7

Picard se erguía en su puente de batalla como si éste fuese un carro de guerra. En las manos tenía las riendas de los que cargaban, en los ojos la imagen del enemigo. Incluso para Riker, que era un hombre imponente, Picard pareció de pronto un gigante.

Para toda nave había una situación que no podría salvar; ésta era la de ellos. A pesar de la primitiva programación de la cosa que estaba fuera, era muy eficiente y los tenía completamente a su merced. Iban a tener que enfrentarse con ella; no había forma de escapar.

Ahora llenaba del todo la pantalla, sin dejar ni un negro resquicio. Era una muralla fulminante, la típica cosa que hacía crujir el misterio. El cuerpo de batalla dirigió su gran cabeza de cobra hacia esa muralla y se lanzó hacia delante a toda la velocidad de que era capaz. Incluso el factor hiperespacial tres —cualquier factor hiperespacial— era impresionante y bastante aterrorizador para cualquiera que estuviese en su sano juicio.

En los últimos segundos, Riker cerró los ojos. Tuvo que hacerlo para aceptar el hecho de que estaba a punto de morir con el fin de salvar a los otros. Ése era su deber implícito, lo sabía; era el porqué de que la nave se hubiera separado. Cuando las cosas iban mal, el cuerpo de batalla resultaba prescindible. Se suponía que debían sacrificarse, interponerse en la trayectoria fatal. Ésa era la idea.

Su fuerte cuerpo se puso rígido. Sintió en la boca el metálico sabor del ataque anterior de la cosa y ahora…

La Enterprise se estrelló contra la muralla eléctrica en el centro exacto, produciendo un estallido pirotécnico acompañado de un ensordecedor «crack». Una sacudida de alto voltaje recorrió la nave, atacando cada panel, cada cuerpo vivo; una terrible convulsión sobre convulsión. Los espasmos los atormentaban, cada uno acompañado por un relámpago de luces enloquecidas. Riker oyó que Deanna chillaba cuando la acometió la entidad, pero no pudo siquiera volverse, no pudo siquiera mirar.

«Crack»… «CRAAAAAACK…»

Y la nave salió despedida por el otro lado… Una nave conmocionada, llena de gente conmocionada, arrastrando tras de sí una cola de fuego espectral.

—¡LaForge, vire hacia el interior de los asteroides! ¡Motores, aquí Picard…!

¿Cómo podía hablar? ¿Cómo podía modular aún sonidos de su garganta?

Riker volvió a intentar girarse, ahora hacia el capitán, y esta vez lo consiguió. Picard estaba acuclillado contra el asiento de mando, un codo trabado por encima del asiento, gritando por el intercomunicador.

—¡Motores! ¡Descarga de antimateria de emergencia cuando diga ya…! ¿Me reciben?

—Motores… eh, le recibimos… preparados cuando…

—LaForge, ¿hemos llegado ya a esos asteroides?

Tratando de pasar las manos a través del campo eléctrico que aún se arremolinaba a su alrededor, LaForge tecleó el curso en el terminal del timón. Cada vez que pulsaba, sus dedos eran asaltados por un voltaje que lo sacudía, pero él continuó hasta que la nave se lanzó hacia la polvorienta estela de desechos planetarios cercana al gigante gaseoso.

A través de una resplandeciente nube que llenaba el puente de mamparo a mamparo y de la base al techo, Riker se esforzó por ver a Picard y, más allá de él, a Deanna.

También ella estaba acuclillada, sujetándose con ambas manos a la barandilla, con el rostro vuelto hacia un brazo como para protegerse los ojos y tal vez muchas percepciones vitales de sí misma.

Pero un instante después fue la pantalla lo que captó su atención, a tiempo de ver que la cosa soltaba el hueso que llevaba para intentar coger el que se reflejaba en el agua. Sus colores se avivaron y se lanzó hacia ellos a una velocidad inimaginable. Lo habían conseguido: habían llamado su atención. Quizá demasiado bien.

—¡Capitán, va tras nosotros! —gritó por encima de los relámpagos eléctricos que los rodeaban por todas partes.

