6
Ambos tenían el día libre y se habían quedado en sus casas. Habían organizado una fiesta de cumpleaños en la cocina de Joe. Su hija Jackie cumplía nueve años, y la cocina estaba llena de críos y madres, muchos más de los que el espacio permitía. Pero a nadie le importaba. Los niños estaban encantados con el amontonamiento y sus madres charlaban mientras simulaban estar muy atareadas.
Joe se quedó en la puerta de la cocina, observándolo todo con una sonrisa. Disfrutaba con el ruido y el desorden que estaban organizando los muchachos; también le gustaba mirar los cuerpos de las madres mientras iban de aquí para allá tratando de colocar las cosas en su sitio. Era un día caluroso, la cocina era pequeña, todo el mundo transpiraba, y a causa del calor nadie llevaba mucha ropa. Las encontraba muy seductoras, con el pelo pegado a la frente, los vestidos húmedos apretados contra el cuerpo y el ruido de sus piernas al rozar la una contra la otra.
Joe imaginaba una pequeña escena, en la que se encontraba con la mirada de una de las mujeres y haciéndole un pequeño gesto ella venía y le preguntaba:
—¿Qué pasa, Joe?
—El teléfono.
—¿Para mí…?
—Ven a cogerlo al dormitorio. (Esa frase le gustaba y se reía solo).
De manera que ella entraba en el dormitorio, tomaba el teléfono y se volvía hacia él, y un poco confundida diría:
—¡Pero si no hay nadie en la línea!
Él sonreiría y quizás le guiñara el ojo.
—Ya lo sé. ¿Y qué te parece si descansamos un poco?
—¿En qué estás pensando, Joe?
—Lo sabes muy bien.
Entonces la llevaba a la cama y le hacía el amor a conciencia.
Todo esto discurría en su fantasía mientras estaba, de pie, apoyado contra el marco, observando a los muchachos divertirse.
Tom llegó a la casa entrando a propósito por la puerta de la calle, porque sabía que la fiesta se desarrollaba en la cocina e imaginó que Joe permanecería lejos de ella. Buscó por toda la casa y se sorprendió de encontrarlo prácticamente dentro de la cocina, de pie contra la puerta, entre todo ese calor y bullicio.
Tom le tiró de la manga. Joe, que saboreaba las delicias de su fantasía amorosa, le lanzó una mirada de enojo y no se movió, pero Tom insistió. Joe señaló la cocina con la mandíbula indicándole su preferencia, entonces Tom lo atrajo al salón con un gesto del pulgar y ambos salieron de la cocina.
Joe preguntó:
—Está bien, ¿de qué se trata?
Hablando con excitación y a media voz, Tom le respondió:
—¡Ya lo tengo!
—¿Qué es lo que tienes?
—A medias —dijo Tom, levantó el índice y sonrió—. Tengo nuestro problema resuelto a medias.
—¡Ah, sí! —dijo Joe con un tono irónico—. ¿De qué problema se trata?
—Del gran golpe.
De pronto Joe temió que pudieran oírlos. Hizo un gesto brusco con la mano y se volvió hacia la cocina.
—No te preocupes —dijo Tom—, no pueden escucharnos con todo ese alboroto.
Joe no había estado pensando en la idea del robo y no quería pensar en él. Se acercó a Tom y murmuró:
—Bien, ¿de qué se trata?
—¿Recuerdas? Dijimos que nos hacían falta dos cosas. Algo que pudiéramos convertir en seguida en dinero, y alguien para comprarlo.
Joe asintió con la cabeza; escuchaba sin estar verdaderamente interesado en el tema. Su atención todavía estaba allá en la fiesta y en su imaginaria escena erótica. Hasta ahora ambos habían disfrutado del robo en los momentos de tedio, cuando no había otra cosa que hacer, como cuando iban a trabajar a la ciudad en el coche, pero tan sólo era algo teórico que decían que iban a hacer, pero que ninguno de ellos intentaba realmente llevar a cabo. Por el contrario, ahora el robo se había convertido en algo real para Tom. Joe no estaba tan metido, así que se limitó a asentir, escuchando a medias.
—Sí, lo recuerdo.
—Pues bien, tengo el comprador.
Joe frunció el ceño y no escondió su escepticismo.
—¿Quién?
—La mafia.
—¿Qué? ¿Estás loco? —exclamó Joe.
—¿Quién si no tiene dos millones de dólares en efectivo? ¿Quién si no compra cosas robadas por ese precio?
Joe apartó los ojos mirando alrededor suyo y comenzó a pensar en lo que Tom le había dicho.
—¡Vaya por Dios! Tom… Tienes razón.
—Ya te conté acerca de esos valiosos cargamentos en los muelles, donde yo trabajaba en aquella época. Iban directamente a la mafia. Dicen que valían unos cuatro millones de dólares por año.
Joe pensaba, buscando un fallo.
