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MATT GREGSON sabía demasiado.
Se dio cuenta de eso tal vez excesivamente tarde. Y tuvo miedo.
De haber sucedido antes, quizá las cosas fueran distintas, pero se percató de inmediato que su conocimiento de ciertas cosas podía resultar sumamente peligroso para él.
Era todo demasiado grave, demasiado increíble incluso, pero sabía que era la verdad, una verdad insospechada por todos los habitantes de Vado Calaveras, de donde él tenía el honor de ser sheriff desde hacía la friolera de quince años.
Su veteranía en el cargo era pareja con su experiencia como habitante y vecino de aquel lugar ahora próspero, adonde él llegara un lejano día, cuando las cosas eran muy diferentes, y el pueblo comenzaba a levantarse trabajosamente en torno a un pozo de agua y unas tierras que, aparentemente, no valían gran cosa. Pero los años trajeron la prosperidad a la comarca, de la mano inapreciable del rico filón de mineral hallado casualmente a poca distancia de las primeras casas del que, en principio, sólo iba a ser un lugar de paso para diligencias, donde levantar una parada de postas, gracias a la presencia inestimable del agua y la vegetación y arbustos que, en su húmedo entorno, crecían como un oasis en medio de la desértica y árida llanura de Arizona.
Lo cierto es que el mineral resultó ser de plata pura, y el filón inicial dio paso al hallazgo de otras seis o siete vetas no menos ricas en el preciado metal. Eso hizo que Vado Calaveras prosperase rápidamente, creciesen sus casas y su población, y se convirtiera en el próspero punto habitado que era ahora, junto al viejo vado casi siempre seco, de un antiguo río desecado, pero que de vez en cuando mostraba manchas húmedas de filtraciones de agua subterránea tiempo atrás. Eso hizo que se canalizase una parte del caudal subterráneo, y ahora el riachuelo servía, entre otras cosas, para limpiar y lavar la tierra repleta de plata, o para que el ganado, que también lo había, abrevase algo más arriba, donde la tierra mineral no emponzoñase las aguas.
Matt Gregson se sentía feliz y honrado de ser el sheriff de aquel pueblo próspero y relativamente apacible, del que en su día expulsara a los pistoleros, tahúres y gentes de mal vivir allí afincadas a la llamada de la riqueza fácil, con la inapreciable ayuda de su compañero y comisario por entonces, Harry Hammer, ahora retirado por culpa de una invalidez parcial que le había reducido a una inactividad difícil de llevar para un hombre como él.
Las cosas habían ido bien durante unos años… hasta que aparecieron ellos.
Ellos…
Matt, con el rostro ensombrecido, cabalgaba sin demasiadas prisas, siguiendo el cauce del riachuelo hacia el punto donde un pequeño puente de troncos lo cruzaba, justo a la entrada del pueblo, con un indicador de tablas donde figuraba el nombre del lugar y su número aproximado de habitantes, bajo la muestra de una calavera blanquecina de cornilargo.
No pudo sonreír ni siquiera recordando eso. Bajo su lacio bigote canoso, Gregson tenía los labios apretados, en un rictus entre amargo e incrédulo. Bautizar aquel sitio con el nombre de Vado Calaveras fue en parte idea suya, al encontrarse con varias cabezas de reses peladas y blanqueadas a la cruda luz del sol de Arizona, a causa de la sed y de la ausencia de hierba, no lejos de donde precisamente se hallaba el manantial de agua, hacia el que su instinto sin duda las conducía cuando hallaron la muerte. La presencia de esas calaveras junto al vado seco, hizo que Gregson y otros pocos amigos suyos, fundadores como él de aquel pueblo, le pusieran tan tétrico nombre.
Pero no. No podía sonreír como a veces hacía, al evocar ahora esas viejas anécdotas de más de veinte años. No podía sonreír, después de haber averiguado lo que ahora sabía, lo que corroía su interior, haciéndole pensar mil y una cosas horribles y estremecedoras.
Ellos, los Encapuchados…
Habían aparecido de repente en la comarca, sembrando la muerte y el terror. Nadie sabía nada de ellos, nadie supo nunca nada de sus motivos ni de sus intenciones. Sólo se sabía que verlos aparecer era sinónimo de sangre y de horrores, de destrucción y de miedo. Matt se había propuesto averiguar quiénes eran, quién los dirigía y qué pretendían. Le había costado averiguarlo.
