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DESPEDIDA

Tenían una cita a las ocho todas las noches. Lloviese, nevase, saliese o no la luna. No era algo nuevo, no era algo que hubiese surgido de pronto. Había sido así el año pasado y el año anterior y el anterior. Pero no iba a mantenerse así por mucho tiempo: solo «hola» a las ocho y «adiós» a las doce. Dentro de muy poco, en una o dos semanas, su cita se iba a convertir en permanente, de veinticuatro horas al día. Dentro de muy poco, en junio. Y, caramba, los dos se habían mostrado de acuerdo, junio tardaba mucho en llegar este año. Parecía que no iba a llegar nunca.

A veces parecía que llevaban toda la vida esperando aquel momento. Y de hecho así era. Literalmente, no en sentido figurado. Porque lo cierto es que se habían conocido cuando ella tenía siete años y él ocho. Y se habían enamorado cuando él tenía ocho años y ella siete. A veces sucede de ese modo.

Podrían haberse casado hacía tiempo; en junio del año pasado, el junio del año anterior, el primer junio en que él fue adulto y ella una chica mayor de edad. ¿Por qué no lo habían hecho? ¿Qué es lo que siempre interfiere más que ninguna otra cosa? El dinero. Al principio él no tenía trabajo. Después logró un trabajo tan modesto que no daba ni para mantenerse uno solo, mucho menos para mantener a dos personas.

Más tarde el padre de él murió. En octubre, después de uno de esos junios malgastados. Su padre era guardafrenos del ferrocarril que pasaba por allí. Un cambio de agujas defectuoso le había costado la vida, y aunque él no reclamó nada, la compañía ferroviaria debía de haber temido que lo pudiese hacer y, para ahorrarse dinero, se dieron prisa, casi se mostraron impacientes, en pagarle una cantidad de dinero más pequeña de la que temían que les acabase reclamando en cuanto pensase en ello. Así que decidieron tomar la iniciativa.

Con todo, la suma que le pagaron era más que generosa a ojos de él y de ella. Unos ocho mil, una vez descontada la factura que le pasó su abogado. En total eran quince mil. Pero el abogado le dijo que la mayoría de colegas se habrían adjudicado directamente el cincuenta por ciento de la cantidad, cosa que él no había hecho, así que era un abogado muy considerado. En cualquier caso, ya podían casarse el próximo junio y eso era lo único que les importaba. Tenía que ser en junio, ella quería que fuese en junio, no sería una boda como es debido de trasladarla a mayo o a julio.

Y cualquier deseo de ella era de inmediato asumido por él. Además, las cifras por encima de los quinientos resultaban irreales porque eran del todo inusuales para ellos. Mil era lo mismo que ocho mil y ocho mil eran lo mismo que quince mil. Con esas cifras todo era puramente abstracto, incluso cuando sostenían en las manos el cheque.

Y era todo de él, de ellos. Su madre había fallecido cuando él era todavía un niño y no había nadie más con quien compartirlo. Pero ¡caramba, junio se tomó su tiempo en llegar! Parecía que se retrasase a propósito y dejase pasar delante a los otros meses antes de que les tocase el turno.

Él se llamaba Johnny Marr y tenía un aire de… Johnny Marr. Era tal como sonaba su nombre. Como cualquier Johnny de cualquier lugar y cualquier época. Incluso las personas que lo habían visto cientos de veces no hubieran sido capaces de describirlo con mucha claridad, su aspecto era absolutamente anodino, de lo más insustancial. Ella sí podría haberlo hecho, pero era porque lo miraba con ojos enamorados. Él era como miles de otros jóvenes de su edad en cualquier sitio. Los ves por todos lados. Los miras y no los ves. Es decir, que después uno es incapaz de describirlos. «Tenía el pelo más o menos pajizo», puede que digan, «los ojos marrones». Y lo dejarían ahí, abandonando sin darse cuenta la descripción puramente física. «Un chaval educado, pulcro, poco hablador; no puedo decir mucho más sobre él». Y entonces también se quedarían sin nada que añadir en este aspecto. Tal vez él lograse definir su personalidad gracias a ella, empezando poco a poco a partir de ese mes de junio. Estaba a la espera de acabar de ser modelado, no iba a quedarse tal como era entonces.