—Pero no es un sólo robo. Nos tomaría un año hacerlo.
—Lo esencial es que ellos compran.
—De acuerdo, pero ¿qué es lo que les venderemos?
—Cualquier cosa que quieran comprar —replicó Tom.
TOM
Habíamos discutido juntos la mejor forma de entrar en contacto con la mafia. Habíamos convenido que no íbamos a recurrir a intermediarios, ni a tratar con ningún segundón de esos que andan por las calles. De esa manera, no llegaríamos a la cabeza, o bien una serie de personas no interesadas podrían llegar a conocer nuestros propósitos y nos veríamos en dificultades aún antes de hacer nada. Además se habla de la mafia como un negocio, y en cualquier negocio, si se quiere plantear un problema o una proposición, es siempre mejor ir a la cabeza y dejar a los segundones a un lado.
Así que decidimos proponérselo a Anthony Vigano en persona. Estaba, como lo había anunciado, libre bajo fianza, de tal forma que nos sería posible verlo. Convinimos que sería mejor que lo intentara sólo uno de nosotros, y ya que había sido mía la idea, yo iría la primera vez. Además, Joe no se sentía muy dispuesto a hacerlo. No era trabajo para él.
Vigano tenía un grueso expediente en los archivos de la comisaría y gracias a mi cargo me era fácil acceder a ellos. Encontré su dirección: Red Bank, Nueva Jersey. Además incluía una serie de informaciones acerca de los asuntos en los que había estado mezclado a través de los años; había pasado ocho meses encarcelado a los veintidós años por un asalto a mano armada. Además tenía una colección de arrestos más numerosa que pelos en mi cabeza, pero ninguna condena. A lo largo de su vida, ejerció como dirigente sindicalista, anduvo en negocios de importación y exportación durante algún tiempo, fue el principal accionista de una cervecería de Nueva Jersey y fue copropietario de una compañía de transporte. Había sido arrestado por tráfico de drogas, por extorsión, encubrimiento, corrupción de funcionarios y casi todos los crímenes que se conocen, menos el de vagancia. Hasta intentaron pescarlo por fraude fiscal, pero logró salir limpio del caso.
Había sido víctima de tres intentos de asesinato, el último nueve años atrás, en Brooklyn. No se desplazaba jamás sin sus guardaespaldas, e incluso uno de ellos resultó muerto en uno de los atentados, y hasta ahora no tenía ni un rasguño; aparentemente después de aquel incidente no hubo más luchas internas en su banda.
Su residencia en Red Bank era una mansión al borde del mar, rodeada por una inmensa reja de hierro.
Tomé el Chevy y me fui a dar una vuelta para tener una idea del lugar. Desde fuera, y a través de los portones de hierro cerrados, podía verse el camino de asfalto que serpenteaba entre un césped prolijamente cortado y grandes robles, que conducía a una mansión de tres pisos de ladrillo, con una fachada clásica consistente en cuatro columnas blancas con un remate superior. Se veían dos o tres lujosos automóviles estacionados delante de la casa y un individuo vestido de jardinero que iba y venía, justamente ahí, detrás de los portones… ¡Jardinero!… ¡Al diablo con él!
Una conclusión a la que habíamos llegado, al pensar nuestro plan, era que gracias a nuestro trabajo podríamos obtener los elementos que necesitábamos para el robo directamente del Departamento de Policía, y ahora por primera vez pusimos la idea en práctica. En el piso superior de la comisaría hay una habitación llena de disfraces, vestidos, falsos estómagos y todo ese tipo de cosas. Subí y tomé una peluca, un bigote y un par de gafas con armazón y lentes neutras. Le entregué toda mi identificación a Joe y tomé el tren para Red Bank. Mi idea era visitar a Vigano sin que él me pudiera devolver la visita.
En la estación tomé un taxi para que me llevara hasta la casa de Vigano. Si la dirección le decía algo al conductor no dio muestra de ello. Le pagué, me bajé del taxi, esperé a que se alejara y me acerqué al portón.
De pronto, alguien desde dentro me enfocó con una linterna a los ojos. Me cubrí con un brazo y exclamé:
—¡Oiga! No tiene necesidad de cegarme.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó una voz. Era una voz cascada, como de alguien que vive de pizzas y cigarrillos.
Mantuve el brazo levantado. No quería exponerme a plena luz por el momento.
—¡Quite esa puñetera luz de mi vista!
El tipo dudó un par de segundos y fue bajando el rayo de la linterna hasta llegar a la hebilla de mi cinturón. Seguía sin poder ver nada, pero al menos no me cegaba. Además mi perfil permanecía en la penumbra.
—Quiero saber qué es lo que quiere —dijo el tipo.
Bajé el brazo respondiendo:
—Quiero ver al señor Vigano.
De pronto me sentí inquieto. Me encontraba aquí sin ninguno de los elementos de protección que habitualmente llevo, no tanto la pistola como la autoridad que me da la placa.
