5
Barbara Ryan se disculpó:
—Me porté mal al mandar a la policía a su casa para comprobar, pero como había vuelto a telefonearle por dos veces y después de eso tan terrible que le ocurrió a Roberts…
—Está bien, no se preocupe —contesté. El entumecimiento del choque ya había ido disminuyendo y mi mente funcionaba algo mejor. Y agregué—: Debí dormirme. ¿Qué pasa?
—Bueno, no se trata de algo tan importante como para armar todo ese ruido. Pero usted me dijo que le volviese a llamar si recordaba a alguna otra chica con la que Roberts hubiera salido.
—¿Y ha pensado en alguna más?
—No. Aún no. Pero quería sugerirle que le preguntara a Ernie Sewell, pues ha trabajado para Roberts desde el momento en que abrió la tienda y posiblemente lo conozca mejor que nadie en la ciudad. Además, a Roberts muy probablemente le gustaría hablar de sus conquistas con otro hombre más que con otra muchacha. No era ningún estudiante.
Yo mismo hubiese debido pensar en Sewell.
—Gracias; es una buena idea. También deseaba preguntarle otra cosa. Cuando Francés me llamó esta tarde, ¿recuerda si la operadora de la central se refirió realmente a Nueva Orleans o sencillamente a una llamada de larga distancia?
Ciertas personas hubiesen podido preguntar «¿por qué?», pero no Bárbara Ryan. Llevaba trabajando conmigo más de un año, pero apenas si ahora comenzaba a apreciarla.
—No estoy segura —contestó—. Lo único que recuerdo es que la llamada procedía de una cabina pública.
—¿Está segura?
—Sí. La línea estuvo abierta todo el tiempo y recuerdo perfectamente que la operadora le decía a Francés cuántas monedas tenía que depositar.
«Aún estoy metida en la cama».
¿A qué venía semejante falsedad? ¿La necesidad patológica de mentir? ¿Y de dónde procedía el sonido de la trompeta? Bueno, quizás de un jukebox.
—¿Recuerda cuánto dinero era? —pregunté.
—Hummm…, creo que eran noventa centavos; sí, eso mismo.
Así que pudo ser desde Nueva Orleans. Ya tenía la certidumbre de que no se trataba de una llamada local. Volví a reflexionar. Una idea comenzaba a cobrar forma en mi mente, pero iba a necesitar ayuda, la ayuda de una persona muy inteligente y en quien pudiese confiar. George podía desempeñar el papel perfectamente bajo ambos puntos de vista, pero no se lo podía decir; su código profesional de la ética no le permitiría participar en ningún asunto no ortodoxo y posiblemente ilegal, aun cuando supiera que yo era inocente. Me diría sencillamente que avisara a la policía. Bárbara hubiera podido hacerlo si hubiese querido y si yo mismo hubiese imaginado algún medio para evitar implicarla en el asunto.
—Escuche —manifesté— ahora no se lo puedo explicar, pero es posible que mañana por la mañana Scanlon le haga toda una serie de preguntas a mi respecto. Conteste a todas sus preguntas sinceramente, pero no le diga que yo se lo pedí ni lo mencione siquiera. ¿Lo hará?
—Bien, me parece bastante sencillo aunque algo incomprensible; creo que todo saldrá bien. ¿Se le ofrece algo más?
—Si Scanlon pregunta si falta algo en la caja fuerte de mi despacho, usted misma lo mira y se lo dice. Eso es todo y un millón de gracias, Bárbara.
Volví corriendo al dormitorio. Evitando el otro lado de la cama y cuidando no mover nada de lo que no debiera me mudé rápidamente, poniéndome un traje oscuro, con una camisa fresca y una corbata y saqué del armario una de mis maletas dobles de piel con mis iniciales. Metí en ella un traje, varias camisas, algunas mudas interiores y el estuche de aseo con la máquina de afeitar eléctrica y cuando iba a cerrarla se me ocurrió llevarme un retrato de Francés. El único retrato que tenía de Francés y que la persuadí que se hiciera era el de nuestra boda; me fui hacia la cómoda para cogerlo y me paré, desconcertado: había desaparecido.
