba ni se veía a nadie fumando. A las puertas de un recinto vallado un turista blanco con el pelo alborotado y una enorme camiseta de fútbol, marca Fubu, charlaba con dos hombres uniformados y armados con fusiles de asalto, mientras un grupo de estudiantes italianos —Hand aseguraba que eran italianos—, con impoluta camisa blanca y pantalones y faldas negros algo polvorientos, pasaba relinchando en sus motos. Se diría que toda la población de Dakar, ciudad de pequeños favores y raudos recados, había saltado a las calles para vender sus mercancías o trasladarlas de un lado a otro.

El hotel, situado a la izquierda del centro de Dakar, era oscuro en su interior, con un vestíbulo de techo bajo, elegantes líneas y suaves superficies de mármol negro, todo él muy fresco, resguardado, impoluto. El esbelto y nervudo recepcionista lucía las mismas gafas de montura plateada que los dos altos y nervudos ayudantes con quienes compartía mostrador de recepción. Tras mofarse del francés de Hand, se dirigió a nosotros en inglés. Pedimos una habitación doble con dos camas y subimos a dejar el equipaje en el cuarto, cuyo luminoso ventanal se abría a los ocres y blancos de la urbe y, a la izquierda, al mar, todo violeta y azúcar.

—¿Qué hora es? —pregunté.

—Las diez de la mañana.

—¿Cómo estás? —quiso saber Hand.

—Yo, bien. Y tú, ¿dispuesto?

—Hecho polvo, pero hay que salir.

Dejamos atrás el vestíbulo y salimos a la calle en busca de una agencia de viajes donde reservar el siguiente vuelo. Necesitábamos información exhaustiva sobre las salidas desde Senegal; había que estar en Madagascar o Ruanda al día siguiente. Arreglaríamos lo del billete cuanto antes y así podríamos dar una vuelta por la ciudad durante el día y parte de la noche, y emprender viaje de mañana. Nada más salir del hotel, justo enfrente del aparcamiento reservado, nos vimos asediados por un enjambre de hombres que corrieron hacia nosotros y se pusieron a caminar marcha atrás siguiéndonos el paso y acribillándonos a preguntas. «English?», espetó uno estrechando la mano de Hand. Y otro me preguntó mirándome: «Spanish?». Siempre me toman por español, será por lo del pelo oscuro y las pestañas.

—Americanos.

—AmeriCANos, ¡ah! Welcome to Dakar! ¡Tú, accidente! ¡Cara! ¡Necesita máscara! ¡Fantasma de la ópera, ja, ja! ¿Gustar Dakar? ¿Cuánto tiempo aquí?

—Veinte minutos.

—Ah, ja, ja. ¡Veinte minutos! ¡Muy bueno, chiste! Welcome! Welcome! ¿Querer taxi? ¿Tour? Mi…

Entramos rápidamente en una agencia de viajes.

Hand puso a prueba su francés con el primer empleado con que topamos, pero sin éxito. Esperaríamos a uno que hablara inglés.

—¿No decías que sabías francés? —pregunté.

—Y sé. Algo.

—Tu padre es francés, ¿no?

—Bueno, francés de Francia, no. No es de Francia.

—Pero ¿qué te has puesto?

—¿Eh?

Hand llevaba una camiseta con el lema: ORGULLOSO DE MI CULTURA NEGRA. Rubio como era, y con aquellos pantalones amariconados, le quedaba como a un santo dos pistolas.

—¿De dónde has sacado eso?

—De un mercadillo.

—Aquí no se va a entender el chiste. O lo que sea. Ni siquiera hay chiste.

—Si no se van a enterar. Y que sepas que no es chiste. A mí me gusta. ¿La has visto por detrás?

Asentí con un parsimonioso movimiento de la cabeza; vergüenza ajena sentía. En la espalda la camiseta rezaba: VOLEIBOL FEMENINO DE ROGERS PARK.

Llegó la empleada que hablaba inglés y tomó asiento frente a nosotros. Hand se inclinó sobre la mesa.

—Queríamos saber qué vuelos salen de Dakar esta noche y mañana.

—¿Adónde desean viajar? —preguntó la agente, una elegante señora vestida de azul eléctrico.

—Aún no estamos seguros —respondió Hand en inglés—. Quisiéramos saber antes qué opciones hay. ¿Podría in-for-mar-nos de todos los vuelos dis-po-ni-bles?

Ahí fue cuando Hand empezó a hablar inglés con acento senegalés, marcando las sílabas y espaciándolas. Le daba cierto deje británico, aunque en versión a cámara lenta y con un continuo cabeceo. «¿Como un británico de la época de las cavernas?» Sí, algo por el estilo. «¿Y por qué hace eso?» Ahora mismo se lo pregunto.

—Sí, señor, pero ¿adónde desea volar? —insistió ella. Otra que nos tomaba por idiotas.

—Queremos saber todas las opciones posibles y luego decidiremos —respondió Hand.

La senegalesa nos miró sin pestañear.

—Tienen que decirme adónde desean ir. —Inglés, impecable; frente, alta y serena.

—¿No puede informarnos antes de qué vuelos hay?

—No. No puedo.

Le dimos las gracias, salimos de allí…

—¡Hola! —nos saludó un desconocido—. Yo ver en hotel. Yo también estar en hotel. ¡Señor tenido accidente! —Se aproximó para examinarme de cerca, demasiado cerca, como un estudiante de medicina—. ¡Señor, hombre duro! ¡Vosotros chicos venir a juerga, juerga! ¡Cuánto tiempo en Dakar, yo saber!

… y regresamos al hotel, directos a uno de los dos mostradores de las empresas que alquilaban vehículos. Volveríamos al aeropuerto, reservaríamos el vuelo y luego daríamos una vueltecita en coche, por la tarde, para hacernos una idea general de Senegal. Atendía el mostrador un fornido caballero, muy sonriente. Pedimos un coche pequeño y envió a un empleado para que nos lo trajera.

En el mostrador de la otra compañía, en el extremo opuesto del delta del vestíbulo, un individuo vestido de tenista amonestaba a un empleado, este no tan corpulento. El tenista hablaba en voz alta, cigarro en mano, y se quejaba con grandes aspavientos de las escandalosas tarifas. Hablaba inglés, con acento americano, y parecía americano. Con calcetines blancos, doblados por debajo de la rodilla como Van Horn, el de la NBA. Ocultamos la cara tras las mochilas.

Hand se quedó esperando el coche, y mientras tanto yo me acerqué a la sala ejecutiva del hotel para entrar en internet y recabar información sobre los vuelos que salían de Dakar. Un enorme senegalés de mediana edad consultaba la pantalla, rodeado por tres mujeres que debían de esperar turno. En cuanto me vio me indicó que fuera hacia allí, que casi había terminado. Sonreí para hacerle entender, dado que no hablo francés, que continuara, que no corría prisa, ya volvería más tarde. Él agitó de nuevo la mano, insistente.

Me acerqué y sonreí, confiando en que hablara inglés. Se dirigió a mí en francés.

—Lo siento —me disculpé—. No parlez pat francais. Mon frer… —expliqué, gesticulando en dirección a la puerta, con lo que pretendía insinuar que tenía un amigo que hablaba francés, un viejo amigo, ¡un amigo de la guardería!, ¡de nacimiento!, que en ese instante aguardaba en recepción a que le entregaran un Taurus. No sé si quedó claro.

—Así que inglés —contestó efusivo—. Aquí mis esposas —añadió abarcando con un ademán de la mano a las tres mujeres que le rodeaban, las tres muy guapas, muy altas. Amagué una risita, queriendo encontrar el punto medio entre la incredulidad y la cortesía. ¿Suyas las tres? ¿De verdad? En mi azoramiento, traté de mostrar admiración ante él y respeto hacia ellas, sin partirme el cuello en el intento. Las esposas charlaban entre sí y se sonreían con complicidad. Las tres lucían magníficos trajes, una de color amarillo rosal, otra de intenso y suntuoso naranja y la tercera de azul crepuscular; tres reinas sentadas a unas mesitas plegables en torno a un Macintosh SE con ocho años de antigüedad sobre cuyas teclas trajinaba su marido, mucho mayor que ellas y empapado en sudor—. Será un momento —aclaró—. ¿De dónde es? Déjeme adivinar: Texas.

Mentí.

—¡Sí! ¿Cómo lo ha sabido? —pregunté con cierto deje gangoso.

—Ah, Texas. Me encanta Texas. He estado en Midland.

—Ah. ¿Y no conocerá a…?

—Disculpe —se excusó, no era momento de entrar en detalles—. Debo terminar esta nota. —Señaló la pantalla.

Y terminó al poco; se disculpó, me disculpé, le di las gracias y dejó la sala seguido de sus esposas, la última de las cuales, la de amarillo, dobló la esquina flotando tan etérea como un cura con sotana. Sentí deseos de salir tras de él y de su harén. ¿Y si nos invitaba a su magnífica mansión de estuco rosa, protegida por fuertes medidas de seguridad, y nos dejaba campar a nuestras anchas por sus posesiones y tumbarnos junto a la piscina, mientras sus esposas o doncellas nos agasajaban con refrescos y cremas solares? Podríamos jugar juntos a squash. O quizá prefiriera el paddle…

Hand entró en la sala con dos litros de agua, muy fría. Agarré la botella de plástico que me correspondía y emitió un gorgoteo de voluptuoso placer.

—El co-che, ve-nir ha-cia a-quí —explicó Hand.

—Para de hacer eso.

—¿Qué quie-res que pa-re?

—Me saca de quicio, tío. No espacies tanto las sílabas, joder. Pareces un marciano.

