12

Al ver entrar a Barbara en el despacho, sentí como si se me cortara la respiración. Estaba hermosa, pero muy cansada; me sonrió y también lo hizo con cierto nerviosismo hacia los demás al acercarse a la mesa:

—Disculpe que le interrumpa, míster Scanlon, pero tengo algo muy importante que comunicarle.

—¿De qué se trata?

Antes de contestar, Barbara se volvió ligeramente hacia George:

—No sé si lo que voy a decir puede clasificarse como una prueba para la defensa o sólo como un testimonio, pero creo que lo mejor sería que lo dijera aquí mismo.

George se sonrió y dijo:

—Cualquier prueba testifical interesa propiamente a la policía, míster Ryan, y, si es pertinente, también podemos acceder a ella.

—¡Cierto, cierto! —cortó Scanlon con impaciencia—. Pero ¿de qué se trata?

—Pues acabo de hablar con míster Denman, ya recuerda, el detective privado; le telefoneé la noche pasada para preguntarle si sería capaz de reconocer la voz de ese Randall si la volviera a escuchar, pero cree que no lo conseguiría, es decir, sería incapaz de distinguirla entre un cierto número de voces similares y su testimonio no tendría seguramente ningún valor en tanto que prueba fehaciente. Luego, en vista de eso, le pregunté acerca del sobre en el que Randall le había mandado el dinero de sus honorarios, pero manifestó que en él no había nada de singular; se trataba de un sobre corriente de color blanco como el que uno puede comprar en cualquier tienda o en un quiosco, y la dirección estaba mecanografiada. Naturalmente, no ponía ningún remitente ni había ninguna carta dentro del sobre, solamente el dinero. Pero hace apenas un momento, se me ocurrió que también es posible identificar las máquinas de escribir, puesto que todas ellas tienen sus características bastante especiales…

—Perfectamente, es cierto —cortó Scanlon—. El FBI puede hacerlo, o cualquier buen laboratorio policial. Pero no hay ninguna posibilidad de que se encuentre ese sobre, nadie los guarda…

—Pues de eso se trata justamente —manifestó vivamente Barbara—; creo que míster Denman tiene ese sobre…

—¿Qué quiere decir?

—Acabo de hablar con él por teléfono, a su casa. Denman afirma que tiró el sobre al cesto de los papeles, pero como quiera que en el edificio adonde tiene su despacho no hay servicio de portería, cree que desde entonces —o sea, desde el martes por la tarde en que lo recibió— no han vaciado el citado cesto. Así que míster Denman va a salir para su despacho tan pronto como se haya desayunado o sea dentro de media hora más o menos y mirará si aún tiene ese sobre. Le he dicho que si lo encuentra le llame a usted inmediatamente; si llama puede decirle que remita el sobre al FBI o que se lo mande a usted mismo por correo en otro sobre.

—Muy bien, si lo encuentra, yo mismo llamaré al FBI —manifestó Scanlon, quien, quitándose el puro de la boca, se lo quedó mirando pensativamente, y, sacudiendo la cabeza, prosiguió—: Mistress Ryan, la fe es una cosa maravillosa, y por su bien casi estoy deseando que todo esto no se revuelva contra usted.

—No lo creo —replicó Barbara, y se marchó.

Durante un momento, nadie dijo una palabra. Luego, Scanlon volvió a encender su puro y se sonrió con una mueca hacia George:

—Me parece que esta vez va a perder, abogado. Si identifican una de las máquinas que hay en el despacho de Warren, con todo lo que ya tenemos, las cosas le irán mal.

George encogió el hombro sin hacer caso y manifestó:

—Recuerde que aún no tienen ese sobre; de manera que no trate de espantarnos con una escopeta vacía.

Yo miré mi reloj. Eran las siete y treinta y cinco de la mañana. Dentro de media hora más o menos… Me preguntaba si viviría hasta entonces, y si vivía, si sería el mismo que ahora. Mis nervios parecían quererse salir de mi piel lo mismo que hilos de acero. En cuanto a George, ni siquiera se había molestado en mirar su reloj. Encendió otro cigarrillo y estuvo escuchando atentamente al sheriff que reemprendía su interrogatorio. Un teléfono se encontraba entre nosotros, parecido a una negra bomba silenciosa y en la mesa ante la cual George estaba sentado había otro teléfono, a su izquierda. No miró a ninguno de los dos. En su rostro no se reflejaba la más leve señal de que tratase de evitarlos tampoco.

