Capítulo 10

 

EL sol se alzaba sobre las crestas de las montañas cuando Conner aparcó su camioneta en la entrada de la casa de su abuelo. Manchas alargadas de color rosa se desperdigaban por el cielo cristalino dotando a las cumbres de las montañas de un brillo rutilante.

Conner se deslizó a la parte trasera de la casa y encontró a Joseph justo donde esperaba: sentado en la mesa de la cocina con una taza de café en las manos. Llamó a la puerta y la empujó con suavidad. Sintió que una sensación de calor le embargaba el corazón al ver que algunas cosas nunca cambiaban.

—Abuelo —saludó con una sonrisa compungida.

—Hijo mío. Pasa —invitó el anciano con los ojos iluminados de alegría—. Qué maravillosa sorpresa. Toma un poco de café. Hay mucho.

Conner sabía que sería así. Un Kolheek siempre era bienvenido a casa. La luz se colaba en la cocina y se sentó al otro lado de la mesa frente a su abuelo.

—Tengo que decirte algo.

—No hay nada que decir, Conner —contestó Joseph extendiendo sus nudosos pero suaves dedos hacia su nieto.

—Por favor —insistió Conner—, déjame aliviar mi alma. Tengo un gran peso en el corazón. Me ha pesado durante mucho tiempo.

Bajó la cara momentáneamente, pero antes de seguir hablando, alzó la vista y miró a Joseph a los ojos. Su abuelo merecía ese respeto.

—No me he comportado como el nieto bueno que mereces —continuó.

—Siempre me he sentido orgulloso de ti. Saliste al mundo y te labraste un futuro tú solo. Eres un hombre de éxito. Eres feliz. Es todo lo que siempre quise para ti.

—Pero no he sido feliz, abuelo.

Joseph quedó en silencio al escucharlo y Conner suspiró.

—¿Cómo puede ser feliz un hombre cuando se niega a aceptar la responsabilidad de su propia vida, de sus propias elecciones, e insiste en culpar a otro de su propia inadaptabilidad?

Joseph pareció querer hablar, pero Conner lo interrumpió.

—Te he estado culpando a ti, abuelo —continuó—. Te culpaba de haberme separado de mi padre.

—Solo eras un niño, Conner. Un niño tratando de sobrevivir.

—Pero ahora soy un hombre —respondió Conner—. Eso ya no es excusa. Ahora he recordado. Yo fui a ti en busca de ayuda, de cobijo, por el comportamiento temerario de mi padre. Quiero que sepas que ahora sé que tú solo actuaste como lo hiciste porque me querías. Que por eso enviaste a mi padre lejos en mi propio beneficio.

—Tu padre tenía buen corazón, Conner —dijo Joseph, cuyos rasgos orgullosos se mostraban llenos de pena—. Simplemente no pudo superar la pena por la muerte de tu madre. Intentó ahogarla y acabó matándose a sí mismo.

Conner sabía que su abuelo se refería al accidente donde murió su padre.

—Si no te hubieras peleado con papá... si no le hubieras obligado a dejarme contigo, yo habría estado en el camión aquella noche, ¿verdad?

Un hondo pesar se reflejó en la mirada del anciano mientras asentía en silencio. Los dos hombres se quedaron sentados, en mutua y agradable compañía, cada uno perdido en su pasado.

—Al principio me sentí tremendamente culpable de que le hubieras echado —dijo Conner rompiendo el silencio—. Y después de la muerte de papá, esa culpa se hizo demasiado pesada para mí y me dejé arrastrar por una visión distorsionada de la realidad y comencé a culparte a ti de todo. ¿Podrás perdonarme? —dijo esto último embargado por la emoción.

—No hay nada que perdonar, hijo mío. Te quiero. Habría hecho cualquier cosa por ti.

—Lo sé —dijo Conner, sin apenas poder hablar por la emoción—. Y quiero que sepas que yo también te quiero, y que te doy gracias por todo lo que hiciste por mí en aquellos años.

Extendió los brazos y tomó los de su abuelo. Durante un largo rato quedaron sumidos en una fuerte emoción.

—Quiero decirte... —Joseph se interrumpió.

Para Conner no había duda de que los sentimientos de su abuelo eran profundos y le impedían hablar.

—...que hice todo lo posible para hacer ver a tu padre que no debería echar a perder su vida por ser incapaz de salvar la vida de otro —terminó Joseph.

—Eso es lo que traté de decirle a Mattie —dijo Conner, irguiéndose—. Bueno, mis palabras no fueron tan elocuentes, pero... en mi forma inepta de decirlo, era el mensaje que quise darle.

—Ella te da paz —dijo el anciano sonriendo al oír el nombre de Mattie.

Atónito, Conner se inclinó un poco hacia él.

—¿Cómo lo sabes?

Pero aunque había puesto voz a la pregunta, se dio cuenta de que no necesitaba una respuesta. Su abuelo siempre había sido muy astuto para esas cosas.