Eso era imposible, hubiera tenido que encontrarse ahí mismo. Estuve reflexionando para tratar de recordar en qué lugar lo había visto últimamente. Estaba tan acostumbrado a que estuviese en ese lugar, que era muy probable que hubiese transcurrido una semana desde que realmente contemplé ese retrato. Posiblemente, Malvina lo habría cambiado de sitio. Estuve mirando dentro de los cajones y hasta en el tocador del cuarto de baño. El retrato había desaparecido. A Francés nunca le había gustado, así que posiblemente lo destruyera, aunque estaba seguro de haberlo visto antes de que ella se marchara de viaje. Presa de un tremendo nerviosismo, echaba pestes: eso me hacía perder un tiempo precioso; no podía permanecer allí dando vueltas como un anciano atontado. Dentro de mi cartera llevaba una pequeña copia de la misma foto; esta me bastaría. Cerré la maleta, apagué la luz y me fui hacia el hall. Cogí el abrigo y un sombrero, apagué todas las luces y por la puerta de la cocina me deslicé dentro del garage.
Metí la maleta en el Chevrolet y levanté la puerta del garage: la calle estaba desierta y el vial entenebrado. Después de sacar el coche volví a cerrar la puerta del garage. Pensé que la mejor manera era marcharse lo más naturalmente posible. A esa hora de la noche resultaría muy fácil observar si alguien me seguía, especialmente la policía. Los coches del condado y los dos que pertenecían a la policía urbana llevaban todos ellos sus respectivas señales. Giré a la izquierda de una de las manzanas antes de llegar a Clebourne, seguí hacia el oeste de Taylor, atravesé directamente por la parte occidental de mi despacho, siguiendo el camino que siempre tomaba para ir al trabajo. Clebourne Street es una calle muy anchurosa y aún dispone de un lugar de aparcamiento. Paré el coche delante del despacho y me bajé. Tres coches estaban aparcados delante del café Fuller, a mi izquierda, pero ninguno de ellos pertenecía a la policía. Las guirnaldas navideñas continuaban agitándose y reluciendo al viento cuando atravesé la acera y abrí la puerta. Por la acera no había alma alguna.
La gran caja fuerte a prueba de incendio se hallaba contra la pared trasera, entre la puerta que llevaba a mi despacho y la del cuarto de aseo y la entrada de detrás que daba al pasaje, pero una luz siempre estaba encendida de modo que se pudiera ver toda la calle. Me dirigí directamente hacia la caja fuerte, conteniendo mi impulso de mirar por encima de mi hombro hacia las ventanas, me arrodillé y empecé a girar el botón de la combinación. Por fin la última ranura quedó en su sitio. Abrí la puerta, saqué mis llaves, abrí la puerta blindada interior y saqué la carpeta de piel marrón de Manila que deseaba: contenía algo más de 18 000 $ en valores de las series E cancelados, la mayoría de los títulos de un valor de 500 y 1000 dólares. Cerré la caja fuerte, volví a poner el botón en su puesto y antes de volverme cogí un cigarrillo y lo encendí. Detrás de las ventanas no se veía a nadie. Salí y cerré la puerta de la calle.
Apenas si acababa de sacar el Chevrolet de la orilla de la acera cuando un coche de la policía torció por la esquina de Fulton detrás de mí. Durante unos segundos sentí un pánico tremendo; luego me di cuenta de que se trataba solamente de Cap Deets, el guardia de la patrulla nocturna, con uno de los coches urbanos. El guardia, se adelantó^ haciendo un gesto de saludo con la mano. En ese momento mi único peligro era Scanlon en caso de que hubiese ordenado vigilarme por si intentaba abandonar la ciudad, o bien Mulholland —pensé lúgubremente— si realmente era quien había matado a Francés. Seguí por Clebourne a velocidad normal y torcí en Montrose como si me fuera a casa. Detrás de mí no venía nadie. Después de la segunda manzana volví a torcer a la derecha, siguiendo una vía paralela a Clebourne Street. Cuando alcancé el extremo occidental de la ciudad volví a meterme en Clebourne y en la carretera general; miré nuevamente en el retrovisor y respiré con gran alivio, pisando el acelerador. Al pasar ante los anuncios del Club en los límites de la ciudad ya iba a más de ciento veinte.
