7
REUNIÓN
Una habitación destartalada en un típico hotel de ciudad de provincias. Una habitación decorada al estilo de 1916 y que no se ha renovado desde entonces. La carpintería, incluyendo el interior de los marcos de las ventanas, era de un feo color nogal que había ido oscureciéndose. El papel de pared, que tenía burbujas allí donde se había metido aire entre él y el yeso de la pared, presentaba un estampado de flores rojas ya desvaídas. Parecían chinches desfilando pared arriba en formación perfectamente simétrica. Del centro del techo colgaba una lámpara en la que cada bombilla estaba cubierta por una campana de cristal.
En el interior, una chica joven y un hombre mayor. El cabello de él es canoso, usa gafas gruesas y lleva puesto un blusón blanco para no ensuciarse la ropa. Ella está sentada frente a un espejo con luz propia para maquillarse y el resplandor de las bombillas ilumina su rostro como un foco. Tiene la parte superior del cuerpo cubierta con un trozo de tela para no mancharse la ropa. Y lleva el pelo recogido en una toalla que se lo envuelve por completo. Dispuestos a su alrededor, cosméticos como los que usan los actores de teatro. Él es quien trajina con ellos, no ella. Ella permanece sentada, con las manos en el regazo. Y en el suelo, sobre una pequeña peana, una peluca espera a ser utilizada.
Delante de ellos, colocadas de pie sobre el tocador, dos cosas: una fotografía amarilleada y descolorida, casi borrada, de una chica, tomada muchos años atrás. De una chica posando en las escaleras de un porche, con un pie sobre el escalón que tiene a sus espaldas, sonriendo con la cara alzada hacia el sol. Eso estaba a la izquierda. Y a la derecha, una ampliación de gran tamaño de la misma imagen. Pero en ese caso solo de la cabeza de la chica, ya que el cuerpo, los escalones del porche y el paisaje del fondo habían desaparecido. Una cabeza enorme, de tamaño más grande que el natural, una imagen minuciosamente restaurada. Y con anotaciones a lápiz escritas perpendicularmente en los bordes, como una suerte de guía.
Cabello con raya peinado hacia un lado, inclinación de 35 cm.
Cejas oscuras, sombra del n° 3.
Tres o cuatro pecas claras junto a la punta de cada ojo.
Sin maquillaje, pestañas.
Sin maquillaje, mejillas.
Sin maquillaje, labios.
Chaqueta color arena, botones metálicos.
Pañuelo de cuello azul claro, lo lleva sin anudar.
Sin sombrero, habitualmente.
Zapatos planos.
El hombre está trabajando con plastilina o masilla color carne, extendiéndosela sobre los pómulos, a lo largo de la mandíbula, alterando el contorno de su rostro. Saca un poco de aquí, añade un poco allí.
Después coge una enorme borla en forma de tortita y empieza a dar delicados toques aquí y allá, suavizando los brillos y unificando los contornos. Da un paso atrás y compara el resultado con la cabeza de la fotografía, mirando alternativamente la imagen y la cara de la chica, la imagen y la cara de la chica.
—Gírate un poco hacia aquí.
»Ahora hacia el otro lado.
»Mira hacia abajo.
»Ahora mira hacia arriba.
Asiente. Las dos son una. Ella está encarada con una reproducción de sí misma. Primero la fotografía copió la vida, ahora la vida copia la fotografía.
Con cuidado, él le saca la toalla que le envuelve el cabello. La dualidad se resquebraja; aparentemente son cinco horas de trabajo lanzadas a la basura. El cabello de la chica es oscuro, casi negro.
Él coge la peluca de la peana. Saca la horquilla que sostiene algo al principio invisible. Un mechón de pelo de muestra, cortado de la cabeza de alguien. Tal vez incluso de la propia cabeza que yacía en un ataúd, esperando el entierro, a modo de último recuerdo.
