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LA figura cautelosa se aproximó a Lee. Erguida ante él, alzó un rifle que había sido disparado antes, alcanzando al sheriff en el pecho. El tirador había surgido de una cercana arboleda, desde donde hiciera los disparos. Ahora, su propósito era bien concreto: rematar al caído, si es que no estaba ya muerto, puesto que la bala había ido a estrellarse a la altura de su corazón, más o menos.

El rifle se alzó despacio, apuntando a Lee. El dedo se movió en el gatillo. Esta vez, el cañón del Wincheter enfilaba directamente la cabeza del caído, para que el tiro de gracia fuese definitivo. El joven representante de la ley yacía boca abajo sobre el polvo, totalmente inmóvil, entre los peñascos donde había estado investigando.

La bala iba a salir del cañón, para volarle la cabeza.

En ese preciso instante, Lee giró sobre sí mismo con la rapidez de una centella. Su cuerpo rodó en fracciones de segundo, mostrando su mano diestra que empuñaba uno de sus dos Colt. No podía tirar a herir o amenazar a su enemigo, porque éste iba a apretar ya el gatillo.

De modo que tiró a matar. Su blanco fue la cabeza encapuchada de aquel misterioso adversario. Un proyectil calibre 45 brotó de su revólver, con áspero estampido. Reventó el cráneo, bajo la tela negra, que se tornó roja y desgarrada. El rifle disparó, pero ya sin tino, clavándose una bala cerca del cuerpo de Starrett.

El enmascarado se llevó las enguantadas manos a la cabeza, emitió un horrible sonido gorgoteante bajo la tela, y se desplomó hacia atrás, rebotando su cuerpo en las piedras. Lee sabía que no tenía que hacer más disparos para acabar con aquel individuo, pero ignoraba si el tirador estaba solo o acompañado, de modo que se agazapó, Colt en mano, dispuesto a seguir apretando el gatillo.

No hizo falta. Tras una espera prudencial, el silencio fue completo a su alrededor. Se irguió, cauteloso, con su arma amartillada, la mirada fija en la arboleda vecina. No sucedió nada. Sólo se veía un caballo entre los árboles, sin duda la montura del caído.

Fue hasta éste, y le arrancó la caperuza. No era agradable ver aquella cara con la frente reventada, la sangre y los huesos cubriéndolo todo. Le resultó un perfecto desconocido, un individuo de extraño rostro alargado, huesudas facciones y ojos desorbitados, uno de los cuales había sido reventado por el balazo a bocajarro. Sus ropas eran vulgares, viejas y gastadas. No llevaba documento alguno encima. Ni dinero, ni nada que pudiese identificarle.

—Un esbirro a sueldo, sin duda, un matón profesional —dijo entre dientes Lee. Y se tocó la estrella de latón, abollada y con una de sus puntas dobladas.

Allí había hecho impacto la bala asesina, abollando la placa y salvándole de una muerte cierta. Acarició la estrella con gratitud. Había sido de Matt. Tal vez su espíritu seguía en ella de alguna manera, pensó emocionado.

Cargó el cuerpo sin vida cruzado sobre el caballo del difunto, y tras examinar las huellas del terreno, así como comprobar que tampoco la silla de la montura guardaba nada que ayudase a identificar al asesino, emprendió el regreso al pueblo.

Depositó el cadáver en la funeraria de Keeler, quien se apresuró a contemplar el rostro del encapuchado, lo mismo que numerosos curiosos agolpados en el lugar al verle llegar con un muerto. La perplejidad asomó al rostro de todos los presentes.

—No tengo ni idea de quién pueda ser ese tipo —confesó el predicador y funerario—. Nunca lo vi.

—Nosotros tampoco —confesó un curioso.

Y muchas cabezas se movieron negativamente. Pero el comentario general se extendía por Vado Calaveras como un reguero de pólvora:

—Al menos, ha caído uno de ellos. El nuevo sheriff ha logrado cazar a uno de esos malditos asesinos encapuchados…

—De modo que han intentado matarle como a Matt —dijo Keeler preocupado.

—Sí. Evidentemente, se han dado prisa en intentarlo —asintió Lee—. No sé si temen que yo les dé caza, o si simplemente no querían correr riesgos, pero eso demuestra algo al menos.

—¿Qué?

—Que el cerebro de esa pandilla es alguien de este pueblo, puesto que sabían ya que yo era el nuevo sheriff. Y también sabemos que es probable que la banda esté formada por gente forastera, ajena al pueblo… aunque su jefe sea un habitante de Vado Calaveras al que tal vez todos conocemos muy bien…

—Dios mío, eso sería horrible. ¿Sospecha de alguien en concreto?

—¿Cómo puedo sospechar, si acabo de iniciar esta tarea? Es sólo una corazonada, Keeler. Podría ser cualquiera, incluso algún cacique local que desea sembrar el terror en la comarca por la razón que sea.

