LA CHICA DEL PUENTE
El cliente
Elise echó un vistazo a Katrine y vio que también ella estaba ocupada. El arco metálico del auricular le sujetaba el rebelde cabello rubio; tan sólo un mechón claro le caía sobre la nariz, mientras permanecía sumida en las imágenes de la pantalla de su ordenador. En la frente tenía la típica arruga que se le formaba cuando se concentraba mucho, y mientras su mirada iba y venía del teclado a la pantalla, sus largas y oscuras pestañas bajaban y subían como si de un pequeño abanico se tratara. Elise permaneció sentada, estudiando aquel rostro que se inclinaba sobre el teclado. Tenía un bonito perfil, una nariz algo prominente, sobre una atractiva boca pintada de rojo, cuyo labio superior, ligeramente abultado, cautivaba a los hombres.
A veces, Elise pensaba que ella podría haber sido la madre de Katrine. Esta le recordaba a su hija mayor, aunque Katrine era más espontánea. Reía con más facilidad que su propia hija, y también lo hacía con más frecuencia. De todos modos, de vez en cuando Elise tenía la impresión de que era una hija suya la que estaba allí sentada, y sospechaba que Katrine se daba cuenta de ello y se sentía algo molesta por las muchas atenciones que su compañera le dedicaba.
Cuando el cliente se acercó, después de un rato, Elise cortó la comunicación, levantó la vista y se dispuso a atenderlo. Pero como el hombre la ignoró y fue a plantarse delante de Katrine, Elise volvió a concentrarse en lo que estaba haciendo y apenas se percató de que su compañera pronunciaba el automático «¿Qué desea?» sin dejar de mirar la pantalla de su ordenador. Elise pensó entonces que debía hablar con Katrine sobre esa mala costumbre suya, y empezó a darle forma a su sermón mentalmente: «No digas "¿Qué desea?" antes de haber establecido contacto visual con el cliente. El cliente siempre se siente importante; se cree que es el centro del universo. Y si uno no le dedica toda su atención, el cliente se enfada. Es una reacción muy humana.»
Por el rabillo del ojo, Elise vio que Katrine se quitaba el auricular y decía algo que no llegó a entender. Fue lo que sucedió después lo que realmente llamó su atención. El cliente era un hombre relativamente alto, adornado con lo que Elise normalmente llamaría «vulgares señales totémicas». Vestía un chaleco de cuero negro sobre su dorado torso desnudo, unos vaqueros gastados y agujereados en las rodillas, y aunque parecía haber pasado de los cuarenta, llevaba el pelo canoso recogido en una cola de caballo firmemente anudada en la nuca. De una oreja le colgaba un enorme aro dorado, y cuando alargó la mano hacia Katrine, Elise pudo ver una gran cicatriz en su antebrazo. En pocas palabras, aquel individuo era un macarra.
De pronto, el tipo se abalanzó sobre el mostrador, tratando de alcanzar a Katrine, que, presa del pánico, empujó su silla hacia atrás, de forma que ésta fue rodando hasta estrellarse contra la pared del fondo.
–¡Llama a la policía! – gritó Katrine, al tiempo que la silla se volcaba y ella caía al suelo de espaldas con las piernas hacia arriba.
Elise tuvo tiempo de pensar en lo cómica que resultaba su compañera tumbada en el suelo patas arriba, con el pelo sobre la cara, como si de la rubia de una comedia de los sesenta se tratara. Mientras decidía si le parecía más bien ridícula o cómica, Elise se levantó de su silla de un brinco y le clavó una mirada tan autoritaria al macarra como nunca habría imaginado que sería capaz en una situación semejante. Nunca antes la habían atracado, y la idea que cruzó por su mente en ese instante fue precisamente ésa: «¡Dios mío, si nos atracan, tendremos secuelas psicológicas durante mucho tiempo, porque ese tío es muy violento!»
Pero, de pronto, el individuo pareció percatarse de la presencia de Elise en la oficina. Le dirigió una rápida mirada, y acto seguido volvió a concentrar su atención en la rubia que estaba en el suelo. Pareció como si hubiese tomado una decisión, porque se agarró fuertemente al mostrador, como si quisiera saltar por encima de él. Y entonces Elise rompió el silencio, diciendo con voz aguda y chillona:
–¿Qué se le ofrece, joven?
Con el tiempo, Elise se reiría muchas veces recordando ese momento y esa frase. Pero en ese instante surtió efecto, a pesar de lo estrafalaria que pudiera haber sonado. El tipo volvió a mirarla, inseguro, y a los pocos segundos -que a Elise le parecieron interminables minutos-, cambió de idea y retrocedió hacia la salida con una expresión salvaje en la mirada, al tiempo que le gritaba a la rubia, que intentaba ponerse de rodillas:
–¡Tú harás lo que yo te diga! ¿Entendido?
Y salió dando un portazo.
Elise se quedó de pie mirando la puerta, aquella puerta que aparentemente era la misma de hacía unos instantes. La misma puerta, de la misma habitación, pero que ahora veía con otros ojos.
–¿Qué ha pasado? – alcanzó a decir finalmente, aunque aturdida y paralizada-. ¡Dios mío! ¿Qué quería ese hombre?
Katrine, que ya había conseguido levantarse de su cómica postura, se echó el pelo hacia atrás, se frotó la cadera, se alisó la falda con las manos y salió cojeando de detrás del mostrador. Había perdido una de las sandalias y caminaba balanceándose hacia la puerta de salida con un pie descalzo. Cerró la puerta con el pestillo y se volvió hacia Elise. Durante unos instantes permaneció apoyada contra la puerta con la respiración entrecortada. Tenía los ojos muy abiertos y el pelo alborotado. Al caer al suelo había perdido un botón de la blusa, y ahora se la sujetaba con una mano. Allí de pie, contra la puerta, con la falda corta y el pelo revuelto, Katrine se parecía más a una heroína de telenovela que a la hija adoptiva que Elise solía imaginar. Elise seguía aterrorizada, sin moverse. La habitación estaba en completo silencio, salvo por la respiración entrecortada de Katrine y el teléfono que había empezado a sonar detrás del mostrador.
–¿No vas a responder? – dijo al final Katrine.
–No. Por supuesto que no. ¿Estás loca?
Elise se dio cuenta en seguida de lo cómico que había sonado su comentario. Las dos mujeres intercambiaron una mirada y Katrine comenzó a reír. Elise sonrió para sus adentros y volvió a preguntar:
–¿Qué quería ese tipo?
El cambio de humor hizo que Katrine relajara los hombros, aliviada.
–¡Qué más da! ¡Caray, qué tortazo me he pegado! – dijo riendo-. Me duele el trasero.
Se volvió y miró hacia la transitada calle, corrió el pestillo, abrió la puerta y echó un vistazo fuera.
–Afortunadamente, ya se ha ido -dijo.
Cerró de nuevo y regresó cojeando detrás del mostrador. Se calzó la otra sandalia y levantó la silla.
–Ya ha dejado de sonar -constató, haciendo una mueca en dirección al teléfono.
Elise, curiosa, insistió:
–¿Lo conocías?
Katrine desvió la mirada, contuvo el aliento y se arregló la blusa. Luego se sentó y ajustó la altura del asiento. Era evidente que estaba buscando una respuesta a toda velocidad.
Elise esperó pacientemente mientras la miraba con severidad.
Finalmente, Katrine dijo:
–Me imagino que se asustó cuando grité lo de la policía. No creo que vuelva.
Una mueca nerviosa cruzó el rostro de Katrine cuando se percató de que a su compañera no la convencía en absoluto su historia.
–Elise -dijo lentamente-, es verdad. Creí que era un cliente como cualquier otro.
Elise no contestó, tan sólo se quedó mirándola con incredulidad, sintiéndose como un maestro escéptico.
–No sé qué otra cosa puedo decir -continuó Katrine.
–¿Qué quieres decir con eso?
Katrine se volvió hacia ella, y Elise creyó leer una cierta desesperación en la expresión de su rostro. Pero con Katrine nunca se podía estar segura. Ahora sí le recordaba en gran medida a alguna de sus hijas, cuando el domingo por la mañana le mentían sobre la hora a la que habían llegado la noche anterior. Elise se levantó lentamente de la silla y caminó despacio hacia la puerta de entrada. Ahora le tocaba cerrarla a ella. Se puso de espaldas a la puerta y se apoyó en ella, con una postura inquisitiva, los brazos cruzados sobre el pecho le daban un cierto aire de autoridad.
–Katrine…
–¿Hum? – Su mirada azul era clara e inocente como la de un niño.
–¿Puedo sentirme a salvo en mi trabajo?
Katrine asintió despacio con la cabeza.
–Porque ya he pasado de los cincuenta -siguió Elise-, y quisiera quedarme aquí hasta los sesenta y siete. Me gusta trabajar en una agencia de viajes, me gustan las ventajas de este trabajo, me gusta viajar al sur por poco dinero, y no tengo ningún interés en retirarme anticipadamente y cobrar una pensión por discapacidad sólo porque tú no aciertas a distinguir entre antiguos amigos y antiguos amantes.
–Elise…
–Odio tener que decir lo que voy a decir -continuó Elise-. No sé si me expreso con claridad. Creí que nos estaban atracando; todavía estoy temblando y me duele el estómago.
Katrine meneó la cabeza.
–Lo lamento -dijo-. Pero yo no podía sospechar…
–Ese hombre que acaba de entrar -la interrumpió Elise con autoridad- es lo más parecido a lo que yo describiría como un macarra.
Sin permitir replicar a Katrine, que levantaba las dos manos a modo de defensa, continuó:
–Tú y yo nunca hemos hablado del pasado. – Al ver el efecto que sus palabras causaban en su interlocutora, se arrepintió de lo que había dicho y añadió-: Y no necesitamos hablar de él ahora. Lo único que quiero saber es si puedo sentirme a salvo aquí, en mi trabajo; en caso contrario, debo conocer más detalles, Katrine. ¿Tiene ese individuo algo que ver con tu pasado?
Katrine sonrió, todavía con su mirada infantil, azul y transparente. Y Elise se mordió la lengua; no debería habérselo preguntado de esa manera. Katrine soltó una sonrisa artificial y nerviosa, y luego aseguró:
–No, Elise, él no tiene nada que ver con lo que tú llamas «mi pasado».
En ese momento, Elise supo que su compañera estaba mintiendo, y al instante se culpó a sí misma por ello. Katrine le había mentido, y ahora ambas se encontraban en una situación poco agradable. Elise no sabía qué decir, y veía que Katrine adivinaba que le faltaban las palabras. Al mismo tiempo, Katrine se había dado cuenta de que Elise sabía que estaba mintiendo. Un pesado silencio se adueñó de la habitación. Katrine no hizo ningún esfuerzo por desmentir sus palabras y Elise no soportaba quedarse esperando a que el ruido de los coches y los tranvías se colara por las ventanas e hiciera que la situación se volviera agotadora y cotidiana. Así pues, se apresuró a añadir:
–Entonces, ¿no crees que ese tipo pueda volver y atacarme cualquier otro día?
–Claro que no.
Elise contuvo el aliento.
–¿De forma que esto sólo va contigo?
Katrine desvió la mirada. Elise permaneció aguardando su respuesta.
–Por supuesto. Sólo tiene que ver con mi pasado -admitió Katrine finalmente.
Elise respiró aliviada y cerró los ojos. Esa confesión era, en cierta forma, lo más importante que había sucedido ese día hasta el momento; más importante incluso que el propio episodio con el macarra. El hecho de que Katrine hubiera reconocido la verdad hacía que el equilibrio entre ambas se restableciera. Y más aún, implicaba que su amistad ya no estaba amenazada por la mentira.
–Gracias a Dios -murmuró Elise, abrió la puerta nuevamente y regresó despacio a su silla-. Gracias a Dios.
La campanilla de la puerta tintineó y las dos mujeres se sobresaltaron. Se miraron la una a la otra y Elise sintió que se le secaba la boca.
Pero no era el hombre, que volvía. Esta vez, la persona que abrió la puerta era una mujer joven que estaba interesada en los catálogos de viajes al sur.
Durante el resto de la jornada tuvieron mucho trabajo, como cualquier otro sábado normal: las mismas búsquedas incansables en el ordenador y los mismos clientes que no sabían lo que querían. Pero aun dentro de esa normalidad, a Elise un escalofrío le recorría la espalda cada vez que se abría la puerta. Cada vez que sonaba el conocido tintineo, miraba rápidamente al cliente que entraba, antes de echar otra mirada igualmente rápida a Katrine, que, dos metros más allá, parecía siempre dispuesta a recibir esa mirada en sus ojos azul claro, tanto si estaba ocupada como si no.
El reloj ya marcaba las dos cuando finalmente la tranquilidad se instaló en el local. Elise giró su silla en dirección a Katrine, aspiró hondo y contuvo la respiración.
–Ya sé lo que vas a decir -dijo Katrine mientras se masajeaba las sienes-. Quieres que llame a la policía.
–¿No crees que es lo más sensato? – dijo Elise con calma-. Te ha amenazado.
Katrine asintió con la cabeza.
–Debo pensar un poco -contestó-. Tengo que reflexionar.
–Katrine… -comenzó a decir Elise con cautela.
–Por favor -la interrumpió la otra-. ¡Déjame pensarlo!
–Pero ¿qué quería?
Katrine no contestó.
–¿Era un antiguo novio?
–Tal vez eso es lo que él creía, hace ya mucho tiempo.
–Entonces, ¿es por celos?
–Te aseguro que esto no tiene nada que ver con el amor -suspiró Katrine-. Tanto él como muchas otras personas son sólo sombras de un viejo sueño mío. Es extraño, pero ni siquiera recordaba su aspecto hasta que entró por la puerta.
–¿Cómo se llama?
Katrine pensó unos instantes.
–Raymond -dijo al cabo de un rato-. Fíjate que hasta me había olvidado de eso.
–Pero ¿qué era lo que quería?
Katrine se levantó.
–Te prometo que te lo diré -aseguró-. Pero ahora no. Primero tengo que pensarlo, y debo pedir ayuda para solucionar esta situación. Prometo decírtelo después.
Elise asintió despacio.
–Muy bien -dijo-. ¿Qué vas a hacer esta tarde?
–Algo que no me apetece nada hacer.
Elise sonrió al pensar en su novio, el de la cabeza rapada.
–¿Vas a dejarlo?
–¿Con Ole? Más bien será él quien me deje a mí un día de éstos. Pero esta tarde saldremos juntos.
–¿Adónde vais a ir?
–A una fiesta.
–¡Pues cómo debe ser esa fiesta, cuando tienes tan pocas ganas de ir!
–Sí -dijo Katrine suspirando-. No me apetece en absoluto, pero tengo que ir.
A Ole le irritaba que Katrine tuviera semejante sofá. Lo que más le molestaba era pensar que todas las visitas que la joven recibía tenían que resolver el problema de sentarse o de echarse en él. Cada vez que Katrine se sentaba allí, lo hacía sobre sus piernas, invitando a una cierta intimidad corporal. Y Ole sintió que su irritación iba en aumento al recordar que Katrine era una mujer que invitaba continuamente a la intimidad. Un sonido de la tele desvió su atención. El Viking había logrado aventajar al contrario. Pero el partido que televisaban era el Molde contra el Stabæk; una mierda de partido. Frode Olsen, el guardameta, se aburría tanto que estaba a punto de empezar a hacer ejercicios gimnásticos con el travesaño, y a los cámaras les parecía más divertido enfocar el banquillo del Molde que el balón. En ese instante, Katrine pasó contoneándose por delante del televisor, sin ropa, evidentemente, y con el pelo mojado por la ducha, y bajó el volumen del aparato sin decir una palabra.
–¿Y ahora qué pasa? – protestó Ole.
–Nada.
–¿Por qué no puedo ver la tele?
–Por Dios, sí puedes verla, pero no es necesario que esté tan alta. Hay mucho jaleo por aquí. Bájala, voy a hacer una llamada.