Y ahora que lo sabía, sentía pánico de su conocimiento. Estaba realmente asustado. El, que nunca tuvo miedo de nada ni de nadie, y que incluso se enfrentó un día solo, en la calle principal del pueblo, a Kelly Colt y a sus esbirros, en un duelo a vida o muerte.
Kelly Colt murió ese día, alcanzado por sus balas, lo mismo que dos de sus compinches. Los otros dos arrojaron las armas y se rindieron. Los colgaron una semana después, como culpables de varios asesinatos y el robo de las nóminas de la Sociedad Minera de Vado Calaveras.
Esa había sido la última hazaña de Matt Gregson. Desde entonces, el lugar había sido tranquilo, sin problemas de ningún género. La vida había sido para todos los habitantes próspera y apacible, gracias en gran parte a su veterano y enérgico sheriff. Cuando comenzó la amenaza siniestra de los Encapuchados, todo cambió.
Matt se sentía demasiado viejo para afrontar solo ese nuevo reto, pero aun así se propuso descubrir la verdad y terminar de una manera o de otra con la nueva plaga asesina.
De ese modo, casi por pura casualidad, y cuando menos podía esperarlo, dio con la espantosa verdad. Supo quién y por qué dirigía esas maniobras criminales. De momento, el estupor, la incredulidad, le hicieron sentirse aturdido. No reaccionó a tiempo al comprender cuál era la realidad que se ocultaba bajo aquellas negras máscaras cabalgando en la noche y asesinando sin piedad, dejando a su paso un rastro de fuego, de sangre y de muerte.
Tuvo que hacer un poderoso esfuerzo para fingir que no sabía nada, que no se daba cuenta de nada. Pero instintivamente, supo que aquella persona se daba cuenta de lo que sabía o sospechaba.
Y se sintió inmediatamente condenado. Condenado a muerte sin remedio.
¿De qué podían servirle sus revólveres, su capacidad de lucha, su valor, su indomable espíritu de hombre dispuesto a defender la ley y las vidas de sus conciudadanos, contra aquella fuerza incontrolable que había desatado una mente malvada, astuta y cruel como pocas?
Por eso ahora, de regreso a la población, su mente era una turbia confusión de ideas. Se preguntaba qué hacer y, sobre todo, cómo hacerlo. Aquel no era un asunto vulgar. No se trataba de derrotar a un pistolero o desafiar a un grupo de forajidos para acabar con ellos a tiro limpio si no abandonaban el pueblo. Era algo distinto. Y peor. Mucho peor.
Su caballo le iba aproximando lentamente a los arrabales de Vado Calaveras, visibles ya en la distancia, a través del fino e irritante polvo rojizo que levantaban las ráfagas de aire seco. Matt, erguido en la silla, tenía su mirada gris muy fija, distante, ensombrecida por oscuros y amargos pensamientos. Las preguntas se agolpaban en su mente, lacerándole con su insistencia.
¿Qué hacer ahora? ¿Cómo acusar a nadie de algo tan aberrante y espantoso? ¿Cómo probar, además, que sus sospechas eran ciertas? Nadie se iba a creer una sola palabra de su historia, eso era evidente.
La idea creció dentro de él, pese al temor que sentía en torno al futuro inmediato, posiblemente mucho más sombrío y amenazador para él de lo que imaginaba. Porque si aquella persona sabía que él había sospechado la verdad… ¿le dejaría intentar alguna acción para desenmascarar su siniestra confabulación? ¿No era cierto y bien cierto que una sola orden salida de aquellos labios significaba su muerte segura? Los Encapuchados nunca fallaban. Y eran demasiados para que un hombre solo se enfrentase a ellos. Cierto que podía intentar convencer a los demás de lo que había descubierto, en demanda de ayuda. Pero ¿le creería alguien una sola palabra? ¿No pensarían que se había vuelto un viejo chocho y ridículo al imaginar semejantes cosas?
Se sentía desolado, hundido. No, esto no era cosa de enfrentarse a tiros con nadie. Era precisa astucia, habilidad, inteligencia, para llegar hasta el final. Pero le faltaba tiempo. Tiempo…
Estaba seguro de que no iban a darle ese tiempo. Intentarían algo, y pronto. No le dejarían actuar, por miedo a que pudiera ser creído por alguna persona.
