Capítulo 2

Asesinato Auto-Cometido

por William S. Tucker

A Leslie Quiller no pareció agradarle ver a Strickland cuando contestó el llamado de la campanilla de su puerta aquella madrugada. Menos le habría agradado si hubiera sabido qué lo llevaba allí a esa hora, después de tanto tiempo. Strickland había venido a causar su muerte.

No traía un revólver consigo, ni un cuchillo, nada de lo cual fuera necesario desprenderse más tarde. Lo había pensado cuidadosamente; sabía que cosas como ésas, implementos, siempre disparaban por la culata, salían a relucir a la larga. Asesinos que fueron capturados siguiendo la pista de un trozo de cuerda, de un cordel, hasta de una simple hebra de hilo.

No había traído más que sus dos manos vacías. Y no iba a estrangular a Quiller tampoco; podría haber un alboroto, una refriega. Un rasguño, un delator mechón de cabellos, una raspadura de la piel bajo la uña. No iba a mediar la violencia entre ambos, no habría contacto. Quiller precipitaría su propia muerte, después de que Strickland se hubiera ido, dejándolo vivo todavía. ¿Asesinato? Sí. Pero sutil, no tosco. ¿Quién lo llamaría asesinato, y no accidente? ¿Quién lo sabría, salvo él mismo?

Las razones que Strickland tenía para desear que Quiller estuviera muerto eran buenas y suficientes. Pero la ley no admite excusas para un asesinato, y él no tenía el menor deseo de cumplir la pena correspondiente a lo que iba a hacer. Hacerlo con éxito y no ser descubierto después, era lo que le importaba, y no simplemente hacerlo a cualquier costo sin preocuparse por lo que le ocurriera después. Cualquier tonto podría hacer eso.

Por eso había esperado, esperado tanto. Durante dos años había apacentado su quemante resentimiento sin intentar nada. La suya era una de esas pasiones internas, ulceradas, que tan difíciles son de descubrir que a veces ni las mismas víctimas de ellas se percatan de haberlas causado, mucho menos la policía cuando llega el momento de hallar un motivo para los crímenes que originaron. ¿Una mujer? ¿Dinero? La policía es rápida para descubrir un motivo como ésos. Pero Strickland no quería de Quiller nada más que su vida. Su odio fundábase en bases intangibles, ¿cómo podían entonces abrigar esperanzas de exhumarlo?

El éxito tenía algo que ver con ello. El éxito de Quiller y el fracaso de Strickland. Por medio de él, Quiller había empezado a ascender, pero luego había derribado de un puntapié la escalera que le sirvió para ganar su posición deseada. Strickland había sido esa escalera, Quiller el que subió por ella. La escalera yacía tendida sobre el suelo, el trepador seguía ascendiendo.

El tiempo enconó la herida, en lugar de cicatrizarla. Durante dos años, mientras iba de un inmerecido triunfo en otro, Quiller estuvo ya muerto en la mente de Strickland. Era como si tres líneas divergentes rotuladas «oportunidad», «método» y «máximo de seguridad» se acercaran lentamente a un punto único. El día y la hora en que se encontraran, serían el día y la hora de la muerte de Quiller. La «oportunidad» estuvo casi continuamente al alcance de su mano; el «máximo de seguridad» se aproximó varias veces durante los dos años; era el «método» lo que, se le escapaba. Y los otros dos elementos dependían de él completamente.

Fue en el consultorio de un médico, un día, donde las tres líneas se cruzaron súbitamente sin previo aviso.

Strickland había ido allí para que le curaran una pequeña pero dolorosa torcedura en la espalda. Gozaba de buena salud por lo general, rara vez consultaba al médico. Siempre había acudido a éste, y el hecho de que Quiller también pudiera ser un paciente suyo nunca se le ocurrió. Quizá en la época en que habían sido socios lo había recomendado a Quiller; si así fue, lo había olvidado, jamás pensó en relacionar los dos nombres. El médico, por su parte, ignoraba aparentemente que ellos dos se hubieran conocido alguna vez.

Si Quiller hubiera llamado algún otro día, más aún, si hubiera llamado una hora más temprano o más tarde el mismo día, habría salvado la vida. Hacía dos años que Strickland no iba al médico, quizá no volvería en otros dos más. Pero las tres rectas se encontraron en un punto precisamente en ese lugar y a esa hora.

Strickland había aguardado su turno en la sala de espera, después había penetrado en el consultorio propiamente dicho del médico para ser examinado. Sacóse la camisa, dio un respingo cuando el médico le palpó la espalda con dedos experimentados.

—Cada vez que trato de mover la cabeza o los hombros, me duele como el demonio —se quejó.

—Eso no es una torcedura —dijo tranquilizadoramente el médico—. Simplemente ha pescado un aire en los músculos de la espalda. Debe de haber estado sentado en una corriente de aire, junto a una ventana abierta, con una camisa húmeda puesta.

Strickland hizo castañetear los dedos.

—¿Sabe que tiene razón? Estuve escribiendo a máquina ayer junto a la ventana abierta, y luego sentí toda la espalda húmeda con la transpiración.

