9
—¡Santo Dios, creo que ha dado en el clavo! —exclamé—, ¿para eso emprendía sus expediciones de pesca? Siempre se iba solo; su mujer, Fleurelle, no sentía ninguna inclinación por la pesca ni por Florida.
—Sí, ya lo sé —dijo Barbara—. Yo sé muy bien lo que no le gustaba a Fleurelle.
—¿O sea que también tuvo que vérselas con los celos de una esposa frígida?
Barbara asintió con un gesto, y prosiguió:
—Eso ahora no tiene ninguna importancia. El caso es que George pudo encontrarse con Francés Kinnan durante ese viaje. A mí no me gustan ese tipo de cosas —añadió con una leve mueca de repugnancia.
—Ni a mí tampoco —dije—, pero qué le vamos a hacer, así son las cosas. De manera que él se citaba con ella, pero esta vez se la trajo consigo. Y tuvo la idea de ese negocio de ropas para disimular las cosas. George estaba al corriente del apartamento en el trasfondo de la tienda y también sabía que el local estaba vacante hacía ya un par de meses… Me detuve, al darme cuenta de que aún no conocíamos la respuesta al enigma.
—¿Qué iba a decir?
—Seguimos tan lejos de la verdad como siempre. En todo eso no hay ningún motivo para un asesinato. Veamos: supongamos que Roberts descubriera algo acerca de Francés, quiero decir quién era en realidad, y que ella le pagara para que se callara; eso no significaba nada para George. Por entonces ya estaba casada conmigo. Ella pudo haber estado metida en un lío y yo me hubiera sonrojado si la policía, al enterarse, hubiese buscado a mi mujer por haberse escapado con el dinero de un banco de Groundloop, Arizona, pero a George no podían cargarle nada aun cuando los detalles de la creación de ese negocio de ropa se hubieran descubierto." Es un abogado demasiado hábil para dejarse culpar de albergar a una fugitiva, y debió pensar en todo eso con antelación. Él diría sencillamente que ignoraba que se trataba de una fugitiva y aun cuando ella dijera otra cosa, solamente se trataría de las palabras de ella en contra de las suyas. Cabe admitir que el escándalo no le habría beneficiado dada su posición en la ciudad, pero una persona con la inteligencia y la experiencia jurídica de George no tendría muchas dificultades en poner en la balanza los riesgos de un asesinato del primer grado frente a una cosa tan pequeña y en hallar la respuesta segura, aun cuando no tuviera escrúpulos en correr el riesgo de un asesinato. Y finalmente es dudoso que Roberts supiera si existía algún vínculo entre ella y George, así que dejemos lo que Roberts pudo haber dicho. En cuanto a Fleurelle se refiere, hubiera pedido el divorcio si las cosas se hubieran descubierto, aunque considero personalmente que ello distaría mucho de ser un gran desastre.
—Lo sé —asintió Barbara—; tiene que haber más cosas que las que hemos sacado en claro hasta ahora.
—Además, sigo dudando de que George pudiera matarla. No medió el tiempo suficiente entre la llamada que le hice y su aparición en el despacho del sheriff.
—Eso lo podemos comprobar —afirmó Barbara—. Y lo haremos dentro de un minuto. Pero ahora, volvamos a contemplar la posibilidad de ese Júnior Delevan. Sigo teniendo la impresión de que él debe acoplarse en algún lugar; puede decirme que se trata de una intuición femenina, pero no deja de haber un hecho muy significativo en el rencor de Doris hacia Francés. En primer lugar, creo que puede ser porque cree que mató usted a Roberts y naturalmente censuró a Francés por ello. Ella sigue creyendo seguramente que mató usted a su esposa, pero no creo que eso la pueda preocupar, eso le tiene sin cuidado. Roberts y Doris salieron juntos unas cuantas veces, pero según lo que he podido saber eso fue todo. De manera que hemos de volver hacia atrás. Doris estaba loca por Júnior en todos los aspectos.
»He preguntado en un sitio y en otro, tratando de aseverarme de las cosas y no me he enterado más que de lo que ya se sabía o se había descubierto sobre lo que le sucedió a Júnior aquella noche. Y, la verdad, no es mucho. Scanlon interrogó a Doris acerca de él, junto con todo un montón de gente, pero ella sostuvo que nunca había estado con él. Afirmó que tuvo una cita con él, pero que Júnior la dejó plantada.