El hombre ajusta meticulosamente la peluca sobre la cabeza de la chica y el dualismo renace, de nuevo las dos son una.
Ella se pone en pie y se saca el pedazo de tela que llevaba a modo de babero. Él saca de una caja un pañuelo azul claro y con cuidado se lo coloca de manera informal alrededor del cuello, basándose en esa ocasión en la fotografía pequeña. Después saca de una caja más grande una chaqueta color arena. De esa prenda también desprende un pedazo de tela de muestra enganchado, tomado tal vez de la chaqueta original, que lleva colgada en el armario varios años, tras la muerte de su propietaria.
La chica se la pone.
En la foto uno de los botones metálicos está un poco suelto y cuelga del hilo. En la reproducción de la chaqueta uno de los botones metálicos está un poco suelto y cuelga del hilo.
—Abierta —le advierte él—. Nunca abotonada. Siempre abierta. Aunque el viento te hiele la barriga.
Va hasta la puerta y llama con los nudillos, como si estuviese fuera y no dentro de la habitación.
Desde fuera alguien mete una llave en la cerradura y una menuda anciana vacilante entra en la habitación acompañada por un hombre situado detrás de ella.
—¿Listo? —pregunta este.
—Listo —responde el experto—. He hecho cuanto he podido. No puedo hacer nada más por usted.
La chica se vuelve lentamente para encararlos. La anciana deja escapar un grito sofocado. Y se tapa la boca con ambas manos.
—¡Dorothy!
Se vuelve hacia el hombre con el que ha entrado y trata de cubrirse la cara.
—¡Es mi Dorothy…! —solloza hablando atropelladamente—. ¿Qué ha hecho…? ¿Cómo ha llegado hasta aquí…?
El hombre le da palmaditas en la cabeza y los hombros, tratando de consolarla.
—Esto es lo que necesitábamos saber —dice con ternura—. Sé que es cruel, pero no había otro modo. Si puede engañarla a usted, entonces puede engañar…
El hombre es Cameron.
Se vuelve hacia alguien que espera fuera y con su ayuda sacan de allí a la anciana, que gimotea, farfulla y trata de mirar hacia atrás para ver a su hija muerta. A su hija que lleva muchos años muerta.
El experto ya ha recogido sus cosas, se ha sacado el blusón y está listo para marcharse.
Cameron le estrecha la mano.
—Ha hecho usted un gran trabajo.
—No había trabajado nunca para la policía. Pero llevo veinte años maquillando a actores que se ponen delante de las cámaras o los focos, y creo que funcionará.
Cameron espera que sea así, porque no habrá posibilidad de repetir la escena que ella va a representar. O hace una actuación perfecta a la primera o morirá en el intento.
La puerta se cierra, y allí se quedan a solas él y la actriz. La actriz que va a actuar para un único espectador.
Él saca su revólver del calibre 32 y lo deja encima del tocador.
Ella se lo mete en el bolso. Lo coloca en unos asideros especiales que lo mantienen en posición de disparo, de modo que puede utilizarlo simplemente metiendo la mano en el bolso, sin necesidad de sacarlo.
—¿Estás lista, agente en prácticas X?
—Sí, inspector.
—Tu misión está en marcha.
Él apaga las luces, cuyo resplandor persiste un instante en la oscuridad.
Sube el estor de la ventana, que estaba bajado por debajo del alféizar.
Al otro lado de la plaza resplandece el cartel luminoso en el que se lee «Geety’s» y debajo «Bazar».
Y ahora todas las noches, donde el macabro merodeador solía esperar, hay una chica fantasma que espera a su cita. Una chica olvidada que espera la aparición de su chico, que no aparece. Unos ojos que miran a media distancia, angustiados, tristes, vigilantes, en tensión, suplicando que aparezca alguien que nunca viene. De pie junto a los frascos de colonia, paciente, desamparada. Ojos que jamás se cruzarán con los de nadie que no sea la persona a la que está esperando.