Pensé que a lo mejor estábamos equivocados: nadie podía tener esa clase de sangre fría. Y si estábamos en lo cierto, entonces, George habría sopesado las posibilidades del hecho y resuelto que se trataba de un bluff. Pero no, pensé, aún existía la posibilidad de que estuviese aguantando para escapar desenfadadamente, sin despertar la menor sospecha. Pero ¡santo cielo!, ¿cuánto podría esperar?, ¿cuánto tiempo iba a aguantar?

Scanlon estaba diciendo algo.

—¿Qué decía? —pregunté.

El sheriff, con la mirada fría, se inclinó sobre el otro borde de la mesa:

—Supongo que no tendrá ningún inconveniente, Warren, en contestar a todas estas preguntas idiotas, pero aquí tenemos un par de personas asesinadas y los contribuyentes siempre quieren meter las narices en estos asuntos para poder decir que nos hemos ocupado 'del asunto como debíamos.

—De acuerdo —contesté—. ¿Ahora qué desea saber?

—Quiero saber si está dispuesto a hacer una declaración.

—Ignoro cuál es su propia definición de la palabra —repliqué— hacer declaraciones. Por lo visto le entran mis palabras por un oído y le salen por el otro, sin que hagan mella…

Las siete y treinta y nueve.

—¿Cuánto tiempo piensa resistirse?

—Mientras siga respirando. Ya le he contado lo que pasó.

—Es usted el único en esta ciudad que sabía que su mujer estaba en casa. ¿Cómo podía matarla otra persona?

—Ella llamó a ese individuo; al minuto de salir yo de mi casa con Mulholland.

—¿Así que pudieron matarla pegándole en la cabeza con el morillo? Eso ahora tiene sentido.

Entonces le conté la disputa que habíamos tenido con Francés a su regreso de Nueva Orleans y manifesté:

—Es posible que ella pensara que yo había matado a Roberts al ver cómo actuaba y que yo tenía el encendedor, del que Doris ya le había hablado. Se trataba del nuevo encendedor que Francés había encargado, pero ella no lo sabía. Sea como sea, ella debía escapar de mí y también de usted, antes de que pudiese interrogarla sobre Roberts. Pero ya no le quedaba ningún dinero y a mí no me lo podía pedir, y viendo cómo yo estaba de furioso y destrozando las puertas, llamó inmediatamente a ese individuo, el que fuera.

—Pero ¿por qué la iba a matar ese hombre, si de todas maneras Francés se disponía a escapar de la ciudad? Ella no diría nada.

—Porque él no confiaba en ella; eso en primer lugar, pues Francés era demasiado aventurera, ya ha leído su ficha; y la atraparían en algún lugar. Además, él la odiaba, ya sabe cómo le dejó el rostro de desfigurado.

Las siete y cuarenta y cuatro.

Mis manos esposadas descansaban sobre el borde de la mesa. Podía ver mi reloj sin mover la cabeza… Habían pasado ya nueve minutos… diez…

El teléfono sonó; su brusco sonido semejó una explosión en el despacho. Si ahora no grita y pega un salto hasta el techo —pensé— es que no tiene nervios en el cuerpo, o que es inocente. Volví a mirarle: su rostro seguía tan impenetrable, como si no hubiera oído el timbre; George no hizo sino volverse ligeramente y mirar a Scanlon cuando éste agarro el aparato.

—Aquí el despacho del sheriff, Scanlon al aparato…

Eso aún no significaba nada; todos mirábamos a scanlón.

—Sí, sí, ya lo sé —manifestó e/ sheriff.

Por el rabillo del ojo, vi como George sacaba un cigarrillo, entonces se dio cuenta de que aún tenía un cigarrillo casi entero ardiendo en el cenicero, y lo volvió a meter en la pitillera.

—… pero, por Dios, querida, ahora no puedo salir. Ya sé que no he tomado mi desayuno, ni dormido siquiera. A veces ni me doy cuenta de esas cosas, pero me es imposible salir de aquí mientras no hayamos terminado con este asunto.

—De ser yo —pensé—, mi suspiro de alivio se hubiese oído en Memphis. Pero George nada, absolutamente nada.

Scanlon colgó. Luego lanzó un suspiro y manifestó:

—Bien, sigamos con nuestro asunto.