—Todo lo que piensas que te ha dado —dijo Joseph—, tú también se lo has dado a ella, hijo mío. Hay un gran obstáculo que está tratando de superar, algo que ni siquiera había visto, y tú la has ayudado iluminándole el camino. Vosotros dos formáis un conjunto armónico.

Conner se puso la mano en la mandíbula a la vez que hacía una mueca.

—No estoy tan seguro de que ella piense lo mismo. Anoche ataqué a todo lo que ella quiere. Al trabajo al que dedica su vida, a su integridad, hasta a su sentido común. Creo que mis palabras han debido arruinar cualquier posibilidad que tuviéramos de estar juntos.

—Tonterías, hijo mío —rio su abuelo—. El Gran Espíritu nuestro Padre sabía lo que estaba haciendo cuando nos creó. Sabía que diríamos y haríamos tonterías. Por eso nos creó con la inmensa capacidad de perdonar. Lo único que puedes hacer, hijo mío, es ir a buscarla y confesarle lo que sientes en tu corazón.

 

 

Mattie observaba la superficie del lago en calma. Esperaba que la serenidad de aquel lugar pudiera tranquilizar las emociones tumultuosas que se arremolinaban en su interior.

Le alegraba que Brenda y Scotty estuvieran ya de camino a un lugar a salvo en otra parte del país. Mattie había hablado con una mujer en Albuquerque que estaba encantada de poder ofrecer a Brenda un lugar en el que vivir hasta que encontrara trabajo y pudiera valerse por sí misma.

Pero a pesar de haber intentado quedarse con esa estupenda sensación al volver de la estación de autobuses, finalmente la asaltaron otra serie de pensamientos en la que se presentaba como una noche muy larga y solitaria. No había parado de dar vueltas y terminó por saltar de la cama y salir de la casa. Envuelta en una gruesa manta de lana, había salido primero a la terraza para ver el amanecer sobre las montañas. Normalmente los colores del alba la llenaban de esperanza y optimismo, pero no había sido así esa mañana.

La desolación se cernía sobre ella como una pesada capa de cemento húmedo, así que decidió vestirse y dirigirse al lago para buscar algo de paz.

Darle la espalda a Conner la noche anterior había sido una de las cosas más difíciles que había tenido que hacer en toda su vida. Él le había dicho cosas muy necias sin razón, y lo que pensaba de ella, de su trabajo, le había dolido mucho.

Aun así, Mattie se había dado cuenta de que Conner estaba muy afectado por la presencia de Scotty. El niño había despertado recuerdos en él y Mattie había visto toda la angustia que el hombre estaba reviviendo. Sin embargo, le había dado la espalda y se había marchado. Lo había dejado junto al lago a solas con su tormento.

El único consuelo era que dos personas la estaban esperando... personas que dependían de ella realmente. Además, Conner en el estado de angustia total en que se encontraba, no habría aceptado su ayuda.

Parecía que el destino tratara de poner un obstáculo entre ellos.

Conner.

Nunca olvidaría el tacto aterciopelado de sus dedos en su rostro, ni tampoco la dulzura de sus besos, ni la forma en que hacía arder su cuerpo con un ansia que nunca antes había conocido. Pero por muy maravillosas que fueran todas esas sensaciones físicas, había otras cosas que nunca olvidaría de él. La bondad y preocupación que había mostrado hacia ella la noche que se conocieron, o la forma en que se había ofrecido a ayudarla con la cochera que quería reformar. Él la había hecho reír. También la había hecho pensar. La había hecho sentir viva.

Conner la había hecho ver que se había centrado tanto en su trabajo con las mujeres víctimas de abusos que estaba perdiendo otras facetas de su vida. Y por mucho que le costara admitirlo, se temía que era cierto.

El problema era que cambiar de ritmo en ese momento era poco menos que imposible. Las circunstancias la habían obligado a elegir una dirección cinco años atrás, y por muy solitaria que fuera, era su destino. Pero pensar en ello en ese momento le parecía una perspectiva tan sombría que no lo podía soportar. Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos y a caer por sus mejillas.

—Mattie.

Mattie dio un respingo al oír la voz de Conner. Se limpió con los dedos las mejillas húmedas y volvió la cabeza.

—Te he buscado por todas partes —continuó él acercándose más.

—Conner... —comenzó Mattie que no quería que él viera que había estado llorando—. De verdad, no tengo fuerzas para seguir discutiendo —dijo Mattie, exhausta después de haber estado despierta toda la noche.

—Estás disgustada —observó Conner.

Antes de darse cuenta, Conner se sentó junto a ella y le tomó las manos con ternura.

—¿Les ha pasado algo a la mujer y a su hijo? —continuó él.

Mattie lo miró. Su preocupación por Brenda y Scotty era sincera. Incluso después de haber cuestionado su labor ayudándolos a escapar de la ciudad, seguía mostrando su preocupación por la seguridad de ambos.

