Cuento de sobremesa

After Dinner Story

MacKenzie subió al ascensor en el piso decimotercero. Era un vendedor de filtros de agua y se había detenido en su oficina para hacer sus cálculos antes de regresar al hogar. Más tarde, aquella noche, le dijo a su esposa, con una semisonrisa, que debió ser por eso, por subir en el piso decimotercero, por lo que aquello le ocurrió a él. En muchos edificios suele omitirse el piso número 13.

La lamparilla roja se encendió y el ascensor detuvo su marcha. Era de los que sólo paraban más arriba del décimo piso, tanto al subir como al descender. Dos hombres más había ya en él cuando entró, además del ascensorista. Era tarde y la mayoría de las oficinas habían quedado desiertas. Uno de los pasajeros era un hombre de aspecto de estudioso, alto y ligeramente encorvado, que llevaba anteojos sin montura. Después hubo de llegar un momento en que MacKenzie supo los nombres de todos. Éste era Kenshaw. El otro era robusto y tenía la apariencia de un querubín; era uno de los dos socios de una tambaleante empresa que trataba de colocar en el mercado, sin mucho éxito, unas lapiceras estilográficas de nuevo diseño. Jugueteaba con una de ellas mientras descendían, abriéndola y volviendo a cerrarla con aire de orgullosa posesión. Resultó después que su nombre era Lambert.

El ascensor tenía aspecto sumamente práctico, se deslizaba con gran suavidad y su cromo y su bronce aparecían lisos y bruñidos. Parecía muy seguro. Se detuvo en el piso inmediatamente inferior, el duodécimo, y un individuo áspero de frondosas cejas entró en él: Prendergast. La lamparilla del undécimo piso se encendió en el tablero y también allí hizo alto el aparato. Un hombre de la edad de MacKenzie, poco más o menos, y otro algo más viejo, de blanco bigote recortado, se encontraban juntos allí cuando la puerta se abrió. Sin embargo, sólo el más joven de los dos entró. El anciano le tomó del brazo en señal de despedida y se volvió luego, recomendando en voz alta:

—Dile a Elinor que estuve preguntando por ella.

A lo que el joven repuso:

—Adiós, papa —y entró. Se llamaba Hardecker. Casi al mismo tiempo se encendía la lucecilla del décimo piso.

El recién entrado del undécimo daba la cara a la puerta del ascensor, como lo hace todo el que aprecia en algo su seguridad al entrar en él. MacKenzie miró casualmente en ese instante al hombre del rostro agrio y las cejas frondosas: estaba directamente detrás del recién llegado y le contemplaba la nuca con funesta intensidad; en realidad, MacKenzie no recordaba haber visto una mirada tan fija e intensa en su vida, como no fuera en alguna película de terror. Las facciones del hombre, debemos admitirlo, se prestaban admirablemente a una expresión como aquélla; tenía un aspecto imponente, aún cuando su rostro estuviera en calma.

MacKenzie imaginó que aquella pequeña escena muda obedecía a que el recién venido había inadvertidamente pisado al otro al volverse hacia la puerta. En realidad no tenía plena conciencia de estar analizando el asunto de manera tan completa; aquéllos eran sólo pensamientos inconexos.

En el décimo piso subió otro pasajero aún, un cobrador de facturas a juzgar por el fajo de hojas amarillas, verdes y violetas que acariciaba constantemente con los dedos. Por la expresión adusta y cansada que ostentaba, no parecía haber tenido mucha suerte aquel día; quizá fuera que le dolían los pies. Era Megaffin.

Había ahora siete personas en el aparato, contando al ascensorista, todos de pie en un pequeño grupo compacto vuelto hacia la puerta. No habría más paradas hasta llegar a la planta baja. Aquélla no era demasiada gente; ciertamente mucho menos del máximo que el aparato estaba en condiciones de llevar con seguridad. La nota enmarcada en el panel exactamente frente a McKenzie decía que había sido inspeccionado sólo diez días antes.

MacKenzie, tratando de reconstruir la sucesión de acontecimientos que habría de narrar a su esposa aquella noche, se dijo que el ascensorista parecía imprimir una velocidad adicional al mecanismo apenas dejaban el décimo piso. Era un «expreso», de manera que el detalle no le llamó demasiado la atención. Se percató entonces de que el empleado tenía un forúnculo en la nuca, un poco más arriba del cuello de su uniforme, que cubría con dos tiras de tela adhesiva en forma de cruz de Malta. Tuvo esa sensación peculiar que experimentan muchos personas en la boca del estómago cuando hacen un descenso precipitado. El hombre que estaba a su lado, el joven del undécimo, se volvió hacia él con una sonrisa medio divertida, medio dolorosa, por lo que dedujo que también él experimentaba esa sensación de vacío. Un poco más lejos alguien emitió un silbido para demostrar su descontento.

El ascensor era totalmente de metal y completamente cerrado, de suerte que no se podían ver las puertas exteriores de los pisos por los que pasaban a gran velocidad. De todas maneras, podía verse que el aparato marchaba deprisa. MacKenzie comenzó a experimentar un zumbido peculiar en sus oídos, lo mismo que cuando tomaba el tren subterráneo bajo el East River, y las articulaciones de sus rodillas parecieron aflojarse, ceder bajo el peso del resto de su cuerpo.

Pero lo que verdaderamente le indicó por primera vez —a él y a todos los que le acompañaban— que algo marchaba mal y que aquél no era un descenso normal, fue la manera fútil, repentina y abrupta en que el ascensorista movía hacia un lado y hacia otro la palanca de control. La palanca no encontraba impedimento alguna en el recorrido de su órbita, es verdad, pero el aparato se negaba a obedecerla; el hombre la llevaba una y otra vez hacia el ensanchamiento de la ranura por la que corría, donde se podía leer claramente «Parada», pero nada ocurrió. No transcurrieron minutos, sino fracciones de segundos apenas.

Le oyeron decir:

—¡Cuidado! ¡Vamos a estrellarnos! —Y no hubo tiempo para más.

Todo fue cuestión de segundos. Tan breve como el cierre del objetivo de una máquina fotográfica. La velocidad del aparato se hizo vertiginosa; MacKenzie se sintió como si fuera a devolver lo que había comido. Hubo luego un gran estruendo, como el estallido de un cañón, y una explosión de negrura acompañada de una lluvia de, finos trozos de cristal al romperse las lamparillas eléctricas dejándolo todo sumido en la oscuridad.

Se apretujaron todos en un pequeño grupo como un puñado de bolos. MacKenzie, que había caído hacia atrás, fue el más afortunado de todos; pudo sentir que un cuerpo se retorcía bajo sus pies; no tocaba con ellos el piso de caucho del ascensor; sin embargo, debió golpearse el hombro y la cadera porque le dolían, y sintió como entumecida la planta del pie, a consecuencia del impacto recibido al golpear contra la pared de bronce del ascensor.

No hubo una oportunidad para tratar de librarse, de ponerse en pie nuevamente. Subían otra vez… impulsados por un resorte o algo parecido. Era un ascenso algo vertiginoso también, pero no tanto como lo había sido el descenso. Luego la velocidad disminuyó, el ascenso se trocó en un nuevo descenso y chocaron por segunda vez. No fue como el terrible impacto anterior, sino un choque algo amortiguado que sólo contribuyó a hacer mayor la confusión en que ya se encontraban. Un zapato rozó la cabeza de MacKenzie. No pudo verlo, pero lo tomó rápidamente y lo hizo a un lado, para evitar recibir un puntapié que pudiera ocasionarle una fractura.

Cerca de él, una voz gritaba, casi histéricamente como si aquellos tumbos pudieran ser evitados:

—¡Deténgalo! ¡Pare! —Aun MacKenzie, maltrecho y asustado como estaba, no había perdido la cabeza hasta ese extremo.

El ascensor se detuvo finalmente después de un segundo tumbo no muy violento y de una sacudida postrera y casi imperceptible. Luego, una oscuridad impenetrable, una sensación de sofoco, una confusión de cuerpos que se agitaban como si aquello fuera un hormiguero, gemidos de los que habían quedado mal heridos, y uno, quizá dos, ominosos suspiros de aquéllos a quienes ni siquiera para gemir quedaban fuerzas.

