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CIERTAMENTE, en algo acertó el asesino del rifle: fueron unos funerales emotivos los que la población de Vado Calaveras dedicó a su difunto y veterano sheriff. Todo el pueblo acudió al pequeño cementerio de la loma, no lejos de las minas de plata. Estaban allí los ciudadanos más destacados de la localidad, presidiendo el duelo: David Milland, el alcalde, y su bella hija Sandra; Volker Stallow, presidente del Consorcio Minero de Vado Calaveras y dueño de las minas más ricas del lugar, con su jefe de personal y guardaespaldas, Elmer Thompson; Coleman Quaid, dueño del hotel, saloon y almacén general del pueblo, así como uno de sus caciques más destacados, igualmente escoltado por su esbirro, Kirk Zorba; Zebulón Jacobs y algunos de sus seguidores, miembros todos de la secta Siervos de Dios, que tenía su morada en Vado Calaveras, con disgusto de algunos de sus habitantes; el doctor Martin Todd y la doctora Sheena Chase, el primero médico local y la segunda directora y creadora del vecino hospital de Silver Creek, una pequeña población minera a sólo dos millas de Vado Calaveras, donde había logrado alojar a enfermos desahuciados por otros centros hospitalarios de Arizona e incluso de otros territorios, tales como epilépticos, enfermos mentales y disminuidos físicos, entre otros. Tampoco faltaba el ahora inválido Harry Hammer, antiguo comisario del viejo Greg, con lágrimas en los ojos. Gus Conrad, ganadero local y amigo personal del fallecido, junto con Morgan Keeler y su esposa, Stella, siempre sentada en su silla de ruedas, desde que quedara paralítica en el vuelco de una diligencia, presidía todo el funeral, como propietario de la funeraria y como predicador religioso evangelista, bastante reñido por cierto con los miembros de la secta Siervos de Dios, aunque supiese guardar las apariencias en público.

En suma, todo el pueblo acudió en masa a las honras fúnebres por el infortunado Matt Gregson.

Incluso Lee Starrett.

Y eso que Lee Starrett no estaba bien visto allí por nadie, absolutamente por nadie, salvo quizá las mujeres, que acostumbraban a dirigirle admirativas miradas de soslayo, evitando pudorosamente ocultar lo mejor posible su atracción por aquel hombre, en especial para impedir que los hombres pudiesen sentirse ofendidos o heridos por ello.

Ciertamente, Lee Starrett tenía motivos sobrados en su persona para llamar la atención inmediata de cualquier mujer. Su elevada estatura, su esbeltez, la anchura de sus hombros, su elasticidad felina, sus manos largas y sensitivas, sus profundos ojos grises, su recta nariz, su carnosa boca, sus rasgos enérgicos y duros, la virilidad que emanaba todo él de la cabeza a los pies, era un fuerte imán para cualquier mujer, en especial las de Vado Calaveras, con escasos ejemplos de varones atractivos con los que contar.

Pero Lee Starrett era tan admirado por ellas como odiado por ellos. Y todo tenía su explicación.

Tal vez por eso, los murmullos y miradas aviesas durante la ceremonia de descender el féretro de sencilla madera portando los restos mortales del viejo sheriff hasta el fondo de la fosa, abundaron durante todo el tiempo, y al finalizar el funeral, Lee Starrett se quedó completamente solo, erguido ante la fosa recién cubierta, su sombrero entre ambas manos, reluciendo en sus dos caderas los revólveres de calibre 45, a los extremos de su ancho cinturón repleto de proyectiles.

