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Esta vez, ambos tenían el turno de cuatro a doce, de manera que volvían a sus casas bien entrada la noche, pasada ya la hora de peor tráfico. Esa era la ventaja del turno de cuatro a doce; para ir al trabajo tenían que circular a media tarde, antes de la hora punta y, en cualquier caso, en dirección opuesta a la mayoría del tráfico, y cuando terminaban, la ruta estaba prácticamente vacía.
El inconveniente era que esas horas eran las más animadas. No tenían que circular inmersos en los embotellamientos, pero trabajaban duro durante el final de la tarde y la primera parte de la noche, las horas álgidas para el crimen. El número de asaltos a mano armada llegaba a su punto máximo entre las seis y las ocho de la tarde, cuando la gente vuelve del trabajo. Casi a la misma hora los maridos y las mujeres empiezan a pelearse y poco más tarde hacen su aparición los borrachos. Y los pequeños asaltos —como el que había cometido Joe— son más frecuentes entre la puesta del sol y las diez de la noche, cuando la mayoría de los negocios cierran. Así que pocos momentos de respiro iban a disfrutar.
Pero finalmente llegaba la medianoche, el turno llegaba a su fin, y podían conducir tranquilamente tras dejar atrás Manhattan, y pensar en lo que quisieran, como en este momento.
Aquel día, Tom conducía su Chevrolet de ocasión, el vehículo tenía más de seis años de antigüedad. Era un insaciable consumidor de gasolina y aceite, con mala suspensión y un embrague deficiente. Tom siempre hablaba de cambiarlo por algo más moderno, pero no se decidía a llevarlo a un comprador de coches usados para tratar de obtener algún dinero. Sabía demasiado bien lo que valía ese coche.
Viajaban en silencio, fatigados por una dura jornada. Ambos repasaban los acontecimientos de esa semana. Tom recordaba en su mente la conversación que sostuvo con aquel hippy traficante de drogas, tratando de encontrar respuestas adecuadas para las preguntas que le había lanzado el muchacho y tratando de entender por qué no podía sacarse esa conversación de la cabeza. Joe, por su parte, recordaba la sangre coagulándose en su brazo al sol, sobre el techo del coche patrulla, que más bien parecía un efecto digno de una película de terror que de su propia persona. No quería recordar esa escena, pero sea como fuere, le venía constantemente a su mente.
Poco a poco, a medida que se alejaban de la ciudad, los pensamientos de Tom abandonaron el hippy, vagaron por un momento y acabaron por fijarse en un nuevo asunto. No era precisamente el robo de Joe, aun cuando tenía cierta conexión con eso. De pronto rompió el silencio diciendo:
—Joe.
Joe pestañeó. Tenía la impresión de salir de un profundo sueño. Miró de perfil a Tom.
—¿Qué?
—¿Te puedo hacer una pregunta?
—Bien, hazla.
Tom seguía mirando a través del parabrisas.
—¿Qué harías si tuvieras un millón de dólares?
La respuesta fue inmediata, como si estuviera esperando esa pregunta toda su vida.
—Me iría a Montana con Chet Huntley.
Tom frunció el ceño ligeramente y sacudió la cabeza.
—No…, hablo en serio.
—Yo también.
Tom se volvió y observó detenidamente a Joe —ambos tenían una expresión muy seria—, luego continuó mirando por el parabrisas.
—Yo no. Yo iría al Caribe.
—Tú harías eso, ¿no? —Joe lo observaba.
Tom sonreía pensando en el viaje.
—Exacto, en una de esas islas de allá abajo, Trinidad por ejemplo…
Pronunció la palabra como algo dulce. Joe asintió y miró la guantera.
—Ya, pero en lugar de estar allí, estamos aquí, anclados.
Tom volvió a mirarlo, luego miró al frente. Ahora habló más prudentemente, como un hombre llevando una bolsa de huevos caminando sobre hielo.
—¿Recuerdas lo que le dijiste a George la semana pasada?
—¿Charlatán…? No, ¿qué fue lo que dije?
—Que podíamos conseguir cualquier cosa que quisiéramos, pero que nos conteníamos.
Joe sonrió.
—Sí, ahora recuerdo. En aquel momento pensé que le contabas lo del despacho de bebidas.
Tom no se iba a dejar distraer por cosas secundarias; se había lanzado a fondo y no iba a dar marcha atrás. Olvidando el último comentario dijo:
—Bueno, qué carajo, ¿a qué estamos esperando?