En ese momento, se me ocurrió una idea muy nebulosa. Traté de captarla, pero se me escapó. Debí gruñir, porque Barbara se interrumpió:
—¿Qué decía?
—Disculpe, estaba tratando de recordar algo. Siga.
—Doris mentiría al sostener que no le había visto, pero aparentemente Scanlon creyó que decía la verdad. Parece que hasta llamó a casa de Júnior al ver que no acudía a la cita a su salida de la tienda, a las nueve de la noche, tratando de enterarse de si su madre sabía dónde se encontraba. Ese hecho lo confirmó la señora Delevan, la madre de Júnior, y dijo que Doris llamó dos veces. A todo eso no hay gran cosa que agregar. No supieron dónde estaba Júnior hasta las once y media de la noche más o menos. Estaba con otros dos jóvenes, Kenny Dowling y Chuck McKinstry, dando vueltas con el coche y bebiendo cerveza. Dowling era ya bastante mayor para poderla comprar, de manera que la adquirían por series de seis botellas y se la bebían dentro del coche.
Dijeron a Scanlon que Júnior bajó del coche en Clebourne, cerca del Fuller, hacia las once y media de la noche, con el pretexto de que tenía un negocio importante que cuidar y que no podía pasarse toda la noche con los muchachos. Ellos pensaron que se trataba de una chica, puesto que siempre se las daba de gran conquistador, pero no quiso darles el nombre. Y los muchachos juraron que era la última vez que lo vieron. Scanlon los tuvo en su despacho durante seis horas —de todas maneras, Dowling estaba acusado de haber hecho beber cerveza a unos menores de edad— y cuando salieron del Juzgado parecían estar asqueados, pero continuaron con su historia afirmando que no tenían idea de adonde había ido Júnior, ni lo que hizo después de dejarles. Por Jo visto fue la última vez que lo vieron vivo; debió ser asesinado en la media hora siguiente en algún lugar.
—Nuestra única esperanza es que Doris sepa algo sobre el asunto que no haya confesado. ¿Vamos?
—Bien, pero en primer lugar vamos a comprobar ese trayecto.
Volví a meterme en el coche, acurrucado entre los dos asientos traseros, con un lápiz-lámpara de pila que Barbara sacó de su bolso. Salió bordeando los límites de la ciudad, torció a la izquierda, pasó dos o tres manzanas de casas, giró a la derecha y paró el coche:
—Ahora estamos en Stuart —dijo en voz baja por encima de su hombro. Stuart era el cruce de la calle más próxima a la gran casa de Clement en Clebourne.
—Si vamos hacia Clebourne, a media manzana de la esquina, y partiendo de allí, eso equivaldrá al tiempo que gastó George en sacar su coche del garage. ¿Preparado?
Encendí la pequeña lámpara y enfoqué la esfera de mi reloj. Cuando el segundero llegó a su punto, dije:
—¡Adelante!
Barbara dejó el borde de la acera y giró a la derecha en la esquina. Pasó un coche en dirección contraria. Me agaché. Barbara volvió a girar, esta vez a la izquierda; estábamos en Montrose. No parecía ir muy rápido. Al cabo de un instante, torció a la derecha y nuevamente en dicha dirección.
—Voy a dar la vuelta por detrás —dijo con mucha calma—; dudo que George aparcara en su vial.
Pensé que probablemente no lo había hecho. Frente a nuestra casa, del otro lado de la calle había dos casas y hubieran podido verle.
—Voy a aparcar en ese lugar vacante que hay detrás de su casa.
Paró el coche al borde de la acera y me ordenó:
—Cronometre el tiempo.
Enfoqué mi reloj y a lo primero no quería creerlo.
—Un minuto y doce segundos, parece imposible —murmuré.
—Y eso que no hemos ido a más de 30 millas por hora en ningún momento. Está bien, ahora vamos a por la segunda manga.
Comprobé el tiempo al arrancar de allí. Se oía muy poco ruido de tráfico, incluso cuando volvimos a meternos en Clebourne. Volvimos a girar y tras una corta distancia, el coche paró.
—Cronometre —ordenó Barbara—; ahora estamos parados enfrente directamente del Juzgado.
Enfoqué nuevamente la lámpara sobre la esfera de mi reloj:
—Un minuto y treinta y dos segundos; eso nos da un total de dos minutos cuarenta y cuatro segundos.