George echó una mirada a su reloj y preguntó:

—¿Hablando de desayuno, cuánto le parece que tardará, sheriff, antes de que yo pueda hablar con Duke?

—Tardaremos horas, a este paso —replicó Scanlon irritado.

George se levantó y dijo:

—Bien, creo que lo mejor será que me vaya al Fuller para tomar un bocado —y dirigiéndose a mí, prosiguió—: De momento, Duke, nada puedo hacer, volveré dentro de unos veinte minutos. ¿No te importa que salga, verdad?

—No —contesté—; trataré de mantener los lobos a raya mientras no regreses.

—¿Quieres que te traiga algo del Fuller?

—Gracias, no podría comer nada.

George se marchó. Hubo un largo momento de silencio después de que la puerta del despacho se cerrara tras él. Scanlon y Mulholland intercambiaron una mirada. El sheriff alzó la cabeza; Mulholland salió y casi en el mismo instante reapareció Barbara que debía encontrarse en otra habitación, del otro lado del pasillo. Vino hacia la mesa y se sentó a mi derecha.

Scanlon se dirigió al agente Brill:

—Deje esa línea abierta en la habitación de la radio.

Brill penetró en el despacho privado del sheriff, dejando la puerta abierta. Los tres permanecimos donde estábamos, mirando al teléfono que se encontraba en la mesa entre nosotros.

Scanlon miró a Barbara con sus ojos grises y fríos y soltó:

—Jamás hubiese imaginado que utilizaría mi despacho de sheriff para un trabajo como éste. Si no tuviera el presentimiento de que puede estar usted en lo cierto, la habría encerrado.

Barbara no replicó. Me miró y trató de sonreír, pero sin conseguirlo totalmente. Transcurrió un minuto. A esa hora matutina del domingo, uno podía llegar en coche en menos de tres minutos a cualquier punto de la ciudad, Transcurrieron dos minutos. El silencio comenzaba a zumbarme en los oídos. La habitación estaba henchida de silencio, lo mismo que una tensión sofocante y tenebrosa… Tres minutos… Miraba al teléfono, y volvía a mirarlo, una y otra vez, con mis nervios prestos a estallar. Barbara había bajado la cabeza y tenía los ojos cerrados. Sus codos descansaban sobre la mesa y levantaba y alzaba los puños; los tenía tan apretados, que las articulaciones de los dedos estaban blancas, golpeando la madera con un ritmo cadencioso y suplicante, del que aparentemente no se daba cuenta o que no sabía cómo refrenar.

En ese instante sonó el teléfono. Vi como Barbara se tragaba la saliva; sus hombros se estremecieron y agarrando su pañuelo se lo llevó a la boca.

Scanlon descolgó el aparato. Estuvo escuchando unos segundos, dijo: «Gracias, señorita», y llamó al agente Brill:

—Cabina telefónica de la Estación Texaco de Millard, en la esquina de Clebourne y Masón.

Barbara se dejó caer lentamente sobre la mesa con la cabeza entre las manos.

Oí como Brill repetía la localización en la otra línea para el dispatcher radiofónico. Scanlon volvió a escuchar. Brill volvió a entrar en el despacho, cogió el teléfono que estaba en la mesa contigua y también se quedó escuchando. A los pocos segundos, Scanlon hizo un gesto hacia mí tras señalar el aparato; Brill me pasó el auricular, haciéndome señal para que permaneciera tranquilo.

Un hombre estaba hablando:

—… ¿cree realmente que está allí? —Era la voz de George.

—Pues no estoy seguro —contestó otra voz masculina—; como ya le he dicho, ahora mismo iba a salir para mi despacho para mirar.

—Estoy casi seguro de que no debe encontrarse allí al cabo de todo ese tiempo. ¿Acaso, míster Denman, no le gusta apostar a las carreras? —Pues de vez en cuando, si las cosas están bien, me gusta probar fortuna: ¿por qué?

—Pues me gustaría hacer una apuesta substancial que al llegar a su despacho no encontrará ese sobre.

—¡Caramba! ¿Y cuál es su definición de lo substancial, en un 'domingo corriente?

—¿Digamos dos mil dólares?

—Vaya, un minuto, míster Randall; si no me equivoco, se trata de una situación muy delicada, de destruir una prueba…

—¿Quién habla de destruir una prueba? Va a percatarse de algo que según todas las posibilidades ya tiró hace cinco días. ¿Supongamos que apostamos cuatro mil dólares a que no lo encuentra?