—¡Máxima velocidad! —tronó Picard. También él se volvió, miró y vio.

—Entrando en los asteroides, señor —gritó LaForge; a pesar de su visor, apenas era capaz de soportar la frenética danza de luces que lo rodeaba.

La voz de Picard resonó por todo el puente.

—¡MacDougal, descargue el depósito de antimateria… ahora!

Cuando fue disparada la descarga, sonó como si tiraran de la cadena de un gigantesco retrete. Se produjo un ruido de torbellino, luego un estremecimiento en las secciones inferiores. Era una drástica maniobra reservada para las fugas de obstaculización inesperadas, la nave regurgitó y descargó todo el contenido de su depósito de antimateria. La antimateria salió despedida de las barquillas y entró en el cinturón de asteroides. Cada vez que chocaba con materia en el vacío del espacio, se producía una explosión… una mayúscula. Una explosión que lanzaba sus tentáculos de fuego aquí y allá a lo largo de miles de kilómetros, de cientos de miles. Cada estallido y su correspondiente estela de detonaciones más pequeñas lanzaba ondas expansivas de materia/antimateria hacia el espacio, empujando a la nave hacia delante y sacudiéndola mientras ésta aceleraba para escapar.

La nave viajó a través de los asteroides y salió por el otro lado, pero en cuanto la antimateria fue despedida, la velocidad hiperespacial disminuyó y la marcha aminoró hasta lentitud de impulso. Todos los del puente fueron lanzados hacia delante al tiempo que la nave gemía por el esfuerzo de compensar la repentina pérdida de velocidad. Riker alzó un brazo para protegerse los ojos de las descargas que aún corrían desbocadas por el puente, y encontró la pantalla a tiempo de ver una sarta de explosiones de color amarillo brillante, grandes y pequeñas, todas cegadoras.

—Mantengan los escudos como prioridad —jadeó Picard—. Estarán débiles con sólo la energía de impulso, y puede que tengan que desviar la energía fásica para mantenerlos. Motores, ¿me reciben? —Continuaba aferrado como podía a su asiento y dirigiendo órdenes aquí y allá mientras observaba a la cosa instalándose en el cinturón de asteroides para alimentarse con las explosiones.

Luego, un último estallido de color y alto voltaje explosionó en el puente y les golpeó a todos como un inmenso cortocircuito. Pero aquello no perdió más tiempo. Silbó a lo largo del puente; en un movimiento que semejaba predeterminado se contrajo en una masa informe y se abalanzó sobre Data como si quisiera absorberlo. Lo golpeó violentamente, arrojándolo fuera del asiento. Data recibía ahora la totalidad del voltaje que hacía un momento atacaba a los demás. Fue arrastrado de lado y lanzado de espaldas contra la barandilla del puente, la fuerza no podía empujarlo más allá. Una envoltura de rayos infrarrojos que lo arrastraban se formó alrededor de él y lo sacudió. Dentro de ésta, Data se estremecía y jadeaba al ser estrujado, junto con el resto de su cuerpo, el sistema de bombeo que le servía de pulmones.

—¡No! —gritó Geordi. Esta vez la amenaza era conocida, y ni ésta ni la reacción de Geordi resultó inesperada… ni para Riker ni para Data.

Así que saltó Geordi de su asiento, Riker le aplicó una inmovilización de cuando jugaba en la universidad, y sus manos se cerraron como una presa en torno a un brazo de Geordi. En el mismo instante, Data, aprovechando un lapso entre estrujón y estrujón, gritó:

—¡No se acerque! Geordi…

La electricidad estática chisporroteó por la mano de Geordi al tenderla, pero la advertencia de Data le hizo retirarla. A través de su visor contempló la diabólica envoltura infrarroja, y ésta le escupió una advertencia extrañamente comprensible.

—¡LaForge, continúe con lo que estaba haciendo! —Picard se interpuso entre ellos. Examinó el campo de electricidad estática mientras éste chasqueaba alrededor de Data.