Joe no pareció entender.
—¿Estamos esperando qué…?
—¡Eso! Había estado dando vueltas a esa idea durante toda la semana y su voz vibraba de impaciencia cuando dijo: —Tomar todo lo que queramos, como tú dijiste.
—¿Qué, por ejemplo? —Tom preguntó con tono escéptico—. ¿Como el golpe al despacho de bebidas?
Tom soltó una mano del volante e hizo un gesto de impaciencia.
—¡Eso no es nada, Joe! ¡Una mierda! Esa condenada ciudad que queda allí detrás, está llena de dinero y, ¡maldita sea!, en nuestra posición podemos conseguir todo lo que queramos. Un millón de dólares para cada uno, de un solo golpe.
Joe no le creía, pero se comenzaba a interesar en el tema.
—¿Qué tipo de golpe?
—Lo que sea, lo que se nos antoje. Un banco, una joyería… cualquier cosa.
De pronto, Joe lo entendió todo y se echó a reír.
—¡Disfrazados de policías!
—Eso es —dijo Tom que reía también—. ¡Disfrazados de policías!
Tardaron un buen rato en dejar de reírse.
JOE
El metro se había parado otra vez. Paul y yo estábamos en una boca de emergencia en Broadway, por donde salían los pasajeros. Habían estado abajo durante más de una hora. Se había producido una avería eléctrica y a causa del humo debían caminar en fila india hasta llegar a una escalerilla metálica y por fin salir a la calle. Eran las nueve y media de la noche, estaban desviando el tráfico detrás nuestro, y el coche patrulla se encontraba entre la boca de aire y la calzada, con la luz intermitente en marcha.
Ya mayoría de la gente que subía estaba algo aturdida, y lo único que quería era alejarse cuanto antes de allí. Algunos estaban agradecidos por la ayuda que les prestábamos y así nos lo decían a Paul y a mí. Otros parecían rabiosos y lo único que deseaban era desahogarse con el primer representante del gobierno municipal que encontraran, y que en aquel momento éramos Paul y yo. A estos últimos los ignorábamos; lanzaban un par de comentarios desafiantes, seguían su curso y ahí se acababa todo.
Excepto un tipo. Permanecía de pie sobre la acera mirándonos. Tenía alrededor de cincuenta años, vestía traje y llevaba un portafolios. Parecía un gerente o un supervisor, y lo único que deseaba era quedarse allí de pie, gritándonos, mientras que Paul y yo ayudábamos al resto de las personas a salir del agujero.
—¡Un escándalo! ¡Esto es un escándalo! —gritaba—. ¡Aquí nadie está seguro! ¿Y a quién le importa? ¡Aquí todo se desmorona y a nadie le importa un bledo! ¡Todo el mundo pertenece a los sindicatos! Todo el mundo está en huelga, los maestros, los servicios de transporte, los policías, los basureros. Dinero, dinero, todos quieren más dinero y cuando trabajan ¿qué es lo que hacen, díganme? ¿Enseñan? ¡El metro es una amenaza, una amenaza! Los basureros ¿qué? ¡Miren las calles! Y ustedes los agentes, pidiendo dinero, y cuando se les necesita, ¿dónde están? Lo asaltan a uno en su apartamento, ¿y dónde están ustedes? Un drogadicto ataca a una mujer en plena calle, y ¿dónde están?, díganme, ¿dónde están?
Hasta ese momento no le habíamos hecho ningún caso; como si sus gritos formaran parte del ruido normal de la calle; lo que era cierto en parte. Pero cometió un error, se excedió. Se acercó a mí y me agarró por el codo, gritándome:
—¿Me está escuchando?
A mí nadie me manosea. Me volví y lo miré. Se quedó tan sorprendido que retrocedió un paso. Por fin la ciudad se había enterado de quién era. Le dije:
—Voy a llegar a la conclusión de que usted se cayó al subir la escalera y se rompió la nariz.
Le llevó un par de segundos entenderme y luego retrocedió otro paso, gritando:
—¡No le debe importar mucho conservar esa placa!
Estaba por decirle lo que podía hacer con la placa, dándole antes un puñetazo, pero el hombre seguía retrocediendo, prefería dejarle pasar. Me volví para ayudar a Paul con una anciana gorda que tenía problemas para subir. Pero seguí pensando en lo que el tipo me había dicho.