Y con estas palabras desapareció, dando un portazo. El contorno de su cuerpo se redujo a una sombra huidiza y pálida tras el cristal translúcido de la puerta. Ésa era Katrine en todo su apogeo: desnuda, llamando por teléfono, y poniendo mucho cuidado en que él no la oyera. Una forma de ser, llena de secretos, que él no podía tolerar. Y ahora no sabía qué era lo que le daba más rabia, si su desnudez descuidada o el portazo que lo había dejado sin enterarse de cosas que él tenía derecho a saber. De repente sintió que la furia se apoderaba de él; se levantó, abrió la puerta de un manotazo y gritó:
–¡Eres tú la que arma jaleo!
Ella lo miró de forma inquisitiva con el teléfono bajo el mentón. Ole permaneció inmóvil, recorriendo con la mirada el cable del teléfono, que rodeaba uno de los pechos de la joven. Parecía estar posando para una de esas revistas masculinas.
–Y ¿por qué no vas vestida? – ladró él.
–Pero, cariño, si acabo de salir de la ducha.
–Pero podrías vestirte antes de llamar por teléfono.
–Ole, ésta es mi casa. Y hago lo que quiero.
–Pero ahora estoy yo aquí.
Katrine bajó el auricular del teléfono y le sonrió de costado.
–Normalmente no te importa si voy vestida o no.
Se levantó, cogió la toalla que colgaba de un gancho en la pared y se la enrolló cuidadosamente, de forma que le cubriera desde el pecho hasta la mitad de los muslos. Volvió a sentarse otra vez junto al teléfono, cogió firmemente el auricular y miró hacia arriba.
–¿Así te parece bien? – le preguntó.
–No -contestó él, cada vez más enojado y más agresivo. No le gustaba nada el tono desdeñoso de Katrine, que parecía estar burlándose de él.
–Voy a llamar, ¿quieres salir de una vez y dejarme hablar en paz?
–¿A quién vas a llamar?
–Eso no es cosa tuya.
Ole Eidesen sintió que la sangre se le subía a la cabeza.
–¡¿Cómo que no es cosa mía?!
Katrine suspiró y cruzó las piernas antes de acomodarse la toalla.
–Ole, ya basta, por favor.
–Quiero saber a quién llamas -dijo él tragando saliva.
–¿Por qué?
–Porque sí.
–Ole, yo nunca te pregunto a quién llamas tú.
–Pero yo quiero saberlo.
Ella respiró hondo y cerró los ojos.
–Pero ¿por qué?
–Porque tengo derecho.
Los ojos de Katrine se achicaron. Ole odiaba ver que ella ponía los ojos así, porque eso significaba que en el fondo de su mirada azul aparecía una voluntad férrea.
–Ole, no quiero que empieces con esto ahora. Debes respetarme.
Él cerró los ojos un instante. No quería decirlo, pero se le escapó; no pudo evitarlo.
–No podemos seguir así por más tiempo. ¿Qué es eso de cerrarme la puerta en las narices?
–¿Qué quieres decir?
–Que no debes cerrarme la puerta en las narices.
–Yo decido cuándo quiero estar sola -replicó Katrine tercamente-. Hago lo mismo con todo el mundo. También contigo.
–Sola no estás, cuando estás hablando con otros.
Katrine contuvo el aliento. Miró fijamente la pared como si estuviera contando para sus adentros, luego respiró y dijo, como rogando, en voz baja:
–Por favor, Ole, no empieces. Por hoy ya he visto suficientes hombres celosos.
–Quiero saber a quién llamas. No tienes derecho a ocultármelo.
–¿No? – susurró Katrine con voz helada-. ¿Qué quieres decir con que no tengo derecho?
De repente, Ole dio un paso al frente, y antes de poder darse cuenta de lo que hacía, agarró a Katrine del pelo y la levantó del asiento.
–¡Ay! – chilló ella, casi perdiendo el equilibrio. La toalla resbaló al suelo y uno de sus suaves pechos rozó el brazo de Ole-. ¡Déjame en paz! – jadeó.
Con la misma rapidez con que la había cogido, la soltó, serenándose.
–Perdona -tartamudeó, tratando de abrazarla.
Pero Katrine, que estaba intentando ajustarse de nuevo la toalla, lo empujó con lágrimas en los ojos.
–Vete -le dijo, y se frotó la cabeza-. Santo Dios, ¡estás loco!
–Te he pedido perdón.
–¡Y yo te he pedido que te vayas! – gritó ella-. ¡Fuera de aquí! ¡Voy a llamar por teléfono!
Aturdido, Ole retrocedió hacia el salón.
–No tienes derecho a tener secretos conmigo -murmuró-. Ningún maldito derecho.
–¡Fuera! – rugió Katrine. Y volvió a cerrar de un portazo.
Ole se quedó mirando el contorno de aquel cuerpo desnudo a través del cristal translúcido y vio cómo se recomponía, levantándose y quedándose un rato frente al espejo, de espaldas a él. Luego, su sombra se desplazó hacia adelante y hacia atrás. Ole la siguió con la mirada hasta que Katrine se sentó otra vez junto al teléfono y levantó el auricular. Entonces vio cómo la actitud del cuerpo de la chica cambiaba; ahora había echado la cabeza hacia atrás y se peinaba con la mano, con movimientos largos y pausados. Su voz se oía baja y tierna, una voz que le hablaba a otra persona, una voz que pronunciaba palabras que él no podía oír. Pero lo que sí oyó fue su risa, y sintió que los celos le quemaban las entrañas. Necesitaba saber a quién demonios estaba llamando. No era justo que lo sacara de sus casillas de ese modo. Debería haberse dado cuenta antes de eso, de cómo se enfurecía cuando ella se comportaba así.
El público de la tele gritaba. Ole Eidesen miraba la repetición de la jugada a cámara lenta. Frode Olsen volaba por los aires mientras rozaba con tres dedos la pelota que entraba en la portería. Un jugador vestido de azul mostraba su descontento con los dos puños. Pero a Ole ni siquiera eso le importaba ya, no podía apartar de sus pensamientos a Katrine, que ya había colgado y ahora se disponía a marcar otro número. Un frío helado lo sobrecogió. Lo estaba traicionando. Su novia estaba allí, a tres metros de distancia, traicionándolo en aquel preciso instante delante de sus propias narices.
La mayoría de los huéspedes le eran desconocidos. A los únicos que Katrine conocía era a los que compartían el piso, y de éstos solamente podía ver desde su sitio a Sigrid y a Annabeth. El marido de Annabeth, Bjørn Gerdhardsen, estaba sentado frente a ella. «Va a ser algo incómodo, e incluso puede llegar a ser complicado», pensó en el momento en que sus miradas se cruzaron.
Pero, por suerte, también estaba Ole sentado junto a Bjørn. Al otro lado de Ole había un tipo gordo al que sólo había visto algunas veces en el centro. No sabía su nombre, pero creía que posiblemente tuviera algún cargo en la comisión. Por otro lado, Katrine ya se había percatado de que era homosexual, a juzgar por sus gestos amanerados y su excesiva efusividad.
Entre Ole y el marica había una mujer de unos veintitantos años a la que tampoco conocía, y Ole parecía bastante interesado en ella, ya que no dejaba de mirarla de reojo. Ella, por su parte, le seguía el juego, desviando la vista tímidamente hacia abajo.
«Esto no pinta nada bien», se dijo Katrine, que había podido estudiar a la mujer antes de sentarse. No era muy alta, pero tenía unas piernas larguísimas y enfundadas en unas medias de nailon que disimulaban otros detalles menos favorecedores, como un pelo áspero y con las puntas abiertas o unos dedos cortos con las uñas mordidas hasta la raíz. Pero su rostro, de rasgos un tanto irregulares, mostraba una profunda sensualidad, con unos ojos vulnerables y una fina tez dorada. El hecho de que se estableciera una corriente de simpatía entre Ole y la desconocida hizo que Katrine reconsiderara sus propios sentimientos. Pensó que el interés no disimulado de Ole por la otra debería ponerla celosa, pero lo raro era que no sentía celos; lo único que sentía era un increíble enfado provocado por la falta de habilidad de su novio para flirtear. Y ese sentimiento, esa ausencia de celos, la asustaba un poco. Recordó sus horas de terapia, lo que había descubierto con respecto a su vida sentimental, y cómo había aprendido a reconocer las señales de peligro.
Y allí estaba ahora, en la vida real, inquietándose por no sentir celos y preguntándose qué querría decir eso. Pero al mismo tiempo no podía abandonarse completamente a esos pensamientos, porque sentía el aguijón del miedo por las cosas desconocidas que podrían suceder durante el resto de la velada, y la ausencia de celos hacía más poderoso ese miedo. El hecho de que Ole la irritara por interesarse por otra hizo que, en cierta forma, Katrine viera a Bjørn Gerdhardsen con otros ojos, más peligroso por así decirlo, y se le hacía difícil evitar su mirada. Parecía que la conversación en torno a la mesa se desarrollara de forma muy lenta, y lo peor era que Katrine sentía que era la culpable de esa lentitud. Su comportamiento huraño representaba un obstáculo para los demás, y sentía que era ella la que volvía la conversación aburrida. Lo sabía y, sin embargo, no podía cambiar de actitud; se sentía aturdida y deseaba marcharse.
La lentitud de la conversación se interrumpía de vez en cuando porque Annabeth invitaba a brindar, levantándose desde el vértice de la mesa en forma de L. Katrine brindó con agua mineral, y cubrió su copa con la mano cuando Bjørn Gerdhardsen quiso servirle vino.
Después del plato principal, la mujer de las piernas largas sacó un cigarrillo. Bjørn Gerdhardsen buscó en los bolsillos de su chaqueta, Ole no se percató de nada, pero el marica gordo les ganó la mano a ambos y le encendió galantemente el cigarrillo.
–He ganado yo -le dijo a Bjørn Gerdhardsen, riendo-. ¡Bien por mí!
Todos rieron. Esa salida infantil alivió un poco la tensión del ambiente. Hasta Katrine rió. Fue una risa liberadora.
–¡Eh, Georg! – chilló Annabeth desde su asiento con el vaso levantado-. ¡Salud!
–Goggen -dijo el marica-. Todos me llaman Goggen… -Y se volvió hacia la mujer de las piernas largas-. ¿Visteis en la televisión, el sábado, a ese nuevo? ¿A ese al que tomaron por psicólogo?
La patilarga comenzó a reír, se atragantó con el humo y empezó a toser. Ole no perdía de vista el escote, donde se balanceaban sus senos.
Katrine pensó que se encontraba completamente fuera de lugar.
Goggen seguía:
–Y luego el paciente dijo: «No soy yo…»
Se acomodó mejor en la silla, se le hincharon los mofletes y arrugó el morro hasta parecer todavía más estúpido. Katrine comprendió que estaba tratando de imitar a alguien. Goggen proseguía, poniendo una voz masculina de camionero:
–… y le dijo al psicólogo: «¡Es usted el que está obsesionado con el sexo, si no, no preguntaría tanto!»
La mujer de las piernas largas y Ole reían a carcajada limpia, y entonces Katrine sintió un frío que le recorría la espalda al descubrir un pie que le tocaba delicadamente el suyo por debajo de la mesa. No podía ser Ole, pero no se atrevía a levantar la vista. «Que no sea Bjørn -se dijo-. Bjørn no puede ser tan desvergonzado.» Sin embargo, no había otra posibilidad. Ese pensamiento le puso la carne de gallina, luego le entró calor y comenzó a sudar. El pie siguió explorando su pierna lentamente, subiendo y bajando por la pantorrilla. Aun cuando ella sabía de quién era, no consiguió hacer otra cosa más que aferrarse a su asiento mientras levantaba la vista. El gordo que quería que lo llamaran Goggen seguía hablando.
–La hostia de bueno -decía con toda seriedad-, es la hostia. El tío tiene personalidad, ¿sabes?, picardía y…
Katrine cerró los ojos y apartó el pie de una patada. Cuando los abrió, vio a Bjørn Gerdhardsen sonriendo de forma sutil y retadora.
Katrine sintió que una mirada que venía de lejos le quemaba la mejilla, y volvió la cabeza hacia allí. Era Annabeth. Su mirada no dejaba lugar a dudas: de alguna forma, había entendido lo que estaba pasando. El nudo que Katrine sentía en el estómago se volvió de hielo puro. «Annabeth lo sabe. La muy bruja lo sabe. Y Bjørn sabe que ella lo sabe. Por tanto, debe de habérselo dicho él mismo.» Giró de nuevo la cabeza y miró al marido de Annabeth. Él sonreía, tras seguir la mirada de Katrine, y ahora le guiñaba un ojo sin hacer el menor esfuerzo por disimularlo. ¿Y quién se daba cuenta? Annabeth, por supuesto, y también Goggen. El opulento marica se percataba del magnetismo que se respiraba en el ambiente como un ciervo inquiere la mirada del cazador en la penumbra. Goggen se puso a estudiarla con renovado interés. Y Bjørn Gerdhardsen sonreía más y más cada vez. ¡Cómo odiaba a ese hombre! Odiaba a Bjørn Gerdhardsen, pero había bajado la mirada, y al mismo tiempo se despreciaba a sí misma por haber perdido la partida. Fijó la vista en el mantel mientras sentía que el sudor le corría por el cuello.
–Hay demasiado humo aquí -dijo en voz alta-. Necesito aire fresco.
Y diciendo esto se levantó y se precipitó hacia la salida. Una mano de mujer le abrió la puerta, y al mismo tiempo que ella salía a la terraza, oyó que, dentro, la gente se levantaba de la mesa.
–¡Café en el salón! – retumbó la voz de Annabeth-. Haced el favor de serviros vosotros mismos. Os lo he dejado todo a mano, porque da demasiado trabajo serviros a todos… ¡self service!
La voz hizo eclosión en la última palabra.
Katrine respiró el aire fresco. Era una noche gris del mes de junio. Se apoyó en la barandilla de la terraza, miró hacia abajo y vio una piscina azul profusamente iluminada. «Uno podría zambullirse desde aquí», pensó. Aquella luminosa agua azul se encontraba en el centro de algo que parecía un patio de azulejos; alrededor del patio crecían algunos árboles frutales. Entre éstos, divisó una farola encendida en la calle, que emitía una luz anaranjada sobre la acera, al otro lado de la verja. Dejó que su mirada se perdiera en la inmensidad; la vista de la ciudad se ocultaba tras las gigantescas copas de unos árboles en la lejanía.
Fue consciente de que él se encontraba allí antes de que hablara, y el hecho de saber que estaba justo detrás de ella la hizo volver a sudar.
–Así que estabas aquí -susurró la voz.
El sonido de aquellos pies sobre las losas de la terraza le resultaba desagradable. Katrine no contestó, ni siquiera se volvió.
La imagen de él se reflejó en la piscina de abajo.
–¿Coñac? – preguntó mientras le ponía un vaso delante, sobre la ancha baranda de madera. La luz amarilla de la puerta que daba al comedor se reflejó en la copa de licor.
Los dedos del hombre eran gruesos, y la piel parecía hinchada alrededor de su anillo de bodas. El reloj de pulsera, compuesto de una esfera azulada enmarcada por una gruesa cadena de metal, era bastante hortera; parecía sacado de una película de James Bond.
–No, gracias -respondió ella-. ¿No has visto a Ole?
–¿Te gusta nuestro jardín? – preguntó Bjørn Gerdhardsen, como si no hubiese oído su pregunta.
Ella contempló su propia imagen en el agua azul del fondo. Y contempló también la imagen de Bjørn Gerdhardsen. Un hombre hortera con ropa hortera junto a una rubia maquillada. Parecía el malo de las películas de 007.
–Demasiado grande -dijo cortésmente-. Seguramente da mucho trabajo.
Él se había apoyado contra la baranda, de espaldas, y tomaba pequeños sorbos de su copa.
–Podrías venir a ayudarnos, de vez en cuando -sugirió, sonriendo-. Tú tienes tan buena mano…
Katrine se quedó inmóvil. La sonrisa del hombre mostraba a un macho seguro de sí mismo. Pero no importaba; esa clase de mirada, ese acercamiento sin rodeos era un juego que ella dominaba. «Puedo enfrentarme a esto», pensó, concentrándose, mientras lo miraba tranquilamente a los ojos y sentía que sus nervios se relajaban.