Riker dio un rodeo para acercarse a Data, manteniéndose justo fuera del alcance de la electricidad. Sólo una vez apartó la vista, el tiempo suficiente para comprobar cómo estaba Troi. Ella se encontraba en el nivel superior, aferrada a la barandilla, mirándolos por encima de la misma, su rostro marcado por la preocupación y la expectación. Pero de momento parecía estar bien, considerando las circunstancias.

—Capitán —comenzó Riker, tendiendo una mano como para calmar los ánimos—, si no podemos hablar ahora con esto…

LaForge avanzó, detenido sólo por la presencia de Picard.

—¡No! ¡Tenemos que sacarlo de ahí!

—Ésta podría ser nuestra única oportunidad —insistió Riker.

—Él no merece estar en su lista de candidatos a la muerte, señor Riker —dijo LaForge con amargura, a punto de gruñir.

—Lo sé —replicó Riker—. Lo sé. Retroceda. Es una orden. Capitán…

Picard describió medio círculo en torno al androide y la fuerza que lo retenía.

—Sí… sí… quietos todos. —Se acercó tanto que el campo estático le recorrió brazos y piernas y le puso la carne de gallina—. Data, ¿puede oírme?

El crepitar disminuyó de repente. Fue como si un globo reventase y se encogiera hasta su forma natural; colores desagradables, transparentes, que envolvían a Data y bullían en torno a él. Su respiración se hizo menos jadeante, pero aún le costaba reemprender el ritmo, el ataque proseguía. Tenía los ojos fijos en el tenuemente iluminado techo del puente de batalla, pero los movía como si desease comunicar algo. Parpadeaba, entornaba los párpados, luchando para hallar un significado a lo que captaba. Los brazos le destellaban junto a los flancos y sus manos, extendidas, se retorcían.

Riker se movió muy lentamente hacia el capitán, y habló en tono bajo, apenas por encima del susurro.

—Está teniendo lugar una especie de simpatía armónica. Como las ondas de radio que hacen vibrar un cristal. De alguna forma, él es compatible con esa cosa.

Picard asintió con un solo gesto.

—¿Data? —comenzó otra vez—. ¿Puede oírme? ¿Entiende lo que le estoy diciendo?

Durante un momento no hubo respuesta. Luego se oyó el más diminuto «Sí…».

La respuesta los atravesó como un cuchillo.

—Data, hábleme —le instó el capitán, utilizando su resonante voz como el eficaz instrumento que era.

—Yo…

—Continúe. Inténtelo con más fuerza. Le estoy escuchando. Continúe.

—Sub… circuito… com… com…

—¿Comunicación?

—Sí…

—Tenía la esperanza de oír eso. ¿Puede hablar con el ente?

Las perfiladas facciones de Data se contrajeron con frustración.

—No puedo… no puedo transmitir…

—Continúe intentándolo. Quédense quietos. Que nadie se mueva. Worf, informe.

Incluso el klingon se vio impulsado a bajar la voz ante el ataque del torbellino eléctrico sobre Data.

—Todavía está absorbiendo las reacciones de antimateria en el cinturón de asteroides, señor. No hay señal de cambio de curso.

—Les hablo a ustedes…

La voz de Deanna Troi era suave, pero esta vez tenía una inflexión que no reconocieron, algo que los hizo volverse a mirarla, a pesar de que Data estaba prisionero, mientras Deanna Troi descendía, rígida, hasta la cubierta principal. Riker le tendió una mano y ella la tomó, pero su expresión era la de alguien que estuviera mirando hacia una luz cegadora. La misma que Data tenía ahora, como si viese algo que no existía.

—Vuestro idioma —murmuró ella—. Puedo hablarlo.

Riker tenía la mano de ella en la suya, y ahora inició un vacilante paso que lo llevaría justo hasta su lado.

—No —dijo Picard en tono tajante, a la vez que hacía un gesto para que retrocediera.