La multitud pasa de largo como siempre hace. Riendo, charlando, divirtiéndose, un auténtico hormiguero. Las múltiples bombillas que rodean la cartelera del cine y que se encienden y apagan a intervalos envían oleadas de resplandor. En el exterior se forma cada día una cola, que al cabo de un rato se disuelve. Y más tarde la resplandeciente oleada se detiene y las luces se apagan, y ya es tarde para ver el último pase completo. Sale un hombre con una escalera, se sube a ella y cambia «Cary Grant» por «Bette Davis», o «Bette Davis» por «Cary Grant». Pero el espectáculo continúa en las calles. Y para verlo no necesitas entradas.
La gente la mira, más de lo que solían mirarlo a él, porque ella es una chica y las chicas atraen más la atención. La miran con diversas actitudes y grados de interés, dependiendo de su humor, su edad y su actual estado afectivo. Las chicas acompañadas de chicos la miran estableciendo comparaciones y se preguntan si ellas resultan tan atractivas, y miden la distancia que las separa de ella por el tiempo que el chico mantiene la cara girada hacia ella. Las chicas sin chico la miran con ojos competitivos y se preguntan si mujeres como esa son el motivo por el cual no han tenido suerte esta noche. Los chicos acompañados de chicas la miran y a veces desearían no haberse precipitado tanto en su elección. Pero de vez en cuando, muy de vez en cuando, pasa uno que aprieta con la fuerza la mano de su acompañante y piensa: «Estoy satisfecho, no cambiaría mi elección». (Ese chico será un buen marido). Las mujeres de más edad entre la multitud levantan la nariz en un gesto de desaprobación y piensan: «En mi época una chica esperaba en su casa a que vinieran a buscarla; no salía por su cuenta y esperaba a su novio en una esquina. Por eso la han dejado plantada, no hay duda». Los hombres mayores desearían volver a ser jóvenes.
Pero los chicos sin compañía femenina son los que se detienen y tratan de seducirla.
La mirada se transforma en sonrisa, la sonrisa lleva a ralentizar el paso, y después de ralentizar el paso lo siguiente es pavonearse ante ella.
Ella baja la mirada.
Abre el bolso. Y allí donde algunos llevan pegado un espejito, el suyo lleva el retrato robot de un hombre, reconstruido por un buen artista a partir de los detalles que pudieron reunirse.
Cada una de las líneas de ese rostro le ha costado a alguien la vida o le ha causado a alguien un gran dolor.
—Tenía unos bonitos ojos, eso es todo lo que puedo recordar; eran color avellana, pero no los entrecerraba, los mantenía muy abiertos, y su mirada era incluso honesta —contó Pelirroja, la amiga de Sharon, que salió con él una noche.
—Tenía una boca fina y malévola, había amargura en ella, siempre estaba en tensión —explicó Bill Morrissey, que una noche le arreó en ella un puñetazo.
—La nariz no era muy ancha, la tenía incluso un poco respingona. Una vez tuvo un resfriado y se sonaba continuamente, por eso me fijé en ella —dijo la casera de Jack Munson.
Ella baja la mirada, como si coqueteara. La levanta de nuevo. Y vuelve a bajarla.
Parece la técnica de flirtear mediante evasivas. Pero el potencial seductor nunca tiene la oportunidad de descubrir si lo es o no.
Alguien entre la multitud lo agarra y tira de él.
—Sigue caminando, amigo —le espeta una voz al oído—. Estás bloqueando el tráfico.
Y antes de que pueda soltarse, ve el destello de una placa que aparece fugazmente en la palma de la mano. Ese símbolo de la autoridad es suficiente para hacer que el aspirante a seductor siga su camino.