Consultamos en internet qué vuelos salían del aeropuerto de Dakar. Ninguno, o casi ninguno, que no hiciera escala en París. Era imposible volar a Ruanda sin pasar por París. Y también a Yemen. A Madagascar sí había vuelo, aunque había que detenerse en Sudáfrica. Tardaríamos un día o más en llegar a cualquier sitio. Y había que sacar visados. Ni siquiera a Gambia, ese país incrustado como un pólipo en mitad de Senegal, se nos permitía cruzar sin visado en mano. Simplemente atravesar el continente, rumbo a El Cairo, podría llevarnos toda la semana. En Mauritania exigían visado, y en Malí igual. Además, en ninguno de los dos países aconsejaban desplazarse en vehículo particular.

—Joder —exclamé.

—La hemos cagado.

—¡Bien!

Ante el ordenador que había a nuestras espaldas, apagado en el momento en que yo entré, vimos a alguien sentado. Era el americano disfrazado de tenista que buscaba coche de alquiler. Ese «¡Bien!» había salido de sus labios. El arranque de entusiasmo pretendía despertar nuestra curiosidad por lo aparecido en su pantalla.

—Mi amigo participa en el París-Dakar —explicó.

—¿El superrally ese? —preguntó Hand.

—Sí. Va séptimo.

Detecté algo raro en su acento. Estaba consultando una clasificación.

—¡Uau! ¿Motos o coches? —quiso saber Hand. El tema le interesaba. Al parecer sabía de qué hablaba aquel tipo.

—Motos —respondió—. Es muy bueno.

Hand entendía de esas cosas, sabía el número anual de gorilas que la guerrilla mataba en el Congo y cuántas toneladas de cocaína se importaban semanalmente de Colombia, cómo se las ingeniaban para pasarla, cuál era su grado de pureza, si era de calidad, quién estaba al frente de qué cártel, con la ayuda de qué organismos estadounidenses y desde cuándo. Como también sabía que Spinoza, de hecho, era autista —lo había leído recientemente en alguna parte, no recordaba dónde—, ¡pero era cierto! Habían analizado su ADN. Y también que el presidente estadounidense Herbert Hoover sentía atracción por los niños (de eso estaba seguro, aunque, pensándolo bien, tal vez se tratara de McKinley o de J. Edgar), y que era posible aumentar la estatura de los enanos colocándoles unos aparatos con aspecto de instrumentos de tortura medieval en la parte exterior de la pierna; «¡y funciona!», exclamaba entusiasmado; vio a un chico en un documental que había ganado más de treinta centímetros, aunque algunos enanos se lo reprocharon, y le acusaron de renegado o algo por el estilo… Y así una y otra vez, veinte años llevaba yo escuchando sus gansadas, desde el primer curso en el colegio, cuando me aseguró que si te tocabas el pene te salían lombrices (hasta los ocho años oriné protegiéndome las manos con bolsitas de plástico); y siempre descolgándose con la misma mezcla de verdades, medias verdades y cuentos espurios; se plantaba de repente en ese emporio de anécdotas como un borrachín furioso, pero siempre defendía cada una de sus historias con la misma inquebrantable firmeza, sin un ápice de duda ni la más mínima concesión hacia las tuyas. Si no sabías esas cosas, era por voluntad de mantenerte en la ignorancia, pero no todo estaba perdido. Sus vomitonas de datos siempre venían precedidas de un «Pues, quizá ya lo sepas, pero es lo que tiene extraer cinc, que…».

Mientras Hand conversaba con el tenista, seguí consultando varias páginas de compañías aéreas en internet. Dakar a Zaire: no. Dakar a Kenia: sí, pero a un precio desorbitado y con escala en París. Dakar a Polonia: no. Dakar a Mongolia: no. ¡Qué mierda era esa! ¿Por qué no había vuelos de Senegal a Mongolia? Siempre había tenido la impresión, vaga, eso sí, de que fuera de Estados Unidos se podía circular de forma fluida y constante entre países, que las demás naciones del planeta formaban piña, que intercambiaban información y lamentos varios, como los fumadores frente a las fachadas de los edificios donde está prohibido fumar.

—¿Cuándo llega el rally a Dakar? —preguntó Hand.

—Quizá mañana —respondió el tenista—. Ya han llegado algunos vehículos, los eliminados. Hay uno estacionado en el aparcamiento del hotel. ¿No lo habéis visto?

Lo habíamos visto al regresar de la expedición a la agencia de viajes. Una furgoneta japonsa pequeña, cubierta de pegatinas y barro.

Dakar a Congo: no. Sudán: no. Liberia: no. Uganda: no.

—¿De dónde eres? —preguntó Hand al tenista.

—De Chile.

—Hablas inglés con acento americano —observó Hand.

—Vivo en Fort Lauderdale —aclaró.

A Marruecos sí había vuelos. Y allí no exigían visado.

—Ah. Entonces estás aquí esperando a tu amigo, ¿no? —Hand.

El tipo empezaba a caerme bien. Chileno pero residente en Florida y de paso por Senegal a la espera de un amigo que venía en moto desde París; uno de los nuestros, me dije, fanfarroneando por mí y por Hand, otro trotamundos que desafiaba a Dios, que iba de acá para allá luchando contra el tiempo a bordo de aviones y coches de alquiler. Intenté buscar en su rostro la evidente fisonomía sudamericana, fingir que debería haberme dado cuenta. Moreno, cabello liso, ojos castaños, rostro ovalado, pelo corto y repeinado, dentadura sana, alto…

—Sí. Qué ilusión. Y vosotros, ¿habéis venido por el rally? —preguntó.

—No, en principio estamos aquí para… —empecé a decir, pero no sabía cómo explicarlo.

—Estamos aquí —intervino Hand enseguida— porque en Groenlandia soplaba mucho viento.

El chileno soltó una sonora carcajada, pero la risa se le cortó de repente.

—No lo entiendo.

—Queríamos ir a Groenlandia —expliqué—, pero cancelaron el vuelo a causa del viento.

Siguió un largo silencio.

—¿Y os quedáis hasta mañana para ver el rally? —preguntó.

—No lo sé —respondió Hand volviéndose hacia mí—. Puede. La verdad es que pensábamos irnos mañana, estábamos buscando vuelo.

—¿Adónde?

—No lo sabemos.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué iros ya?

—No lo sé. Estamos un poco nerviosos. Es largo de explicar.

—¿Sois delincuentes? —preguntó. Había tanta seriedad como expectación en su voz.

Nos encogimos de hombros los dos. El chileno quedó conforme con tal respuesta. Nos presentamos. Se llamaba Raymond. Yo me presenté como Will, y Hand dijo llamarse Sven. Ambos intercambiaron información sobre sus respectivas profesiones; Hand le explicó que trabajaba en el mercado de futuros en cierto modo relacionados con la meteorología —«… sectores directamente afectados por factores climáticos, industrias energéticas, empresas de seguros, agricultura… cubrir riesgos… un sector desea lluvia, el otro no, así que comparten riesgos…»—, y mientras duró la extensa perorata, confié en que modificara la explicación de rigor, pero no ocurrió. De la meteorología pasaron al fútbol.

—Bueno —dijo Raymond por fin—, tengo que irme. Si queréis cenamos juntos. Dadme un toque si estáis por el hotel. Anoche descubrí un italiano fantaaástico y me gustaría volver.

Se levantó, nos estrechó la mano y…

—Will, Sven, encantado de conoceros.

Se fue.

Consultamos en el despacho de coches de alquiler; nuestro vehículo tardaría otros veinte minutos. Eran las once y no habíamos hecho nada. Aviones, visados, coches. ¡Esperar por un coche! Qué duro aceptar todo eso; la lentitud; la futilidad de los tiempos muertos. Fuera aguardaba Senegal, con su mar, su extensa planicie y sus manises —perdón, cacahuetes, ¿no?—, y Gambia un poco más allá, y el sol rozaba ya la cúspide de su arco, mientras nosotros seguíamos en el vestíbulo del hotel. ¡Siempre esperando! En toda ciudad del mundo el trayecto al aeropuerto, bordeado por las traseras de las viviendas más deplorables, siempre resulta feo, y todo vestíbulo de hotel acentúa la desidia y la condición mortal de la especie. Pero esa lentitud, esa inexorable lentitud que comportaba cualquier desplazamiento, era superior a mis fuerzas, no sabía cómo hacerle frente, cómo expresar la cólera que se fraguaba en mi interior. Desde luego, apreciaba la existencia de aviones y vehículos motorizados, y su capacidad para acortar el tiempo, pero una vez dentro, a bordo de ellos, todo volvía a ralentizarse, se ralentizaba incluso por partida doble en ciertas circunstancias. ¿Dónde coño estaba el teletransporte? ¿No iba siendo ya hora de llevarlo a la práctica? ¡Hacía años que venían prometiéndolo! La humanidad lo pedía a gritos: teletransporte. ¿Por qué gastábamos millonadas lanzando cápsulas espaciales a Marte pudiendo invertir en teletransporte, único adelanto científico capaz de librarnos por fin de esos interminables desplazamientos, capaz de trasladar de un lado a otro nuestros cachazudos y abotagados cuerpos a la velocidad que dictara la mente, es decir, a la que debiera ser, a la del pensamiento? ¡A la mierda los habituales medios de transporte! A la mierda automóviles, vehículos de alquiler, ruedas, artefactos de ingeniería y esas grandes máquinas de acero siempre tan ruidosas, que aún funcionan con ese absurdo carburante, como si no hubiéramos salido de la puta Edad Media…

—Vamos a dar aunque sea una vuelta —propuso Hand.

¡Eran las once ya! ¡No habíamos hecho nada!

—Bien —dije.