Remachando su orden con un empujón apartó a Riker y se interpuso entre ambos, muy consciente de que la mano de Troi, ahora vacía, se tendía hacia Riker al alejarse éste… Así que al menos una parte de ella estaba allí…

—¿Quién es usted? —comenzó Picard con cautela.

—Todo… vosotros terminar…

—No le entendemos. No sabemos qué es usted —dijo el capitán con claridad.

Troi comenzó a temblar, un temblor desde lo profundo de los huesos que provenía tanto del propio esfuerzo de ella como del efecto de lo que estaba sucediéndole, fuera lo que fuese. A pesar del rechazo de Picard a los relatos de fantasmas, el puente fue bañado por una calinosa aura de sesión de espiritismo. La propia Troi era ahora como un espectro de edades oscuras, de edades en las que la ignorancia dejaba marcas indelebles en la imaginación de todos los hombres. Era un susurro de leyenda transferido al presente. Sus cabellos de ébano relumbraban bajo los destellos, y a pesar de todas las luces provenientes del atacante de Data, sus ojos eran del habitual ónice. Sin embargo, en aquella mágica bruma, era obra de una mente científica. Y en ningún momento pudieron olvidar que Data era víctima de aquello; el relampagueante torbellino se deslizaba en dirección a Troi ahora ya como resto informe.

Riker dio un vacilante paso hacia ella y se sintió agradecido porque Picard no lo detuviera.

—Deanna… —comenzó. Luego no tuvo nada más que decir.

Troi se obligó a hablar. Sin saber cómo, veían que la insistencia era de ella y no de alguien más.

—Vosotros… podéis acabar… esto.

El capitán entrecerró los ojos como si deseara ver las palabras. Algo en la forma en que ella había hablado lo impulsó a pedir silencio con un gesto a los tripulantes del puente.

La voz de ella era sólo un susurro ronco, aunque a su manera delicado. Pero tenía fuerza, una cualidad que Picard no había esperado oír en un momento como ése. Y cuando acabó la frase, aquello desapareció por completo. La fuerza la abandonó, ella pudo respirar profundamente, y los dibujos de luz que se reflejaban en su rostro comenzaron a desvanecerse.

Riker y Picard se volvieron al instante, y vieron que Data se parecía más a Data y menos a unos fuegos de artificio.

—¡Que nadie se mueva! —advirtió Picard—. Esperen hasta que se haya marchado del todo.

A pesar de la orden de Picard, Riker se deslizó hacia Troi manteniendo los ojos sobre ella mientras Data resplandecía fuera de su centro de atención; cuando ella se desplomó, él estaba casi a su lado.

El color desapareció del rostro de Troi, y ella cayó de forma tan brusca que estuvo a punto de escapársele por completo a Riker. Consiguió aferrarla por el brazo y evitar que se golpeara la cabeza contra la barandilla; pero la joven se sacudió igual que un pez fuera del agua hasta que él la pudo sujetar bien y tenderla sobre la cubierta. Se arrodilló junto a ella y le apartó los negros bucles de la frente; levantó la mirada a tiempo de ver que lo mismo le sucedía a Data.

El recio cuerpo del androide golpeó la cubierta produciendo un fuerte ruido sordo, y tanto Geordi como Worf acudieron a ponerle de espaldas. A causa de la penumbra que se había restablecido de pronto en el puente, parecía aún más desconcertado pero, a diferencia de Troi, estaba consciente.

Picard recorrió el puente con la vista para asegurarse de que el efecto eléctrico se había disipado por fin. Luego:

—Yar, ¿situación de la criatura?

—Aún está ocupada con los asteroides, señor —informó ella—, aunque va tras las explosiones de antimateria como sin criterio. No parece entender qué son esos trastornos. Parece no tener claro qué debe hacer.

—¿No nos sucede a todos lo mismo? —contestó Picard de malhumor—. LaForge, deje a Data con Worf y sáquenos rápido de aquí.

—Sí, señor… ¿rumbo?

—De regreso al platillo. Mientras aún tenemos oportunidad de hacerlo.

Dicho eso se arrodilló junto a Riker, que permanecía al lado de Troi con aire impotente.

