Capítulo 14
El corredor adonde los llevó el hosco guardián estaba tapizado de telarañas y apenas iluminado con antorchas de vacilante llama dispuestas en aros de hierro a intervalos distanciados. Sparhawk se rezagó deliberadamente para situarse al lado de Sephrenia.
—¿Lo habéis reconocido también? —le susurró.
La mujer asintió.
—Aquí ocurren cosas más terribles de lo que sospechábamos —le respondió en voz baja—. Sed muy prudente, Sparhawk. Esto es peligroso.
—De acuerdo.
En el extremo del pasillo invadido por las telarañas había una pesada puerta cuyos goznes chirriaron al abrirla su silencioso guía. Llegaron al rellano de una curvada escalera que conducía a una amplia estancia abovedada de paredes pintadas de blanco y de suelo de piedra pulida, negra como el azabache, en la que ardía un trémulo fuego cuya luz sólo acompañaba la llama de una vela situada sobre una mesa junto a la arqueada chimenea. Frente a ella estaba sentado un hombre pálido de pelo gris vestido enteramente de negro. Tenía el semblante melancólico y la tez descolorida de quienes apenas salen a la intemperie y presentaba un aspecto algo insalubre, como si fuera víctima de algún misterioso malestar. Estaba leyendo un gran libro encuadernado con cuero a la luz de la vela.
—Las personas de que os he hablado, amo —anunció con su cavernosa voz el criado de prominente mandíbula.
—Muy bien, Occuda —repuso con voz cansina el hombre sentado junto a la mesa—. Prepárales habitaciones. Se quedarán hasta que amaine la tormenta.
—Será como vos decís, amo. —El fornido individuo se giró y volvió a subir las escaleras.
—Muy poca gente viaja hasta esta parte del reino —les comentó el hombre de negro atuendo—. La región está desolada y su población muy mermada. Soy el conde Ghasek y os ofrezco el magro abrigo de mi casa hasta que pase la tormenta. Con el tiempo tal vez lamentéis haber encontrado mi puerta.
—Me llamo Sparhawk —le informó éste, antes de presentar a sus acompañantes.
Ghasek inclinó la cabeza ante cada uno de ellos.
—Sentaos —invitó a sus huéspedes—. Occuda volverá en breve y os preparará un refrigerio.
—Sois muy amable, mi señor de Ghasek —le agradeció Sparhawk, quitándose el yelmo y los guanteletes.
—Es posible que dentro de poco no penséis lo mismo, sir Sparhawk —replicó ominosamente Ghasek.
—Es la segunda vez que insinuáis la existencia de algún problema entre estos muros, mi señor —señaló Tynian.
—Y sin duda no será la última, sir Tynian. La palabra «problema», no obstante, es demasiado suave, me temo. Para hacer honor a la verdad, si no hubierais sido caballeros de la Iglesia, mis puertas habrían continuado cerradas para vosotros. Ésta es una infeliz morada y no es mi intención hacer partícipes de sus penalidades a los desconocidos.
—Pasamos por Venne hace unos días, mi señor —comunicó prudentemente Sparhawk—. Allí corren toda suerte de rumores referentes a vuestro castillo.
—No me sorprende lo más mínimo —contestó el conde, moviendo una temblorosa mano ante el rostro.
—¿Os sentís mal, mi señor? —le preguntó Sephrenia.
—La edad avanzada tal vez, y sólo existe una cura para eso.
—No hemos visto otros criados en vuestra casa, mi señor —observó Bevier, eligiendo con cuidado las palabras.
—Ahora Occuda y yo somos las únicas personas que la habitan, sir Bevier.
—Encontramos a un trovador en el bosque, conde Ghasek —refirió Bevier con tono casi amenazador—. El mencionó el hecho de que tenéis una hermana.
—Debéis de referiros a ese insensato llamado Arbele —conjeturó el conde—. Sí, en efecto, tengo una hermana.
—¿Vendrá a reunirse con nosotros la dama? —inquirió Bevier con tono seco.
—No —respondió concisamente el conde—. Mi hermana está indispuesta.
—Lady Sephrenia es muy ducha en las artes curativas —insistió Bevier.
—La dolencia de mi hermana no es susceptible de cura —afirmó algo tajantemente el conde.