Ni un solo momento miró a ninguno de los presentes; su mirada estuvo fija en todo momento en el féretro del difunto. Y cuando se quedó a solas con la tumba de Gregson, sus labios se movieron lentamente, desgranando dolorosas palabras roncas, entrecortadas por la emoción:

—Adiós, viejo amigo. Nunca te olvidaré mientras viva, Matt. Ni olvidaré lo que hiciste por mí cuando más lo necesitaba… De haber dado con otro sheriff, en aquellos momentos, hace años que estaría colgado ya de una soga en cualquier lugar. Tú cambiaste mi destino… y ahora estás ahí, muerto, sin que yo haya podido devolverte el favor, impotente para devolverte a la vida…

Respiró hondo. Tenía los grises ojos color pizarra húmedos y entornados. Pocas palabras más salieron de su boca crispada:

—Lo único que puedo hacer por ti, amigo querido, es vengar tu muerte, hacer justicia sobre los que te convirtieron en un guiñapo ensangrentado, con una crueldad feroz. Y la vengaré, no te quepa duda. Los que te hicieron esto lo pagarán con su vida, te lo prometo, Matt…

Luego dio media vuelta, se encasquetó el sombrero de alas abarquilladas, y echó a andar sin prisas hacia la salida del cementerio, entre las lápidas y cruces que marcaban la última morada de los ciudadanos de Vado Calaveras.

Los demás asistentes habían procurado poner prestamente tierra por medio entre él y ellos, como si huyeran de un apestado, con dos solas excepciones: un hombre y una mujer esperaban en el sendero polvoriento, junto a la pequeña empalizada del cementerio, como si hubiesen optado por aguardarle.

Lee Starrett les miró largamente, sin pestañear ni mover un solo músculo de su rostro. Conocía a ambos, aunque más al hombre que a la mujer. Se detuvo al llegar a su altura.

—¿No me rehúyen, como los demás? —preguntó, seco.

—No, Lee —negó suavemente Morgan Keeler, el predicador local, dueño a la vez del negocio de pompas fúnebres—. Ni la doctora ni yo pretendemos rehuirte, ya lo ves.

Lee asintió. Sus ojos pasaron del rostro redondo y colorado del predicador, a la bella faz de la rubia damisela sobriamente vestida de gris perla, con un velo bajo su pamela.

—¿Por qué eso? —indagó—. La gente no verá bien que ustedes hablen conmigo.

—Nos tiene sin cuidado lo que piensen los demás —habló ella con firmeza, fijos en él sus rasgados ojos pardos—. Queríamos hablarle, Lee. Y nadie impedirá que lo hagamos.

—¿Qué tienen que decirme, doctora Chase?

Sheena Chase, la mujer que había dedicado su vida y su carrera al cuidado de los enfermos desahuciados residentes en su pequeño hospital de Silver Creek, hizo un mohín con su carnosa boca roja. Era una mujer hermosa. Más que eso, llena de sensualidad, deseable y excitante, aunque no pretendiera en absoluto mostrarse provocativa, sino todo lo contrario. Más bien inspiraba respeto su elegante discreción, pero su físico exultante era difícil de disimular, desde sus pechos firmes y enhiestos hasta sus caderas ampulosas y sus largos muslos.

—Verá, Lee, la horrible muerte de Matt Gregson nos ha impresionado mucho —confesó la doctora con voz suave—. Hemos hablado con el alcalde Milland para exigirle que nombre a alguien capaz de poner orden en este lugar nuevamente, y para ello hace falta un sheriff duro y capacitado, alguien como el propio Matt cuando tenía diez o doce años menos.

—No sé adónde van a parar.

—Lee, lo que la doctora quiere decir es que necesitamos aquí a alguien como… como usted.

—¿Como yo? —Starrett les contempló, perplejo—. ¿Qué dicen? Saben muy bien lo que el pueblo piensa de mí. Nunca aceptarían que yo fuese su sheriff. Ni en sueños. Me odian y me desprecian.

—Pero le necesitan —replicó ella—. Tienen miedo.

—¿Miedo? ¿A quién? ¿Al que mató a Gregson?

—Y a otras muchas cosas —suspiró Keeler—. Posiblemente ese crimen haya sido obra de los Encapuchados.

—¿Los Encapuchados? —repitió Starrett, sorprendido.

—Sí. Usted no sabe de eso porque lleva tiempo fuera de aquí —terció la doctora Chase—. Pero últimamente han surgido unos asesinos enmascarados con negras caperuzas, que asolan todo a su paso y desaparecen tan misteriosamente como aparecen, siempre en plena noche.

—Pero a Matt le mataron de día…

—Por eso no es seguro que fuesen los Encapuchados, pero si no fueron ellos, serían posiblemente otros, por la razón que fuese. Matt estorbaba a alguien, y fue eliminado. Es preciso castigar a su asesino.

