6
LA QUINTA CITA
Cameron se encogió de hombros.
—¿Cómo logras descubrir quién es la mujer a la que un hombre ha amado más en su vida? ¿Se lo preguntas a él?
Su jefe también se encogió de hombros.
—¿Se te ocurre alguna otra manera? Ese es tu problema.
Cameron se colocó la mano sobre la mandíbula, como si le doliera.
—No hay una forma exacta de medirlo, ¿sabe? No puedes acercarte a alguien con una escala y medirlo.
—Lo sé —respondió el jefe secamente—. Es complicado, es una pesadilla. Pero no quiero oír lo complicado que es. Solo quiero escuchar la respuesta. La respuesta correcta. Así que cuando hayas acabado de darle vueltas, ¿serás tan amable de hacérmela saber?
Cameron se retorció, ejecutó una suerte de rotación de cintura para arriba y recolocó su torso en la posición anterior.
—Pero ¿cómo? Solo vigilándolo… Eso puede llevarnos semanas. Eso son cosas que uno se guarda en el interior. A veces ni siquiera aflora a la cara de la persona en cuestión.
—Entonces ¡apáñatelas para meterte en su interior! —El jefe golpeó con los nudillos en la mesa.
—Quizá no haya nadie.
—A todo el mundo le gusta alguien, siempre hay alguien que nos gusta un poco más que el resto de personas con las que nos relacionamos. Lo llevamos dentro. Es la naturaleza humana. Para los hombres es una mujer; para las mujeres es un hombre.
Cameron lanzó un suspiro de desánimo.
—Es imposible, jefe.
—Lo admito —respondió el jefe, impasible.
—Pero pondré manos a la obra y lo conseguiré.
No hubo palmaditas en la espalda.
—Por supuesto que lo harás. Lo que no entiendo es por qué no te has puesto ya en marcha hace cinco minutos, en lugar de quedarte aquí sentado malgastando el tiempo de los dos, escabulléndote.
—¿Lo tiene perfectamente estudiado?
—A conciencia. Todo el trabajo preliminar está hecho.
Cameron se inclinó hacia delante.
—Entonces páseme una lista con todas las mujeres que ha habido en su vida. ¿Puede proporcionármela? ¿La tiene?
—Puedo hacerlo —le aseguró su jefe. Pulse) el interfolio que había sobre su mesa—. Y ahora mismo se va a materializar una, aunque no existía exactamente de este modo hace un minuto. —Dio la orden y soltó el pulsador—. Y deja que te dé un consejo —le dijo mientras esperaban—, no lo hagas al revés, no vayas directamente a las mujeres. Porque todas las mujeres que han pasado por la vida de un hombre creen, o les gustaría creer, que han sido el gran amor de su vida. La información tiene que salir de él.
Llegó el documento en forma de pequeña lista pulcramente mecanografiada. Constaba de cinco nombres.
Cameron la estudió detenidamente.
—No hay tantas mujeres en su vida.
—Quizá la que nos interesa no aparezca en la lista. Esto no son las tablas de la ley. Tú me has pedido una lista, pues aquí la tienes. Pero recuerda, todo esto proviene únicamente de los seguimientos… llevados a cabo a una respetable distancia. No me he metido en su cabeza. Así que mantente alerta.
Cameron guardó la lista en la cartera y se puso en pie.
—Daré con la respuesta —prometió—. Acaba de ocurrírseme la manera de conseguirlo.
No recibió ningún elogio.
—Cuánto tardas en largarte —comentó cáustico su jefe—. Si todo el mundo tardase tanto en ponerse en marcha cuando les asigno un caso, todavía estaríamos trabajando en el caso Rosenthal.
Cameron ya había llegado hasta la puerta.
—Quizá ni él mismo lo sepa. Quizá no haya pensado nunca en eso. Pero me lo dirá. Estoy seguro.
La recepcionista combinaba el impecable acicalamiento de una modelo y la actitud gélida de una directora de escuela femenina. Sin duda la habían contratado por la combinación de ambas cualidades, porque de no ser así no las hubiera desplegado con tanta vehemencia.
—¿Tiene una cita? —preguntó con tono despectivo.
Cameron negó con la cabeza.
—Bueno, pues lo siento… —empezó a decir la chica—. ¿Lo conoce él a usted?
Él la miró y dijo:
—Cuando su casa está en llamas, ¿tiene que conocer al bombero para dejarle colocar una escalera hasta su ventana?
Ella enarcó las cejas.
—Entonces ¿esto tiene que ver con escaleras de incendios? —inquirió con desdén.
—Eso era solo una metáfora, como sabe usted perfectamente.
—Bueno, ¿y cuál es el motivo de su visita?
—Es un asunto policial.
De nuevo enarcó las cejas. Pero en esta ocasión sin el gesto de desdén añadido.
—Oh, ¿hay algo… hay algo que yo pueda hacer? Quiero decir… que si se trata de una multa o de una infracción…
—No hay nada que usted pueda hacer, excepto anunciarme al señor Ward. Sé cuáles son sus funciones, pero hay un momento y un lugar para cada cosa. Y, créame, este no es ni el momento ni el lugar para no dejarme entrar en su oficina.
—Un momento —se disculpó y salió disparada hacia el despacho—. Pase —le dijo cuando salió, y sostuvo la puerta abierta para que él entrase. Y después la cerró desde fuera.
Ward estaba de pie detrás de su mesa de despacho. Llevaba un traje gris claro. Debía de haber sido apuesto hasta hacía unos cinco años, ahora iba a la baja. Su cabello mantenía en conjunto el tono oscuro, pero ya aparecían canas aquí y allá, como en el pelaje de un zorro plateado. Su mirada era extremadamente inteligente, pero era una inteligencia amable y antigua, no esa dureza astuta del típico hombre de negocios.
—Soy Cameron, del departamento de policía —se presentó Cameron.
Ward le tendió la mano por encima de la mesa. Se mostró educadamente distante y no muy interesado.
—La señorita Koening me ha dicho… —No terminó la frase. No tenía intención de hacerlo.
—No me gusta presentarme en su despacho de este modo, pero, después de todo, es la manera más amable de hacerlo. El teléfono resulta demasiado inhumano para ciertos asuntos…
—¿Amable? ¿Inhumano?
—Tengo malas noticias para usted —anunció Cameron sin rodeos. Sacó la lista mecanografiada y la sostuvo en la mano.
Ward se acercó desde detrás de su mesa y permaneció expectante.
—Ha habido un accidente —dijo Cameron—. Hay una persona herida. No sabemos qué tipo de relación… —Y enfatizó deliberadamente lo que veía a continuación—: mantiene ella con usted.
Cameron sostenía la lista de tal modo que solo él, y no Ward, podía verla.
—¿Se trata de Louise? ¿De la señora Ward?
El rostro de Ward se tensó y empalideció, pero seguía firme. Cameron lo observó con mucha atención. Murmuró algo con voz vacilante y que resultaba voluntariamente indescifrable.
—No es mi madre, ¿verdad? Mi madre no…
Su rostro empalideció todavía más. Parpadeó y los ojos se le llenaron de lágrimas mientras se esforzaba por controlarse.
Cameron lo observó todavía con más atención.
Solo había otros tres nombres en la lista, dos hermanas casadas, ambas más jóvenes que él, y la hija de su socio, una niña de doce o trece años. Cameron meneó con la cabeza pensando para sus adentros.
—No creo… —dijo de modo vago.
Ward, expectante, dio un paso hacia él, después otro. Lo agarró suplicante de las solapas. Bajó los párpados y entrecerró los ojos.
—Martine… —susurró desmoronado.
—¿Quién es Martine? —inquirió Cameron.
Él no respondió a la pregunta.
—Oh, Dios mío. —Sus hombros empezaron a moverse convulsivamente; las rodillas, perdida la fuerza, se le flexionaron, y se hubiese, como mínimo, deslizado hacia abajo, si no directamente caído al suelo, si Cameron no lo hubiera sostenido cogiéndolo por debajo de las axilas, hasta que se recuperó y fue capaz de mantener el equilibrio de nuevo.
—¿Cuál es su nombre completo? ¿Cómo se apellida? —Cameron tuvo que acercarse y hablarle pegado a la oreja para que entendiese y procesase lo que estaba preguntándole. Tenía las facultades tan mermadas debido al impacto emocional que, de otro modo, parecía imposible que esas palabras penetrasen en su cerebro.
—Jensen —gimoteó respondiendo mecánicamente.
Cameron lo acompañó hasta una silla y lo ayudó a sentarse.
—Tome un trago, señor Ward —le dijo.
Ward asintió, señaló donde estaban las botellas y Cameron fue hasta allí, sirvió el licor y se lo ofreció.
—Señor Ward, no ha habido ningún accidente. No hay nadie herido. —Anotó el nombre en su lista: «Martine Jensen». Tuvo que repetirle la información—: Nadie, ni la señorita Jensen ni ninguna otra persona.
Esta vez la reacción de Ward fue más lenta, pero tan concienzuda como en el primer momento. Cuando se recuperó de la tensión, se puso en pie. Lanzó la mitad del brandy que todavía seguía en el vaso de papel a la cara de Cameron. Pequeñas gotas de color pajizo impregnaron el cuello de su camisa.
—Salga de mi despacho. —Meneó la cabeza en su esfuerzo por verbalizar las palabras.
Se acercó a Cameron, se balanceó ligeramente y le arreó un puñetazo en la mandíbula.
Cameron se tambaleó y mantuvo el equilibrio apoyando la mano en algún mueble que tenía detrás.
—Esto no se lo voy a tener en cuenta —le dijo—. Yo habría actuado igual con cualquiera que me hubiese hecho lo que yo acabo de hacerle.
Ward no pudo arrearle un segundo puñetazo por una fortuita contracción muscular que hizo temblar su brazo cuando lo movía hacia atrás para coger impulso.
—¿Por qué ha hecho una cosa así?
—Tenía que averiguar quién era la mujer a la que usted amaba más. No tenía otra forma de hacerlo.
Ward no le preguntó para qué.
—Salga —dijo, con los dientes apretados de rabia.
Cameron abrió la puerta.
—De acuerdo, pero volveré… pronto.
Cameron regresó a la comisaría y le mostró la lista al jefe. Había tres nombres tachados. Quedaban otros tres, uno de los cuales no estaba en la lista original y se había añadido durante la entrevista. La lista quedaba así:
- Su mujer.
- Su madre.
- Martine Jensen.
El jefe reaccionó con enfado.
—Bueno, ¿quién es quién? ¿Qué es esta doble secuencia de números, qué significa?
—Eso es lo que quería preguntarle a usted. Lo que significan es esto: en una columna aparece el orden en que él las mencionó. E11 otras palabras, la velocidad con la que cada nombre le vino a la cabeza. La otra columna está ordenada según el grado de emoción que mostró. La pregunta es, ¿cuál es el nombre con el que debemos quedarnos? ¿El primero que le vino a la cabeza, su mujer? ¿O el que le provocó más emoción, esa Martine Jensen, quienquiera que sea? Yo no soy psicólogo.
—En eso estoy de acuerdo —apostilló el jefe.
—Pensé que sería muy claro, que sería fácil elegir un nombre. Pero no está claro, no es fácil decidirse. Eso es lo complicado con estas pruebas de conducta. Cuando la naturaleza humana anda por medio, nunca son predecibles, siempre…
El jefe había estado reflexionando. Dejó de hacerlo cuando llegó a una conclusión.
—La que le provocó más emoción —dijo arrastrando cada palabra.
—Pero quizá fue una emoción acumulada, el eslabón final de una cadena de progresiva tensión. Quizá la primera que le vino a la cabeza es la correcta, pero quizá en ese momento todavía tenía suficiente control de sí mismo como para no mostrar la intensidad de sus emociones. Pero al final perdió el control. En otras palabras, la descarga emocional la provocó su mujer, pero la contuvo, hasta que al llegar al tercer nombre ya no pudo aguantar más y se dejó ir.
El jefe no se molestó en discutir con él.
—La que le provocó más emoción —insistió obstinado.
—Pero ¿el asesino lo interpretará así? Si nosotros, la policía, no podemos estar seguros, ¿cómo puede él, que lo ve desde fuera, estar seguro? Quizá protegemos a la amante y resulta que él va a por la esposa.
—La que le provocó más emoción. Escucha, intenta no darle más vueltas, ¿de acuerdo?, lo único que consigues es liarte. Limítate a ser la máquina bien engrasada que se supone que has de ser. Aplicar un poco de lógica nos proporciona la respuesta correcta, y yo me he limitado a poner eso en práctica. El mero hecho de que tenga una amante además de una esposa demuestra que quiere más a la amante. Si quisiese más a su mujer que a su amante, no tendría amante. No necesitaría tenerla. Sería prescindible.
Cogió un lápiz y la lista de Cameron. Tachó «mujer» y «madre».
—Y ahora ponte a trabajar con esto —le ordenó.
Solo quedaba sin tachar: «Martine Jensen».
Cameron volvió al día siguiente.
La recepcionista ya no se mostró fría. Ardía, echaba chispas de resentimiento, aunque fuese indirecto.
—El señor Ward no va a recibirlo —le informó crispada—. No pienso comunicarle que ha venido usted. Tengo instrucciones muy claras de él. Esta es una oficina que no tiene ningún problema con la ley y que está protegida por los derechos civiles. Sea usted o no un miembro del departamento de policía, no puede entrar en su despacho haciendo uso de la fuerza ni puede obligarlo a reunirse con usted. Si intenta entrar ahí, él se pondrá en contacto de inmediato con sus abogados y demandará al departamento de policía por daños morales. Y ahora, adelante, inténtelo si todo eso no le preocupa en absoluto.
Cameron sabía que no podía hacerlo. Se dio la vuelta y salió. Telefoneó al jefe desde el vestíbulo del edificio. El jefe telefoneó a Ward. Después llamó a Cameron al teléfono del vestíbulo, donde él estaba esperando.
—Sube —le dijo el jefe—. Te recibirá. He usado mi autoridad para convencerlo.
La recepcionista ya estaba al corriente de las novedades cuando él reapareció. Seguía resentida, pero ahora era un rencor pasivo, ya no activo. No le dijo: «Pase». Se limitó a abrirle la puerta del despacho.
Ward también seguía resentido.
—Siéntese —le dijo, frunciendo el ceño.
Cameron se sentó.
—¿Podemos mantener esta conversación sin que nadie nos moleste?
—Ya he dado instrucciones al respecto —dijo Ward fríamente.
—Es fundamental que crea cada palabra de lo que voy a contarle.
—Ya lo decidiré una vez sepa de qué se trata.
—Figura usted en una lista de objetivos de un asesino. No usted directamente, sino, por su relación con usted, Martine Jensen. Si nos proporciona usted toda su cooperación, creo que podemos prometerle que a ella no le sucederá nada. Una ventaja con la que contamos es que sabemos la fecha exacta en que se va a producir el peligro. El ataque se produciría durante las veinticuatro horas, empezando a medianoche, del treinta y uno de mayo, y el peligro habrá pasado al llegar la medianoche del uno de junio. —Ward había murmurado algo ininteligible—. ¿Qué ha dicho?
—Fantástico.
—Ya veo que no me cree.
—No tengo ningún enemigo.
—Nadie puede estar completamente seguro de eso hasta después de muerto. Puede que no tenga ningún enemigo que conozca, pero eso no es exactamente lo mismo.
—¿Cuál es el motivo? ¿El chantaje?
—El dinero no lo detendría. El dinero solo tiene influencia sobre las mentes sanas. Los maníacos no entienden de motivaciones. Podríamos hablar de venganza, pero ni siquiera esto sería correcto, porque cuando el daño que se ha causado no ha sido intencionado o ha pasado inadvertido, la venganza carece de sentido. Lo más aproximado que se me ocurre para definir esto es una obsesión vengativa.
—¿Quién es el vengador? —preguntó Ward con ironía.
—Usted no lo conoce, porque… —Dudó, y añadió reluctante—: Nosotros tampoco sabemos quién es exactamente.
—Saben lo que lo mueve y lo que no. Saben que el dinero no puede influenciarlo. Saben que es un maníaco. Saben la fecha en la que atacará y que el plazo del posible ataque es de solo veinticuatro horas. Pero no saben quién es. Un gran trabajo policial. ¿Cómo lo han desarrollado?, ¿al revés?
—A veces hay que hacerlo así. A veces las cosas suceden de ese modo. No muy a menudo, gracias a Dios, pero esta vez ha sido así.