Ella se llamaba Dorothy y era preciosa. Tampoco podría describirse, pero no por los mismos motivos. No es fácil describir la luz. Puede decirse dónde se encuentra, pero no qué es. Y la luz aparecía donde ella estaba. Ha habido chicas más guapas, pero nunca más preciosas. Era algo que emanaba del interior y del exterior, era la mezcla de ambas cosas. Era el primer amor que hubiera soñado cualquier hombre, tal como él la veía al mirar atrás cuando ella ya no estaba, y se decía a sí mismo que así debería haber sido. Ella era una promesa inicial que después no pudo ser consumada y jamás lo sería.

Los cínicos, al verla desaparecer, podrían haber dicho: «Qué más da, no es más que otra chica guapa; todas son iguales». Pero los cínicos no saben de esas cosas. Su manera de caminar, su forma de hablar, la creciente sonrisa que le dedicaba cuando iban acercándose al encontrarse en una cita, o la misma sonrisa a la inversa al mirar hacia atrás cuando se despedían… Esos detalles eran solo para disfrute de Johnny Marr. Él la miraba con ojos especiales, igual que ella a él.

Se citaban siempre en el mismo lugar, delante del bazar que había en la plaza. Había allí un pequeño rincón iluminado por el escaparate que les pertenecía; el rincón en el que, si uno se plantaba delante, tenía a sus espaldas los polvos de tocador y las colonias. No la parte donde estaban las cajas de bombones, envueltas con cintas carmesí y plateadas. Ni la parte en la que estaban los jabones perfumados, expuestos en cestas y con aspecto de coloridos huevos de Pascua. No, solo la esquina más alejada en la que estaban los polvos de tocador y las colonias, donde había una pequeña hornacina, una hendidura formada por el estilizado saliente de ladrillo que había entre esa tienda y el siguiente local. Ese era su rincón, justo allí. Los reflejos proyectados en el fondo del escaparate por la luz que atravesaba los frascos y botellas formaban pequeños rayos de luz ambarina, dorada y de un verde amarillento; el mismo efecto, aunque de manera no intencionada, que creaban esos tarros de agua coloreada que en otra época era típico colocar en los escaparates de las farmacias con ese mismo propósito. Todo eso era suyo, ese pequeño segmento del escaparate, ese pequeño ángulo del muro, ese pequeño recuadro de pavimento frente a la tienda. Cuántas veces había esperado él allí de pie, cuando todavía no eran las ocho en punto, sin prestar la mínima atención a lo que pasara a su alrededor, silbando un fragmento de una canción con la cara alzada hacia las estrellas. Dando golpecitos con el pie, con suavidad, sin impaciencia, porque su pie también le cantaba canciones de amor al suelo.

Ese era su lugar de encuentro, junto al bazar Geety, el punto de partida de su cita. Y lo era sin ningún motivo en concreto, simplemente había acabado siendo así. Fueran a donde fuesen —a tomar un refresco, a ver una película, a bailar o simplemente a dar un paseo— siempre se citaban aquí.

Así que allí iban a encontrarse.

Una noche, esa noche, la última noche del mes, él llegaba con un poco de retraso. Tal vez uno o dos minutos, no más. Aceleró el paso, porque no quería que ella tuviese que esperarlo allí de pie. Él siempre estaba allí antes que ella, porque así debía ser. Pero esa noche estaba casi seguro de que ella habría llegado antes que él y por eso se apresuraba.

Hacía una noche primaveral, una de las primeras de ese año, que había sido más bien frío. El cielo tenía un sarpullido, estaba plagado de estrellas. Y, tal como él recordaría más tarde, justo en ese momento un avión acababa de pasar por encima de su cabeza. Siguió oyendo su persistente zumbido uno o dos minutos después de que hubo desaparecido, y posteriormente se hizo el silencio. Pero no levantó la vista, no tenía ojos para eso, los reservaba para mirarla a ella, para cuando llegase a la plaza y la viese esperando junto a la tienda.