Ella ha hecho un ligero gesto con la mano, se ha abierto un poco el pañuelo del cuello. Se lo ha desanudado un poco. Eso significa que no es él. Si hubiera hecho el mismo ligero gesto, pero al revés, apretándose el pañuelo alrededor del cuello, eso hubiera significado que sí era él. Y de la nada hubieran aparecido varios hombres desenfundando rápidamente sus pistolas, hubiera habido una pelea sin cuartel que incluso podría acabar con un muerto. Un gesto tan ligero podía desencadenar tan terribles consecuencias.
Y entonces se hace tarde, hay menos luces, la multitud desaparece; la pátina de la acera cambia su tonalidad del dorado-plateado al plomo turbio. La figura de ella se diluye en una silueta en la penumbra.
En la otra punta de la plaza una pequeña llama parpadea un instante y desaparece. Un paseante tardío que ha prendido una cerilla para encender un cigarrillo. Pero como si fuese una señal de rechazo, el amor fantasma de alguien se da la vuelta y desaparece entre las sombras, como alguien hizo tiempo atrás.
Los pies de ella siguen allí, tan quietos, tan pequeños, tan coquetamente ladeados. Plantados en la acera de resplandores dorados. Y ante ellos, desfilando, docenas de pies, veintenas de pies, abriéndose camino con dificultad, arrastrándose, avanzando. En una sucesión sin fin, casi entrechocando la punta con el talón de otro, el talón con la punta de otro. Anónimos, impersonales, pies de desconocidos. Dicen tan poco, dicen tanto.
Pies cansados, desanimados, pies exfoliados, flexibles, bailarines, con un impulso y una cadencia. Pies ansiosos, con prisas por llegar allí. Pies renuentes, a los que no les importa alcanzar su lugar de destino. Los pies planos y grandes de los hombres. Pies dolorosamente arqueados, en los que solo un dedo toca al suelo. Los pies de la ciudad, caminando. Una danza encadenada de pies, sin que apenas se vea un trozo de acera libre que interrumpa esa continuidad.
De pronto un trozo de papel arrugado cae al suelo, soltado por alguna mano inadvertida a la que nadie ha visto hacer el movimiento. El papel no cae aleatoriamente, cae describiendo una tangente, topa con el suelo muy cerca de los dos pies quietos de ella y permanece allí muy próximo a ellos. Casi como si hubiese apuntado hacia ellos.
Algo, alguien lo ha lanzado intencionadamente. ¿O no? ¿Por qué justo allí, donde ella permanece de pie? (A menos que lo hayan tirado sin mirar y por pura casualidad haya caído allí). ¿Por qué no en cualquier otro punto de la calle, en el tramo anterior, o en el posterior, donde no había nadie esperando de pie?
Permanece allí en el suelo durante un rato, una simple bola de papel arrugado, no más grande que una nuez.
Ella estira el pie y lo toca, tanteándolo. Después retira el pie, que vuelve a su posición inicial. El desplazamiento es tan solo de quince centímetros. Nadie la ha visto hacerlo.
Siguen más momentos de indecisión.
Hay algo en ese papel… ¿Por qué ha ido a parar allí, justo donde está ella?
De pronto su mano desciende, lo envuelve y el papel desaparece.
Tapándolo con el bolso, lo despliega. Aparecen palabras escritas a lápiz. Con una caligrafía torpe, como si se hubiesen escrito apresuradamente, apoyando el papel contra una pared. Es un mensaje de la muerte a una muerta.
Dorothy:
Te he visto desde lejos. También anoche, y la noche anterior. Llevo tres noches observándote. Detesto tenerte ahí esperando, pero tengo un problema. Algo me dice que no me acerque a donde estás. No sé por qué. No puedo hablar contigo allí, hay demasiadas luces, demasiada gente. Me buscan. Pasaré rápidamente una sola vez y dejaré caer esto. Espero que lo recojas y lo leas. Si lo haces, empieza a alejarte de allí lentamente. Dirígete hacia donde domine la oscuridad y no haya gente. Es el único modo de que yo me acerque a ti. Si veo a alguien en los alrededores, si veo a una sola persona, no me acercaré.