Esperó a que Ward dijese algo. Ward no dijo nada. Pero las comisuras de los labios se le movían traicioneramente, como si le costase aguantarse la risa.
—Tiene que ayudarnos —le pidió Cameron.
—Soy ya un poco mayor para estos juegos.
—Tiene que proporcionarme toda la información que pueda sobre Martine Jensen…
—¿Cómo por ejemplo, qué?
—Bueno, ni siquiera sabemos dónde vive.
El rostro de Ward se ensombreció.
—¿Para que puedan ir a verla, interrogarla, molestarla y asustarla? No pienso hacerlo. Vénganme a mí con todos estos cuentos chinos, pero a ella déjenla en paz, ni se le acerquen. ¿Le ha quedado claro?
—No podemos mantenerla al margen de esto —le explicó Cameron pacientemente—, porque ella es el centro de todo, es el objetivo, la diana. No es usted, es ella. —Reflexionó para dar con las palabras adecuadas—. Seremos discretos. Los policías entendemos muchas cosas, nos encontramos con todo tipo de cosas. Sabemos que a veces hay ciertas… ciertas relaciones en la vida de un hombre que él no quiere… No pretendemos meternos en su vida privada, señor Ward…
Ward pegó un bote en la silla como si se hubiese puesto en cuestión su honorabilidad. Se puso muy serio y tenso.
—No lo entiende. No lo entiende en absoluto. ¿Usted se piensa que tengo un vulgar lío de faldas a espaldas de mi mujer? —Se aclaró la garganta indignado. Y volvió a hundirse en la silla como si todo intento de aclararlo fuese inútil—. Un hombre no le cuenta a otro sus intimidades.
—Pero ¿y al oficial de policía que intenta proteger la vida de alguien muy querido para ese hombre? —tanteó Cameron diplomáticamente.
Ward finalmente asintió, débilmente, después de darle vueltas un rato.
—Sí, supongo que eso sí lo haría —admitió—. Aunque nunca antes lo he hecho.
—Lo único que necesitamos son los datos básicos —le dijo Cameron persuasivo, y contuvo el aliento, temeroso de que el otro acabase no hablando.
Finalmente lo hizo, en ese estado casi como de trance en el que uno rememora episodios de su vida, olvidándose al cabo de un rato de que se lo está contando a alguien, de tan abstraído como está uno.
—Conocí primero a Martine, mucho antes de que existiese una señora Ward. Ella fue mi primer amor, fue mi último amor, ha sido mi único amor. —Mientras hablaba mantenía un lápiz en equilibrio sobre su punta encima de la mesa del despacho, con la mirada clavada en él. De pronto lo dejó caer y preguntó—: ¿Es un asunto de vida o muerte?
—De vida o muerte —le confirmó Cameron, manteniendo la mirada baja como muestra de respeto.
—Nunca he amado a Louise. Ese matrimonio fue una segunda opción. No fue opción alguna. No sé cómo llamarlo. Antes de eso, la única mujer de mi vida había sido Martine. Toda mi vida, Martine. Pero nos esperamos, como tontos. Estábamos tan convencidos de que nunca se interpondría nadie, que solo estaríamos ella para mí y yo para ella, que decidimos esperar. El año próximo, siempre iba a ser el año próximo. Ese «año próximo» que nunca llega. Y entonces, de pronto, ya era demasiado tarde. Yo no sería suyo. Pasó algo… que se interpuso entre nosotros. O al menos ella pensó que lo hizo. Ella me dijo: «No puedo casarme contigo». Yo no sería suyo. Yo esperé, y esperé, pero no sería suyo. El «año próximo» siguió sucediéndose, y allí estábamos nosotros, cada uno solo consigo mismo. Me dijo que me casase con otra persona. Eso era lo que deseaba para mí. Me dijo que no quería que yo siguiese estando solo. Me dijo que la haría más feliz si al menos uno de nosotros no estaba solo. Y yo siempre había hecho cualquier cosa que creyese que la haría feliz. Así que lo hice una vez más, por última vez. Me casé con Louise, que apareció más tarde.
—¿Sabe ella…?
—Ella no conoce la existencia de Martine. Sabe que hubo una Martine. No sabe que todavía sigue ahí. Martine no es una rival para ella en el aspecto conyugal. He sido fiel a mi esposa desde que nos casamos. Pero tampoco ella es rival para Martine. Martine es mi verdadero amor, y nunca nadie más podrá ocupar ese lugar.
Dejó de hacer equilibrios con el lápiz y se lo guardó en el bolsillo.
Cameron no alzó la vista para mirarlo y él no miró a Cameron. Ambos estaban pensativos y tenían la mirada perdida en el vacío.
—Bueno, ahora ya se lo he contado todo —suspiró finalmente Ward—. Y me siento vulgar. Ha sido como una confesión con unas copas de más en la barra de un bar.
—No —le aseguró Cameron—. Es un asunto de vida o muerte. Hay dos ocasiones en la vida en las que uno hace confesiones. Cuando su paz espiritual se ve amenazada, se las hace a un cura. Cuando su seguridad se ve amenazada, se las hace a un oficial de policía. Y es lo que acaba de hacer usted.
Cameron sacó una libretita, preparado para anotar lo necesario para seguir con el caso.
—Y ahora, si me facilita usted algunos detalles que necesitaré…, dónde vive ella…
—No —se negó Ward—. No quiero que la molesten. No quiero que nadie se entrometa en su vida y la asuste. No lo permitiré.
—Pero solo intentamos protegerla. Debemos tomar algunas precauciones…
—No me ha presentado usted un caso muy convincente. No sabe quién es el potencial asesino, dónde está o qué hace, ni siquiera qué aspecto tiene. Es la cosa más rara que he oído en mi vida. El treinta de mayo ella no corre ningún peligro durante todo el día, pero el treinta y uno de mayo tiene que andarse con mucho cuidado todo el día. Hasta que el uno de junio otra vez está completamente a salvo. Suena más como un parte meteorológico que como…
Había algo en todo aquello que invitaba a la mofa. Empezó a reírse y no podía parar. Echó la cabeza hacia atrás y soltó una suerte de rebuzno. Dio una palmada en su mesa.
Cameron no intentó frenarlo.
—Llevará su tiempo, ya lo veo —dijo. Se puso en pie para marcharse—. No pasa nada, todavía tenemos tiempo.
Regresó al día siguiente.
Ward volvió a sonreír cuando lo vio.
—¿Va a volver a la carga otra vez con esa historia del hombre del saco?
—Solo quería enseñarle esto —dijo Cameron discretamente.
Sacó varios recortes, fotos de periódicos, un par de instantáneas tomadas en la morgue y lo desplegó todo sobre la mesa del despacho.
Ward miró las imágenes, todavía riendo furtivamente.
—Lo conocía, ¿verdad? —Cameron señaló una de las fotos.
Ward asintió.
—Su hija murió.
Ward lo miró sin perder la calma.
—Eso ya lo sabía. Me llegó la noticia un poco por casualidad. Un drama, pero esas cosas pasan, ¿sabe? ¿Qué conexión tiene esto conmigo? Yo no tengo ninguna hija. Y Martine no es una adolescente que ha tenido la desgracia de perder la cabeza por un degenerado. Eso fue lo que pasó.
Cameron señaló otra foto.
—Lo conocía, ¿verdad? —dijo con tono acusador.
—Muy poco. Y también he oído hablar de su caso. Fatiga de combate. Mató a su mujer y se suicidó. Si intenta protegerme de un pacto de suicidio… —Apartó el recorte—. Esto sucedió hace años, durante la guerra.
Cameron volvió a colocarlo en su sitio.
Fíjese en la fecha que aparece en la parte superior.
Ward no se mostró impresionado.
—Ya veo. De aquí es de donde ha sacado esa idea. Una simple coincidencia. Estas dos cosas sucedieron con dos años de diferencia.
—Y en medio, hubo esto —dijo Cameron pacientemente.
Ward se encogió de hombros.
—Mató a su amante. Lo mandaron a la silla eléctrica. Bueno, eso es lo que dicta la ley cuando uno hace una cosa así. ¿Cómo encaja esto en su rompecabezas?
—Mire la fecha.
—Esta vez está completamente fuera de plazo. Ha patinado usted.
—Del crimen, no de la ejecución.
—Vamos, por favor… —Era una persona afable, pero firme. No estaba dispuesto a seguir escuchando.
Cameron se puso en pie para marcharse.
—De acuerdo, todavía tenemos un poco de tiempo.
—Tome, llévese todo esto.
—¿No las quiere?
Ward negó con la cabeza y dijo:
—Está perdiendo el tiempo.
—No, para nada. No puedo permitirme perder el tiempo.
Ward seguía sonriendo cuando Cameron salió del despacho.
Y al día siguiente regresó de nuevo.
Esta vez Ward sonrió solo ligeramente cuando lo vio aparecer; sin mucha convicción.
—Escuche, inspector, está usted empezando a ponerme nervioso. Soy un hombre de negocios, tengo mucho trabajo. No puedo dedicarme a pensar en cosas como…
—¿Está seguro de que soy yo quien le pone nervioso, o es… otra cosa? —dijo Cameron con delicadeza.
—Bueno, después de todo, aparece usted por aquí cada día con la regularidad de la señal horaria de la radio y convierte mi oficina en una cámara de los horrores.
—Solo quiero que le eche un vistazo a este informe.
Ward leyó un par de líneas.
—Es un certificado de defunción —dijo impaciente—. Y además, corresponde a una mujer a la que no conozco de nada, a la que no he visto jamás mientras estaba…
—Pero conocía a su marido. Fíjese en el nombre.
—Ya lo he hecho. Pero según esto, ella murió de… ¿Cuánta gente muere por esta causa cada año, inspector?
—Lo contraen accidentalmente. A ella la infectaron intencionadamente para matarla.
—¿Puede probarlo?
—Si hubiera sido capaz, el caso lo hubiera resuelto entonces —admitió Cameron.
—Si… —repitió Ward secamente. Le devolvió el certificado—. ¿Es todo por hoy?
—Eso tiene que decirlo usted.
—Muy bien, entonces me temo que sí.
Ya no sonreía. Cameron salió del despacho y cerró la puerta.
El ascensor tardaba en llegar a la planta. Mientras Cameron esperaba para bajar, la puerta de cristal esmerilado al fondo del corredor se abrió de golpe y apareció la recepcionista, que vino corriendo hacia él.
—El señor Ward quiere que vuelva usted —le dijo sin aliento—. ¡Ahora mismo!
«Por fin lo he conseguido», pensó Cameron con un suspiro de satisfacción.
Ward acababa de tomarse un trago. Pero por su aspecto parecía que necesitaba una segunda copa.
—Cierre la puerta —le ordenó con un temblor en la voz. Y se dejó caer en la silla—. No sé si esto es exactamente lo que pretendía conseguir usted, pero sin duda lo ha conseguido —le dijo con tono recriminatorio—. Ahora sí estoy asustado. Muy asustado.
—Pero también está actuando inteligentemente, señor Ward. Por fin está actuando con inteligencia.
—¿Cuánto tiempo nos queda?
—Suficiente.
—¿Por qué ha permitido que yo lo malgastase estos días?
—¿Para qué cree usted que he estado viniendo aquí un día tras otro?
Ward se frotó una ceja.
—Dios mío, si le pasase algo a ella…
—No le sucederá nada si se pone usted en nuestras manos. ¿Me va a llevar a verla? ¿Finalmente se ha decidido?
—Ahora mismo. Vamos ahora mismo.
Detuvo un momento a Cameron justo antes de abrir la puerta del despacho. Lo agarró lastimeramente por las solapas y le preguntó:
—¿Ella tiene que saberlo? ¿Tenemos que contárselo? Siempre he tratado de protegerla de cualquier sombra…, no quiero que sepa todo esto.
—Haremos todo lo que podamos para mantenerla al margen —le prometió Cameron—. Si es posible.
Era una casa discreta. Cameron no se esperaba una cosa así. Había imaginado que sería uno de esos apartamentos ostentosos en los que los hombres suelen meter a sus amantes. Esta casa, en cambio, tenía un aire sano, hogareño y cuidado, una agradable fachada de piedra caliza, los cristales de las ventanas limpios hasta resultar invisibles y tras los que se veían impecables cortinas de gasa, y había macetas con plantas en el alféizar de todas las ventanas. Cuadraba con lo que Ward le había explicado a Cameron sobre ella: no una amante clandestina, sino el amor de su vida.
Cuando llamaron al timbre, abrió la puerta una mujer cincuentona de aire maternal. Evidentemente era una suerte de ama de llaves y dama de compañía, aunque no llevaba delantal ni ningún tipo de uniforme, sino un vestido estampado con flores para estar por casa.
—¡Vaya, señor Ward! —exclamó feliz—. ¡Martine se pondrá muy contenta!
—Este es el señor Cameron, un amigo mío —lo presentó Ward un poco nervioso—. La señora Bachman.
—Pasen. Denme sus chaquetas. —Se hizo cargo de ellas—. Se quedarán a comer, ¿verdad? —preguntó dirigiéndose a ambos.
—No lo sé… —dijo Ward dubitativo y lanzó a Cameron una mirada interrogativa.
—Voy a avisarla y…
—No. ¿Dónde está, arriba? Deje que suba yo y le dé una sorpresa.
—Bueno, entonces iré a avisar a la cocinera. Porque se quedan ustedes a comer. —Y puso la mano sobre el hombro de Ward para ratificar que era una orden—. Ya son las doce menos cinco. ¿Creen ustedes que vamos a dejarlos marchar sin invitarlos a comer? A Martine le encantará, la hará feliz.
Mientras subían por las escaleras, Cameron le previno:
—Cálmese. Se le nota un poco nervioso. Si no quiere que ella note nada…
—Ayúdeme —le pidió Ward desesperado—. Ayúdeme.
Cameron le dio ánimos pasándole el brazo sobre los hombros un momento. Ese hombre le daba lástima. Él hasta ahora no había conocido demasiado el amor. Había oído que existía, pero él no había vivido ninguna gran historia de amor.
Ward llamó a la puerta con los nudillos. Sabía a qué puerta tenía que llamar.
Una voz encantadora y melodiosa, ya emocionada porque había intuido su presencia al oír llamar, dijo:
—Pasa.
Ward abrió la puerta y Cameron la vio aparecer.
La bañaba la luz del sol que entraba por la ventana. Estaba sentada junto a ella. La luz creaba una suerte de halo a su alrededor. O no, acaso fuese ella la que producía el halo y no la inclinación de los rayos del sol.
Volvió la cara hacia ellos. Era hermosa. Muy hermosa. No era extraño que fuese el amor de su vida, pensó Cameron. La clave de su belleza era su juvenil pureza. Ni rastro de madura exuberancia, ni rastro de exotismo, tan solo la magia y la pureza de la eterna niña que asomaba bajo la piel de la mujer joven.
Ella miraba a Ward. Cameron estaba junto a él, hombro con hombro. Pero ella solo miraba a Ward.
—Hay alguien contigo —dijo.
Era completamente ciega.
Cameron informaba a su jefe sobre las medidas que se habían tomado hasta el momento.
—He colocado a cuatro de nuestros hombres en la casa con ella. Trabajan en turnos de dos, siempre hay alguien de servicio noche y día, veinticuatro horas al día. Uno de ellos ocupa el puesto del encargado de la caldera, que venía para regular la calefacción de la casa. El encargado de la caldera original ya no aparece por allí, se le ha dado el finiquito. Se han cambiado todas las cerraduras y hemos colocado un sistema de alarma electrónico que cubre tanto la parte delantera como la trasera de la casa. No se admite a ningún mozo de reparto. Nadie cruza la puerta de entrada sin mi consentimiento, excepto una persona: Ward. E incluso a él le hemos restringido las visitas a dos momentos concretos del día, ya no puede dejarse caer por allí a cualquier hora, cuando le apetezca, sobre todo después de que haya anochecido.
Guardó silencio a la espera de recibir algún elogio. No recibió ni medio.
—¿Ya está? —Fue todo lo que obtuvo.
—No del todo. Ahora también tengo la casa vigilada desde el exterior, o al menos desde la calle a la que da la fachada. Cualquier coche que aparezca por allí, o si hay alguien merodeando… No he podido colocar a ninguno de nuestros hombres en las casas de enfrente, porque no es de esos barrios en los que la gente alquila habitaciones. De todos modos, tengo a dos apostados en un tejado del otro lado de la calle, haciendo unas falsas reparaciones que los mantendrán ocupados hasta que haya pasado el plazo de peligro. Desde allí tienen una panorámica completa de la calle, de esquina a esquina. Llevan un walkie-talkie y, si ven algo sospechoso, pueden avisar a la casa inmediatamente.