—No lo reconozco.
—Soy un agente de Nueva York y traigo una proposición.
—No aceptamos desertores.
—Una proposición, eso es todo. Desearía hablar con otra persona.
Durante diez segundos no pasó nada; de pronto la luz se apagó. Ahora no veía nada; mi ceguera era total.
—Espere aquí —dijo la voz mientras las pisadas se alejaban.
Después de unos minutos mis ojos se acostumbraron otra vez a la oscuridad y podía ver las luces dentro de la casa. Pero desconocía si había alguien detrás del portón.
Esperé casi cinco minutos. Eso me dio tiempo suficiente como para llegar a la conclusión de que yo era un idiota. ¿Qué demonios estaba haciendo aquí? Todo esto del gran golpe no era más que una cosa de la cual hablábamos Joe y yo cuando íbamos y veníamos de la ciudad. A veces trazábamos planes y parecía que lo tomábamos en serio, pero ¿en verdad era así? ¿Iba realmente yo a robar algo y a cobrar un millón de dólares para ir a vivir a Trinidad? Eso era un sueño y nada más.
La razón por la cual me convertí en policía fue porque quería tener un empleo civil en la administración pública.
Pasé un par de exámenes y entré como empleado en la oficina de trabajo de Queens. Un día en que no tenía nada mejor que hacer leí un anuncio sobre unas oposiciones para policía en el tablón de anuncios de la oficina. Me dije que siendo policía combinaba un trabajo en la administración con riesgo y aventura y continuaba como funcionario, pero sería mucho más apasionante que lo que por el momento hacía. El trabajo en la oficina me aburría, así que presenté la solicitud. No me engañé a mí mismo; ser policía es exactamente eso: funcionario más aventura.
Pero no sé; estos últimos años todo parece andar mal. Algunas veces pienso que esto se debe a que estoy volviéndome viejo, pero otras miro a mi alrededor y advierto que a todos los demás les sucede lo mismo. Por ejemplo, Nueva York está volviéndose más feo día a día, el dinero se hace más escaso, todo está más tenso, difícil y frívolo de lo que solía estar.
Esto ocurre desde hace mucho tiempo. No quiero decir que se haya producido ningún cambio repentino. Quiero decir que la razón por la cual me mudé con mi familia fuera de Long Island hace once años fue porque ya en ese entonces Nueva York era un lugar donde uno no quería que crecieran sus hijos. Todo el mundo se mudó en aquel entonces. Todos sabíamos que la ciudad se salía de nuestras manos y confesábamos que no nos gustaría ver a nuestros hijos crecer en ese ambiente.
Hoy por hoy, la ciudad está realmente imposible, ni siquiera es soportable por los adultos. Detesto tener que ir allá en mi coche todos los días de la semana; ni siquiera me gusta mirar en esa dirección. Pero ¿qué voy a hacer? Uno está casado, con hijos, una renta que pagar de la casa, del coche; de pronto ya no tiene libertad para tomar sus propias decisiones. No podría decidir mañana dejar mi puesto. ¿Acaso podría echar por la borda mi derecho a seguridad social, a jubilación? ¿Y dónde encontraría otro empleo con el mismo sueldo? Y en caso de encontrarlo, ¿sería mejor?
Uno sigue y sigue y parece como si manejara su propia vida y nunca se piensa que en realidad la vida se ha cerrado gradualmente alrededor de cada uno de nosotros y en realidad es ella la que nos maneja.
Durante todo este lapso, mientras la idea del robo todavía era teórica, me encontré recordando una y otra vez lo que ese hippy traficante de drogas me dijo acerca de que todos vemos la vida de una forma distinta de la actual. Lo cual es verdad. Algunas veces me sorprendo haciendo cosas o diciendo cosas, o sólo pensando cosas, y de pronto me miro a mí mismo y no puedo creer que sea yo.
Si cuando tenía diez años hubiera podido ver en el futuro al hombre que era en la actualidad, ¿hubiera estado satisfecho?
Y tengo una vaga sensación de que no está bien, de que ése no es el hombre que debo ser. Joe y yo, mi compañero Ed, todos nosotros hemos limitado los horizontes de nuestras vidas, nos hemos hecho torpes y rudos porque es la única manera de sobrevivir. Pero ¿qué nos hubiera pasado si nos hubiera tocado vivir en un ambiente diferente? Incluso aquel hippy fue un niño de diez años. Pero todos nos encontramos en esta ciudad como bestias hambrientas agolpadas en una pequeña habitación, y nos mordemos los unos a los otros porque es lo único que sabemos hacer, y después de un tiempo todos nos convertimos en personas entre las cuales no queremos que crezcan nuestros hijos.