Eran las seis y veinte de la mañana y apenas si despuntaba el día cuando dejé el coche en el parking del aeropuerto de Nueva Orleans. Tenía los ojos hundidos de cansancio y por la tensión nerviosa tras haber conducido a todo gas mientras tenía un ojo pegado en el retrovisor por si la policía de tráfico me llamaba la atención, pero aún me sentía afinado mentalmente al colocar el legajo de valores en la maleta, y, tras cerrar el coche con llave, dirigirme hacia el hall del aeropuerto. Tomé una taza de café en el bar, pedí unas cuantas monedas al cajero y me fui a una cabina telefónica, dejando la maleta en un lugar donde podía vigilarla a través de la puerta.
Compuse el número de comunicación a larga distancia y pedí a la central que me pusiera con Ernie Sewell. No conocía su número, pero sabía que vivía en Springer Street, a la salida de la ciudad, en una pequeña casa de estilo rancho que su mujer y él habían comprado. Su mujer estaba empleada en la oficina de Hacienda del condado. Ernie era un muchacho serio y muy trabajador, de unos veinticuatro años de edad, que había sido un atleta y un estupendo jugador de baloncesto en la Universidad y estuvo al frente del departamento de artículos de deporte en los Almacenes Jennings antes de irse a trabajar para Roberts.
—¿Helio? —preguntó con voz soñolienta—, ¿ah, es usted míster Warren? Pensaba que la operadora había dicho Nueva Orleans.
—Así es. La noche pasada salí para aquí. Siento sacarle de la cama tan temprano.
—No importa, pues precisamente iba a llamarle hoy mismo. Pero ahora no lo voy a molestar con mi asunto, desde tan lejos.
—Adelante. ¿De qué se trata?
—Bien —contestó, vacilante—, se trata de la tienda. No querría parecerme a un vampiro, pues a Roberts aún no lo han enterrado, pero hay alguien que desea comprar el negocio con todas sus existencias; se trata probablemente de una de esas firmas que se aprovechan de las quiebras. Mi idea estriba en que como es usted el dueño del local, preferirá conservar la tienda en vez de dejar el citado local vacío. Todo lo que tengo son unos centenares de dólares ahorrados, pero pienso que si usted le hablara al banco eso me permitiría asumir el negocio. Bien llevada, esa tienda puede dar bastante dinero.
—¿Quiere decir que no se administraba bien? Creía que Roberts la llevaba estupendamente.
—Eso es precisamente lo más sorprendente del caso: parecía hacer dinero, y es posible que en los libros de cuentas figurase un buen beneficio, pero yo no querría intentar conseguir el préstamo bajo falsas pretensiones. La verdad es que nosotros no manejábamos la suficiente mercancía como para sacar más dinero del que Roberts necesitaba para sufragar los gastos y mi salario. Es cierto, existe el beneficio potencial, de lo contrario yo no intentaría quedarme con el negocio. Lo que ocurre es que Roberts no parecía sentir ningún interés por la tienda y no quiso nunca que yo me encargase de ella; además, nunca llegó a tener un buen stock; no encargaba la mercancía más que si un cliente se la pedía, y entonces ya era demasiado tarde y la gente se iba a comprar a los almacenes de Jennings. Y no pude conseguir que siguiera mis consejos.
—Ya veo —contesté, pensando en la escopeta Browning, el Porsche y la cuota de mil dólares como socio del Duck Club—. ¿Cómo se las arreglaba?