—Estoy de acuerdo, pero antes hemos de saber quién es.

—Ahí íbamos a parar la doctora y yo: últimamente son varios los problemas graves que han surgido en Vado Calaveras y que tenían preocupado a Matt Gregson. Especialmente, ese de los Encapuchados. Pero existen otros: la ambición de Volker Stallow, que quiere quedarse con todas las minas de plata de la comarca, adquiriendo las acciones de los pequeños mineros independientes a cualquier precio, para convertirse en el amo de la región. Por otro lado, está Coleman Quaid, que se ha ido apoderando de todos los negocios de la población, según parece mediante amenazas y coacciones que obligaron a vender a sus anteriores propietarios. Por si eso fuera poco, tenemos a Gus Conrad, el ganadero, que desea desviar el cauce del arroyo para ampliar sus pastos, aunque ello dejaría sin agua para el lavado de mineral que da la vida a esta comarca, ya que sus posibilidades ganaderas, de momento, son más bien escasas.

—Y por si todo eso fuera poco, aunque Keeler se resista a mencionarlo, están los Siervos de Dios —añadió la doctora Chase.

—¿Los Siervos de Dios? —Lee asintió—. Los he visto en el funeral. Todos de negro, con sombrero y barba… Como los cuáqueros o cualquier otra secta, incluidos los mormones, supongo…

—Pero según Keeler, son unos fanáticos especiales, que merecen cuando menos recelo, ya que sus prácticas religiosas rozan lo prohibido.

—¿En qué sentido?

—En varios —suspiró el predicador—. Ellos predican la violencia contra la violencia, el odio contra el odio, proclaman aquel texto bíblico de «ojo por ojo, diente por diente»…

—¿Eso es ilegal?

—No, no lo es en sí. Pero bajo sus ropas negras llevan armas, en eso se diferencian de cuáqueros, mormones, etc. Dicen que es hora de acabar con las injusticias mediante la violencia al servicio del Señor. Y no dudan en llevar a la práctica tales normas, si es necesario. No predican el amor, sino el odio. No buscan la paz, sino la guerra a muerte, en nombre de Dios.

—Eso ya se hizo otras veces en el pasado, especialmente en Europa y en Nueva Inglaterra o Massachusetts, pongamos por caso —replicó Lee, algo seco.

—Sé lo que quiere decir —asintió Keeler—. La Iglesia, sea cual sea su nombre, ha matado más en nombre de Dios que del Diablo, lo admito. Inquisidores, torturadores e intolerantes han derramado mucha sangre inocente durante siglos, Starrett, veo que ha leído mucho, además de usar sus armas…

—He sido un pistolero, todos lo saben —sonrió duramente Lee—. Pude haber sido encarcelado e incluso colgado por Matt Gregson, pero él tuvo fe en mí, me dio una oportunidad y abandoné el delito por una vida honrada aunque, desgraciadamente, unida siempre a un revólver. He sido, después de robar bancos y asaltar diligencias, guarda armado de trenes, de bancos y de empresas mineras o de postas. He tenido que matar a veces, pero siempre cara a cara y en defensa propia o para defender a gentes indefensas de criminales sin escrúpulos. Pero Matt también me enseñó a leer en mi celda, cuando me capturó tras asaltar el banco. Y desde entonces he leído cuanto he podido.

—Eso me gusta —aceptó la doctora Chase complacida—. Veo que dista mucho de ser el pistolero y asesino que la gente cree que es.

—Nunca asesiné a nadie, ni siquiera cuando era un forajido. Por eso Matt me ayudó. Él nunca hubiese ayudado a un criminal. Tuvo fe en mí y supo rehabilitarme. Por eso estoy aquí hoy, porque le quise como al padre que nunca conocí. Pero estábamos hablando de los muchos problemas que Matt tenía últimamente en este lugar. Especialmente, me interesa uno sobre todos.

—¿Cuál?

—Los Encapuchados. ¿Qué hacen, exactamente, y por qué lo hacen?

