11

Troi se paseaba por el exterior de la cámara de aislamiento con los brazos cruzados, muy ceñidos al cuerpo. No conseguía entrar en calor. La había irritado su frustrado intento de hallar las palabras adecuadas para explicarle sus percepciones al capitán, una exposición lo bastante gráfica como para hacerla llegar hasta allí y haber evitado este experimento de la cámara. La mente era su campo profesional, y esa clase de distorsión mental siempre la había irritado. La mente no necesitaba que la forzaran hasta deformarla para entenderla, ni para hacer que entendiera. ¿Qué hombre era Picard, sometiéndose a esto por la pequeña probabilidad de que eso ayudara a que su decisión fuera un poco más fundamentada de lo que sería en caso contrario?

—Tome un poco de café, Deanna —propuso la doctora Crusher, que había perdido la cuenta de los pasos que Troi había dado entre la cámara y el monitor.

Troi interrumpió en seco su paseo.

—¿Cómo está? ¿Lo sabe?

—Estable, físicamente. El encefalograma es un poco errático, pero nada que yo calificaría como inesperado.

Sacudiendo la cabeza, Troi dijo:

—Tengo que estar más afectada de lo que creo para dejarle hacer esto. Nunca he aprobado estos procedimientos.

—Si el capitán sale de ahí siquiera un poco más seguro, todo esto habrá valido la pena.

—No estoy convencida —replicó Troi.

—Siéntese, ¿quiere? —Crusher ordenó al dispensador una humeante taza de café y se la entregó a Troi; de hecho tuvo que cerrar la mano de la consejera alrededor de la taza—. Beba el café. Y olvídese del capitán por unos minutos. Le garantizo que él se ha olvidado de usted por completo.

—Eso es lo que me preocupa. Crusher volvió a sentarse y asintió con la cabeza, comprobó de nuevo los monitores; los encontró sin cambios; luego cruzó las piernas e intentó seguir su propio consejo.

—¿Y qué me dice de usted? ¿Qué está haciéndole a usted? Los negros ojos de Troi estaban fijos, y a la vez desenfocados, sobre el café.

—Están sobre mí cada segundo. No me dan descanso… estos extraños… Están tan desesperados, Beverly… y es una intimidad imposible de describir. No creo que ni un betazoide puro pudiera comprenderlo. Intenté con tanto ahínco hacérselo entender al capitán… y a Bill…

Crusher se inclinó hacia delante y le apretó una muñeca a Deanna con intención tranquilizadora.

—No se lo tome demasiado a pecho. El estaba haciendo lo que creía más correcto.

—¿Usted cree?

—Creo que sí.

Troi sintió que sus labios se tensaban en su lucha contra la avalancha de emociones.

—Desearía que el uno o el otro pudiera estar… en otra parte.

—Ya lo sé —dijo la doctora, haciéndose cargo—. Es difícil tratar con alguien que reaparece desde nuestro pasado. Especialmente cuando se está en desacuerdo.

—Esperaba su apoyo —dijo Troi con una voz que se le quebraba—. Nos conocemos mejor que cualquier otra persona de la nave. Pensaba que él, de entre todos, defendería mi postura.

—Su trabajo no es el defender sus posturas, Deanna, usted lo sabe. En cualquier caso, su deber es asegurarse de que el capitán mantiene claras las ideas y controla todas las implicaciones de una situación crítica.

—Oh, Beverly, no es eso lo que estaba haciendo. Podía sentirlo. Creía de verdad lo que decía.

—Tiene derecho a ello —contestó Crusher con voz de efectos calmantes—. El tenerse mutuo afecto no implica que tenga que haber comunión de ideas. Uno tiene derecho a no estar de acuerdo.

—Eso ya lo sé, pero…

—¿Cuánto hace que se conocen?