–Tienes buena memoria -dijo ella, pero inmediatamente se arrepintió de haberlo hecho. Era como arrojarle un cabo, un salvavidas, que él recogió solícitamente.
–Tú también -dijo él.
Siguió un silencio paralizante. Dentro de la casa se oía barullo de risas y fiesta.
–Si quieres, puedo enseñarte el jardín -sugirió él con una media sonrisa.
Katrine sintió que en su rostro insensible su boca posaba una sonrisa artificial, mientras trataba de clavar en él una dura mirada.
–Eres un verdadero cabrón -le dijo lentamente, para que él apreciara cada sílaba.
Pero sus palabras no surtieron ningún efecto; tenía que admitirlo, estaban en su terreno, en su casa. Ella estaba allí por ellos: era una parte del decorado esa noche, algo exótico que Annabeth y Bjørn podían mostrar al público: «Vean la casa: el jarrón africano, las máscaras talladas de la pared, la mesa italiana y la pobre drogadicta que Annabeth consiguió llevar por el buen camino. "¿A quién te refieres? ¿A esa de allí, la rubia? ¡Es muy guapa, ¿no?!"»
Al mismo tiempo que pensaba esto, notó que la mano de él le acariciaba el trasero.
–No me toques -le espetó, mientras las lágrimas le saltaban de los ojos y se interponían como un lienzo húmedo delante de su campo visual.
Él carraspeó. La mano se deslizó entre sus muslos.
–Voy a gritar -dijo ella, y se despreció aún más a causa de esas torpes palabras. Si al menos aquello hubiese sucedido en otra parte, en la calle, en la escalera de una finca, o en cualquier otro sitio que no fuera allí, ya le habría propinado una patada en sus partes. Pero allí era una extraña, una extraña que además estaba paralizada.
Él retiró la mano.
–No grites todavía -dijo fríamente.
Katrine se volvió y a través de la puerta de cristal vio que Annabeth andaba buscando a su marido.
–Tu mujer te busca -dijo.
–No -contestó él irónicamente-. Nos busca a los dos.
Levantó el vaso y buscó su mirada, pero Katrine miró hacia el vacío, oyendo su propia voz que decía, como en la lejanía:
–Tú no significas nada para mí, nada en absoluto.
Y harta ya de ese juego, harta de parecer una mujer fácil que se acostaba con el primero que pasaba, se apartó bruscamente del hombre y entró con paso rápido por la puerta en la sala llena de humo.
Incómoda, se abrió camino entre la gente vestida de fiesta; sentía que parecía que le quemaban las miradas de los presentes. Caminaba torpemente, como un orangután en un espectáculo de ballet. En la otra punta del salón alcanzó a ver a Ole, que se inclinaba sobre la mujer de las piernas largas, murmurándole algo al oído mientras ella soltaba unas risitas contenidas y se atusaba el pelo. Aparte de ellos, solamente conocía a Sigrid, del centro, y a Bjørn Gerdhardsen. Se dirigió junto a Ole, que perdió la compostura nada más verla aparecer. Carraspeó y murmuró un «hola» forzado. La mujer cigüeña empezó a tantear en busca de otro cigarrillo; a continuación se volvió de forma elegante y comenzó a alejarse, abriéndose camino entre la gente.
Ole tomó a Katrine del brazo.
–¿Damos un paseo?
Llegaron a un saloncito con un gran piano frente al cual estaba sentado el gordo de la comida, Georg Beck, alias Goggen.
–Con éste, no -le sopló Ole en la oreja-. Es gay.
Katrine hizo un esfuerzo por sonreír, y él añadió:
–Pídeme ayuda si intenta algo.
Se sentaron en el círculo que rodeaba a Goggen, que estaba contando una aventura que habían tenido él y su antiguo amante con una conocida actriz de televisión. Según Goggen, a la mujer le parecía excitante ir de fiesta con dos gays. Los tres habían estado bebiendo generosamente durante toda la noche, y a altas horas de la madrugada habían llegado a intimar hasta tal punto que, mientras ella les mostraba su apartamento, terminaron los tres en una cama con dosel.
–La pillamos entre los dos -dijo Goggen con voz sibilina-. Quiero decir al mismo tiempo. – Le guiñó un ojo a Katrine y se dirigió a Ole-: Él aparcó allí donde más les gusta a las chicas… -pausa artística, exclamaciones del público-, y yo me situé un poco más atrás. – Hubo más exclamaciones. Goggen continuaba su relato en voz tan alta que ya casi estaba gritando-: Era muy excitante, porque sentíamos nuestros penes en contacto todo el tiempo; no había más que un poco de piel entremedio.
Katrine miró a Ole. Él estaba colorado hasta las orejas, no sabía si porque estaba azorado o bien enojado. Estaba igual de rojo que Goggen. «Son los dos iguales», se dijo Katrine, y siguió mirando a Goggen, que ya estaba pasando a la mímica. Se inclinaba hacia atrás, agobiado por los kilos y la cara toda colorada. Con el rostro retorcido por una mueca enfermiza, aspiraba aire y los carrillos se le hundían como si estuviera tocando la trompeta. Acto seguido, abrió la boca, descubriendo unas manchas blancas en la lengua, y con la mirada perdida a lo lejos, comenzó a imitar a la mujer:
–Hiii, hiii… -chilló-. Ella gritaba todo el rato. Hasta le caía la baba del labio inferior…
Ole tocó el brazo de Katrine para indicarle que salieran. Pero en ese instante ella notó que su angustia se transformaba en furia. Era una furia que se había ido acumulando en su interior durante la velada, y que se desató ante la solemne moralidad de Ole. Katrine decidió no moverse de su sitio y, por el rabillo del ojo, constató que Ole tampoco se movía.
La risa de los asistentes comenzaba a esfumarse, y la señorita Cigüeña, que por alguna misteriosa razón también se encontraba allí, le susurró a su vecino, de forma que todos la oyeran:
–Esto ya se está poniendo un poco vulgar, ¿no crees?
–¡Dios nos libre! – contestó el vecino, e hizo como que sofocaba un bostezo, poniéndose la mano sobre los labios-. Mientras no se le ocurra contar la batalla del taburete del piano… ¡mierda! – graznó, para añadir de inmediato-: ¡Demasiado tarde!
–¡En el Bristol! – pescó Goggen al vuelo-. Entré y me encontré con un precioso taburete junto al piano, en el bar del Bristol, y como soy así, me senté y empecé a tocar una sonata ligera. Al poco, empecé a notar que se hacía el silencio a mi alrededor, pero como ya era demasiado tarde para parar, seguí tocando hasta terminar la pieza. Cuando terminé, vi que había un hombre a mi lado…
–¡Un hombre! – gritó la Cigüeña, fingiendo excitación-. ¡Qué ilusión!
Y su vecino añadió:
–Ya, las mujeres y los taburetes de piano… La gorda esa que es tan buena tocando, ya sabes. He oído que revienta dos taburetes por concierto.
Ole rió. Sólo tomaba parte en la conversación cuando Goggen pasaba al papel de víctima. Los ojos le brillaban.
La Cigüeña pestañeó para dirigirse a Ole:
–¿Revienta los taburetes?
–Claro, esos taburetes son delicadas obras de arte.
–Sentí… -gritó Goggen, enfadado-. Sentí una mano…
–¡La mía no era! – dijo una voz entre la concurrencia.
Se oyeron risas y Goggen, ofendido, continuó:
–Muy gracioso, muy gracioso. Bueno -la atención del público volvía a estar centrada en él-, yo estaba sentado tocando cuando sentí una mano en el hombro -repitió, con la voz embelesada y los ojos semicerrados; por un instante hubo luz en su mirada descolorida-. Me volví y lo miré… Pero di un brinco cuando lo vi y oí que me decía: «Bellísimo.» -Goggen se permitió hacer una pausa artística-. Era una voz sonora, bonita y agradable -continuó, como recitando, y repitió-: «Bellísimo.» -Se llevó la mano al hombro como para apoyarla sobre aquella mano que había ejercido su presión allí, hacía ya muchos años, y se retorció en su asiento-. «Ha sido bellísimo», dijo la voz, y luego soltó mi hombro para darme…
–Venga ya -exclamó una de las mujeres de la mesa volviendo la cabeza para comprobar si los demás también se mofaban-. Y ¿qué fue lo que te dio?
–¡Sí, hombre! – salió otra voz de la mesa-. ¡Y con una sola mano!
El nombre surtió efecto. Una oleada de asombro recorrió la mesa. Goggen sonreía con expresión triunfal, mientras asentía con la cabeza y repetía:
–¡Per Aabel!
En ese instante, Katrine descubrió a Annabeth en la puerta. Estaba borracha. De hecho, todos estaban ebrios. Todos los virtuosos trabajadores sociales, que vivían de solucionar los problemas de drogadicción de la gente, estaban borrachos. Eran todos bebedores, lascivos, y además viejos. La joven sintió náuseas.
Un hombre que no había comprendido la historia de Goggen soltó una risita, mirando a los demás, y preguntó:
–¡Cielos! ¡Per Aabel! ¿Tiene tu misma edad, Goggen?
Todos estallaron en carcajadas.
–¿Quién ha dicho eso? – Goggen se levantó, amenazador, con un brazo en alto y los mofletes vibrándole por la furia-. ¿Quién ha dicho eso? Lo reto en duelo.
–¡Siéntate, viejo truhán! – gritó una mujer-. ¡Siéntate y abróchate la bragueta!
Hubo nuevas risas, y todos levantaron sus vasos. Katrine se volvió porque notó que había alguien que caminaba hacia ella. Era Annabeth, que se tambaleaba en su dirección. Katrine apretó la mano de Ole y permitió que él se la llevara de allí. A sus espaldas, oyó que alguien decía:
–La gorda esa de los taburetes, Goggen, ¿puedes mostrarnos cómo se las ingeniaba para sentarse?
Annabeth estaba cerrándoles el paso. Caminaba dando tumbos y esforzándose para mantener el equilibrio.
–Katrine -dijo amablemente-. ¿Te lo estás pasando bien? – Y, sin esperar respuesta, continuó hablando-: Espero que te estés divirtiendo -la lengua se le trababa y las eses le salían graves y disonantes.
Katrine sonrió, a pesar de las náuseas que sentía.
–La comida estaba riquísima, Annabeth, realmente buena -dijo.
Annabeth le puso una mano entre las suyas. Katrine las miró y vio las manos de una vieja, con la piel manchada. Tenía bolsas en los ojos.
–Te apreciamos tanto, Katrine -dijo Annabeth, y rompió a llorar.
–¿Por qué lloras, Annabeth?
Aunque Katrine habría preferido estar a muchos kilómetros de distancia de allí, consiguió modular su voz con un tono cariñoso. Frente a ella estaba la dueña de la casa, que era también la directora del centro, y que ahora estaba completamente borracha. Katrine se arrepentía de haber acudido a la fiesta.
La punzada de desagrado que había estado sintiendo en el estómago desde que había entrado en la casa, la punzada que había estado luchando por mantener a raya en lo más hondo de su ser, se liberaba ahora de las garras que la habían retenido en el fondo del estómago. Katrine notó que la sensación de asco se extendía ahora como fuego por todo su cuerpo, un dolor ardiente y paralizante que comenzaba en el estómago y que, desde allí, se repartía por el resto del cuerpo.
Al mismo tiempo que la repugnancia iba apoderándose de ella, la joven alcanzó a pensar que con anterioridad había visto grupos incluso más repugnantes que aquél. Cerró los ojos, y al abrirlos de nuevo distinguió a Ole, que estaba detrás de Annabeth y la miraba con desesperación. Durante unos segundos, Katrine sintió un gran desprecio por él y por todas las personas que la rodeaban en aquellos momentos: Annabeth y sus flamantes conocidos, que se atiborraban de vino, cerveza y aguardiente para tener el valor suficiente para contarse sus secretos, tocarse, practicar la infidelidad y la amoralidad.
Annabeth estaba frente a ella, susurrándole secretos a Ole que Katrine no tenía ganas de oír, porque no tenía fuerzas para oírlos. Pero el dolor que le subía del estómago alcanzó a enturbiarle también la mente. Los oídos le zumbaban, y se dio cuenta de que no oía nada.
Annabeth se tambaleaba mientras movía los labios. Sus dientes eran largos y estaban llenos de sarro. Unos dientes de persona mayor que había fumado demasiados cigarrillos y que había pronunciado demasiadas palabras vacías. Tenía los ojos rojos, acuosos y desorbitados. En la mano llevaba una botella de vino abierta. La agitó y volvió a tambalearse, dio un paso vacilante hacia un lado y, sin querer, estrelló la botella contra el marco de la puerta. Una ducha de vino tinto bañó a Annabeth como a cámara lenta; parecía como si alguien la hubiese despellejado, dejándola en carne viva, con el pelo mojado de sangre, que le caía por la cara y el cuello, y convertía su rostro en una gran herida roja y abierta. La vieja profirió un grito ronco, un grito que sobrecogió a Katrine. La joven sentía que el dolor invadía su cuerpo y se le juntaba en la garganta como una náusea convulsiva, y que, sin embargo, tuvo la virtud de devolverle la capacidad de oír. Mientras tanto, Annabeth, con la cara cubierta de vino, comenzó a reír como una histérica.
La risa de la vieja era sólo un zumbido indescifrable en los oídos de Katrine. Durante un segundo se encontró con los ojos de Annabeth, que parecían dos oscuros túneles desiertos que conducían a un cerebro que ya no era un cerebro, sino un racimo palpitante de gusanos blancos. El estómago de Katrine dio un vuelco. Se percató de que estaba a punto de vomitar; estaba clarísimo, el contenido de su estómago ya iba de camino hacia arriba. La vista se le nubló completamente. Los gusanos blancos se le acercaron todavía más, y una corriente roja circuló por su garganta, como proveniente de una fuente de sangre.
Alguien la sostenía. Katrine podía sentir unas frías losas bajo sus rodillas y se daba cuenta de que estaba vomitando; escupía en un váter. Los ruidos de la fiesta se colaban por la puerta del baño. Miró hacia arriba. Ole estaba encima de ella; sus ojos reflejaban preocupación.
–Quiero que salgas de aquí -gimió ella.
–Te has desmayado -dijo él-. Esa bruja ha roto la botella de vino y tú te has desmayado. Menuda fiesta. No deberías beber tanto.
–Yo no bebo -replicó Katrine mirando hacia arriba-. No he probado una gota en toda la noche.
–¿Y por qué te has puesto así entonces?
Katrine no alcanzó a contestarle porque las náuseas habían vuelto a empezar. Esta vez ya no vomitó comida, sino que sentía como si echara té hirviendo. Balbuceando, pidió un poco de papel higiénico. Sus dedos rozaron un trapo: era Ole, que le tendía una toalla.
–No sé -dijo ella-. Tal vez haya sido la comida.
Él tiró de la cadena. El ruido de la cisterna enmascaró el de la fiesta que se colaba por la puerta. Katrine se limpió la cara con la toalla.
–¿Por qué estás aquí todavía? – preguntó ella-. Quiero estar a solas. No quiero que me veas así.
–¿Y tú crees que a mí me apetece estar a solas con esa gente? – murmuró él.
Ella asintió con la cabeza y volvió a notar fuertes arcadas, aunque esta vez no vomitó; bueno, tal vez una gota de un ácido corrosivo que le llegó hasta la lengua. Luego notó la corriente de aire de la puerta cuando él la abrió para salir, y se sintió mejor.
Ole era tan hipócrita como todos los demás; se integraba bien con aquella gente y trataba por todos los medios de no quedar mal. Podía hallar con facilidad temas de conversación y dedicarles pequeños cumplidos a las señoras. En aquella fiesta se sentía como pez en el agua. Sólo ella era una extraña; allí no pintaba nada. Tenía que irse a casa, necesitaba estar con gente que la hiciera sentirse bien. Ésa era la solución: irse a casa, si es que había algo que ella pudiera llamar «casa».