JOHNNY
Ella se tambaleó ligeramente, aunque nadie se hubiera percatado a menos de que la estuviese observando con mucha atención. Movió una mano detrás de su espalda y mantuvo el equilibrio apoyándola contra el cristal del escaparate de la tienda. Tampoco eso podía verse. Su actitud era, implícitamente, la de alguien que está recuperándose de algún tipo de impacto emocional.
Rápidamente recuperó la compostura, apartó la mano del escaparate y se enderezó. Se llevó la mano, esa misma mano, al cuello y se anudó el pañuelo como si sintiese escalofríos. Y, fuese o no una señal preestablecida, eso era exactamente lo que sentía. Y se lo anudó más y más, hasta que prácticamente su mano alcanzó el mentón. Entonces soltó el pañuelo y bajó la mano como si le pesase una tonelada, y esa era toda la ayuda que podía pedir.
Se dio la vuelta y empezó a caminar lentamente. Muy lentamente, como vagando, sin mirar a su alrededor y sobre todo sin mirar atrás.
Durante un rato la multitud todavía la rodeaba, incluso tenía que abrirse camino entre ella. En un determinado momento un hombre le dio un codazo y se disculpó sin decir ni una palabra levantándose ligeramente el sombrero. Ella no pareció darse cuenta del ligero choque, se limitó a apretarse un poco más el pañuelo alrededor del cuello y siguió su camino.
Poco después, la multitud empezó a diluirse, se hizo más dispersa y finalmente a su alrededor ya solo se veían una o dos personas. Salió de la plaza y continuó caminando sin prisas por una calle, y también las luces empezaron a quedar atrás, a hacerse más tenues. Entre los sólidos muros de las fachadas de los edificios alineados en su camino empezaron a aparecer huecos. Espacios oscuros junto a los que no era agradable pasar.
Las luces dejaron de iluminar las calles y después las propias calles desaparecieron y se convirtieron en meros caminos sin aceras. Y después las casas empezaron a desaparecer y todo lo que la rodeaba era un gran espacio abierto.
Pero siguió avanzando penosamente, esperando a ser sorprendida. Angustiadamente expectante ante unas repentinas pisadas detrás de ella, ante una inquietante mano posándose sobre su hombro que nunca aparecía. Gritando en silencio durante todo ese rato, interiormente.
Más y más sombras, más y más árboles. Más y más noche.
Siguió caminando hacia delante. No volvería la cabeza. Temerosa, acaso, de lo que vería si lo hiciese.
El camino empezó a ascender y se dio cuenta con un escalofrío de que había tomado el sendero que subía hasta el cementerio.
A un lado, a la derecha, había un prado. Se detuvo, giró y se metió en él. El prado se veía blanco bajo la luz de la luna. Podías verlo todo a tu alrededor, era campo abierto. Era como estar en medio de un gran lago de hierba, y tu propia figura era el único obstáculo en el horizonte.
La hierba era cada vez más alta a medida que avanzaba; tuvo que decidir hacia dónde continuaba avanzando. La hierba ya le llegaba a la pantorrilla y poco después ya le trepaba casi hasta las rodillas. Seguía sin mirar atrás. No lo haría. Quizá a esas alturas ya no era capaz. El miedo paraliza.
Ahora estaba casi en el centro del campo. Se detuvo. Permaneció allí de pie, en medio del prado, como un poste.
Se volvió con silenciosa decisión para ver el camino que acababa de recorrer.
Había algo negro que venía hacia ella en medio de la planicie. Pequeño y negro. Se había desgajado de la oscuridad que lo rodeaba y había emprendido el camino por su cuenta. Separado, desgajado y avanzando infaliblemente hacia ella. Atravesando la hierba cubierta de la escarcha del brillo de la luna, tal como había hecho ella.
El impulso de huir le atravesó el cuerpo y la sacudió mientras le ponía freno.
—¡Dios mío! —se estremeció en voz alta.