Alguien que estaba directamente debajo de MacKenzie no se movía. Extendió la mano, tocó un cuello de camisa rígido y almidonado y, un poco más arriba, una pequeña hinchazón bajo dos tiras de esparadrapo pegadas en cruz. El ascensorista estaba muerto. Su inercia lo decía y el piso de caucho del ascensor estaba húmedo bajo su cabeza.

Tanteó luego la lisa pared metálica del aparato que los había sepultado vivos —pugnando por erguirse como una mosca que revolotea y se afana tratando de trepar por una pared de vidrio—, con los codos y las palmas de las manos. Retorció el resto de su cuerpo después de aquellos precarios movimientos, tratando de ponerse de pie. Una vez que lo hubo logrado, se recostó contra la fría pared de bronce.

La voz —siempre hay una en toda catástrofe, en toda situación de pánico—, la misma voz que había gritado: «¡Deténgalo!», rogaba ahora con infantil vehemencia:

—¡Sáquenme de aquí! Por el amor de Dios, tengo esposa e hijos. ¡Sáquenme de aquí!

MacKenzie tuvo la impresión de que se trataba del sujeto de áspera apariencia y frondosas cejas. Las probabilidades, pensó, lo indicaban así. Fiereza y acritud exterior denotan generalmente debilidad interior, son una máscara de la debilidad.

—¡Cállese! —dijo—. Yo también tengo una esposa. ¿Que tiene que ver eso con esto?

Lo verdaderamente importante, pensó, no era la oscuridad, ni la posición en que estaban, atrapados en el fondo del hueco del ascensor, ni siquiera las eventuales heridas que alguno de ellos pudiera haber recibido. El menos notable de los muchos corolarios que derivaban de la situación en que se encontraban, era el más peligroso. Se trataba de esa vaga sensación de pesadez, de sofoco. Había que hacer algo y pronto. El ascensorista había abierto la puerta del aparato, al detenerse en cada piso, moviendo simplemente la palanca. No había ninguna razón por la cual no se pudiera hacer eso mismo allí abajo, aunque no hubiera en la pared del hueco una abertura correspondiente a la de la puerta del ascensor. El aire suficiente filtraría por el espacio libre entre la pared del hueco y el ascensor, por pequeño que fuera. Necesitarían ese aire antes de que aquello terminara.

Los brazos de MacKenzie describieron círculos concéntricos sobre la satinada superficie metálica de las paredes, en busca de la palanca que abriría la puerta. —Un fósforo— ordenó—. Encienda alguien un fósforo. Trataré de abrir resto. Estamos asfixiándonos aquí.

La inmediata y esperada reacción fue un gruñido de desaliento proveniente del sujeto del agrio semblante, semejante al cobarde gañido de un perro.

Otra voz, más serena, murmuró:

—Espere un instante.

Sin embargo, nada ocurrió.

—Aquí estoy; aquí, alcáncemelos —dijo MacKenzie extendiendo la mano con la palma hacia arriba, a un lado y a otro, en la aterciopelada oscuridad.

—No encienden, están mojados. Los vidrios deben de haberme cortado —y luego, con expresión de alarma—: ¡Mi camisa está empapada en sangre!

—Bueno, quizá no sea suya —dijo MacKenzie, tranquilizador—. Pálpese antes de dar por cierto que está herido; si lo está, aplique un pañuelo a la herida. Ese vidrio de las lamparillas no puede penetrar muy profundamente —y luego, exasperado, tronó—: ¡Por el amor de…! ¡Seis hombres! ¿No tiene ninguno de ustedes un fósforo? —Lo cual era injusto, considerando que también a él se le habían terminado poco antes de salir de la oficina, y que había tenido toda la intención de comprar una nueva cajilla apenas dejara el ascensor—. ¡Eh! Usted, el que se entretenía con esa estilográfica de juguete mientras bajábamos, ¿dónde tiene el aparatito ése?

Una nueva voz que no reflejaba miedo sino un desánimo infinito, repuso desganadamente:

—Está… está roto —y luego, con una tristeza que era clara prueba de que había otras más grandes tragedias que la ocurrida al ascensor—: Eso demuestra que no se la puede dejar caer sin que se rompa. Y ése era el punto principal de toda nuestra campaña de propaganda —dijo, y susurró final e indistintamente—: ¡Mil quinientos dólares! ¡Espere a que Belman se entere del elefante blanco que tenemos entre las manos! —Todo lo cual, dadas las circunstancias, era más cómico de lo que indudablemente quería ser.

Por lo menos no es nada flojo que digamos, quienquiera que sea, pensó MacKenzie.

—No se preocupe —exclamó súbitamente—. Ya lo tengo —sus dedos habían encontrado la palanca que buscaban en un extremo del liso panel de bronce. El mecanismo no parecía alterado, pero si se rehusaba a abrir la puerta, si el impacto hubiera…

Se inclinó sobre el cuerpo, sin vida del ascensorista y tiró de la palanca. Esta giro alrededor de un tercio de su órbita ordinaria, luego se detuvo ante algún obstáculo invencible. La puerta se abrió lo suficiente como para permitir la entrada del aire necesario a sus exigencias del momento, pero no había que pensar en salir por allí. Los ásperos ladrillos de la pared del hueco del ascensor y los bordes de la puerta de éste, dejaban entre sí un espacio no mayor de un dedo. Ni siquiera un gato osado habría podido sacar la garra por la abertura sin riesgo de su integridad física. Lo que verdaderamente importaba, era que no se asfixiarían ahora, a pesar del tiempo que pudiera transcurrir hasta que izaran el aparato y les libraran de su prisión.

—Ya está —anunció tranquilizadoramente a sus acompañantes—. Tendremos un poco de aire aquí dentro ahora.

Si había luz en la parte superior del hueco, no llegaba hasta allí. La pared que limitaba la abertura era tan negra como lo era el interior del ascensor mismo.

—Nos han oído —dijo—. Saben lo que ha ocurrido. De nada sirve gritar tan alto como le sea posible, sólo hace que esto se vuelva más incómodo para el resto de nosotros. Traerán personal de emergencia y Se pondrán al trabajo. Sólo tenemos que sentarnos y esperar, eso es todo.

Aquellos ansiosos gritos que pedían auxilio, y a todos causaba nerviosidad, cesaron, como avergonzados. El sujeto de aspecto áspero otra vez, probablemente. Alguien más gemía aún, intermitentemente.

—¡Mi brazo, Dios mío! ¡Cómo me duele!

Los suspiros indicadores de una herida más profunda todavía, habían cesado sospechosamente poco tiempo antes. El hombre se había desmayado o, también él, estaba muerto.

MacKenzie, tranquilamente pero sin brusquedad, se inclinó hacia el cadáver del ascensorista extendido en el suelo, lo llevó hacia uno de los rincones del ascensor y lo colocó allí con la espalda y la cabeza apoyadas en el ángulo que formaban las paredes. Luego se sentó en el lugar que quedaba vacío de ese modo, encogió las piernas y cruzó las manos sobre las rodillas. No se habría llamado a sí mismo un hombre valiente; era un realista, simplemente.

Hubo un silencio momentáneo y total, una de esas pausas que suelen producirse. Luego, como también había o parecía haberlo, un silencio completo en el hueco del ascensor, sobre sus cabezas, el pánico hizo presa nuevamente en el sujeto de aspecto desagradable.

—¿Van a dejarnos aquí toda la noche? —lloriqueó—. ¿Qué hacen ustedes ahí sentados? ¿No quieren salir?

—¡Por el amor del Cielo, que alguien le tape la boca a ese gritón! —instó MacKenzie con truculencia.

Se oyó un silbido casi imperceptible.

—¡Mi brazo! ¡Oh, mi brazo!

—Debe de estar fracturado —sugirió MacKenzie con expresión de simpatía—. Trate de envolverlo con su camisa y apriétela con fuerza para calmar el dolor.

El tiempo parecía detenerse, avanzar luego de pronto. Y, detenerse nuevamente como la hebilla de un cinturón. El ruido que causaban los movimientos de un cuerpo desasosegado, un gemido, un suspiro de impaciencia, un grito ocasional del sujeto corpulento y cobarde, a quien consideraba MacKenzie con creciente fastidio a medida que sus propios nervios comenzaban a excitarse.

La espera, la sensación de desamparo, de aprisionamiento, comenzaron a reflejarse en ellos más de lo que lo había hecho el accidente en sí mismo.