—Lo que hacen, todos lo sabemos. El por qué, solamente ellos pueden saberlo —suspiró el predicador—. Lo cierto es que asaltan por las noches haciendas ganaderas o instalaciones mineras, indistintamente, provocan explosiones o incendios, asesinan a mansalva, acribillando a la gente sin piedad, y cuando se alejan dejan tras de sí un pavoroso rastro de destrucción, de muerte y de caos, que aparentemente no tienen sentido alguno, puesto que ningún beneficio, en apariencia, sacan de esas acciones criminales.

—¿No roban, no realizan actos de pillaje, violaciones o cosa parecida? —se sorprendió Starrett, frunciendo el ceño.

—Nada de nada. Se han encontrado cadáveres con dinero encima, con reloj de oro o con joyas. Nunca tocan nada, pero lo asolan todo sin que nadie sepa quiénes son, dónde se ocultan y por qué obran de tal modo.

—Es todo un misterio —admitió Lee pensativo—. ¿Se sabe si son muchos esos enmascarados?

—Los testigos que han vivido para contarlo y poder describir a sus asaltantes, afirman siempre que no sobrepasan la decena en total, como número máximo —señaló ahora la doctora Chase—. Su radio de acción es bastante amplio, llegando incluso cerca de San Xavier, en la ruta hacia Tucson. De modo que nosotros, en nuestro asilo-hospital de Silver Creek, tampoco estamos a salvo de sus posibles ataques. Y allí ni siquiera tenemos armas para defendernos, en el peor de los casos. El sheriff Gregson, en una visita que me hizo, me aconsejó que contratase gente armada para proteger el recinto, pero si el dinero apenas llega para cuidar de esos pobres desgraciados alojados allí, y aun eso gracias a la ayuda financiera de personas de buen corazón, ¿cómo podemos pagar a un grupo de pistoleros que nos protejan?

—Sí, resulta un poco difícil, doctora —sonrió tristemente Lee—. Los pistoleros son caros, lo sé por experiencia. ¿Ninguno de sus pacientes está capacitado para empuñar un arma, llegado el caso?

—¡Cielos, no! —se horrorizó ella—. Tenga en cuenta que son enfermos psíquicos, desequilibrados en parte, lisiados unos, epilépticos otros, gente que con un arma en la mano podría resultar sumamente peligrosa… en especial para ellos mismos.

—Entiendo —Lee movió afirmativamente la cabeza—. Es un problema complicado, señores. Muy complicado… ¿No existe nadie en Vado Calaveras que pueda ocupar el puesto de sheriff con garantías y enfrentarse a toda esa horda de criminales?

—El alcalde y Quaid han decidido presentar para el cargo a un candidato en concreto: Kirk Zorba.

—¿Y qué tiene de malo para ustedes?

—¿Zorba? Es un rufián. Guardaespaldas del propio Quaid, si es elegido para el cargo se limitaría a servir los intereses de Coleman Quaid, su patrón, así como los del alcalde y, posiblemente, los de Volker Stallow, el presidente minero. En suma, la población estaría más que nunca en manos de nuestros tres caciques principales, y esta vez con la ley de su parte en todo cuanto pretendieran hacer, fuese legal o no.

—Ya veo que es una situación conflictiva, pero contra la que nada puedo yo hacer —suspiró Lee Starrett—. Si me presentase a esas elecciones como candidato al cargo, en lucha con Zorba, él ganaría de todas, todas, puesto que el pueblo le votaría masivamente a él, a causa de mi pasado.

—Eso es bien cierto, Keeler —opinó la doctora Chase haciendo un mohín delicioso con sus bien torneados labios, aunque con la preocupación reflejada en sus hermosos ojos pardos.

—Al menos, podría intentarse —suspiró el predicador y funerario con gesto huraño—. No perderíamos nada presentando su candidatura, Lee.