Pero cuando por fin torció por la última esquina y desembocó en la plaza, había tanta gente que durante un buen rato no logró verla. La multitud parecía un enjambre de abejas. Parecía que hubiesen atracado la tienda, o que se hubiese incendiado, o algo por el estilo. La gente se apiñaba, sin dejar apenas vía libre para avanzar. Un extraño silencio dominaba la escena. Nadie hablaba, se limitaban a permanecer allí de pie, completamente inmóviles, sin decir ni una palabra. No era lógico que allí se amontonase tanta gente guardando aquel silencio inhumano. Era como si se hubiesen quedado petrificados, aturdidos por algo que acababan de ver e incapaces de recuperarse de la impresión.

Fuera lo que fuese, ya había terminado. Era el momento de las consecuencias.

Se abrió camino a través de la multitud. Primero se dirigió hacia el lugar donde ella debería haber estado esperándolo, a su lugar, justo enfrente del escaparate iluminado, con los polvos de tocador y las colonias detrás de ella. Pero ella no estaba. Había otra gente allí de pie formando una fila, pero ninguna de esas personas era ella.

Tal vez ella se hubiese apartado un poco de la multitud que se había formado por el motivo que fuese mientras estaba esperándolo. Él se puso de puntillas y trató de otear por encima de las cabezas de la gente que tenía delante. No logró localizarla. Así que se metió entre la multitud de nuevo para intentar dar con ella, abriéndose paso a codazos y mirando a uno y otro lado.

De pronto se topó con un cordón policial, oculto hasta entonces por la casi impenetrable muchedumbre que se agolpaba entre él y ese cordón. Allí se acababa la multitud. La calzada permanecía despejada, el cordón policial retenía a la gente a los lados, mientras que en el centro se había creado un gran cuadrado vacío. Un policía se encargaba de mantener a la muchedumbre a raya, ayudado por otro hombre que no era policía pero que se había autoadjudicado la función de echarle una mano.

Había algo tirado en ese cuadrado. Una muñeca de trapo o algo tan inerte como una muñeca yacía en el suelo. Una muñeca de tamaño natural. Se veían las piernas y el pequeño cuerpo retorcido. Alguien había cubierto la cabeza y la cara con periódicos, pero el papel se había empapado con algo. Algo viscoso y oscuro, como gasolina o…

Había afilados trozos de cristal roto desparramados aquí y allá, cristal oscuro de una botella. El cuello de la botella, íntegro, yacía a unos pocos metros de allí.

Algunas personas estiraban su cuello para mirar hacia las ventanas que daban a la escena. Otros miraban incluso más arriba, hacia las cornisas de los tejados. Otros, más alto todavía, hacia el cielo donde se había oído hacía un instante el sonido de los motores de aquel avión.

Finalmente Johnny Marr se movió. Dio unos tambaleantes pasos desde el inclinado bordillo de la acera y se metió en el cuadrado vacío… ocupado solo por aquel bulto en el suelo.

De inmediato, el policía de guardia se colocó detrás de él. Su mano se posó sobre el hombro de Johnny Marr para retenerlo y obligarlo a volver sobre sus pasos.

—Levante un poco el periódico —susurró Johnny Marr—. Quiero…, quiero comprobar si la conozco…

El policía se agachó, levantó un instante una de las empapadas hojas de periódico cogiéndola por una esquina y volvió a dejarla como estaba.

—Bueno, ¿la conoce? —preguntó sin levantar la voz. ¿La conoce?

—No —respondió Johnny con un tono enfermizo—. No, no la conozco. —Y decía la verdad.

Eso no era la persona con la que iba a casarse. No iba a casarse con eso. La chica con la que iba a casarse… no tenía ese aspecto. Jamás había visto a nadie con ese aspecto.

Se le había caído el sombrero. Alguien lo recogió y se lo devolvió. Él no parecía saber qué hacer con él, así que, finalmente, alguien se lo colocó en la cabeza.

Se volvió y se marchó como si no la hubiese reconocido. La multitud iba dejándolo pasar a medida que se abría paso entre ella y después recuperaba sus posiciones, y él quedaba engullido en medio de la muchedumbre.