—Le juro que no lo sé, míster Warren. Pues nunca parecía tener dificultades para pagar sus letras y siempre tenía una cuenta en regla en el banco. Pero yo le aseguro que si alguien que sepa cómo se administra un comercio de artículos deportivos se encarga del local, al cabo de tres meses, Jennings verá lo que es bueno… Pues allí no tienen a nadie que conozca lo que son las escopetas y las artes de pescar.
—Ya sé. ¿Así que piensa que Roberts falsificaba sus libros de cuentas o tenía alguna otra fuente de ingresos?
—Bueno, yo no sé si falseaba los libros o no, pero lo que sí parece seguro es que encajaba más dinero del que podía sacar de la tienda. Creo que sería más fácil conseguir el empréstito si no digo nada al respecto, pues no me gusta hacer negocios de esa manera.
—Trataré de que le concedan el empréstito —le prometí—, pero ¿qué hay acerca de los familiares de Roberts? ¿Encontraron ya a alguno?
—Sí. Míster Scanlon y yo estuvimos ayer noche en la tienda después de cenar y allí encontramos un par de cartas con la dirección de su hermano en ellas; ese hermano suyo vive en Houston, en el Estado de Tejas. Scanlon telegrafió y tuvo la respuesta al cabo de un par de horas. El hermano arregló las cosas para que manden el cadáver de Roberts a Houston adonde le darán sepultura. El hermano en cuestión necesitará una semana o una decena de días para poder venir aquí y encargarse de los objetos personales de Roberts y ver lo que se puede hacer con la tienda.
—¿Recuerda las señas del hermano?
—Lo siento, pero no las recuerdo; lo único que sé es que se llama Clinton, si mal no recuerdo… Clinton L. Roberts.
—Imagino que no abrirá la tienda hoy.
—No. El sheriff afirma que es preferible que siga cerrada hasta que llegue el hermano. Todas sus cosas están allí guardadas en el apartamento de la parte trasera del local. Le devolví la llave, quiero decir a míster Scanlon.
—Ya veo; está bien; ahora le diré lo que deseaba preguntarle, Ernie: ¿por casualidad, conoces las muchachas con las cuales Roberts solía alternar más a menudo?
En ese momento, Ernie debía estar lleno de curiosidad, pero era demasiado cortés para manifestarlo.
—Bueno, eran muchas, creo, aunque nunca hablaba mucho de ellas. Se interesaba bastante más por las chicas que por el negocio, eso es seguro. En repetidas ocasiones lo vi con Carol Holliday, y con Barbara Ryan, la que trabaja con usted, y con Midge Car son. Pero veamos… también salía con Doris Bentley y con Sue Prentiss, y probablemente con algunas chicas más que ahora no recuerdo.
«Doris Bentley —pensé—; trabajaba para Francés cuando tenía el comercio de confección. Hacía año y medio que había escuchado su voz por el teléfono, pero en aquella época solía contestar muy a menudo cuando llamaba allí preguntando por Francés. Quizá pudiera ser…».
—Le estoy muy agradecido, Ernie, y no se preocupe por lo del empréstito.
Agarré la maleta, me metí entre la multitud de los pasajeros que reclamaban sus bagages y me subí en el autobús del aeropuerto que iba hacia la ciudad. En la primera parada, me bajé del autobús, tomé un taxi para que me llevara a un hotel barato de la parte baja de Canal Street adonde me registré con el nombre de James D. Weaver, de Tulsa, Oklahoma. Serían las siete y veinte de la mañana, faltando dos horas para la apertura de los bancos. Me dieron una habitación en el segundo piso del hotel, que daba a un pasaje lóbrego lleno de basuras y de restos de barriles. Mandé que me despertaran a las nueve y media y me acosté. La cama oscilaba como si aún estuviera conduciendo el coche y tan pronto como cerraba los ojos la imagen del rostro de Francés, destrozado y fláccido, me quemaba bajo los párpados, proyectándose por todos mis huesos; me senté en la cama, temblando y lleno de náuseas, con la boca apretada para no gritar e intentando poner en orden mis ideas.