—Quizá crean que estamos todos muertos y no se den prisa alguna por venir a rescatarnos —dijo alguien.

—Nunca harían eso en un caso como éste —repuso MacKenzie lacónicamente—. Cualquier cosa que estén haciendo, la están haciendo lo más rápidamente posible. Hay que darles tiempo.

Una nueva voz que no había oído hasta entonces dijo, sin dirigirse a nadie en particular:

—Me alegro de que mi padre no haya venido en el ascensor conmigo.

—Desearía no haber regresado para atender esa condenada llamada telefónica —terció alguien—. Era un número equivocado y yo habría podido bajar en el otro ascensor si no hubiera sido por eso.

MacKenzie rió sarcásticamente.

—¡Bah! —exclamó—. Habla usted como un chiquillo de diez años. Ya ocurrió, ¿de qué sirve desear ahora?

Llevaba en la muñeca un reloj con esfera luminosa. Deseó que no lo hubiera tenido o que le hubiese ocurrido algo, como a la estilográfica de su compañero de desgracia. Era demasiado torturante para sus nervios, a cada instante sus ojos lo buscaban y cuando parecía que había pasado media hora, eran sólo cinco minutos los que habían transcurrido. Se abstuvo sabiamente de hacer saber a los demás que lo tenía; no habrían hecho otra cosa que preguntarle: «¿Cuánto hace ya?» hasta que se volviera loco.

Cuando habían transcurrido veintidós minutos desde el instante en que miró la esfera de su reloj por primera vez, y cuando estaban todos, él inclusive, en un estado de inestabilidad nerviosa que rayaba en el frenesí, se oyó sobre sus cabezas, sin que mediara un aviso previo, un golpe inesperado, como si algún objeto pesado hubiera caído sobre el techo del ascensor.

Esta Vez fue MacKenzie quien se incorporó de un salto, apretó la mejilla contra la pequeñísima abertura y murmuró: «¡Hola! ¡Eh, ahí!».

—Sí —respondió una voz desde arriba—. Vamos a rescatarlos. Tómelo con calma.

Se oyeron más golpes durante algunos instantes, como si alguien estuviera bailando sobre sus cabezas. Luego se escuchó un repentino estrépito metálico, semejante al escape de vapor de la caldera de una fábrica. El ascensor todo pareció vibrar a impulso de aquel estruendo, y tocarlo demasiado tiempo en cualquiera de sus partes equivalía a entumecerse la piel en el punto de contacto. Lo limitado del espacio libre que quedaba en el ascensor multiplicaba el estruendo, hasta convertirlo en un torrente sonoro en el cual se ahogaron todas sus palabras. MacKenzie no lo pudo soportar y, finalmente, tuvo que aplicar las palmas de las manos a los oídos. A través del estrecho hueco que dejaba la puerta, se vio descender una azul chispa eléctrica. Otra luego, y una tercera después. Todas ellas se extinguieron demasiado prestamente para arrojar alguna luz en el interior.

Sopletes de acetileno. Tenían que abrir un agujero a través del techo del ascensor para llegar hasta ellos. Si había en el subsuelo una puerta para el ascensor —y debía haberlas—, el aparato seguramente había descendido más abajo aún de aquélla, a un nivel inferior al subsuelo, y se había estrellado en el fondo de un pozo sin salida, de suerte que aparentemente no había otra alternativa para intentar su salvación, que la que los operarios habían elegido.

A través del techo una chispa se materializó, tímidamente casi. Otra luego, y después un chorro semicircular de ellas. Una cortina de fuego descendió en medio de ellos la mitad de la altura del ascensor, aproximadamente, iluminando pálidamente por un instante sus rostros. Afortunadamente se extinguió antes de llegar al piso del aparato.

El estruendo cesó repentinamente y el silencio que reinó en su lugar era ensordecedor. Sobre ellos una voz gritó:

—¡Eh, los de abajo! Cuidado con las chispas. Vamos a perforar el techo. Cierren los ojos y colóquense contra las paredes.

El estrépito recomenzó, más cercano, más intenso que antes. A MacKenzie comenzaron a entrechocarle los dientes a causa de la incesante vibración. Ser rescatado era peor que permanecer sepultado allí. Se preguntó cómo estarían soportándolo los demás, especialmente el pobre muchacho del brazo quebrado. Pensó que había oído una voz que gritaba: «¡Elinor! ¡Elinor!», así, dos veces, pero no podía estar seguro de nada en medio de aquel estrépito infernal.

Las chispas seguían descendiendo como un chorreante salto de agua; Mackenzie miraba cautelosamente, de soslayo, escudándose los ojos con una mano. Pensó que había visto una chispa saltar horizontalmente, en lugar de descender verticalmente como todas las otras; era de color diferente, también, más anaranjada. Creyó que debía ser una ilusión óptica provocada por el resplandor y la oscuridad alternados a que estaban sujetos; o una esquirla de metal fundido que se había desprendido del techo del ascensor y había rebotado en una de las paredes. Cerró los ojos, para correr menos riesgos.

No hubo mucho que esperar después de aquello. El ruido y las chispas cesaron repentinamente. Los operarios alzaprimaron con palancas de hierro el gran trozo de metal semifundido en forma de media luna que se había formado en los bordes de la abertura, para evitar que cayera y aplastase a los que estaban debajo de él. Los fríos, nevados rayos de las linternas eléctricas, brillaron a través del espacio abierto. Un policía saltó en medio de ellos, y tras él descendieron culebreando varias cuerdas.

—Muy bien. ¿Quién es el primero? —dijo con entonación firme—. ¿Quién está peor herido de todos ustedes?

Su linterna iluminó tres figuras inmóviles a los pies de los demás en el limitado recinto: el ascensorista, acurrucado en el rincón donde le había puesto MacKenzie; el hombre que tenía aspecto de estudioso y lentes sin montura despojado de ellos ahora, y ostentando bajo un ojo una profunda cortadura explicativa de lo que había ocurrido con aquéllos, que yacía sin sentido junto a él; y el joven que había subido en el undécimo piso, caído en parte sobre el anterior y con el rostro hacia abajo.

—El ascensorista está muerto —dijo MacKenzie oficiando de representante de los demás—, y estos dos están inconscientes. Hay un hombre que tiene un brazo quebrado; llévele a él primero.

El policía ciñó diestramente la cuerda bajo las axilas del cobrador de facturas quien, con el rostro ceniciento, apretaba con fuerza en una mano el extremo de la manga del otro brazo de su camisa, y transpiraba como un pez a la luz de la linterna.

—¡Arriba! —gritó el policía—. Y tengan cuidado, porque está herido.

El cobrador de facturas fue izado hacia el techo, gimiendo y con las piernas recogidas hacia arriba, semejante a un ave colocada en un asador.

El hombre que tenía aspecto de estudioso le siguió, con la cabeza oscilante, inconsciente. Cuando la cuerda volvió a descender, el policía se inclinó para asegurarla alrededor del joven que yacía aún sobre el piso.

MacKenzie le vio cambiar de idea, mirar al caído de reojo y pasar la cuerda al sujeto de aspecto áspero, que tan cobarde se había mostrado y que temblaba ahora de pies a cabeza, a causa de la reacción nerviosa producida por el susto que acababa de experimentar.

—¿Qué le ocurre a ése? —Se entremetió MacKenzie, señalando con el dedo hacia el suelo.

—Está muerto —repuso lacónicamente el policía—. Puede esperar; los que están con vida vienen primero.

—¡Muerto! ¡Cómo! ¡Le oí decir que se alegraba de que su padre no hubiera subido con él, mucho tiempo después que nos habíamos estrellado!

—¡No me importa lo que le oyó usted decir! —repuso el policía—. Pudo haberlo dicho antes y estar muerto ahora. ¡Caramba! ¿Quiere enseñarme a mí mi oficio? ¡Usted parece estar bastante tranquilo para un tipo que acaba de pasar por una experiencia como ésta!

—No haga caso —dijo MacKenzie, conciliador. Pensó que, de todas maneras, no era cosa suya si aquel hombre había parecido estar perfectamente bien al principio, mientras que ahora estaba muerto. Quizá le había fallado el corazón.