—Basta, Bevier —atajó con tono autoritario Sparhawk al joven cirínico.
Bevier se sonrojó y se levantó de la silla para caminar hasta el otro extremo de la habitación.
—El joven parece muy turbado —observó el conde.
—El trovador Arbele le contó algunas cosas sobre vuestra casa —explicó con franqueza Tynian—. Bevier es arciano, y en ese país son muy emotivos.
—Comprendo —replicó el melancólico aristócrata—. Me imagino el tipo de alocadas invenciones que cuenta Arbele. Por fortuna serán pocos quienes les den crédito.
—Me temo que os halláis en un error, mi señor —disintió Sephrenia—. Las historias que cuenta Arbele son un síntoma de un trastorno que enturbia su razón, y dicho desarreglo es contagioso. Por un tiempo como mínimo, todo aquel a quien encuentre aceptará lo que dice como una verdad absoluta.
—Veo que los brazos de mi hermana alcanzan cada vez más lejos.
De algún lugar alejado de la casa llegó un escalofriante chillido, seguido de repetidas carcajadas de enajenación.
—¿Vuestra hermana? —inquirió Sephrenia.
Ghasek asintió con la cabeza mientras asomaban lágrimas a sus ojos.
—¿Y su enfermedad no es física?
—No.
—No insistamos más, caballeros —indicó Sephrenia—. El tema es doloroso para el conde.
—Sois muy atenta, señora —apreció, agradecido, el conde. Exhaló un suspiro y añadió—: Decidme, caballeros, ¿qué os trae a estos sombríos bosques?
—Hemos venido expresamente a veros, mi señor —le comunicó Sparhawk.
—¿A mi? —El conde parecía sorprendido.
—Vamos en busca de los restos mortales del rey Sarak de Thalesia, que pereció durante la invasión zemoquiana.
—Ese nombre me resulta vagamente familiar.
—Así lo esperaba. Un curtidor de la ciudad de Paler…, un hombre llamado Berd…
—Sí, lo conozco.
—Nos habló de la crónica que estáis reuniendo.
Al conde se le iluminó la mirada y su rostro cobró vida por primera vez desde que habían entrado en la habitación.
—La labor de toda una vida, sir Sparhawk.
—Eso tengo entendido, mi señor. Berd nos informó de que vuestra investigación es bastante exhaustiva.
—Tal vez Berd sea algo generoso en sus apreciaciones —dijo el conde sonriendo con modestia—. Ello no obstante, he recogido gran parte del folklore del norte de Kelosia e incluso de algunas zonas de Deira. La invasión de Otha fue mucho más amplia de lo que comúnmente se cree.
—Sí, eso hemos descubierto. Con vuestro permiso, nos gustaría examinar vuestra crónica con la esperanza de encontrar alguna pista que nos conduzca al lugar donde está enterrado el rey Sarak.
—Desde luego, sir Sparhawk, y yo mismo os ayudaré, pero la hora es tardía y mi crónica es pesada. —Sonrió humildemente—. En caso de que comenzara, podríamos permanecer despiertos durante casi toda la noche. Pierdo toda noción del tiempo una vez que me he enfrascado en sus páginas. Creo que es mejor esperar hasta mañana antes de comenzar.
—Como vos deseéis, mi señor.
Entonces entró Occuda con una gran olla de estofado y una pila de platos.
—Le he llevado la comida, amo —anunció en voz baja.
—¿Hay alguna novedad? —preguntó el conde.
—No, amo. Me temo que no.
El conde suspiró y volvió a adoptar una expresión melancólica.
Las cualidades de cocinero de Occuda parecían limitadas. El estofado que les sirvió apenas era aceptable, pero el conde estaba tan inmerso en sus estudios que por lo visto le tenía sin cuidado lo que le traían a la mesa.
Después de cenar, el conde les dio las buenas noches y Occuda los condujo a sus habitaciones por las escaleras y un largo corredor. Al acercarse a los dormitorios volvieron a oír los gritos de la mujer enloquecida. Bevier contuvo un sollozo.
—Está sufriendo —dijo con voz angustiada.
—No, caballero —lo disuadió Occuda—. Está completamente loca y la gente que se halla en su estado no percibe la realidad de sus circunstancias.
—Me interesaría saber cómo ha llegado un criado a ser tan experto en enfermedades mentales.