Hacía un día rabiosamente soleado y caluroso, parecía que respiraras a través de lana, por lo que tomamos un camino que salía de la parte trasera del hotel en dirección al mar, veinte peldaños más abajo, donde nos cruzamos con dos niños que subían cargados con un lagarto. El sendero atravesaba una calle en curva. A la derecha, entre la calle y la escalinata de piedra que bajaba a la playa, montaba guardia un vigilante que, tras inspeccionarnos de arriba abajo un segundo, entornó los ojos y nos franqueó el paso, suponemos que debido al blanco de nuestra tez. Abajo se divisaba un restaurante con terraza, junto a una piscina de azules y plácidas aguas en torno a la que una legión de europeos, en grupos de dos y tres personas, se bronceaba al sol en las tumbonas leyendo sus best sellers doblados por el lomo. Pasamos de largo, mochila a la espalda, en dirección a la cerca que separaba la terraza de la rocosa cala de abajo. No había acceso a la playa. Al otro lado de la cerca, a unos doscientos metros a la derecha, dos pescadores senegaleses se bañaban en la orilla, la cala repleta de barquitos de pesca pintados en atrevidos y brillantes colores.

—No me importaría dedicarme a eso —afirmé.

—¿A qué? ¿A la pesca? Mentiroso —replicó Hand.

—Unos años sí.

—No aguantarías más de seis meses.

Hacía calor. Queríamos bañarnos, pero antes había que encontrar una playa. Y llevábamos prisa. El itinerario ya estaba preparado.

Primero bordearíamos la costa en coche, dirección sur, para ver los manglares y cocodrilos en el delta del Siné-Saloum, luego

incursión en Gambia (a la porra los visados), luego

seguir el curso del río Gambia hasta Georgetown, luego

vuelta otra vez a Senegal entrando por el sur y

regreso a Dakar justo a tiempo para coger el vuelo a última hora de la tarde en dirección, con un poco de suerte, a Moscú. Fácil.

Cuando llegamos al vestíbulo del hotel, el coche aún no había aparecido. Hand preguntó al empleado del mostrador, que ya era como un amigo, cuántas mujeres tenía.

—Una —respondió.

—¿Solo una? —inquirió Hand.

—Pronto, más. Pronto, dos. —Alzó dos rechonchos dedos, uno por cada una de ellas—. Después tres y cuatro —añadió ensanchando la sonrisa con cada dedo-esposa. Los dos rieron. Forcé una risita por cortesía. No tenía idea de que Senegal fuera de esa clase de países.

Observamos a la clientela que deambulaba por el vestíbulo, ejecutivos de raza blanca y potentados senegaleses, y también a los recepcionistas, todos trajeados de gris y con idénticas gafas. Llevábamos hora y media esperando. Estábamos ansiosos por agarrar el coche y salir de allí; primero la playa, después un baño; después el parque nacional con sus monos y cocodrilos, y luego carretera adelante, y vuelta al hotel por la noche para coger el avión. El objetivo de ese día era desprendernos de dos mil dólares en el trayecto.

Por fin llegó el coche y, en cuanto nos montamos en él, dos niños se ofrecieron a limpiarnos los cristales. Rechazamos el ofrecimiento; luego se brindaron a vigilarlo mientras estuviera aparcado. Les hicimos saber que no teníamos intención de estacionarlo, que salíamos en ese instante. Les hizo gracia y se rieron. Y nosotros con ellos.

—¿Y si les damos algo? —propuso Hand.

—Salgamos de aquí primero —contesté—. Primero vámonos de Dakar.

—Yo conduzco.

—No, mejor primero yo.

Ya estábamos en marcha, por fin. Era un placer verse al volante. Dimos cuatro vueltas a la plaza antes de decidir cuál de las aproximadamente doce calles que partían de ella tomar. Hand localizó una emisora americana en el dial, dejamos atrás el centro y buscamos la carretera principal. Minutos más tarde, estábamos perdidos por las atestadas callejuelas azafranadas de Dakar. La luz era blanca y polvorienta. A los pocos segundos nos encontramos embocando contra dirección una calle de tres carriles y sentido único, mientras docenas de transeúntes con sus largos e impolutos dashikis agitaban la mano para indicarnos que diéramos la vuelta —¡atrás, idiotas, atrás!—, y entonces va y se nos cala el coche, y yo venga a girar el volante sudando y jadeando para hacer la maniobra de cambio de sentido en mitad de la calzada, bajo la atenta mirada de una mujer con una enorme tina en equilibrio sobre la cabeza, y de tantas otras mujeres que circulan con cosas semejantes cabalgando sobre sus cráneos, todos nos observan entre divertidos y desdeñosos, y el coche que se cala, arranca, da una sacudida, y otra vez se cala, arranca, da una sacudida, y los bocinazos que no cesan…

Hasta que de buenas a primeras nos pusimos en marcha otra vez —¡adelante!—; la carretera ya a la vista, ¡tan cerca! Todo Senegal y allende sus fronteras abriéndose ante nosotros, ¡Senegal!, mientras en la radio suena con claridad asombrosa la voz de Huey Lewis preguntando: «¿Cree usted en el amor?».

Minutos más tarde nos preparábamos para la otra vida. ¿Qué hacía aquel guardia en nuestro coche? ¿O sería militar? Nos conducía allí donde ejecutaban a los turistas. Si en Colombia ajusticiaban a las monjas, por qué no a nosotros en África. Por mucho que aquello fuera Senegal, país no señalado como especialmente peligroso, al menos según la breve consulta en internet que habíamos hecho antes de salir del hotel. Pero ¿qué sabíamos nosotros en realidad? Absolutamente nada. Que Senegal tenía aeropuerto. Éramos unos majaderos, camino del cadalso a bordo de un coche de alquiler. La voz de Janet Jackson tintineaba por los altavoces preguntando qué habíamos hecho por ella en los últimos tiempos.

El guardia iba sentado en el asiento trasero, inclinado entre ambos, dando instrucciones. Era alto y delgado, de unos cuarenta y cinco años más o menos, vestido con un uniforme color tabaco y gafas al estilo de la marca Foster Grant. Nos había dado el alto mientras dirigía el tráfico en mitad de la calle. Obedecimos, me hice a un lado con el coche y a través de mi ventanilla abierta Hand se dirigió a él en francés, sin demasiado éxito. Intentaba averiguar qué infracción habíamos cometido, pero no logró entenderse con él. Exasperado el urbano, abrió por fin la portezuela del coche y se coló en el asiento trasero.

Nos conducía por callejones cercanos al centro de la ciudad. Uno de los dos iba a terminar siendo arrastrado por el pene.

Teníamos que discurrir algo cuanto antes, y nos pusimos a hablar a velocidad de vértigo para que no nos entendiera, aunque dudábamos que supiera una palabra de inglés.

—Aquí­viene­cuando­nos­arrastran­por­el­pene —apunté.

—Notienegracia. ¿Ysiprobamosasobornarlo?

—Noaúnnoesperaaver.

Era un poli corrupto, seguro. En Senegal la policía no es de fiar. ¿Ah, no? O quizá esté pensando en Perú…

—Nolequitesojodeencima. Yatenciónalasmochilas.

Ambas mochilas descansaban sobre el asiento trasero, abiertas, y el guardia en medio. Eché un vistazo atrás y lo pillé con toda la manaza dentro de mi bolsa, como si tal cosa. Me chocó verlo con la mano allí. Nadie había metido la mano en aquella mochila hasta ese momento.

Pasamos junto a varios recintos amurallados con entradas flanqueadas por centinelas armados.

—¿Crees­que­vamos­a­comisaría?

—Veteasaber.

Hand volvía la cabeza de vez en cuando y probaba a comunicarse con él en francés, buscando una explicación o intentando averiguar qué nos deparaba el futuro. Recé para que no se le escapara alguna tontería, aunque de todos modos no iba a enterarme, así que opté por dejar que rodara la bola. A mis espaldas el guardia daba órdenes ladrando, su seca manaza (la que reposaba en el interior de mi mochila, no, la otra) a escasa distancia de mi oreja, apuntando a derecha o izquierda en cada desvío. Juraría que no hacíamos más que dar vueltas sin ton ni son. Éramos hombres muertos.

—¿Ysiesunjuego?

Indicó entonces que nos detuviéramos. Estacioné detrás de un taxi, frente a un bar. El guardia apuntó hacia una señal de tráfico, justo delante del establecimiento. Advertimos enseguida que nos hallábamos justo en el punto de partida, donde antes nos había dado el alto. Tras un intrincado y rocambolesco rodeo regresábamos al principio. La señal, un círculo azul con borde rojo, prohibía la circulación de vehículos por aquella vía, con excepción de autobuses y taxis.

Ah. Empleamos todo género de aspavientos verbales para expresar nuestra conformidad y aprobación. «¡Aaaahhhh!», repetía Hand una y otra vez. Nos sentíamos felices de estar vivos. Habíamos cometido una infracción… ¡eso era todo! Pagaríamos la multa y listo, a casa. Todo eran risas y carcajadas. Los veinte minutos de rodeo por la ciudad solo tenían como objetivo devolvernos al lugar del crimen, demostrarnos que habíamos contravenido una ley. Reímos y asentimos con la cabeza cortésmente. ¡Tontos de nosotros! Sentí deseos de abrazar al hombre, pero quizá allí no se hacía.

No había llegado aún nuestra hora.

Por aquella vía, no obstante, en la que se prohibía circular a todo vehículo que no fuera autobús o taxi, circulaban carretadas de vehículos que no eran taxis ni autobuses. Quisimos hacérselo notar, pero desistimos. Pagaríamos la multa y continuaríamos viaje. Pero no señor. El guardia indicó que nos pusiéramos en marcha de nuevo. Aún no se había apeado del coche. Hand arrancó el motor. Ahora sí teníamos miedo. Había llegado nuestra hora de verdad.

—¿Nosvaamatar?

—¿Para­qué­iba­a­molestarse­con­lo­de­la­señal­si­pensaba­matarnos?

Dimos cinco o seis vueltas más. Circulábamos por callejuelas sumamente estrechas. Los transeúntes debían de preguntarse qué hacía aquel guardia metido en un coche con dos turistas blancos, uno de ellos con la cara hecha un mapa.

De buenas a primeras nos encontramos delante del hotel. En algún momento debimos de mencionarlo y él se tomó la molestia de mostrarnos el camino.

Merci —dijimos.