—¿Un cacique? —la voz del predicador reveló estupor—. ¿Quaid, Stallow…, Conrad?

—Es sólo una posibilidad. Uno controla los negocios, otro las minas, otro el ganado y los pastos… Cualquiera de ellos podría ambicionar más: tenerlo todo, por ejemplo. Pero es preciso estar seguro de que ello es así, puesto que ignoramos todavía qué beneficios buscan los enmascarados con sus agresiones y crímenes. ¿Quiénes han sido los más perjudicados hasta el momento?

—Oh, diversidad de gentes. Pequeños mineros del Consorcio, ganaderos, incluso hacendados sin ganado ni pastos, simples granjeros…

—O sea, no existe una aparente campaña contra nadie en concreto.

—Eso es lo más extraño. Gregson me confesó hace poco qué es lo que no acababa de entender. Es como si odiaran a todo y a todos, sin distinción.

—Como sus competidores religiosos, los Siervos de Dios, ¿no? —preguntó bruscamente Lee clavando sus ojos en Keeler.

—Bueno… —el predicador hizo un gesto evasivo—. Yo les culpo de representar una fe llena de peligro y de amenazas para los demás, pero que sepa hasta el momento sólo han sido palabras. Anatemas, voces coléricas y todo eso.

—A veces, de la palabra al hecho media muy poco —señaló Lee pensativo.

—Puede ser. Pero me resisto a pensar que unos religiosos, sea cual sea su credo, puedan ser capaces de semejantes atrocidades, Starrett.

—Como le dije antes de los demás, es sólo una posibilidad —sonrió duramente Lee, encogiéndose de hombros—. Veremos su comportamiento en el futuro…

Poco tuvo que esperar Lee a tal efecto. Aquella misma noche, apenas oscurecido, los Siervos de Dios dieron clara muestra de su espíritu violento y demagógico.

Apenas se habían encendido las luces de petróleo en las calles de Vado Calaveras y los establecimientos iluminaban sus porches, cuando del fondo de la calle llegó un cántico monocorde, en tono creciente, que lo invadía todo. La gente, en las aceras, miró con supersticioso temor a los que lo entonaban. Lee, curioso, dejó de examinar los pasquines y documentos que tenía encima de la mesa de su oficina, para incorporarse y asomar al porche, atraído por aquella especie de oración cantada que entonaban unas cuantas voces con cierto tono airado. Sus grises pupilas se clavaron, interesadas, en las figuras que avanzaban por el centro de la polvorienta calle principal, llevando en sus manos antorchas encendidas.

Eran hombres y mujeres de Vado Calaveras, presididos por alguien al que ya viera Lee en el funeral de Gregson, un hombre alto, flaco, de nariz ganchuda y huesudas facciones, vestido enteramente de negro y llamado Zebulón Jacobs. A su lado, escoltándole, dos mujeres igualmente enlutadas, con un velo sobre su cabeza, portaban antorchas y emitían el mismo cántico solemne que todos los demás.

Algunas estrofas hirieron el oído de Lee por su agresividad casi obscena:

Pidamos al Señor que condene a los indignos,
pidamos al Señor castigo para los infieles,
que los poderes malignos
sean con ellos los más crueles.

Roguemos por la violencia que limpiará la Tierra,
que el fuego y la sangre ahoguen
a los que al Señor ofrecen guerra
,
y a todos ellos sin piedad destrocen.

Violencia, violencia, odio y castigo,
para cuantos al Señor ofendan.

La mano de Dios se ensañe contigo
y tu vida te arranque cuando lo merezcamos…

—¿Se ha dado cuenta, sheriff. —sonó una voz a su lado en el porche—. Más que siervos de Dios, esos locos parecen hijos del mismo Satanás, predicando el odio y la muerte.

Lee se volvió hacia quien hablaba. Se encontró con la suave faz de Molly Fisher, la maestra de escuela local, con su atractivo rostro rodeado por el suave pelirrojo de sus cabellos ondulados. Le había sido presentada por Harry Hammer aquella misma tarde, dado que la joven había actuado como testigo en el nombramiento póstumo de Gregson en favor de su joven amigo.

—Sí, señorita Fisher —afirmó galante Lee, llevándose unos dedos al sombrero—. Me asombra que unos religiosos canten cosas así.

—Ya les ve: con antorchas encendidas, predicando la violencia. Esas son las ideas que les ha imbuido Jacobs, su guía y fundador.

—¿Sólo él es forastero en Vado Calaveras?

—El y esas dos mujeres que le escoltan, sus acolitas principales. Una se llama Goldie Taylor. La otra, Judith Jordán. Vinieron de muy lejos, según parece, sembrando su dañina doctrina de violencia y odio. Supongo que debieron echarles de otros lugares. Y se afincaron aquí, donde cómo ve casi dos docenas de necios siguen su doctrina.