—Basta, Bevier —lo atajó otra vez Sparhawk.
—No, caballero —objetó Occuda—. La pregunta de vuestro amigo es pertinente. —Se volvió hacia Bevier—. Durante mi juventud fui monje —dijo—. Mi orden estaba consagrada al cuidado de los enfermos. Una de nuestras abadías había sido convertida en un hospicio para las personas trastornadas, y allí fue donde yo serví. Tuve un continuado contacto con gente que había perdido el juicio y podéis creerme cuando os digo que lady Bellina está irremisiblemente loca.
Bevier pareció perder parte de su aplomo, pero su ademán se endureció casi de inmediato.
—No os creo —espetó.
—Sois muy libre de hacer lo que os parezca, caballero —reconoció Occuda—. Ésta es vuestra habitación —indicó, abriendo la puerta—. Que durmáis bien.
Bevier entró en la estancia y cerró con un portazo.
—Tan pronto como la casa quede en silencio, saldrá en busca de la hermana del conde, lo sabéis, ¿no es cierto? —murmuró Sephrenia.
—Supongo que tenéis razón —acordó Sparhawk—. Occuda, ¿hay algún modo de cerrar con llave esa puerta?
El corpulento kelosiano asintió.
—Puedo afianzarla con una cadena, mi señor —propuso.
—Hacedlo pues, no sea que a Bevier le dé por vagar por los pasadizos de la casa a media noche. —Sparhawk reflexionó un instante—. Será mejor que también pongamos un guardia fuera de su puerta —comunicó a los otros—. Como tiene esa hacha con él, si llega a sentirse desesperado, podría tratar de partir la puerta.
—Sería una situación algo delicada, Sparhawk —opinó dubitativamente Kalten—. Por una parte no queremos herirlo y, por otra, tampoco queremos que nos ataque con esa temible hacha.
—Si trata de salir, habremos de reducirlo —decidió Sparhawk.
Sparhawk fue el último de los caballeros que Occuda acompañó a su dormitorio.
—¿Necesitáis algo más, caballero? —preguntó con cortesía el criado.
—Quedaos un momento, Occuda —le pidió Sparhawk.
—Sí, mi señor.
—Yo os he visto antes.
—¿A mí, mi señor?
—Fue en Chyrellos hace ya cierto tiempo, cuando Sephrenia y yo estábamos vigilando una casa que pertenecía a unos estirios. Os vimos entrar en ese edificio acompañando a una mujer. ¿Era lady Bellina?
Occuda asintió suspirando.
—¿Sabéis que fue lo ocurrido en esa casa lo que la hizo enloquecer? —inquirió Sparhawk.
—Eso era lo que suponía.
—¿Podríais explicármelo todo? No quiero incomodar al conde con penosas preguntas, pero hemos de liberar a sir Bevier de su obsesión.
—Comprendo, mi señor. Profeso una profunda lealtad al conde, pero quizá vos deberíais conocer los detalles. Así podríais como mínimo protegeros de esa mujer. —Occuda tomó asiento, mostrando una profunda pena en su duro semblante—. El conde es un erudito, caballero, y se ausenta con frecuencia de casa durante largos períodos, en busca de las historias que lleva décadas reuniendo. Su hermana, lady Bellina, es… o era… una mujer corriente, bastante regordeta, de mediana edad, con escasas posibilidades de encontrar marido. Ésta es una remota y aislada morada y Bellina sufría a causa de la soledad y el aburrimiento. El invierno pasado pidió permiso al conde para visitar a unas amigas de Chyrellos y éste dio su consentimiento con la condición de que yo la acompañara.
—Me preguntaba cómo había llegado allí —comentó Sparhawk, sentándose en el borde de la cama.
—Lo cierto es que —prosiguió Occuda— las amigas de Bellina de Chyrellos son unas insensatas y atolondradas damas y le llenaron la cabeza con historias sobre una casa estiria donde restablecían la juventud y la belleza de una mujer por medio de la magia. Bellina ardió en deseos de ir. Las mujeres hacen a veces cosas así por extraños motivos.
—¿Recobró en efecto la juventud?