—¿Está viva?

—Su pulso es como un bombo —replicó Riker—. En estas circunstancias, ¿quién sabe qué significa eso?

—Yo lo tomaría como un signo positivo —dijo Picard con tristeza—, puesto que es lo único que tenemos.

—¿Va a ensamblarnos de nuevo con el platillo, capitán? —preguntó Riker, aunque conocía la respuesta. Esta vez, el ensamblamiento no significaría que hubieran acabado los problemas. Bien al contrario. Significaría que habían fracasado por completo.

Picard miró la pantalla.

—No nos creamos a salvo aún. Tasha, comunique con el ingeniero Argyle e infórmele que vamos a recogerlos.

—Sí, señor; ahora mismo.

—Transmítalo en onda baja, y envíe un mensaje tan breve como sea posible.

—Sí, señor.

El capitán bajó la voz al volverse hacia Riker, y cogió la muñeca de Troi para buscarle el pulso.

—¿Qué saca usted de esas palabras que dijo… y… está en contacto con la misma cosa que contacta con Data? Riker meneó la cabeza.

—Es difícil de decir. Sea lo que fuere, no parece estar afectándolos a ambos de la misma manera. Ella no deja de hablar de esos… bueno, de esas personas como si las conociera, y no resplandece como ocurre con Data. ¿Se dio cuenta de que ella podía moverse? Era como si el campo eléctrico de la entidad se concentrara sobre él pero hablara a través de ella.

—Sí, pero esos mensajes que ella capta… ¿Cómo es de aguda su capacidad telepática? Nunca antes había visto nada parecido en Troi. Usted sabe tan bien como yo que la telepatía betazoide es poco frecuente y parece sobrenatural, pero resulta perfectamente explicable mediante la ciencia. Que se comporte como una médium no me lo creo.

—Si le sirve de algo —dijo Riker—, le confesaré que creo que ella tampoco.

—¿Qué fue lo que dijo? ¿Que nosotros podíamos acabarlo? ¿Acabar qué? —Se inclinó para acercársele un poco más y bajó la voz—. ¿Tiene usted alguna idea al respecto?

Riker se humedeció los labios. Así que para eso estaba un primer oficial. Para ofrecer hipótesis sobre cosas de las que nada sabía. Para inventarse respuestas a partir de la nada. Aunque a veces era ésa la mejor manera de obtener respuestas: continuar cavando hasta dar con roca o agua.

—Nosotros podemos acabarlo… Me pregunto si eso significa nosotros en concreto. ¿Podría haber estado hablando con las esencias vitales que Troi estaba detectando?

—O, más bien, ¿hablaban ellas a la cosa? Le diré qué haremos —declaró Picard con repentina convicción—. En cuanto los dos puedan sentarse, vamos a ponerlos al uno junto al otro y obtener algunas respuestas. Tenemos los mensajes en las manos, y lo único que sucede es que no los estamos interpretando del modo correcto. Ya es hora de hacerlo.

—¿Cómo está la consejera Troi, señor Riker? —Tasha Yar mantuvo la voz baja. Temerosa de atraer la atención hacia sí, posiblemente porque había abandonado su puesto en aquel momento delicado, para arrodillarse junto a Troi y se inclinó sobre ella, casi susurrando.

—No soy médico —fue la simple respuesta de Riker, en la que dio salida a su frustración. Si él tuviera tiempo para apartarse de su propio puesto, Troi estaría de camino hacia la enfermería auxiliar, pero no disponía ni de esos pocos segundos. Así que ella permanecería allí, en sus manos, al alcance de su vista, bajo los pocos cuidados que pudiera proporcionarle.

—Señor, ¿vamos a comunicar con la sección del platillo? —preguntó Yar. Lo miró con unos ojos que deseaban que todo marchara bien, y parecía tan inocente y esperanzada como un dibujo de Disney.

—No creo que tengamos muchas opciones —contestó él—. No ha funcionado. Nos habituamos a las situaciones que salen bien, y no sabemos encajar una que no lo hace. Azares del riesgo, eso es todo, teniente. —Él le hizo con la cabeza un gesto para indicarle que regresara a su puesto, pero ella no se marchó.