De manera que uno se encuentra en su vehículo camino del trabajo y empieza a soñar con la idea de robar un millón de dólares, ir a vivir a una isla del Caribe, escapar de este condenado lugar. Se hacen películas sobre robos, la gente va a verlas y les gustan. O las miran en televisión. Y de tanto en tanto alguien intenta hacer lo mismo en la vida real.
Vi acercarse una luz por el sendero que viene de la casa. Me sentía intranquilo viéndola venir. Todavía podía alejarme del lugar y dar marcha atrás al proyecto. Creo que sólo la idea de enfrentarme luego con Joe hizo que me quedara.
Había varias personas detrás de la linterna. No podía saber cuántas eran. La linterna ahora no me enfocaba; primero se fijó en el suelo, luego en el portón que estaban abriendo. Una voz dijo:
—Entre. No era la voz grave de antes, sino una voz distinta, suave y delicada.
Entré y cerraron el portón detrás de mí. Me registraron concienzudamente, luego unas manos se apoderaron de mis brazos un poco más arriba de los codos y me hicieron caminar en dirección a la casa.
No me llevaban a la entrada principal, sino que me condujeron a una puerta lateral donde se veían palas de nieve, gabanes y botas. Atravesamos una pequeña habitación y pasamos a una cocina vacía donde volvieron a registrarme. Había tres hombres, dos me revisaban mientras el tercero se mantenía detrás de mí. Vestían traje y corbata, pero evidentemente se trataba de mañosos.
Una vez terminada la tarea, uno de los que me cacheó salió de la habitación. Me quedé con los otros dos a la expectativa de lo que pasara. Miré la cocina, que parecía la de un pequeño restaurante, con su gran mesa de madera en el centro y cacerolas de cobre colgando por encima. También formaban parte de la cocina un par de hornos de acero, una parrilla y otros utensilios del mismo estilo. Al parecer el señor Vigano daba de comer a mucha gente.
Se me había ocurrido que tal vez intentara matarme. Él no tenía ninguna razón verdadera para ello, pero no podía descartar la posibilidad. Preferí admirar la cocina a pensar en eso.
El granuja volvió a entrar y dijo a los otros dos:
—Lo llevamos a ver al patrón.
—¡Estupendo! —exclamé. Lo dije porque en parte quería estar seguro de que todavía era capaz de hablar.
El primer tipo indicaba el camino. Los otros dos volvieron a tomarme de los brazos y abandonamos juntos la cocina.
Tenían un curioso método de avanzar. De mano, el primer granuja se adelantaba cruzando el dintel de una puerta o giraba en la esquina de un pasillo, y después se volvía hacia nosotros, hacía un gesto afirmativo con la cabeza y entonces nosotros avanzábamos hasta alcanzarlo. En ese punto nos deteníamos de nuevo mientras que él comenzaba de nuevo todo el ceremonial. Yo me sentía un peón de un tablero de ajedrez, moviéndose de casilla en casilla. No sabía si era que ellos no querían que fuera visto por otros miembros de la familia Vigano, o si había otros tipos de la mafia a los que yo no debería ver. Cualquiera que fuese la intención, el resultado fue que tuve una visita turística paso a paso por el primer piso de la casa de Vigano.
Era una casa extraña. Quizá Vigano la había comprado amueblada al propietario anterior, alguien con muy buen gusto, o la había hecho decorar por un artista. Atravesamos habitaciones llenas de valiosas antigüedades, muebles de líneas distinguidas, paredes recubiertas con papeles aterciopelados, candelabros de cristal, tapices; todo el conjunto era de un lujo incalculable, el tipo de ambiente en el que me siento más a gusto. No obstante, había ciertos objetos que no se acoplaban al conjunto: un cuadro de un payaso llorando, con piedras de colores salpicadas en el bonete, o una maravillosa mesa de mármol, estropeada por la presencia de uno de esos ceniceros publicitarios, o una lámpara de bronce representando dos leones tratando de trepar por el tronco de un árbol con una pantalla de color crema con una franja púrpura y sobre una estupenda mesa de ébano esculpido, o un busto del presidente Kennedy, el más malo que jamás he visto, sobre un inmenso piano de cola junto a un jarrón lleno de flores artificiales.
Por último, al terminar la gira, me hicieron bajar por unas escaleras que daban a una bolera americana.
Era sorprendente. Una bolera en el subsuelo, en una habitación larga y estrecha, muy bien iluminada, como una galería de tiro. Delante de la pista había un cómodo sofá de media luna y tapizado en cuero, y Vigano en persona estaba sentado allí. Vestía un grueso jersey gris, pantalones negros de deporte y tenía una toalla blanca alrededor del cuello. En una mano agarraba una botella de cerveza.
Hacia el fondo de la pista, un hombre corpulento de unos treinta años vestido de negro colocaba los bolos. Era otro granuja, como los dos que me habían traído y que ahora permanecían detrás de la puerta esperando órdenes.