¿Sabía él que ella era solo una réplica, el espantajo viviente de su amor perdido? ¿Lo había sospechado y era por eso por lo que durante tres noches no se había acercado a ella? ¿Se había convertido la presa en cazador? La emboscada estaba tendida en la plaza, no allí. La había forzado a salir, se la había llevado en sus narices y la había conducido hasta donde no había ninguna trampa tendida. Donde él, y no ellos, era el cazador.
Ella había hecho algo mal, había cometido algún error táctico, pero cuál, eso todavía no lo sabía, no era capaz de verlo. No podía haber hecho otra cosa que lo que había hecho sin tirar por la borda todas las semanas y meses de meticulosa preparación de una escena que no podría repetirse. O tal vez no había hecho nada mal, tal vez se tratase simplemente de que el instinto de él era tan infalible que lo había guiado hacia la inmunidad. El instinto, en las personas trastornadas, puede ser extraordinariamente certero, no tiene que enfrentarse ni a la razón ni a la lógica.
La figura negra que avanzaba hacia ella se iba haciendo cada vez más grande. La silueta ya tenía cabeza, hombros, brazos que se balanceaban al ritmo de su caminar. La luna iluminó su cabeza y lo dotó de un rostro. Todavía minúsculo, a varios metros de distancia. La luna desveló unos ojos diminutos como alfileres, una diminuta nariz, una diminuta boca.
Era un hombre.
No, era la muerte que caminaba erguida como un hombre. La muerte que Sharon y Madeline Drew habían confundido con un hombre.
Era como contemplar a un monstruo en miniatura, que por suerte no había alcanzado un tamaño a escala real. La luna iba añadiendo detalles que ella preferiría no ver, la luna no dejaba nada difuso. Definía la sombra oblicua que proyectaba el ala de su sombrero, creaba una pálida V en la pechera de su camisa.
Ya estaba a pocos metros de ella. Ya era de tamaño natural, había adquirido sus proporciones reales. Ya estaban a una distancia en la que podían hablar. Pero él no habló, solo siguió acercándose, abriéndose paso entre la hierba alta.
Ella tampoco habló. Tal vez hablar significase traicionarse, autodestruirse. ¿Seguía la ilusión intacta? ¿Ya se había roto? ¿O sería el primer sonido de su voz, la voz incorrecta, la que la rompería?
Ella ya podía ver la expresión en su cara. Una suerte de felicidad y una suerte de pánico, entremezclados. Pero no había en ella rastro de amenaza o anormalidad. Y eso generaba el horror más absoluto; su aspecto había permanecido inalterado todo ese tiempo, y seguía así en ese mismo momento. Tenías que adivinar, era imposible descubrir. Parecía más joven, aniñado, de lo que correspondería a su edad; ese era, quizá, el único indicador de que algo en él no era normal.
Era difícil sostenerle la mirada. Ella se forzó a no apartarla.
—Dorothy —dijo él en voz baja.
—Johnny —susurró ella.
Algo se rompió en la garganta de él. Sonó como si estuviese llorando muy adentro en sus entrañas. Sin que su rostro mostrase lágrimas, era un llanto completamente interno.
—La novia de un chico… siempre lo espera. Y mi novia… me ha esperado.
Sus brazos se cernieron hambrientos sobre ella y ella se quedó petrificada. Su circulación sanguínea pareció detenerse.
La voz de él sonaba en ese momento cerca de la oreja de ella, cálida, susurrante y feliz. No había nada raro en ella… era tan solo la voz de un chico.
—Al menos he tenido esto. Mi novia… me ha esperado.
Siguió repitiéndolo una y otra vez, cada vez más bajo y cada vez más lento.
—Me ha esperado.
»Me ha… esperado.
»Ha… esperado.
De pronto dejó caer la cabeza sobre los hombros de ella, como si estuviese agotado y no fuese capaz de sostenerla erguida.
—Me ha esperado —suspiró—. Gracias a Dios, me ha esperado.