—Pongamos cinco mil…

—De acuerdo. Pero sepa que no pagaré nunca un solo dólar más…

Se sintió un ruido parecido al de una pelea y seguidamente, en la línea se oyó otra voz, la de Mulholland:

—Ya lo tengo.

—Muy bien. Tráigalo aquí —ordenó Scanlon, y agregó—: Gracias, Denman.

Denman murmuró en el teléfono:

—Ah, dígale a míster Ryan que recibirá la factura, y que unos resultados como esos suben la cuenta muy alto.

Scanlon colgó. Brill me cogió el teléfono de la mano, lo colgó y me quitó las esposas. No pude decir ni una palabra. Alargué la mano y la puse en el hombro de Barbara.

Ella se enderezó y me miró. Le temblaba el mentón y las lágrimas bañaban su rostro:

—Nece… necesi… necesita un buen afeitado, está horrible…

Luego se levantó y se dirigió hacia la puerta.

Al cabo de un par de minutos, Barbara regresó; aparentemente venía del cuarto de aseo que se encontraba en el fondo del pasillo con el rostro limpio de huellas de lágrimas y con su lápiz de labios en la mano. Se sonrió y con un gesto de la cabeza me dijo:

—Siento haberme comportado histéricamente con usted, pero creo que no estoy hecha para este tipo de tensión.

—Yo también estaba a punto de desplomarme —dije.

—Pero todo pasó…

Scanlon sacó con un gesto cansado otro puro y manifestó:

Para ustedes dos todo terminó, pero las cosas apenas si empiezan para mí. No se imaginen que será tan fácil conseguir que ese loco se hunda.

Bajábamos las escaleras del Juzgado cuando apareció George, esposado junto con Mulholland. Parecía tan tieso y seguro de sí mismo como siempre, pero al pasar ante nosotros torció la vista. Iba a volverme para mirarle, pero me contuve y no lo hice.

Se me antojaba muy extraño encontrarme en la calle en pleno día, con la gente a mí alrededor. Seguimos adelante, nos metimos en el coche de Barbara y nos sentamos un momento. Barbara abrió la caja de los guantes y sin decir ni una palabra sacó una botella de whisky. Hice un gesto de asentimiento mientras ella destapaba el termo y llenaba a medias el vaso.

—El vaso para usted —dije, y agarré la botella.

Barbara meneó el alcohol, haciéndolo girar en el vaso:

—Bonita manera de saludar el hermoso domingo.

—¿Acaso no lo es? Ni siquiera se me ocurre una cosa tan fútil como tratar de darle las gracias.

—Bueno, puede llevarme al Fuller y ofrecerme un buen desayuno. Y darme el lunes libre; pues desearía relajar mis nervios y recobrar mi serenidad.

—De acuerdo, tan pronto como nos tomemos nuestro trago. Pero ¿me permite preguntarle una cosa? ¿Cómo pudo hacer lo que hizo?

Barbara vaciló y la acostumbrada mueca de cinismo se reflejó en su rostro cansado:

—Pues era la noche del sábado y había visto el film —y levantando el vaso, dijo—: ¡A su salud!

Nos fuimos al Fuller y nos instalamos en un rincón; pedimos unos huevos con jamón y al cabo de un momento, al clarear la gente que había en la sala, pudimos conversar.

—Siento haberle dejado en la estacada. Me refiero al teléfono, en el apartamento de Roberts.

—¿Qué sucedió? —pregunté.

—Pues la primera idea no era tan buena como parecía. A mi entender de muchacha sencilla, pensé que si no hacía más que presentarme ante Scanlon y decirle que yo sabía dónde se encontraba usted, podía surgir una posición de regateo, es decir, que yo se lo diría si el sheriff prometía investigar respecto a lo de Denman y el sobre. Sin embargo, parece que, cuando uno tiene una información sobre el lugar donde se halla un criminal peligroso que Scanlon anda buscando, no puede venderle la información, sino que tiene que dársela o de lo contrario ellos empiezan a agitar la amenaza de la cárcel frente a uno. De manera que tuve que maniobrar muy rápidamente con esa antigua rutina de las películas acerca de la huida de prisión: si Scanlon me dejaba hablarle a usted, podía aconsejarle que se entregara, pensando en las vidas que podían salvarse. En realidad, no estaba tan segura eme Scanlon aceptaría, pero en ese momento quizás él estuviese más que medio convencido de que yo tenía razón con respecto de Clement y entonces aceptó.