Le estábamos agradecidos. De vuelta al hotel. Qué detalle.

Entonces nos pidió dinero. Le ofrecimos diez mil francos, unos diez dólares, que él rechazó moviendo la cabeza. Pues veinte mil entonces. No, no, dijo. Al final cogió un billete de mil francos del reposalatas y, con una sonrisa, se bajó del coche. Mil francos, un dólar cincuenta más o menos; con eso bastaba. Sería la tarifa habitual. Se despidió agitando la mano y se marchó en dirección al lugar donde nos habíamos encontrado.

Se nos caló el coche. Imposible arrancarlo. En pleno centro del centro, en la zona más concurrida de todo Dakar, va y se nos queda parado el coche. No había forma de moverlo. El disloque de bocinazos pronto adquirió magnitudes orquestales. Empujamos el coche los quince metros que nos separaban del hotel. Nuestro amigo de la empresa de alquiler salió a la puerta a recibirnos y aparcamos junto a la furgoneta japonesa cubierta de barro.

—Lo lamento de verdad —se disculpó—. Sabía que podía ocurrir, pero no creí que tan pronto.

Nuestro amigo sabía de antemano que se iba a averiar. Aunque no en su demarcación. Hand concluyó las negociaciones mientras yo miraba embobado a dos chicas blancas, que a su vez nos miraban a nosotros, asomadas a la ventana de un tercer piso. Al darse cuenta de que las observaba observándonos se apartaron de la ventana y desaparecieron.

Una vez en la habitación, mientras esperábamos el siguiente vehículo, nos quedamos dormidos y despertamos a las cinco.

—¡Mierda!

—Qué forma de perder el tiempo.

—No hemos hecho nada.

Ni delta, ni manglares, ni Gambia.

Además, teníamos hambre.

Nos dimos de bruces con el tenista chileno-estadounidense en el vestíbulo…

—¿Cómo se llamaba? —susurré.

—Raymond.

—Gracias.

—¡Hola, Raymond! —saludé.

—¡Hola, amigos!

… y cogimos un taxi que nos condujo al restaurante italiano que tanto le gustaba, a seis manzanas del hotel. Circulábamos por callejuelas oscuras y angostas. Bajamos las ventanillas y el aire caliente nos azotó la cara con sus ásperas manos. Los edificios se parecían a los de tantas otras urbes —líneas rectas, esquinas recortadas y ventanas en la fachada—, pero en ellos se percibían la imaginación y factura de un arquitecto de otro mundo. Volando a ras de tierra por la ciudad, sonreí al viento, pues al menos habíamos llegado hasta allí, lo que de por sí suponía todo un triunfo.

El taxista nos pidió el importe equivalente a medio dólar y le tendí diez; él dijo que gracias, muchas gracias, que aguardaría fuera a que termináramos de comer para llevarnos al hotel o donde quisiéramos, no importaba la hora, mientras estuviéramos en su país, ¡todos amigos!

El restaurante estaba vacío, excepción hecha de cuatro italianos, gordos y borrachos, acodados en la barra, que charlaban con la camarera, italiana y borracha también.

—¿A que es una preciosidad? —dijo Raymond—. Por eso tenía que volver.

—Es guapa, sí —convino Hand—, pero a mí son las senegalesas quienes me hacen gracia últimamente.

—¿A ti también? —saltó Raymond—. Pues ya somos dos. Yo las encuentro impresionantes. —Raymond alzó un dedo, dispuesto a ofrecernos su teoría—. Pero —añadió, entornando despacio los ojos y alzando el mentón— son todas unas putas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Hand.

—Ya lo verás —respondió.

Ambos lo miramos de hito en hito, con un lento parpadeo. Nos tocaba aguantar otro rato a aquel tipejo, pese a que cada vez resultaba más evidente que no compartíamos pareceres. Las relaciones fruto del azar y la coincidencia en el espacio, pasajeras como esa, raras veces conducen a algo. Sabíamos, en cualquier caso, que una vez nos despidiéramos de Raymond esa noche, raro sería que lo volviéramos a ver, y eso lo hacía más llevadero.

El hilo musical del establecimiento repetía una y otra vez el mismo bucle, con canciones de Dire Straits, Pink Floyd, Eagles y el White Album de los Beatles. Pedimos unos fettuccini y cerveza senegalesa. En el transcurso de la cena nos enteramos de que Raymond trabajaba en el sector de la telefonía móvil. Algo relacionado con móviles y GPS; en un futuro muy próximo todos podríamos saber —por nuestro propio bien, recalcó golpeando suavemente la mesa con el puño, como volvería a hacer tantas veces a lo largo de esa noche— en qué lugar del mundo se encontraba una persona, simplemente siguiendo el rastro de su teléfono móvil. Por el bien de la humanidad, insistió. Por el bien de los niños. De ancianos, mujeres y niños.

Una era tocaba a su fin, y yo no quería estar presente para verlo; habíamos vendido nuestra intimidad por estar localizables. Sentí un estremecimiento. Hand, cómo no, tenía la piel de gallina.

Cuando terminamos de cenar Hand pidió al taxista, que había aguardado en el coche sin radio ni periódico, que nos condujera a algún local con música en directo.

—Ya sabe —añadió—, tipo Youssour N’Dour o algo así.

En el vestíbulo del hotel habíamos leído que Youssour N’Dour residía en Dakar, donde era propietario de un club. El taxista pareció entender, arrancó y a los pocos minutos estacionaba frente a un bar con terraza.

—¿Aquí es donde se halla emplazado el local de música en directo? —preguntó Hand.

Raymond lo miró sorprendido. Había que frenar a Hand.

Yes, yes —respondió el taxista indicándonos con un gesto de la mano que bajáramos—. Bonito, bonito.

Nos apeamos del vehículo.

Tenía buen aspecto, de estilo francés, con terraza fuera y cálida iluminación en el interior, pero no sonaba música alguna. Dentro, unas mesitas de hierro forjado, pavimento de baldosa blanca y una barra de pizarra negra decorada con un cuenco lleno de naranjas que parecía salido de un cuadro de Manet. Tomaríamos una copa y fuera.

Todas las miradas convergieron en nosotros. Había corrillos separados de hombres y mujeres. Turistas ellos; senegalesas ellas. Me dirigí hacia los servicios. En el reducido y fresco cubículo, de paredes húmedas como las de una gruta y parduscas, me lavé las manos con un jaboncillo en forma de concha que me hizo rememorar el aroma de mi hogar.

Cuando salí vi a Hand y Raymond sentados a una mesa de la terraza, con dos chicas con melena de trencitas y tez de tono un tanto más claro que la mayor parte de las lugareñas. Raymond se puso en pie, me cedió su silla y fue a buscar otra. Las chicas me dieron un rápido repaso y apartaron la vista. Deseé arrancarme la cara a pedazos.

A todos les habían servido ya su copa. Me presentaron a las dos chicas, cuyos nombres fingí entender y cuyas flácidas manos sostuve breves instantes. No tendrían más de veinte años, veintidós a lo sumo. Eran hermanas; de nuevo me sentí, al igual que tantas veces en compañía de Hand y Jack, como un peso muerto, aislado.

—Son de Sierra Leona —explicó Raymond.

—Refugiadas —agregó Hand.

Eran dos auténticas bellezas, ojazos oscuros y dientes torcidos y descomunales. Raymond y Hand intentaban comunicarse en francés.

—Sabemos poco francés —advirtió la mayor—. Hablad en inglés. Es lo que se habla en Sierra Leona.

—¿Qué tal Dakar? ¿Bonito? —preguntó Hand.

Raymond miró a Hand como si fuera un deficiente mental.

—¿Qué? —preguntó la menor. La menor era más alta.

—Dakar. Que si os gusta —repitió Raymond de mal talante.

—Sí. Está bien.

La mayor asintió con la cabeza. Hand pidió otra ronda y se inclinó hacia las chicas; dispuesto para el ataque.

—¿Cómo van las cosas por Sierra Leona? ¿Aún tenéis a Charles Taylor incordiando por ahí? Debería estar al corriente, ya lo sé, pero hace mucho que no leo sobre el tema. ¿Continúa la violencia en torno al tráfico de diamantes?

Se quedaron ambas anonadadas, volvieron la cara hacia Raymond sin entender, como esperando que actuara de intérprete. Hand no se arredró.

—¿Cómo os ganabais la vida en vuestro país? ¿Sois estudiantes? ¿Hace mucho que salisteis de allí? Y vuestros padres, ¿siguen en Sierra Leona?

Las hermanas intercambiaron una mirada.

—¿Cómo? —preguntó la mayor, risueña.

—Vuestros padres, que si siguen en Sierra Leona.

—Sí. Viven allí.

—¿Qué edad tenéis? —preguntó Raymond.

«—Raymond, eres un ser vil y rastrero.

»—He visto más mundo que vosotros.

»—Eso no quiere decir nada.

»—Lo dice todo.

»—Es la peor excusa que he oído en mi vida.»

—¿Qué? —preguntó la chica.

—¿Qué edad tenéis? —repitió Raymond.

La mayor, a quien Raymond dirigía la pregunta, rió y miró a su hermana. Esta negó con la cabeza. Tampoco entendía.

—¿Años, cuántos años cada una? —probó Hand.

La mayor alzó las manos mostrando las palmas, como diciendo «Basta», las entrelazó y volvió a repetir el movimiento.

—Veinte —aventuró Hand.

La chica asintió con la cabeza.

—¿Y ella? —Hand señaló a la hermana con un gesto.

La mayor volvió a repetir el movimiento, alzando ocho dedos la segunda vez.

—Dieciocho.

La chica asintió enérgicamente con la cabeza, riendo. Y volvió a alzar los dedos. Dieciocho.

—Dieciocho.

—¡No!

La representación continuó un rato. Raymond reía divertido.

—No domináis mucho el inglés, ¿eh? —observó Hand.

—¿Qué? —preguntó ella.