Me adelanté hasta el sofá. Vigano volvió la cabeza y sonrió. Tenía los párpados pesados, como si quisiera esconder su mirada. Me observó durante algunos segundos, luego abandonó la sonrisa y con la cabeza me indicó el sofá.
—Siéntese —dijo. Era una orden, no había hospitalidad en la invitación.
Obedecí. En el otro extremo de la pista, el granuja vestido de negro había terminado de colocar los bolos y se sentó en un asiento oculto a la vista.
Vigano me observaba.
—Lleva peluca —dijo.
—El FBI controla sus visitas. No quiero que me identifiquen.
Asintió.
—¿El bigote también es postizo?
—Por supuesto.
—Le queda mejor que la peluca. —Bebió un poco de cerveza—. Así que usted es policía, ¿no?
—Inspector de policía de Manhattan.
Vació la botella en un vaso. Sin levantar los ojos, dijo:
—Me han informado que no lleva papeles. Ni billetera, ni licencia de conducir, nada.
—No quiero que sepa quién soy yo.
Ahora me miró directamente.
—Pero quiere hacer algo para mí.
—Quiero venderle algo.
Pestañeó ligeramente.
—¿Venderme…?
—Quiero venderle algo por dos millones de dólares en efectivo.
—¿Venderme qué?
—Lo que usted quiera comprar.
—¿Qué clase de broma estúpida es ésta? —exclamó con irritación.
Hablé lo más rápido que pude.
—Listed compra cosas. Tengo un amigo, policía como yo. Gracias a nuestra posición, sabemos cómo desenvolvernos dentro de la ciudad, podemos ir a cualquier parte que usted nos indique y conseguirle lo que quiera. Sólo tiene que decirnos por qué pagaría dos millones y se lo traeremos.
Vigano movía la cabeza de un lado a otro y dijo, como hablando consigo mismo:
—No puedo creer que ningún policía del mundo pueda ser tan tonto. ¿Habéis pensado esto vosotros solos?
—Por supuesto —afirmé—. Usted no arriesga nada. Sus hombres me han registrado al entrar. No llevo ningún magnetófono y si lo llevara yo mismo me metería en un lío. No soy tan imbécil como para darle algo y esperar que me entregue dos millones de dólares en el acto. De manera que tendremos que buscar intermediarios, métodos seguros, y eso significa que a uno lo pueden atrapar por ocultar artículos robados.
Me estudiaba con atención, como si intentara formar una opinión sobre mí.
—¿Quiere decir que en realidad me está ofreciendo robar algo, cualquiera cosa que yo quiera?
—Por la que usted pague dos millones —respondí— y que sea factible para nosotros. No voy a traerle un avión.
—Ya tengo uno —dijo, y volvió los ojos hacia los bolos preparados en el extremo de la pista.
Él estaba pensando. Sentía que no me había expresado adecuadamente, que no había dicho bastante, pero al mismo tiempo sabía que de momento lo mejor era callarme y dejar que él sacara sus conclusiones.
El hecho es que Vigano no tenía nada que perder y sería lo bastante astuto como para entenderlo. Si yo era un loco o un imbécil haciendo tonterías, qué más le importaba a Vigano decirme qué cosa estaría dispuesto a comprarme. Mientras no pidiera un pago por adelantado, tratar conmigo era estrictamente una ventaja para Vigano.
Su expresión cambió antes de que dijera nada. Lo observé mientras él analizaba lenta y cautamente mi propuesta, buscando trampas y peligros a mi propuesta. Yo le hice una pregunta a la que podía responder sin correr riesgos. Y si yo era sincero, él podría sacar beneficios. De manera que ¿por qué no?
De pronto asintió afirmativamente con la cabeza, me miró con sus párpados pesados y pronunció tan sólo una palabra:
—Bonos.
En aquel momento la palabra no significaba nada para mí. Todo lo que yo podía pensar era en los guardias de seguridad, en las tiendas, o en los bancos…
—¿Bonos…?
—Bonos del Tesoro. Acciones al portador. No acciones comunes. ¿Pueden hacerlo con un hombre de dentro?
—¿Quiere decir Wall Street?
—Por supuesto. ¿Conoce a algún corredor de bolsa?
Hasta ese momento había pensado en algo que entrara en nuestro sector, la zona que conocíamos.
—No —respondí—. ¿Es imprescindible conocer a alguno?
Vigano se encogió de hombros e hizo un gesto de abandono con la mano.
—Cambiaremos los números —dijo—; asegúrese de que no me trae nada con un nombre debajo.
—Perdone, no le sigo.
Suspiró profundamente, para hacerme notar su infinita paciencia.
—Si el certificado lleva escrito el nombre del propietario, no lo quiero. Sólo quiero aquellos papeles que digan «páguese al portador».
—Usted dijo bonos del Tesoro.
—Correcto. Eso, o cualquier tipo de bono al portador.
Estaba sorprendido, pues jamás oí hablar de bonos al portador.