—¿Cómo se las arregló para contarle que sabía dónde roe encontraba? ¿No le diría que habíamos estado juntos, verdad?

—Claro que no se lo dije. Le conté que me había llamado usted mismo para preguntarme algunas cosas sobre Clement, ya que yo había estado trabajando con él. Que usted me había dado a conocer cuánto sospechaba y que inmediatamente después de haber colgado el teléfono, decidí que lo único que había que hacer era informar a la policía de dónde se encontraba antes de que alguien resultara herido. Miré a Barbara con admiración y manifesté: —Lo único que puedo decir es que estoy contentísimo de haberla tenido a mi lado. Pero ¿cómo se le ocurrió tratar de engañar a George con el sobre?

—Fue algo que dijo usted: que George era demasiado sagaz para dejar de lado cualquier oportunidad. Naturalmente, cabía la posibilidad de que el sobre en cuestión hubiese ido a parar al incinerador de Nueva Orleans cuatro o cinco días antes, pero ¿por qué no contar incluso con una probabilidad contra cien cuando es posible aseverarla? Además, Denman podía aceptar el soborno sin el menor riesgo, puesto que no cabía pensar en que no hubiera destruido el sobré, solamente se trataba de que comprobara que ya lo había tirado. De manera que la puerta quedaba abierta.

—De veras supo colocar el cebo admirablemente. Pero creo que lo que finalmente acabó con los nervios de Clement fue la forma empleada: ese límite indefinido de la media hora siguiente o algo así. No podía escapar inmediatamente después de haber armado esa bomba y colocarla sobre la mesa, pues eso hubiera sido sospechoso, de modo que tuvo que permanecer sentado allí mismo, esperando a que sonara el teléfono. Lo cual ocurrió, pero se trataba solamente de la señora Scanlon, que quería que su marido fuera a su casa a desayunar.

Barbara hizo un gesto negativo y aclaró:

—Era yo misma y no la señora Scanlon.

—¿Qué?

—Eso formaba parte del ardid; era el argumento refutable, como dicen los vendedores. Yo pensé que oía él teléfono una sola vez…

Lancé un suspiro y exclamé:

—¿Quiere hacerme un gran favor? Pues si por casualidad decide perpetrar un crimen, avíseme con dos o tres horas de anticipación por lo menos, que pueda salir del país.

—Scanlon me ha dicho lo mismo —contestó Barbara con una sonrisa.

Scanlon tenía razón: Clement no se hundió fácilmente. La policía tuvo que trabajar penosamente durante muchas horas para reconstruir el caso elemento tras elemento. Tuvieron que remontar todo el camino hasta Florida, armados de fotografías hasta llegar al hotel de la playa de Miami adonde Francés y George habían pasado una semana juntos después de que él la conociera durante una de sus expediciones de pesca. La policía tuvo que comprobar una montaña de cheques y de estadillos bancarios y otros datos financieros para encontrar el dinero que Clement le había venido entregando a Francés para pagar a Roberts. Pasaron otras tres semanas antes de que confesara.

Clement había estado registrando el apartamento de Roberts, pero allí no encontró los recortes de prensa, ya que se hallaban depositados en una caja fuerte en el banco y la llave estaba en la cartera de Roberts cuando lo asesinaron. Naturalmente, la cartera la habían depositado en el despacho del sheriff para entregársela al pariente más cercano de Roberts, de forma que George se quedó a oscuras lo mismo que yo acerca de lo que podía rezar en tales recortes. La policía obtuvo el mandamiento judicial para abrir la caja fuerte, dentro de la cual encontraron tres mil dólares en numerario además de los famosos recortes que la amiga de Roberts en Los Ángeles había sacado de unos viejos periódicos, aparentemente en alguna biblioteca. Los recortes llevaban la foto de Francés y el relato de su desaparición después del episodio de Las Vegas. La policía no consiguió cerciorarse de lo que a Roberts le había hecho sospechar de Francés en primer lugar, pero se enteraron de que él mismo había estado en la costa en ese mismo período de octubre de 1958 durante sus vacaciones, inmediatamente antes de que lo destituyeran de su cargo en la policía. Probablemente, Roberts vio la foto y el relato y recordó aunque no más fuera la foto, por cuanto Francés era lo bastante hermosa como para grabarse en la memoria de cualquier persona.