—Oh, casi cinco años. —Un cálido caracoleo nostálgico suavizó la turbada expresión de Troi—. Pasamos una alegre temporada juntos hasta que él decidió dedicar su vida a una misión larga. Hubo una época en la que planeamos un futuro común… antes de darnos cuenta de que deseábamos cosas diferentes de la vida. Era galante y caballeroso, como es ahora… tal vez un poco brusco y arrogante…

—Como es ahora —apuntó Crusher con una irónica sonrisa.

Troi asintió con la cabeza.

—Esto —comentó, abarcando con la mirada la totalidad de la Enterprise—, fue una coincidencia que ninguno de los dos habíamos previsto.

—¿Por qué usted lo llama Bill cuando todos los demás lo llamamos Will?

Las mejillas de Troi se ruborizaron y ella consiguió esbozar una tímida sonrisa.

—No sabía que fuera tan obvio.

—No lo es. Yo soy asombrosamente observadora, ¿sabe?

La delicada sonrisa de Troi se hizo más ancha.

—«Bill» suena como una palabra del idioma betazoide. Una palabra que me gusta… me recuerda mi infancia allí. No tiene traducción, pero tenía que ver con… oh, no debería contárselo. No me gustaría comprometerlo.

—Continúe —dijo la doctora con un brillo travieso en los ojos—, comprométalo.

—Bueno, significa…

—¿Sí?

—Crema de afeitar.

—¿«Bill» significa «crema de afeitar» en betazoide?

A Troi le dio un golpe de risa que subía burbujeante desde su interior.

—Esa palabra siempre me recuerda la marca de crema de afeitar que solía usar mi padre. Tenía aroma a pinos y…

—¡Oh, eso lo explica! —dijo Crusher—. Las impresiones latentes de la infancia, del aroma al pino… paternal. ¡Ahí lo tiene! ¡No es Riker quien la atrae, son los pinos! Y yo me considero que soy una psicóloga sólo regular. Es más, Deanna, creo que esto me gusta. Espere a que Wesley se entere. Crema de Afeitar Riker.

—¡Beverly, no será capaz!

—¿Ah, no? Correrá como la pólvora entre todos los que cuenten menos de veinte años…

Tenía el rostro animado por una expresión conspiradora cuando la puerta de la enfermería se abrió de pronto. Geordi entró como un rayo y sin la menor vacilación señaló con un dedo la cámara de aislamiento y dijo:

—Sáquenlo de ahí. Tenemos problemas.

—¿Capitán? ¿Capitán? ¿Jean-Luc, puede oírme? ¿Jean-Luc?

Él oyó la voz. De hecho, la había estado oyendo durante lo que parecían años. Avanzó hacia ésta a través de una terrible oscuridad, un túnel en espiral con paredes vidriadas, y tras una eternidad abrió los ojos.

—¿Jean-Luc? —Crusher se inclinó sobre él con la preocupación grabada en sus facciones.

Él sintió que la cólera le afloraba al rostro, el esfuerzo de intentar hablar cuando su cuerpo casi había olvidado cómo hacerlo. Se sentía traicionado y enfurecido, quería exigir una explicación de por qué lo habían dejado ahí dentro durante tanto tiempo; por qué habían tenido que hacerle pasar por eso; por qué habían dejado que el fenómeno lo devorara a él y a todo lo que para él era precioso.

—Funciones neurológicas acercándose a lo normal, Bev —dijo alguien detrás de ella. Otro médico. ¿Cómo se llamaba? ¿Mitchell? Sí, el neurólogo.

—Por fin —suspiró ella—. Jean-Luc, ¿entiende usted lo que digo?

Él logró indicar que sí con la cabeza, y sus venas latieron a modo de protesta. La forzó a moverse, descubrió que su cuello no estaba en mejores condiciones, pero ahora era capaz de ver a la consejera Troi de pie junto a su cama con una expresión semejante a la de Beverly. Su enfado comenzó a disiparse lentamente al poder diferenciar la realidad del sueño. Como si estuviese emergiendo de una vívida pesadilla, tuvo que avanzar con cuidado, decidiendo punto por punto qué era real y qué no lo era.

—Dios mío… —dijo con voz áspera. Una voz que sonó como grava—. ¿Cuánto… cuánto tiempo…?