Y tienen un par de potentes focos con los que barrer la calle si es necesario.
—Tendrás que vigilar la comida que entre en la casa. Recuerda lo que le pasó a la mujer de Garrison. También tendrás que controlar todos los envíos postales que lleguen, podrían contener explosivos.
—Hemos ordenado a la oficina de correos local que retengan todos los envíos a esa dirección, que dejen de repartir el correo allí hasta nueva orden. A la cocinera se la despidió hace diez días. Aunque era una cocinera que llevaba años con ellas, pensé que sería mejor quitarla de en medio. Podía, inocentemente, tener algún amigo o incluso un pariente por el que no pudiésemos poner las manos en el fuego. He colocado a una agente femenina a hacer de cocinera, que se encarga de comprar personalmente toda la comida y de cocinarla.
—¿Y qué me dices de la acompañante? ¿Esa señora Bachman a la que la chica está tan unida?
—La señora B., que es como la llama la chica —le explicó Cameron— es la única persona del servicio original de la casa a la que he mantenido en su puesto.
—¿Puedes responder por ella?
—Respondería por ella con mi vida, no hay ni sombra de duda sobre su persona. He tenido a todo un batallón de personas dedicadas en exclusiva a investigar su vida entera, hasta llegar a su certificado de nacimiento original en el ayuntamiento. No han dejado por investigar ni un simple caso de paperas en la infancia, ni en qué edificio fue al instituto ni quiénes fueron sus profesores. No le queda ningún pariente vivo, ni siquiera un primo lejano; su marido murió de fiebre amarilla durante la guerra de Cuba cuando no llevaban ni un año casados. Ha vivido bajo el mismo techo con la chica desde que esta era una niña; ni siquiera creo que haya salido de casa sin ella desde hace diez o doce años. No tiene vida propia, la chica es toda su vida. Pese a todo, yo la hubiera sacado de la casa durante un tiempo, solo temporalmente, pero se lo consulté a Ward y ambos coincidimos en que podía ser más contraproducente que efectivo, porque no solo inquietaríamos y asustaríamos a la chica innecesariamente, sino que incluso sería una desventaja desde el punto de vista de la seguridad. Esa mujer la adora de tal modo que es mejor vigilante que nuestra propia gente. Así tenemos una persona más trabajando para nosotros.
—¿Ese es todo el dispositivo?
—Es todo el dispositivo —le confirmó Cameron—. Tenemos el exterior vigilado, tenemos el interior vigilado. No hay nadie con ella en la casa, excepto nuestra propia gente y la señora B. Le aseguro que he convertido el lugar en un fuerte militar. Nadie ni nada puede penetrar en él.
—De momento, perfecto. —Fue el único comentario que obtuvo—. Pero recuerda una cosa: la verdadera solidez de un fuerte depende de los hombres que lo defienden. —Y miró a los ojos a Cameron.
Cuando el jueves Ward se levantó a las ocho —su hora habitual—, todavía no sabía que iba a hacerlo. Ese jueves era quince. La decisión fue lomada de forma abrupta. O más bien, afloró de forma abrupta. Llevaba allí latente varios días. No había otra explicación. Fortaleciéndose todo el rato. Día a día, hora a hora.
Se afeitó. Se duchó. Se vistió. Seleccionó una corbata. Azul con un estampado de flores. Desechó otra de seda a rayas.
«Esta me la pondré mañana», dijo para sí mismo, demostrando que todavía no sabía que iba a hacerlo.
Bajó por las escaleras. Allí estaba el desayuno. Allí estaba su mujer. Allí estaba el periódico. Lo último le interesó más que lo primero. Y lo primero más que la segunda, pero era suficientemente educado como para disimularlo, dividiendo equitativamente su atención entre los tres, aunque concediéndole un poco más al periódico que a los otros dos.
La besó y hablaron de nimiedades. La actitud era amable, agradable, no sincera. Al menos no había animosidad. Pero tampoco amor. Eran simplemente dos personas educadas, no muy interesadas la una en la otra.
Salió de casa hacia el despacho. Cogió el periódico y el maletín.
—Adiós, Louise —se despidió desde otra habitación. No sabía que no volvería a verla. De haberlo sabido, habría dicho el mismo «Adiós, Louise» desde otra habitación, con la misma voz.
Todavía no sabía que iba a hacerlo.
Subió al coche que estaba esperándolo en la puerta. Durante el trayecto hasta el despacho leyó el periódico.
Le llamó la atención la fecha en el encabezamiento. No se la había llamado cuando miró el periódico en casa. Quedaban dieciséis días. Y mañana serían quince. ¿Por qué quedarse allí esperando a que sucediese, cuando disponían del mundo entero para esconderse? Atrapados, como ardillas en una jaula.
De pronto supo que lo haría.
Golpeó en el cristal que lo separaba del conductor. Este volvió la cabeza. Ward le indicó con señas que se acercase a la acera y parase el coche.
Bajó y cerró la puerta.
—Es todo —le dijo cortante—. No me esperes.
El coche era un estorbo, lo podían reconocer, podía traicionarlo. Por lo que sabía, en ese momento lo estaban vigilando.
El chófer pareció sorprendido, pero se alejó con el coche.
Ward optó por un taxi. Se dirigió en él a su banco. Bajó sin perder tiempo al sótano. Firmó para identificarse, comprobaron su firma y lo dejaron pasar. Esas precauciones le hicieron sentirse doblemente agradecido.
A solas en el pequeño cubículo, con una caja de seguridad delante de él, revolvió apresurada pero metódicamente las joyas de Louise; no era eso lo que buscaba. Fajos anaranjados de acciones de la General Motors; también los echó a un lado. Tardaría demasiado tiempo en convertirlos en dinero. Fajos color chocolate de acciones y participaciones de American Tel; demasiado tiempo. Goodyear. General Electric. Las descartó todas. Una póliza de seguros por setenta y cinco mil dólares, con su esposa Louise como beneficiará. (Se encogió de hombros, como si la mera visión de aquello lo asustase).
Entonces aparecieron los bonos del Gobierno, debajo de todo lo demás. Era lo que buscaba, para lo que había ido hasta allí. Se los guardó en el bolsillo. Valían cincuenta mil dólares. Convertibles a petición, al momento, instantáneamente. Válidos en todo el mundo, en cualquier parte, en todas partes.
Subió apresuradamente las escaleras y pidió ver al director de la oficina bancaria en su despacho.
Diez minutos después salía del banco con una letra de crédito por cincuenta mil dólares en el bolsillo. Dieciséis días. El mundo entero para esconderse. Cuando un pavo está esperando a que lo sacrifiquen, no puede salir del gallinero en el que está encerrado. Cuando un hombre está esperando a que lo maten, puede huir a los confines de la tierra, porque sabe lo que es la muerte. Dios le ha dado este conocimiento.
Cogió otro taxi. Bajó delante de una agencia de viajes. Le dio al empleado una propina de cincuenta dólares y le prometió una cantidad igual más adelante. Pero no le daría ni un nombre, ni una dirección, ni un número de teléfono, como era habitual dar en estos casos. Le dijo que volvería él en persona al día siguiente. El empleado debería utilizar su propio apellido, Breuer, en cualquier transacción que hiciese. Y aunque el empleado no lo sabía, en ese momento se convirtió en un hombre de paja.
Ward fue después a su despacho. Canceló todas sus citas del día. Dejó a un lado los asuntos pendientes de iniciar o los que estaban en plazo, y se concentró en los que ya llevaban en marcha algún tiempo o estaban atrasados, los asuntos que, dada su familiaridad con ellos, estaba en mejor posición que nadie para cerrar.
Trabajó sin pausa hasta pasada la hora del almuerzo. A lastres de la tarde paró por puro agotamiento, incapaz de seguir con más asuntos. Lo último que hizo fue cerrar la puerta de su despacho con llave, poner en marcha la grabadora y dejarle un mensaje de renuncia a su socio, ofreciéndole la parte de la empresa que poseía.
—… Y que Dios te bendiga, Jeff.
Tenía los ojos llenos de lágrimas cuando apagó la grabadora. Los hombres también pueden ponerse sentimentales con los asuntos profesionales.
A las tres y cuarto salió de la oficina para ya no volver ese día. O, más exactamente, el resto de su vida.
A partir de entonces empezó a poner en práctica más artimañas de las que había utilizado durante la mañana, porque el destino final estaba cada vez más cerca y había más en juego. Tomó tres taxis y los intercaló con esperas en grandes almacenes y sitios por el estilo, para romper así la continuidad de sus desplazamientos.
Llevaba consigo el maletín por puro hábito, no por ningún otro motivo. Cuando se percató, trató de liberarse de él, dejarlo olvidado en uno de los taxis.
Pero el taxista frustró sus planes y lo llamó:
—Señor, se ha olvidado el maletín. —Y se lo alcanzó a través de la ventanilla.
Si se hubiera tratado de algo que fuese importantísimo no perder, pensó Ward con ironía, probablemente se hubiera quedado allí sin que nadie se diese cuenta.
Lo intentó de nuevo en el segundo taxi, y en esa ocasión una mujer que subió justo después de que él se apeara fue la que lo alertó a gritos de su descubrimiento y lo obligó a volver sobre sus pasos para recuperarlo.
En la tercera intentona lo escondió debajo del asiento y esa vez por fin logró desembarazarse de él.
El taxi lo dejó frente a la casa de Martine y él entró deprisa, haciendo lo posible por no parecer nervioso, porque no tenía forma de saber si lo estaban vigilando. No estaba acostumbrado a esas cosas, y en cambio quienes podían estar vigilándolo sí lo estarían.
La señora Bachman lo recibió con su habitual entusiasmo, pero él le pidió que bajase el tono y le susurró sus instrucciones:
—Tengo que verla a solas. Quiero comentarle una cosa. Quédese aquí, al pie de la escalera, y asegúrese de que ninguno de ellos sube.
Ella asintió, siempre dispuesta a echarle un cable frente a esos intrusos.
Martine estaba sentada, leyendo un libro con los dedos, con la cabeza ligeramente ladeada, casi como si estuviese escuchando en lugar de palpando con las yemas de los dedos.
Llevaba un vestido amarillo, con un lazo negro en el cuello, y la señora Bachman (probablemente) le había colocado un coqueto lazo amarillo sobre una de sus orejas.
—¿Allen? —preguntó ella al notar la vibración del suelo provocada por sus pisadas en el umbral de la habitación. Y el sol brotó de su rostro. No es que lo iluminase desde la ventana, sino que brotaba desde su interior.
—Mi pequeña Marty —casi sollozó él.
La abrazó cariñosamente durante un largo rato. Hasta que ella dedujo por lo prolongado del gesto que algo debía de ir mal.
—¿Qué sucede, Allen? —trató de sonsacarle—. ¿Qué? —Y le acarició los contornos de la cara con esas adiestradas yemas de los dedos que tanta información le proporcionaban.
—Voy a tener que asustarte un poco.
Ella volvió a sentarse para escucharlo y él, sin dejar de cogerle las manos con las suyas, se arrodilló junto a ella para que sus cabezas estuviesen tan juntas que no tuvieran que levantar la voz.
—¿Vas a dejarme? ¿Voy a quedarme sola en la oscuridad?
—Jamás, mientras yo viva. Es una promesa que me hice hace años y nunca la romperé.
—Entonces ¿qué…?
—Hay… hay alguien que trata de apartarte de mí.
—¿En qué sentido? ¿Cómo puede hacerlo?
—¿Cómo puede hacerlo? Solo existe un modo. Piensa.
—La muerte —dijo ella, suspirando asustada.
—Exacto —admitió él—. Esa es la manera. La única con la que podría lograrlo.
Martine inclinó la cabeza bruscamente y la hundió contra el pecho de él, asió las solapas de su chaqueta y las levantó para cubrirse con ellas la cara y ocultarse todavía más. Su respiración era acelerada y asustada, y aunque él la abrazaba con fuerza e intentaba calmarla, notaba como temblaba.
—No —suplicó una y otra vez, con esa entonación automática que se utiliza con un niño asustado—. No. No. No.
—Incluso en la oscuridad, la vida es mejor que… no vivir. ¿Por qué alguien tiene que pretender… quitarme incluso esto?
—No. No. No. —Fue todo lo que él pudo decir.
—¿Qué le he hecho yo a nadie?
—Es lo que yo le he hecho, no tú. Y no sé qué puedo haberle hecho. Pero…
—¿Quién es? —quiso saber ella.
—No lo sé. Ellos tampoco lo saben. Yo no lo he visto nunca. Ellos tampoco. Es un hombre… no, un engendro asesino que alguna vez fue un hombre. Alguien dominado por una enfermiza aflicción cuya única solución sería darle una muerte misericordiosa. Tiene que ser alguien así, ¿quién si no podría querer hacerte daño, Martine?
Ella se tranquilizó un poco; seguía apoyando la cabeza en el pecho de él, pero se calmó un poco. Ward se apartó un momento de su lado; se oyó el ruido semejante a un acorde del tapón de una botella al abrirla y enseguida volvió junto a ella.
—Bébete esto. Y después quiero que me escuches con mucha atención.
—¿Qué es?
—Dos dedos de brandy.
Se bebió la pequeña cantidad de licor.
—Ahora escúchame con mucha atención. Voy a hablarte al oído. No quiero que nadie nos oiga. Espera, primero voy a cerrar con el pestillo la puerta.
Se acercó a la puerta y giró el pestillo. Desdobló un pañuelo que llevaba en el bolsillo y lo colgó del pomo, para que incluso la mínima rendija que podía proporcionar la cerradura para ver a través de ella quedase tapada.
Volvió con Martine, se agachó y se apoyó sobre una rodilla pegado a ella, y acercó los labios a su oreja.
Ella empezó a asentir.
—Sí, de acuerdo —murmuró—. Te confío mi vida. Tú eres mi vida.
Y volvió a asentir mientras él seguía susurrándole al oído.
—Sí, lo haré. Haré lo que me pidas. Sea lo que sea. No, no tengo miedo. No contigo a mi lado.
La propia voz de él se elevó ligeramente a medida que su mensaje secreto llegaba a su final. Algunas palabras sueltas resultaron audibles.
—Nuestra única oportunidad… nadie… no decirle nada a nadie… ni siquiera a la señora B.
Y al acabar, él la besó. En la frente, en los párpados y finalmente en los labios, para sellar su decisión, fuera cual fuese esta.
—No logrará atraparte, cariño —le aseguró él con convicción—. No podrá hacerte ningún daño. Pondré el mundo entero entre él y nosotros.
Ella misma se peinó con esmero. Podía hacerlo sola. Y, sorprendentemente, lo hacía siempre de pie frente al espejo. Era un viejo hábito. Aunque para ella no había espejo alguno.
Después fue hasta la silla en la que la señora Bachman le había dejado la ropa preparada. Por el tacto supo que la prenda que le había seleccionado para ese día era el vestido negro de lana. Sus dedos se lo dijeron. No era nada sorprendente, era algo elemental. Conocía los pliegues, los botones ocultos, las mangas, el cuello. Evidentemente, conocía de memoria —por el tacto de sus dedos— toda su ropa. Solo tenía que fiarse de la palabra de alguien en lo que respecta al color. Y la señora B. le había dicho que ese vestido era negro. Se lo puso.
Ahora ya estaba vestida. Se podría incluso haber pintado los labios si hubiera querido, y conseguir unos resultados óptimos. Pero no usaba nunca lápiz de labios. Fue hasta la puerta de la habitación —sin un solo paso vacilante—, la abrió y salió. Se dirigió con decisión a la mesa del desayuno, a su silla, que movió para sentarse ante el desayuno que la señora B. ya le había preparado.
Podía hacer sola todas esas cosas.
Adelantó la mano, cogió el vaso de zumo de naranja, se lo llevó a los labios. La señora B. le llenaba solo dos terceras partes todos los recipientes que contuviesen líquidos, porque así había menos peligro de que pudiesen derramársele. Esa era la única concesión que las dos hacían a su discapacidad. Era una cuestión de orgullo, para ambas por igual.
Dio con la tostada y ella misma la untó con mantequilla. La señora B. le llenó la taza de café (pero eso era algo que se hacía incluso con gente que sí veía), pero ella misma se añadió el azúcar y la leche. Un desarrollado sentido del peso y el equilibro le permitía hacerlo sin problemas. Por asombroso que pareciese, podía deducir con considerable precisión cuánto azúcar había en una cuchara; si estaba muy llena o rasa; y en el caso de la leche, simplemente por el peso de la jarra cuando empezaba a verter el líquido.