Logró llegar hasta el lugar en el que se citaban, frente al escaparate de la tienda, junto a los polvos de tocador y las colonias que lanzaban destellos ambarinos y verdosos, ese pequeño espacio que era solo de ellos, y se apoyó en el escaparate tambaleándose con el cuerpo rígido.

Ya nadie lo miraba, todos seguían mirando hacia el otro lado, hacia la calzada.

Algo con luces rojas, un carro del infierno, aparcaba por allí, dando marcha atrás para situarse adecuadamente. E introducían algo en su interior. Algo que no le era útil a nadie, algo que nadie amaba, algo para tirar. Cerraron de golpe las portezuelas traseras del carro del infierno. El oscilante resplandor rojizo lo cubrió todo, iluminando durante un minuto a la multitud, tiñéndola de su refulgente carmesí, como si fuese un cohete mal lanzado el cuatro de julio que cae sobre el público en lugar de elevarse; y después se alejó con un doloroso lamento.

Él seguía allí. No sabía adonde ir. No tenía adonde ir. No existía en el mundo entero otro lugar al que ir que no fuese ese.

El impacto no fue tan terrible al principio. Fue más un entumecimiento que cualquier otra cosa. No sabía muy bien qué le pasaba. Se limitó a permanecer allí de pie, inmóvil, balanceándose ligeramente de vez en cuando como una vacilante veleta movida por una brisa que nadie más notaba. La vitrina que tenía a sus espaldas y el pequeño saliente al lado lo mantenían en pie entre ambos. Pero el dolor se le metió hasta lo más hondo. Profundamente, en lugares de los que no podría ser extraído. En lugares que, una vez aguijoneados, no pueden sanar jamás. Profundamente en su mente…, en su raciocinio.

En ese momento miró hacia arriba, como si el recuerdo del zumbido, del paso fugaz de la muerte por encima de su cabeza, en el cielo, hubiese vuelto a invadir sus sentidos primigenios.

Apretó el puño y lo levantó, apuntando hacia arriba. Y manteniéndolo así, lo agitó una y otra y otra vez, con la terrible promesa de la implacable factura que se iba a cobrar.

Y con ese gesto de determinación las tinieblas se apoderaron de él.

Sonaron doce campanadas en el campanario de la iglesia que había junto a la plaza. La multitud hacía rato que se había dispersado, la plaza estaba vacía. No quedaba nadie excepto él. Ya no había nada en la calzada. Tan solo algunas hojas de periódico, manchadas y oscurecidas, como las que los carniceros utilizan para envolver la carne.

Ella se retrasaba, pero ya llegaría. Ya se sabe cómo son las chicas; quizá una carrera de última hora en las medias, o algún retoque en el pelo. En todas las citas hay que darles un cierto margen. En cualquier momento la vería llegar corriendo hacia él desde el otro lado de la plaza, por el lado por el que siempre aparecía, saludándolo con la mano al cruzar, como siempre hacía. Aquel día no había suficiente luz, quizá había habido algún problema con el suministro, estaba demasiado oscuro para ser las ocho en punto. Pero hubiese o no luz suficiente, ella aparecería de un momento a otro.

Ese campanario mentía, estaba completamente fuera de hora, deberían arreglarlo. Había dado cuatro campanadas de más. Consultó su reloj. También funcionaba mal, también había enloquecido. Adelantaba, la estaba matando, a ella y a él le laceraba la piel. Se lo arrancó bruscamente de la muñeca, levantó el pie y golpeó violentamente el reloj contra el talón. Y entonces recolocó las manecillas donde debían estar, uno o dos minutos antes de las ocho.

Se lo acercó a la oreja y escuchó. Ni un ruido, las manecillas quietas. Así ella estaría a salvo. Ella seguía yendo hacia allí para encontrarse con él, estaba en alguna parte justo detrás de la última esquina en la que él perdía de vista las calles. Y ya no podía sucederle nada malo, nada malo como lo que le había ocurrido antes a esa pobre chica desconocida; él se había encargado de que así fuese. Mientras todavía no fuesen las ocho, ella seguiría de camino hacia allí. Seguiría viva toda la noche. Seguiría viva para siempre.