Raymond se lo repitió en francés. Lo hablaba estupendamente.

—¡Habla inglés! —exigió ella—. Somos de Sierra Leona.

Era una conversación de besugos, aquello no iba a ninguna parte. Desconecté, y las chicas se concentraron cada una en un hombre: la menor en Hand, la mayor en Raymond.

Me dediqué a observar a los transeúntes que pasaban por la acera, por detrás del seto, de arbustos no demasiado crecidos. El local estaba repleto de gordinflones europeos y norteamericanos, maduros en su mayoría y joviales, de talante sosegado. Algunos habían captado el interés de las chicas disponibles, otros se mantenían a la espera con sus amigos, sujetando las altas copas de cerveza entre las manos. Junto a la puerta vi a un hombre sin piernas, sentado sobre una esterilla.

La hermana menor rió un comentario de Hand y le agarró sin recato el brazo con ambas manos a la vez que dejaba caer la cabeza sobre su hombro subrayando el gran júbilo que habían suscitado en ella sus palabras. Hand me miró con los ojos fuera de las órbitas, como si un gato acabara de saltarle a las rodillas. Pedimos otra ronda.

—¿Ahora, discoteca? —propuso la mayor a Raymond.

Hand y Raymond se miraron y volvieron la vista hacia mí. Me encogí de hombros. Las chicas me recordaban a unas compañeras de universidad hermanas gemelas, que eran conscientes de la superioridad de su tez sobre la de los demás y se mostraban muy indulgentes con los torpes y profusos requerimientos de sus compañeros blancos. Las de Sierra Leona lucían la misma sonrisa que ellas, alegre, pero enigmática.

—No —contestó Hand—. Creo que vamos a volver a casa. Al hotel. —Saltaba a la vista que era mentira. Tendió la mano a la pequeña. Se pusieron en pie las dos, me lanzaron una mirada asesina y regresaron a la barra.

—Vámonos —dijo Raymond.

Antes, con ellas a la mesa, había supuesto que Hand me preguntaría si me importaba dejarlo un rato a solas con la chica y que Raymond seguiría sus pasos; los odiaba a los cuatro. Pese a haber sentido lástima por ellas en algún momento, quedaba demostrado, deduje implacable, que eran todos tal para cual. Sin embargo, de pronto nos íbamos, Hand y Raymond les perdonaban la vida o las despreciaban, y de inmediato me asaltó un gran afecto hacia ellas, deseé compensarlas por el violento rechazo. Quedarme yo solo con las dos. Sentarme a su lado, reírme del prójimo en su compañía.

¿Y qué hice? Las miré con esa sonrisa falsa y suficiente que dirijo a los mendigos cuando no tengo limosna que ofrecerles, siempre con un leve y rápido encogimiento de hombros, y salimos los tres zumbando.

Cubrí tras Hand y Raymond los dos pasos que nos separaban de la hilera de taxis y el lisiado de la esterilla se abalanzó sobre nosotros. Quería dinero. Al poco una anciana, con un tazón de lata engarfiado por el dedo medio, se interpuso en nuestro camino y me plantó el tazón a unos centímetros de la boca. Y tras ella apareció una de las mujeres acodadas a la barra; esta no dijo a qué venía. Estábamos rodeados. Reculamos y montamos en el taxi a toda prisa. Raymond se sentó en el asiento delantero y cerró de un portazo. Hand subió al asiento trasero y yo me dejé caer a su lado, pero el hombre sin piernas tenía ya medio cuerpo dentro del vehículo y nos impedía cerrar la puerta. Su aliento llegó hasta mí: un universo de aromas. Y el taxista, ¿qué hacía tan campante? Lo lógico habría sido advertirnos que no diéramos limosnas, expulsar a aquel hombre del coche; sin embargo, se limitaba a observar la escena. El bar en pleno nos miraba.

—Dale algo y acabamos ya —propuso Raymond entre risas. No sé dónde vería la gracia. Esas cosas solo pasaban en la India o en la Biblia.

Ofrecí al mendigo las monedas sueltas que guardaba en el bolsillo y, aprovechando que retrocedía para contarlas, cerré la portezuela de golpe. La anciana asomaba la cabeza por la ventanilla abierta. El taxi se había puesto en marcha, pero ella seguía asomada. Raymond le dio un empellón para apartarla, pero con tal ímpetu que la mujer cayó de espaldas sobre los arbustos lanzando un chillido.

Enfilamos la carretera.

—Joder —musité.

—Qué mal rato —dijo Hand.

—Son pobres —observó Raymond sin volverse, sus palabras engarzadas con el viento que entraba por la ventanilla. De súbito se volvió hacia nosotros—. Mirad —dijo—. Vosotros venís a este país; estáis en Dakar. Salís del hotel, os dais una vuelta por la ciudad, os dejáis conducir por mí, por este señor —añadió señalando bruscamente con el pulgar hacia el taxista—. O sea que os exponéis a que sucedan cosas. Abrís la puerta, respiráis, y al respirar el caos absorbéis el caos y el caos os absorbe a vosotros. Sois conscientes, ¿no?

Sentí la retracción en la frente, señal inequívoca de que mi cerebro empieza a discurrir; a veces la frente se me anticipa. Retuve sus palabras en la memoria, como las piezas de un puzzle desperdigadas en una alfombra que esperaba recomponer en otro momento, más tarde.

Continuamos el camino en silencio.

—Vaya tontería acaba de decir —masculló Hand.

—El desequilibrio empieza ahí —continuó Raymond. Cada vez me resultaba más insufrible aquel hombre—. Solo que no queremos asumirlo. Sabemos que somos fuertes, pero hacemos caso omiso de eso. No somos conscientes. Fijaos en Star Trek, cuando… ¿cómo llamaban a aquellos traslados de un planeta a otro…?

Nos sabemos más fuertes que ellos, pero hacemos caso omiso. No somos conscientes de nuestro poder. Fijaos en Star Trek, cómo cuando… ¿cómo le llamaban a aquellos traslados de un planeta a otro…?

—Teletransporte —respondí, estupefacto ante el giro que tomaba de pronto la conversación y esa inopinada manera de adentrarse en terrenos tan familiares para mí.

—Exacto —dijo Raymond—. ¿Recordáis cómo utilizan el teletransporte para entrar y salir de los planetas donde hay conflicto?

—Un momento —interrumpió Hand acercando la palma de la mano hasta las narices de Raymond—. ¿En Chile se ve Star Trek?

—Pues claro.

Hand resopló impresionado.

—Está bien, continúa.

—Pues ese teletransporte se fundamentó en la mentalidad de la guerra fría. En eso consistía la política exterior de Estados Unidos en la época. En el poder de Estados Unidos, en su capacidad para moldear y transformar los países con los que entraba en contacto.

El taxista preguntó adónde nos llevaba y repetimos la indicación: al local propiedad de Youssour N’Dour. Raymond se enzarzó en una discusión con él. Yo tensaba y distendía los puños. Sentía un intenso hormigueo en ellos, como si se me acabaran de despertar.

—Yo creo —dijo Hand al percatarse— que deberías aprovechar que estamos aquí para ir a un hospital. Como un viajero anónimo; no podrían seguirnos la pista hasta aquí.

—Poder, podrían.

—Qué va. De verdad te lo digo. Convendría que alguien echara un vistazo a esa mierda de heridas.

No me había visitado un médico tras el incidente en Oconomowoc. Hand y yo pensamos que me sonsacarían lo sucedido en cuanto entrara en el hospital y tendría que dar parte oficial, con lo cual, si algún día decidíamos vengarnos y liquidar a los tres sinvergüenzas, sabrían que habíamos sido nosotros. La idea de hacerme una revisión mientras estaba allí, en Dakar, no parecía del todo descabellada. El taxi dio un par de vueltas más y se detuvo frente a un local llamado Hollywood.

—¿Aquí hay música en directo? —pregunté.

—Sí, sí, sí… ¡bueno, bonito! —aseguró echándonos del taxi—. Yo esperar aquí.

Entramos en una pequeña discoteca de techo bajo, un local horrible decorado en rosa y púrpura y repleto de fotogramas en blanco y negro, como un museo de automóviles de época. De las paredes colgaban fotos tamaño natural de James Dean y Marilyn Monroe, dos o tres de cada uno, y una de Tom Selleck, Sandra Bullock y Charlie Sheen, respectivamente, pero de Val Kilmer, cosa extraña, había siete, en siete tomas distintas de Top Gun. La única clientela del local, a excepción de nosotros, era un puñado de jóvenes blancos con el pelo al rape: marinos.

—No me importaría dedicarme a eso —afirmó Hand.

—¿Marinero? Tú estás colgado —repliqué.

—Por un año no estaría mal.

—Lo que tú quieres es ligar y nada más.

Raymond pidió unas copas y entabló conversación con la camarera, una joven senegalesa con una camisa de encaje que destellaba en la penumbra con reflejos blancos y violeta. La chica rodeó la barra, y al poco la tenía ya junto a él, acariciándole el torso. Luego reparó en mí y arrugó la nariz. Eché mano de la cerveza y aguardé a que Hand regresara del servicio. No me sentía cómodo. Empezaba a hartarme de parecer un leproso.

Al salir del cuarto del fondo Hand fue interceptado por una esbelta mujer con la espalda al descubierto y pantalones de cuero. Tenía un físico imponente, el sueño de todo fetichista, unas piernas que debían de llegarme a las axilas y un trasero (soy incapaz de decir «culo» en ese contexto; nunca he podido) tan redondo y respingón que, de rozarlo con un alfiler, habría estallado en pedazos. La chica condujo a Hand a la diminuta pista de baile, de plataforma iluminada y espejo frontal. Debbie Harry cantaba «Heart of glass» y el mundo se detuvo presa de la languidez.

Sobre la pista había dos personas, un marino y otra chica del país, aunque estos, más que bailar juntos, lo hacían con sus respectivas imágenes en el espejo. Él ponía tanta intensidad en la mirada, que, de ir dirigida a alguien, y no a su propia imagen, se habría calificado de lasciva.