Él y el desconsolado fabricante de lapiceras fuentes parecían ser los únicos de todo el grupo que habían salido completamente ilesos de la aventura. Este último, sin embargo, estaba tan descorazonado a causa del fracaso de su invención en la emergencia, que parecía importarle muy poco si le llevaban arriba, si le dejaban allí, o cualquier cosa que pudiera ocurrirle. Aun en su camino hacia la abertura del techo, seguía examinando, con la expresión de un hombre que acaba de morder un limón agrio, el fracasado invento.

MacKenzie fue el último de los sobrevivientes que salió del ascensor. Fue izado hasta el borde de la abertura del sótano del ascensor; las puertas habían sido sacadas. Aquella abertura estaba solo unos cuatro pies más arriba del techo del ascensor; en otras palabras, que el pozo de éste se prolongaba hacia abajo en una profundidad un poco mayor que la altura del aparato. MacKenzie no pudo comprender por qué había sido construido de aquella manera, en lugar de terminar al nivel de la puerta del sótano. El superintendente del edificio le explicó más tarde que era necesario dar al aparato un cierto espacio adicional hacia abajo, para evitar el riesgo de estrellarse contra el fondo cada vez que descendía al sótano.

Había camillas en el pasadizo del sótano, y dos practicantes de hospital estaban administrando primeros auxilios al cobrador de facturas y al hombre de los lentes. El sujeto de rostro avinagrado sorbía un gran vaso de espíritu de amonio; le entrechocaban los dientes. Ante la insistencia de uno de los practicantes, MacKenzie dejó que le revisara y escuchó lo que ya sabía, es decir, que estaba perfectamente. Dio su nombre y dirección al teniente de policía que se encargaba de aquel asunto, y subió caminando los escalones que llevaban a la planta baja pensando que, al fin y al cabo, el modo antiguo de subir y bajar era el mejor de todos.

Encontró que el vestíbulo estaba colmado por una movediza muchedumbre, e hizo a un lado a varios «cazadores de accidentes» que trataban de explicarle cuán mal herido estaba:

—Hay dinero de por medio, compañeros, ¿eh? ¡No sean gorrones!

MacKenzie telefoneó a su esposa desde una casilla cercana, para calmar su ansiedad; luego abandonó la escena y se dirigió a su casa.

La última fugaz impresión que recogió, fue la de una figura desamparada de pie en el vestíbulo, un hombre de blanco bigote cuidado, el padre del joven que yacía muerto allí abajo, que importunaba a todo policía que se ponía a su alcance, preguntando, preguntando una y otra vez:

—¿Dónde está mi hijo? ¿Por qué no han sacado a mi hijo todavía? —Sin obtener respuesta de ninguno de ellos… lo cual era en sí una respuesta. MacKenzie salió a la calle.

* * *

El viernes, esto es cuatro días más tarde, después de la hora de la cena, sonó la campanilla de la puerta de calle y recibió un visitante.

—¿MacKenzie, verdad? Usted estuvo en ese ascensor en la noche del viernes, ¿es así, señor?

—Sí —repuso MacKenzie con una sonrisa burlona; ¡vaya si había estado!

—Soy del Departamento Central de Policía. ¿Tiene inconveniente en que le haga unas pocas preguntas? Los he visitado a todos, para investigar ciertas cosas.

—Pase, tome asiento —dijo MacKenzie con interés. Pensó primeramente que estarían tratando de investigar algún acto de sabotaje o alguna violación de las reglamentaciones edilicias—. ¿Qué ocurre? ¿Alguna cosa fuera de su lugar?

—Nada, en nuestra opinión —dijo el detective, evidentemente porque aquélla era la última parte de lo que constituía simplemente un rutinario interrogatorio de los sobrevivientes, y porque no deseaba estar en desacuerdo de opiniones con sus superiores—. El médico legista encontró que el joven que yacía muerto sobre el piso del ascensor, no el ascensorista sino el joven Wesley Hardecker, tenía una bala alojada en el corazón.

MacKenzie dio un respingo y exhaló un largo silbido, que hizo que su Scotty acudiera a la puerta con una expresión interrogadora reflejada en el rostro.

—¡Caramba! —exclamó—. ¿Quiere usted decir que alguien lo mató mientras estábamos atrapados en aquel recinto de dos metros por cuatro?

El detective le dio a entender, sin hacer demasiado hincapié en ello, que estaba allí para hacer preguntas y no para contestarlas.

—¿Lo conocía usted? —inquirió.

—No lo había visto antes en mi vida, hasta que subió en el ascensor aquella noche. Conozco su nombre ahora, porque lo leí en los diarios al día siguiente; pero no lo conocía entonces.

El visitante asintió, como si aquélla fuera la respuesta que había obtenido de todos los demás.

—Bien. —Corroboró—. ¿Oyó usted algo semejante a una detonación mientras estaban allí abajo?

—No, no oí nada antes de que llegaran con los sopletes de acetileno. Y después de eso, no habría podido oírlo, de todas maneras. En realidad hubo un momento en que me cubrí los oídos con las manos. Sin embargo, vi un fogonazo. —Continuó diciendo ansiosamente—, o por lo menos recuerdo haber visto que una de las chispas se deslizaba horizontalmente en lugar de descender verticalmente, y que tenía un color más anaranjado.

El detective asintió nuevamente.

—Sí —dijo—, algunos de los otros vieron eso también. Probablemente era el fogonazo del disparo. ¿Iluminó el rostro de alguien, o algo parecido?

—No —admitió MacKenzie—; mis ojos parecían esas ruedas giratorias de los fuegos artificiales, entre aquella oscuridad impenetrable, por un lado, y aquellas chispas centelleantes que descendían a través del techo, por el otro; de todas maneras, habíamos sido advertidos un minuto antes de que debíamos cerrar los ojos —hizo una pausa y quedose pensativo; luego prosiguió—: ¿No parece concordar?, ¿verdad? ¿Por qué habría alguien de elegir semejante hora y lugar para…?

—Concuerda magníficamente —contradijo el detective—. Es su padre, el viejo Hardecker, quien está provocando un embrollo de todos los demonios, tratando de encontrar algo raro en el asunto. Es suicidio, determinado por una mente perturbada, y no otra cosa; y a esa misma conclusión van a llegar las investigaciones del «coroner». No hemos encontrado aún una sola circunstancia que pueda poner una sombra de duda en nuestra presunción. Ni el mismo viejo Hardecker ha podido identificar a uno solo de ustedes que haya visto o conocido a su hijo, o a él mismo, antes de las seis de la tarde del último lunes. El revólver era de propiedad de la víctima, quien lo tenía registrado. Lo tenía consigo cuando subió al ascensor. Estaba bajo su cadáver cuando fue encontrado. Las únicas impresiones digitales que se encontraron en él eran suyas. El médico dice que el disparo fue hecho a quemarropa y que hay deflagración de pólvora en torno a la herida.

—Según estábamos de apiñados allí, cualquier disparo que se hubiera hecho habría sido a quemarropa —objetó MacKenzie.

El policía hizo a un lado la objeción con un movimiento de su mano.

—La reacción del nitrato demuestra que sus dedos apretaron el gatillo. Es verdad que entonces no aplicamos, por descuido, esa reacción a todos los que allí estaban, pero puesto que sólo un proyectil había sido disparado con el revólver y puesto que no se encontró ninguna otra arma, eso no parece tener mucho fundamento. La bala, por supuesto, había sido disparada con ese revólver y no con otro: así nos lo dijeron los peritos en balística. La víctima era un joven extremadamente nervioso. Le acometió una crisis de histeria allá abajo, sus nervios le fallaron, y cuando no pudo soportarlo más, se quitó la vida. Y en contradicción con esto, el viejo berrea que era feliz, que tenía una esposa encantadora, que estaban esperando un niño y que tenía todo lo necesario para desear vivir.

—Bueno, muy bien —objetó nuevamente MacKenzie con suavidad—, pero, ¿por qué habría de haberlo hecho cuando estaban trabajando ya en el techo sobre nosotros, y faltaban sólo unos pocos minutos para que nos rescataran? ¿Por qué no antes? Eso no parece lógico. En realidad su voz sonaba calma y tranquila mientras esperábamos allí.