—Más de catorce horas en aislamiento —respondió Crusher—, y nos ha llevado otras dos horas más despertarlo. Ya le dije que no quería hacer esto.

—Catorce —articuló él—. Pareció más…

—Guarde silencio mientras estabilizamos sus constantes. Relájese.

Dejó caer la cabeza nuevamente sobre la almohada, fijó la vista en el techo y susurró:

—Dios mío…

Permaneció allí tendido, consciente de la incansable mirada de Troi pero incapaz todavía de fijar sus ojos en ella, con la mente atiborrada de confusión. Era como despertar de una larga, distorsionada, inexorable pesadilla y no saber con seguridad qué partes eran sólo sueño. Esa somnolencia permanecía con él en los charcos de sudor que tenía entre los dedos de las manos —sus preciosos dedos que creía desaparecidos— y en el frío de sus pies que no entraban en calor. Finalmente oyó su propia respiración. Desigual, pero era una alegría volver a escucharla. Se concentró de una forma tan singular en ella que cuando la puerta de la enfermería se abrió con un sonido sibilante él se preguntó por qué su respiración sonaba de ese modo. Sólo cuando la gigantesca estructura del teniente Worf se encumbró por encima de la consejera, comenzó Picard a separar la realidad de la ilusión.

—Usted dijo que se pondría en contacto con nosotros cuando estuviera despierto —tronó Worf a Crusher.

—Dije que les avisaría cuando estuviera estabilizado —le contradijo Crusher con severidad—. Y aún no lo está. Los llamaré cuando lo esté, no se preocupe, teniente.

Pero Worf no se marchó.

—Es prioritario, doctora.

—Creo que tendrán que esperar.

Picard alzó una mano entumecida.

—Teniente —luchó para decir—, informe.

—Sí, señor. Hemos tenido que sacarlo del aislamiento antes de tiempo porque ha surgido una nueva emergencia. El comandante Data se ha llevado una lanzadera y ha entrado en el sector donde fue vista por última vez la entidad para intentar contactar con ella, y el comandante Riker ha salido tras él en una cápsula de exploración.

—¿Qué…? —Picard estaba ya a medio descender de la cama cuando se lo impidieron por la fuerza la doctora, el neurólogo y dos internos que consiguieron apartar a Worf del camino con un empellón—. ¿Qué? ¿Cuándo?

—Riker hará unas dos horas, señor. Estamos en contacto con él, pero no ha encontrado a Data. Mantenemos las comunicaciones al mínimo, por supuesto.

—¿Qué clase de absurdo…? Póngame en pie.

Crusher hizo un gesto con la cabeza y pidió un estimulante.

Picard contempló incrédulo cómo ella le aplicaba una inyección en su brazo. La situación tenía que ser aún más delicada de lo que estaba captando su brumosa mente.

—Una sola advertencia: no haga ningún movimiento rápido durante una hora, aproximadamente —le dijo, mientras los dos internos lo ayudaban a recuperar la verticalidad.

—Me temo que lo único que podrían quedarnos —contestó él— son movimientos rápidos.

Mientras se adaptaba a sus recién recobradas piernas, su vista descansó sobre Troi que lo contemplaba expectante a pocos pasos de distancia, ahora con expresión tensa y esperanzada; quería saber qué había experimentado él, qué había decidido, aunque tenía miedo de preguntárselo. O tal vez era lo bastante sensible como para saber que no tenía que preguntarlo; él se lo diría cuando estuviera preparado. Sí, era algo que estaba allí. Él lo veía ahora al mirar los grandes y exóticos ojos de ella.

Él le tendió una mano y dijo con firmeza:

—Consejera, ¿quiere escoltarme hasta el puente? Esta situación ya ha ido bastante lejos.

—Riker a Data. Riker a Data. Sé que está ahí fuera. Hábleme. No me obligue a tentar la suerte. Estoy captándolo apenas con los sensores en corto alcance, pero si me obliga a ampliar el cono sensor, esa cosa nos localizará y los dos estaremos acabados. ¿Me recibe?