Era claro que fue Clement quien trató de llamar a Francés al hotel de Nueva Orleans la tarde en que lo dejó y regresó a casa. Ya conocía el informe de Denman y temía que la policía la identificara y la detuviera antes de que se gastara todo el dinero que llevaba encima y tuviera que volver a su casa; debía estar muerto de miedo.

Ya han transcurrido diez meses y el recuerdo de aquella tragedia va borrándose poco a poco. Ernie se encargó del comercio de artículos deportivos y va teniendo un gran éxito en sus negocios. Hemos sacado todos los muebles que había en el apartamento de la trastienda y en ella ha montado una armería de primera clase. Barbara aún sigue en él despacho de la inmobiliaria, pero no por mucho tiempo. Nos casaremos en enero.

Vendí la casa y me mudé a un apartamento, pero hace tres meses compré un nuevo solar y un arquitecto de Nueva Orleans está elaborando ahora los planos para construir la nueva casa. El terreno —de una superficie de cerca de dos acres— está situado en la colina desde la cual se divisa la ciudad, en los límites norte de la misma, el mismo lugar en el que Barbara y yo aparcamos aquella noche —esa larga noche del sábado que ninguno de nosotros olvidará nunca. Es un lugar estupendo con una vista magnífica. A Barbara le gusta mucho y afirma que no podía elegir ningún sitio mejor.

Esta tarde estábamos tomando el café en el Fuller, ojeando el atractivo plano de ordenación del jardín de la nueva casa que teníamos encima de la mesa cuando Scanlon entró en el bar. Al vernos, vino a sentarse junto a nosotros; pidió un café, sacó un puro, le mordió la punta y dijo con aire pensativo:

—He de decirle que siempre he deseado ser el mejor acompañante en una boda, pero nunca lo conseguí. Pero ahora, a no ser que hayan pensado en alguien más…

Los ojos de Barbara resplandecieron y exclamó con alegría:

—Eso sería maravilloso, ¿no te parece, Duke?

—Ciertamente —contesté—. Me parece formidable.

—De acuerdo, eso no puede ser más fácil —afirmó Scanlon, encendiendo su puro con una cerilla y agregando—: pero he de prepararme para afrontar toda una serie de maniobras y quizás ejercer alguna pequeña influencia.

—¿Una influencia? —preguntó Barbara ingenuamente.

—Sobre la novia —aclaró Scanlon, quien tras apagar la cerilla la estuvo contemplando unos segundos antes de tirarla al cenicero—. Acabo de mirar precisamente el estatuto de las limitaciones relativas a ciertos pequeños pecados tales como el albergar a un fugitivo, hacer obstrucción a la justicia y chantajear a un funcionario de la policía; y no porque haya soñado siquiera en valerme de algo parecido si no lo necesito, ¿me entiende? Barbara se sonrió y dijo:

—Pues no, naturalmente que no.

—Especialmente en lo que se refiere a la forma en que persuadió a Duke para que se rindiera y saliera de allí aquella noche. Siempre recordaré ese momento como uno de los instantes de mayor inspiración de mi carrera. Quiero decir, que cuando un funcionario de policía puede contar con esa clase de ayuda y de cooperación por parte de los ciudadanos, entonces no deja de ver las cosas con un sentimiento más cálido.

—Bueno —contestó modestamente Barbara—, pensé que valía la pena intentarlo.

Scanlon asintió, afirmando:

—Sí, yo también lo pensé.

Scanlon se tomó su café, y mirando el plano que ahora era casi irreconocible con todas las alteraciones que le habíamos hecho a lápiz, peguntó:

—¿Qué es eso?

—El plano del jardín —le expliqué—. Ya lo tenemos casi todo listo salvo ese sector que cae detrás del ala donde estará él dormitorio. A mí me gustaría tener una piscina y el resto pavimentado de piedra, pero Barbara cree que lo mejor sería tener una simple extensión de césped alrededor de la piscina.

—Ya veo —dijo Scanlon mirando su reloj y poniéndose en pie—. He de regresar al trabajo mientras siguen adelante y terminan sus cosas. Pero por lo menos se me ha ocurrido una idea para el regalo de bodas.

—¿Qué cosa? —pregunté.

—Un cortacésped.