Prólogo
Dejé el coche en la avenida de Amsterdam y volví a pie hacia la calle 72. Con el calor que hacía me parecía una buena idea que el Departamento de Policía nos dejara llevar camisas de manga corta y el cuello desabrochado, sin embargo me fastidiaba llevar todo aquel peso en la cintura: pistola, cartuchera, cargadores, linterna, una serie de artificios entorpecedores y molestos. Mi mayor deseo en aquel momento hubiera sido quitarme la ropa y rascarme. Sin embargo, estaba prohibido por el reglamento; hubiera sido más escandaloso todavía de lo que yo tenía en mente.
En la esquina de la avenida Amsterdam y la 72 se encuentra el hotel Lucerne, uno de los lugares de cita de los borrachos del barrio de Broadway. Broadway, entre las calles 72 y 79, está cubierto por un montón de bares pequeños y oscuros, que se asemejan entre sí. Se pueden ver las mismas mesas de formica, el mismo tocadiscos automático, la misma decoración imitando el estilo español, y la misma camarera portorriqueña de pechos generosos detrás del mostrador. Todos los perdedores que vivían en los pequeños hoteles de la esquina pasaban las noches con los codos sobre las barras, mirando dulcemente a las camareras, y después, a la hora de cerrar, volvían a sus habitaciones sórdidas y soñaban escenas de seducción antes de dormirse. A menos de que tuvieran dinero, lo cual por lo general no sucedía, para llevarse a sus lugares una puta barata de las muchas que hay en Broadway.
Entre Lucerne y Broadway la manzana está flanqueada por edificios viejos, más o menos decrépitos, donde viven viudas de maestros, pequeños comerciantes jubilados y ancianos. Los negocios están ocupados por un par de bares, una charcutería, una tintorería, un despacho de bebidas. Locales corrientes con la luz de neón en el escaparate. Eran las diez y media de la noche y la mayoría de los negocios estaban cerrados, aparte de los bares y el despacho de bebidas.
La calle estaba casi desierta. Algunos niños jugaban en las aceras, los taxis vacíos pasaban a toda velocidad, pero la mayoría de los habitantes de la manzana estaban en sus casas delante de un ventilador.
El despacho de bebidas estaba situado en mitad de la calle. Cuando llegué, miré a través del escaparate y me constaté de que casi no había ningún cliente: nada más que el empleado, un portorriqueño que leía una revista en español, y un par de borrachos bebiendo al fondo. Aflojé la tapa de mi cartuchera y entré.
Los tres se volvieron a mirarme. Los borrachos retomaron en seguida su ocupación, pero el empleado me miraba con un aire inexpresivo, como todo el mundo hace cuando mira a un policía.
El lugar estaba climatizado. El sudor se me helaba en la espalda. Me aproximé al mostrador. El portorriqueño estaba descolorido.
—¿Qué se le ofrece, agente?
Desenfundé la pistola y le apunté al estómago.
—Dame todo lo que tengas en la caja.
Le observaba. Durante uno o dos segundos su expresión parecía transpuesta, petrificada por el choque. Luego se produjo el cambio de identidades, ya no era un policía, sino un ladrón.
—Sí, señor —dijo apresuradamente, volviéndose a la caja registradora.
El hombre no era más que un empleado, no era su dinero.
Al fondo, los borrachos estaban paralizados, de pie como un par de estatuas de cera, sosteniendo cada uno en la mano una botella de vermouth. Se miraban entre sí, los veía de perfil, pero parecía que no veían nada.
El portorriqueño sacaba montones de billetes de la caja que depositaba sobre el mostrador. Con la mano izquierda tomé el primer montón y lo metí en el bolsillo del pantalón, luego cambié la pistola de mano y guardé el resto con la derecha. Los billetes de cinco dólares en el bolsillo del pantalón, los de diez y de veinte en el de la camisa.
El portorriqueño dejó la caja abierta y se quedó mirándome con las manos a los lados. Guardé mi pistola dejando la cartuchera abierta, di media vuelta y me dirigí a la puerta.
Podía verlos con el reflejo del escaparate. El portorriqueño no me movía. Al fondo los borrachos me miraban. Uno de ellos hizo un gesto vago, el otro sacudía la cabeza y las botellas, pero ninguno avanzaba.
Una vez fuera, cerré la cartuchera. Di la vuelta a la esquina, subí al vehículo y me alejé.