Se preguntaba, desesperado, a quién recurrir. Y no se le ocurría nombre alguno. La gente era demasiado simple, demasiado confiada para aceptar así como así algo tan retorcido, tan espantoso, tan inconcebible…
De pronto, su caballo hizo un extraño. Era un animal muy inteligente, con un instinto especial para intuir el peligro. Se paró en seco, olfateó el aire y agitó sus orejas inquieto, mientras movía la cabeza a un lado y otro.
Rápido, Matt salió de su ensimismamiento y miró a su alrededor, dirigiendo de modo instintivo la ruda mano callosa a la culata de su revólver de la cadera derecha.
—¿Quién anda ahí? —preguntó con tono brusco, tratando de localizar lo que había inquietado a su montura.
Silencio. Nadie respondió. Pero la hojarasca cercana a él tuvo un leve movimiento, se captó el crujido de unas ramas. Rápido, enfiló hacia allí su revólver, desenfundando en décimas de segundo. El largo cañón azulado apuntó hacia los arbustos, y el viejo sheriff amartilló el arma con dedo seguro.
—¡Responda o disparo! —conminó tajante—. ¡En nombre de la ley, salga de ahí quien sea!
No salió nadie. Matt Gregson se dispuso a hacer fuego. Y justo en ese momento otra arma restalló a su espalda. Fueron varios disparos seguidos, hechos con un rifle Wincheter de repetición. Y todas las balas iban enfiladas hacia su espalda.
Matt exhaló un grito ronco de dolor, de agonía. Giró sobre sí mismo encima de la silla, encarándose con su asesino. Descubrió, tras unos peñascos, la figura erguida, con la cabeza envuelta en una negra capucha de tela, con un par de orificios para los ojos. Manos enguantadas de negro empuñaban un humeante rifle que seguía haciendo fuego sobre él, inexorablemente. Desde los matorrales, una segunda arma abrió fuego esta vez, alcanzando al sheriff en el pecho y el costado. Al menos seis o siete orificios comenzaron a sangrar abundantemente.
Matt osciló en la silla, miró con ojos desorbitados al encapuchado asesino, y jadeó con voz ronca, expulsando burbujas de sangre entre sus labios:
—Sé… quién… eres… Lo… sé…
—¿Y qué, viejo inútil? —habló sordamente la voz tras la capucha, con un tono evidentemente forzado, para disfrazar su verdadero timbre—. ¿De qué te servirá en el infierno lo que sabes? Me di cuenta de que descubrías la verdad. Tenía que matarte, Matt Gregson, maldito idiota…
Un último disparo brotó del rifle, pero ya no hacía falta una sola bala más para acabar con la vida del sheriff de Vado Calaveras. Cuando se desplomó del caballo, estaba muerto, con el cuerpo cosido a balazos.
De detrás de los matorrales emergió un segundo encapuchado, armado con un voluminoso Colt de largo cañón, humeante aún tras los disparos asesinos unidos a los del otro criminal enmascarado situado entre los peñascos del lado opuesto del sendero. Ambos se miraron en silencio, sus ojos reluciendo cruelmente tras los orificios abiertos en sus caperuzas negras.
—Asunto arreglado —dijo fríamente el tirador del rifle, contemplando heladamente al hombre que yacía sobre regueros de su propia sangre, en medio del camino, mientras su caballo se alejaba, indeciso, vacía la silla de montar.
—¿Crees que realmente sospechaba algo el viejo Gregson? —dudó el del revólver.
—Con toda seguridad —afirmó rotundo el que parecía tener autoridad sobre el otro tirador—. Se lo noté en los ojos. De repente se dio cuenta de todo lo que pasaba. Tuvimos que hacerlo, no lo dudes. ¿O vas a sentir ahora remordimientos de conciencia?
—Sabes que no es eso. Sólo que me preocupan las consecuencias de esta muerte. Gregson era muy querido y respetado aquí.
—Pues entonces le harán unos buenos funerales, sin duda —dijo con sarcasmo el otro—. No podrá pedir más ese viejo entrometido…
Lentamente, los dos encapuchados se alejaron de aquel lugar. No lejos de allí, tras unos árboles, esperaban dos monturas en las que cabalgaron apresuradamente, perdiéndose en la distancia entre una acre polvareda.
Allí, en el sendero, quedó el cuerpo acribillado de Matt Gregson, con su placa de latón estrellado reluciendo entre manchas de sangre.