Mantuvieron una charla banal como cualquier otro día. La señora B. le leyó noticias del periódico matutino. Y el desayuno llegó a su fin.
Él había encontrado (después de buscarlo mucho) y le había traído un exclusivo reloj que marcaba cada hora con unas suaves campanadas. Seguía el sistema horario europeo y militar, contando las horas de una a veinticuatro, en lugar de volver a empezar desde la una a partir de las doce. Lo hacía mediante un ingenioso sistema consistente en unas campanadas dobles en lugar de simples para cada hora a partir de las doce de la mañana. Pero el tiempo que se requería para contar las horas no se alargaba mucho. Su carácter único consistía en que no era un enorme reloj de pie, sino un reloj para colocar en una repisa que podía ser trasladado, incluso por ella, de una habitación a otra a voluntad.
En ese momento sonó diez veces. Ella las contó. Entonces —como si eso hubiese sido el pie que daba paso a su entrada en escena—, le dijo a la señora B.:
—Me apetece dar un paseo. Quiero respirar un poco de aire fresco. Démoslo ahora en lugar de esperar hasta la tarde.
—Por supuesto, querida —accedió de buena gana la señora B. Debió de mirar por la ventana, porque hubo una breve pausa, y añadió—: Hace un día maravilloso y soleado.
—Lo sé —dijo simplemente Martine—. Puedo percibirlo. —Y podía. Sin necesidad de mirar por la ventana.
Fueron cada una por su lado a prepararse para el paseo. Martine subió sola a su habitación, fue hasta el armario, cogió su joyero. Metió un montón de anillos en un pañuelo que anudó y guardó en el bolso. El collar de perlas de Tiffany que él le había regalado se lo puso directamente. El cuello del vestido, que era bastante alto, lo ocultaba sin problemas. Sacó una última cosa. El resto, un montón de broches, prendedores y brazaletes los dejó en el joyero. Tuvo tiempo de escribir con un lápiz una rápida nota: «Esto es para ti, querida Edith. Guarda esta nota, te servirá para demostrar mi voluntad». Y la metió con las joyas, cerró la caja y la guardó.
Para ponerse la última cosa que había cogido necesitaba la ayuda de alguien, ella sola no era capaz. Tenía un cierre muy complicado. También se la había regalado él, claro. Por eso tenía un valor sentimental, aunque ya no práctico, para ella. Tenía además un tremendo valor intrínseco, pero eso a ella no le importaba lo más mínimo.
Llamó a la señora B.
—¿Puedes ayudarme a colocarme esto?
—¿Vas a llevar el reloj de diamantes? —preguntó pasmada la señora B.
—Quiero estar guapa —le dijo Martine en voz baja—. Hace un día tan maravilloso. Es uno de esos días…
Podría haberlo roto y separado cada diamante, irlos lanzando uno a uno por la acera mientras paseaban, como si fueran piedrecitas, y la señora B. le hubiera dejado hacer; ambas lo sabían.
Salieron de casa juntas. Martine cogida de la mano de su acompañante. Dos damas bien vestidas, una joven y la otra madura, nadie hubiera podido adivinar que una de ellas era ciega. Y de haber sabido que una de ellas lo era, incluso hubiera sido posible creer que se trataba de la más mayor, que llevaba gafas.
—Buenos días —saludó sin levantar la voz la señora B.
No hubo respuesta, pero cuando se levanta un sombrero, este no hace ningún ruido.
Al cabo de unos pocos pasos, la señora B. volvió a saludar:
—Buenos días. —Y de nuevo no se oyó ni una mosca.
Pero, desde la zona que ya había quedado a sus espaldas, a los pocos segundos se oyeron unas pisadas, como un eco, como un acompañamiento de tono más grave que las suyas.
—¿Dónde estamos? —preguntó Martine.
—Hemos dado la vuelta a la esquina. Estamos dando la vuelta a la manzana.
—Vayamos… vayamos a algún sitio especial. Por aquí solo hay cemento y polvo. Vayamos hasta el parque. Cogiendo la calle Diecisiete en dirección hacia el centro.
La señora B. no puso reparos.
Martine volvió a preguntarle:
—¿Dónde estamos ahora? —Y ella misma respondió su pregunta—. Sí, ya estamos. Puedo oler la hierba y las hojas de los árboles. ¿Verdad que es un olor dulce y fresco?
La señora B. aspiró entusiasmada.
Martine bajó la voz hasta el susurro para preguntarle:
—¿Todavía nos siguen?
Se produjo otro de esos silencios dilatados. La señora B. había girado la cabeza.
—Oh, sí —dijo al fin—. Tienen que hacerlo, ya lo sabes.
—Ya sé que tienen que hacerlo —respondió Martine secamente.
Volvió a hablar al cabo de un rato:
—Avísame cuando estemos cerca de la estatua de Lafayette.
—Ahora ya estamos cerca.
—¿Estás segura de que estamos caminando en dirección al centro, en la misma dirección que el tráfico?
—Claro que sí, querida. —La señora B. estaba perpleja—. ¿Por qué iba a engañarte?
Martine hizo otra pregunta:
—¿Ya son las doce?
Un silencio dilatado.
—Faltan unos tres minutos.
—Por aquí está la estatua —dijo Martine—. Estamos delante de ella, lo noto. El pavimento ha cambiado. Es más liso, con baldosas ornamentales alrededor de la base. —Y de pronto, añadió—: Caminemos por el bordillo de la acera.
—Eso es peligroso, querida. Pasan coches y podrían atropellarte.
—Déjame hacerlo. —Le pidió—. Por favor. —Esas palabras, que cuando las pronunciaba ella, desarmaban por completo a la señora B.
Giraron hacia allí. Martine se colocó en la posición exterior. La señora B. debió de mirar hacia atrás, porque dijo:
—Están haciéndonos señas para que no caminemos tan cerca del borde —le explicó.
Juguetona, Martine, que se agarraba a su brazo, tiró de ella hacia sí conspirando secretamente con ella.
—Hagamos ver que no los entendemos. Si no queremos, no pueden obligarnos, ¿verdad?
—No, supongo que no —aceptó la señora B., aunque tenía sus dudas—. Pero ¿por qué no vamos a querer hacerles caso?
—Quiero intentar una cosa —dijo Martine—. Cuando era una niña, había un juego al que me encantaba jugar. Una manera de caminar justo por el borde, intentando mantener el equilibrio, intentando no caer a la cuneta.
—Aquí no, querida.
—Sí, aquí. Quiero recordar esa sensación de cuando era niña. Tú estás a mi lado. ¿Qué puede pasar? Mira, te cogeré la mano.
Una voz masculina, justo detrás de ellas, dijo de pronto:
—¿Qué está haciendo? —Uno de los agentes de paisano debía de haberse acercado a ellas.
Eso despertó el instinto maternal de la señora B.
—Déjela tranquila, ¿vale? —respondió cortante—. No estén vigilándola como halcones a todas horas.
—Haz que se aparte —le pidió lastimeramente Martine en voz baja.
—Vuelva con su amigo —le ordenó al policía con un tono no precisamente amable—. Dejen de pisarnos los talones.
La ligera aura de aliento impregnado de tabaco y personalidad rocosa que se había introducido en la atmósfera inmediata (y que solo Martine había percibido) se retiró. En cualquier caso, había sido una percepción casi extrasensorial.
—¿Ya son las doce? Pararé a las doce —prometió.
—Eres como una niña —dijo la señora B. con un nudo en la garganta—. Queda un minuto.
—Solo he perdido pie una vez —se regodeó Martine—. Sigo siendo muy buena en esto, después de tantos años. Y eso que ahora llevo tacones y no tengo… —No acabó la frase. Ya casi nunca utilizaba la palabra «ojos».
—Te tiembla la mano, querida —le hizo saber la señora B.
—Es porque, intentando mantener el equilibrio, me tiembla todo el cuerpo. Ahora ya deben de ser las doce en punto. —Y de pronto, hablando apresuradamente, como si una cosa tuviese conexión con la otra, añadió—: Te quiero, de todo corazón, has sido como una madre para mí; tenlo siempre presente, te quiero mucho.
—¡Dios te bendiga! —reaccionó de inmediato, absolutamente emocionada, la sentimental señora B.
Tuvo que soltar un momento la mano de Martine para buscar y sacar un pañuelo, evitar que se le nublase la vista con las lágrimas.
Se escuchó un silbido de neumáticos girando bruscamente a gran velocidad. Martine fue repentinamente recogida con un doble agarre, un brazo alrededor de la cintura y una mano aferrándose a la suya (que ella había mantenido extendida hacia la calle con la excusa de «mantener el equilibrio sobre la cuerda floja»), un brazo y una mano que pertenecían a una figura borrosa salida de un coche.
Por un momento, Martine tuvo la deslumbrante sensación de ser transportada por el aire, sin tocar el suelo. Y de pronto ya estaba en el interior de un vehículo, depositada en un asiento tapizado. Oyó el golpe seco de la puerta del coche al cerrarse. Y sintió el vértigo de un vehículo que se pone en marcha a gran velocidad dando un giro brusco.
Fuera, ya detrás del coche, se oyó el grito de desgarrada desesperación de la señora 13. Y un poco más lejos el grito de alarma de un hombre. Y se escuchó un estruendo, un disparo de aviso al aire.
En el interior del vehículo se produjo un momentáneo silencio. Una tregua. Las vibraciones le indicaron que iban acelerando cada vez más, a toda velocidad.
Avanzó una mano temblorosa hasta dar con el perfil de la cara de un hombre. La exploró palpándola con los dedos, hasta llegar finalmente a los labios y reconstruir su silueta.
Los labios se contrajeron ligeramente y lanzaron un beso a través de sus dedos exploratorios.
—Eres tú —murmuró ella—. Por un momento no estaba segura.
La ira del jefe tenía algo de homérica, y no era un hombre que por regla general fuera dado a grandes despliegues de furia incontrolada. Levantó su silla giratoria y no una, sino repetidas veces golpeó con ella el suelo, hasta que una de las patas con ruedas se rompió y salió despedida. Cameron solo se libró de que le lanzase el teléfono por el hecho de que estaba fijado en un soporte extensible que le impedía hacerlo. Lo mismo sucedía con el bidón del agua, que pesaba demasiado para levantarlo de la base. Al menos para un hombre que llevaba un braguero.
—¡El muy loco! —gruñó—. ¡El muy loco! ¡El maldito loco! La lleva directa a la muerte. Intentamos salvarle la vida, trabajamos durante semanas para conseguirlo, tomando todas las precauciones humanamente posibles, y él la secuestra en nuestras narices y la lleva directa a una muerte segura. ¡Ellos dos solos no sobrevivirán ni una hora! ¡No tienen ninguna posibilidad! ¡Dios mío, si pudiera tenerlo aquí delante de mí durante un minuto…! —Y agarró los cantos de su mesa de despacho hasta que los nudillos asomaron bajo la piel como blancas cicatrices de una operación.
No solo degradó a los dos agentes de paisano que estaban a cargo de la vigilancia en ese turno, sino que les mentó a sus muertos y solo la intervención de Cameron agarrándole la muñeca evitó que los hiciera salir de allí a golpes.
Eso focalizó su ira hacia el propio Cameron.
—¡Y tú! —gritó, volviéndose hacia él—. ¿Qué estabas haciendo? ¿Dónde estabas? ¡Se ha llevado en tus narices a una chica ciega! ¡A una chica ciega a plena luz del día! ¡A las doce del mediodía! ¡No es ella la que está ciega, sino tú! Tendrías que habernos avisado de que necesitabas un perro lazarillo. Nos hubiéramos encargado de proporcionártelo.
—¿Quiere que le entregue mi placa ahora? —preguntó respetuosamente Cameron—. O debo esperar a que se me notifique ofici…
La propuesta no contribuyó a calmar los ánimos.
—¡Oh, así que además de ser incompetente, también escurres el bulto! Eso es lo fácil, ¿no? Te mereces una paliza… No solo eres un inepto, sino además un cobarde.
—No le toleraría ese comentario a nadie, señor, excepto…
La voz del jefe subió decibelios hasta culminar en un exasperado grito. O al menos el tipo de grito que es capaz de lanzar un bajo.
—Bueno, ¿a qué esperas aquí plantado? ¿Quieres que te dé las instrucciones por escrito? ¿Quieres que te coja de la mano y te enseñe el camino hasta la puerta? ¡Hace una hora y cuarenta minutos que se han largado!
Alzó ambos brazos por encima de la cabeza, cerró los puños y golpeó con todas sus fuerzas la sufrida mesa, con tal estruendo que el eco reverberó por los pasillos e hizo que la gente creyese que un conducto del vapor de la calefacción había reventado.
—¡Ve tras ellos! ¡Atrápalos, no importa adónde hayan ido! ¡Y tráelos aquí de vuelta! ¡Los quiero aquí, bajo custodia, antes del treinta y uno de mayo!
Precisamente en ese momento, a Cameron no se le ocurrió otra cosa que lanzarse a una de sus dubitativas divagaciones:
—Si han ido hacia el oeste, en tren, quizá todavía pueda alcanzarlos —masculló—. Pero si han ido hacia el este, en barco… estoy hundido.
El jete avanzó de pronto hacia el perchero del que colgaba su chaqueta. Quizá solo buscaba un pañuelo para secarse el sudor que perlaba su frente. Pero allí también tenía colgada la pistolera.
—Ayúdame Dios mío —entonó con una voz apagada y ahogada—. ¡Voy a acabar siendo llevado a juicio por matar a uno de mis hombres en mi propio despacho!
Cameron no esperó a averiguar qué era lo que en realidad buscaba.
Iban en un tren. Encerrados en el compartimento de un tren. La infinita oscuridad ya no era estable, como siempre había sido para ella; ahora oscilaba como un viento suave pero persistente; ululaba un poco y su sentido del equilibrio notaba un lento y curvo viraje. Hacia la derecha o hacia la izquierda. Y después el viraje acababa y el movimiento volvía a ser en línea recta. Había un traqueteo continuo de fondo, como de dados sacudidos en un cubilete. Pero no era sincopado. De repente todo pareció hueco por un momento y ella quiso taparse las orejas; debían de haber entrado en un túnel. Al poco rato, los sonidos dejaron de producir eco y de nuevo estaban en campo abierto.
«Para mí —pensó ella con sarcasmo aunque sin lamentarse—, toda la vida es un túnel, un larguísimo túnel que no tiene final».
La sensación de velocidad estaba presente, solo que sin visión, era imposible saber si ibas hacia delante o hacia atrás. En determinados momentos se sentía confusa y pensaba que iba sentada de espaldas a la dirección en que se movía el tren. Pero sabía que él la había colocado de modo que fuese de cara y no de espaldas, y que por tanto esa sensación era una ilusión, un espejismo de los sentidos.
Todo era un poco inestable, notaba una ligera sensación de hormigueo en los pies, que tenía apoyados en el suelo.
Permanecía allí sentada, con la cabeza apoyada en los hombros de él.
—Descríbeme el paisaje —le pidió.
Ella notó que el brazo de él le pasaba por delante. Él tiró de la pantalla que protegía del sol y esta se replegó rápidamente encima de la ventana.
—Es verde —le explicó él—. Y ondulado. Es como si se meciera a nuestro paso. El color básico es el verde, pero hay diferentes tonalidades. Hay zonas más oscuras y otras, más allá, donde hay unos prados bañados por la luz del sol, más claras, de un verde manzana.
—Sí, sí, puedo visualizarlo.
—Y acabamos de dejar atrás una vaca junto a una valla. Contemplaba el tren con una expresión muda e interrogativa, con la cabeza levantada, interrumpiendo por un momento su ingesta de hierba. Era de un marrón rojizo, con una mancha blanca en la frente.
—Pobre vaca. Qué vaca más bonita. Qué vaca más feliz.
—Acabamos de dejar atrás un riachuelo. Ha pasado tan rápido que apuesto a que nunca antes el agua ha fluido por él con tanta rapidez. Fiiiiuuu… y ya había desaparecido. No parecía agua, parecía plata; el cielo se reflejaba en ella.
—Lo recuerdo —dijo ella—. Así es como eran los riachuelos. No han cambiado, ¿verdad?
—No han cambiado. Y ahora acabamos de dejar atrás una casita blanca.