—Eso creo yo también —susurró Babara—. Ya lo ve, le quedaron más de siete minutos. A lo sumo tardaría dos minutos en ir hasta la puerta de su casa y regresar al coche. Disponía de todo el tiempo necesario.
Así, pues, si había sido George, nada podía argumentarse en contra. Tuvo que llegar allí con la intención de matarla, de cometer un asesinato a sangre fría, un crimen premeditado. Ella lo había llamado, lo dejó entrar en la casa cuando hizo sonar el timbre y luego; en el primer instante en que ella se hallaba vuelta de espaldas, agarró el morillo y con él le pegó en la cabeza. ¿Por qué? Sacudí mi cabeza, lleno de lasitud, preguntándome si alguien llegaría a saberlo nunca. Volvimos a marchar.
Podía ver la luz ámbar intermitente de los semáforos de las intersecciones al pasar por Clebourne. Barbara torció a la izquierda para meterse por Taylor. Westbury estaba situado al extremo oriental de la ciudad, detrás del barrio de los negocios. Al cabo de un momento, nos detuvimos.
—No se ve a nadie —dijo Barbara en voz baja. Me senté. Nos encontrábamos en el borde de la acera en medio de la manzana, a la sombra de unos árboles. Todo el edificio estaba oscuro y delante y detrás de nosotros había unos coches aparcados. En la esquina más cercana, donde estaba la luz de la calle, 'se encontraba el bloque de apartamentos. Desde donde nos hallábamos podíamos ver la entrada del edificio. Miré mi reloj: eran las tres y cinco de la madrugada.
—Ella debe estar ya en su casa —manifesté.
—Sí, pero no sabemos dónde está Mulholland. Es posible que entrase con ella. Si no los vemos de aquí a media hora, retrocederé hasta el apartamento y llamaré a su número para ver si contestan.
Encendimos un cigarrillo; transcurrieron quince minutos en silencio mientras contemplábamos la calle oscura y desierta y el círculo de luz en la esquina. La noche parecía haber cerrado para siempre y me preguntaba dónde estaría yo cuando terminara. ¿En la cárcel? ¿O muerto? No se andarían con chiquitas: un gesto estúpido de mi parte y me matarían a tiros.
Doris había tenido una cita con Júnior, pero él no se había presentado. Ese hecho había despertado en mi mente una impresión confusa y vaga, pero fui incapaz de concretarla. Ella intentó saber de él; llamó dos veces a su casa. ¿Estaría irritada sencillamente porque él la había dejado plantada o había otra cosa, algo que ella quería decirle?
En ese preciso momento, un coche torció por la calle Taylor dos manzanas más arriba; sus faros relucieron fugazmente en el retrovisor trasero.
—¡Agáchese! —murmuré—; yacíamos sobre los asientos.
El coche nos pasó. Nos volvimos a sentar. No era un coche de la policía, pero iba despacio; fue a pararse delante de la puerta del bloque de apartamentos. Un hombre bajó del asiento del conductor y dando la vuelta al coche fue a abrir la otra puerta: era un hombre alto, calvo. Sentí una excitación por todos mis nervios; lleno de tensión: era Mulholland. Ayudó a Doris a salir del coche y atravesaron la acera, dirigiéndose hacia la puerta de entrada. Miré nerviosamente para ver si él la seguía, pero no. Los dos rostros se juntaron al besarse y ella entró mientras él regresaba al coche. Siguió calle abajo y se metió por Id primera esquina.
—Vamos a darle cinco minutos para asegurarnos de que no vuelve —dijo Barbara en voz baja—, y recuerde; no vaya a asustarla demasiado. Si es presa de pánico gritará. Lo voy a llevar hasta delante de la puerta y luego iré a aparcar junto al edificio de más alla.
—No —murmuré—. Si alguien me observa bajo esa luz, no quiero que me vea saliendo de su coche. La voy a dejar aquí mismo y luego se vuelve a casa.
Barbara se negó a escucharme.
—Bien —dije—, pero si oye algún grito, salga a toda prisa, porque yo no volveré al coche. Ahora ya hizo demasiado por mí y no quiero meterla en líos.
Esperé unos minutos más, con los nervios en tensión. La calle seguía silenciosa y desierta. Era preferible ir ahora, antes de que mi nerviosismo me lo impidiera en absoluto. Abrí la puerta del coche y me deslicé por la acera.