Se sintió un poco mejor y se incorporó apoyándose en el retrete. Se sentó en él y se vio reflejada en un enorme espejo. Así que en aquella casa la gente se miraba al espejo cuando se sentaba en el váter, incluido el marido de Annabeth, Bjørn Gerdhardsen. Tal vez se sentaba allí todas las noches y se masturbaba un poco antes de acostarse. Katrine sacudió la cabeza para apartar esa visión de su mente. Tenía el estómago vacío, ya no sentía náuseas, pero las tripas le dolían del esfuerzo que había hecho. Se sentía como una adolescente que toma su primera sobredosis antes de caer la noche. Con las rodillas juntas, la baba rezumando por la barbilla, los ojos desorbitados, la tez pálida, el pelo completamente sudado cayéndole sobre la frente y el rímel de las pestañas corrido, Katrine se acordó del aspecto tan absurdo que tenía Annabeth cubierta de vino. Y de nuevo regresaron las náuseas, aunque esta vez las contuvo. Trató de quedarse quieta, con los ojos cerrados y tragando saliva. Ya sabía en qué no tenía que pensar. Abrió los ojos lentamente y se miró al espejo. El ruido de la música y las risas se colaban por la puerta.
Si hacía un rato no había sido una buena participante en las conversaciones, mucho menos lo sería ahora. «¿Lo viste? – diría la gente-. Aquella pobre chica descarriada de la que se hizo cargo la acción social se emborrachó y estuvo vomitando en la fiesta de Annabeth. ¡Menudo espectáculo!»
Alguien comenzó a golpear la puerta.
Pero Katrine quería estar sola, completamente sola. Volvieron a golpear. Eran golpes recios, golpes de asistente social. Golpes de no-me-rindo. Golpes de tengo-que-hablar-contigo. Golpes de mujer.
–¿Katrine? – Era Sigrid-. Katrine, ¿estás bien?
Katrine quería estar sola; bueno, no exactamente. En realidad, quería estar con Henning, pero sin sentir que las expectativas y las miradas entrecortaban el aire.
–¡Katrine! – Sigrid seguía golpeando.
La joven se levantó y entreabrió la puerta.
–¡Madre mía, vaya pinta, mi niña! – Sigrid se mostraba tan solícita como siempre. Se deslizó por la abertura de la puerta, se coló en el baño y empezó a lavarle la cara a Katrine-. Así, ¿estás mejor ahora?
–Creo que quiero irme a casa -dijo Katrine, haciendo muecas frente al espejo-. ¿Puedes pedirle a Ole que llame a un taxi?
–Mejor lo haré yo; Ole ha desaparecido por el jardín.
–¿Por el jardín?
–Sí, es que Annabeth está invitando a la gente a bañarse en la piscina, y también quiere mostrarles un estanque nuevo con peces que tiene. Espérame aquí, yo te conseguiré un coche, o tal vez alguien pueda llevarte.
–No hay ni una alma que esté sobria en esta casa.
–Ésa es la impresión que dan todos -dijo Sigrid con cara de preocupación-. Pero en realidad hay varias personas que no prueban ni una gota de alcohol.
–¡Bah! Olvídalo -suspiró Katrine.
Se contemplaron mutuamente en el espejo. Sigrid, de mediana edad, delgada, con el pelo canoso, bella y educada, y con manos cuidadosas. Katrine, joven, y con la mirada algo apagada.
–Deberías ser enfermera -dijo Katrine, y puso el brazo de Sigrid sobre sus hombros: dos buenas amigas en el espejo-. Puedo verlo claramente.
–¿El qué?
–Te veo a ti de noche, haciendo guardia, caminando por los pasillos del hospital, y a muchos hombres enfermos esperando en la oscuridad a que la mujer de sus sueños entre por la puerta.
Sigrid le sonrió a Katrine en el espejo, halagada, pero al mismo tiempo con una arruga de preocupación en la frente.
–Ya soy vieja -dijo.
–Madura -la corrigió Katrine, y se soltó del abrazo-. Pero yo, que soy joven, no soporto más esta fiesta. Llamaré a alguien que me lleve. Tú vuelve con los demás.
De pronto, lo que más deseaba Katrine era que Ole estuviese allí, rodeándola con sus brazos, y que le dijera: «Quédate aquí conmigo.» Se apoyó en la puerta y echó un vistazo fuera, primero buscando a Sigrid, que se había perdido entre los invitados, y luego mirando a Ole, que volvía de la terraza. Ole y la Cigüeña ya habían intimado bastante. Katrine cerró los ojos y se los imaginó desnudos en la cama; podía verlos claramente. No obstante no sentía celos, sino únicamente una tristeza pesada como el plomo.
Le habría gustado que Ole le dijera: «Estoy harto de este sitio». Le habría gustado que se acercara a ella, la rodeara con sus brazos y le dijera que la llevaría a casa y se quedaría con ella. Ka-trine sintió que la sangre le hervía de nuevo. ¿Por qué Ole no podía hacer eso? ¿Por qué no podía ser como ella quería?
En ese instante se encontró con su mirada; Ole se acercaba en su dirección. Katrine cerró los ojos y vio claramente la discusión que iba a tener lugar: las cosas feas que ella iba a decirle y las cosas feas que él iba a decirle a ella. Volvió a abrirlos. A cada paso que daba Ole, más deseaba ella que fuera Henning el que se acercaba. Henning, y ningún otro.
–¿Qué tal? – preguntó él.
–Mejor -murmuró ella-. Veo que tú también lo estás pasando bien.
Ole siguió la mirada de Katrine, que observaba a la Cigüeña, quien, a su vez, los estaba mirando a una cierta distancia. En cuanto Ole se volvió, la patilarga se escabulló hacia la izquierda y se perdió entre la gente.
–Algunos van a ir al centro -dijo finalmente Ole-. Quieren ir al Smuget, el marica y algunos otros, ¿te apetece ir?
–No -dijo ella-. ¿Y a ti?
–No sé, tal vez.
–Yo vuelvo a casa -dijo ella.
–¿A casa?
Katrine sonrió forzadamente.
–Tranquilo, no es necesario que me acompañes. Quédate aquí, o vete al centro.
–¿De verdad? – el rostro de Ole se iluminó.
Ella asintió.
–¿Estás segura? – repitió él.
Un grupito de ruidosos invitados los rodeó. Goggen le palmeó el trasero a Ole y preguntó:
–¿Vienes, guapo?
Ole rió.
Goggen lo agarró por la cintura y se lo llevó bailando un vals. Katrine se refugió nuevamente en el baño, echó el pestillo y esperó hasta tener la seguridad de que la entrada quedaba despejada. Voces e incluso rugidos se colaban a través de las paredes. Alguien aporreaba el piano. Cuando estuvo segura de que todos los que se iban al centro habían salido, se deslizó hacia la entrada, levantó el auricular del teléfono blanco que colgaba de la pared y marcó el número de Henning. Miró el reloj. Todavía no era medianoche. Finalmente se oyó un «hola» somnoliento al otro lado del hilo telefónico.
–Soy Katrine -dijo rápidamente-. ¿Ya te habías acostado?
No pudo evitar preguntarlo, y al mismo tiempo hizo una mueca, como si le diera miedo que él contestase que sí y se mostrara huraño.
–¿Yo? No.
Henning bostezó pesadamente. «Seguro que estaba durmiendo», pensó Katrine.
–¿Tienes coche?
–La cafetera de mi hermano.
–¿Puedes venir a buscarme? Estoy en la fiesta de Annabeth. ¿Puedes venir ahora mismo?
«Bendito Henning, que nunca pregunta nada.»
–Ve bajando -respondió-. Ahora mismo voy para allá.
En seguida oyó el motor de un coche, y pronto brillaron unos faros tras los voluminosos árboles del camino. Se deslizó despacio por la oscura Voksenkollveien, mientras veía que la ciudad se abría a sus pies. Todo Oslo encandecía de luces nocturnas, como brasas de una inmensa hoguera extinguida. Las aguas negras del fiordo de Oslo reflejaban y resaltaban ese brillo. El ruido del motor aumentó y pronto Katrine vio el reflejo de los faros contra los árboles, y una serie de coches que doblaban la esquina. El primero de ellos era un descapotable deportivo. Una ráfaga de viento alborotó el largo pelo de Henning, que se lo apartó de la cara. Frenó en seco y Katrine saltó al interior del vehículo.
Ambos permanecieron sentados, mirándose y sonriendo.
–¿Qué hay? – preguntó él.
–¿Tú qué crees? – ella amplió su sonrisa.
–¿Has ganado mucho dinero?
–No -rió ella.
–¡Pues di qué es lo que pasa entonces!
Katrine trató de serenarse cerrando los ojos.
–Te ha pasado algo gordo…
Ella asintió, sin poder conservar la sonrisa.
–¿Me lo vas a contar o no?
–Luego -respondió ella, y le apretó la mano-. Más tarde -repitió. Pasó la mano por el salpicadero y preguntó-: ¿De dónde lo has sacado?
–Es de mi hermano. Se lo cuido mientras está de viaje.
–¿De verdad? ¿Tienes un hermano que te deja un coche como éste?
Él sonrió ampliamente y meneó la cabeza.
–Es mi hermano, ¿no?
–¿Cansado? – quiso saber ella.
–Ya no.
–¿Qué te apetece hacer?
Henning cazó la propuesta al vuelo.
–¿De cuánto tiempo dispones?
–De toda la noche.
Él volvió la cabeza de forma que la punta del mentón se le levantó hacia arriba.
–Es una noche estrellada -murmuró-. Ya sé lo que haremos.
–Pero antes quiero comer -dijo Katrine-. Me apetece algo muy grasiento y calórico.
Mientras el viento alborotaba su pelo en el descapotable, Henning pisó a fondo el acelerador para subir la elevada cuesta de Holmenkollen, que sobresalía como una sombra misteriosa en medio de la noche. En las curvas cerradas, colina abajo, caían el uno encima del otro, y a ella se le enredaba el pelo y se le metía en los ojos. Sin dudarlo un instante, se quitó la blusa y se la anudó en la cabeza a modo de turbante. Henning la miró de reojo.
–¡Esto se está poniendo interesante! – gritó por encima del ruido del motor-. ¡Aquí me tienes, en plena noche, conduciendo un descapotable con una rubia en sujetador a mi lado!
Ella se inclinó hacia adelante y encendió la radio. La música empezó a zumbar como si estuvieran en un concierto. Era Leonard Cohen, el que primero tomó Manhattan y luego Berlín. Ambos intercambiaron unas miradas. Ella subió aún más el volumen. Henning cambió de marcha y pisó más a fondo el acelerador. El cuentakilómetros señaló ciento treinta en la recta, las farolas amarillentas de la calle pasaron como flashes de una discoteca por la cara de Henning, y cuando Katrine quiso darse cuenta, ya circulaban por el interior de un túnel.
Sentía el viento en el cuerpo, tenía ganas de rock'n'roll, y de liberarse de las reglas de urbanidad, liberarse de los usos y costumbres, liberarse de las frases de doble sentido que ocultan propósitos oscuros, y de liberarse de los manoseos y de la arrogancia burguesa. Si hubiera estado en esa fiesta hacía más de tres años, pensó, ahora ya estaría con una jeringuilla clavada en el brazo. Incluso ahora podía sentir aún una cierta nostalgia por la sensación que la droga le producía, aunque era una nostalgia débil, como la que se siente por un dulce que uno ha saboreado de pequeño. «Y así será durante el resto de mi vida -pensó-. Hace tres años no tenía la personalidad formada; hace tres años no era capaz de disfrutar rechazando a un hombre que no me gustara, ni de disfrutar mandando a freír espárragos a un montón de gente que me viera marcharme de una fiesta sola mucho antes de que ésta acabara, sin importarme lo que pensaran, o sin importarme la ropa que llevo puesta cuando voy sentada en un descapotable.»
Hace tres años, el gran secreto era una cosa negra e impenetrable. Si pensara suficientemente en el gran secreto, tal vez podría volver a la vida.
Sonrió para sus adentros. «Volver a la vida.» Eso era lo que Henning llamaría una frase hortera. Pero él nunca había sentido la imperiosa necesidad de no haber nacido.
Estacionaron en la Cort Adeler Gate. El muelle de Aker yacía como una fortaleza delante del de Honnør, de la plaza del Ayuntamiento y del castillo de Akershus, al otro lado. Aunque era medianoche, no parecía de noche en absoluto. Bajaron por la calle siguiendo los raíles del tranvía. Junto a ellos, pasaron varios taxis, cuyos jóvenes conductores piropearon repetidamente a Katrine, que se destacaba sobre el fondo de las amplias vidrieras del muelle de Aker. Ella echó una mirada de costado a su reflejo y se sintió satisfecha de sí misma. Por gusto, le dirigió una mueca a su imagen; era liberal, pero no puta. Segura de sí misma, pero no barata. «Ésta soy yo -pensó-. Ésta soy yo de cuerpo entero: ni desnuda ni vestida; ni con hambre ni saciada.»
Ya en la cola del McDonald's, entablaron conversación con un borracho. El hombre le cogió la mano a Katrine.
–Joder -dijo, guiñándole un ojo a Henning-, ¡cómo me gustaría tener tu edad!
Katrine le sonsacó unos cigarrillos. Un músico ambulante que estaba sentado en uno de los bancos que hay enfrente de los barcos de Nesodd comenzó a tocar Heart of gold, de Neil Young. El borracho la invitó a bailar y Katrine aceptó. La gente que estaba sentada en las terrazas de los bares a lo largo del paseo parecían oscuras sombras en la noche estival, sombras que podían ser amistosas u hostiles. Sin embargo, a Katrine no le importaba en absoluto que las sombras la miraran amenazadoramente, sin entender por qué bailaban. En la oscuridad se pavoneaban unos turistas de pantalón corto y blancos zapatos de goma, con una bolsita colgada del cuello en la que llevaban el dinero.
Más tarde, Katrine se dio un atracón con una hamburguesa doble con queso, patatas fritas con montones de ketchup y una coca-cola grande. Henning tomó su batido habitual, un batido de vainilla.
–¿No te han dado de comer en la fiesta? – preguntó él cuando se sentaron en el coche.
–La he vomitado. Adivina por qué.
–¿Por culpa del señor Encantador?
Ella asintió.
–¿Te puso la mano encima?
–Como siempre.
Henning se sacó un porro delgado del bolsillo superior de la camisa, lo encendió y le dio una calada ávida.
–Es lo que yo siempre digo -jadeó, y retuvo el humo unos segundos antes de continuar-: Ese tipo es nauseabundo.
Luego siguió respirando normalmente. El olor de la marihuana los envolvió.
–Pero nunca creí que fueras a ser tú la que vomitara -añadió-. Yo creía que eras normal.
–Joder, odio ser normal -rió Katrine con la boca llena de patatas fritas y ketchup.
Henning inhaló otra profunda calada.
–¿Quieres? – preguntó con los ojos lacrimosos.
–¡No! – exclamó ella, echando la cabeza hacia atrás-. ¡Aunque sea delicioso!
Condujeron en el coche por Mosseveien. Mientras una suave voz nocturna hablaba por los altavoces, Henning dobló hacia Mastermyr, dejaron atrás la bahía de Hverven y continuaron avanzando lentamente en el silencio de la noche. Katrine apagó la radio y estiró los brazos; el viento intentaba doblárselos hacia atrás mientras las frondosas copas de los árboles dibujaban sombras en el cielo y los invadía un intenso olor a manzanilla; el aire olía a verano.
Henning dobló hacia la derecha en dirección a la playa de Ingier, entró en una especie de aparcamiento de gravilla y finalmente estacionó bajo unos enormes pinos, con el morro del coche apuntando hacia el silencioso fiordo de Bunne y su angosta playa, más abajo.
Ambos se volvieron al oír el motor de un coche. No estaban solos. Se encendió una luz en la curva, un vehículo frenó y se detuvo algo más abajo.
Henning sonrió y volvió a encender el motor.
–Aquí no hay tranquilidad. Quiero un lugar donde estemos completamente solos.