El detective se irguió, como si la discusión hubiera llegado a su término, pero condescendió en iluminarle mientras se dirigía a la puerta:

—Nadie se trastorna por un minuto de tensión; fue después que había estado veinte minutos, media hora allí abajo, cuando aquella situación comenzó a hacer presa en él. Cuando usted le oyó decir aquello, probablemente estaba tratando de conservar su serenidad, de convencerse a sí mismo de que era valiente, o algo parecido. Cualquier psiquiatra podrá decirle a usted qué impresión causa el ruido sobre una persona que se encuentra ya en un estado de fuerte tensión emocional. El ruido de los sopletes fue la gota que desbordó el vaso; fue por eso por lo que lo hizo entonces, porque ya no podía pensar a derechas. En cuanto a la circunstancia de que tenía una esposa y estaban esperando un hijo, ello solo pudo haber contribuido a hacerle perder la cabeza con mayor rapidez. Un hombre que no tiene lazos ni responsabilidades se muestra siempre más sereno en una emergencia.

—Eso es una novedad para mí, pero quizá tenga usted razón. Yo sólo conozco filtros de agua —comentó MacKenzie.

—Mi oficio consiste en conocer cosas como ésas. Buenas noches, Mr. MacKenzie.

* * *

—¿Mr. MacKenzie? —preguntó la voz que llamaba por teléfono—. ¿Habla el mismo MacKenzie que estuvo en el accidente del ascensor hace poco más de un año? Los diarios informaron…

—Sí, estuve allí —repuso MacKenzie.

—Bien, desearía que viniera usted a cenar a mi casa, el sábado próximo a las siete en punto.

MacKenzie hizo una mueca a su imagen reflejada en el espejo de la pared.

—¿No le parece que haría mejor en decirme primeramente quién es usted? —contestó.

—Lo siento —dijo la voz nerviosamente—. Creí que lo había hecho ya. He estado haciendo esto durante una hora y estaba comenzando a fatigarme. Habla Harold Hardecker. Soy director de la Hardecker Import and Export Company.

—Bien, mas no le reconozco aún, Mr. Hardecker —dijo MacKenzie lisamente—. ¿Es usted uno de los hombres que estaban en el ascensor conmigo?

—No. Mi hijo estaba allí. Perdió la vida.

—¡Oh! —exclamó MacKenzie. Se acordó ahora. Un hombre de blanco bigote cuidado, de pie en medio de la multitud, que se aferraba a cada policía que pasaba deprisa a su lado, preguntando…

—Entonces, ¿puedo esperarle a las siete del sábado próximo. Mr. MacKenzie? Vivo en Park Avenue, número…

—Francamente —dijo MacKenzie, alma simple y poco afecta a la hipocresía social—, no creo que haya motivo para ello. No creo que nos hayamos hablado antes de ahora. ¿Por qué me distingue de esa manera?

—No le distingo a usted, Mr. MacKenzie —explicó Hardecker pacientemente, casi con afabilidad—. Me he comunicado ya con todos los que estaban aquella noche en el ascensor con mi hijo, y todos ellos han prometido estar allí. No quiero descubrir antes de tiempo cuáles son mis propósitos. Doy esta cena con ese fin. Sin embargo, habré de mencionar que mi hijo murió sin testar y que su pobre esposa murió al dar a luz a una criatura a temprana hora del día siguiente. Su fortuna pasó a mi poder. Y yo soy un hombre anciano y solitario, no tengo parientes ni amigos, y poseo ya más dinero del que podría emplear útilmente. Se me ocurrió reunir a cinco perfectos extraños, que compartieron con mi hijo un riesgo común, que estuvieron con él durante los últimos instantes de su vida —la voz hizo una pausa, insinuante, como para dejar que lo dicho «penetrara» en su interlocutor. Luego prosiguió:

—Si quiere usted venir a cenar en mi casa, a las siete del próximo sábado, tendré un anuncio de considerable importancia que hacer. Obrará en su interés estando presente cuando lo haga.

MacKenzie examinó con el ojo de la imaginación el salario que obtenía como vendedor de filtros de agua, y lo halló totalmente insuficiente, tal como lo había hallado, no una, sino muchas veces antes.

—Muy bien —acordó, después de un instante de reflexión.

—A mí no me engañan —seguía diciendo a las seis de la tarde del sábado—. Este sujeto no está en sus cabales para hacer una cosa como ésta. Cinco personas a quienes no conoce y que no se conocen entre sí. Me pregunto si será una broma.

—Pues, si eso te parecía, ¿por qué no rechazaste la invitación? —preguntó su esposa mientras le cepillaba el sobretodo de color azul oscuro.

—Tengo curiosidad por saber qué hay en el fondo de todo esto. Quiero saber cuál es la chanza.

La curiosidad es uno de los rasgos más fuertes de la personalidad humana. Es casi irresistible. La esperanza de obtener algo a cambio de nada, no es pequeño incentivo tampoco. MacKenzie era una buena persona, pero era una persona al fin y al cabo, y no una imagen pintada en el vidrio de una ventana.

—Steve, sé que puedes cuidar de ti mismo, y todo lo demás —le dijo ella, con tardía ansiedad, cuando llegó a la puerta—, pero si no te gusta el giro que toman las cosas, quiero decir si ninguno de los otros se presenta, no permanezcas allí solo.

Él rió. Se había decidido ya inclusive había gastado, antes de tiempo, la inesperada ganancia.

—Haces que me sienta como uno de aquellos inocentes que aparecían en las antiguas películas del cine mudo que siempre eran invitados a algún gran banquete, y que cuando llegaban al lugar de reunión se encontraban con que estaban solos con el villano y la mesa puesta para dos. No te preocupes, Toots, si no encuentro a nadie más allí, me volveré enseguida.

* * *

La dirección que le había dado Hardecker decía Park Avenue, pero el edificio en cuestión estaba realmente sobre una de las calles laterales que nacían de aquella arteria. Era un edificio moderno, con un solo departamento por piso.

—¿Mr. Hardecker? —preguntó MacKenzie en el vestíbulo—. Stephen MacKenzie le busca.

Observó que el empleado sacaba una pequeña lista de cinco nombres escritos a máquina, de los cuales cuatro habían sido tachados con un lápiz, y cruzaba con una línea el último de ellos.

—Suba, Mr. MacKenzie. Tercer piso.

Un mayordomo abrió la puerta única del ascensor, que daba a un pequeño descanso, le saludó por su nombre y tomó su sombrero. Una sola mirada a la fastuosidad que por doquier reinaba allí, habría bastado para devolver la confianza a cualquiera. Quienes así vivían, eran perfectamente capaces de invitar a cinco extraños a cenar, de dividir entre ellos la fortuna de un hijo fallecido, y de pensar en ello como en un insignificante capricho que puede tenerse en una tarde agradable. El sentido de las proporciones se altera cuando se traspone cierto límite en la renta anual que se posee.

Reconoció a Hardecker tan pronto como le vio venir hacia él, a lo largo de la galería central que parecía dividir en dos el lugar como una cancha de bowling. Tardó más de dos minutos y medio en llegar hasta él. El hombre que tenía ante sí parecía apreciablemente más viejo que la fugaz visión que recordaba haber tenido en la escena del accidente. Caminaba ligeramente encorvado, su cintura era muy estrecha y tenía todas las apariencias de haber sufrido. Pero el bigote blanco estaba tan bien cuidado y retocado como siempre, y bajo su impecable chaqueta llevaba uno de esos cuellos blancos, vueltos hacia arriba, de nuevo diseño, que le daba una apariencia peculiarmente infantil, a pesar del color casi enceguecedoramente blanco de su cabello, que llevaba recortado como un prusiano.

Hardecker extendió la mano y dijo con la debida entonación, mitad digna, mitad afable:

—¿Cómo está, Mr. MacKenzie? Me alegro mucho de conocerlo. Pasemos a conocer a los demás y a tomar algo.

No había ninguna mujer en el living room; sólo los cuatro hombres se encontraban allí, sentados a su entera comodidad. No reinaba en la sala una atmósfera de tensión, de tirantez: ventaja esta que suelen tener las reuniones de hombres solos, sobre las de hombres y mujeres, no por culpa de éstas, sino por la conciencia que de ellas tienen los hombres.

Kenshaw, el hombre con apariencia de estudioso, tenía bajo el ojo izquierdo una blanca cicatriz, visible aún, ocasionada por el cristal de sus lentes al romperse en el accidente. El angelical Lambert le informó confidencialmente a MacKenzie, sin que éste le preguntara nada, que había trocado el negocio de sus extraordinarias estilográficas por el de fabricar corsés y otros implementos de uso femenino. No quería saber nada más de artilugios mecánicos. O, como planteaba él el caso:

—Un corpiño tienen que tener, indudablemente. Pero, ¿quién necesita una lapicera fuente?