Era la cuarta vez que lanzaba esa amenaza y la cuarta vez que fracasaba. Estaba echándose un farol; no tenía en absoluto la lanzadera de Data en las lecturas. Pero si Data pensaba que la tenía… bueno, así es el juego. Estaba a medio camino del sistema solar, viajando a media velocidad sublumínica. En el monitor de popa, la Enterprise flotaba con abandono de gran dama a través del negro espacio, a merced de aquel diabólico riesgo que corría; su opalescente casco y barquillas en apariencia completamente abiertas a un ataque. Incluso desde donde estaba podía ver lo bajo de su nivel de energía. Las secciones de impulso y propulsión hiperespacial, que por lo general relumbraban con brillantez, ahora aparecían empañadas. La sarta de luces que rutilaban en sus ventanas regulares eran ahora mortecinas rendijas, y había menos de las que él querría ver.

Ésta era la perturbadora imagen de la nave estelar para Riker, una versión mortecina de una nave que en otras circunstancias no tenía miedo de manifestar su poder. Hoy no se atrevía, al menos no de momento. No hasta que pudieran luchar contra lo que se enfrentaban.

—Vamos, Data. Deje de hacerme sufrir —refunfuñó mientras ajustaba la batería de equipos sensores de su terminal del timón.

La cápsula de exploración estaba cargada de sensores, era prácticamente toda sensores, de proa a popa, incluyendo la mayor parte de su revestimiento exterior. Su parte inferior estaba concebida para ceñirse a atmósferas, sus dos tramas sensoras laterales diseñadas para recoger lecturas con asombroso detalle, hasta el punto de captar los cambios de los vientos, el curso de las tormentas e incluso los movimientos de microorganismos. Por lo corriente nunca se la utilizaba más que para explorar, pero hoy era la mejor apuesta para encontrar a Data. Más pequeña y algo más rápida que una lanzadera, sus finos sensores podían lanzar un rayo más estrecho y obtener información más exhaustiva y clara empleando menos energía que cualquier otra nave de las que tenían a su disposición, lo que incluía desenmascarar el improvisado dispositivo de camuflaje de Data. Primera regla de la táctica: llévate un caballo mejor que el enemigo.

Por supuesto, estaba haciendo caso omiso de lo obvio, era dable que avanzara en una dirección completamente errónea y que Data se encontrara a millones de kilómetros en el lado opuesto. Pero si Data tenía una parte de sí lo bastante humana como para moverse sólo por instinto, éste le diría que se dirigiera hacia un sistema solar, donde se originaba la vida, donde ésta germinaba. Donde podría estar la entidad.

Así que el turbulento gigante gaseoso fue una vez más el compañero de Riker en el espacio, junto con el quebrado cinturón de asteroides, ahora, gran parte de estos planetoides convertida en fragmentos, y polvo liberado después de la descarga de antimateria de la nave. Extraño… en la Enterprise esta distancia no parecía tan grande. Sin toda la masa de la nave estelar en torno, Riker tomaba clara conciencia de la totalidad de la perspectiva, y aunque le llevara una cantidad de tiempo directamente proporcional, la búsqueda exageraba la distancia que estaba cubriendo. Su cápsula parecía pequeña en la inmensidad del negro paisaje. Parecía… demonios, es que era pequeña.

—Data, adelante, por favor. —Volvió a intentarlo, al tiempo que estrechaba el rayo de comunicaciones y conseguía alargarlo unos cuantos kilómetros más. Eso implicaría un barrido más amplio, un riesgo. Moviendo los controles con tanta delicadeza que apenas pudo percibir los cambios en las pantallas, se humedeció los labios y murmuró—: Vamos, Data, no me obligue a vivir con esto.

—Aquí el comandante Data. Señor, por favor, regrese.

Riker dio un respingo y se quedó mirando como un tonto la consola durante un momento, tras lo cual saltó hacia ella.

—¿Data? ¿Me recibe?