Ella no dijo nada. Se quedó pensando en las palabras de su amigo y reflexionando sobre lo que debería contestar.
Henning dio la vuelta y volvió por donde habían venido. Pero en la esquina con la vieja Mosseveien, dobló a la derecha. Condujo despacio por el camino de curvas y se acercó al borde del tranquilo lago de Gjer, que pronto apareció en la distancia. Aquél era un buen lugar. Allí había una mesa, un banco y unos arbustos. Henning condujo entre los árboles. Desde allí podían divisar el agua, y unos cientos de metros más allá, los contornos de la gigantesca rueda del Centro Hjulet de casas rodantes.
Henning detuvo el descapotable y apagó el motor. El canto de un grillo se dejó oír por unos instantes, para cesar en seguida. El silencio a su alrededor los hizo sentirse como si se hubiesen internado en un espacio vacío.
Katrine deseaba contarle cómo se sentía, comunicarle algo del vibrante sentimiento que le ponía la carne de gallina en aquel sitio, pero no encontró las palabras. Se miraron. Finalmente, el ruido del encendedor del coche cortó el silencio. La tez de Henning se tiñó de rojo al encender un cigarrillo.
La piel del asiento crujió cuando ella inclinó la cabeza hacia atrás para apreciar el cielo azul oscuro, donde las estrellas tintineaban como si fueran destellos de una luz que pasaba a través de un colador.
–Como destellos de una lámpara brillando tras un enormísimo colador negro -dijo Katrine.
Se miraron otra vez a los ojos, durante tanto rato que ella casi sintió que parte de su ser se sumía en la negra mirada del muchacho. Se preguntó si siempre le sucedería lo mismo; si nunca sabría distinguir dónde estaba el límite entre la amistad y el amor.
–Si uno ve las cosas desde una cierta distancia, como se ven desde aquí -dijo él-, uno puede adivinar una especie de orden en lo que a primera vista podría parecer un flagrante caos. Por ejemplo, esas dos estrellas, una de las cuales tal vez haya muerto hace muchísimo tiempo, y quizá la otra está a punto de explotar en este mismo instante. Las vemos como a los dos extremos de un mismo sistema, puesto que todo está en constante cambio. ¡La tierra se acaba, el sol se acaba, y las estrellas explotan y crean el tiempo!
El cigarrillo oscilaba en la comisura de sus labios y sus ojos brillaban de entusiasmo. «Es un crío», pensó Katrine, y dejó caer el cigarrillo de sus labios resecos, sosteniéndolo entre sus largos dedos. Luego lo besó con cuidado. Henning sabía a tabaco y a pastillas. La incipiente barba le raspó ligeramente el mentón. Él dijo algo que ella no entendió, pero las palabras le acariciaron el rostro como una suave ráfaga de viento entre la fina maleza de la playa. Katrine abrió la boca mientras él continuaba hablando para aspirar aquella susurrante voz entre sus labios.
–Imagínate a una mujer -susurró hacia el final-. Una hermosa mujer de hace mucho, pero muchísimo tiempo, una mujer un poco salvaje…
–¿Salvaje?
–Bueno, eso es lo de menos, el caso es que esto pasó hace mucho tiempo. Un día va caminando por un sendero y llega a un río sobre el cual hay un puente, uno de esos puentes antiguos hechos de troncos, sin barandillas…
–¿Es primavera u otoño? – quiso saber ella.
–Es primavera, y el río baja bastante caudaloso. Ella se detiene un momento para echar una mirada a la corriente espumosa. Se queda allí, jugueteando con su anillo, y el anillo se le cae al agua…
–¿Qué clase de anillo es?
–Se trata de un anillo que ella heredó. Total, que el anillo cae al agua y desaparece. Muchos años después, ella se encuentra con un hombre de Canadá…
–¿Y ella de dónde es?
–¿Hum…?
Katrine sonrió al ver la cara desconcertada del muchacho.
–Has dicho que él es de Canadá ¿de dónde es ella, entonces?
–Ella es de… de… Namsos -sugirió abriendo las manos.
–Y pensar que hace falta tan poquito para sacarte de quicio…
–Pero es que preguntas muchas tonterías; estás arruinando mi relato.
–Es que te aplicas tanto -sonrió ella-. No te enfades. Venga, continúa.
–Bueno, conoce a ese hombre de Canadá y se casan. Durante toda su vida él ha llevado un amuleto colgado del cuello: una cajita de madera tallada por los indios. Dentro de la cajita guarda un secreto, un objeto que encontró en Alaska, en el vientre de un salmón, cuando era joven…
–¡El anillo! – exclamó Katrine, triunfante.
Henning suspiró, desalentado.
–¿Niegas que el anillo estaba en el amuleto? – dijo ella riendo.
–Bueno, sí, el anillo estaba en el amuleto -concedió él, sonriendo también-, pero ése no es el quid de la cuestión.
–Vale, dime el quid entonces.
–El quid es que él muere.
–¿Muere? Jo, ¡qué malo eres!
–… y cuando él muere, la viuda abre el amuleto que su marido había estado llevando colgado del cuello toda su vida… ¿de qué te ríes?
–¡Es que eres un romántico empedernido!
–Nunca iré al cine contigo -repuso él, riendo.
–Que sí, vayamos al cine juntos. Mañana, vayamos mañana.
–¡Pero si no lo dejas a uno terminar de hablar!
–Yo no voy al cine para hablar.
–No, no, pero seguro que te pones a comentar la película. Odio a la gente que habla en el cine.
–Te prometo callarme si accedes a ir conmigo al cine mañana.
–¿Y qué dirá Ole si le dices que vas conmigo?
–No metas a Ole en esto; estoy hablando de ti y de mí.
–Y yo hablo del sistema -insistió él-. Toda la gracia del asunto está en que no es una casualidad que ese hombre fuera con el anillo de ella colgado del cuello toda la vida, el mismo que ella perdió antes de encontrarse con él. Él pescó un salmón que llevaba el anillo en el estómago. Pero tanto el anillo como el hombre, como ella misma y el salmón, y el rumbo que siguió el salmón, todo forma parte de un sistema en torno al anillo, una figura que se ve lógica si uno la pone en la perspectiva correcta…
–Tú vives en un mundo de color de rosa -le dijo ella dándole la última calada al cigarrillo, que mantuvo luego en el aire, ofreciéndoselo, y terminó por aplastar en el cenicero del coche cuando él lo rechazó con un gesto de la mano-. Lo raro en esa historia -añadió- es que la mujer no sabía qué era lo que había dentro de la cajita que su marido llevaba al cuello. Después de todo, estaban casados, ¿no?
Henning volvió a suspirar.
–Eres tú la que es imposible -susurró buscando una respuesta-. Bueno, imagino que el hombre había soñado toda su vida con encontrar a la propietaria del anillo, y supongo que no quería revelarle ese sueño a su esposa porque la amaba mucho; no quería que ella supiera que soñaba con otra mujer.
–¡Y, en realidad, la esposa era la verdadera propietaria del anillo! ¡Era con ella con quien él había soñado siempre! – Katrine asintió-. Es bastante bonito.
Henning se estiró hacia adelante, tanteó el salpicadero y pulsó un botón. Se oyó como un zumbido mientras se levantaba la capota del coche.
–¿No quieres ver las estrellas? – preguntó ella haciéndose la sorprendida.
–Tengo un poco de frío -contestó él, como si estuviera leyendo la réplica en un libro.
Una vez bajo techo, y con las ventanillas cerradas, era como estar sentados junto a una chimenea. El capó del coche reflejaba un trozo de cielo estrellado. Un insecto empezó a acosar la frente de la chica y le dejó una tenue picadura que ella alivió con el índice.
–Lo que interesa de esta historia es la cadena de casualidades -continuó él-. Imagínate una mano que reúne fuerza para lanzar el anzuelo, un segundo en un océano de segundos, pero igualmente ese segundo es un elemento del sistema. En ese mismo segundo, el salmón muerde el anzuelo, de forma que el hombre puede arrastrarlo hacia tierra y encontrar el anillo en su estómago. Un instante, imagínate ese instante; el sol que resplandece en las gotas de agua y el metal, una centésima de segundo que colma la sensación de hambre del pez y su instinto de nadar río arriba. Esa centésima es también una parte del sistema. Todo está relacionado: el destino, el hombre, la mujer, el salmón, el tiempo y el anillo que ella llevaba en el puente. Juntos son como puntos en un todo más grande, un sistema superior. Por ejemplo, nosotros, u otras dos personas, dos personas jóvenes elegidas al azar, dos personas que se aman la una a la otra sin saberlo.
–Pero ¿eso es posible?
Él se sobresaltó y la miró de reojo.
–Por supuesto que es posible -dijo-. Dos personas que se ven todos los días, que tal vez se encuentran todos los días en el trabajo, o ni siquiera eso, sino que a lo mejor se ven en la parada del autobús o en el metro todas las mañanas, cuando van a trabajar. Quizá ella pasa corriendo frente a una ventana, tras la que él está esperando todas la mañanas. Imagínatelo: ella pasa todas las mañanas por delante de la ventana de su oficina, para verlo, y él se apura a mirar por el cristal para verla a ella; es un punto de contacto que ninguno de los dos analiza hasta que ya ha pasado mucho tiempo. Más tarde, cuando ya se han conocido y se ponen a recordar, se dan cuenta que ya entonces sentían una especie de amor. Se dan cuenta de que ya entonces se amaban.
–Pero dime, Henning -dijo Katrine, rozándole los labios con los suyos; luego lo besó tiernamente y le susurró-: Tú puedes hacer que se encuentren nuevamente, porque eres tú quien decide, tú eres quien cuenta la historia.
Él le devolvió el susurro:
–Debes recordar que esas dos personas se encontraron de ese modo sin planearlo, el encuentro se dio por casualidad. Esos encuentros del pasado se convierten en una emoción, en una sensación cálida que ellos conservan en su interior durante el resto de sus vidas.
–Pero tú puedes hacer que se encuentren de nuevo -insistió ella.
–Vale -dijo él.
–Cuéntamelo ahora -pidió Katrine-. Cuéntame que se encuentran otra vez.
–Vale -repitió él-. Los dos se encuentran de nuevo, y sucede así: él va sentado en un tren que se dirige al sur. El convoy se detiene en una estación y él se asoma a la ventanilla. Entonces la ve. Porque hay otro tren en la misma estación, un tren que va hacia el norte, en dirección contraria. Y allí está ella, mirando por la ventanilla de ese tren. Sólo un metro de aire los separa. ¿Te los imaginas? Ella está ahí, con su pelo rubio revuelto por el viento. Lleva un vestido blanco de verano, casi transparente; a través de los dos cristales de las ventanillas, él puede ver que el vestido se ciñe a su cuerpo y que los músculos del vientre se le dibujan bajo la tela. Ambos se miran a los ojos durante cinco segundos, hasta que el tren se pone en movimiento. Y se separan nuevamente.
Katrine le rozó la mejilla con los labios.
–¿Cómo se llama ella? – le preguntó en voz baja.
Él rió y meneó la cabeza.
–Esto no trata sobre mí. Es sólo un relato. Es algo que les sucede todos los días a muchas personas. Lo único que se puede decir es que ese instante que ambos comparten es un instante de una gran belleza.
–Te estás delatando -cuchicheó Katrine-. ¿Fantaseas con ella?
–Por supuesto. – Henning sonrió melancólicamente-. Lo único inteligible que uno puede obtener del sistema que les afecta a los dos es la poesía. El lenguaje, las palabras que nos decimos unos a otros son cajas en las que guardamos la belleza de la vida, que podemos sacar a la luz para mostrarla a los demás en instantes como éste, aquí, tú y yo, en este coche, esta noche. El lenguaje y la poesía es nuestra forma de sentir lo que no se puede comprender, porque no tenemos una visión lo suficientemente objetiva de nosotros mismos como para apreciar la lógica y la coherencia de la realidad.
Henning se estaba quedando sin aliento. En realidad, era un hombre maravilloso, pensó Katrine; un hombre ingenuo, infantil y maravilloso.
–No estoy de acuerdo -repuso ella.
–¿Eh?
–Tú eres bueno contando cuentos, pero no sabes nada de la realidad.
Él sonrió, algo irónico.
–¡Qué fácil es convencerte!
–Escúchame. A las afueras de Kragerø hay un lugar llamado Portør. Pero no es el nombre del sitio lo que interesa, sino que desde allí uno puede ver todo el horizonte, porque no hay más que el mar enfrente, entre uno y Dinamarca está el mar Skagerrak. Una vez había calma chicha, ¿sabes lo que es? Calma chicha. Significa que el agua está como un espejo, en absoluta calma. Decidí bañarme, hacía un tiempo espléndido, muy temprano por la mañana, el sol brillaba y el agua estaba tibia, no corría la brisa y el mar estaba en calma. Comencé a nadar, hacia adentro, hacia el horizonte; ya sabes que me encanta nadar. Y nadé y nadé, hasta que sentí que estaba tan cansada que necesitaba descansar. Me tumbé boca arriba en el agua y permanecí así durante un rato, contemplando el cielo y el sol ardiente. Al cabo, miré hacia los lados, ¿y sabes lo que descubrí? Que había ido tan lejos que no se veía la costa por ninguna parte. Mirara donde mirase sólo había mar, oscuro y silencioso. No podía ver nada, ni un bote, ni una vela, ni una franja de tierra. Y allí estaba yo, pensando en aquella negra inmensidad que había debajo de mí, viendo que en realidad no sabía qué dirección me llevaría de vuelta al lugar de donde había venido. Cerré los ojos y pensé que el hecho de yacer allí, sobre el mar, era la impresión más fuerte que había sentido en toda mi vida, y entonces me di cuenta de que eso era la vida. La vida es eso, eso es lo que sucede todos los días. Cada segundo del día es como yacer así sola, en el mar.
–¿Pero pudiste volver?
–Por supuesto -sonrió ella-, si no ¿cómo podría ahora estar aquí sentada?
–Ya, pero quiero decir, ¿cómo lo hiciste? ¿Nadaste por casualidad en la dirección correcta?
–Es posible. Tal vez tuve suerte. Pero eso no es lo esencial. El caso es que esa vivencia es lo más importante que me ha sucedido en toda mi vida.
–¿Cómo puedes asegurarlo?
–Porque eso fue lo que me impulsó a salir de la droga. Aunque tal vez fue más importante el descubrimiento que hice. – Sonrió y luego susurró blandamente-: Mi único pensamiento cuando estaba en el agua era que nadie está predestinado. No existe ningún sistema. Tú cuentas bonitos cuentos, Henning, pero eso de los sistemas y las predestinaciones son tonterías. Mi vida surgió entre el mar y yo. Yo creo en mí misma y en la realidad. That's it.
La última frase quedó resonando en el aire. Ninguno de los dos dijo nada durante unos instantes. Estaban muy juntos, y Katrine sentía el muslo caliente de Henning junto al suyo.
–¿Cómo era el amuleto que llevaba? – preguntó finalmente.
–¿Quién?
–El tío de Canadá.
–Ah, él… -Henning trató de meter la mano en el bolsillo, pero sólo lo consiguió después de un rato-. Mira -dijo, y le mostró una delicada cajita blanca.
Ella la tomó. Tenía unos finos dibujos dorados en la tapa.
–En éstas solíamos guardar anfetaminas -explicó ella, y sopesó la cajita en la palma de la mano.
–No en una como ésta -dijo él levantando la tapa.
–¡Mármol! – exclamó ella-. ¿Es de mármol?
Henning asintió.
–Está hecha con la misma técnica que el Taj Mahal. Tiene incrustaciones de nácar y lapislázuli. Toca -susurró, y le pasó la lisa tapa de la cajita por debajo del dedo índice.
Se miraron el uno al otro. Lentamente, ella bajó la mano con la que sostenía la cajita y la apoyó sobre su regazo. Luego se quitó un anillo que llevaba en el dedo anular de la mano izquierda, un grueso anillo de oro macizo con dos piedras incrustadas, y lo metió en la cajita. Le puso de nuevo la tapa y se la dio. Henning la cogió.