A partir de entonces serían para siempre las ocho en punto, en su reloj, en su corazón, en su cerebro.

Un buen samaritano se le acercó:

—¿Dónde vives, amigo? Te acompaño a casa. No puedes quedarte aquí plantado más tiempo.

Johnny Marr miró a su alrededor y se dio cuenta de que había amanecido. El primer sol de la mañana bañaba la plaza.

—Supongo que he llegado demasiado pronto —titubeó—. No es hasta esta noche. Es extraño cómo… cómo lo he confundido todo.

Dejó que el tipo le tomase del brazo y lo sacase de allí. Mientras, iba hablando suavemente, en un murmullo confuso. Incluso sonreía ligeramente.

—… el último día de mayo, el treinta y uno…

—Sí —dijo el buen samaritano, que pensaba que aquel joven tal vez se había tomado alguna cerveza de más—. Eso fue ayer.

—Una vez al año —musitó Johnny Marr—, una vez al año volverá a sucederle… a algún otro.

El hombre que caminaba a su lado no lo oyó o, si lo hizo, no entendió de qué hablaba.

—… en la vida de cada uno de ellos, algún día, tarde o temprano, aparecerá una chica. Siempre aparece una chica en la vida de un hombre. Ellos no morirán, morirán sus novias. Cuando uno muere ya no siente nada nunca más. Si viven, sabrán cómo se siente uno…

—¿Qué te pasa, amigo? —le preguntó con impostada amabilidad el hombre que lo acompañaba—. ¿Por qué estás todo el rato mirando al cielo? ¿Se te ha perdido algo allí arriba?

Johnny Marr solo añadió una cosa más:

—Todo el mundo sigue teniendo a su chica —dijo con una mueca de rabia—. ¿Por qué yo no tengo a la mía?

Ahora, todas las noches, una solitaria y estática figura espera de pie junto a la hornacina del escaparate del bazar, justo donde están las colonias y los polvos de tocador. Una figura de mirada resignada, permanentemente escrutadora, angustiada y solitaria. Espera horas a que sean las ocho en punto, unas ocho en punto que nunca llegan. Una vida de espera, una espera por toda la eternidad. Espera en el tiempo agradable de junio, en la sofocante violencia de una tormenta eléctrica de julio, en el brillante cielo estrellado de las noches de agosto y septiembre…, espera en medio del viento de octubre que desparrama las hojas secas, con el cuello del abrigo levantado, moviéndose y golpeando el suelo en el gélido noviembre.

Vigilando, esperando a alguien que nunca llega. Consultando de vez en cuando el reloj que no funciona, consolándose gracias a esto: a un reloj que permanentemente indica que faltan unos minutos para las ocho. Las ocho de la esperanza eterna. Las ocho de un amor transformado en macabro y cancerígeno.

Hasta que las luces del escaparate se apagan a sus espaldas. Hasta que el dueño de la tienda cierra y se marcha. Hasta que las ocho que jamás se mueven de ahí se convierten en las doce, en la una, en la realidad.

Y entonces el patético merodeador se marcha arrastrando los pies y se pierde en la oscuridad.

—Mañana por la noche vendrá. Mañana a las ocho. Quizá ha evitado venir a propósito; ya se sabe cómo son las chicas, está jugando conmigo, manteniéndome expectante.

El leve sonido de las pisadas va extinguiéndose y la silueta se diluye en la penumbra.

Nadie sabe de dónde viene. Nadie sabe adonde va. A nadie le importa demasiado. No es más que otra vida y el mundo está lleno de vidas. Ya no vive donde vivía; ya nadie lo querría allí. Se llevan el dedo a la sien y asienten para expresar lo que piensan. Ya no trabaja donde trabajaba; tampoco allí querrían verlo aparecer.

Pero siempre se le puede encontrar junto a la tienda, en la plaza. Esperando una cita que nunca se materializa.

Mucha gente lo conoce de vista, incluso los que antes no se habían fijado en él. Pero los que sí lo habían hecho, pasan de largo como los demás. ¿Qué pueden hacer por él?

—No mires. Ahí está el pobre Johnny Marr esperando otra vez a su novia muerta.