—Lo recibo, señor. Su persecución es una imprudencia.

Riker abrió la boca para espetarle un insulto o una orden, pero contuvo la respiración y cambió de tercio al instante. Trabajando a toda la velocidad que podían desarrollar sus dedos, intentó forzar al mínimo los sensores para que localizaran a Data sin emitir la energía suficiente como para atraer a la entidad. Hizo una pausa, respiró, contó hasta diez, y dijo lentamente:

—Data, sé qué está intentando hacer. Geordi me lo ha contado. Sé que es debido a mis comentarios, y quería explicarle… que estaba equivocado. No tenía ningún derecho a decir esas cosas.

—Se lo agradezco, señor. Eso no cambia lo correcto de sus afirmaciones. Usted me ayudó a tomar conciencia de mi realidad, y por eso le estoy agradecido. Estoy recibiendo lecturas erráticas del fenómeno, señor. Parece estar desapareciendo y entrando en contacto. Si vuelve a sondearme, puede que me encuentre lo bastante cerca como para trasmitir.

—Eso podría matarlo. No lo intente. Tenemos otras formas de luchar contra esa cosa.

—Luchar no es inteligente en este momento, señor. Utilizaría nuestra propia energía contra nosotros.

—Worf podría haber encontrado la forma de obviar eso —dijo Riker, minimizando el riesgo de su apuesta—, pero lo necesitamos a usted para establecer la teoría. Dé media vuelta y regresemos mientras podamos.

Se produjo una pausa lo bastante larga como para poner nervioso a Riker. Finalmente utilizó el teclado y dijo:

—¿Data? Cambio a visual.

Al decirlo, la pantalla de su derecha parpadeó y se enfocó, proporcionándole una tranquilizadora imagen del rostro de Data con algunos parásitos.

—Data, escúcheme. Quiero que regrese conmigo. Es usted demasiado valioso como para perderlo en este descabellado plan de comunicarse con esa cosa. Sea razonable.

La expresión de Data era de pesar, pero había resolución cuando dijo con tono pensativo:

—Incluso aunque no pudiera encontrar una forma de comunicarme con eso, señor, tendría que continuar con mi indagación acerca de mi naturaleza.

A pesar de que sabía lo que se avecinaba y se odiaba por haberlo provocado, Riker formuló la pregunta a la que había sido conducido:

—¿Por qué?

—Tengo que averiguar si hay algo en mí que el fenómeno reconozca como esencia vital. Tengo que saber si hay en mí la suficiente humanidad —explicó Data morosamente—, como para ser destruido.

Riker miró con los ojos entrecerrados la iluminada pantalla.

—Data, reconsidérelo. No es muy lógico, ¿verdad?

—No, señor. Pero ésta podría ser mi única oportunidad de descubrir si soy un ser vivo, o incluso humano. Y si la entidad no me absorbe —concluyó, con una impasibilidad más que perturbadora—, tendré mi respuesta. Sabré cuál es mi lugar.

—Su lugar está entre nosotros —le contestó Riker—. Eso lo sé ahora. Usted está haciendo algo que ninguna máquina haría. Para mí es suficiente.

Entonces sucedió algo notable. Data le sonrió. Fue una simple sonrisa espontánea, aniñada y enternecedora, y dio la impresión de que ni siquiera era consciente de ella. Los sulfúreos ojos del androide chispearon con una calidad animada que Riker nunca había detectado cuando estaba en la misma habitación que él; pero también era el tipo de sonrisa teñida de pesar. Riker se daba cuenta —había visto las suficientes sonrisas— de lo que significaba.

—Picard a Riker. ¿Me recibe?

Dio un respingo, sobresaltado por aquella voz completamente diferente que de pronto irrumpió en su sistema de comunicaciones, y activó los puntos reflejos adecuados.

—Data, permanezca a la espera.

La pantalla se apagó y él pulsó otra tecla.

Enterprise, aquí Riker.

—¿Qué demonios cree que está haciendo ahí fuera, número uno?