No cabía pensar en dormir. Me afeité y tomé una ducha, y sentándome en el borde de la cama estuve fumando sin parar hasta casi las nueve de la mañana, intentando colocar las piezas del tremendo rompecabezas en algún sistema reconocible. Todo fue inútil. No disponía de los suficientes elementos como para reconstruirlo. Saqué la carpeta de la maleta y me fui a través de la ciudad en medio del frío matutino y del temprano trasiego urbano hacia el banco adonde uno de los empleados me reconoció, y le entregué los bonos. Se trataba de un procedimiento puramente rutinario, hasta que el empleado en cuestión me preguntó si deseaba un cheque o una letra de cambio. Le dije que quería el valor en numerario. Estaba claro que desaprobaba esa acción, pensando que habría debido sufrir alguna pérdida tremenda, pero no tenía más remedio que darme el dinero. Le largué algunas disculpas acerca de un negocio urgente, embolsé los 180 billetes de cien dólares en mi carpeta y me marché.
Eran las diez y diez de la mañana y debía obrar con presteza.
Siempre solía tomar el desayuno en el Fuller, incluso cuando Francés estaba en casa, ya que ella nunca se levantaba antes de las diez. Generalmente, llegaba a mi despacho a las ocho y cuarto. Durante por lo menos seis veces por semana, Mulholland estaba allí mismo tomando su desayuno a la misma hora y si hoy no iba por una de esas casualidades, seguramente que no dejaría de preguntar si alguien me había visto en el Fuller. En cualquier caso, a esa hora, Scanlon ya estaría enterado de que no me habían visto por la ciudad. Llamaría a mi despacho y a mi casa, mientras que alrededor del Juzgado el aire se volvería incandescente de blasfemias y al cabo de unos minutos alguien iría a registrar el garage de mi casa para ver si mi coche había desaparecido. Cuando vieran que faltaba, pero que allí seguía el Mercedes y que nadie contestaba, echarían la puerta abajo y en una hora toda la policía desde Tejas a Carolina del Sur recibiría la descripción y la matrícula de mi Chevrolet. Ernie podía llamarles y decirles que me encontraba en Nueva Orleans tan pronto como la noticia corriera por la ciudad, pero lo hiciera o no, esta tarde ya habrían descubierto adonde había encajado los bonos y localizado mi coche en el aeropuerto. No tenía más que cuatro o cinco horas delante de mí, a lo sumo.
Me fui hacia una cabina telefónica y empecé a hojear las páginas amarillas de la guía. «Dentistas… Diques… Dependientes… Despachos… Detectives…». Ahí está.
Louis Norman, de la Agencia de Detectives Norman, tenía un rostro seco y pensativo, la mirada atenta de un espía de nacimiento y cierto aspecto de eterna desilusión en los ojos que parecían prometerle a uno que si contaba decirle algo capaz de sorprenderle estaba apañado. Se arrellanó en su sillón, con una regla entre sus dedos y mirándome por encima de ella, me preguntó:
—¿Qué se le ofrece, míster…?
—Warren —le dije, alargándole una de mis tarjetas de negocios—. John D. Warren, de Carthage, Alabama. En primer lugar, dígame, ¿tiene los suficientes hombres para ocuparse de un duro trabajo que probablemente necesitará una pila de caminatas?
—Además de mí mismo —asintió el detective— tengo a tres hombres y si es preciso puedo conseguir otro par. Ahora bien, debo advertirle que ese tipo de trabajo cuesta dinero, sobre todo si dura mucho tiempo.
—Lo sé —afirmé, sacando seis billetes de cien dólares de mi abultada carpeta y poniéndolos en su mesa—. Utilice cuantos hombres crea necesarios. Si hace falta más dinero, me hace una factura. Necesito una información y la quiero rápidamente.
—¿De qué asunto se trata? ¿Qué es lo que desea?
Mientras tenía la carpeta abierta, saqué la fotografía de Francés y la puse junto al dinero.