Estaban muy juntos, y en ese instante su proximidad creció todavía más. Ella vio su piel reluciente y sus ojos como dos ascuas en la oscuridad. Los tendones y las venas delimitaban negras sombras bajo su piel. «Así es como lo quiero», pensó ella. Y así lo cogió. Lo invitó a ponerse debajo de ella e hicieron el amor, Katrine cabalgando encima de él hasta que la luz de las estrellas comenzó a reflejarse en las gotas de sudor que perlaban la frente de Henning. Leyó en las oscuras pupilas cómo se iba construyendo el orgasmo, y cuando él se adentró en ella, la chica le cubrió la boca con la suya y lo dejó gritar cuanto quiso dentro de su propio ser.
Después, Katrine se quedó dormida. Al despertar, le dolía todo el cuerpo y sentía un hormigueo en la pierna derecha. «Es la primera vez que duermo en un coche desde que era pequeña», pensó. Había refrescado un poco. Henning roncaba débilmente. Katrine desanudó los brazos del cuello del chico y se acomodó mejor en el asiento. En el espejito vio que llevaba todo el pelo revuelto y enredado. Parecía una mujer que se despierta en los brazos de un hombre, en un coche, en mitad de la noche. «Tengo la pierna dormida -se dijo, y comenzó a masajearse la pantorrilla y el muslo-. Y también un poco de frío.» Fuera todavía había estrellas en el cielo. La luna en forma de hoz que antes estaba justo encima del agua se había desplazado ahora hacia el sur, y al otro lado, por encima de las copas de los árboles, el cielo tenía una luminosidad más clara y azulada. «Piensa que…», dijo ella con voz ronca. Henning murmuró algo entre sueños. Ella miró el reloj del salpicadero: eran más de las dos de la madrugada.
Tembló ligeramente, se puso la fina blusa y se arregló la falda. Se miró en el retrovisor y deseó tener un peine. Las ventanillas se habían empañado. Tenía hambre y necesitaba lavarse un poco. Buscó cigarrillos en la guantera, pero no encontró nada más que la documentación del coche y unos pañuelos de papel. Limpió el vaho de una de las ventanillas laterales. Fuera estaba oscuro detrás de los abetos. Bajó el cristal. El aire que entraba era delicioso, fresco, pero liviano y refrescante para su cara. La piel de los brazos se le erizó. Cogió el cambio de marchas y estiró la pierna para alcanzar el pedal del embrague con el pie. Finalmente consiguió poner el coche en punto muerto y deslizó la mano alrededor del volante sin que Henning se percatara de nada. Luego giró la llave en el contacto.
El motor arrancó y Katrine encendió la calefacción. La luz de los faros alumbró una tupida vegetación. Henning seguía durmiendo profundamente, y a ella le entraron ganas de ir a lavarse en el agua de abajo. «Sería una delicia poder quitarse el gusto a tabaco de la boca» Pero no parecía haber ningún sendero que descendiera, y la zona entre el camino y el agua era un oscuro embrollo de árboles, matas de arándanos y finas ramas desnudas. Se estremeció al pensar en que podía haber víboras, asquerosas víboras enroscadas que se arrastraban por las hojas muertas del suelo; pensó en arañas, en gigantescos hormigueros que bullían con millones de hormigas, y volvió a estremecerse.
Pero finalmente abrió la puerta del coche y caminó con las piernas entumecidas. Saltó a la pata coja durante un rato mientras la sangre volvía a su pierna dormida, hasta que comenzó a sentir un hormigueo. Le dolía, y se mordió el labio inferior. En uno de sus saltos pisó una piedra puntiaguda que se le clavó en el talón, soltó un grito y comenzó a caminar con ambos pies. Iba como bailando alrededor del coche, como una muñeca a pilas que se movía entumecida. Dio unos pasitos por la fría y gruesa grava y empezó a sentir que la sangre volvía a sus extremidades.
De repente creyó oír un ruido y se detuvo a escuchar. Permaneció inmóvil durante un rato, sintiendo que un escalofrío le trepaba por la espalda. No volvió a oírlo, pero aun así, dejó que sus ojos vagaran de un lado a otro para descubrir qué era lo que había causado el ruido. La noche tenía una oscuridad plomiza, más que negra, y la luz de la luna y las estrellas hacían que su sombra se reflejara en el suelo. El único sonido que se podía oír ahora era el leve ronroneo del motor del coche en punto muerto. Y lo único que era verdaderamente negro eran los árboles y la superficie del agua, que permanecía completamente inmóvil, tratando de reflejar en vano las estrellas.
Cuando por fin se convenció de que aquel ruido debía de haber sido producto de su imaginación, decidió bajar hasta el agua. Con cuidado, anduvo un trecho camino abajo para ver si encontraba un sendero. Descubrió una piedra plana en la orilla desde la cual le sería posible alcanzar el agua. Una corriente de aire helado fue envolviéndole los tobillos y las piernas a medida que se acercaba. Finalmente se detuvo y, flexionando las rodillas para alcanzar el agua, metió la mano para probar la temperatura. Parecía tibia. En la oscuridad, encontró la piedra y se arrodilló en ella. Formó un cuenco con las manos y se echó agua en la cara; no estaba fría en absoluto. Se irguió, se quitó las bragas de un tirón, se sacudió los zapatos y entró en el agua. Los pies se le hundieron hasta el tobillo en el barro, que parecía crema helada con grumos. Era desagradable, pero no había más remedio. Sólo serían dos segundos. Se levantó la falda hasta la cintura, se situó de cara a la orilla, se puso en cuclillas y se lavó.
«¿Qué ha sido eso?»
Se levantó rápidamente y aguzó el oído.
«Un sonido. Pero ¿qué clase de sonido?»
Permaneció inmóvil escuchando durante unos instantes, pero ahora el silencio era absoluto, no se oía ni siquiera el ruido del motor del coche de Henning. Sólo las piruetas de los insectos que rozaban la superficie del agua cortaban la paralizante quietud. De pronto se percató de que estaba allí de pie, con la falda enrollada en la cintura, y la dejó caer sobre los muslos.
Algo había cambiado. Había algo extraño en aquel silencio. Intentó analizar qué era lo que le llamaba la atención, pero no logró descubrirlo; sólo sabía que no le gustaba estar así, sola y expuesta, en el agua. La espesa oscuridad y la intolerable quietud le provocaron una desagradable sensación de angustia que le recorrió la espalda y le dejó los brazos y los dedos entumecidos. Se le secó la boca y contuvo el aliento. Como no estaba completamente oscuro, se adivinaban los contornos de las piedras y las ramas que sobresalían de la tierra. Un grupo de abetos negros e impenetrables no la dejaban ver el coche.
«Vamos -se dijo-, chapotea hacia tierra y vuelve al coche.» Pero no quería hacer ruido, porque, entonces, dejaría de oír los otros ruidos. «Pero ¿qué ruidos?» Se quedó quieta, aguzando el oído, pero no logró oír nada.
«Grita -pensó-. ¡Llama a Henning!» Pero no lo consiguió. En lugar de eso, corrió chapoteando hasta tierra firme. Tropezó y estuvo a punto de caerse de bruces, pero finalmente pudo recobrar el equilibrio y alcanzar la orilla.
Trató de ponerse los zapatos en los pies mojados, lo cual era difícil, porque los pies se negaban a resbalar dentro de ellos. Cuando lo logró, se quedó quieta, escuchando. Ahora no se oía nada, ni siquiera el ruido de los insectos. Su mirada se dirigía una y otra vez hacia la densa pared de abetos que había a su derecha. Tenía piedras y agujas de pino en los zapatos. Era incómodo, pero trató de sobreponerse, y escrutó atentamente el aire y el oscuro seto. «Allí, sí.» Volvió a oír el ruido. Provenía de detrás de los abetos. Katrine respiraba con la boca abierta; estaba aterrada, y se dijo que debía controlarse. Cerró la boca y contuvo el aliento. Escudriñó de nuevo el grupo de árboles. Allí estaba otra vez ese ruido. Eran unos crujidos. Cerró los ojos.
–¿Henning? – trató de decir sin que la voz le saliera.
Los crujidos cesaron. Katrine carraspeó para recuperar la voz.
–¡¿Henning?! – gritó esta vez, y se quedó escuchando. Una ramita crujió al partirse, y vio que se movían algunas ramas-. ¿Eres tú, Henning?
Una sombra se separó del grupo de árboles, una sombra blanca. Una sombra que había estado allí todo el tiempo, pero que ella no había visto hasta ese preciso instante, en que se puso en movimiento. Era un ser humano. Un ser blanco, completamente desnudo.
EL ANILLO DORADO
Kalfatrus
–¿Estás muy solo? – le preguntó al pececillo.
Le pareció una pregunta tonta, y decidió preguntar de nuevo:
–¿Te sientes muy solo?
Y, como de costumbre, dejó la respuesta a cargo de la cola de color rojo anaranjado que ondeaba con lentitud por la pecera.
–Por supuesto que te sientes solo. Yo también lo estoy.
Al decir estas palabras, el agente de policía sintió un leve remordimiento. En realidad, debería haber comprado más peces, para que su gordo pez anaranjado tuviera amigos y formaran una pequeña sociedad íctica en el fondo del acuario. Pero, al mismo tiempo, temía que la compra de más peces le hiciera perder la comunicación que ya tenía con ése. Había algo especial entre ambos, como en ese momento, en que el pez permanecía inmóvil en el agua, mirando con sus extraños ojos, mientras su hermosa cola se agitaba a cámara lenta.
–Pues sí, estamos solos los dos -resumió.
Se irguió y fue a la cocina a preparar un poco de café. Cuatro cucharadas de Evergood; cinco de otras marcas. Era así, con algunas marcas de café era necesario echar más cantidad. Se ajustó los tirantes sobre los hombros de la camiseta y se dirigió de nuevo al pez:
–¿Sabes qué es lo peor? Lo peor es que uno ya no puede estar en paz con su soledad, porque ahora está de moda estar solo; ahora hay programas de radio sobre la soledad, donde todos hablan sobre ella, e incluso emiten programas especiales para los solitarios.
Encendió la cafetera y se apoyó contra el marco de la puerta. Sobre la pecera se encontraba el retrato de Edel.
¿Qué clase de expresión formaban hoy su boca y sus ojos? Gunnarstranda concluyó que se trataba de una especie de desdén, pero ¿por qué? ¿Era porque perdía el tiempo charlando con un pez? Tal vez ella estaba celosa, se dijo, celosa porque no hablaba con ella. ¡Pero si le hablaba en su interior! Lo del pez era distinto; lo del pez era como hablarle a un perro. «Sí -oyó que Edel le advertía dentro de su cabeza-. Pero los perros tienen nombre.»
«Claro», pensó Gunnarstranda, y regresó junto a la pecera. Cogió la caja amarilla con la comida para peces, la abrió y echó con cuidado una porción, golpeando suavemente la cajita con el índice. Las escamas del alimento se quedaron flotando sobre el agua. Loco de alegría, el pececillo cambió de rumbo, nadando hacia arriba para picar la comida que flotaba en la superficie.
–¿Quieres tener un nombre? – le preguntó al pez, recordando a los Reyes Magos. «A este pez le pegaría el nombre de algún rey mago», se dijo.
Si los hindúes tenían razón en sus elucubraciones, aquel pececillo podría haber sido un rey mago en otra época, un rey mago con un grueso déficit en la cuenta de su karma. Pero Gunnarstranda no recordaba los nombres de los Reyes Magos… O, sí, de uno de ellos: Melchor. «¡Qué nombre tan horrible para un pez!» Otro se llamaba Baltasar. Ése era mejor, aunque poco original. Siguió pensando. «Te llamarás… te llamarás…» De repente el nombre acudió a su cabeza como un relámpago:
–Kalfatrus -dijo en voz alta, y se enderezó satisfecho-. Kalfatrus. Es un buen nombre.
Tan pronto como pronunció la palabra, sonó el teléfono.
Gunnarstranda bajó la vista para mirar la hora y se encontró con la mirada de Kalfatrus.
–Me parece que nos vamos a ver algo más esporádicamente los próximos días -dijo, volviendo la vista hacia el teléfono.
Y se dirigió hasta él con pasos lentos.
–Mañana es domingo -continuó-. No me he afeitado y tengo varios planes para el día de hoy. Cada vez que el teléfono suena en momentos como éste, sé perfectamente lo que ha pasado.
Puso la mano sobre el aparato, que seguía sonando con insistencia. Ambos se miraron durante dos cortos segundos. Un agente de policía y un pez que intercambiaban miradas. El comisario de policía Gunnarstranda se aclaró la voz, levantó el auricular de un manotazo y dijo:
–Sea breve, por favor.
Frank Frølich constató mentalmente que había dejado de llover. El viento agitaba los árboles y desbarataba la capa de nubes mientras un sol tibio empezaba a secar el asfalto. Frank pensaba en lo que habían averiguado hasta el momento, y se preguntaba de qué forma abordaría el caso Gunnarstranda. Fue éste quien finalmente rompió el silencio:
–¿Viste las noticias de anoche?
–No me dio tiempo -contestó Frank.
–No estuvieron tan mal. Sacaron fotos del helicóptero y todo. Tenían un retrato bastante bueno, un retrato-robot. Posiblemente fue eso lo que puso todo el asunto en marcha.
–Posiblemente -asintió Frank sin demasiado entusiasmo.
El problema era establecer la conexión entre el cuerpo sin vida que yacía sobre la mesa de autopsias y el nombre real de la mujer.
–Katrine -dijo carraspeando-. ¿No es así?
Gunnarstranda repitió el nombre, casi como si lo estuviera saboreando:
–Katrine Bratterud. Ese nombre coincide en varios casos. Tiene un tatuaje muy particular en el vientre, lo que nos hace pensar que la hemos identificado. Pero no es suficiente con saber su nombre. – Gunnarstranda estudió sus notas y luego señaló el coche-. Vayamos al valle de Sørkedalen.
Viajaron en silencio, con Frølich al volante. Gunnarstranda iba encogido en el asiento delantero, envuelto en su gabardina de color claro. Frølich andaba buscando continuamente música para escuchar en la radio. Cada vez que se oía un anuncio publicitario por los altavoces cambiaba de emisora, pulsando botones hasta encontrar algo que le gustara.
Gunnarstranda miró irritado el dedo que picoteaba los botones y dijo:
–Ya he oído esa voz tres o cuatro veces. Si pones otra vez esa emisora, exijo poder enterarme de lo que está diciendo.
Frølich no contestó. No había nada que responder a un inútil comentario sobre la inutilidad, de modo que continuó buscando en la radio hasta que la voz ronca de Tom Waits brotó de los altavoces.
Pasaron Smestad, el cementerio del Oeste, y continuaron por Sørkedalsveien entre casonas semiescondidas y zonas boscosas. Condujeron durante un rato en paralelo al tren de Østerås. Desde el primer vagón del convoy, dos niños los saludaron con sus manitas, y ellos les devolvieron el saludo. En la radio seguía sonando un sosegado blues mientras pasaban por Røa, seguían por Sørkedalen y luego a lo largo de un campo de trigo que la suave brisa acariciaba cariñosamente y el sol hacía brillar como terciopelo en su verde etapa del mes de junio. Cuando volvieron los anuncios, Frølich apagó la radio.
–Esto es Oslo -dijo haciendo un gesto con la palma de la mano hacia arriba-. Sólo tienes que conducir cinco minutos y ya estás en el campo.
Recorrieron varias curvas cerradas, y cuando llegaron a la cima de la pendiente pudieron divisar el agua azul entre dos verdes colinas, árboles frondosos con copas enormes que crecían a lo largo de un arroyuelo escondido y serpenteante, y, al fondo de todo, la espesura del bosque de Oslomarka. Frølich redujo la velocidad.
–Debe de ser por aquí, en alguna parte -murmuró, y se inclinó sobre el volante.
–Aquella flecha blanca -dijo Gunnarstranda refiriéndose a una señal que indicaba la dirección del «Jardín de Invierno».