Unos pocos intentan ser amables con él de las maneras más extrañas y azarosas. Los seres humanos son raros. Una noche, uno de los tipos que conocía de antes, se le acerca en silencio, le pone un paquete de cigarrillos en la mano y se marcha sin decir una palabra. Para que no se sienta tan solo mientras espera.

Otra noche especialmente fría, el mismo tendero de repente asoma por la puerta y le pone una taza de café humeante en las manos. De nuevo sin decir nada. Y vuelve para recoger la taza cuando él se ha bebido el café. Solo lo hace esta vez… nunca más, ni antes ni después.

Los seres humanos son raros. Pueden ser tan crueles o tan cariñosos… pueden ser tan insensibles o tan tiernos…

Johnny se convierte en un punto de referencia, en parte del paisaje, en una de esas estatuas de indios que se colocan delante de los estancos. Solo que él es un indio de estanco con sangre caliente circulando por sus entrañas bajo su estoica rigidez.

Otra noche, una bienintencionada dama de mediana edad, que no lo conocía ni había oído hablar de su historia, que simplemente acaba de salir de un cine un poco más abajo, se acerca y lo aborda:

—Perdóneme, joven, ¿puede decirme qué hora es? Me temo que me he pasado allí dentro más rato del que pretendía.

Él consulta su reloj con solemnidad y responde:

—Faltan tres minutos para las ocho.

—Es imposible. Sin duda se ha confundido usted —protesta ella con locuacidad—. No puede ser. Era esa hora cuando entré a ver la película y he estado en esa sala dos horas y media ¿Tanto le cuesta responderme con educaci…

De pronto la mujer se calla. Se queda boquiabierta. Hay algo en el aspecto del hombre que la aterroriza. Se echa hacia atrás, paso a paso, hasta que ha logrado ganar una distancia suficiente entre ambos. Y entonces se da la vuelta y se aleja lo más rápido que puede, caminando como un pato, mirando hacia atrás repetidamente para asegurarse de que el tipo no la sigue.

Acaba de ver a la muerte mirándola amenazadoramente a los ojos desde el rostro de un ser humano.

Y ella es una persona sensata, precavida, que ha huido a tiempo.

Poco después, una noche cambiaron al policía que hacía la ronda por la plaza. Su antecesor se jubiló, o lo trasladaron a otra zona, o dejó el trabajo. El nuevo era estricto en el cumplimiento de las normas, excesivamente concienzudo, como suelen serlo los agentes jóvenes.

Hizo su ronda por la plaza y Johnny estaba allí. Hizo la segunda ronda y Johnny seguía allí. Volvió a pasar por tercera vez, en su última ronda de la noche, se detuvo y se dirigió a él.

—Bueno, ¿qué pasa aquí? —dijo el policía—. Estás empezando a ponerme nervioso. Llevas aquí plantado tres horas largas. No formas parte de la decoración de la plaza. Me da igual lo que opinase Simmons, ahora yo soy el que está al mando aquí. —Y le dio un golpe suave en la cadera con la porra para que empezara a circular.

—Espero a mi novia —afirmó Johnny.

—Tu novia está muerta —replicó el agente sin contemplaciones—. Me lo explicaron. Está enterrada. En este preciso momento descansa bajo tierra, en el cementerio de la colina. Incluso subí allí para ver la parcela y la lápida con mis propios ojos. Incluso puedo decirte lo que pone en la lápida…

De pronto Johnny Marr levantó ambas manos y se tapó las orejas con un gesto de desesperación.

—No va a volver por aquí —sentenció el agente—. Métetelo en la cabeza. Y no hagas eso cuando estoy hablándote, ¿entendido? Ahora circula y que no vuelva a verte por aquí.

Johnny Marr se tambaleó un poco, como alguien que sale de un trance. La porra del agente lo golpeó suavemente y él movió un pie. La porra del agente lo golpeó de nuevo y él movió el otro pie. La porra siguió golpeándolo hasta que finalmente sus pies se movieron por propia iniciativa. El agente permaneció allí de pie, observándolo, hasta que desapareció de su vista.

Y a partir de esa noche, dejó de aparecer ese lugar, esperando. Nadie volvió a verlo.