—No me permitieron acompañarla a la habitación donde estaba el mago estirio, de manera que no puedo referir lo acaecido allí, pero, cuando salió apenas si la reconocí. Tenía el cuerpo y la cara de una muchacha de dieciséis años, pero sus ojos eran espantosos. Como he dicho a vuestro amigo, he trabajado antes con locos, y enseguida detecté los síntomas. Preparé el equipaje y la traje directamente de regreso a casa con la esperanza de poder tratarla aquí. El conde se encontraba de viaje, de modo que no pudo enterarse de lo que comenzó a ocurrir después de nuestro regreso.
—¿Y qué fue eso?
Occuda se estremeció.
—Fue horrible, caballero —dijo con aversión—. Con algún medio, consiguió dominar por completo al resto de los criados. Era como si fueran incapaces de ofrecer resistencia a sus órdenes.
—¿Exceptuándoos a vos?
—Creo que tal vez el hecho de haber sido monje me protegió… Eso, o que ella pensó que yo no merecía que se tomara la molestia.
—¿Qué fue lo que hizo exactamente? —le preguntó Sparhawk.
—Fuera lo que fuese lo que encontró en esa casa de Chyrellos, era algo totalmente maligno, caballero, lo cual la poseyó enteramente. Por la noche enviaba a los criados, que actuaban como sus esclavos, a los pueblos de los contornos para que raptaran a inocentes siervos. Más tarde descubrí que tenía una cámara de tortura en la bodega del castillo. Exultaba con la sangre y el dolor. —Los rasgos de Occuda se deformaron por la repugnancia—. Caballero, se alimentaba de carne humana y se bañaba desnuda en sangre humana. Lo vi con mis propios ojos.
Hizo una pausa y después continuó.
—Hace tan sólo una semana que el conde regresó al castillo. Llegó de noche entrada y me mandó a buscar una botella de vino a la bodega, a pesar de que casi nunca bebe más que agua. Al llegar abajo oí algo parecido a un grito. Fui a investigar y abrí la puerta de su cámara secreta. ¡Así no lo hubiera hecho! —Se cubrió la cara con las manos y exhaló un sollozo entrecortado—. Bellina estaba desnuda —prosiguió después de recobrar la compostura— y tenía a una muchacha encadenada a una mesa. Caballero, ¡estaba cortando a la pobre sierva en pedazos mientras ésta aún estaba viva y tenía la boca atiborrada de trozos de carne! —Occuda pareció a punto de vomitar y luego apretó con fuerza los dientes.
Sparhawk nunca sabría qué lo indujo a formular aquella pregunta.
—¿Estaba sola allí adentro?
—No, mi señor. Los criados que eran sus esclavos estaban también allí, lamiendo la sangre caída en esas enmohecidas piedras. Y… —El hombre de demacrada cara titubeó.
—Continuad.
—No me atrevería a jurarlo, mi señor. Me daba vueltas la cabeza, pero me pareció que en el fondo de la habitación había una figura encapuchada vestida de negro cuya presencia me heló la sangre.
—¿Podríais describirla con más detalle? —inquirió Sparhawk.
—Alta, muy delgada, envuelta por completo en un sayo negro.
—¿Y? —lo incitó Sparhawk, sabiendo con escalofriante sorpresa lo que agregaría.
—La cámara estaba oscura, mi señor —se disculpó Occuda—, iluminada sólo por el fuego donde Bellina calentaba los instrumentos de tortura, pero en ese rincón de atrás creí ver un resplandor verde. ¿Es ello algo significativo?
—Podría serlo —respondió Sparhawk con expresión sombría—. Proseguid con vuestro relato.
—Corrí a informar al conde. Al principio se negó a creerme, pero lo obligué a bajar a la bodega conmigo. En un primer momento creí que iba a matarla al ver lo que hacía. ¡Ojalá lo hubiera hecho! Ella se puso a chillar al verlo e intentó atacarlo con el cuchillo que había estado utilizando con la muchacha, pero yo se lo arrebaté.
—¿Fue entonces cuando la encerró en la torre? —Sparhawk estaba conmovido por la historia que acababa de escuchar.
—De hecho, fui yo quien tuvo la idea —reconoció con ceño torvo Occuda—. En el hospicio donde serví, siempre confinaban a los más violentos. La arrastramos hasta la torre y cerré la puerta con cadenas. Allí permanecerá durante el resto de sus días si yo tengo algo que decir en ello.
—¿Qué sucedió con los otros criados?