—Sus rostros rezuman odio, maldad —señaló Lee, viendo aquellas facciones contraídas por la ira, a la luz de las antorchas—. No me gusta su aspecto.

—A nadie nos gusta. Por si su apostasía de la violencia fuese poco, también predican el sexo libre y la vida de hombres y mujeres en común, apareados como animales. Esas dos chicas, Goldie Taylor y Judith Jordán, no dudan en…, en tener relaciones con cualquier hombre del pueblo, si con ello se crean nuevos adeptos a su religión.

—Entiendo. Son muy bellas, la verdad. Y provocativas, además.

Las dos mujeres que escoltaban a Jacobs, ciertamente, eran dos beldades nada corrientes. Morena una, rubia la otra, tenían en común la agresividad de su mirada, el rictus vicioso de sus bocas y la sensualidad que emanaba de sus cuerpos, envueltos en ropas negras pero lo bastante ceñidas como para remarcar sus abundantes senos y sus firmes caderas. Eran, por sí solas, la imagen de la lascivia.

—Pues bonita religión la de esa gente —suspiró Lee, ante el silencio de la maestrita, cuyos grandes ojos azules se fijaban aprensivamente en la comitiva de antorchas y cánticos. Ahora, sus estrofas sonaban a pura lujuria:

 

Dejad que el sexo domine nuestros actos,
pedid amor y se os dará.

Yaced las hembras junto a los machos,
pedid placer y no se os negará.

 

Enrojeció levemente Molly Fisher. Lee la tomó suavemente de un brazo.

—Si quiere, venga a mi despacho —invitó—. Creo que ese lenguaje no es el más adecuado para los oídos de una dama…

En ese preciso momento, restallaron disparos en medio de la calle. Lee soltó vivamente a la joven, cubriéndola de modo instintivo con su largo cuerpo, y miró hacia el origen de las detonaciones llevándose una mano a la culata de su Colt derecho.

La comitiva religiosa acababa de pararse en seco, pero no se veía temor alguno en los rostros de sus componentes, pese a que les estaban cerrando el paso un grupo de hombres con revólver en mano, encabezados por un hombretón enorme, de cabello albino y ojos claros, que esgrimía un rifle Wincheter. Era Volker Stallow, presidente minero de Vado Calaveras, y le acompañaban siete de sus hombres, todos armados.

—¡Quietos ahí, maldita carroña corrompida! —clamó Stallow con un vozarrón impresionante, fulgurando de ira sus claros ojos saltones—. ¡Un sucio cántico más y vuestras impúdicas bocas serán cerradas a balazos, miserables blasfemos!

Altivo, frío, impasible, Zebulón Jacobs se adelantó unos pasos, dejando a sus espaldas a sus dos bellas y provocadoras acolitas, al frente de su grupo de fieles.

Sus facciones enjutas, malévolas, no reflejaban el menor temor, pese a las armas de fuego que tenía ante sí, algunas de las cuales humeaban tras los disparos de advertencia hechos al aire poco antes.

—Escuche, Stallow, si no le gustan nuestros cánticos lárguese lejos con su gente o tape sus oídos con cera, pero deje que cada cual sea libre de expresar su forma de servir al Señor.

—¡Eso no es servir al Señor, es blasfemar y es servir a Satán, viejo repugnante y libidinoso! ¡Vete de este pueblo con tu pareja de meretrices o tendremos que embrearos y emplumaros a los tres!

—Hablas como un maldito intolerante de los que Dios debe exterminar lo antes posible. Tú, tan puritano, hablas de nuestras costumbres, cuando con mis propios ojos he visto a algunos de tus hombres retozar en el polvo o en la hierba con mis dos acolitas, saciándose de lujuria sin parar. Tú mismo, Stallow, las miras con deseo, y te irías con ellas a la cama, si no fuese porque eres demasiado hipócrita para revelar tus pasiones.

Jacobs se expresaba sin temor, fríamente, pero con ojos ardientes y gesto iluminado. Enfurecido, Stallow disparó su rifle al aire dos veces y luego encañonó a Jacobs sin miramientos. Sus hombres le imitaron con sus revólveres.

—Miserable carroña, vais a saber lo que es bueno —bramó el minero—. Empezaremos a disparar a vuestros pies para que, en vez de cantar, bailéis para nosotros. Y luego, tendré el placer de echaros del pueblo, con alguna bala dentro del cuerpo, aunque no me dignaré mataros como merecéis. ¡Vamos, comenzad a danzar todos, u os acribillaremos los pies!

Justo entonces, retumbó uno de los Colt de Lee Starrett, que salió decidido del porche, empuñando sus dos revólveres en ambas manos.