—Estoy a punto de precisar la posición de Data, señor. Ya casi tengo la triangulación del transportador sobre él.

—¿Lo tiene localizado? Se halla fuera del alcance de nuestras comunicaciones de baja potencia.

—Sí, señor, ahora mismo estoy hablando con él. Al menos estoy intentando hacerlo.

—¿Está teniendo algún éxito con su hipótesis? Es, con toda probabilidad, el único ser con el que la entidad se ha topado que se sitúa a caballo entre un ser vivo y una máquina. Podría ser nuestra única posibilidad de comunicarnos.

—Es cierto, señor, pero yo sinceramente creo que hay más riesgo que beneficio, en especial para Data.

—Entonces no se entretenga ahí fuera. Obtenga la triangulación sobre él y los transportaremos a ambos a bordo. No puedo permitirme perderlos a los dos. Tendremos que hablar más tarde sobre esas dos naves de las que se han apropiado. Téngalo por seguro.

—Sí, señor, lo entiend… ¡Data! ¡Deténgase!

—¡Riker, qué sucede! ¡Informe!

—Está apuntando las armas de la lanzadera, capitán; va a disparar a ciegas para atraer a esa cosa. Data, desactive esas armas. Es una orden.

—Lo siento, señor —contestó Data con calma—, pero tengo que atraer su atención antes de que entre en su radio de acción. No creo que la cápsula emita la energía suficiente como para atraerla mientras esté todavía a esta…

—¡Riker! —La voz de Picard salió disparada a través del sistema—. Estamos captando lecturas de una gran concentración de energía. ¡Tiene que estar justo encima de él! ¿La ve usted?

—Fin de conexión —repuso Riker. El sudor le caía por la frente; al apagarse la pantalla, estaba empapado.

En el espacio, delante de él, la recia lanzadera fue empequeñecida por la excesivamente conocida y monstruosamente espectral imagen que se había convertido en su pesadilla. Avanzó hacia Data a la velocidad de la luz y se tragó la cápsula entera mientras Riker observaba, impotente, como aquello ocupaba la mitad de su campo de visión. Mientras devoraba la nave de Data, tendió sus eléctricos tentáculos hacia Riker.

Con un escalofrío corriéndole por los brazos, golpeó con un puño el conector de comunicaciones.

—¡Enterprise! ¡Transpórtennos a bordo! ¡Ahora!

La típica sensación de náusea producida por el trasportador comenzó casi instantáneamente. El capitán tenía que estar preparado para esto, debía de haberlo previsto. Riker se entregó al efecto, como si eso pudiera servir de algo, y centró su vista en la pantalla mientras sentía que se desmaterializaba. Pero por un momento alzó los ojos y pudo ver cuando la lanzadera era hecha pedazos; sus diminutos motores de impulso estallaron en una formidable explosión.

Unos agónicos segundos más tarde, la realidad circundante a Riker en la cápsula de exploración desapareció y las paredes gris oscuro de especial textura de la sala del trasportador comenzaron a formarse alrededor de él. Por encima de él la suave iluminación; por debajo, la fulgente plataforma; detrás de él, otra figura que se materializaba.

Tendió la mano tan pronto como pudo, pero retrocedió instintivamente ante la crepitante envoltura eléctrica que rodeaba una vez más a Data. Esta vez parecía tener un propósito determinado…, ¿o lo estaba imaginando?

—¡Data! —gritó sin pensar.

La electricidad chasqueó unas cuantas veces más y luego desapareció. Riker avanzó hacia Data al instante. Justo a tiempo de cogerlo.

La plataforma resonó al aparecer de la nada el capitán Picard y Geordi LaForge. Se arrodillaron junto a Riker y el desplomado Data. Sus ojos de androide miraban hacia arriba, al infinito. Su corazón continuaba latiendo obediente. Su pulso seguía tamborileando de forma regular. La biomecánica continuaba haciendo funcionar el armazón que él llamaba su cuerpo. Pero la esencia vital que había poseído una valentía que ninguna máquina podía duplicar…

Había desaparecido.