—Al principio realizaron intentos de liberarla y yo hube de matar a varios de ellos. Después, ayer, el conde oyó cómo algunos contaban una descabellada historia a ese mentecato trovador. Mi señor me encomendó echarlos a todos del castillo. Se apelotonaron alrededor de la puerta durante un rato y luego se fueron corriendo.
—¿Tenían alguna característica extraña?
—Todos tenían semblantes completamente inexpresivos —repuso Occuda— y los que yo maté murieron sin emitir queja alguna.
—Me lo temía. Ya hemos topado antes con gente así.
—¿Qué le ocurrió en esa casa, caballero? ¿Qué fue lo que le hizo perder el juicio?
—Habéis sido educado como monje, Occuda —señaló Sparhawk—, con lo cual es probable que hayáis recibido formación teológica. ¿Os resulta familiar el nombre de Azash?
—¿El dios de los zemoquianos?
—El mismo. Los estirios de esa casa de Chyrellos eran zemoquianos y es Azash quien posee el alma de lady Bellina. ¿Hay alguna salida por la que hubiera podido escapar de esa torre?
—Es totalmente imposible, mi señor.
—De alguna manera logró infectar a ese trovador y éste pudo transmitir el trastorno a Bevier.
—No pudo haber salido de la torre, caballero —aseguró Occuda.
—He de hablar con Sephrenia —anunció Sparhawk—. Gracias por ser tan honesto, Occuda.
—Os he contado todo esto con la esperanza de que pudierais ayudar al conde —contestó Occuda, poniéndose en pie.
—Haremos cuanto esté en nuestras manos.
—Gracias. Voy a poner la cadena en la puerta de vuestro amigo. —Se encaminó a la habitación de Bevier y se volvió a medio camino—. Caballero —dijo con voz sombría—, ¿creéis que debería matarla? ¿No sería mejor así?
—Puede que llegue el momento en que ello sea preciso —reconoció con franqueza Sparhawk— y, si lo hacéis, habréis de cortarle la cabeza. De lo contrario, volverá a cobrar vida.
—Puedo hacerlo si es necesario. Tengo un hacha y haría cualquier cosa por liberar de su sufrimiento al conde.
Sparhawk posó afectuosamente la mano en el hombre del criado.
—Sois un hombre bueno y sincero, Occuda —dijo—. El conde es afortunado al teneros a su servicio.
—Gracias, mi señor.
Sparhawk se quitó la armadura y después se dirigió a la habitación de Sephrenia.
—¿Sí? —contestó ésta en respuesta a su llamada a la puerta.
—Soy yo, Sephrenia.
—Entrad, querido.
—He tenido una conversación con Occuda —informó después de entrar.
—¿Y?
—Me ha contado lo ocurrido aquí. No estoy seguro de que queráis oírlo.
—Si he de curar a Bevier, me temo que deberé escucharlo.
—Estábamos en lo cierto —comenzó Sparhawk—. La mujer kelosiana que vimos salir de la casa de los zemoquianos en Chyrellos era la hermana del conde.
—Estaba convencida de ello. ¿Qué más?
En pocas palabras, Sparhawk refirió lo que Occuda le había explicado, resumiendo los detalles más escabrosos.
—Es creíble —dictaminó Sephrenia—. Esa forma de sacrificio forma parte de la adoración de Azash.
—Hay algo más —agregó Sparhawk—. Cuando entró en la cámara de la bodega, Occuda vio una figura en sombras en uno de los rincones. Llevaba sayo y capucha negros y su cara tenía un brillo verde.
La mujer aspiró hondamente.
—¿Podría Azash tener más de un Buscador suelto? —preguntó Sparhawk.
—Con un dios mayor todo es posible.
—No podía ser el mismo —afirmó él—. No hay nada que pueda estar a la vez en dos lugares distintos.
—Como ya he dicho, querido, con un dios mayor todo es posible.
—Sephrenia —confesó con voz turbada—, siento tener que decirlo, pero todo esto está comenzando a asustarme un poco.
—Y a mí también, querido Sparhawk. Mantened a vuestro alcance la lanza de Aldreas. Puede que el poder de Bhelliom os proteja. Ahora id a acostaros. Necesito pensar.
—¿Me daréis vuestra bendición antes de ir a dormir, pequeña madre? —solicitó, hincándose de rodillas.