—Me pregunto quién vivirá en ella. Apuesto a que no temen morir, como nos pasa a nosotros.
—Y ahora vienen varios árboles. Son verde oscuro y sus sombras se inclinan huyendo del sol. Incluso alcanzan la ventana y la ensombrecen, vuelve la luz, sombra otra vez, luz, sombra, luz, sombra…
Ella extendió el brazo y puso las yemas de los dedos sobre el cristal.
—¿Estoy tocando sus sombras?
—Sí. Ahora hay luz, ahora sombra otra vez, luz de nuevo.
—No puedo distinguirlo. Pero es bonito. Como si estuviese allí fuera con ellos.
De pronto alguien golpeó la puerta con los nudillos y el miedo borró todos los colores con un remolino negro como la tinta.
La pantalla bajó con un chasquido. Él se levantó y la dejó allí sentada. Ella notaba que él estaba de pie junto a la puerta, pero no oyó abrir el pestillo. Ella sabía que él había sacado la pistola, aunque la lana de su ropa no hizo el menor frufrú.
—¿Quién es?
—El camarero, señor, con la bandeja que ha pedido.
—Diga algo más.
—¿Qué quiere que diga, señor?
—Diga mulligatawny, que es sopa de curry en tamil.
—Milli-gaw-tanny —llegó a través de la puerta.
Ella asintió; él, pese a que ella no lo veía, le respondió asintiendo también.
—Golpea algo de la bandeja. Haz que suene.
Alguna pieza de cubertería golpeó suavemente alguna pieza de loza.
—Déjala en el suelo, delante de la puerta.
Hubo un silencio, y después:
—Ya está, señor, la he dejado en el suelo.
—Ahora ve a la puerta del final del pasillo, sal y deja que yo oiga como se cierra con un buen portazo detrás de ti.
—Su cambio, señor. Tiene unos nueve dólares de vuelta de los veinte que me pasó antes por debajo de la puerta.
—Quédatelos. Quiero oír bien claro como se cierra esa puerta del fondo.
El estruendo del portazo penetró hasta el compartimento.
Entonces, y solo entonces, él descorrió el pestillo y abrió la puerta.
Ella se despertó con los sonidos extraños de una ciudad extraña en sus oídos. Abrió los ojos, la oscuridad permaneció, pero pese a todo sus párpados se levantaron. Abrir los ojos era algo instintivo.
Los ruidos, los sonidos de la calle le daban mucha más información que al resto de la gente. Para los demás, el rumor del tráfico es idéntico en todo el mundo. Para ella…
Para los demás había algo cortante y quebradizo, porque la atmósfera era fría. Para los demás había unos continuos y crispantes chirridos, lo cual a ella le decía que el lugar era accidentado, los coches tenían que subir pendientes y debían usar a fondo los frenos al bajarlas. Los tranvías chirriaban sin piedad a cada rato, cuando los giraban sobre una plataforma. El aire tenía un aroma penetrante, producía un cosquilleo en la garganta, emanaba vitalidad. Hacía que tuvieses ganas de hacer cosas, te empujaba a hacerlas. Ella no podía imaginar que los habitantes de esa ciudad holgazaneasen por las calles; ella no podía imaginar que se mostrasen abatidos o deprimidos. Era un buen lugar para que asentase sus cimientos una ciudad.
San Francisco, la llamaban.
Así que ella ya conocía San Francisco tanto como alguna gente y mejor que otros muchos. Fría, accidentada, briosa y estimulante.
Había visto San Francisco, pero sin embargo, no podía saber si estaba o no sola en la habitación del hotel.
—Allen —dijo en voz baja—. Allen, ¿estás aquí conmigo?
No se oía ninguna respiración, excepto la suya.
La asustó un poco estar sola en una habitación en una ciudad extraña. Pero rápidamente se obligó a tranquilizarse, a no llamarlo a gritos, lo cual había sido su primer impulso.
Volverá pronto. No se habrá ido lejos, ni por mucho tiempo. Él no le haría una cosa así. Ella confiaba en él.
Encontró la bata de seda a los pies de la cama. Se incorporó y se la puso. Sentada en la cama, tanteó el suelo con un pie, trazando un círculo, como si estuviese ensayando un paso de danza, hasta que encontró las zapatillas.
Se puso en pie y caminó a tientas por la habitación. Encontró una puerta y la abrió. Llegaron hasta ella sonidos apagados que venían de lejos. Era la puerta que daba al pasillo. La cerró rápidamente. Encontró otra y también la abrió. Un collar de cuentas le hizo cosquillas en la nariz, sus dedos tocaron la manga inerte y vacía de una chaqueta. Era la puerta del armario. Por fin dio con la tercera, fría y resbaladiza al tacto de sus dedos. Había en ella un espejo.
Pensó en darse una ducha. Mejor no. Los grifos eran nuevos para ella y podía escaldarse. En casa sabía perfectamente cuál era el grifo del agua caliente y cuál el de la fría.
Siempre había un desastre inminente rondándola, pero eso ni se le pasaba por la cabeza. Nunca se había permitido sentir lástima de sí misma. No importaba de lo que carecieses, siempre quedaba tanto con lo que disfrutar…
Volvió a la habitación y se vistió.
Se oyó una llave que giraba en la cerradura y la puerta se abrió.
—Cariño, ¿ya estás levantada? —dijo él.
Pero estaba acompañado. Los crujidos de pasos al entrar eran dobles.
Ella permaneció en pie y giró la cabeza. Él la había aleccionado para que nunca, si era posible, dejase adivinar a ningún extraño que era ciega. Conocer su total indefensión podía suponer un serio incremento del peligro, que era, suponía ella, lo que él temía. Y cuando miraba a alguien, este siempre adivinaba su ceguera, mientras que si no lo miraba, no podía descubrirla.
—Póngalo allí —pidió él. Pero cambió de opinión—: No se preocupe. Ya lo hago yo.
Se oyó el tintineo de unas monedas. La puerta se cerró. Ya estaban solos de nuevo.
—Ya está, Marty —dijo él—. Ya se ha ido.
Ella se le acercó; sabía sin dudar dónde se hallaba exactamente, y respondió a su beso con otro. Él la sostuvo en sus brazos unos instantes.
—He traído un poco de café para ti —le anunció él—. Aquí hay una pequeña mesa que el camarero ha abierto.
Se sentaron juntos.
—Cuidado, cariño —le advirtió él—. Los terrones de azúcar van envueltos.
—Lo sé —dijo ella, indulgente—. Lo noto con el tacto.
—Estás preciosa, encantadora, resplandeciente y deliciosa.
—¿Llevo bien peinado el pelo? A veces lo de peinarme se me escapa un poco y siempre tengo que intuir el resultado.
—Impecable.
Ella escuchó el roce de una cerilla al encenderse y le llegó la fragancia de un cigarrillo.
—Tengo nuestros billetes para —y bajó la voz— un barco. Creo que no deberíamos quedarnos mucho tiempo en el mismo sitio, ni siquiera aquí. Continuamente llegan trenes desde allí. ¿Te daría miedo… dejar tu país y cruzar el charco conmigo?
—No —dijo ella con una vocecita casi inaudible—. Ahora tú eres mi país.
Él bajó la voz todavía más.
—Zarpa mañana, a mediodía. Pero lo he arreglado para que podamos subir a bordo esta noche, hacia las nueve o las diez. Podemos mantener la suite cerrada con llave durante la noche. De ese modo nadie nos podrá ver subiendo al barco a plena luz del día. Nos quedaremos aquí, en el hotel, hasta que haya anochecido. Ya me han llegado nuestros visados por correo aéreo, no hubo tiempo para recibirlos en casa, por eso pedí que me los enviaran aquí. Acabo de recogerlos. Después vendrá un médico para ponerte la vacuna del cólera. Yo también me la pondré. No te asusta, ¿verdad?
—Si me coges de la mano, no me asustaré —le prometió ella. Lo dijo como si fuese ella la que lo estuviese tranquilizando a él y no al revés. Al cabo de un rato le preguntó—: ¿He pasado la noche aquí sola? Lo último que recuerdo es que tú estabas sentado en la silla, y después me quedé dormida.
Oyó la tierna sonrisa en la voz de él, sí, la oyó, esa era la palabra correcta.
—¿Crees que te dejaría sola en una habitación de hotel en una ciudad desconocida después de traerte hasta aquí? No, he dormido aquí contigo. El sofá es un sofá cama. Pero me ha costado bastante no hacer ruido, porque los muelles crujían. Después lo he arreglado todo en cuanto me he levantado y he vuelto a dejar la almohada en la cama sin despertarte. Ya sabes que estamos registrados como marido y mujer.
Ella se quedó pensativa y esbozó una sonrisa.
—Qué poco importante parece el decoro cuando estás bregando con cosas tan elementales como la vida y la muerte.
—El decoro es algo mental —reflexionó él—. Dos personas pueden estar a miles de kilómetros una de la otra y sin embargo ser culpables de todo tipo de deslices. Dos personas pueden compartir la misma habitación, como hemos hecho nosotros esta noche, y ser completamente decorosas. —Le cogió la mano y añadió—: Martine, algún día quiero casarme contigo, cuando todo esto se haya acabado y estemos fuera de peligro. Esta vez, ¿me dejarás proponértelo, permitirás que nos casemos? Hemos desperdiciado todos estos años. Louise estará encantada de dejarme marchar. A ella le da completamente igual.
—Sí —dijo ella en un susurro—. Esta vez sí te dejaré proponérmelo. Ahora estoy lista. —Y añadió—: Si sigo viva.
—Seguirás viva —le aseguró él con voz ronca—. Oh, te juro que será así. Aunque tenga que llevarte a la otra punta de la Tierra. Aunque tenga que seguir huyendo contigo hasta que nos quedemos sin aliento.
Hacia las tres sonó el teléfono. Por un momento ella sintió miedo, y sabía que él también estaba asustado, por el modo en que se echó hacia atrás, reacio al principio a descolgarlo.
Después, cuando lo hizo, ella supo que seguía asustado, por el tono grave y precavido de su voz.
—¿Hola? —dijo. Y escuchó. Y enseguida suspiró aliviado—. Sí, por supuesto —añadió, y colgó. Y dirigiéndose a ella, le explicó—: El médico sube ahora.
—Me había olvidado de él —exclamó ella.
—Yo también —admitió él.
Hubo una espera de tres o cuatro minutos. Ambos estaban muy nerviosos.
—Parece que tarda mucho en subir —comentó él.
—Quizá el ascensor ha tardado más de la cuenta.
Oyó como él iba hasta la puerta y la abría, y dedujo que, inquieto, estaba echando un vistazo al pasillo.
Volvió a entrar en la habitación y cerró la puerta.
Se oyó un tintineo de monedas, como si tuviese la mano en el bolsillo y juguetease con ellas impaciente.
—Voy a averiguar qué ha pa… —empezó a decir muy decidido, abalanzándose sobre el teléfono. Ella oyó como lo descolgaba.
En ese momento sonó la esperada llamada a la puerta.
Ella dio dos o tres pasos, encontró la silla, se dejó caer en ella y agarró al asiento con desesperada intensidad, con las manos metidas debajo por los lados.
—¿Lo sabe? ¿Se lo has dicho? —le susurró.
—He tenido que contárselo. Si no, te hubiera hecho ir a su consulta en lugar de venir él aquí.
Se abrió la puerta.
—Me había equivocado de piso… —se disculpó una potente voz.
Ella percibió un temblor en la voz de Ward.
—Oh… pero usted no es el doctor.
—Sustituyo al doctor Conroy. Al final le ha resultado imposible dejar la consulta. Ya saben cómo es esto, el trabajo se acumula.
Ward no respondió.
De todos modos, el aspirante a sustituto debió de deducir alguna cosa de la mueca en la cara de Ward. Se notaba cierta tensión en su voz cuando volvió a hablar:
—Tengo tanta experiencia como él poniendo vacunas. No tienen ningún secreto. Mire, aquí están mis credenciales. —Y a modo de reproche implícito añadió—: ¿Sabe?, normalmente estos desplazamientos no se hacen. Uno tiene que ir a la consulta como todo el mundo para ponerse las vacunas. En su caso hemos hecho una excepción, dadas las circunstancias.
—Se lo agradezco —dijo Ward ligeramente intimidado (al menos eso pensó ella)—. Pase, doctor.
La puerta se cerró. Un pesado maletín de cuero fue depositado sobre una silla con un estridente golpe.
—¿Esta es la jovencita?
Ella se agarró con más fuerza al asiento de la silla.
—Sí, doctor, es mi esposa.
—¿Qué tal está usted? —lo saludó ella, y dirigió los ojos directamente hacia donde acababa de oír su voz. Pero debió de equivocarse. Él debía de haber avanzado hacia ella y seguramente le estaría pasando la mano ante los ojos a modo de prueba. O algo así.
Oyó que Ward decía en voz baja:
—¿No me creía, doctor?
—Discúlpeme —se excusó el médico, contrito. Se oyó el sonido de un cierre abriéndose y el médico retomó su enérgico tono profesional—: ¿Tienen agua caliente? Primero quiero lavarme.
Salió de la habitación. Ward se acercó a Martine, le pasó un brazo por los hombros e hizo que apoyase la cabeza en su pecho, como para infundirle ánimos.
—No pasa nada —le susurró ella—. No estoy asustada. Ni un poco.
Se volvieron a escuchar los pasos del médico. Ward se apartó de ella.
—Póngamela primero a mí, doctor. —Se subió la manga de la camisa.
—Lo entiendo —dijo el médico—. Pero ¿no cree que es más caballeroso no tenerla a ella esperando? —Si le hizo alguna seña, indicándole que era mejor pincharla a ella primero para evitarle la angustia de la espera, ella no podía saberlo. Si Ward asintió mostrándose de acuerdo, tampoco podía saberlo.
—Dame la mano, querida —le dijo Ward en voz baja.
Cuando se la dio estaba completamente relajada, pero él le sostuvo el brazo ligeramente doblado, para que se le tensase y apareciesen las venas. Su vestido apenas tenía mangas. El médico frotó la piel del brazo con un frío algodón mojado. Solo tuvo tiempo para prometerse a sí misma: «No voy a mostrar mi reacción». Y entonces sintió el dolor de un pinchazo. No le dolió mucho. Fue más bien la violencia de la estocada lo que le resultó más duro de soportar. Como si el médico hubiese actuado de un modo innecesariamente brusco, aunque probablemente no fuese así y esa fuera la mejor manera de aplicar la vacuna.
Y entonces de nuevo un dolor, esa vez al extraer la aguja. Y de nuevo el esperado grato algodón frotó su piel, pero en esa ocasión no se lo retiraron.
—Aguántelo así un rato.
—¿He hecho algún gesto de dolor? —le preguntó ella a Ward vanagloriándose, cuando él se inclinó solícitamente para estamparle un beso en la frente.
Llegó el turno de Ward. Ella oyó el repentino aullido infantil que soltó cuando le pincharon. Martine se preguntó si lo había hecho a propósito, para que ella lo oyese, como un elogio indirecto a su propia valentía. O si, como otros muchos hombres capaces de soportar con gran estoicismo tremendos tormentos físicos si era necesario, sentía en cambio pánico de un simple pinchazo. Fuera el que fuese el motivo del chillido, ella lo amaba con la misma fuerza.
—Se ha portado usted peor que ella —se rio el médico. Ella sonrió. Quizá Ward le había guiñado el ojo al doctor. Quizá este era el efecto que pretendía conseguir—. Ahora ya solo me queda firmar esto y entregárselo. Tendrán que mostrarlo para que les permitan embarcar.
La puerta se cerró, el médico ya se había ido.
El miedo que los atenazó a ambos fue extrañamente tardío; no se manifestó durante los diez minutos posteriores a que el médico se marchase.
Él estaba sentado en el brazo de la silla de ella, rodeándola con el brazo.
—¿Qué tal? —le preguntó—. ¿Todavía te duele?
Ella no le respondió. Era como si no lo hubiese oído.
Él buscó la mano de ella. Y al tocarla, gritó alarmado:
—¿Qué te pasa, Martine? Tienes la mano helada. Se puso en pie de un salto, pero sin soltarle la mano. Se quedó junto a ella petrificado y también él empezó a sentirse raro, fuese por influencia del estado de ella o porque a su propio cuerpo le pasaba algo.
—Pero tú también estás temblando —protestó ella—. Lo noto en tu mano.
—¿Estás pensando lo mismo que yo?
