1
Tres de abril.
Año 1882.
Saint Joseph. Missouri.
La puerta de la casa se abrió. El propietario de la misma abrazó cordialmente a sus visitantes.
—¡Bob, Charlie! ¡Es estupendo volver a veros, muchachos!
Abrazos y apretones de manos se sucedieron, llenos de calor humano. Los dos visitantes eran bastantes distintos entre sí. Flaco, alto, de unos treinta y cinco años, el llamado Charlie. Joven, nervioso, imberbe, de sólo veintiún años, el más joven, Bob.
El hombre que les recibía lucía una barba recortada, no muy amplia. Facciones graves, taciturnas. Iba desarmado. Sus visitantes lucían revólver al cinto. Pero no parecía haber entre ellos recelo alguno. Se conocían demasiado. Incluso habían lazos familiares entre dos de los personajes.
—Primo Jesse, te traigo algo —dijo Bob al dueño de la casa.
—¿A mí? —sonrió el otro, pestañeando—. ¿De qué se trata, muchacho?
—Oh, no es nada. Algo simple. Pero quise que lo tuvieras tú. Después de todo, tienes un hogar, ¿no? —sonrió Bob, entregándole un envoltorio cuadrangular.
Jesse lo abrió, complacido, mientras llamaba a su mujer:
—¡Zerelda, café y pastas para todos!
—Sí, Jesse —asintió su mujer, asomando. Su sonrisa se hizo más amplia—. Y después prepararé una cena para que se chupen los dedos...
—¡Eso sí que está bien! —aprobó Bob con entusiasmo, mientras Jesse desenvolvía el paquete con infantil impaciencia.
Quedó a la vista el regalo. Un bonito cuadro, compuesto de un marco y un tejido bordado con letras de color, en el que se leía:
« HOGAR, DULCE HOGAR »
—Es precioso —aprobó Jesse—. Lo colgaremos aquí mismo, en el saloncito.
—¿Y qué esperas, primo Jesse? —sonrió Bob.
El dueño de la casa tomó una silla, situándola ante un clavo sin nada colgando del mismo, que asomaba en uno de los muros. Se subió a ella, empezando a colgar el cuadro.
A su espalda quedaron Charlie y Bob, sus visitantes. Zerelda había hecho mutis momentos antes.
Apenas Jesse colgó el cuadro del solitario clavo, Bob desenfundó su revólver silenciosamente, a espaldas suyas. Aun así, con el arma en la mano, dándole Jesse la espalda, dudo el joven.
Charlie le apremió, apretándole el brazo, con un susurro:
—¡Ahora o nunca, Bob! Son diez mil de recompensa, recuerda...
Bob tragó saliva. Amartilló en silencio. Jesse habló, sin volverse aún, contemplando confiado el flamante cuadro:
—Queda estupendo, ¿eh? No sabes cuánto te agradezco que...
¡Bang!¡Bang!
Dos disparos. Llameó dos veces el revólver del jovenzuelo Bob, sobre la espalda indefensa de Jesse. Éste, con el asombro en su rostro, apenas si pudo volverse un poco en la silla, antes de desplomarse con ella.
Cayó de bruces en medio de la sala. Estaba muerto.
Bob, el jovencito, temblaba, arma humeante en la mano, sin saber qué hacer. Charlie corrió hacia la puerta. Zerelda apareció alarmada. Al ver el cuerpo caído, chilló:
—¡Jesse! ¡oh, no, Jesse, mi vida! ¡Asesinos, asesinos!
Bob echó a correr en pos de Charlie. Zerelda lloraba, abrazaba el cadáver de Jesse. Entonces, Bob se detuvo en la salida, miró atrás, vio el cuerpo sin vida de su primo, y llevado de un incontenible impulso, alzó sus brazos al aire, sin soltar el revólver, gritando estentóreamente:
—¡Lo he hecho! ¡He matado a Jesse James! ¡Yo, Bob Ford, he matado a Jesse James!
Cayó el telón, con los personajes inmóviles en escena.
Una atronadora salva de aplausos acogió el final de la representación en aquel teatrillo, donde la gente fumaba y bebía mientras en el pequeño escenario se representaba la comedia
Bob Ford apareció entre los cortinajes. Estos se alzaron. Los demás actores saludaban inclinando su cabeza, incluso el «difunto Jesse James». Hubo más aplausos.
—Y aquí termina, señores, la representación —dijo el joven protagonista—. Así fue como yo, Bob Ford, maté a Jesse James, acabando con una leyenda.
Se retiró entre aplausos. La morbosidad de la gente quedaba satisfecha. Ya habían visto en escena, tal como sucedieron los hechos, la escena final en la vida de Jesse James, representada en carne y hueso por el mismo hombre que había acabado con el legendario bandido.
* * *
—Cada vez tenemos más éxito con la obra —comentó Bob Ford, limpiándose el maquillaje del rostro, ante el espejo del camerino—. No se puede negar que la gente se vuelve loca viendo los hechos tal como ocurrieron...
Tras él, la mujer que interpretaba el papel de Zerelda en la obra, cambiaba sus ropas de sencilla ama de hogar, esposa de Jesse James en la escena, por otras mucho más llamativas, que permitían ver en toda plenitud su exuberante físico Era una mujer joven, de senos agresivos, formas provocadoras, rostro vicioso y mirada turbadora. Se cambio sus medias de lana por unas mallas que se ceñían a sus firmes muslos de forma tentadora. El descote permitía ahora la exhibición de un busto majestuoso, palpitante y firme. La peluca que cubría sus rojos cabellos, pasó a colgar de un saliente del tocador.