Frølich dobló hacia un aparcamiento de gravilla. En la tierra podían verse surcos que habían causado las intensas lluvias. El coche avanzó dando tumbos y finalmente se detuvo delante de unos matorrales. Los dos hombres bajaron del vehículo. El aire era fresco y algo gélido. Los surcos del aparcamiento estaban llenos de agua de lluvia. Frank Frølich levantó la vista al cielo y vio que, a pesar de que en aquel momento lucía un intenso sol, aquí y allá había nubarrones que amenazaban tormenta.
Frølich permaneció inmóvil junto al coche durante unos instantes, luego cogió su chaqueta y se la echó al hombro. Se internaron en un estrecho sendero de adoquines y pasaron junto a un invernadero cuya puerta estaba abierta. Alguien había pintado «Jardín de Invierno» en la pared de cristal con grandes e indecisas letras amarillas. Una chica de unos veinticinco años, con pantalones cortos y camiseta, les dirigió una mirada indiferente.
–Parece que esto había sido una escuela preuniversitaria en otro tiempo -señaló Frølich mientras caminaban entre un enorme edificio amarillo y un campo que había sido despejado para convertirlo en huerta. En ella se veían hermosos bancales y esmeradas hileras de hortalizas.
–Idílico -dijo Gunnarstranda con voz apagada y mirando a su alrededor-. Idílico.
–Y esto parece ser el internado -dijo Frølich con una especie de genuino interés que hizo que su compañero frunciera el entrecejo con desconfianza.
A lo largo del camino había una espaldera cubierta de rosales trepadores. Frølich señaló un caserón de ladrillo que tenía aspecto de edificio público.
–Allí deben de estar las oficinas.
Siguieron caminando en dirección a un grupo de jóvenes que se encontraban en torno a un viejo tractor rojo.
–Menudo cacharro -exclamó Frølich con interés-. Es un viejo MF.
En ese momento, algo cayó blandamente a tierra. Todavía no se habían detenido cuando otro tomate se estrelló contra una de las ventanas del edificio amarillo, justo detrás de ellos. El fruto reventó y dejó una mancha rosada y húmeda sobre el oscuro cristal. Frølich se agachó, pero no logró evitar que le salpicara la cara.
Gunnarstranda se volvió para mirar a la muchacha que los había seguido desde el invernadero. Se encontraba a unos cinco metros de distancia, en mitad del sendero, preparándose para lanzar otro tomate. Cuando Frølich empezó a correr hacia ella, la chica soltó los tomates que llevaba en las manos, corrió como una gacela a través de la huerta y saltó ágilmente por encima de la cerca. Frølich corría como un toro herido, balanceando el robusto torso de lado a lado, mientras los michelines se agitaban de arriba abajo. La camisa blanca se le salió del pantalón mientras su corbata ondeaba sobre el hombro. Al cabo de unos pocos metros se detuvo para recuperar el aliento.
En los finos labios de Gunnarstranda se dibujó un amago de sonrisa. La pandilla en torno al tractor se abrió para contemplar el espectáculo. Frølich, irritado, amenazó con la mano en la dirección en la que había desaparecido la lanzadora de tomates; luego se volvió y regresó despacio mientras hurgaba en sus bolsillos en busca de un pañuelo.
–A veces me pregunto si ésta es la profesión más indicada para mí -suspiró, secándose el jugo de tomate del pelo y la barba.
–¿Qué habrías hecho si la hubieras atrapado?
Frølich le dirigió una mirada aviesa a su jefe, pero no respondió.
–Aquí -dijo Gunnarstranda señalándose la comisura de los labios-. Semillas de tomate.
Frølich se limpió la boca y miró a los jóvenes del tractor, que seguían divirtiéndose con el episodio.
–No los entiendo -dijo-. ¿Por qué la gente que ha estado metida en la droga siente tanta aversión por la policía?
–Tal vez porque la policía suele correr tras ellos -sugirió Gunnarstranda lacónicamente.
–Ha sido un acto reflejo -respondió Frølich.
–Tú corres; ellos huyen. Es un juego estúpido. Míralos. – Gunnarstranda señaló al grupito en torno al tractor-. Ellos nos ven como a «la pasma, la bofia».
Sacó una colilla de su paquete de tabaco, la encendió y se puso en movimiento hacia el edificio de la administración con Frølich detrás de él. Frølich sacudió la chaqueta, que se le había caído al suelo. Ambos se detuvieron cuando a Gunnarstranda le dio un acceso de tos.
Frølich miró hacia atrás, a los jóvenes del tractor.
–Me recuerdan a los dos gatitos que le regalaron a Eva-Britt. Se los trajo un campesino en una canasta. Pero no eran cachorros y nunca habían estado en contacto con la gente; eran muy salvajes. Se escondieron debajo del sofá de la sala y salían alguna que otra vez de noche para comer la comida que ella les dejaba, hacer diabluras y mearse en los muebles. Una vez que estuve allí intenté coger a uno, y… ¡joder, qué bicho tan arisco! Me arañó toda la mano y me destrozó la camisa.
Gunnarstranda había recuperado el aliento.
–¿Gatitos? – murmuró desinteresado mientras se detenía frente a la entrada del edificio de las oficinas.
Todavía le dio un par de caladas a la colilla antes de arrancarle la parte encendida y guardarse el resto en el bolsillo de lagabardina. En el interior, el suelo estaba cubierto de grandes baldosas, y en el techo zumbaban unos ventiladores. Un hombre joven con perilla y el pelo recogido en una coleta estaba sentado detrás de un escritorio, hablando por teléfono. En el suelo, junto a la mesa, había un perro, un bóxer. Tenía la cabeza apoyada en el suelo como si tratara de mantener las baldosas en su sitio con el hocico, mientras miraba a los dos individuos que se acercaban con cara de pocos amigos. El joven pidió disculpas a la persona con la que hablaba por teléfono y colgó.
–¿Annabeth s? – dijo Gunnarstranda mirando irritado a Frølich, que seguía limpiándose la barba con el pañuelo.
Una mujer alta, vestida con una larga falda escocesa, apareció de detrás de una mampara. Le tendió la mano a Frølich.
–¿El señor Gunnarstranda?
–Frank Frølich -dijo él, y le estrechó la mano.
El bóxer también se levantó, se desperezó y bostezó, haciendo chirriar las mandíbulas, antes de acercarse a los tres y permanecer junto a ellos, a la expectativa.
–Entonces, usted debe de ser el señor Gunnarstranda -dijo Annabeth s, tendiéndole la mano.
El policía se la estrechó.
–Bueno, de hecho no había más posibilidades -añadió ella sonriendo nerviosamente.
Tenía el pelo de color castaño, bastante corto y rizado, y la cara surcada por montones de arrugas; su sonrisa era amistosa pero estudiada. Los dientes largos y manchados de nicotina y los dedos amarillentos delataban a una fumadora empedernida.
Los agentes guardaron silencio.
–Bien -dijo ella mirando inquisitivamente a Gunnarstranda-, ¿qué les parece si pasamos a la oficina?
–Nos gustaría que nos acompañara a otro sitio -dijo Frølich carraspeando-. Necesitamos su ayuda.
–¿Mi ayuda? – preguntó Annabeth s, visiblemente inquieta.
–Necesitamos aclarar de quién se trata -explicó Frølich, y añadió-: La chica muerta…
–Hum… -titubeó ella, indecisa-. ¿No querrá decir que… que necesitan que vea el cadáver?
Frølich asintió con la cabeza.
–Tenía la esperanza de poder librarme justamente de eso. – Annabeth s echó un vistazo rápido al hombre de la perilla. Éste le devolvió la mirada muy serio antes de concentrarse en los papeles que tenía sobre el escritorio-. Tenía la esperanza delibrarme de eso -repitió mientras su rostro se llenaba de arrugas de preocupación-. Aunque tal vez es mejor que sea yo quien lo haga -concluyó, acariciándose pensativamente la barbilla-. Denme dos minutos -dijo, y desapareció nuevamente tras la mampara.
Los policías salieron del edificio. El sol picaba y Gunnarstranda sacó unas lentes de cristal ahumado de un estuche que llevaba en un bolsillo interior de la chaqueta y las acopló a sus gafas.
–Falsa alarma -dijo entre dientes.
A través de la puerta de vidrio podían ver a Annabeth s y al hombre de la perilla enzarzados en una acalorada discusión. El hombre gesticulaba. Ambos dejaron de discutir cuando se percataron de que los observaban. Los agentes intercambiaron unas miradas y se fueron caminando lentamente por donde habían venido.
–¿Cómo terminó la cosa? – preguntó Gunnarstranda cuando llegaron junto al coche.
–¿Qué dices?
–¿Qué fue de los gatitos?
–Ah… -dijo Frølich, pensativo, mientras trataba de encontrar un par de gafas de sol en el bolsillo de su chaqueta. Se miró en el retrovisor del coche e hizo una mueca-. ¿Los gatitos? Murieron. Eva-Britt se cansó de ellos y tuve que deshacerme de ellos.
Gunnarstranda alcanzó a encender su vieja colilla y le dio cinco largas caladas antes de que Annabeth s llegara caminando entre los árboles. Tenía un aire pueblerino en el modo de andar, dando pasos enérgicos con su larga falda y sus zapatos planos. Hasta el corto pelo se adaptaba al ritmo de su paso. Colgada a la espalda llevaba una mochilita verde. Les gritó algo a los jóvenes del tractor y los saludó agitando los brazos. Llevaba un chal sobre los hombros, también de tela escocesa; toda ella recordaba a una obra de artesanía. Gunnarstranda abrió la puerta trasera del coche y la sostuvo abierta para que ella subiera.
–¡Por Dios! – exclamó Annabeth-. ¿Debo ir en el asiento de atrás, como si me llevaran presa? – Pero se sentó igualmente y guardó silencio, aunque no dejó de saludar con la mano a la lanzadora de tomates, que ya estaba de vuelta en su sitio junto a la puerta del invernadero.
–Esa chica estuvo a punto de darme con un tomate en la cabeza -dijo Frølich alegremente mientras arrancaba el coche para salir del aparcamiento.
–¡Santo Dios! – dijo Annabeth fingiendo sorpresa-. Espero que no lo haya lastimado.
Frølich la contempló por el espejo retrovisor y echó una mirada a Gunnarstranda, que se dio media vuelta en el asiento y dijo a su vez:
–Hay otra cosa que quisiera saber. El chico de la recepción ¿es un interno o un empleado?
–Es asistente social, de modo que, en cierta forma, trabaja aquí, sí.
–¿Cómo se llama?
–Henning Kramer.
–Ustedes denunciaron la desaparición de Katrine Bratterud, ¿por qué cree que sus padres no lo hicieron?
–A menudo, nuestros internos no tienen una buena relación con sus padres; en otras ocasiones llegan aquí procedentes de otras partes del país.
–¿Y?
Annabeth cruzó los brazos sobre su mochilita.
–¿No es suficiente esa respuesta?
–Quiero decir en este caso en concreto. ¿Por qué no avisó la familia en este caso?
–Señor Gunnarstranda -dijo Annabeth inclinándose hacia adelante-. Los asistentes sociales tenemos instrucciones en lo que respecta al secreto profesional.
Gunnarstranda se volvió y quedó otra vez mirando al frente.
Frølich escrutó el rostro de la mujer a través del retrovisor. Sus oscuras gafas de sol parecían una ancha diadema para el pelo que le cubría los ojos. Aun así, se podía adivinar su antipatía por la mujer por el modo insistente con que buscaba su rostro en el espejo.
–Estamos investigando un asesinato -recalcó él.
Annabeth s carraspeó.
–Y yo debo hacer uso de mi criterio profesional -replicó ella con frialdad. Carraspeó nuevamente antes de preguntar-: ¿Adónde vamos ahora?
–Al instituto de medicina forense -dijo Gunnarstranda.
–Nos gustaría que nos respondiera a una pregunta.
–¿Qué pregunta?
–«El cuerpo que tiene usted delante, ¿es el de Katrine Bratterud, cuya desaparición denunció usted?»
–Sí, es ella -respondió Annabeth s, y miró hacia otro lado mientras Gunnarstranda volvía a cubrir con la sábana el rostro de la muchacha-. Creo que me estoy mareando, ¿no podríamos salir?
Una vez fuera, buscaron un lugar donde sentarse, sobre el césped, y finalmente encontraron uno de esos bancos de madera que están adosados a una mesa y que suelen verse en las áreas de descanso de las autopistas. Annabeth s se sentó pesadamente sin quitarse la mochila. Contenía el aliento, con los ojos húmedos y la mirada perdida.
–Ya está -dijo-. Casi tres años luchando por su vida para nada…
Permanecieron sentados en silencio durante unos instantes, oyendo los coches que pasaban zumbando en la lejanía. Algún conocido del instituto pasó junto a ellos y saludó con la mano a los agentes.
–¿Tienen idea de lo que cuesta rehabilitar a un toxicómano?
Ninguno de ellos contestó; ambos comprendieron que se trataba de una pregunta retórica y que la mujer no estaba interesada en la respuesta.
–Santo cielo -siguió lamentándose-, ¡tantos esfuerzos perdidos!
El silencio subsiguiente duró hasta que Gunnarstranda le echó una mano:
–¿Qué es lo que se ha perdido, señora s?
Annabeth se irguió. Iba a decir algo, pero se lo guardó para sí, y en lugar de ello se secó los ojos con el dorso de la mano.
–Háblenos de esos tres años -pidió Frølich pacientemente-. ¿Cuándo se encontró con Katrine por primera vez?
Annabeth s suspiró.
–Hace algunos años. Fue en el 96. Vino por «obligación voluntaria», como decimos nosotros, es decir, una resolución legal de acuerdo con el parágrafo 6.3 de la Ley de Asistencia Social. En aquel entonces estuvo yendo y viniendo durante un tiempo; quiero decir que se fugó varias veces, que es lo que todos suelen hacer. Atraviesan diversas crisis y se les hace muy cuesta arriba descubrir cómo puede ser de dura la vida sin estímulos artificiales. No obstante, luego se sintió más motivada y aceptó someterse voluntariamente al tratamiento, que siguió durante tres años. Lo dividimos en fases: ella ya había llegado a la cuarta fase y habría sido dada de alta este verano. Cursó estudios de secundaria mientras estuvo con nosotros, e hizo el examen final el año pasado; un examen excelente. ¡Sacó tres seises! Uno de ellos en el examen de ciencias sociales. Me llamó por teléfono: «¡Annabeth, Annabeth, me han puesto un seis!» Era muy aplicada, y estaba tan contenta…
La mujer se levantó, emocionada.
–Discúlpenme… me provoca indignación…
Gunnarstranda la miró de reojo.
–A veces sucede que los internos mueren -comentó.
–¿Cómo dice?
Annabeth clavó la mirada en él. Su boca se abrió y luego se cerró lentamente.
–Y al terminar la escuela… -interrumpió Frølich con voz prudente-, ¿qué hizo entonces?
Annabeth miró fijamente a Frølich, cerró los ojos y volvió a sentarse.
–Consiguió trabajo bastante de prisa -explicó-. Bueno, en mi opinión debería haber sido más exigente consigo misma, ir a la universidad, hacer una carrera; podría haber estudiado ciencias políticas, por ejemplo, o periodismo. Con su buena presencia le habrían dado trabajo en cualquier parte. ¡Por Dios, tenía tantas posibilidades!
–Pero ¿dónde consiguió trabajo?
–En una agencia de viajes. Puedo darles el número de teléfono, si lo desean. Ella tenía tantos sueños, era como una niña pequeña… ¡Es tan amargo pensar en ello! Era una alma candida que tal vez, y digo «tal vez» porque era imposible arrancarle una confidencia… no sé, a menudo se repite la misma historia, una niña que ha sufrido abusos sexuales durante su infancia… Y no me malinterpreten: existen drogadictos que únicamente buscan evadirse de la rutina diaria; quiero decir que ciertos pacientes son personas que no consiguen vivir en el mundo que llamamos «normal», pero…
–Pero Katrine no era de ese tipo de chicas, ¿no es cierto? – preguntó Frølich.