—Me temo que sí —se estremeció ella, tratando de controlar los temblores que recorrían su cuerpo—. Que él… Que él puede que fuese…
—Yo también lo creo —admitió él asustado—. Pero ahora ya es demasiado tarde.
Iban a bordo de un barco, navegando en alta mar, cruzando un océano entre dos mundos. La oscuridad eterna seguía envolviéndola, pero entonces iba acompañada de una sensación de espacio, de vacío, de lejanía. El aire olía a sal y a yodo. Se oía un muy ligero pero permanentemente audible silbido detrás de las ventanas, como de agua chorreando desde un aspersor de jardín. Desde el lado opuesto, más allá de la puerta, las pocas veces que se giraba la llave y se abría brevemente, llegaba el olor considerablemente salobre del suelo de goma del pasillo. Y de vez en cuando, aunque no muy a menudo, se oía crujir la madera. Por encima de todo, se percibía un lento y oscilante movimiento de lado a lado. Muy tranquilizador, muy relajante, en absoluto abrupto. Uno se acostumbraba muy rápido a él y se olvidaba de que existía otro mundo en el que las cosas permanecían perfectamente estáticas, firmes y quietas. Pero eso era mucho mejor. Dejabas que tu cuerpo se acoplase al movimiento, primero un poco hacia delante, después un poco hacia atrás, y era como estar en un columpio que se mecía muy suavemente, arrullándote.
Y allí estaba siempre Allen, permanentemente cerca, detrás de ti, sin dejarte ni a sol ni a sombra. Con cada detalle bajo control llegaba más seguridad, hasta que la seguridad se convertía en un absoluto y no en algo valorable en términos comparativos.
Él, sin embargo, no dejaba nada al azar. Aunque la muerte no hubiese subido a bordo, aunque ese pequeño mundo flotante de metal estaba completamente aislado del resto del mundo, y nada podía causarles daño allí, él no dejaba nada al azar. Habían llegado demasiado lejos y pasado por demasiadas cosas para tirarlo todo por la borda por cualquier desliz.
La puerta, la única puerta de su suite, permanecía cerrada toda la noche mientras ella dormía en el camarote interior, y él se quedaba en el camarote exterior en una cama plegable que se bajaba de la pared. A las nueve oían al camarero llamar a la puerta, pero él no permitía que ningún camarero entrase allí. Esperaba a que se hubiese marchado y entraba él mismo la bandeja con el desayuno después de inspeccionarla, tal como había hecho en el viaje en tren.
Hacia las once otro golpeteo en la puerta. En esa ocasión, la camarera. A ella sí la dejaban pasar; era el único miembro de la tripulación al que permitían acceder al camarote. Pero la chica jamás vio a Martine. Él la obligaba a meterse en el baño de la suite antes de que la camarera entrase. Y solo salía de allí después de que la puerta del camarote se hubiese cerrado detrás de la camarera. Y durante el rato que permanecía allí metida, siempre se quedaba cerca de la puerta, preparada para impedir cualquier intento repentino de entrar allí. La camarera debía saber que había una mujer ocupando la habitación con él; había evidencias mudas más que suficientes por todos lados, día tras día. Pero jamás le puso los ojos encima. No podría haberla descrito. Y, sobre todo, no tenía ninguna pista de que la mujer fantasma en cuestión fuese ciega. Nadie en todo el barco lo sabía. Él la había subido a bordo en plena noche y a partir de ese momento, sus ojos fueron los únicos que la habían contemplado.
Martine ni siquiera lo podía convencer de que al menos él sí saliese de la suite; que subiese a cubierta para respirar aire fresco y estirar las piernas. Él no pensaba dejarla sola ni un instante.
—No —le decía obstinado—, hasta que no haya pasado cierta fecha.
Ella sabía a qué fecha se refería. No hacía falta que se lo aclarase.
Él había llevado al barco una pequeña radio a pilas, que había comprado en San Francisco justo antes de marcharse y que los ayudaba a hacer más llevadero su permanente aislamiento.
El clima se fue haciendo más cálido y un buen día llegaron a Honolulu. Cuando Martine se despertó, el barco estaba parado. Echó en falta el suave balanceo. En el pasillo se oía jaleo de trajín de equipajes y personas preparándose para desembarcar. Al cabo de un cuarto de hora aproximadamente, las cosas se volvieron a calmar. El barco se quedó quieto, con esa inmovilidad sin tierra firme debajo que se apodera de los barcos atracados en el puerto. Era como… la muerte. O esperar a que algo sucediese.
Ambos estaban más tensos y nerviosos de lo que lo habían estado en alta mar. Allí el peligro rodeaba el barco. El peligro tenía la forma de un embarcadero que se extendía desde la orilla para llegar hasta el barco. El peligro tenía la forma de una pasarela que podía atravesarse.
La tensión finalmente hizo mella en él.
—Estoy intranquilo —admitió—. Voy a subir a la cubierta para echar un vistazo. Ya no soporto más estar aquí encerrado. No iré muy lejos y enseguida estaré de vuelta. —Esta vez le dejó la pistola a ella en lugar de llevársela él.
Cerró la puerta después de salir y se guardó la llave.
Fue todo un acierto emprender la excursión.
Al poco rato, ella oyó que introducía la llave rápidamente en la cerradura y supo que ya estaba de vuelta.
Notó que estaba inquieto.
—¿Qué sucede?
—Oficiales de la policía hawaiana —susurró—. Han subido a bordo y están buscándote camarote por camarote. Cameron debe haber enviado un cable de alerta desde la costa.
—¿Qué vamos a hacer? Estamos atrapados aquí. ¿Dónde puedo esconderme?
—No puedes esconderte. Eso no funcionaría. Los dos figuramos en la lista de pasajeros y no puede desaparecer uno de nosotros. —Se pasó los dedos por el cabello distraídamente y miró en dirección a la puerta—. No tenemos mucho tiempo. Ya están al final del pasillo y vienen hacia aquí. El camarero se ha ido de la lengua. Por suerte me lo he cruzado por casualidad ahí fuera. Le he estado dando buenas propinas y además es de los parlanchines.
—Entonces en cuanto me pongan los ojos encima…
—No —dijo él—. No tienen tu descripción exacta. Cameron debió de pensar que podíamos cambiar de aspecto muy fácilmente. No saben qué aspecto tienes. El camarero me ha dicho que ha oído a uno de los oficiales admitir eso. Confían en lo más elemental, seguramente Cameron ha creído que sería suficiente, que era algo que no podríamos disimular. Están buscando a un hombre y a una mujer ciega que viajan juntos. Ni siquiera saben con certeza en qué barco hemos huido, podría ser cualquiera de los que están atracando en estos momentos. Han estado rastreando todos los barcos que han llegado a puerto en las últimas veinticuatro horas. Así que esto nos da una oportunidad.
Golpeó con el puño en la palma de su otra mano, como un atormentado receptor de béisbol.
—Tienen que verte, pero no descubrir que eres ciega.
Ella se puso en pie, de pronto muy decidida.
—Entonces no lo descubrirán.
—¿Crees que puedes conseguirlo? —le preguntó él dubitativo.
—Por ti, puedo hacer cualquier cosa —le aseguró ella—. Para seguir contigo… Para impedir que me separen de ti. ¡Date prisa! Tienes que ayudarme. ¿Los has visto? Hay algunos detalles que tengo que saber.
—El camarero me ha señalado su presencia cuando estaban a dos camarotes de aquí, y he podido echarles un buen vistazo rápido.
—Entonces dime lo que has visto. Y sé muy preciso, porque no tendrás tiempo de repetírmelas. Lo primero, ¿cuántos son?
—Son dos inspectores, acompañados por dos policías uniformados, pero los dos agentes no entrarán en el camarote.
—¿Y los dos que sí lo harán?
—Uno de ellos es hawaiano, de tez oscura, bajo, achaparrado. El otro es anglosajón, alto, delgado, con buena planta. Y he podido ver que está un poco pelado por el sol.
Martine hizo un frenético movimiento con los dedos de ambas manos indicándole que le diese más información.
—Sus voces, rápido… para que pueda ubicarlos.
—La del anglosajón es grave. Algo así… —Y bajó el tono de su voz—. La del otro es bastante más aguda, un poco aflautada.
—¡Y ahora la ropa, rápido!
—El isleño va todo de blanco. Inmaculado. El otro, de gris y con el traje bastante arrugado. Parece sudar mucho, no está acostumbrado al calor.
—¿Se pasa un pañuelo por la cara?
—Por el cogote.
—Entonces carraspea cuando le veas hacerlo. Solo la primera vez, después ya no. Descríbeme sus corbatas.
—El hawaiano lleva una verde chillón. En la del otro no me he fijado.
—Eso quiere decir que no es muy vistosa. ¿Fumaban algo? ¿Qué?
—El bajito no. El yanqui ha vaciado su pipa justo antes de entrar en el otro camarote y he visto que se la guardaba en el bolsillo de la pechera.
—¿Se ve asomar la boquilla?
—Se ve asomar la boquilla.
Se oyó un murmullo difuso justo al otro lado de la puerta, como si se hubieran reunido allí varias personas.
—¿Podrás arreglártelas con esta información?
—Me las arreglaré —le prometió ella—. Tengo que hacerlo. Échame una mano: ponlo todo encima del tocador, todos los cosméticos del neceser que nunca uso.
—¿Qué vas a hacer?
—Voy a maquillarme. Eso me mantendrá sentada y con los ojos fijos en un sitio, el espejo. —Se sentó.
Ya habían llamado a la puerta.
—¿Vas a poder apañártelas? —suspiró él—. ¿Y si te pones el potingue equivocado, o demasiada cantidad?
—Mis dedos conocen de memoria todos los potecitos y lápices. De todos modos, ningún hombre es capaz de seguir con detalle toda la complejidad que implica el ritual de maquillarse. Una mujer podría pillar algún despiste, pero un hombre no.
Se oyó un segundo golpeteo en la puerta, más insistente.
—No tengas miedo, amor —susurró ella—. Tú haz tu parte y yo no te fallaré. No pienses en mí. Soy Louise o quien sea. —¡Ella, dándole ánimos a él! De repente Martine alzó la voz, hasta alcanzar una estridencia que él raramente o incluso nunca le había escuchado—: ¡Joe! —aulló, como si lo llamase desde el baño contiguo—. ¡Alguien ha llamado a la puerta! Abre tú para ver quién es, por favor.
Se abrió la puerta. Ella aspiró hondo, levantó los ojos hacia la impenetrable oscuridad y con cuidado empezó a darse golpecitos por el labio superior con la punta del dedo meñique, se lo humedeció con la lengua y siguió con los golpecitos.
—¿Señor Breuer? —dijo una voz aguda.
—¿Sí? —respondió Allen.
—Siento molestarlo. Somos de la policía de Honolulu. Estamos controlando a los pasajeros.
—Pasen —dijo Allen.
Una silla crujió ligeramente. Una segunda silla crujió mucho más fuerte.
Una voz grave, procedente de la segunda silla, preguntó:
—¿Son ustedes el señor y la señora Breuer?
—Sí.
—¿Embarcaron en San Francisco?
—Sí.
—¿Y su destino es…?
—Primero Yokohama, después quizá vayamos a…
Se produjo un repentino silencio. La miraban con una intimidación típicamente masculina. Ella había cogido un rizador de pestañas algo parecido a unas tijeras con una terminación circular, y se lo había colocado cuidadosamente debajo de la hilera inferior de pestañas de uno de los ojos. Luego fue sombreando diligentemente con una pequeña brocha de color negro.
—¿Un cigarrillo? —escuchó que les ofrecía Allen.
Ella no les dio oportunidad de contestar, porque intervino:
—Nunca le ofrezcas un cigarrillo a un fumador de pipa, Joe. Es perder el tiempo.
Allen soltó un jadeo de admiración.
—¿Cómo sabes que este hombre fuma en pipa?
—Desde aquí la veo asomando del bolsillo de su americana.
Hubo un silencio, durante el cual el propietario de la pipa debió de haber bajado la mirada hasta el bolsillo superior de su americana y comprobado sorprendido que, en efecto, por allí asomaba la boquilla de la pipa.
De pronto ella, hablando como si lo mirase a través del espejo, le preguntó:
—No lleva usted mucho tiempo por aquí, ¿verdad?
La voz grave respondió:
—De hecho no. ¿Cómo lo sabe?
—Veo que su piel todavía es muy sensible al sol.
—Es usted muy observadora, señora.
Allen se aclaró la garganta.
Ella volvió ligeramente la cabeza hacia donde estaba la segunda silla.
—No veo que se seque usted el sudor del cogote como su compañero —comentó con tono de broma—. No parece que le agobie tanto el calor como a su colega. ¿Por qué no va de blanco como usted?
—¿A que parece una botella de leche? —gruñó la voz grave en un susurro medio audible.
—También deduzco que es usted un isleño por la alegre corbata que lleva —continuó ella—. Clima soleado, corbata colorida.
Casi de inmediato, como si el comentario hubiese tenido el efecto de un resorte, oyó que los dos se levantaban.
—Vámonos —le murmuró uno al otro. Era el tono monótono, asqueado de dos tipos que acaban de descubrir que han estado perdiendo el tiempo miserablemente.
Allen los acompañó hasta la puerta.
—¿Buscaban a alguien en concreto? —oyó ella que les preguntaba cuando ya estaba a punto de cerrar la puerta después de que salieran.
—Sí. A una mujer ciega. Tenemos órdenes de detenerla para protegerla.
—Joe —lo llamó ella dulcemente en ese momento, desde el fondo del camarote—, dile al caballero que se le ha caído la goma elástica de su cuaderno de notas.
Se oyeron pasos que volvían hacia una de las sillas y se detenían.
—Muchas gracias, señora. Aquí está, en efecto, ahora la veo.
Los pasos volvieron hacia el pasillo, y oyó como se cerraba la puerta y Allen pasaba la llave.
Allen volvió apresuradamente con ella, se arrodilló a su lado y le acarició el mentón suavemente con las yemas de los dedos.
—¿Cómo lo has sabido? —le preguntó maravillado—. ¿Cómo?
—He oído el chasquido cuando la ha estirado para sacarla de la libreta y poder abrirla. No he oído el segundo chasquido, así que he deducido que después no ha vuelto a colocarla. Me he planteado la arriesgada suposición de que se le había caído, o bien en la silla o bien al suelo, sin que él se diese cuenta. Era una apuesta. Podría habérsela guardado en un bolsillo o estar jugueteando con ella enrollada alrededor de un dedo. Pero he ganado la apuesta.
Él cubrió con su mano las dos manos de ella.
—Una gran actuación —la felicitó ardorosamente.
Ese mismo día, más tarde, él hizo otra incursión indagatoria. Ella estaba a salvo, nadie podía hacerle nada —al menos por lo que a la policía respectaba—, pero él quería asegurarse.
—Ya se han ido —le informó al volver al camarote—. Han vuelto a tierra hace quince minutos. Uno de los barcos grandes de la compañía President acaba de cruzar Diamond Head y han recibido una llamada de radio indicándoles que hay una mujer ciega acompañada de un perro lazarillo a bordo. O al menos eso es lo que me ha dicho mi amigo el camarero sabelotodo. Para cuando hayan aclarado que no es ella, ya estaremos otra vez en alta mar. Fuera de su alcance. Y nuestra próxima parada será Yoka.
»Aunque hay una cosa rara —añadió—. Se ha quedado en el barco uno de los dos policías. Acabo de verlo cuando volvía hacia aquí. Está de guardia al final del pasillo, procurando no llamar la atención.
Zarparon de nuevo a las cinco de la tarde. Volvió a notarse el rugido y la potencia de los motores, más notorio en las aguas calmas del puerto, y se hizo perceptible un lento movimiento deslizante, tan firme en su arranque como el de un tren que sale de la estación. La brisa se hizo más fría y los ruidos de la maquinaria de los muelles fueron apagándose.
Él se dio otro rápido paseo por la cubierta, que resultó casi sincronizado con el lento procedimiento de la partida.
—¿Ese policía sigue por allí? —le preguntó ella cuando regresó.
—Seguía allí cuando he salido —respondió él—, pero cuando he vuelto a pasar por segunda vez, al volver, ya no lo he visto. Debe de haberse ido. Te he traído una guirnalda hawaiana. Quería que tuvieses una. Se las regalan a todas las personas que se marchan de Hawai, pero tú no estabas en cubierta para recibir una.