El sujeto de aspecto imponente y mirar duro le fue presentado con el nombre de Prendergast; nada se dijo de su profesión, si alguna tenía. Megaffin, el cobrador de facturas, no era ya un cobrador de facturas.

—Ahora envío las mías —explicó, mientras jugueteaba con el diamante artificial que coronaba el alfiler de su corbata.

MacKenzie prefirió whisky, y cuando hubo bebido tanto como los demás, el mayordomo se acercó a la puerta, como si le hubiera estado espiando por el ojo de la cerradura. Asomó la cabeza, lanzó una mirada al interior de la habitación y luego se alejó.

—¿Qué les parece si vamos y nos ponemos al trabajo, caballeros? —preguntó Hardecker con una sonrisa. Tenía la amable facultad, se dijo MacKenzie, de hacer que uno se sintiera como en su casa, sin extremar la nota, ni hacerse fastidioso. Cosa que parece más fácil de lo que en realidad es.

* * *

Ni flores, ni velas, ni fruslerías de ninguna especie había en la mesa, que estaba puesta para seis personas; sólo lo justamente necesario para que varios hombres pudieran darse una buena cena.

—Tomen asiento donde gusten —dijo Hardecker—, pero resérvenme la cabecera de la mesa.

Lambert y Kenshaw se sentaron a un lado, Prendergast y Megaffin tomaron asiento frente a ellos, en el lado opuesto. MacKenzie se sentó en el extremo opuesto al dueño de casa. Era obvio que cualquiera fuera la naturaleza del anuncio que su huésped tenía intención de hacer, lo dejaba para el fin de la cena, como era razón.

Después que todos entraron, el mayordomo cerró un par de puertas corredizas y permaneció afuera. El servicio estaba a cargo de un hombre. Era aquélla típicamente una comida de hombres solteros, sencilla, maravillosamente bien cocinada, desprovista de todo accesorio frívolo o delicado, como ensaladas, vegetales y cosas parecidas, que pudiera disminuir su mérito; para cada uno de los platos que la formaban había un vino diferente; y a su término, nada de dulces empalagosos, sino queso Roquefort y pocillos de café sobre los cuales vacilaba la llama azul del «Curvoisier». Una obra maestra. Cuando finalizó, todos se reclinaron sobre los respaldos de sus sillas, sumidos en una bruma de dorados sueños. Se veían poseedores, por anticipado, de mucho dinero, dinero por el cual no habían tenido que trabajar, más dinero quizá del que nunca habían tenido antes. No, éste no era un mundo tan malo, al fin y al cabo.

Una cosa había llamado la atención a MacKenzie, pero puesto que nunca antes había sido atendido por sirvientes en una casa privada, sino sólo en los restaurants, no pudo determinar si aquello era desusado o no. Había un costoso aparador de caoba que se extendía a un lado del comedor, pero el sirviente no había trinchado la carne sobre él, ni había puesto allí la vajilla, sino que había traído cada plato, aun la carne asada, separadamente, individualmente siempre. El café y los vinos también habían sido servidos fuera del comedor; las copas y los pocillos habían sido traídos llenos ya. Aquello hacía que el trabajo del hombre fuera mayor y que la cena resultara un tanto más lenta, pero si ésa era la manera de servir que habían adoptado en casa de Hardecker, nada podía hacer él para alterarla.

Cuando todos estaban deleitándose ya con los cigarros y cigarrillos, y sobre el mantel solo quedaban los vacíos pocillos de café, un plato adicional fue traído, una substancia espesa y amarillenta que parecía mayonesa, contenido en un recipiente semejante a un cáliz de plata, algo así como una escudilla con pie. El sirviente lo colocó exactamente en el centro geométrico de la mesa, midiendo con la vista las distancias que mediaban hacia ambos bordes y luego hacia la cabecera y el pie de la mesa, y alterando su posición hasta que estuvo exactamente en el medio. Luego retiró la tapa del recipiente y dejó el contenido al descubierto; una nubecilla de vapor se elevó perezosamente de su interior. Todas las miradas se fijaron en él, con interés.

—¿Está bien mezclado? —Oyeron que preguntaba Hardecker.

—Sí, señor —repuso el sirviente.

—Está bien, no vuelva a entrar.

El hombre se alejó por la puerta de la repostería —por la cual había entrado y salido antes—, que se cerró tras él con un leve ruido metálico.

Alguien. —Megaffin— preguntó afablemente, esperando, evidentemente, algún nuevo agasajo:

—¿De qué está hecho eso?

—¡Oh! De muchas cosas —respondió Hardecker con indiferencia—. Tiene claras de huevos, mostaza y algunos otros ingredientes, todos ellos bien mezclados.

—Parece un antídoto —comentó MacKenzie, tratando de parecer gracioso.

—Es un antídoto —afirmó Hardecker, contemplando con mirada fija la mesa que tenía ante sí. Debió apretar algún timbre de llamada invisible bajo la mesa, o algo parecido, porque el mayordomo abrió las puertas corredizas y permaneció entre ellas, aunque sin entrar en la habitación.

Hardecker no volvió la cabeza.

—¿Tiene ese revólver que le di? —preguntó—. Permanezca ahí, por favor, tras esas puertas y cuide de que nadie salga de aquí. Si alguien trata de hacerlo, ya sabe usted cómo tiene que proceder.

La atmósfera tardaba en ponerse tensa, el cambio había sido demasiado abrupto, todos habían estado demasiado sumergidos en el resplandor rosado subsiguiente a la cena y en la idea de su inminente enriquecimiento. Además, no todos ellos estaban igualmente alertas mentalmente, y menos que ninguno Megaffin, quien durante toda la tarde había estado en un tetradimensional plano de «descostumbre» tal que, aunque un revólver había sido mencionado, no podía comprender aún cómo se podía pasar de la hospitalidad a la amenaza.

El primer punto focal de la tensión que se avecinaba fue la propia cara de Hardecker, que fue poniéndose lentamente pálida, cruel, implacable. MacKenzie fue el segundo, y luego Lambert palideció también. La situación comenzó a hacer presa en los demás, uno a uno, hasta que reinó completo silencio en la habitación.

Hardecker habló. No en alta voz ni airadamente, sino con expresión acerada, inclemente:

—Caballeros —dijo—, hay entre nosotros un asesino.

Cinco personas retuvieron el aliento a un tiempo, produciendo un ruido sibilante, menos aterradas por la afirmación en sí misma que por la sugestión, apenas recatada tras aquélla, de un castigo; y detrás de esto, la vaga sospecha de que ya había sido impuesto.

Nadie dijo nada.

Las miradas duras, inflexibles, de Hardecker, recorrían un semblante tras otro. Fumaba un largo cigarro, no más grueso que un cigarrillo. Lo adelantó apenas hacia adelante, rectamente; luego, sin moverlo demasiado, fue señalándolos con él, uno a uno, como si fuera el negro dedo del destino.

—Uno de ustedes, caballeros —dijo—, mató a mi hijo —pausa—. El día 30 de agosto de 1936 —pausa—. Y aun no ha pagado por ello.

Las palabras fueron como piedras que hubieran caído en un profundo lago de cristalinas aguas y cuyos círculos concéntricos simbolizaran temor.

—¿Se coloca usted por encima de las autoridades debidamente constituidas? —preguntó MacKenzie lentamente—. Las deducciones de la investigación que hizo el coroner indican que aquello se trataba de un suicidio determinado por una mente perturbada. ¿Por qué cree usted que sean incom…?

Hardecker cortó sus palabras como con un látigo:

—Esto no es una discusión —dijo—. Esto es… —Hizo una larga pausa, luego, muy lentamente, pero con voz perfectamente audible, completó su frase—: una ejecución.