Los demás marinos charlaban entre sí, ajenos a las camareras o a lo que sucedía en la pista. ¿Quién sería esa que bailaba con Hand? Me dispuse a observarlos. Hand deslizó los pies hacia atrás, al estilo Michael Jackson, y luego se marcó una samba, sin dejar de reír. Hand es de esas personas que poseen ritmo y se mueven con gracia, pero a las que el pudor obliga a hacer payasadas sin tino. Vi cómo hacía el aspersor. Y seguidamente el carrito de la compra. Se empeñó en enseñar a su pareja ese último paso.

Cuando terminó la canción vino a la barra con ella, altísima, metro ochenta por lo menos. Demasiado plana para mi gusto, pero impresionante en cualquier caso. ¿Sería senegalesa? No me habría atrevido a decirlo.

—Te presento a Engela —dijo Hand. O algo así—. Estudia derecho. —Pidió entonces sendos chupitos. Se bebió el suyo de un trago y, viendo que ella no tocaba la copa, dio cuenta del otro también.

Estreché la mano de Engela y su mirada se topó con la mía, reparó en mi nariz y mis pómulos, y en su rostro se dibujó un rictus de dolor. Se dedicó a juguetear con la oreja de Hand.

Acabé aburriéndome. De haber estado la pista más concurrida, me habría entretenido observándolos o incluso me habría lanzado a acompañarles, pero así no había nada que hacer. Dos marinos habían salido a bailar, sin pareja, y admiraban los movimientos de sus piernas embutidas en unos vaqueros primorosamente desteñidos.

—Es una vergüenza —sentenció Raymond observándolos con los ojos semientornados—. Este país ha dejado a sus mujeres sin dignidad.

Me pareció que generalizaba, pero no disponía de argumentos para rebatírselo.

—Lo mismo que en Birmania —añadió—, en Tailandia o en Rusia. Todos trafican con sus mujeres. Venden sus almas tan pronto como nacen. Los hombres son unos gallinas, y las mujeres, reses de ganado.

Bebí dos vodkas con soda. Raymond no tardó en hartarse de su nueva amiga y quiso irse. La chica de Hand susurró algo al oído de este y él negó con la cabeza y le respondió con otro susurro ahuecando la mano en torno a su oído. Ella rodeó corriendo la barra y regresó con un bolígrafo y un pequeño bloc de notas, donde Hand anotó algo.

Me acerqué yo también a la barra para echar un trago de lo que fuera. La chica que me sirvió lucía un sujetador deportivo blanco que parecía haber caído en las garras de una manada de tigres, última moda Robinson Crusoe. Al darme la vuelta vi que Hand mostraba algo a su pareja. Un papel. Una foto. ¿Qué era?

Me abalancé sobre él.

—¿Qué coño haces? —grité. Era una foto de Jack. Se quedó como un pasmarote mirándome, con los párpados entrecerrados por la culpa.

—Le decía que hemos venido buscando a un amigo —respondió.

—¿Cómo dices?

Hand estaba borracho. Parecía imposible que hubiera caído tan pronto.

—Ya me entiendes —respondió.

—No; no te entiendo —repliqué.

—¿Y a mí qué coño me importa?

—Eres un mierda.

—Le enseñaré la foto a quien me salga de los cojones.

—Olvídame.

Hand rezongó burlón. Tenía muy mal beber.

—No se te ocurra volver a enseñar esa foto a la primera camarera que veas.

—Haré lo que me dé la gana.

—¡Y una mierda!

—¡Eh, muchachos! —exclamó Raymond interponiendo el brazo entre ambos—. Tengamos la fiesta en paz.

Tomé el portante y aguardé en el taxi. Con gusto me habría quedado una hora dentro del vehículo yo solo, disfrutando del incipiente fresco de la noche, pero a los pocos segundos vinieron tras de mí.

Hand pidió de nuevo al taxista que nos condujera al club de jazz, mientras yo ardía en deseos de verlo a él de vuelta en Saint Louis. Me había equivocado eligiéndolo como compañero de viaje. Enseñarle la foto, ¿qué clase de…? No podía volverme a casa ni dejarlo tirado, porque estábamos ya en Dakar y solo disponíamos de una semana.

Cinco minutos de trayecto por la desierta ciudad y terminamos en un local idéntico al anterior, solo que peor y sin fotos de Val Kilmer.

—Dondequiera que estés en el mundo —observó Raymond—, los taxistas siempre te conducen a estos antros. Tomas una copa, el taxista se lleva su propina y todos tan contentos. Mercancía, eso es lo que somos, ni más ni menos. Y por lo que veo, vosotros dos lleváis trazas de ser carne de cañón. Se os ve venir de lejos.

En esa ocasión, nada más entrar nos asaltaron en toda regla: las chicas se abalanzaron sobre nosotros entre empellones y miradas furibundas; una de ellas agarró a Hand por la entrepierna, más por demarcar territorio que con fines propiamente sexuales. A Raymond se le colgó una corpulenta mujerona de ojos saltones y Hand echó a correr a los servicios. A mí nadie me atosigaba en exceso, de modo que me acerqué a la barra para pedir una copa y desde allí, en un rincón del fondo, al otro lado de la pista de baile, divisé a las hermanas de Sierra Leona. Ellas repararon también en mí y sonrieron, compasivas y afables.

Seguían intentando ligar. La discoteca estaba abarrotada: marinos franceses nuevamente, voraces senegalesas a carretadas y el resto, un batiburrillo de italianos y maduros ejecutivos europeos esperando solos, siempre esperando. Vimos la pista llenarse, vaciarse y cambiar de público ante nuestros ojos, y hubo un momento en que las hermanas se quedaron solas bailando y decidí que les regalaría el contenido de mi calcetín izquierdo, cuatrocientos dólares aproximadamente, antes de salir de allí.

Hand regresó del servicio con una historia que contar. Al parecer se había encontrado dentro a unos marinos franceses que le preguntaron su procedencia. Cuando contestó, exclamaron: «¡Estados Unidos! ¡Vuestros dólares pagan por el mundo!». Tras lo cual prorrumpieron en vítores y le palmearon la espalda. Seguro que se lo inventaba.

—Lo más delirante —añadió— es que creo que lo decían en serio.

—¿Les has enseñado alguna foto? —pregunté.

—Que te den por culo —espetó.

—Son jóvenes. Ya aprenderán —intervino Raymond.

—¿Qué tienen que aprender? —quiso saber Hand.

—Lo que es el escarnio —contestó.

Me dejó anonadado. Impresionante que, aun no siendo el inglés su idioma materno, se descolgara con palabras así: «escarnio»; por si eso fuera poco, era hombre de aforismos, capaz de concebir sentencias como «Mercancía, eso es lo que somos, ni más ni menos» y dejarlas caer en la conversación como si tal cosa. «Absorbéis el caos y el caos os absorbe a vosotros.» Siempre quise ser un hombre así.

Contemplé la pista de baile, repleta de hombros caídos y cabezas que colgaban y se balanceaban, los brazos lánguidos elevándose hacia el techo una y otra vez. Ellas se enroscaban el pelo tras las orejas y ellos picoteaban con la cabeza al ritmo de la música, los puños cerrados.

¿Qué pega tenía Charlotte? Ninguna. Todos sus defectos me parecieron de pronto insignificantes. A ella le traían sin cuidado los pelos largos y oscuros que aureolaban sus pezones, pero esa indiferencia suya, en lugar de despertar mi admiración, me molestaba. Y me irritaban sus suspiros. Charlotte suspiraba demasiado, me dije un día; además, eran suspiros tristes. Cargados de pena. Solía suspirar cuando la tenía entre mis brazos, y de un modo cansino, doliente, unos suspiros extenuados, como una anciana que ya lo hubiera visto todo y fuera incapaz de aceptar ese abrazo al final de un trayecto para ella imposible de describir. Sus suspiros me entristecían, me deprimían, y al final se los eché en cara, aunque no sirvió de nada. Charlotte respondió con un suspiro más, el que, ahora lo comprendo, colmó el vaso de una vez por todas.

Qué cretino podía llegar a ser. Charlotte era una mujer sensible, y yo allí, en aquel antro, rodeado de mujeres que suponían necesitaba sus servicios.

—Vámonos —dijo Hand—. Esto es deprimente.

Hicimos ademán de ir hacia la puerta. Una oronda mujerona con uñas enormes, tanto en longitud como en anchura, de súbito tiraba de mí. La atención me halagaba, pero sus intenciones no estaban claras. Su amiga, más bajita, con los párpados enrojecidos, me palmeó la entrepierna como se palmea la testa de un perro con bozal.

Hand había alcanzado la puerta, dispuesto para salir.

Pero yo deseaba endosarles el dinero a las de Sierra Leona, criaturas tiernas e inofensivas al lado de tales mujeronas. Escapé de las garras de aquella bruja y entré en el servicio —un simple agujero en el suelo, en un cuchitril tamaño armario— para recuperar los billetes que llevaba envueltos en torno al tobillo como grilletes. Con el fajo apretado en el puño, crucé la pista de baile y vi a las dos hermanitas ojo avizor en su altozano, expresión hastiada en el rostro, las abordé disculpándome y embutí los billetes en la mano de la mayor. Ella ni siquiera bajó la vista; palpó el fajo sin dejar de mirarme a los ojos. Reparé entonces, como en un fogonazo, en que por primera vez una de esas mujeres me miraba de verdad. Atravesé la pista de baile en dos zancadas y cogí carrerilla para evitar las garras de las mujeres congregadas en la barra.

Raymond esperaba fuera. La calle estaba muy concurrida, los gorilas de la entrada se despidieron deseándonos buenas noches —un detalle, pensé— y aguardamos en el taxi a oscuras. Hand no había hecho acto de presencia.