—¿Quiere decir que es como una especie de dinero?
—Es dinero —respondió.
La idea me gustaba y me sentí feliz, igual que en el departamento de la millonaria de Central Park.
—El dinero de gente rica —murmuré.
Vigano se reía. Creo que ambos nos sorprendimos de lo bien que nos estábamos entendiendo.
—Es justamente eso, dinero de gente rica.
—Y usted nos los comprará.
—Al veinte por ciento.
Eso me desconcertó.
—¿La quinta parte?
—Le estoy ofreciendo un buen precio porque se trata de una gran cantidad. Generalmente es el diez por ciento.
Mi sorpresa había sido el bajo precio y no el alto. Había sido un malentendido.
—Si se paga al portador, ¿por qué no los vendo yo mismo?
—No sabría cómo cambiar los números. Además no tiene contactos para volver a poner los documentos en legítima circulación.
Tenía razón en las dos cosas.
—Bien. O sea, que tenemos que robar diez millones para que usted nos dé dos millones.
—Sí, pero nada demasiado grande. Que no sean bonos o acciones de más de cien mil.
—¿Es que los hay que valen más? —pregunté.
—Los bonos del Tesoro llegan hasta un millón de dólares, pero ésos son imposibles de vender.
—Un millón de dólares…
—Nada de grandes cifras, cien mil y basta.
Cien mil dólares era una cifra modesta para él. Mi mente se empezaba a acostumbrar a ese punto de vista, lo que me producía una gran satisfacción. Años atrás había una revista en Broadway llamada Beyond the Fringe y pasaron algunas secuencias de ella por televisión. (Yo jamás vi una revista en Broadway). La secuencia era un monólogo de un minero inglés que en un momento dado decía algo así:
«Durante mi infancia no estuve rodeado por las cosas de lujo. Estuve rodeado por la pobreza. Mi problema estriba en que tenía las cosas que no me correspondían». Todavía recuerdo esa frase porque era exactamente lo que yo sentía: estaba rodeado por cosas que no me correspondían y cada vez que me encontraba en medio de las cosas adecuadas me sentía feliz.
Vigano me observaba.
—Entonces ¿cogió la idea?
¡Negocios! ¡Negocios ante todo!
—Sí, bonos al portador de cien mil dólares tope.
—Correcto.
—Ahora hablemos del pago.
—Traiga primero la mercancía.
—Tendré que contactar con usted primero. Deme un número que no esté interceptado.
—Deme el suyo —respondió Vigano.
—Nada de eso. Ya le dije que no quiero que sepa quién soy. Además mi mujer no sabe nada de esto.
Me miró; parecía aturdido.
—¿Su mujer no sabe nada…? —Repitió, y se puso a reír a carcajada limpia—. ¡Su mujer no sabe nada! De pronto tengo la impresión de que es usted sincero.
Todo había cambiado. Me hacía sentir como un imbécil y ni siquiera sabía por qué. Irritado, pero tratando de no demostrarlo, dije:
—Soy sincero.
Su sonrisa desapareció, retomó su seriedad. Estirándose sobre la mesa, tomó un bolígrafo y una pequeña libreta y me los pasó diciendo:
—Tome, anote este número.
No quería escribir de su puño y letra ni tan siquiera un número telefónico. Así que lo tomé y quedé a la espera.
—Manhattan 691.9970.
Lo escribí.
—Llame a ese número, pero desde Manhattan; no llame entre distritos ni a través de llamadas de larga distancia. Pregunte si está ahí Arthur; le responderán que no. Llame desde una cabina, o desde algún teléfono del que pueda estar seguro. Deje su número. Arthur le llamará. Tendrá noticias mías dentro de los quince minutos siguientes. Si no sucede nada es porque no estoy; inténtelo más tarde.
Asentí.
—De acuerdo.
—Cuando llame diga que su nombre es señor Kopp: K-O-P-P.
—Eso es fácil de recordar —sonreí.
—No me llame si no hay nada concreto. O da el golpe o no lo da. Si roba diez millones de bonos en Wall Street lo sabré en los periódicos. De otro modo, si recibo su mensaje no contestaré.
—De acuerdo —dije.
—Encantado de conocerle —dijo, tomando su vaso de cerveza; a mí no me había ofrecido nada.
Vigano quería despedirme, de manera que me levanté.
—Tendrá noticias mías —le aseguré.
Sabía que era un poco estúpido decir eso, pero así y todo se lo dije. Se encogió de hombros. Ya estaba pensando en otra cosa.
VIGANO
Vigano observó partir a su visitante acompañado por su escolta. Esperó treinta segundos, pensando y bebiendo su cerveza, y luego presionó el botón del intercomunicador que estaba sobre la mesa.