—Esta es mi esposa. Estuvo en Nueva Orleans desde el 30 de diciembre hasta ayer. Deseo saber en qué lugares estuvo, con quién se la vio y lo que estuvo haciendo.
—Dice usted que hasta ayer. ¿Entonces, en este momento no se encuentra aquí?
—No. Está en casa.
Norman manifestó, retorciendo los labios:
—No va a ser tan fácil. Seguir una pista es una cosa, pero remontarse hacia atrás, es muy diferente.
—Si fuera fácil, no necesitaría dirigirme a unos profesionales —repliqué—. ¿Podrá hacerlo?
—Posiblemente. ¿Este retrato de qué fecha es?
—Dieciocho meses. Y el parecido es estupendo.
—Eso ha de ayudar. Ahora bien, un montón de cosas van a depender del punto de que usted desee que arranquemos —dijo Norman, cogiendo una hoja de papel y su pluma.
—El nombre y apellido —comencé— es Francés Warren. Su nombre de soltera es Francés Kinnan. Veintisiete años de edad, 5,7 pies de estatura, unos sesenta kilos, cabello negro, ojos de color verdiazules. Siempre elegantemente vestida, con mucho gusto y durante el día le gusta llevar trajes de chaqueta. Cuando llegó aquí iba vestida con un abrigo de visón de color matizado, pero durante estos siete días el abrigo en cuestión desapareció, junto con unos siete mil dólares en dinero. Conducía un Mercedes-Benz 220 azul con el interior guarnecido de piel azul y con matrícula de Alabama, pero es muy posible que no se sirviera del coche por la ciudad ya que no le gusta conducir en medio de un intenso tráfico y tratando de sortear esas calles de sentido único. De modo que habrá utilizado los taxis, porque ella nunca va a ninguna parte si no puede subirse en ellos y no querría por nada del mundo ir en los autobuses. Algún taxista podría recordarla, aunque no fuese más que por sus piernas y por el hecho de que para la propina es muy tacaña y lo bastante arrogante como para tomar los diez centavos de vuelta si el tipo no se conforma con ellos. Estaba registrada en el Hotel Devore y se marchó ayer por la noche a eso de las siete más o menos. Vino a esta ciudad para asistir al match del Sugar Bowl con unos amigos de Nueva Orleans, los Harold L. Dickinson que viven en el 2770 de Stilwell Drive. La señora Dickinson y ella supongo que estuvieron en una serie de conciertos durante la pasada semana y algunos cocktail parties, pero lo que ignoro es cuántas veces estuvo realmente con los Dickinson. De algo podrán enterarse, sin nombrarme en absoluto, acerca de ese matrimonio. Yo sé que estuvo en el hotel por lo menos una parte del tiempo, puesto que pude hablarle allí mismo por teléfono durante las noches del 2 y el 3 de enero.
El detective me interrumpió:
—¿La llamó usted o fue ella quien le llamó?
—Yo mismo la llamé —contesté—. Francés estaba en el hotel y todo estaba bien.
—¿Cuáles son concretamente sus sospechas a su respecto?
Le expliqué lo de su llamada desde la cabina telefónica, cuando la propia Francés me decía que se encontraba en el hotel. Y agregué:
—Y está el problema del dinero, naturalmente. Pues nadie puede gastarse 7000 dólares en una semana con sólo ir a un partido de fútbol y a un par de conciertos, ni comprando vestidos, a menos de estar en París. Además, ¿qué pasó con su abrigo de visón?
—¿Lo tenía asegurado?
—Sí.
—A pesar de ello, pudo perderlo o quizá se lo robaron y temía decírselo. Aunque con todo el dinero que llevaba y el que sacó del banco, es muy posible que lo vendiera o lo empeñara. Mandaré a uno de mis agentes a que investigue en las casas de empeño y trate de comprobarlo. Pero ¿cómo pudo conseguir los 7000 dólares? Uno no puede tener tal cantidad en una cuenta corriente.