De improviso se sintió como un pequeño e indefenso niño, y besó con suavidad las palmas de las manos de la mujer.
—De todo corazón, querido —repuso la estiria, cubriéndole la cabeza con los brazos y atrayéndolo hacia sí—. Sois el mejor de todos, Sparhawk —le dijo—, y, si sois fuerte, ni las mismas puertas del infierno lograrán deteneros.
Cuando se puso en pie, Flauta bajó de la cama y se acercó gravemente a él. Se sintió de pronto incapaz de moverse. La niña lo tomó de las muñecas, asiéndolo suavemente, sin que él pudiera resistirse. Luego le volvió las manos y le besó cada una de las palmas, y sus besos ardieron en sus venas como un fuego sagrado. Conmovido, Sparhawk abandonó la habitación sin agregar palabra alguna.
Tuvo un sueño intranquilo, despertándose a menudo y revolviéndose inquieto en la cama. La noche parecía interminable y el fragor de los truenos sacudía los propios cimientos del castillo. La lluvia que la tempestad había traído arañaba la ventana de la habitación en que Sparhawk trataba de dormir y el agua caía torrencialmente del tejado de pizarra aporreando las piedras del patio. Debió de ser después de medianoche cuando al fin renunció a su intento y, levantando las mantas, se sentó en el borde de la cama, malhumorado. ¿Qué iban a hacer con Bevier? Sabía que la fe del arciano era profunda, pero el caballero cirínico carecía de la voluntad de hierro de Occuda. Era joven e ingenioso y apasionado como todos los arcianos. Bellina podía servirse de ello. Aun cuando Sephrenia consiguiera sustraer a Bevier de su compulsiva obsesión, ¿qué garantía tenían de que Bellina no pudiera volver a imponérsela en cuanto quisiera? A pesar de su deseo de ahuyentar tal idea, Sparhawk hubo de admitir que la solución propuesta por Occuda era tal vez la única de que disponían.
Entonces, de improviso, lo invadió el espanto. Algo abrumadoramente maligno rondaba cerca. Se levantó de la cama y buscó la espada entre las tinieblas. Luego se encaminó a la puerta y la abrió.
El solitario corredor estaba parcamente iluminado por la luz de una sola antorcha. Kurik permanecía sentado, dormitando, en una silla fuera de la habitación de Bevier. Entonces se abrió la puerta del dormitorio de Sephrenia y ésta salió presurosa con Flauta pisándole los talones.
—¿Lo habéis notado también?
—Sí. ¿Habéis detectado de dónde viene?
La mujer señaló la puerta de Bevier.
—Está allí adentro.
—Kurik —llamó Sparhawk, tocando el hombro de su escudero.
Kurik abrió los ojos al instante.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Hay algo adentro con Bevier. Sé cauteloso.
Sparhawk descolgó la cadena que había dispuesto Occuda, corrió el cerrojo y abrió despacio la puerta.
Una extraña luz bañaba la habitación donde Bevier se revolvía en la cama bajo la reluciente y borrosa forma de una mujer desnuda. Sephrenia hizo acopio de aire.
—Un súcubo —musitó.
Inició un encantamiento sin dilación, haciendo una señal a Flauta. La pequeña comenzó a tañer una melodía tan compleja que Sparhawk no pudo siquiera seguirla.
La rutilante mujer que se hallaba junto a la cama, de indescriptible belleza, se volvió hacia la puerta y separó los labios para mostrar sus chorreantes colmillos. Emitió un siseo de despecho que mas bien parecía el chirrido de un insecto, habiendo perdido al parecer la capacidad de movimiento. El hechizo siguió su curso y el súcubo comenzó a encogerse, oprimiéndose la cabeza con las manos. La música de Flauta se tornó más severa y el encantamiento de Sephrenia sonaba cada vez más alto. El súcubo empezó a retorcerse, gritando imprecaciones tan viles que Sparhawk se arredró al oírlas. Entonces Sephrenia alzó una mano y, para sorpresa de aquél, habló en elenio y no en estirio.
—¡Volved al sitio de donde venís! —ordenó—. ¡Y no volváis a aventuraros a salir esta noche!
El súcubo se disipó con un inarticulado aullido de frustración, dejando tras él el fétido olor a putrefacción y corrupción.