Algunos se preguntaron sobre su paradero, sobre qué había sido de él. Pero pronto dejaron de pensar en ello. Y se olvidaron por completo de él.

Una o dos personas dijeron haberlo visto al día siguiente, esperando en la plataforma de la estación, con una maleta en la mano y esperando el tren que lo llevaría lejos de allí. Pero nadie sabía si eso era cierto o no.

Tal vez el agente debería haberle permitido que siguiera esperando allí, tendría que haberlo dejado en paz. Al fin y al cabo no había molestado a nadie, hasta entonces.

La aerolínea Tri-State estaba muy satisfecha con el empleado que trabajaba para ellos con el nombre de Joseph Murray. Llevaba en la empresa unos tres meses. Trabajaba como archivero. Eso le daba acceso a los horarios de los vuelos, a las listas de reservas y a todos los múltiples archivos acumulados por una empresa tan grande. Parecía poner mucho interés en su trabajo. Estaba continuamente en los archivos, hurgando en ellos, buscando viejos registros de reservas, escrutando antiguos listados de pasajeros. Incluso se quedaba después del horario de trabajo, empleando su propio tiempo. Murray fue revisando archivos más y más y más antiguos. Y de pronto perdió el interés.

Incluso le hubiera correspondido ya un pequeño aumento de sueldo. Esa era la política de la empresa pasados los seis primeros meses. Pero de pronto desapareció sin dejar rastro. No firmó su dimisión, ni siquiera avisó de que se marchaba. Simplemente salió por la puerta y no volvió a aparecer. Un día, por la mañana, estaba allí trabajando. Pero ese mismo día, por la tarde, ya no estaba.

Esperaron a que volviera. No lo hizo. Hicieron indagaciones. Ya no vivía en la dirección que había dado. Nadie sabía adonde se había ido.

No entendían qué había sucedido. Pero no podían dejar de trabajar y preocuparse por eso. Así que contrataron a otra persona para ese puesto, no les quedaba otro remedio. Pero su sustituto no era ni de lejos tan diligente y meticuloso en sus funciones. Solo se acercaba a los archivos cuando se veía obligado a hacerlo.

La aerolínea Liberty Inc. estaba muy satisfecha con el empleado que figuraba en su nómina como Jerome Michels. También él se pasaba el día en los archivos, removiendo papeles, anotando fechas, frunciendo el ceño ante las listas de horarios de salidas y horarios de llegadas, reconstruyendo itinerarios de vuelo en los mapas de referencia. Y de pronto dejó de aparecer por allí. Un día estaba allí y al siguiente ya no estaba.

Transportes Continental tuvo la misma experiencia. Igual que Great Eastern. Y Mercury. Le sucedió una vez a cada compañía. A cada uno de sus equipos de tierra.

Y entonces también las compañías pequeñas empezaron a sufrir esa rareza. Una tras otra, metódicamente. Hasta las más pequeñas, las que solo tenían unos seis aviones y operaban vuelos privados. Es decir, vuelos sin un horario establecido; vuelos por encargo, por decirlo de algún modo, alquilados por alguna persona o grupo para la ocasión. Sin embargo, también ellas guardaban archivos y registros, porque así se lo exigía la ley, para disponer de las licencias que les permitían operar, por temas de impuestos y demás.

Como la minúscula empresa bautizada con una grandilocuencia que no engañaba a nadie pero que quedaba muy bien, Viajes Cometa. Poseían una oficina central muy pequeña que no consistía más que en dos habitaciones, un equipo de tierra de exactamente dos personas, varios aviones muy destartalados que pasaban las revisiones por los pelos y un par de tipos nerviosos y abrumados para pilotarlos. Pero disponían de todo tipo de archivos.

Un día, uno de los empleados, que respondía al nombre de Jess Miller, emitió un extraño sonido mientras consultaba esos archivos. La otra empleada, la chica que trabajaba en la polvorienta y decrépita oficina con él, levantó la vista y preguntó:

—¿Qué pasa, Jess? ¿Estás enfermo o algo por el estilo?

Él no respondió. Nunca abría la boca.

Simplemente arrancó una de las fichas amarilleadas de las anillas que la sujetaban.