Le expliqué lo de los valores que había negociado, facilitándole el nombre del corredor. El detective asintió con un gesto:
—De modo que ese dinero era suyo, quiero decir de su esposa, y no tenía usted nada que ver con él.
—Efectivamente, así es. Ella lo administraba.
—¿Piensa que pueda haber algún otro hombre?
—Seguro. No puedo imaginar ningún otro motivo que la obligase a mentirme acerca de dónde se encontraba. Y Francés tuvo que entregar ese dinero a alguien.
—No se ofenda, pues se trata de una idea estrictamente profesional. Quiero decir que, según esta fotografía, su mujer no necesitaba pagar a ningún hombre; por consiguiente, cabe buscar otra respuesta. ¿Acaso, que usted sepa, nunca tuvo algún problema? ¿Nada que pudiera hacerle correr el riesgo de un chantaje?
—No —contesté—, ella no era ninguna ramera que alternara con gángsters o pistoleros. Antes de casarnos tenía un comercio de confección en Carthage, y anteriormente también era dueña de otra tienda en Miami.
—¿Tenía algunas relaciones familiares en Carthage?
—No —contesté.
—¿Amigos, quiero decir antes de llegar a Carthage?
—Tampoco.
—¡Hummmm! ¿Le dijo alguna vez por qué motivo había dejado un negocio en una ciudad como Miami para abrir una tienda en una pequeña localidad provinciana en la cual ni Siquiera conocía a nadie? —Naturalmente que me lo dijo. Ella estaba en instancia de divorcio. El negocio de Miami lo llevaba junto con su marido y al divorciarse lo vendieron y se repartieron el dinero.
Le expliqué de qué manera Francés, de camino hacia la costa, se detuvo para pernoctar en Carthage y se interesó por las posibilidades que allí podía encontrar.
—Ya comprendo —afirmó Norman, aunque estaba claro que no estaba totalmente satisfecho; ni yo lo estaba más que él—. Dígame, ¿dónde podré verle en Nueva Orleans?
—Eso no es posible, puesto que solamente estaré aquí un día y no he reservado ninguna habitación en el hotel. Pero esta misma tarde le llamaré y después podrá comunicarse conmigo en mi despacho en Carthage. Tiene el número de teléfono en la tarjeta que le he dejado. En caso de que yo no estuviera allí en ese momento, puede darle la información a mi secretaria, la señora Bárbara Ryan.
Norman movió la cabeza:
—No nos gusta facilitar informaciones confidenciales a terceros.
—En este caso, no tiene ninguna importancia —insistí—, se lo permito.
—Me lo ha de poner por escrito. Además hay otra cosa: su secretaria ha de identificarse personalmente, pues cualquier persona puede decir por teléfono que es Bárbara Ryan.
—En efecto, ya sé. Pero usted me puede dar el número del expediente.
—Perfecto —asintió Norman a regañadientes, mientras anotaba algo en su hoja—. El número es el W-511.
—Muy bien.
Anoté el número, le hice la autorización en otra hoja de papel y se la firmé. Cuando salía de su despacho, Norman ya estaba dando órdenes a través del teléfono interior.
Entré en un banco para cambiar un billete de cien dólares y tener veinte dólares en moneda fraccionaria y me metí en un taxi para ir a la oficina de la compañía telefónica. En las páginas de la guía reservada a las direcciones de fuera de la ciudad, anoté las agencias de detectives de Houston y de Miami. Una gran agencia nacional hubiese podido encargarse de las tres investigaciones, pero yo tenía que hacerlo por separado.
Seleccionando una agencia denominada Investigaciones Crosby en Miami y un despacho del mismo tipo llamado Howard Cates en Houston anoté las direcciones y los números de teléfono y me fui hacia una cabina. Llamé primero a Miami, pidiendo hablar personalmente con Crosby. Estaba en su despacho. Me presenté y le pregunté:
—¿Puede realizar una investigación que necesitará un par de agentes?
—Sí señor.