Se produjo otro de aquellos silencios sofocantes, que cada cual interpretó de diferente manera, según su temperamento. MacKenzie se quedó mirándolo, simplemente, sobresaltado, receloso. Receloso, mas no excesivamente atemorizado, no más atemorizado de lo que había estado aquella noche en el ascensor. Kenshaw, el hombre con aspecto de estudioso, tenía en el rostro una mirada de reproche, semejante a la de un maestro ante las malandanzas de un alumno levantisco, y la cicatriz que ostentaba en el rostro parecía más pálida aún. Megaffin parecía desasosegado, como una acorralada comadreja que buscara una escapatoria. El sujeto de la imponente apariencia estaba pronto a capitular nuevamente, a juzgar por el temblor que comenzaba a agitar los músculos de su rostro. Lambert pellizcóse un instante el caballete de la nariz, dejó caer la mano luego, y murmuró:

¡Oy! Y yo que dejé mi partida de naipes en el club para venir aquí —o algo parecido.

—Sé quién es el hombre —recomenzó Hardecker, como si no hubiera dicho nada extraordinario hasta entonces—. Sé quién de ustedes es. Me ha llevado un año averiguarlo, pero ahora lo sé, sin la menor sombra de duda. —Contemplaba su cigarro ahora, observaba cómo la ceniza se desprendía por su propio peso y caía en el plato de su pocillo de café—. La policía no quiso escucharme, insistió en que era suicidio. La evidencia fue insuficiente para convencerlos la primera vez y puede ser que aun sea insuficiente. —Alzó los ojos—. Pero yo pido justicia por la muerte de mi hijo. —Sacó del bolsillo un costoso reloj de forma octogonal, fino como una moneda de diez centavos, y lo colocó ante sí sobre la mesa, con la esfera hacia arriba—. Caballeros —anunció—, son las nueve de la noche. En media hora, a más tardar, uno de ustedes estará muerto. Habrán notado que fueron servidos separadamente. Un plato, y sólo uno de todos ellos, era mortal. Está cumpliendo su obra, lenta pero seguramente, mientras estamos sentados aquí. —Señaló el recipiente que equidistaba de todos ellos—. Allí está la respuesta. El antídoto. De ninguna manera deseo convertirme en ejecutor por sobre la ley. Que sea el asesino quien elija. Que extienda la mano y salve la vida y se confiese culpable ante todos ustedes. O que guarde silencio y vaya a la muerte sin confesar, privadamente ejecutado por lo que no puede ser probado públicamente. El colapso se producirá dentro de veinticinco minutos, sin previo aviso. Después será demasiado tarde.

Fue Lambert quien hizo la pregunta que tenían todos en la mente:

—Pero, ¿está usted seguro de que… le hizo esto al verdadero…?

—No he cometido ningún error —repuso el anciano—. El sirviente estaba bien instruido; todos ustedes están perfectamente a salvo, menos el asesino.

Lambert no pareció encontrar mucho consuelo en aquellas palabras.

—¡Muy bonito! Hermosa manera de digerir una comida —rumió en alta voz—. ¿Por qué no le sirvió al asesino primero, para que, finalmente, todos hubiéramos podido comer en paz?

—Cállese —dijo alguien, aterrorizado.

—Veinte minutos —repuso Hardecker, sin expresión, como la señal que indica la hora de los aparatos de radiotelefonía.

—Usted no puede estar en su sano juicio —murmuró MacKenzie sin demasiado entusiasmo—, para hacer una cosa como ésta.

—¿Tuvo usted un hijo alguna vez? —Fue la respuesta.

Algo pareció causar repentina impresión en Megaffin.

Su silla saltó hacia atrás.

—Yo salgo de aquí —dijo roncamente.

Las puertas se separaron dos pulgadas, silenciosamente, como si fueran de humo, y un negro cilindro metálico apareció a través de la abertura.

—Ese hombre, ahí —ordenó Hardecker—. Mátelo donde está, si no vuelve a su asiento.

Megaffin volvió a desplomarse en su silla, como un perro golpeado, y trató de escudarse tras las amplias espaldas de Prendergast. Las puertas se deslizaron nuevamente hasta que quedó entre ellas un espacio no mayor que el grosor de un cabello.

—No podría sentirme más a gusto —suspiró el angelical Lambert— si estuviera en la Casa Parda de Munich…

—Dieciocho minutos —fue el comentario que partió de la cabecera de la mesa.

Prendergast comenzó a gesticular súbitamente, sin poder dominarse, extendió los brazos sobre la mesa y sepultó la cabeza en ellos, lloriqueando en voz alta:

—¡No puedo soportarlo! ¡Déjenme salir de aquí! ¡Yo no lo hice!

Un cambio fue haciéndose patente en los que se sentaban a la mesa. No porque aquel sujeto hubiese claudicado, analizó MacKenzie, sino porque no tenía el aspecto de haber cometido un crimen. Si alguien era culpable, debía ser Lambert, con su fisonomía angelical. Éste, sin embargo, parecía enfrentarse con otros problemas. Se rascó la cabeza, golpeóse luego el pecho y murmuró:

—¡Uf! ¡Qué lástima! Que él viviera tanto y yo no consultara ese asunto con mi abogado…

—Ésta no es una manera de hacer las cosas —dijo MacKenzie ásperamente—. Si usted tuviera cualquier clase de…

—Ésta es mi manera —fue la no menos áspera respuesta de Hardecker—. He dejado que el culpable eligiera. No tenía necesidad de dejar que las cosas ocurrieran así. Tenía una alternativa. Catorce minutos. Debo recordarles que cuanto más se tarde en ingerir el antídoto, más problemática será su eficacia. Si se tarda demasiado, puede fracasar completamente.

* * *

Consciente de una extraña molestia en el estómago, como si tuviera allí una masa de cemento, MacKenzie sintió cómo aquélla se transformaba en una sensación quemante. Hay una cosa que se llama indigestión nerviosa, bien lo sabía él, pero… Contempló reflexivamente la copa de plata.

Mas todos ellos estaban haciendo lo mismo incesantemente. Prendergast había levantado el rostro nuevamente, pero éste seguía siendo una pesarosa máscara de infantil terror. Megaffin se había puesto verde y humedecíase constantemente los labios. Kenshaw era, de todos, quien mejor se dominaba; había cruzado los brazos, sentado simplemente allí, como si estuviera esperando para ver quién de los que le rodeaban alargaría la mano en busca de la salvación contenida en el recipiente de plata.

MacKenzie comenzó a experimentar una dolorosa pulsación bajo el plexo solar ahora, sentía un agudo malestar que se parecía mucho a un calambre. La idea de lo que podía ser aquello hizo que su frente se perlara de finas gotas de sudor.

Lambert estiró el brazo abruptamente y, por un instante, todos dejaron de respirar. Mas la mano del joven sorteó el cáliz de plata y se hundió en una caja de cigarros que había junto a aquél. Tomó dos, puso uno en el bolsillo de su americana y otro entre los labios.

—A cuenta —gruñó vengativamente en dirección a Hardecker.

Alguien rió forzadamente ante la falsa alarma que se había producido. Kenshaw se sacó los lentes y comenzó a limpiarlos tristemente, como si se sintiera desilusionado porque aquello no había sido el fin del asunto.

—Toda la simpatía que podríamos tenerle a causa de su desgracia —dijo MacKenzie—, está usted haciéndola desaparecer con esta farsa.

—No pido simpatía —replicó Hardecker, fría, ferozmente—. Expiación es lo que pido. Se me quitaron tres vidas: la de mi hijo, la de mi nuera y la de mi nieto, nacido prematuramente. ¡Exijo que se me pague por eso!

—Jennie no me creería si le contara esto —dijo Lambert en voz alta, mas nadie pareció interesarse en Jennie.

Prendergast apretóse la garganta repentinamente.

—No puedo respirar —gimió—. ¡Me lo ha hecho a mí! ¡Socorro!

MacKenzie, que comenzaba a sentir una creciente hostilidad hacia Hardecker, trató de reanimar al pusilánime sujeto.

—Quizá sea indigestión nerviosa —dijo—. No se dé por vencido si no está seguro.

—¡Que no me de por vencido! —Gruñó desagradecidamente el individuo—. Y si me caigo muerto, ¿va usted a hacerme revivir?

—Debería ser arrestado por esto —dijo Kenshaw, dando señales de vida por primera vez. Los lentes de sus cristales se habían empañado y le daban un peculiar aspecto de ciego.

—¿Arrestado? —gritó Lambert. Movió la cabeza lentamente, hacia un lado y hacia otro—. Va a ser demandado como nadie lo fue antes. Cuando yo termine con el, podrá sentirse aliviado.

Hardecker le arrojó una mirada de desprecio.

—Diez minutos, poco más o menos —anunció—. Parece elegir el medio más seguro. Obstinado, ¿eh? Moriría antes de admitirlo.