—¡Eh, no hagas eso, los jefes se van a mosquear! —exclamó la chica.

El cajón del archivador quedó abierto, la puerta de la oficina quedó abierta y él ya no volvería a estar allí con ella nunca más.

Ni siquiera cogió el sombrero. Quedó allí colgado en el perchero durante varios días, hasta que lo tiraron a la basura. Además le quedaron por cobrar seiscientos veinticuatro dólares por media semana de trabajo. Y aunque parezca imposible, no tener que pagar esa cantidad supuso para Viajes Cometa una repentina inyección de liquidez.

La chica le explicó a uno de los jefes lo que él había hecho y el jefe echó un vistazo para tratar de averiguar qué ficha había arrancado. No logró descubrirlo. Todo el archivo estaba tan desfasado y desordenado que le resultó imposible.

Sin embargo, además de llenarse los puños de la camisa de polvo, se le ocurrió una idea al revisar el archivo. Sin pensárselo dos veces, sacó todos los documentos y los tiró a la papelera.

—Tendríamos que haber hecho esto hace años —dijo—. Ni siquiera sabía que todavía lo teníamos aquí. Me alegro de que me lo haya recordado.

En la ficha sustraída, con la tinta casi borrada, se leía:

Número: (y aquí una sucesión de números que ya no significaban nada).

Alquilado por: Club Caña y Sedal, Organización deportiva no profesional.

Destino: Lago Estrella de los Bosques.

Tarifa: 500 $

Hora de salida: 6 P.M., 31 de mayo de 19…

Piloto: Tierney, J.L.

Y a continuación los nombres de los pasajeros, cada uno seguido de su dirección de entonces:

Garrison, Graham.

Strickland, Hugh.

Paige, Bucky.

Drew, Richard R.

Ward, Allen.

En un mapa, a la luz de una pequeña lámpara, con la ficha a mano para poder consultarla, una regla y un lápiz trazan cuidadosamente una línea recta entre la gran ciudad, de donde partía el vuelo, y el pequeño lago con forma de estrella, que era su destino. La línea más corta entre ambos puntos. En línea recta. No hay vías de tren, ni carreteras. No pueden usar esos medios de transporte. Pero un avión sí puede hacer ese trayecto, no hay obstáculos en el aire.

Y entre la ciudad y el lago, la línea trazada por el lápiz pasa directamente por encima de una pequeña ciudad de provincias llamada…

La punta del lápiz se rompe con un chasquido. El cuerpo del lápiz golpea contra el mapa y rebota. Un puño aplasta el mapa y vengativamente lo agarra, lo arruga y lo estrangula, el mapa queda hecho un acordeón, una bola entre esos dedos despiadados.

—Está muerto —informa la mujer de aspecto fatigado desde el quicio de la puerta sin transmitir emoción alguna—. Lleva dos años muerto. Era el primogénito de mi hermana mayor. Mejor así. Su trabajo no era vida para ningún hombre, siempre arriesgando el cuello en esos viejos cacharros destartalados con piezas que parecían enganchadas con alambres y saliva. Y todo por unos míseros dólares. Llevando a borrachos a convenciones y encuentros de fraternidades y expediciones de pesca y demás. No, él no bebía. Pero según nos contaba una y otra vez, todos los pasajeros llevaban botellas a bordo. Se suponía que no debían hacerlo, pero a él no le quedaba otro remedio que ponerse una venda en los ojos. ¿Qué podía hacer? Vivía de eso. Escondían las botellas y en cuanto se las bebían las lanzaban fuera. Él nunca llegó a pillar a nadie haciéndolo, pero seguro que hacían eso. Cuando llegaban al destino todos gritaban y cantaban completamente borrachos y no había ni rastro de botellas en el avión.

—¿Cómo murió?

—Como mueren los que son como él —respondió sencillamente—. Bajo tierra, a solo tres manzanas de su casa. Lo empujaron cuando esperaba al borde de un andén del metro y el tren lo partió en dos.

Ahora en la lista se leía:

Pasajeros: Garrison, Graham.

Strickland, Hugh.

Paige, Bucky.

Drew, Richard R.

Ward, Allen.