–Katrine estaba tan llena de… qué puedo decir… era tan vulnerable. Ese tipo de chicas suelen empezar a tontear con las drogas a los doce años. Empiezan fumando hachís, y de eso pasan a esnifar cualquier cosa y al alcohol, y comienzan a pincharse a los quince. Entonces abandonan el colegio, y luego el hogar, para ir a buscarse la vida en las calles. Esas pobres chicas no tienen infancia; no tienen nada de lo que usted y yo hemos tenido…
Guardó silencio unos segundos. Entretanto, Gunnarstranda se levantó, apoyó el pie en el banco y comenzó a liarse un cigarrillo pensativamente.
–Continúe -pidió Frølich con amabilidad.
–¿Por dónde iba? – preguntó ella, dudosa.
–Estaba usted hablando de los drogadictos que no tienen infancia.
–Justamente. ¿Y qué hace un ser humano sin infancia? La vive más tarde, por supuesto. Ése era el principal problema, el peor defecto de Katrine. La bella muchacha de bonita figura, inteligente y vivaz, era sólo una criatura, una criatura… ¿cómo dijo usted que se llamaba?
–Frølich.
–Una criatura, señor Frølich. Una niña pequeña atrapada en el cuerpo de una mujer; le encantaba atiborrarse de golosinas, ver las películas de dibujos animados y leer historias románticas propias de una niña de doce años, con príncipes que se alejan a caballo a la caída del sol. Igual que también le gustaba soplar las velitas de la tarta el día de su cumpleaños, con la corona de cartón dorado en la cabeza, o anotarse el nombre de su enamorado en la palma de la mano… ya sabe, ese tipo de cosas.
»A menudo suele ser así: chicas que han pasado por experiencias muy duras, tan curtidas que pueden escurrirse como anguilas de los hombres o las autoridades. Esa doble personalidad es tal vez lo más complicado. Por un lado, esas mujeres pueden aparecer como animales heridos que, sin escrúpulos, se apropian de lo que puedan necesitar, mientras que al mismo tiempo son niñas que sueñan con hombres guapos, con el príncipe encantado que las llevará en su corcel a los confines del mundo.
»Y Katrine no era una excepción. Imagíneselo: una muchacha con tantas cualidades y con todos esos sueños, sentada durante ocho horas al día tras el mostrador de una agencia de viajes. ¡Una triste y aburrida agencia de viajes!
Frølich asintió pesadamente con la cabeza mientras contemplaba a Gunnarstranda, que a su vez desvió la mirada mientras se quitaba una hebra de tabaco del labio inferior.
Una urraca caminaba a sus anchas por el césped, justo detrás de Gunnarstranda. A Frølich, el ave le recordó a un sacerdote, un cura vestido de negro, con su blanco cuello almidonado y las manos a la espalda. Pero en realidad, era la urraca y el vanidoso agente de policía los que se parecían bastante.
–Ha dicho que Katrine se escribía el nombre de su enamorado en la palma de la mano. ¿Había tenido algún novio últimamente? – quiso saber Frølich.
–Desde luego. Esa elección fue también un tanto extraña. Era la clase de tipo que sirve para vendedor de coches o jugador de fútbol. Uno de esos que van a tostarse a un solarium y que ven películas de kárate.
–¿Cómo se llama?
–Ole. Ole Eidesen.
–¿Qué aspecto tiene?
–Pues… normal… un hombre… joven -dijo encogiéndose de hombros.
–Pero ¿cuál era la relación entre ellos? ¿Cómo se conocieron?
–Creo que él era entrenador de tenis o algo así -respondió con una sonrisa desesperanzada-. No… mentira. Era profesor de idiomas o profesor de autoescuela, no lo recuerdo bien, pero la relación entre ambos era totalmente superficial.
–¿Qué impresión tenía usted de Ole?
–Era relativamente normal para ser hombre. A mi parecer era un tipo muy convencional… y bastante celoso.
Los dos agentes la miraron fijamente.
–Bueno, no era violento, sino simplemente celoso -añadió ella-. No creo que le pusiera nunca la mano encima.
–¿Simplemente un joven convencional y celoso?
–Sí.
–¿Cómo expresaba sus celos?
–Bueno, eso es sólo algo que he oído. En realidad, yo no me he formado ninguna opinión sobre él.
–¿Qué cree usted que Katrine veía en un tipo como Ole?
–Apariencia, aceptación.
–¿Qué quiere usted decir con eso?
–Pues lo que digo. Ese joven parece uno de esos chicos asépticos que usan como modelos en los anuncios publicitarios; ya sabe: con la cabeza afeitada, vestido a la moda… Para Katrine representaba el símbolo de una clase social desde la que podía brillar por encima de otras mujeres. Un cuerpo…
–¿Un cuerpo?
–Si hay algo que nuestros jóvenes saben hacer es sexo, y ese chico seguramente servía para eso.
–Katrine llevaba un enorme tatuaje en el ombligo, ¿tenía algún significado especial? – quiso saber Frølich.
–Ni idea. Probablemente, no. Sólo es parte del mal gusto que caracteriza a nuestros internos. Algo erótico, diría yo, cosas del sexo.
–¿Sabe usted si había ejercido la prostitución?
–Lo cierto es que todas lo han hecho.
Frølich enarcó las cejas.
–La mayoría, por lo menos.
–Pero Katrine, ¿lo había hecho ella?
–Sí, también había pasado por esa experiencia.
Gunnarstranda se aclaró la garganta.
–¿Cuándo vio usted a Katrine por última vez?
De pronto, Annabeth pareció confundida.
–El sábado. – Carraspeó y prosiguió-: Di una fiesta en mi casa. Ella se sintió mal y se marchó.
–O sea, que usted debió de ser una de las últimas personas que la vieron con vida.
Annabeth miró al policía a los ojos durante unos instantes y luego bajó la vista.
–Pues… sí, supongo. Yo y muchas otras personas.
–¿Qué quiere decir con que «se sintió mal»?
–Se indispuso y vomitó; me preocupaba que hubiera bebido demasiado, porque no daría muy buena impresión que uno de nuestros internos bebiera hasta emborracharse y vomitara en nuestra propia casa.
–Pero no estaba borracha…
–No, no había probado el alcohol en toda la noche. Y tampoco fue por la comida, puesto que nadie más enfermó.
–De modo que fue una indisposición -dijo Gunnarstranda-, ¿y se fue de la fiesta con su novio?
–No, debió de irse sola, en taxi.
–¿No lo sabe usted con seguridad?
–No, sinceramente, no sé cómo volvió a su casa.
–Nunca llegó a su casa.
Annabeth cerró los ojos.
–No me haga esto más difícil de lo que ya es, por favor, señor Gunnarstranda. No sé cómo se marchó; sólo sé que algunas personas la atendieron, que se retiró de la fiesta y que debieron de meterla en un taxi.
–¿Sabe usted a qué hora fue eso?
–Calculo que sería alrededor de medianoche.
Gunnarstranda asintió.
–Señora s -dijo-, hemos llegado a un punto en que debo decirle que las condiciones de nuestra conversación han cambiado ligeramente.
–¿Cómo?
Gunnarstranda no contestó en seguida.
–¿Cambiado? Pero ¿no creerá usted que…? Oh, no, santo cielo, ¿qué…?
–No creemos nada en especial, señora -dijo el policía suavemente-. Lo que ha cambiado por el momento es que usted ya no tiene la opción de apelar al secreto profesional. Si usted no lo ve de este modo, puedo presentarle una citación oficial…
–No será necesario -lo interrumpió ella-. Si surge algún problema, ya lo discutiremos sobre la marcha.
–Bien -asintió Gunnarstranda-. A Katrine Bratterud se le practicó la autopsia esta mañana. – Señaló con la cabeza hacia el instituto forense.
–Sí -dijo Annabeth.
–Frølich y yo estuvimos presentes.
–Sí.
–Es muy importante para nosotros poder confirmar esa historia del vómito -dijo el policía-. ¿Está usted completamente segura de que Katrine estuvo vomitando?
–Yo no lo vi, si es eso lo que quiere saber…
–¿Qué sirvió usted en la fiesta?
–¿Qué tiene eso que ver?
–Quiero contrastar su información con lo que nosotros encontramos en su estómago.
–¡Santo Dios! – Annabeth sintió un escalofrío antes de dar su descripción-: Conchas de almeja rellenas, seguidas de un bufet libre de ensaladas, fiambres y tapas; ya sabe: aceitunas marinadas, cogollos, y otras cosas por el estilo. Y, finalmente, un poco de queso, vino tinto, cerveza, y refrescos para los que no quisieran alcohol… café y coñac.
Gunnarstranda asintió.
–Bajo las uñas tenía retazos de piel humana -prosiguió-. Eso y otros detalles nos indican que la chica se defendió.
–¿Quiere usted decir que arañó a alguien?
El policía asintió.
–¡Pobre Katrine! – se lamentó Annabeth, y como ninguno de los agentes decía nada, agregó-: Bueno, en la fiesta no vi a nadie con rasguños en la cara, si es a eso a lo que se refiere.
–¿No cree usted que sus padres tendrían que haber denunciado su desaparición?
–No están en situación de percatarse de ello.
–¿Qué quiere decir?
–La señora Bratterud vive en una pocilga, es alcohólica, y probablemente ni siquiera sepa la edad de Katrine. No creo que recordara un solo cumpleaños de su hija durante el tiempo que ella vivió aquí.
–¿Y el padre?
–Murió cuando ella tenía diez u once años. Aunque, en realidad, ellos eran sus padres adoptivos.
–¿Adoptivos? – se sorprendió Frølich-. ¿Quiere decir que fue adoptada por una pareja de alcohólicos?
–Probablemente la madre no lo fuera en el momento de la adopción.
–Pero igualmente…
–En todos los ministerios se cometen errores, señor Frølich. Conozco casos en que alguna persona ha cumplido una condena de veinte años por un error policial.
Frølich iba a decir algo, pero Annabeth siguió hablando:
–En el centro tenemos a una chica de catorce años que perdió cuatro dientes por la brutalidad de la policía.
–¿Catorce años? ¡Qué disparate!
–Los que le pegaron le dieron más importancia a su asistencia a manifestaciones antirracistas que a su edad. El caso es que todo el mundo comete errores, señor Frølich. Y yo he pasado la mitad de mi vida subsanándolos. La desintoxicación es una tarea de reparación continua. Una inyección de heroína a mil coronas en la calle puede ser el comienzo de un lento suicidio o una lucha de años contra la droga, que le cuesta diez millones a la sociedad. Mire, aun cuando Katrine tarde o temprano pase a formar parte de las estadísticas, no es necesario que se dé prisa en incluirla usted en ellas; es mejor que trate de encontrar al que la ha asesinado.
–¿Dónde pasó Katrine su infancia? – se apresuró a decir Gunnarstranda.
–No estoy muy segura. Pero creo que fue en Krokstadelva, Mjøndalen o Stenberg; en alguna de las pequeñas aldeas situadas entre Drammen y Kongsberg.
–¿Y sus padres biológicos?
–Lo único que Katrine sabía es que su verdadera madre murió cuando ella era muy pequeña. Yo no solía hablar con ella de eso.
–¿Y de qué hablaban?
–Hablábamos mucho sobre su padre adoptivo, que murió cuando ella tenía diez u once años. Ésa podría ser una explicación para su síndrome: la atracción hacia una figura paterna que desaparece; aunque eso no son más que especulaciones.
Gunnarstranda asintió lentamente.
–Hay algo que deberíamos aclarar. Usted ha hablado antes de abusos en la infancia, ¿se refería a Katrine Bratterud?
–No lo sé.
–¿Qué quiere decir?
–Era muy difícil arrancarle una confidencia a Katrine; solamente tengo la sospecha, pero no la seguridad.
–¿Y en qué se basan sus sospechas?
–Yo extraigo mis propias conclusiones, ya que a menudo se da esa circunstancia en casos parecidos al suyo. Sé que su situación (prostitución, rechazo a la sociedad, drogadicción) puede explicarse por causas muy diferentes. Pero teniendo en cuenta que era una niña con una gran predilección por su padre, el cual murió, y su madre, que entonces empezó a beber y a meter a extraños en casa… No sé, bueno, ya le he dicho que ella nunca hablaba de estas cosas…
–¿Hay alguien que pudiera ayudarnos a este respecto? Alguien en quien ella sí confiara.
–Pues Ole. Estuvieron saliendo juntos un tiempo, aunque fuese de forma esporádica.
–¿De forma esporádica, dice?
–Sí, bueno, seguramente a él le hubiera gustado pasar más tiempo con ella, pero Katrine no quería tener una relación demasiado seria… y luego también está Henning, el chico que han visto antes ahí dentro; pasaba mucho tiempo con Katrine. Y Sigrid, una de nuestras asistentes sociales, Sigrid Haugom. Katrine se explayaba a menudo con ella, pero no creo que Sigrid sepa más que el resto de nosotros. No es habitual que los que trabajamos aquí nos ocultemos información sobre los residentes.
Gunnarstranda pareció sorprendido.
–Pero ¿no es precisamente en el secreto profesional en lo que se basa la confianza? ¿Quiere usted decir que los residentes del «Jardín de Invierno» no pueden contar con la discreción de los empleados?
Annabeth lo miró bastante confundida.
–Usted misma se apresuró a escudarse en el secreto profesional hace un rato -continuó el comisario.
–El éxito del tratamiento depende de la apertura de los pacientes, señor Gunnarstranda. – El agente clavó la vista en ella, que continuó afirmando-: Nuestra filosofía se basa en que los pacientes se abran lo máximo posible.
Gunnarstranda cambió de tema:
–En lo que respecta a los conocidos del sexo masculino… ¿Había alguna clase de rivalidad… es decir, tenía competidores el novio de Katrine?
–Honestamente, no lo sé. No debe hacerme mucho caso con respecto a lo que le he dicho sobre los celos de Ole. En realidad, yo sé muy poco con relación a eso; son sólo elucubraciones.
Gunnarstranda hizo ademán de volver hacia el coche.
–No es necesario que me acompañe de vuelta -dijo ella-. Me apetece que me dé un poco el aire.
–Como quiera, pero antes de que se marche usted quiero que me dé el nombre de todos los que asistieron el sábado a su fiesta.
Annabeth pensó un poco.
–¿Es realmente necesario?
–Absolutamente necesario, señora s.
Ella contuvo la respiración mientras confrontaba la mirada de Frank Frølich.
–Empecemos, pues -musitó-. Tome nota.
Se la quedaron mirando unos instantes. Aquella mujer podría haber servido de ilustración para un cuento popular. Con su larga falda, sus zapatos planos y su mochilita cuadrada a la espalda, parecía la «mujer del báculo», un personaje del folclore noruego, pero sin el bastón.
–¿Sabes por qué todas las maestras van siempre con una mochilita de ésas a la espalda? – preguntó Frølich pensativamente.
–Para llevar los libros -sugirió Gunnarstranda.
Él otro negó con la cabeza.
–Es que así la mochila encaja y cabe justo en el fregadero.
–¿En el fregadero? – preguntó Gunnarstranda.
–Sí, así quedan bien firmes y sujetas siempre que el marido siente la necesidad de desahogarse sexualmente en la cocina. – Frølich se rió de su propio chiste.
Gunnarstranda lo contempló con desprecio.
–La mochilita que llevan a la espalda -siguió explicando Frølich- queda bien encajada en el fregadero…
–Vale, vale, ya lo he entendido -lo interrumpió Gunnarstranda con brusquedad-, pero creo que no te sienta bien eso de estar soltero. – Se levantó-. Ve a indagar a la agencia de viajes. Ahora ya tenemos unos cuantos nombres para empezar.
–¿Y tú qué harás?
Gunnarstranda miró su reloj.
–Voy a casa. Debo vestirme para ir al teatro.
–¿Tú? – exclamó Frølich, incrédulo-. ¿Al teatro?
Gunnarstranda pasó por alto el comentario y echó una rápida ojeada a las notas de Frølich.
–De camino hacia allí me detendré a hablar con esa tal Sigrid Haugom -dijo-. Nos vemos.