—Sven sigue dentro —explicó Raymond.

Por fin apareció Hand, flanqueado por las sierraleonesas, que le besaban las mejillas y le acariciaban el pecho —se aprovechaba de la gratitud a mí debida—, y se despidió de ellas en los escalones. Cruzó la calle y caminó hacia el taxi con sonrisa ufana. Abrió la portezuela, se sentó a mi lado y al ir a cerrar, qué coño, ¡otra vez!, otro cuerpo que obstaculizaba la puerta y nos impedía salir. Se trataba de mi oronda fulana, la de las garras. Me había visto dar dinero a las de Sierra Leona y venía a buscar su parte. Era inmensa. Intenté apartarla, pero tenía mucha fuerza, al menos tanta como yo, además de medio cuerpo dentro del taxi, lo que nos impedía salir o incluso cerrar la puerta. Tendía la mano y se dirigía a nosotros en vertiginoso francés. Después en inglés: «¡Dinero yo, yo visto! ¡Dinero yo, yo visto!».

Encontré un billete de cincuenta dirhams y lo arrojé por la ventanilla. Cayó en el asfalto. Ella se agachó para recogerlo, cerré la portezuela y por poco me llevo su cabeza por delante. La mujer nos volvió la espalda enseguida y fue derecha al bar, escondiéndose los billetes en los pantalones mientras nos alejábamos.

Nos encontramos de regreso en el hotel, exhaustos, antes de la una. En el fresco y negro vestíbulo, aguardábamos con Raymond a que bajara el ascensor, la vista fija en sus puertas metálicas.

—¿Mañana qué? —preguntó—. ¿Cuál es el plan?

—No lo sabemos seguro —respondió Hand—. ¿Qué haces tú?

—Me voy a Portugal, con mi amigo. Unas vacaciones después del rally y vuelta a casa.

—¿Crees que ganará? —pregunté.

—¿Ganar? ¡Qué va, hombre! No se trata de eso.

Yo creía que sí.

—¿De qué entonces? —pregunté.

—De ponerte en manos de la muerte y ver si eres el elegido.

Hand se volvió hacia él.

—Quiere cerciorarse de que Dios desea que viva. Por eso pregunta con tanta insistencia. Se acerca al borde del precipicio hasta que percibe el aliento de Dios en la nuca. Cuando Dios desee llevárselo, le bastará con soplar.

—¡Jesús! —exclamé.

El ascensor llegó al vestíbulo y las puertas se abrieron.

—No; no me refería a él.

—¿Cómo?

—No creo en Jesucristo —contestó Raymond—. Pienso que a Él le horrorizaría oírnos decir que Jesucristo era Su hijo.

Ya me había perdido otra vez. Hand recondujo la conversación por sus derroteros iniciales.

—Así que a Portugal —repitió.

—Qué bien —afirmé. No sé por qué dije eso. No pensaba en Portugal como un país bonito, aunque nunca lo había visto en foto siquiera, que recordara. Al oír «Portugal» me había venido a la mente Madagascar, tierra árida, seca y pobre, con árboles repletos de lemures. A decir verdad, mi ignorancia era supina, pero no soportaba que mi conocimiento del planeta se redujera a cuatro ideas mal asimiladas sacadas de los libros de texto de sociales o de catálogos de viajes hojeados a toda velocidad.

—No sé… —dijo Raymond—. La verdad es que me horroriza pensarlo. A mí me encanta estar aquí. Me gusta pasearme por estos países exóticos. ¡Cambiar de país sin cambiar de camisa! Es lo único que me gusta en la vida, creo yo… viajar. Las mujeres se han terminado para mí —anunció alzando el mentón con histriónico golpe de efecto.

Llegamos a su planta y se abrió la puerta del ascensor.

—Viajar y los niños —añadió al salir—. Lo demás son puras penalidades.

Miré de reojo a Hand. ¡Menudo plasta! Raymond sujetó la puerta para que no se cerrara.

—Es pronto —dijo—. ¿Os apetece una copa, amigos?

—¿Ahora? —pregunté.

—¡No son más que la una! Tengo whisky. Del bueno.

Bajé la vista a los pies. No me apetecía seguir la noche con Raymond.

—Quizá —dijo Hand—. Quizá después de pasar por nuestra habitación nos reunamos contigo.

—La setecientos dieciséis —respondió—. A ver si os enrolláis. En Chile nunca se acaba la noche tan pronto.

—Hasta luego —se despidió Hand.

Una vez en nuestra planta, saludamos al joven guardia de seguridad que leía a Victor Hugo junto al ascensor.

—¿Piensas bajar otra vez? —pregunté a Hand.

—No lo creo —contestó.

Me cepillé los dientes, Hand se cepilló los suyos y nos tumbamos en nuestras respectivas camas para ver la comedia francesa que daban por la tele. Increíble pero cierto: mayordomo que persigue a criada. Las risas enlatadas lo encontraban desternillante. Yo quería ensañarme con Hand por lo de la foto de Jack. No comprendía su actitud, pero tampoco deseaba sacar las cosas de quicio después de tanto beber…

—Estamos en Senegal —dijo Hand.

—Ya.

—Ayer estábamos en Chicago.

—Ya.

—Y hoy en Senegal.

El muy cabronazo.

—Un avión y aquí estamos.

Ya hablaríamos en serio al día siguiente. Que dijera las gilipolleces que quisiera esa noche.

—Senegal está en África —prosiguió.

—Y nosotros también —repuse.

—Vivos y en África.

—Un avión y aquí estamos.

—Esta noche hemos visto prostitutas y a un hombre sin piernas.

—Ayer estábamos en Chicago.

—¿Cómo tienes la cara?

El muy cabronazo.

—Bien.

—Todavía da un poco de grima.

—Mira, Hand, haz el favor de…

—Perdona.

—Si no pienso en ello, no me duele.

—Perdona.

—Haz el favor de no recordármelo. Bastante tengo con…

—Vale, tío, que ya me he enterado. ¡Soy un mierda, vale! —Se golpeó en el pecho—. De verdad lo lamento, Will.

Lo único que Hand lamentaba en realidad era haberlo mencionado, no haber sido el causante.

—No me duele —mentí.

—Me alegro.

—A ver si mañana lo hacemos mejor —advertí. No bastaba con pasearse por los hoteles y zafarse de unas cuantas multas.

—Seguro —dijo medio adormilado.

Al poco estaba ya dormido, la respiración profunda, las manos entre los muslos, las palmas juntas en actitud de plegaria.

La madre de Jack nos había pedido que nos acercáramos a por los enseres de su hijo, que subiéramos hasta Oconomowoc y cogiéramos los trastos que allí guardaba, pues su marido estaba demasiado mayor, setenta y pico años, y destrozado por la tragedia, y ella no se veía con ánimos. Así pues, tres semanas antes habíamos alquilado una camioneta en Chicago con la que cubrir la hora aproximada de trayecto y, adelantando camiones que transportaban tractores John Deere, dejamos atrás los laboratorios Teledyne, Baxter y Abbot, las queserías Mars Cheese Castle, el parque de avionetas Bong —dos veces habíamos intentado, siendo alumnos del instituto, robar aquel letrero— y atravesamos a toda velocidad las grises y desangeladas granjas en la frontera con Illinois hasta llegar a Oconomowoc. Hicimos una parada en el Museo Militar de Kenosha, un exuberante prado junto a la carretera salpicado de carros de combate y helicópteros en estado lamentable. Habríamos visitado aquel lugar una veintena de veces desde que éramos niños; nos apeamos entonces de la camioneta, saltamos la valla y compartimos el único botellín de cerveza que Hand llevaba consigo. Eran las nueve de un día de enero, y el recinto estaba desierto. Ya entonces hablábamos de emprender un viaje.

—¿Qué tal Sudáfrica? —propuso Hand acariciando un tanque de la Segunda Guerra Mundial que alguien había bautizado con el nombre «Carnada de tigre». La artillería parecía menos sólida de lo que recordaba, y de menor tamaño.

—¿Tú crees? —dije—. Yo cuando oigo Sudáfrica pienso en Australia. Demasiado familiar.

—Turquía es otro país al que siempre he deseado ir. ¿Has visto alguna foto?

—Creo que sí —respondí. No tenía ni idea, la verdad.

Hand saltó al interior de un carro de combate alemán y echó un vistazo a la cabina del piloto. Imposible que cupiera allí dentro. A decir verdad, había echado algo de tripa.

—Fue Churchill quien inventó el carro de combate —aseguré.

—Ya me lo dijiste ayer. ¿Aún no has terminado el libro?

—No —respondí. Lo leía con calma, saboreándolo. Habría deseado ser Churchill; disfrutar cada segundo de su apasionante vida.

De nuevo en la carretera, Hand al volante. Pasamos junto a una pareja sentada en el maletero de un coche estacionado en la orilla.

—¿Qué haces? —pregunté.

—Parar. Es nuestra obligación.

—Seguro que tienen móvil, Hand.

No tenían móvil. El vehículo era un viejo Volkswagen Jetta y necesitaban que les echáramos una mano. Con que empujáramos cien metros bastaría, luego soltarían el embrague y andando. El tipo, con su sudadera de Tina Turner, estaba tan orondo que no podía sacar el coche del arcén por sí solo; su compañera, más oronda aún y vestida con pantalón de peto, no sabía ni cómo ni cuándo se soltaba un embrague. Empujaríamos nosotros.

Alzamos el coche en volandas entre los cuatro y lo dejamos caer sobre la calzada. Apenas pesaba. La pareja saltó al vehículo y Hand y yo lo empujamos hacia la calzada y cogimos carrerilla. ¡Qué ligero era! A los pocos segundos, ya había cogido velocidad suficiente, el propietario soltó el embrague y el motor arrancó por fin, con Hand subido al parachoques. ¿Qué coño hacía allí arriba?

—¡Baja de ahí, capullo! —grité.