Pero el impulso, el movimiento y los nervios de la partida, habían precedido y no venido después de su salida del camarote. Estaban demasiado eufóricos para reparar en esa discrepancia, si es que la había, sobre el momento en que el policía había abandonado su puesto. O quizá sus órdenes habían sido permanecer a bordo hasta el último momento, hasta llegar a los límites de la jurisdicción policial al salir del puerto, y entonces desembarcar y volver a tierra con una lancha o algo por el estilo.
Lo importante, lo relevante, era que ella estaba a salvo y que él la había rescatado. La había salvado… de la seguridad. La había rescatado del rescate.
Medianoche en un mar chapado en cromo. Estaban solos en la penumbra, con las cabezas reposando una contra la otra, y abrazados, esperando, tensos, inmóviles, conteniendo la respiración y esperanzados.
Habían apagado todas las luces de la suite. Pero los reflejos cromados se deslizaban por las paredes y desaparecían, procedentes del mar iluminado por la luna que brilllaba detrás de la ventana.
Dos pequeños puntos de luz les indicaban dónde estaban, y esos dos puntos daban vueltas constantemente, aparecían y desaparecían, aunque se movían de un modo diferente y más rápido que los reflejos del mar en la pared. Uno era un punto rojo y el otro era un conjunto de puntitos verde pálido. Se movían juntos, al mismo ritmo, uno encima del otro. Eran un cigarrillo encendido que Allen sostenía, nervioso, en sus manos, y las rayitas fosforescentes que indicaban las horas en la esfera del reloj que llevaba en la muñeca.
Y en medio del silencio se oía la respiración de dos niños perdidos en el bosque. De dos niños que están en los lindes del bosque, a punto de dejarlo atrás.
—¿Qué hora es?
—Las once cincuenta y ocho. Chist, ten calma.
Siguieron los destellos rojo y verde.
—¿Ya?
—Todavía no. Las once cincuenta y nueve. Solo queda un minuto. Solo un minuto. No respires, no hables.
Como niños amonestándose el uno al otro.
—Romperás el hechizo.
Ella alarga la mano y le sella los labios. La mano de él sella los de ella.
Sus corazones palpitan, tic, tic, tic, tic, sesenta veces, no el reloj, sino sus corazones. Juntos, perfectamente sincronizados, como si fueran uno solo.
La mano de él se aparta de los labios de ella. Levanta la pequeña diadema de números luminosos.
—¿Ya? —susurra ella.
—¡Ya! —Al principio lo susurra. Después lo dice en un tono de voz normal. Después lo grita—. ¡Ya! ¡Ya! ¡YA!
Se ponen en pie de un salto en la penumbra.
—Las doce de la noche. Ya es uno de junio. La fecha señalada ya ha pasado. Ha dejado pasar la fecha. Marty, Marty, ¿sabes lo que esto significa? ¿Estás escuchándome? Estamos a salvo. Todo se ha terminado. Hemos ganado. Hemos ganado.
Se pone a dar vueltas por el camarote, tocándolo todo, aquí y allá. Enciende todas las luces, hasta la última. Iluminando la suite con un resplandor cegador.
Se besan. Él saca un cubo dorado con hielo, escondido hasta entonces detrás del sofá, esperándolos para celebrarlo en caso de que… sobreviviesen. Levanta una botella de champán. Se besan. Trae dos copas. Se besan. Gira el corcho. Se besan. El corcho sale disparado con un «pum». La espuma le gotea por la manga de la chaqueta. Se ríen. Se besan y se vuelven a besar, y se ríen, y se vuelven a besar.
Brindan con las copas en alto, por encima de sus cabezas.
—¡Por la vida!
—¡Por la vida! ¡Por la maravillosa, deliciosa vida!
Lanzan las copas contra una esquina y llenan otras dos. A ella le caen algunas lágrimas, pero son de felicidad, de absoluto éxtasis.
—Celebramos una fiesta. Solos tú y yo. Como hacen los vivos.
—Ahora somos personas vivas.
—Lo sé, lo sé. —Ella extiende los brazos hacia él—. Baila conmigo. Hace tantos años… Cualquier baile, tú marca el paso y yo te seguiré. Baila conmigo como lo hacen los vivos.
Él enciende la pequeña radio portátil. Débilmente, en la onda corta, desde alguna orilla lejana, llega una música vacilante, que va fortaleciéndose. Varias voces cantan a coro un himno a la alegría. El vals de La Traviata.
Él la guía por la habitación en sus brazos, moviéndose con un gozoso abandono. El cabello suelto de ella se mece en al aire. Y entonces, sin detenerse, él coge la copa medio vacía de ella y se la alcanza al vuelo. En la siguiente vuelta coge la suya.
Brindan de nuevo, entrechocando las copas en mitad del vals.
—¡Por la vida! ¡Por todos los años que tenemos por delante!
—¡Por los largos, larguísimos años que nos esperan!
Y al día siguiente la vida empezó de nuevo, se abrió ante ellos el mundo. No más puertas cerradas, no más palabras clave, no más bandejas introducidas clandestinamente. Se pasaron el día entero fuera del camarote, desde primera hora de la mañana hasta el crepúsculo, en medio del océano con el barco a toda máquina. Totalmente libres de peligro, deambularon de un lado a otro, fueron adonde iban todos los demás. Se pasaron el día asintiendo y sonriendo. Cuando alguien les comentaba que no los habían visto por el barco hasta entonces, le contaban que ella era una mala marinera y que se había encontrado mal durante buena parte de la travesía.
Subieron a la cubierta superior y contemplaron el exuberante amanecer que se desparramaba sobre el mar, como una botella de chile que alguien vacía. Él lo contempló y se lo describió a ella en palabras. Desayunaron en el comedor. Pidieron tumbonas de cubierta y se repantigaron toda la mañana tomando el sol. Y como todas las demás mujeres llevaban gafas de sol para protegerse del resplandor, era imposible distinguirlas de ella.
Solo volvieron al camarote cuando ya anochecía, para vestirse para la cena. Iban a sentarse en la mesa del capitán, lo cual era un gran honor. Ella no había llevado trajes de noche, pero había una tienda de moda en el barco y esa tarde él le regaló un vestido de gala para la ocasión. Se lo habían retocado y entregado en el camarote mientras ellos estaban fuera, y al entrar se lo encontraron envuelto sobre la cama, esperándola.
Martine se comportaba como una niña. Levantó el paquete y lo apretó contra su cuerpo. No lo abriría delante de él; tendría que vérselo ya puesto, no antes.
—Sal —le pidió—. No quiero que me veas hasta que esté lista. Quiero darte una sorpresa.
—Subiré a beberme un martini en el bar —aceptó él—. ¿Te parece bien?
—Tómale media hora. Y después vuelves.
Él la besó con ternura. Ella lo abrazó, quieta como una niña, y esperó a oírlo salir.
Oyó como cerraba la puerta desde fuera y sacaba la llave. Por puro hábito, probablemente. Ya no era necesario seguir haciéndolo. Pero probablemente no estaba mal seguir teniendo cuidado.
Ella empezó a prepararse. Abrió el paquete. El papel de seda silbó y crujió. Desenvolvió el vestido y lo extendió sobre la cama. Él le traería flores. Aunque no le había dicho ni una palabra, ella sabía que era una de las razones por las que había subido. En el barco las vendían. Gardenias u orquídeas para colgarse en el hombro.
Se quitó la ropa, se cambió las medias y los zapatos, y se retocó el pelo. Y entonces se puso el vestido. Era fácil, la dependienta de la tienda le había enseñado cómo hacerlo. Llevaba dos cremalleras, una a cada lado, y simplemente había que asegurarse de que quedase centrado. Sus dedos se cercioraron de que fuese así. El escote era bajo, sin apenas nada para sostenerlo salvo dos tiras de encaje. Necesitaría algo para cubrir los hombros y la espalda; por la noche la temperatura bajaba mucho en mar abierto. Y quizá saldrían a cubierta después de cenar, cuando ya estuviesen aburridos de bailar y oír la música.
Lástima que no tuviese un chal o un fular con lentejuelas. No, un momento. Sabía exactamente qué ponerse.
Palpando con los dedos dio con la puerta del armario. Con ellos encontró la superficie resbaladiza y fría del espejo. Siguieron moviéndose y llegaron hasta el pomo hexagonal de cristal. Abrió la puerta y metió la mano en el armario. Sus dedos recorrieron las prendas que colgaban de las perchas una a una, hasta que llegaron a la que buscaba, casi al final del armario. Una pequeña chaqueta de seda, corta como la de un paje.
Descolgó la percha en la que estaba colgada, retiró la prenda y volvió a colgar la percha ya vacía, sin fijarse mucho en dónde la colocaba.
Volvió a cerrar la puerta con el espejo, pero lo hizo empujándola, sin mantener el pomo todo el rato agarrado, así que quedó entreabierta. El pasador de la cerradura no se introdujo en el hueco. La puerta tocó el marco (ella oyó el golpe seco que sonó cuando lo hizo), pero no se hundió en él. No importaba.
Se colocó la chaqueta sobre los hombros, se la retocó un poco, se movió hacia un lado y hacia el otro, tal como hubiese hecho una mujer con visión, hasta que le quedó colocado como deseaba. Le serviría. Abrigaba lo suficiente, pero era ligero.
Se sentó de nuevo ante el tocador para darse los últimos retoques. Encontró el frasco de colonia, sacó el tapón y se rozó con él el lóbulo de ambas orejas.
Vestirse para la velada era maravilloso. La frivolidad era maravillosa. A partir de entonces podrían vivir como el resto de la gente. Ya no más miedo, ni más ocultarse. Iban a cenar a la mesa del capitán, se reirían, charlarían y beberían vino con la cena. Bailarían. Y después pasearían por cubierta a la luz de las estrellas y se acodarían en la barandilla. Ya no más miedo, ya no más miedo. Unos pasos que se acercaban serían solo eso, unos pasos que se acercaban, y uno podía volverse y saludar educadamente con un gesto de la cabeza, o simplemente ignorarlos, lo que uno prefiriese.
Ya no más miedo, ya no más miedo.
La percha que había colgado de la barra cayó al suelo del armario y produjo un leve ruido metálico.
Ella supo de inmediato lo que había sucedido, el sonido lo explicaba todo, así que ni siquiera giró la cabeza. No era raro que eso pasase si no las colocabas bien o si se balanceaban demasiado después de colgarlas.
Estaba pensando en el pintalabios. No tenía claro si ponerse o no. Esa noche era de gala. Sabía que a él le gustaría tal como iba, pero esa noche estarían en público. Era una convención social usarlo, más que un modo de dirigir la atención del que te miraba hacia los labios, que había sido el motivo principal para ponérselo en el pasado. Hecha la consideración, decidió pintárselos. Nadie se hubiera creído que ella, una ciega, podía aplicarse el pintalabios sin que se le desviase en ningún momento y le manchase la piel, pero ya lo había hecho otras veces y sabía que era perfectamente capaz.
Unos momentos de concentración y listo.
Se puso en pie. Todo listo. Ya no le quedaba nada por hacer. Nada excepto esperarlo a él.
Recordó la caída de la percha que había oído antes. Fue hasta el armario para recogerla del suelo y volver a colgarla, movida simplemente por un atávico instinto femenino de orden, de tener cada cosa en su sitio, y también porque tampoco tenía otra cosa que hacer en ese momento.
La puerta estaba perfectamente cerrada, tal como ella la había dejado hacía un momento. Palpó el suelo del interior del armario y enseguida dio con la percha caída y la recolocó en su sitio.
Después cerró la puerta con firmeza, para que el pasador entrase en el hueco y el pomo girase ligeramente en su mano, tal como se suponía que tenía que hacer.
Se dio la vuelta y empezó a caminar en dirección al toca…
La puerta estaba perfectamente cerrada, tal como ella la había dejado…
Pero no la había cerrado. La había empujado con los dedos y la había dejado ir. Había oído como la puerta se había parado al topar con el marco, pero no que la cerradura hiciese clic.
La noche invadió su corazón. Una a una las luces se apagaron. De pronto sintió frío y un viento procedente de ninguna parte la envolvió cortante. Pero no flaqueó, no mostró externamente que en su interior el mundo se sumergía en la oscuridad. Su mano dio con el respaldo de la silla del tocador y se sentó en ella, un poco bruscamente, pero eso fue todo.
Allí con ella. Había alguien allí con ella. Eso era, él estaba allí con ella en ese momento. No había entrado, sino que ya estaba dentro desde el principio. Primero en el armario, en ese instante en la propia habitación.
Pero ¿dónde? ¿En qué lado? Ni un ruido. Ni un movimiento.
Sus labios se movieron temblorosos.
—Allen —murmuraron sin voz.
¿La puerta? ¿La puerta que daba al pasillo, en la otra habitación? Quizá si lograba acercarse a ella, pegarse a ella, Allen podía aparecer repentinamente, abrirla y entrar a tiempo para…
Estaba poniéndose colonia otra vez. Demasiada colonia. Una gotita se le deslizó por el cuello, justo debajo de la oreja.
Ni un ruido. Ni un movimiento. Inclinó la cabeza, tratando de oír algo. Escuchando con cada fibra de su ser. Cada fibra de sus entrenadas facultades, capaces de escuchar cosas que los otros no podían ni soñar oír.
El intruso era asombrosamente hábil, porque no se le oía ni respirar. O lo hacía tan sutilmente que no dejaba ni rastro en las ondas sonoras que llegaban hasta ella. Y sin embargo en alguna parte de la habitación, en ese espacio cuadrado, latía otro corazón. Otro, además del suyo.
¿Dónde estaba? ¿Dónde?
Si el intruso no se movía, si no se le acercaba, entonces ella tendría que buscarlo, tendría que encontrarlo. Existe una cierta forma de tensión, que se eleva tan por encima de lo tolerable, que no puede soportarse de manera pasiva. Y en ese caso era así. Si su acosador no daba señales de vida, ella tendría que encontrarlo a él.
Fue en su busca.
Como la pieza de hierro atraída por un imán. Como el pájaro a punto de ser devorado por una serpiente.
Se levantó y se dirigió primero hacia la pared. Cuando llegó a ella, empezó a seguirla, apoyándose en ella con el costado izquierdo, con el corazón cerca de ella. Palpándola con ambas manos, trazando movimientos circulares con las manos a medida que avanzaba.
Las lágrimas habían asomado en sus ojos ciegos, y lentamente, una a una, empezaban a descender por sus mejillas. Los labios le temblaban. Y pronunciaban en voz baja, una y otra vez, la misma palabra: «Allen, Allen, Allen». No podía gritar. Algo se lo impedía. Sabía que ni siquiera en el momento final podría, si es que ese momento final llegaba. El miedo, como una llamarada, había cortocircuitado sus cuerdas vocales, se las había quemado.
Tuvo una extraña sensación, y tal vez fuese cierto que ya estaba muriéndose, lentamente, antes de que nadie le pusiese la mano encima. Ya se encontraba en los primeros estadios de la expiración, el proceso ya había comenzado.
Una cómoda rompió la continuidad de la pared, la cómoda en la que Allen había guardado sus cosas, y ella la rodeó y volvió a la pared. Nadando, nadando con las manos, una nadadora agonizante que sabe que jamás alcanzará la playa.
Más adelante, ya cerca, estaba la puerta del baño, y aunque no había pensado en esa posibilidad antes, se le ocurrió que si podía meterse allí con la suficiente rapidez y cerrar la puerta…
El aire se removió cerca de su cara y la puerta se cerró de golpe. Un segundo después y le hubiera pillado los dedos. Su esperanza se desmoronó y dejó un dolor permanente en sus entrañas. Se oyó el ruido de una llave, extraída de la puerta del lavabo. Cuando su mano dio con el pomo, notó que todavía estaba caliente. Caliente porque allí se acababa de posar otra mano.
Se le hizo un nudo en la garganta, se humedeció los labios que le ardían. «Allen», suspiraron calladamente.
Extendió completamente los brazos delante de ella, tratando de descubrirlo. Debía de estar como mucho a medio metro de ella para haber cerrado la puerta del baño en ese momento.
Pero debía de haber ido retirándose a medida que ella avanzaba. Sus dedos seguían encontrando solo el vacío.
Era una danza macabra, con los bailarines manteniendo siempre la distancia, sin tocarse nunca. Una zarabanda de muerte.
Ella siguió avanzando, paso a paso, pegada a la pared. Llegó a la esquina y continuó por la pared contigua.
Cuando llevaba la mitad recorrida, la cama interrumpió su avance, interponiéndose en su camino.
Empezó a rodearla, con los brazos hacia delante, como una sonámbula.