—¿Señor Riker?

—¿Sí, qué quiere?

—Señor… fue idea mía el separar los módulos. —Tasha hizo una pausa, deseando volver a captar la atención de él. Cuando lo consiguió, apretó sus finos labios y preguntó—: ¿Debo presentarle mis disculpas al capitán?

Riker penetró involuntariamente en el anhelante pozo de aquellos ojos, sólo durante un momento. Estaban realzados con una sola pincelada de perfilador y un toque de rímel; no mucho, como si no estuviera acostumbrada a su feminidad y ésta la cohibiera. Riker se sintió fascinado por esas finas líneas marrones, ahora un poco desdibujadas. Tasha Yar era toda buenas intenciones. Si Riker no hubiese revisado los expedientes de los oficiales del puente cuando recibió su destino, les habría echado una sola mirada a aquellos ojos y al cuerpo flexible y esbelto que animaban, y la hubiese resignado a la enseñanza de todos los párvulos de la Enterprise, los cuales se habrían alegrado todas las mañanas al ver aquel rostro.

Se sentía en ese preciso momento como si ella fuese la niña y él, el maestro. No había nada en su rostro, en sus ojos, que le recordara su crianza en una patética y desvirtuada colonia, aunque Riker pensó en ello. Una colonia que de hecho se había separado de la Federación. Su economía se hundió al cabo de tres décadas de esa secesión. En aquella lejana colonia, las bandas se convirtieron en los únicos gobernantes. No se parecía a nada ni a ninguna parte tanto como a la época inmediatamente posterior a la Revolución francesa; un lugar donde un mal sistema había sido derrocado en nombre del pueblo y reemplazado por algo enteramente peor; un lugar cuya vida cotidiana hacía que el reino del terror pareciera organizado. Turbas, bandas, lujo de unos, hambre de otros, padres que enseñaban a sus hijos a vivir solos porque la autosuficiencia significaba supervivencia. Una supervivencia como la de las ratas en la basura. Y entre ellos, Tasha. Sobreviviendo. Huyendo. Peleando cuando tenía que hacerlo, comiendo cuando podía. Desarrollando la firmeza que le permitiría un día ascender en un tiempo récord a jefe de seguridad de una de las principales naves estelares. No sucedía todos los días.

Era una forma horrible de crecer. Demasiado rápida, dura e implacable. Tasha se había perdido todas las cosas mejores y más típicas de las muchachas: las risillas disimuladas, el esconderse las unas detrás de las otras; los enamoramientos de ojos deslumbrados y la maravillosa ingenuidad que le permite a una chica formarse ilusiones a primera vista. Tasha no había conocido espejos ni melindres, y si hubiera habido espejos, ¿no habría retrocedido ella ante la adolescente flaca que llevaba el pelo corto para parecer un chico? ¿Un muchacho era menos susceptible de atraer la atención de aquellos que sacaban a relucir su salvaje y cruel condición en la práctica de la violación? Desde el día en que su madre sacó un cuchillo y cortó la trenza, larga hasta las rodillas, de su hija de cuatro años, Tasha había aprendido a tratar con el mundo.

Sin embargo, en ese momento podía mirarlo con esta absoluta pureza, con esa completa fe en él y en todo lo que veía cuando miraba a su oficial superior, todo lo que significaba la Flota Estelar para alguien crecido bajo el desgobierno de la peor ralea. Al mirarla ahora, media tonelada de responsabilidad le cayó encima. ¿Qué podía decirle que no mellara esa incorruptible fe? Esa fe era su fortaleza, la causa de que hubiera conseguido ser una excelente oficial y no la mujer en que habría podido convertirse de haber cedido al encanallamiento al que parecía destinada.

Alargando una mano por encima del cuerpo de Troi, que ya comenzaba a moverse, Riker asió el codo de Tasha.

—Haga lo que haga —le dijo—, no se disculpe.