—Bien. Dentro de media hora, le mandaré un cheque como adelanto sobre sus honorarios, por correo aéreo especial, que habrá de recibir esta misma tarde. ¿Son suficientes 200 dólares?
—Seguro, míster Warren, ¿qué es lo que desea?
—Una investigación confidencial acerca de una empleada que vivió en Miami; su nombre es Francés Kinnan. Nacida en 1934 en Orlando, cursó la escuela superior en dicha localidad e ingresó en la Universidad de Miami donde estuve dos años, según los datos de su rectorado. En el año 1953 se puso a trabajar como vendedora en el departamento de confección de la firma Burdine, ascendiendo más tarde al cargo de asistente del jefe del departamento de publicidad. En 1955, se casó con un tal León Dupré que, según creo, era algo así como subdirector de uno de los comercios de confección de la cadena Lerner; ambos montaron un comercio de ropa en Flagler Street bajo el nombre de Leon’s, especializado mayormente en el prét-á-porter. En 1958, se divorciaron y vendieron el negocio. Todos estos datos han de bastarle para iniciar la pista, y lo que deseo saber concretamente es si Francés Kinnan tuvo algún problema, si se trató realmente de un divorcio, dónde se encuentra actualmente Dupré —si ello es posible— y si Francés conoció por casualidad a un nombre llamado Dan Roberts. ¿Puede efectuar esa investigación? —le pregunté después de haberle facilitado una descripción de Roberts.
—Con todo eso, podemos empezar y creo que resultará fácil. ¿De cuánto tiempo disponemos y dónde hemos de informarle y de qué forma? ¿Por correo?
—No. Telegrafíenme a mi despacho de Carthage, mañana, y no más tarde de las cinco de la tarde.
—Así lo haremos, pierda cuidado.
Colgué el aparato, volví a marcar el número de las llamadas a larga distancia y pedí hablar con Houston. La línea de Cates estaba ocupada y tuve que esperar cinco minutos antes de volver a llamar. Esta vez, Cates me contestó. Le facilité mi nombre y dirección, hice el mismo arreglo para el pago que el que acababa de realizar con Crosby y le pedí que investigará acerca de Roberts.
—No sé dónde vivía en Houston —le dije— ni cuánto tiempo hace que salió de esa ciudad, pero estoy enterado de que tiene un hermano que aún vive allí. Se llama Clinton-L. Roberts y estará inscrito en la guía. Con eso puede empezar su investigación.
—¿Qué es lo que debo hacer y concretamente qué es lo que desea saber?
—De qué se ocupaba en esa ciudad, si tuvo algún problema con la policía; por qué se marchó de Houston, si tenía algún enemigo conocido y si estuvo o vivió en Florida. Me telegrafía su informe a mi despacho, no más tarde de mañana al atardecer si logra cumplir con la misión. ¿De acuerdo? —Perfecto. Podemos hacerlo. Salí y me fui a otro banco para adquirir dos cheques de transferencia, los metí en dos sobres de correo aéreo y los mandé certificados. Luego, estuve mirando en Rampart entre los coches de ocasión baratos expuestos en los stanás adornados con guirnaldas de color naranja. Era ya cerca de la una de la tarde y comenzaba a sentirme como si me desnudaran en plena calle. Escogí un viejo Olds del año 1950, lleno de accesorios y de remaches, de el nombre de Homer Stites, de Shreveport, pagué al contado y me fui con mi coche hacia un parking de las afueras de la ciudad.
Tomé un taxi para regresar al hotel, pedí la cuenta y me fui con la maleta por las aceras de Canal Street llenas de gente, hasta llegar al aparcamiento y encerrarla en el cofre del coche que acababa de comprar. Eran ya las dos y cuarto de la tarde y no podía esperar más; en cualquier momento, la policía tendría a sus agentes controlando la estación de autobuses, las estaciones del ferrocarril y el aeropuerto y sabrían que no me había escapado por ninguno de ellos. Me metí en una cabina telefónica y llamé a Norman.