Mattie se dio cuenta en aquel preciso instante de lo mucho que amaba a aquel hombre. No se parecía a ningún otro que hubiera conocido antes. La intrigaba, la atraía, la cautivaba.

Tenía el pecho encogido como si tuviera una cinta atada fuerte alrededor.

—¿Alguna vez en la vida has sentido... —comenzó Mattie, asombrada de la forma en que su lengua desgranaba las palabras sin que ella pudiera detenerlas—, que quieres algo con tanta premura que realmente duele, y a pesar de ello sabes que nunca podrás tenerlo?

Durante unos largos minutos él no habló, solo se quedó allí sentado, mirándola. Mattie se sintió un tanto incómoda, segura de que él pensaba que había perdido la cabeza.

—¿Qué es, Mattie? ¿Por qué estás tan disgustada?

Ella quería admitir que su estado se debía a él, pero ¿de qué serviría? ¿No había decidido ya que su destino estaba en contra de lo que ella realmente quería? ¿Acaso no había decidido mucho tiempo atrás que el suyo era un camino que tenía que recorrer sola?

—No te preocupes. Brenda y Scotty están bien —suspiró y volvió la vista hacia la superficie del lago—. Solo estoy un poco triste, eso es todo. Me ocurre cuando la posada se queda vacía.

Las hojas de las ramas se mecían con el viento frío del otoño como un abanico gigante sobre sus cabezas.

—Pobre Mattie —dijo Conner, pero en su tono no había condescendencia—. Te esfuerzas tanto por salvar a aquellos que no pueden hacerlo solos, pero ¿quién te salvará a ti?

—No necesito que nadie me salve, Conner —contestó ella retirando sus manos de las de él.

—No te enfades conmigo. Yo no quería enfadarte. Todos necesitamos que alguien nos salve, en algún momento. Yo también lo necesitaba.

Mattie no pudo ocultar el asombro al oír aquella confesión.

—Y tú eres la persona que me salvó —continuó él—. Tú me convenciste para que buscara la verdad. Y lo hice. Fui a ver a mi abuelo esta mañana. Me ha perdonado. Nuestra relación es ahora más fuerte que nunca. Y todo te lo debo a ti. Nadie podría haberme convencido para desvelar el misterio de los sueños, excepto tú, así es que ya ves, tú me has salvado —dijo Conner tomando las manos de Mattie de nuevo.

Él sonrió, pero ella estaba demasiado abrumada para hacer otra cosa que no fuera mirarlo.

—Deja que yo te salve, Mattie —continuó Conner, con su voz sensual, suave como el terciopelo—. Déjame alejar de tu vida toda esa soledad.

Un miedo irracional se instaló en Mattie y se puso rígida. Solo quería huir de allí a toda velocidad. Trató de liberar su mano pero él no la dejó.

—Sabes que eso no puede ser, Conner.

—No tienes que renunciar a tu propia felicidad en aras de los demás —le dijo él.

—¿Sabes lo que me pides? —la ira volvió a aflorar en Mattie—. Traté de hacerte comprender lo importante que es mi trabajo. No puedo rendirme. Nunca.

—Pero yo no estoy diciendo que lo hagas, Mattie. No me estás escuchando, o yo no estoy hablando claro. Quiero estar contigo. Quiero ayudarte en tu causa. Cariño, de verdad creo que las cosas no ocurren por casualidad. Tú y yo nos encontramos por una razón. Tenía que ser así. Tú me enseñaste cosas que yo tenía que aprender y yo también puedo enseñarte cosas que tú tienes que aprender.

—Suena muy esotérico.

—La vida es un misterio —contestó él sonriendo más aún—. No tenemos que comprenderlo todo. Tú misma lo dijiste. Pero si el destino te hace un regalo, tienes que aceptarlo —Conner se detuvo—. Creo que el destino nos está regalando la posibilidad de compartir nuestras vidas. La cuestión es... ¿vamos a aceptarlo?

Conner la miraba con verdadera adoración, su hermoso rostro resplandecía de felicidad. Ella no podía creer lo que estaba oyendo, ni lo que veían sus ojos. ¡Realmente pensaba que podían estar juntos! Conner esperaba ansioso su respuesta.

—P... pero... pero —tartamudeó Mattie—, yo tengo una posada en Vermont y tú una empresa en Boston. ¿Cómo demonios vamos...?

Conner rio entonces, y besó las manos de Mattie. Sus labios eran cálidos al tacto.

—Mi vida, esos son detalles sin importancia. Estaré más que contento de empezar de nuevo. Eso es para que veas lo convencido que estoy de que tú y yo estamos hechos el uno para el otro.

Tanta seguridad la dejó sin aliento.

—Oh, Conner —susurró—. Creo que te he querido toda mi vida.

Los hipnóticos ojos negros de Conner buscaron el rostro de ella, sus dedos acariciando con ternura su mandíbula.

—Yo también te he querido siempre, Mattie —dijo, y la besó con una deliciosa sensación de posesión—. Siempre.