—De todos modos, no me gusta hacer ese papel —se quejó ella—. Preferiría cantar, bailar, enseñar mi cuerpo en el escenario...
—¿Ya estamos otra vez con esas? —protestó Bob Ford con gesto contrariado, mirando a su compañera a través del espejo—. Creo que dejamos bien claro, de una vez por todas, que las cosas seguirían así, te gustara o no. Hay muchas mujeres por ahí enseñando su cuerpo en los teatrillos. Pero no existe nadie que, como yo, pueda representar el papel auténtico en un drama que gusta a todo el mundo.
—Ya salió eso —se quejó ella, torciendo el gesto mientras se pintaba de rojo vivo los labios, dando a su rostro un tono mórbido—. El gran actor que presume de enloquecer al público con su representación...
—¿Es que no es así?
—No me hagas reír. De actor tienes lo que yo de vaquero, Bob. Lo que ocurre es que representas tu papel, ni más ni menos. Cualquiera puede hacer lo mismo.
—¡Cualquiera, no! ¡Yo soy el hombre que mató a Jesse James! —protestó Bob con el rostro encendido de cólera.
—Eso lo sabe todo el mundo. Especialmente en Kansas y en Missouri, querido —declaró ella con hastío—. No me cuentas nada de nuevo con ese estribillo. Pero no podrías hacer otra cosa ni representar a otro personaje en un escenario, entiéndelo.
—Me basta con hacer lo que hago. La gente viene, las entradas se agotan...
—Un día todo eso pasará. La gente se cansará de ver como mataron a Jesse James. Y entonces, ¿qué? Bebes demasiado, juegas en exceso. De tus famosos diez mil dólares apenas si queda nada...
—¡En eso has contribuido tú generosamente! —se enfureció Bob—. Tus gastos, tus malditos caprichos! Ropas caras, perfumes, joyas...
—Oye, encanto, no me vengas ahora con monsergas —los ojos de ella centellearon—. Un tipo no se acuesta con Lilly Starr sin que le cueste algo, ¿está claro? Soy una mujer deseada. Cuando me encontraste podía elegir entre muchos tipos más ricos que tú. Y ahora, ya ves: tengo que conformarme con salir a escena vestida de pobre mujercita de hogar, ridícula y sin atractivo, para mayor gloria de tu representación.
—Cuando te conocí, eras una chica de saloon y nada más. Los tipos te pellizcaban el trasero o te magreaban las tetas, a cambio de unos dólares, eso era todo. ¿Vas ahora a venirme con cuentos de que eras deseada por gente rica y poderosa?
Lilly Starr montó en cólera. Se volvió hacia Bob, gritando:
—¿Y tú quién eres? ¿Qué has sido nunca? ¡Toda tu gloria se basa en haber sido lo bastante cobarde como para matar a tu propio primo por la espalda!
Bob Ford palideció, pegando un salto en su asiento. Se revolvió contra ella, la sujetó por los rojos cabellos, abofeteándola brutalmente.
—¡Zorra, mala pécora! —rugió—. ¡No vuelvas a repetir eso nunca, nunca! ¡Nunca! ¿Te enteras, maldita mujerzuela?
La tiró contra la pared. El rostro de Lilly estaba rojo por los golpes. Se echó a llorar, corriéndosele la pintura del rostro. Bob la miraba hecho una furia, con una expresión temible en su rostro juvenil, desencajado por la rabia.
—Perdón..., perdón, Bob... —gimoteó ella—. No sabía lo que decía... Me lograste hacer enfadar... No volveré a decir nada parecido, te lo juro...
—Más te valdrá —resopló él encajando las mandíbulas—. Sería capaz de matarte, Lilly. Sin piedad alguna.
Ella parecía realmente asustada ahora por la reacción de Ford. En los ojos de éste brillaba una furia extraña, fría y ardiente a la vez. Acaso, pensó Lilly, era la misma mirada que se clavó en la espalda de Jesse James antes que las balas de su revólver. Era la mirada de un asesino.
Cayó de rodillas ante él, se abrazó a sus piernas. Realmente, tenía miedo. Y quería calmar la ira de su amante lo antes posible.
—Bob, Bob, amor mío... —susurró apretándose a él— Tu Lilly te ama, te desea... Sólo quiere tu felicidad, perdónala, te lo ruego...
—No va a ser fácil esta vez, Lilly —se mantuvo él, terco, distante.
Pero Lilly Starr tenía armas para vencer a un hombre enfadado y hostil. Era una mujer ardiente, viciosa. Y tenía tras de sí una larga experiencia en los reservados de las cantinas, con hombres que pagaron bien sus servicios...
Sin dejar de aferrar las piernas de Bob Ford con ambos brazos, se fue irguiendo, hasta que su cara se quedó a la altura de las ingles del joven. Una de sus manos se deslizó a los botones del pantalón, comenzando a desabrocharlos con lentitud, la mirada turbia fija en él.
Bob trató de apartarla, airado. Pero ella persistía en su maniobra. Había desabrochado el pantalón. Su mano hurgó entre los muslos de Bob. Él se estremeció.
Luego fue el rostro de la pelirroja el que se hundió entre las piernas del actor-pistolero. Su boca exhaló apagados jadeos mientras Bob ponía los ojos en blanco, sacudido por el deseo.
En el camerino de los dos, sólo se escuchó ya la respiración agitada de él, los ruidos de la carnosa boca de ella, mientras las manos de Bob se aferraban ansiosas a los grandes pechos de su compañera, de rodillas delante de él...