Mientras esperaba que entrara Marty, recordó la conversación. ¿Habría sido el tipo sincero? Era difícil de creer y, sin embargo, cualquier otra razón estaba fuera de toda lógica. ¿Qué otro propósito podía tener para venirle a ver y hacerle una proposición tan descabellada? La propia policía no sacaría ningún provecho de ello, ni tampoco sus enemigos.
Después de todo, nunca tendría nada más que ver con ese tipo, salvo que en realidad se llevara a cabo un robo espectacular en Wall Street. Que sin duda sería reflejado en todos los medios informativos. Cualquiera que llamara pretendiendo ser el señor Kopp y que había robado unas acciones sería eliminado en seguida, a menos de que se hubiera producido semejante robo, de lo que Vigano se enteraría en seguida por sus propias fuentes de información.
Pues bien, suponiendo que el tipo hablara en serio, ¿cuál era la probabilidad de que realmente cometiera el robo y no lo pescaran? Muy remota. Y si no lo hacía, Vigano no había perdido nada.
Por otra parte, si en realidad lo lograba, Vigano lo tendría todo a ganar.
Vigano estaba bebiendo la cerveza a su propia salud cuando entró Marty diciendo:
—¿Sí, señor Vigano?
Vigano se volvió hacia él.
—Quiero saber el nombre, la dirección y en dónde trabaja el hombre que acaba de irse.
—De acuerdo jefe —respondió Marty, y salió de la habitación.
Probablemente todo este asunto quedaría en nada. Pero por si acaso ocurría algo, Vigano quería tener su parte del trabajo hecha. Son los detalles, pensó, lo que hacen la diferencia entre un ganador y un idiota.
Se levantó, tomó una bola e hizo que cayeran todos los bolos del primer golpe.
JOE
Cuando Tom y yo discutimos la idea de la mafia, el primer punto sobre el que nos pusimos de acuerdo era que si los gangsters descubrían quiénes éramos abandonaríamos el proyecto. Ninguno de los dos queríamos tener trato alguno con esa calaña con una acusación contra nosotros. O contactábamos con Vigano y permanecíamos en el anonimato, o dejaríamos de lado la idea y trataríamos de pensar en otro tipo de cosa.
Ambos dábamos por sentado que Vigano haría seguir a Tom después de la conversación; si es que había aceptado recibirle. De manera que lo primero e imprescindible era librarse de las personas que lo siguieran.
El último tren desde Red Bank llega a Nueva York a las doce cuarenta. No viajan muchas personas en ese tren, sobre todo por la noche de un día laborable, lo que era una de las razones por la cual lo habíamos elegido.
Además, una vez que se entra a la estación sólo hay una escalera que da al andén.
Yo vestía de uniforme y llegué a la estación quince minutos antes de la hora convenida. Lo habíamos ensayado tres veces y no queríamos correr riesgos. Me subí a lo alto de la escalera que conduce al andén y me quedé esperando.
Era la primera vez que llevaba el uniforme fuera de las horas de servicio, lo que me hacía sentir incómodo. Jamás he sido un devoto de la policía. La única razón por la cual llevaba ese uniforme era porque el ejército ya no necesitaba conductores de tanques el día en que pasé las pruebas después de un cursillo básico. Lo que me ofrecían era un puesto de cocinero o policía militar o alguna otra cosa que ya he olvidado; algún puesto insignificante. Buscaban también ordenanzas y empleados administrativos, pero desde luego yo no era el tipo indicado. Lo que realmente deseaba era conducir un tanque pero acabé por enrolarme como policía militar.
Fui un PM durante un año y medio, once meses de los cuales estuve asignado a Vogelweh, en Alemania. Aquello me gustaba. Llevar un 45 en el cinturón y tirar al blanco, sentarme al volante de un jeep y patrullar las calles por la noche para evitar que los soldados blancos y los negros se partieran la cabeza. Jamás había tenido un empleo antes de ser reclutado, quiero decir nada a lo cual quisiera volver, y jamás me interesó la universidad. Así que cuando salí del ejército y me tuve que plantear cómo ganarme la vida, la respuesta era muy simple: seguir por el camino de antes. El uniforme cambió de marrón a azul, el arma de una 45 automática a un revólver del 38, y había que tener un poco más de cuidado para tratar a la gente, pero por lo demás era más o menos el mismo trabajo.
Al principio estaba bien, una etapa transitoria, de soldado a civil. Pero después de un tiempo, el mismo trabajo se convertía en algo tedioso, pesado, se lleve un arma o no, se circule en automóvil o no, eso no tiene importancia; a la larga uno está hasta arriba.
Durante bastante tiempo, parecía que siempre surgía algo para levantarme el ánimo, conservando mi interés en la vida cuando el trabajo se hacía imposible, por ejemplo: casarme, los niños, mudarnos a la casa en Long Island. Esas ideas eran como las cimas de las montañas, y el valle lo constituía la rutinaria vida de cada día.
Y lo peor es que hacía mucho tiempo que no había estado en ninguna montaña.