—Mi propósito era volver hoy mismo a Tombstone, donde tengo mi trabajo actual, como vigilante de las instalaciones mineras, y donde fui informado telegráficamente por el bueno de Harry Hammer, el antiguo compañero de Gregson, de la inicua muerte del pobre sheriff. Sería ridículo perder mi trabajo, bastante bien remunerado, para quedarme aquí, a la espera de unas elecciones en las que es prácticamente seguro que seré el perdedor…

—En eso tiene toda la razón —aceptó amargamente el predicador, inclinando la cabeza—. No podemos ser tan egoístas. Aquí nadie iba a darle trabajo, muchacho. Vuélvase a Tombstone. Y olvide lo que hemos hablado. Si al menos hubiese sobrevivido Gregson a sus heridas el tiempo suficiente para nombrar con toda legalidad un sucesor accidental suyo, hasta las nuevas elecciones, le hubiésemos pedido que diera su nombre, Lee, y seguro que lo hubiera hecho de buen grado…

—Desgraciadamente, no es ése el caso —dijo la doctora Chase con tristeza—. La muerte del sheriff debió ser instantánea, con tantas balas alojadas en su cuerpo… Y aunque en esa situación hubiese nombrado un sustituto, paradójicamente sólo sus asesinos lo hubieran sabido…

Keeler admitió esa gran verdad con un triste asentimiento de cabeza, y la conversación pareció así llegada a su punto final. Justo en ese momento, a espaldas de ellos se percibieron unas pisadas inseguras, lentas y torpes. La tierra crujió. Los tres volvieron la cabeza, viendo aproximarse a ellos al hombre alto, canoso, de pierna izquierda rígida y brazo encogido del mismo lado, caminando con dificultad.

Era Harry Hammer, el antiguo comisario de Matt Gregson, y amigo suyo de toda la vida. Se paró en seco, con un amago de sonrisa en su curtido rostro bajo los mechones blancos y lacios.

—He oído parte de su conversación, amigos —dijo lentamente—. Por eso me he acercado a intervenir en ella. Esperaba hablar este asunto a solas con Lee en el pueblo, pero creo que es el momento más adecuado para informarles de lo que sé.

—Explíquese, Harry —pidió suavemente Keeler con un fruncimiento de cejas que revelaba su extrañeza.

—Es muy sencillo. El viejo Gregson tenía a veces corazonadas. Hace unos días tuvo una muy concreta. Yo traté de quitársela de la mente, pero era muy tozudo, e insistió en ella, entregándome un documento que he guardado celosamente hasta hoy. Pueden leerlo, Keeler, doctora Chase. Y tú también, muchacho…

Extrajo de su chaqueta de viejo cuero gastado un papel doblado, que tendió a los tres. El predicador lo tomó prestamente, desdoblándolo. Una exclamación de asombro brotó de sus labios.

—Es la firma de Matt Gregson, no hay duda —admitió—. Y está escrito en el papel timbrado de su oficina. Lea esto, Starrett, y díganos lo que piensa.

Lee tomó el papel. Sus ojos recorrieron con asombro las breves líneas, escritas con el rasgo firme e inconfundible del viejo Gregson:

 

«Si algo fatal me sucediera, delego todas mis funciones en la persona de Lee Starrett, si él acepta el cargo. Deberá ocuparlo, de ser así, desde el momento de mi muerte hasta la convocatoria legal de nuevas elecciones el próximo año. Yo, Matt Gregson, sheriff de Vado Calaveras, así lo dispongo conforme a los derechos que me confiere la ley del territorio de Arizona.

»Firmado: Matt Gregson.»

 

—Es un documento legal a todas luces —suspiró Hammer—. Lo escribió delante de mí y de Molly Fisher, la maestra. Nuestras firmas como testigos de su voluntad figuran al pie del documento. Nadie puede rebatirlo, Lee. Si aceptas el cargo, eres sheriff de Vado Calaveras durante casi siete meses, sin que nadie pueda objetar legalmente cosa alguna. ¿Qué decides ahora, que sabes cuál era la voluntad postrera de nuestro común amigo?

Lee releyó de nuevo el documento, devolviéndoselo en silencio a Harry Hammer. Los ojos de la doctora Chase y del predicador Keeler se mantenían fijos en él, expectantes.

—Creo que tengo que decir adiós a mi trabajo en Tombstone, al menos por el momento —suspiró finalmente Starrett—. Aceptaré ese cargo, Hammer, y que sea lo que Dios quiera.