Hand no se movió. Plantado en mitad de la carretera, observé cómo el coche se alejaba, con Hand subido a él como si viajara en el carrito del supermercado. Las luces de freno se encendieron y el propietario asomó la cabeza por la ventanilla y empezó a dar voces y amenazar con el puño. Lógico. Hand saltó a la calzada y la pareja se alejó a toda velocidad, mientras mi amigo corría en pos de ellos gritando barbaridades. Con lo bien que había empezado todo, con tan buenas y rectas intenciones…

El almacén guardamuebles consistía en un recinto al aire libre, que estaba abierto al público las veinticuatro horas y constaba de tres naves alargadas, dispuestas en calles paralelas; se hallaba ubicado en el mismo Oconomowoc, unos kilómetros al oeste de Milwaukee, a veinte minutos de donde los tres nos habíamos criado. Nos dirigimos hacia el aparcamiento, entre Industrial Avenue y Wall Street, callejones minúsculos ambos, cortos, mal pavimentados y repletos de baches.

Hand estaba de un humor de perros. El del Jetta lo había llamado «mamón» y el epíteto se le antojaba injustificado. Encima que les echábamos una mano, el gordo no nos dejaba disfrutar el momento a nuestro aire.

—A tu aire, dirás —repuse.

—Qué cabrón. Increíble que haya gente así.

Eran casi las once y el recinto estaba vacío. El almacén constaba en total de unos cincuenta módulos guardamuebles, dispuestos en calles a modo de cuadrícula, que consistían en unos contenedores blancos de acero tan grandes como una camioneta de mudanzas, con persiana metálica y cerrojo. Nadie más circulaba por el recinto. Dejamos el coche frente al módulo correspondiente, sin apagar el motor, y nos acercamos a la tienda de la gasolinera para comprar algo que picar. Dentro, un individuo con un cerco desteñido por la lata de tabaco de mascar en el bolsillo del pantalón y una raída gorra de los Blackhawks encasquetada sobre la reseca y rosada frente esperaba frente a la caja. Se disponía a pagar cerca de treinta espirales de regaliz.

—¿Te vas a comer todo esto? —le dijo Hand.

Hand tiene un natural desparpajo. Lo cual es un problema. Enseguida traba conversación con la gente mayor, les pregunta cosas, y con ese pelito rubio y esa cara de no haber roto nunca o casi nunca un plato, enseguida se le abren y le cuentan su vida. Sin embargo, cuando está un poco amoscado, uno se expone a cualquier cosa con él.

—¿Qué? —preguntó el de la gorra.

—Las espirales esas que llevas en la mano, que si piensas comértelas todas.

—¿Eh? —El de la gorra le había oído, lo que no comprendía era que un desconocido le echara en cara qué comía o dejaba de comer.

—Co-mer. ¿Entiendes? —saltó Hand—. Ya sabes, mover las mandíbulas y mas-ti-car.

—Maldito chalado —masculló el otro—. Pero ¿qué mosca te ha picado, tío?

—Eso digo yo, gilipollas.

Hand alzaba la voz y acortaba distancias. Era más grande que el otro tipo, le sacaba cinco centímetros y diez kilos de peso. El otro retrocedió.

—¿Qué? ¿Nos echamos atrás, amigo? —se mofó Hand.

—Maldito chalado —repitió el de la gorra, y escupió a su derecha.

—¿Yo, chalado? ¡No te jode! ¡El tío arrambla con todas las espirales de la tienda y resulta que el chalado soy yo! ¿Es que no se come otra cosa en Oco-oco-moco-moco… o como coño se llame el sitio este? ¿O es que estamos ante el alcalde de Loco-neumococo y su señoría ha decretado que él se va a zampar todas las espirales porque le sale de los cojones?

Hand había perdido los estribos. El interpelado se dio la vuelta para coger su cambio de manos del cajero. Este, un chaval de unos dieciséis años con el estirado y voluntarioso cuello de una tortuga, había hecho entretanto la cuenta, ajeno al altercado. Yo procuraba aparentar indiferencia también, sin saber por qué motivo. Hand era responsabilidad mía.

—Soplapollas —masculló el de la gorra con una risita sardónica. Iba ya hacia la puerta.

—¿Soplapollas? —saltó Hand mientras el de la gorra salía a la calle—. ¿Soplapollas? ¿Y eso qué es? ¿Eso es todo lo que se te ocurre? ¿Soplapollas? Maricón de mierda…

El tipo había desaparecido. Inaudito: teníamos veintisiete años y Hand, en medio de un establecimiento comercial, se dedicaba a poner como un trapo a un chaval que no pasaría de los veinte.

—¿Tienen servicios? —preguntó al cajero.

—Está averiado —contestó el chico.

—Embustero —replicó Hand.

Pagamos y una vez fuera, con la mitad restante de la chocolatina balanceándose en su boca, Hand orinó contra la pared de la tienda, mientras daba vueltas a lo que significaría «soplapollas».

—Supongo que es como llamarme homosexual, ¿no?

—No lo sé.

—¿Los que ponen a tono a los actores porno no se llamaban soplapollas?

—Esos son calientapollas y los llaman estimuladores —respondí, y me pregunté de qué sabía yo eso.

—Ah.

Mientras Hand terminaba su micción, me encaminé hacia el guardamuebles de Jack. Alcé la estruendosa persiana metálica y antes de dar la luz me topé de frente con Jack Sikma, mítico pívot de los Bucks de Milwaukee. De pie en un rincón, el muñeco tamaño natural del parsimonioso Jack Sikma, la desgarbada mole blanca que tan bien se desenvolvía en la zona interior próxima a la canasta, me miraba sonriente. Pulsé el interruptor y una bombilla pelada se encendió en el fondo del módulo. El espacio estaba abarrotado. Hand, ya de regreso, inspeccionaba junto a mí la estela que en sus vaqueros habían dejado las salpicaduras de la micción.

—Joder —masculló.

Todo estaba en orden, hileras de cajas impecables, apiladas según tamaño, y a la derecha, todo lo que no encajaba o trastos que Jack había ido acumulando en los últimos tiempos: colchones, una red llena de pelotas de fútbol, una máquina de pachinko, el millón japonés. En un rincón, los mapas lunares que coleccionaba desde pequeño.

Qué frío hacía.

—Voy a dar una vuelta —anunció Hand.

—¿Cómo? ¿Dónde?

—Por ahí fuera. Hay un arsenal de la Guardia Nacional justo aquí detrás, subiendo la cuesta. No me apetece quedarme aquí sentado viendo cómo lo revuelves todo.

—¿No piensas ayudarme a embalar?

—Sí, pero sé que antes querrás echar un vistazo a lo que hay.

—¿Y tú no?

—Pues no, la verdad.

—No se te ocurra llevarte la camioneta.

—No pensaba hacerlo. Voy andando.

—Deja el motor encendido.

—Sí, señor.

—Me ayudarás a embalar, ¿no?

—Cuando te hayas cansado de husmearlo todo, me pongo a embalar contigo.

—Vale.

—Vuelvo dentro de media hora más o menos. A ver qué hay por ahí arriba.

—De verdad me vas a…

—Que sí, que ahora vuelvo.

—Vale.

Y se fue. Era un cretino, un mamarracho, siempre se escaqueaba, aunque me alegré de poder campar a mis anchas. Abrí una caja que contenía los exámenes del colegio y unos dibujos en cartulina, una pila de veinte, dieciocho de los cuales eran imágenes de Saturno, algunas decoradas con purpurina. Cuando teníamos once años, antes de yo saber con certeza que no existían insectos voladores que penetraran en el recto al sentarte en el váter y de descubrir la anomalía en mi corazón —ya entraré en detalles más adelante, pero nunca fue cosa grave—, Jack y yo solíamos sacar los cuadernos y tumbarnos boca abajo para dibujar la casa de nuestros sueños, y el paisaje circundante, de acuerdo con nuestra visión del futuro 2020. Él, más dotado para el dibujo lineal, se encargaba de los planos, y yo pintaba la hierba, los animales y las personas, unos seres con grandes manazas y cabezas diminutas. Sin embargo, por mucho que nos empeñáramos y dividiéramos la tarea, esos dibujos nunca reflejaban con fidelidad nuestras fantasías. Era evidente, en cambio, cuáles eran sus últimas aspiraciones, lo que suscitaba gran desconcierto en nuestros profesores, convencidos de que éramos tan tontos como nuestro comportamiento daba a entender. No tardó en ponerse de manifiesto, sin embargo, que Jack era muy distinto de nosotros dos: él era sereno y yo caótico, y donde en él había lucidez, en Hand había una bocaza de pasmarote que se abría y cerraba sin parar. Por otra parte, Jack no pretendía estar a la última, a diferencia de nosotros, que sí teníamos pretensiones y en algún que otro momento gozamos de fama de enterados entre los nuestros. Esas cosas no iban con él, no sabía moverse con la soltura ni la ira necesarias, ni dejarse los calcetines bajados con la arruga preceptiva, y por mucho que intentara llevar el pelo a la moda, siempre se repeinaba demasiado. Era de natural precavido y cauteloso, suponíamos que debido a su condición de asmático, y durante mucho tiempo fue un niño enclenque, mucho más pequeño que los demás, más bajo, más delgado, proporcionado pero casi anémico. Coordinaba bien los movimientos, era un buen deportista en general, pero demasiado canijo, demasiado minúsculo, incluso la cabeza la tenía más pequeña. Hasta que, en el último año del instituto, dio el estirón, se puso en metro ochenta, echó carnes y con sus ojos cristalinos y su hoyuelo en el mentón se convirtió en el favorito de las chicas maternales, que se morían por mimarlo y enseñarle esas cosas básicas de la vida que tanta falta le hacía conocer. Repentina atención ante la cual Jack reaccionó con un sentido de la responsabilidad, con una solemnidad incluso, que nos resultaba exasperante.

El cadencioso ronroneo del motor de la camioneta cesó de pronto y oí voces que se acercaban.