Por encima del hombro de él, ella podía ver serpientes invisibles que allí y allá reptaban hacia ellos a través de la hierba. Solo podía ver el movimiento de la hierba, no lo que lo provocaba. De pronto se detenían y al poco volvían a avanzar. Se detenían, volvían a avanzar.
Se acercaban a ellos, como radios de una rueda que convergen todos en su eje.
Él permanecía allí de pie, mudo, inerte, las manos alrededor de ella, la cabeza baja. Reposando, en paz.
Una extraña idea cruzó por su mente de agente de policía en prácticas: «Qué cruel es todo esto. ¿Por qué tiene que resultar tan cruel? ¿Por qué no pudieron suceder las cosas de otro modo?».
Notaba el corazón de él palpitando contra su pecho. Como un pajarillo silvestre batiendo sus alas, que se ha posado sobre una rama para reposar un instante, pero que está preparado para reemprender el vuelo ante la más mínima señal de alarma.
Él empezó a desplazar sus labios, tratando de encontrar los de ella.
La hierba susurró ligeramente, como si los dedos de la brisa la tocasen en algunas zonas y la respetasen en otras. Algo crujió, como tafetán arrastrado por el suelo. Y de pronto algo chasqueó con fuerza. Quizá una rama rota. Después hubo un silencio. Un silencio que envolvió el prado. Demasiado silencio. Ni un sonido inocente y natural.
Instinto.
Él extendió los brazos, la rodeó y la sujetó por la cintura.
De repente hizo un molinete, un giro en espiral con su cuerpo. Ella cayó al suelo hacia un lado. Él salió como una flecha en la dirección contraria, inclinado, corriendo a toda velocidad, una sombra corriendo en zigzag. Un conejo de tamaño humano.
Los policías se pusieron en pie por todos lados, aparecieron donde un segundo antes no había nada. Eran como pasas que asoman de pronto en la costra de un pudin.
Empezaron a revolotear luciérnagas por el prado trazando vuelos que seguían un patrón enloquecido y errático. O no seguían patrón alguno. Cada una parecía llamar a otra, moviéndose hacia delante y hacia atrás, hacia atrás y hacia delante. Luciérnagas encadenadas a truenos. Cada fogonazo iba acompañado de un estruendo.
De pronto el conejo se detuvo y desapareció de la vista justo donde se había parado. En la superficie de la hierba, en el punto en el que había caído, apareció una suerte de agujero. Un pequeño hoyo.
Las ruidosas luciérnagas desaparecieron y aparecieron espirales de humo, como si se hubiesen quemado.
Se produjo un silencio cauto de hombres agazapados, reptando hacia el agujero, avanzando con mucho cuidado, con profesionalidad.
De pronto un gemido rasgó el silencio:
—¡Dorothy!
Los agentes siguieron estrechando el cerco, estrechándolo cada vez más.
—¡Dorothy! —se alzó de nuevo el gemido, en una débil e inenarrable soledad, elevándose hacia las frías estrellas. Un grito de amor, un grito de muerte.
Lo encontraron solo entre la hierba, con la cabeza girada para mirarlos con impotencia. Como un conejo mira a los cazadores.
Sus ojos eran oscuras medialunas, mirando fijamente el cielo estrellado, como si tratase de distinguir, de visualizar, un rostro fantasmal que nadie más podía ver. ¿Y qué otra cosa es el amor sino la inalcanzable búsqueda de una ilusión?
Murió con el nombre de ella en sus labios.
—Dorothy, date prisa —susurró—. Hemos perdido tanto tiempo…, y nos queda tan poco…
Los agentes lo rodearon formando un círculo y mirando hacia abajo.
—Está muerto —sentenció alguien sin levantar la voz.
Cameron asintió. Se tocó el ala del sombrero con la mano. No se lo quitó, solo hizo el gesto de hacerlo.
—Supongo que… por fin están juntos. Finalmente han podido tener su cita.