MacKenzie se aferró al asiento de su silla; le ardía el vientre. Pensó: «Si lo que estoy experimentando ahora son los efectos del veneno, voy a aplastarle la cabeza con una silla antes de que me muera. ¡Voy a enseñarle a envenenar a personas inocentes!».

Megaffin comenzó a jurar en dirección al verdugo, con plañidero y gutural sonsonete.

Mazzeltov —secundó Lambert con una formal inclinación de asentimiento—. Usted lo dice, pero yo lo pienso.

—Cinco minutos. —Hardecker volvió el reloj al bolsillo, como si no hubiera ya necesidad de consultarlo—. Si el contraveneno no es ingerido antes de que transcurran treinta segundos, fracasará seguramente.

MacKenzie sintió náuseas, tiró bruscamente de su corbata, desatóse el cuello. Había sentido una sofocante punzada en el corazón.

Prendergast parecía pronto a desmayarse; sólo se veía el blanco de sus ojos. Aun Lambert dejó de fumar su cigarro, como si éste le enfermara. Kenshaw sacóse los lentes por tercera vez en cinco minutos, para limpiarlos.

Un par de brazos se adelantaron repentinamente, aferrándose al cáliz de plata y lo retiraron con violencia. El recipiente se inclinó casi verticalmente, con la boca hacia abajo, sobre el rostro de alguien, y un gemido hueco, metálico, infinitamente siniestro, se oyó tras él…

Había ocurrido tan rápidamente que, por un instante, MacKenzie no pudo estar seguro de quién se trataba, a pesar de todo el tiempo que había pasado sentado con ellos a la mesa macabra. Tuvo que asegurarse mediante un rápido proceso de eliminación. El hombre que estaba a su lado, Lambert… ¡Kenshaw, el hombre con aspecto de estudioso, el hombre que menos había tenido que decir desde que la ordalía había comenzado! Ingería el contenido del recipiente, y su nuez de Adán, visible en la sombra bajo el borde inferior de aquél, se alzaba y descendía convulsivamente.

De pronto lo arrojó a un lado, su rostro fue visible nuevamente, la vacía copa chocó con metálico estrépito contra la pared y cayó luego pesadamente al suelo. No pudo hablar por un minuto o dos, tampoco pudo hacerla ninguno de los demás, excepto, probablemente, Hardecker, y éste no quiso hacerla. Quedóse contemplando simplemente al confeso criminal con ojos inmisericordes.

—¿Me… me… salvará? —jadeó Kenshaw; le temblaban las mejillas.

Hardecker cruzó los brazos y dijo, dirigiéndose a los demás, pero sin quitar la mirada de Kenshaw:

—De manera que ahora saben. De manera que ahora ven si tenía razón o no.

Kenshaw mantenía las manos apretadas con fuerza a ambos lados de la cabeza. Un repentino torrente de palabras salió de entre sus labios, como si encontrara alivio en hablar ahora, después de la larga e insoportable tensión por la que había atravesado.

—Por supuesto que tenía razón —exclamó—, y lo haría nuevamente. Me alegro de que esté muerto. El hijo del hombre rico lo tenía todo. Pero eso no le bastaba, ¿eh? Tenía que demostrar cuán bueno era, contribuir a que usted se hiciera cada vez más rico, cada vez más rico. No podía tomar un empleo en su firma, ¿eh? ¡Ah, no! La gente podría decir que usted le estaba ayudando. Tenía que ir al lugar donde yo trabajaba a pedir trabajo. Y no anónimamente. ¡No, tenía que decir de quién era hijo, para tener todas las probabilidades en su favor! Ellos tuvieron miedo de ofenderle a usted, creyeron que quizá tendrían dificultades con usted a causa de él. ¡No importaba que yo les hubiera consagrado los mejores años de mi vida, que yo también tuviera a alguien a quien sostener en mi casa, como tenía él, no importaba que yo no pudiera ir a cualquier parte y mencionar el nombre de un padre influyente! ¡Me despidieron! —Su voz se hizo mas penetrante—. ¿Sabe usted lo que me ocurrió a mí? ¿Sabe usted, o le importa, cómo recorrí esas calles, bajo la lluvia, buscando trabajo, a la edad que tengo? ¿Sabe usted que mi esposa tuvo que arrodillarse y fregar los sucios corredores de las oficinas? ¿Sabe usted que yo lavé platos, que tuve que vender emparedados por las calles, y que dormí en los bancos de las plazas, todo a causa de un mozo despierto con delirios de grandeza? Sí, me roía el corazón, ¿por qué no? Supongo que usted encontró las cartas amenazantes que le escribí, que por ellas se enteró. —Hardecker sólo meneó levemente la cabeza, en señal de negación—. Luego, él subió en el ascensor aquel día. No me vio, probablemente no me habría conocido si me hubiera visto, mas yo sí le vi a él. Yo le conocí. Luego caímos… y yo deseé que estuviera muerto… ¡Yo deseé que estuviera muerto! No lo estaba. La idea fue apoderándose de mí, lentamente, mientras estábamos allí, en la obscuridad, esperando. Los sopletes comenzaron a hacer ruido, y yo me aferré a él, yo iba a estrangularle. Mas él se liberó de un tirón y sacó el revólver para defenderse contra lo que, según imagino, creyó era un hombre enloquecido de miedo. Yo no estaba enloquecido de miedo, a mí me enloquecía la sed de venganza… ¡Yo sabía lo que estaba haciendo!

«Le apreté la mano. No el revólver, sino la mano que lo sostenía. Lo volví hacia él, lo centré en su propio corazón. Dijo “¡Elinor, Elinor!”, pero eso no le salvó; ése era el otro nombre, el nombre equivocado; ése era el nombre de su esposa, no de la mía. Yo apreté el dedo que él tenía sobre el disparador con mi dedo, yo disparé su propia arma. De manera que la policía tenía razón, había sido suicidio en cierto modo…

«Él se apoyó contra mí, porque no había allí espacio suficiente para que pudiera desplomarse. Yo me dejé caer al suelo primeramente, bajo él, y luego le puse encima de mí para que nos encontraran en aquella posición. Sangró unos instantes sobre mí, y luego dejó de hacerlo. Cuando ellos vinieron, yo fingí que me había desmayado.

Hardecker dijo:

—¡Asesino! ¡Asesino! —Y sus palabras fueron como gotas de agua helada—. Él no sabía que le había hecho eso a usted; ¡oh!, ¿por qué, por qué no le dio usted una oportunidad al menos, por qué no fue un hombre? ¡Asesino! ¡Asesino!

Kenshaw comenzó a inclinarse hacia abajo, hacia el piso, donde habían caído sus lentes cuando se lanzó sobre el antídoto. Su rostro estaba al mismo nivel que el borde de la tabla de la mesa.

—A pesar de lo que me han oído decir hace unos instantes —gruñó—, no podrán probarlo nunca. Nadie me vio. Sólo las sombras.

Se oyó un susurro:

—Es ahí adonde va ahora. A las sombras.

La cabeza de Kenshaw desapareció súbitamente bajo la mesa. Su silla vacía se balanceó hacia un costado y cayó con estrépito sobre el piso.

Ahora se habían puesto todos de pie y se inclinaban sobre él… Todos, menos Hardecker.

MacKenzie, que se había puesto de rodillas, se irguió nuevamente.

—¡Está muerto! —dijo—. El antídoto no obró a tiempo.

—Eso no era el antídoto —anunció Hardecker—. Eso era el veneno mismo. No había sido envenenado hasta que ingirió el contenido de la copa de plata. Con un solo ademán se condenó a sí mismo y ejecutó la sentencia. Yo no sabía antes de entonces quién de ustedes era el asesino. Sólo sabía que mi hijo no se había suicidado, porque, ¿saben ustedes?, el ruido de aquellos sopletes no le habría afectado mucho: padecía de sordera parcial desde su nacimiento. —Empujó su silla hacia atrás y se puso de pie—. No los he llamado a ustedes aquí, para engañarlos. La herencia de mi hijo será dividida, en partes iguales, entre los cuatro que quedan. Ahora, estoy pronto a tomar mi propia medicina. ¡Llamen a la policía, que decidan sus fiscales y sus cortes de justicia si le maté yo, o si fue su propia conciencia culpable quien le mato!