—¡Suerte! —murmuró Barbara. Salí de la sombra proyectada por los árboles en la intersección y me parecía que miles de ojos estaban mirándome al cruzar por Westbury bajo la luz de la calle. Corrí hacia la entrada del edificio de apartamentos; la puerta estaba cerrada; apreté varios botones al azar y esperé, sintiendo cómo todos mis músculos volvían a tensarse. La puerta se abrió, me metí en la casa y subí corriendo las escaleras hasta el segundo piso.
El pasillo estaba desierto. El apartamento 2C era el de la segunda puerta a la izquierda. Apreté el botón del timbre y puse la mano en la empuñadura de la puerta. Durante unos segundos no sucedió nada. Se me ocurrió que a lo mejor habrían puesto cadenas de seguridad en la puerta: en tal caso, estaba perdido. Luego la sentí moverse.
—¿Quién es? —preguntó Doris.
Murmuré unas palabras ininteligibles, confiando en su curiosidad. La puerta se abrió.
—Al verme entrar, palideció, pero antes de que gritara le puse la mano sobre la boca. Se debatió, presa de terror al reconocerme. Cerré la puerta con el pie y la llevé a través de la habitación hacia un sillón que estaba junto a la cama abatible de viejo estilo. Una pequeña lámpara con pantalla roja estaba encendida sobre la mesa contigua. Hasta ese momento, no habíamos metido mucho ruido, pero no estaba tan seguro de mi buena suerte; era una habitación muy pequeña, con demasiados muebles para poder andar por ella con holgura. Sujetándole siempre la boca con la mano para que no gritara, la empujé dentro del sillón, y le apreté las narices para cortarle la respiración:
—No le voy a hacer ningún daño —dije—; si se está tranquila, la soltaré. Doris dejó de debatirse, resignada. La solté, pero estaba presto a volverla a agarrar en caso de necesidad. Tenía la mano que le había puesto en la cara llena de crema. Doris no llevaba más que el sostén y las bragas y una bata de nylon que se le había enrollado a la cintura durante el forcejeo. Acurrucada en el sillón, intentaba taparse las piernas con los faldones de la bata; sus rubios mechones de pelo le cubrían el rostro y sus ojos oscuros y normalmente más bien melancólicos me miraban llenos de terror:
—¿Qué… qué va a hacer?
—Nada, sino hacerle algunas preguntas: —contesté—. Pero esta vez, quiero algunas respuestas, de lo contrario la hago pedazos… Me ha metido en este lío, y ahora ha de sacarme de él. ¿Quién era el hombre que iba al apartamento de Francés, allí, en la tienda en la que estuvo trabajando para ella?
—No lo sé.
—Dijo que había un hombre.
Sus ojos evitaban los míos al añadir:
—Es posible que yo me equivocara.
—Pero no se equivocaba, y eso es lo que me intriga. Aparentemente ha sido la única en descubrirlo, pero ¿cómo lo hizo? ¿Acaso lo vio alguna vez?
—No.
—¿Estuvo alguna vez allí detrás, en el apartamento?
—Una o dos veces, con ella.
—¿Vio alguna prenda masculina por el apartamento? ¿Colillas de puros? ¿Pipas?
La muchacha hizo un gesto negativo.
—Bien. En aquella época Francés y yo nos veíamos constantemente y generalmente se consideraba que éramos novios, de manera que si tuvo alguna prueba de que un hombre había estado en su apartamento, pudo pensar que se trataba de mí, ¿no es cierto?
—Efectivamente, eso pensaba.
—Perfecto. Ya hemos sacado algo en claro. Pero cuando me habló de eso por teléfono, no cabe duda de que no se refería a mi persona. De manera que debía considerar que tenía algún motivo para pensar que en el apartamento de Francés pudo haber estado un hombre cierta noche y que no podía ser yo. ¿No sería cuando yo estaba nuera de la ciudad? La muchacha vaciló y manifestó: — Mire, posiblemente estuviera equivocada.
—No, no estaba equivocada. Tenía toda la razón y le diré cómo lo supo. Júnior Delevan era un muchacho muy alto, ¿verdad?
—¡No sé absolutamente nada sobre ese asunto! —exclamó Doris.