Durante el último par de años, había estado pensando en mujeres, deseaba encontrar una amiguita, conseguir un pequeño apartamento cerca del distrito. Estaba seguro que una muchacha bonita me quitaría el aburrimiento, por lo menos durante un tiempo, pero no sé por qué jamás me decidí. Mi corazón se resistía a ello. Sabía que era posible, conocía personalmente a cuatro compañeros que vivían ese tipo de vida, era como si yo no tuviera la energía suficiente para dar los primeros pasos, por buscar alrededor de mí en lugar de contemplar a las esposas de mis amigos preguntándome cómo serían en la cama. Quizá estuviera tratando de evitarme una decepción, o quizá en lo más profundo de mi cerebro pensaba que una amiguita sería el mayor desencanto de todos. Un fracaso total y definitivo.
Oí llegar el tren, allí abajo. Por la forma en que chirriaban los frenos lo oirían hasta en la calle 42. Permanecí en la parte superior de la escalera, a un lado. Las escaleras eran de cemento y lo suficientemente amplias como para que subieran tres personas de frente, y a ambos lados las paredes estaban cubiertas por azulejos de color ámbar.
Tom fue el primero en llegar a la escalera como estaba previsto. Si no le hubiera visto antes con su disfraz no lo hubiera reconocido. La peluca era de un color de pelo diferente y más largo de lo que usaba y le cambiaba por completo la forma de la cabeza. El bigote le hacía parecer más joven. Y las gafas desfiguraban sus ojos por completo. Más bien parecía un contable o alguien por el estilo.
En cuanto a mí, el uniforme era disfraz suficiente. La gente rara vez pasa al lado de un policía mirándolo como individuo. El único disfraz extra que traía era un bigote caído, como el de un sheriff del Oeste, me lo puse más por guasa que por otra cosa. No había ninguna razón para que nadie me vinculara con Tom.
Alrededor de una docena de pasajeros llegaron detrás de Tom, no solía viajar mucha gente a esas horas, y no tuve mucha dificultad en descubrir a los hombres de Vigano. Eran tres, todos vestidos en forma diferente, pero indudablemente granujas, de rostros duros y hombros encorvados.
Me sorprendió mi propio asombro cuando vi a esos tres tipos entre el grupo de gente que subía la escalera detrás de Tom. Creo que hasta ese instante no pensé que pudiera ser posible que Tom lo llevara a cabo, que fuese recibido por Vigano, y todavía menos que él le escuchara y creyera. Pero eso era probablemente lo que pasó, porque si no esos tres granujas no hubieran subido al tren.
Tom andaba ligero, subiendo las escaleras de a dos y tres escalones al mismo tiempo. Las tres sombras estaban mezcladas con el rebaño, moviéndose con lentitud. Cuando Tom llegó arriba a los otros todavía les quedaba un buen trecho.
Tom pasó frente a mí sin mirarme, tal como lo habíamos convenido. Y una vez que hubo pasado, yo avancé para bloquear la salida. Con los brazos en cruz dije:
—¡Alto ahí! ¡Deténganse un momento!
Durante un segundo o dos, siguieron subiendo pero luego se detuvieron y me miraron. La gente obedece a un uniforme. Vi a dos de los hombres de Vigano adelantándose a otros pasajeros y dirigiéndose hacia mí, mientras el tercero bajaba las escaleras, probablemente buscaba otra salida. Pero no había otra salida en ese andén. Si la encontraba sería demasiado tarde y llegaría arriba por un lugar equivocado.
Los pasajeros estaban amontonados en la escalera y no decían nada. Los neoyorquinos no se extrañan por nada, así que nadie se quejó. Uno de los hombres de Vigano había llegado al frente del rebaño, y su cabeza quedó a la altura de mi codo. Miró por detrás mío hacia el pasillo, observando a Tom alejarse. Puso cara irritada, pero intentó conservar un tono tranquilo cuando me preguntó:
—¿Cuál es el problema, agente?
—Sólo será un minuto —le respondí.
Sus ojos iban y venían, del pasillo a mí; por la cara que puso me di cuenta del momento en que Tom desaparecía de su vista. Pero todavía los retuve, mientras contaba hasta treinta con lentitud. El tercer granuja reapareció al pie de la escalera y subió rápidamente con expresión disgustada.
Finalmente me aparté, sin prisas.
—Todo bien, pueden proseguir.
Los hombres de Vigano pasaron delante de mí como un torrente a una velocidad inútil. Los vi irse y sabía que estaban perdiendo el tiempo. Nosotros lo habíamos ensayado repetidas veces, de manera que sabíamos cuánto tiempo le llevaría llegar a la salida más próxima y llegar hasta su coche con el permiso especial de policía bien a la vista en el parabrisas. Ya estaría en plena Novena Avenida.
Partí en dirección opuesta con paso perezoso.