Y fue entonces, mientras estaba bordeando la cama, caminando desde la cabecera hacia los pies, cuando dos manos, que aparecieron desde el otro lado de la cama, agarraron las suyas, se las apropiaron, se cerraron sobre ellas y las envolvieron. Y empezaron a tirar de ella, casi con gentileza, aunque con implacable insistencia, obligándola a girar, de modo que tenía la cama justo delante y el intruso tiraba de ella desde el otro lado.
Era como una espeluznante variación de ese juego infantil consistente en tirar de la cuerda para ver quién tiene más fuerza, con la cama haciendo de línea divisoria.
Y sin embargo, de algún modo, ya no sentía miedo. No retrocedió, ni se encogió, ni opuso resistencia. Ya había dejado atrás todo eso, muy atrás, allí donde existía la vida. Para conocer el miedo, tienes que estar todavía completamente vivo. Era como si supiese que todo eso tenía que suceder y que resistirse no alteraría el resultado ni evitaría el desenlace.
Dándolo ya todo por perdido, cerró los ojos. Sabía que Allen no volvería a tiempo. Eso fue lo último que pensó mientras la oscuridad se transformaba en una oscuridad distinta.
Cuando por fin la aguja logró calmar sus roncos llantos y justo antes de que el sueño viniese para liberarlo durante un rato, agarró al médico del barco por la manga, y tirando de ella como si pretendiese arrancársela, le susurró desesperado:
—Pero Cameron, el policía, me había prometido que solo teníamos que preocuparnos por el treinta y uno, que el asesino solo actuaría ese día. Y el treinta y uno se acabó a medianoche… Por eso dejé de vigilar, me relajé… ¿Por qué me han engañado? ¿Qué ha salido mal?
—No sé exactamente de qué me habla —respondió el barbudo médico del barco con toda la gentileza que pudo—. Pero sé que ayer fue treinta y uno, desde la medianoche a la medianoche. Pero hoy también es treinta y uno durante todo el día, desde la pasada medianoche hasta la próxima. La fecha se repite. ¿Sabe?, como navegamos desde el oeste hacia la línea de división horaria internacional, ganamos un día. Y la cruzamos justo el treinta y uno. Así que el día treinta y uno, para todos los que viajamos en este barco, ha pasado a tener cuarenta y ocho horas. ¿Nadie le explicó eso? ¿No lo sabía?
Cameron se esperaba un ataque de ira, una agitación volcánica, rayos, truenos y centellas, mobiliario de oficina machacado. Con lo que se encontró en cambio fue con… la invisibilidad. Simplemente su jefe no lo veía. Era como si algo le hubiese ocurrido en los ojos.
Le llevó veinte minutos reunir el coraje necesario para acercarse a la puerta de su despacho. Ese rato lo empleó en permanecer de pie al otro lado de la calle contemplando la comisaría antes de cruzar, en remolonear al pie de la escalera antes de entrar, en perder el tiempo alrededor del dispensador de agua del pasillo y beber agua que en realidad no le apetecía antes de acercarse a la temida puerta.
Finalmente golpeó con los nudillos.
No hubo respuesta. Tanto si el jefe sabía que tenía que venir a darle el informe, como si reconoció su modo de llamar, o un asombroso sexto sentido le permitió saber quién llamaba, el hecho es que no hubo respuesta.
Cameron sabía que estaba en su despacho, porque lo oía hablar por teléfono.
Esperó un poco y volvió a llamar.
No hubo reacción. Se sintió como si fuese un fantasma.
Finalmente abrió la puerta y entró.
El jefe estaba allí bien visible, repasando unos informes.
Cameron cerró la puerta y se quedó de pie esperando.
Entró alguien, salió alguien. El jefe habló con esa persona sin ningún problema, no tuvo ninguna dificultad en verla o en oír lo que le decía.
Cameron carraspeó.
El jefe no levantó la vista, no lo oía.
Cameron se acercó hasta la mesa del despacho y se plantó delante de él.
El jefe encendió la lámpara de la mesa.
—Ya oscurece más temprano —murmuró para sí mismo.
Finalmente, ya desesperado, Cameron dijo:
—Jefe, estoy aquí. Estoy esperando para hablar con usted.
El jefe acabó de revisar un informe. Hurgó en busca de otro, dio con uno y se puso a mirarlo.
—Jefe —insistió Cameron—. Al menos tiene que escuchar mi versión.
El jefe se metió el dedo meñique en una oreja y lo sacó, como si algo en el aire lo hubiese molestado.
—Hubo una metedura de pata, que fue como mínimo tan culpa de la policía de Honolulu como mía. Yo estaba en San Francisco, ni siquiera estaba allí. Cuando el buque atracó en Yokohama, el capitán envió un cable con un informe para las autoridades de Honolulu, pero ya era demasiado tarde. Me lo remitieron a mí. Dos detectives y un agente uniformado subieron al barco en Honolulu ese día a las nueve de la mañana buscándola a ella. Quince o veinte minutos más tarde apareció un segundo agente de policía que aparentemente iba a unirse a ellos. Nadie le impidió el paso, nadie le preguntó qué hacía allí, creyeron que su presencia formaba parte de la rutina policial. Cuando los dos detectives bajaron a puerto, con ellos iba un agente. El segundo se quedó a bordo, a la vista de todo el mundo, haciendo guardia. Lo hizo tan abiertamente que a nadie se le ocurrió preguntarle qué hacía allí. Nadie lo vio desembarcar, pero una vez que el barco zarpó, nadie lo volvió a ver a bordo, de modo que pensaron que ya había desembarcado.
El jefe no oyó ni una palabra. Estaba firmando algo. Estaba emborronándolo. Miró a través de Cameron el reloj de la pared y volvió a bajar la mirada.
—En Honolulu fue contratado un nuevo grumete. Fui allí en persona para comprobarlo y todo era perfectamente legal en ese reemplazo. Pero, y aquí, jefe, está el detalle interesante, muchos de sus compañeros han dicho que después de lo que ocurrió les parecía que había cambiado mucho con respecto a cómo era cuando llegó. Como si se tratase de dos personas diferentes. Pero nadie investigó, nadie hizo nada al respecto. En la lista les aparecía el nombre de un grumete mestizo hawaiano y por allí apareció un mestizo hawaiano clamando que el que aparecía en la lista era él, y eso les bastó. Después desembarcó en Yokohama y desapareció, de modo que ya era demasiado tarde para investigar. Pero, jefe, en ese barco hubo un segundo asesinato, y un uniforme de policía fue lanzado discretamente por la borda entre Honolulu y la línea internacional de cambio horario. Ya sé que la he cagado. Pero lo que puedo decir en mi defensa es que… —Puso la mano sobre la mesa en un gesto de desesperación—. Jefe, diga algo, por favor. ¡Despotrique contra mí si es necesario! Pero no me deje aquí plantado con la palabra en la boca…
—¡Harkness! —vociferó el jefe. Un sargento asomó la cabeza por la puerta—. Harkness, ¿por qué no haces tu trabajo? —le abroncó sin contemplaciones—. No dejes entrar aquí a nadie sin avisarme. Esto es una comisaría de policía. No puedes dejar pasar al primero que decide que le apetece darse una vuelta por aquí. Al primer extraño, al primer viandante que pasaba por aquí y decidió subir. Se supone que a los paisanos no los dejamos entrar, como bien sabes. Deberías encargarte de esto en ese mostrador en el que atiendes al público al fondo del pasillo. Y ahora, ¿harás el favor de despejarme el despacho? Tengo un montón de papeleo que gestionar y solo quiero ver por aquí a miembros de la división.
Cameron bajó la cabeza, la bajó completamente, como si jamás se hubiese visto los zapatos y tratase de averiguar qué eran aquellas cosas que llevaba en los pies.
—Ya has oído al jefe —susurró Harkness apesadumbrado, como si detestase tener que hacer eso.
—Volveré —murmuró Cameron con obstinación, se dio la vuelta y salió.
—Harkness —dijo el jefe—, como dice el refrán: el que se va a Sevilla pierde su silla.
Carta de Garrison a Cameron, enviada desde Tulsa, dirigida a la comisaría a la que estaba asignado Cameron, remitida desde allí a San Francisco y desde allí reenviada a Honolulu, devuelta a San Francisco, de allí a la comisaría de Cameron y de allí a la dirección particular de Cameron con una nota manuscrita del jefe: «¡Dirección equivocada!».
… no pude ayudarle cuando estuvo aquí en julio del año pasado, pese a que se pasó usted por aquí diez días. Bueno, en cualquier caso, voy al grano. La otra noche, mi mujer y yo volvíamos del teatro en nuestro coche cuando un borracho que daba tumbos en una esquina lanzó una botella de licor prácticamente delante de nosotros. No pude frenar a tiempo, así que se nos pinchó una rueda. Hice que lo detuvieran allí mismo por desorden público, pero nos llevó tres cuartos de hora que viniera un mecánico a cambiarnos la rueda y que pudiéramos seguir nuestro camino.
Estábamos los dos bastante sulfurados, como puede suponer, y mi mujer exclamó con amargura: «¡La gente como ese tipo es un peligro! ¿Qué es eso de lanzar una botella al aire de este modo? ¡Podría haberle dado a alguien en la cabeza y haberlo matado!».
Le conté que «yo conocía a un tipo que tenía la costumbre de lanzarlas desde los aviones», y empecé a explicarle que Strickland lo hizo durante uno de esos viajes en avión que hicimos cuando pertenecíamos al club de pesca. Y de pronto, mientras se lo estaba explicando, caí en la cuenta de que esa podía ser la información que usted andaba buscando cuando estuvo por aquí y que yo entonces no supe darle.
Quizá ya no le haga falta esta información. Quizá ahora ya no tenga ningún interés para usted, o tal vez no sea lo que realmente buscaba, pero desde anoche no paro de darle vueltas, así que para sacármelo de la cabeza…
Espero que esta carta le llegue y…
Telegrama de Cameron a Garrison:
La información sigue siendo de vital importancia. Imperativo que responda a estas preguntas urgentemente. Envíeme telegrama de vuelta con ellas. Uno. ¿En qué fecha hizo eso? ¿Fue un treinta y uno de mayo? Dos. ¿Cuál era el destino de ese viaje en avión? Tres. ¿A qué hora despegó? Cuatro. ¿Recuerda a qué hora aproximadamente se lanzó la botella? Cinco. ¿Puede hacer una estimación de la velocidad media del avión durante el vuelo?
Telegrama de Garrison a Cameron (enviado con prepago, no a pagar en destino):
Uno. Casi seguro que fue el Día de los Caídos. Siempre bebía más de la cuenta en días festivos. Dos. Lago Estrella de los Bosques, cerca de la frontera con Canadá. Tres. A las seis de la tarde. Lo recuerdo bien porque siempre nos citábamos en el aeropuerto a una hora preestablecida para despegar a tiempo. Cuatro. Imposible saberlo con exactitud. Recuerdo que debajo de nosotros ya se veían luces encendidas, pero todavía había luz del día, de modo que debió de ser justo cuando empezaba a anochecer. Cinco. Era un cacharro viejo. Yo diría que a unos 160 km/h, pero es aproximado.
El resto le llevó diez minutos. Ni siquiera eso. Un mapa a gran escala que cubría todo el estado y mostraba cada aldea, cada cruce de caminos, casi cada granja aislada. Después una línea recta trazada con ayuda de una regla desde el aeropuerto al lago, con la distancia total en millas aéreas marcada al lado. Y un almanaque de ese año, el cuarenta y uno, que le permitió saber la hora exacta en que se ponía el sol, en que caía la noche en esas latitudes ese día concreto de ese año concreto.
Primero marcó las seis de la tarde como la hora de despegue del vuelo desde el punto de partida. Después una serie de muescas a lo largo de la línea trazada en intervalos de ciento sesenta kilómetros le permitían conocer la posición teórica del avión en las sucesivas horas: las siete, las ocho, las nueve. Después cada una de ellas la dividía en dos para obtener las medias horas. Y otra vez para obtener los cuartos. Hasta que tuvo todo el itinerario dividido en segmentos de cinco minutos. Todo eso, evidentemente, solo era válido si el avión había mantenido una velocidad media de ciento sesenta kilómetros por hora. Si el piloto había ido más rápido en ciertos momentos y más lento en otros, todo el montaje no le serviría para nada. Pero era un riesgo que tenía que correr.
Después una línea oblicua, entre las 7:50 y las 7:55 muescas, para marcar la puesta de sol. Y un segundo arco para marcar el anochecer. Y en el espacio que quedaba entre estos dos arcos, como un paréntesis, estaba su diana.
En toda esa área seleccionada había un único círculo impreso en el mapa, el símbolo tradicional para señalar una ciudad. Con el nombre al lado. No había ninguna otra cerca de ella.
Era allí. Ahora sabía el lugar en el que se había tomado aquella fotografía. Por fin —una vida, dos vidas demasiado tarde— había dado con el lugar.
La anciana estaba sentada en la mecedora junto a la ventana y miraba fijamente a lo lejos. Con una mano sostenía la punta de la cortina de encaje. La misma cortina de encaje que asomaba en el fondo de una fotografía amarilleada tomada hacía mucho tiempo.
—Ella está muerta —le contó—. ¿Fue ayer? ¿Fue hace muchos años? No lo sé, no estoy segura. Ya no tengo tan clara como antes la noción del tiempo. Solo sé que estoy sola. Solo sé que ella no está aquí.
»Sí, había un chico. Un chico al que quería. Solo había conocido a un chico en toda su vida. Solo quería conocer a uno. Sí, iba a casarse con él. Supongo que o se casaba con él o se moría. —Se calló de pronto, abruptamente, como si acabase de recordar algo—. Murió.
Se meció un poco, siguió mirando a lo lejos.
—Se encontraba con él todas las noches a las ocho. Delante de la tienda, en la plaza. Bueno, casi todas las noches. Muy de vez en cuando, si llovía a cántaros, o si yo me había enfadado con ella, no la dejaba ir. Era una buena chica y obedecía. Cuando no la dejaba salir, él venía aquí, se ponía debajo de la ventana y silbaba, y ella la abría y hablaba con él, y así se veían de todos modos. Yo se lo permitía. Los oía, pero les dejaba hacer.
»É1 tenía una curiosa forma de silbar, especial para ella. Todavía la recuerdo. Ni estridente, ni descarada. Amable, suplicante. Como… como una cría de búho perdida. «Phhhh-ho, Phhhh-ho». Algo así.
»Pasó una cosa rara, hará un año más o menos. Una noche tuve la certeza de que había vuelto a oírlo. Debajo de la ventana, donde solía oírse. Fue en plena noche, yo estaba despierta en la cama. Y siguió, y siguió, tan persuasivo, tan doliente. Al final, me levanté y fui a la habitación de ella. Me acerqué a la ventana, la abrí y allí estaba él. Lo vi allí abajo, a la luz de la luna. Él levantó la vista y me miró, y yo lo miré. Él siguió mirando hacia arriba, con esos ojos esperanzados, brillantes y jóvenes. Y entonces inclinó el sombrero como solía hacer en el pasado, cuando eran chicos, y él preguntaba: «¿Puede salir Dorothy?» tal como solía hacer, como solía hacer hace tanto tiempo.
»Por un momento olvidé que ella estaba muerta.
»Y le dije: «Esta noche no. Ya es muy tarde. Mañana por la noche». Y le hice un gesto con la mano para que se marchase. Tal como se lo haces al chico que está enamorado de tu hija. Ya sabe: con cariño, pero con firmeza.
»Y cerré la ventana y me di la vuelta. Cuando estaba en mitad de la habitación, yendo hacia la puerta, noté que me tambaleaba y pensé que iba a desmayarme. Vi la cama vacía de ella, tapada con un cobertor, tal como la había dejado yo hacía años. Volví a la ventana, pero ya no había nadie. No pude localizarlo, se había ido.
»¿Lo había soñado todo? ¿O realmente él había estado allí?
»No lo sé —continuó ella—. No sé qué era ese amor. Superaba mi capacidad de comprensión. A veces pienso que también los superaba a él y a ella. No sé cómo llegó a desarrollarse en ellos de ese modo. Una chica sencilla como Dorothy. Un chico simple como Johnny.
El hombre, el detective, permaneció allí de pie sin contestarle. Estaba pensando: ¿Cómo podía algo tan positivo transformarse en algo tan negativo? ¿Cómo podía algo tan bonito acabar siendo algo tan perverso?
Ella siguió con la mirada fija en la lejanía, la anciana en su mecedora, junto a la ventana.