—Demasiado alto para matarlo y luego cargarlo en un coche para una muchacha de cincuenta kilos.
—Le repito que no sé nada de ese asunto.
—Es posible que no lo sepa. Pero apuesto que haría muy bien en adivinar dónde estuvo aquella noche.
Su mirada angustiada dio la vuelta a la habitación, mirando por dónde escapar:
—No… no le vi en toda la noche. Puede preguntárselo a la policía. Se lo puede preguntar a su madre…
Luego encontré el elemento que había intentado recordar, el fragmento que falta para formar una imagen completa cuando se recompone. La miré y le dije fríamente:
—Está bien. Llamó dos veces a casa de Júnior, tratando de saber dónde se encontraba, ¿no es así?
—Es verdad. Teníamos una cita; él debía recogerme cuando la tienda cerrara, pero no vino.
—Una verdadera noche para quedar plantada, ¿verdad, Doris?
—¿Qué quiere decir?
—¿No recuerda que yo también falté a una cita con Francés?
—No, ¿cómo lo podía saber? Intentó escabullirse, pero sus ojos evitaron los míos.
—Lo recuerda perfectamente. Se encontraba en la tienda el viernes por la tarde cuando yo mismo estaba en ella y le dije que el sábado por la noche la llevaría a bailar al Club Rural de Rutherford.
—Es posible que estuviera. Trabajaba allí.
—¿Le dijo algo al respecto a Júnior?
—¿Cómo voy a saberlo?
—¿Le dijo algo?
—¿Cómo quiere que recuerde las cosas de las que hablamos? ¿Se imagina que escribo cada palabra que le digo a cualquiera?
—Se lo dijo; está bien.
—Si le conviene…; sólo hablábamos de usted y tic sus citas, del gran Warren. ¿Cómo quiere que lo recuerde? Y si lo hiciera, ¿se trata, quizá, de un asunto federal?
—No lo sé —contesté—; Scanlon podría contestarle esa pregunta. Pero dejémonos de rodeos y vayamos al grano. También estaba en la tienda el sábado hacia las ocho de la noche cuando pasé por allí para decirle a Francés que debía marchar a Tampa y que no podríamos ir al baile. Y acaba de decir que no vio a Júnior en toda la noche. Lo llamó dos veces a su casa, de manera que tendría algo muy importante que decirle.
Doris guardó silencio; sus manos comenzaron a crisparse en su bata, olvidándose de intentar taparse las piernas, si todavía recordaba que las tenía.
—Nunca pudo dar con Júnior —proseguí—, de manera que está claro que no pudo estar avisado de que ella estaría en casa aquella noche. Y a la mañana siguiente lo encontraron en el basurero de la ciudad con la cabeza destrozada. ¿Sabía que iba a desvalijar la casa aquella noche o la primera noche en que ella estuviera fuera?
—Júnior no hubiera…
—¡Déjese de cuentos! Ya lo habían procesado por desvalijamiento anteriormente. Y esta vez hasta contaba con una muchacha que le entregaría la llave. ¿O es que entró por efracción?
La verdad se leía en su rostro, pero seguía tratando de eludirla:
—¡No sé de qué me está hablando!
—Puesto que sabe que ella no pudo hacerlo, entonces está claro, y lo sabe, que allí tuvo que haber un hombre. ¿Sabe quién era?
—¡No, y nada puede probar al respecto!
La agarré para sacarle la verdad, olvidando que estaba casi desnuda, pero esta vez se me escapó y pegó un grito, que tuvo que oírse fuera de la habitación. Intenté amordazarla con una mano, sujetándola por el sostén y la bata con la otra, pero el sillón se volcó, pegando contra la mesa y la lámpara; el sostén se le desabrochó y me quedé con él en la mano, mientras Doris gritaba con más fuerza y escapando nuevamente pegó un brinco sobre la cama. Ahora estaba yo tan alocado como ella, sin saber lo que hacía. Me lancé sobre ella y la agarré por la bata en el preciso momento en que pegaba en el suelo del otro lado de la cania; rodando por la habitación y volviendo a levantarse se metió en el cuarto de baño, cerrando la puerta y gritando como una loca. Corrí hacia la puerta del apartamento y la abrí: por el pasillo superior no había nadie, pero mi suerte acabó al llegar al fondo de las escaleras; un hombre ya había salido de su apartamento mientras otro asomaba la cabeza por la puerta; ambos me reconocieron y comenzaron a vociferar; posiblemente, lo único que deseaban en ese instante era quitarse de mi camino puesto que yo era un demente que ya había matado a dos personas y quizás una tercera, pero el hombre que estaba en el pasillo me cerraba el paso y, demasiado lanzado para evitarlo, lo atropellé y caímos los dos.
Otras puertas se iban abriendo por los pasillos, mientras una mujer con una voz de sirena de alarma gritaba: ¡Llamen a la policía, llamen a la policía!
Cuando me puse en pie, el otro hombre, sintiéndose más animoso al ver el refuerzo, se vino hacia mí: lo derribé de un golpe, pero al retroceder fui a parar sobre el que aún estaba en el suelo y caí sobre él. Pegué un salto, asesté un puñetazo al que ya se levantaba y me lancé a toda carrera hacia la puerta de salida. Otro hombre, en calzoncillos, había echado a correr hacia mí desde la otra puerta del hall.
Llegué hasta la puerta a toda velocidad, recordando demasiado tarde que se abría hacia dentro y pegué contra ella con el hombro; los cristales volaron en pedazos, abrí la puerta y me deslicé por los peldaños. Al atravesar la calle, a mi izquierda vi a Barbara sacando el coche del borde de la acera en medio de la manzana, hice un gesto desesperado para que escapara y eché a correr por Westbury. Miré por encima de mi hombro y me di cuenta de que Barbara iba a meterse por la calle que yo seguía. Me lancé detrás de un seto antes de que los faros de su coche me alcanzaran y me tiré cuerpo a tierra; Barbara me pasó; rogaba al cielo que se encontrara fuera del barrio antes de que llegara el coche de la policía. Barbara torció a la derecha en la primera esquina. La gente seguía gritando y saliendo del bloque de apartamentos detrás de mí, pero nadie atravesó la calle. Atravesé el antepatio de la casa en el momento en que dentro de la misma encendían la luz, salté por encima de la cerca y crucé el espacio que se extendía tras ella. Al llegar a la otra calle, no se veía a nadie, pero aún podía oír las sirenas; un coche de policía pasó por Taylor a toda velocidad a mi izquierda; torcí en dirección contraria y me metí por Clebourne.
Sentí el ruido de un coche que venía por allí; me encontraba en medio de las luces de la calle; me metí por un callejón detrás de Clebourne y me escondí, echado contra el suelo, tras unos cubos de basura, jadeante. El coche pasó, con sus faros rasgando las tinieblas, pero no me vieron. Esperé unos minutos, tratando de recobrar mis ánimos después de toda aquella confusión. No podía regresar a mi despacho, aunque lo tenía tan cerca; no dejarían de registrarlo con toda la casa. Pero cerca de allí tema el edificio Duquesne; lo único que debía hacer era seguir el callejón, cruzar una calle y alcanzar la parte trasera del edificio. Me levanté y eché a correr nuevamente. La esquina de la calle estaba desierta, cruzando por allí corrí hacia Montrose. Me colé por el pequeño vestíbulo de la parte posterior del edificio y, sin aliento ya, me detuve, incapaz de dar un paso más; un coche pasó por Montrose, iluminando la calle con sus faros.
La puerta de la izquierda daba a las escaleras que conducían al segundo piso; la de la derecha era la de la entrada trasera del apartamento de Roberts que llevaba hasta la cocina. Al recobrar mis fuerzas, retrocedí cuanto pude y me lancé contra la puerta de la derecha con el hombro; al tercer golpe, saltó la cerradura y la puerta se abrió. Entré y tras cerrarla, encendí mi mechero para ver si había algo para sujetarla; junto al refrigerador había una pequeña mesa, la coloqué contra la puerta, sujetando el mechero con la otra mano; y al mirar al suelo, me quedé helado: sobre el linóleo se veían unas manchas de sangre Se me apagó el mechero, lo volví a encender y vi que la sangre manaba de un corte que me había hecho en la mano izquierda: debía haber dejado un reguero de sangre a lo largo de mi camino que cualquier boy scout podía seguir. Dejé apagarse el mechero y me quedé en medio de las tinieblas, escuchando el tip, tip, tip, de las gotas de sangre al chocar contra el suelo. Aunque hubiera podido escapar por las calles, en ese momento ya no tenía dónde refugiarme.