Volvió a ponerse la camisa.

—Frótese con un buen linimento fuerte, y probablemente el dolor habrá desaparecido mañana —aconsejó el facultativo.

Su ayudante asomó la cabeza.

—Mr. Leslie Quiller quiere hablarle por teléfono.

La mandíbula de Strickland se puso súbitamente tensa; su semblante, sin embargo, no reveló sorpresa ni reconocimiento.

—Oh, ese hipocondríaco —dijo el doctor despreciativamente—. Cada dos días tiene algún dolorcito. Muy bien, atenderé desde aquí.

Strickland se había vuelto cautelosamente, fingía estar ocupado en anudarse la corbata frente al espejo, pretexto para quedarse en la habitación.

El cambio que experimentó la voz del médico al alzar el aparato demostraba que, cualquiera fuese su opinión personal de Quiller, era un cliente al que convenía complacer.

—Bueno, bueno —dijo jovialmente—, ¿cómo nos sentimos hoy? ¿Está mejor…? No, ¿eh? ¿Qué lo aqueja?… ¿Ha tomado el tónico estomacal que le prescribí?… ¡Pamplinas, un chico de dos años podría tomarlo sin notarle ningún gusto! Es inodoro e incoloro. Usted es como mucha gente, Mr. Quiller, en cuanto sabe que una cosa es medicina se aparta de ella. Finja que es whisky. Llene un vaso hasta la mitad antes de acostarse, mézclelo con una cantidad igual de agua, y bébalo sin detenerse a pensar. Apriétese la nariz con los dedos si cree que así será más fácil.

La voz del médico siguió zumbando apaciguadoramente. Strickland estaba haciendo el tercer nudo en otros tantos minutos a su torturada corbata; parecía no poder arreglarla a su gusto. Sin embargo, sus manos estaban completamente firmes. La idea del crimen puede ser enfrentada sin vacilaciones cuando ha estado rondando un cerebro durante dos años.

La conversación del galeno había derivado hacia un tema más general.

—He visto por los periódicos que hizo una magnífica y productiva venta al cinematógrafo. ¿Tuvo que compartirla con alguien…? No, ¿eh? ¡Mejor para usted!

Los ojos de Strickland se habían convertido en meras líneas plenas de odio, mientras se abotonaba el chaleco primero, la americana después. El doctor, en el otro extremo del aposento, estaba sentado negligentemente sobre una esquina del escritorio, mirando hacia el lado opuesto. Probablemente no habría captado el significado de su expresión, de todos modos, aunque la hubiese visto.

—¿Cómo está Mrs. Quiller…? Oh, ¿está en la Costa? ¿Usted está solo en el departamento? Bueno… eso explica lo de su estómago indispuesto. Tenga cuidado con los restaurantes en que come y, como ya le he dicho, no deje de tomar ese tónico. Consérvelo a mano en el botiquín de su cuarto de baño, donde no se le olvide. Espero sus noticias.

El médico cortó la comunicación, se volvió, tardó unos segundos en volver su mente al paciente menos importante que estaba esperando su atención.

—Veamos… ¿dónde estábamos? Ah, sí, frótese la espalda con un buen linimento…

Strickland preguntó suavemente:

—¿Conoce alguno que sea incoloro e inodoro? Casi todos los linimentos tienen un olor tan fuerte…, no quiero andar todo el día apestando a remedio.

El médico garrapateó algo sobre un formulario de recetas.

—Pida esto en una droguería. No se lo darán si no es por prescripción médica. Tenga cuidado de lavarse las manos después de aplicárselo, no lo acerque a la boca, es peligroso. Buen día.

Strickland retornó a su cuarto con una botella cuyo marbete rezaba: «VenenoPara uso externo solamente. Antídoto: clara de huevo y mostaza». Abrió el grifo sobre el costado de la botella, sin destaparla, y después despegó el marbete. Lo extendió sobre el borde del lavabo y aguardó a que se secara. Cuando estuvo seco le acercó un fósforo; quedó convertido en un diminuto copo de cenizas.

Salió a las diez y media llevando la botella desprovista de su etiqueta en el bolsillo. Conocía los hábitos de Quiller tan bien como los propios, gracias a su antigua asociación. No llegaría a su departamento hasta las doce o la una, o si lo hacía vendría acompañado por amigos. Siempre leía una hora para descansar antes de acostarse, nunca se iba a dormir antes de las tres. Los hábitos personales, íntimos de un hombre, tenga este éxito exteriormente o no, no cambian mucho cuando ha llegado a la edad madura.

Strickland dio un paseo más allá de donde vivía Quiller. Había hecho lo mismo muchas veces antes, Dios lo sabía, y siempre llevando el crimen en su corazón. Pero las tres líneas rectas no habían convergido nunca hasta ese día, en la oficina del médico.

La hilera de ventanas, en el tercer piso, aparecía completamente a oscuras. Estaba afuera, en una reunión o un teatro, nadando en su éxito, disfrutando de los laureles que el talento de Strickland, y no el suyo propio, le había ganado.

Strickland siguió adelante, visitó a un amigo, se quedó una hora en su casa, sugirió que ambos fueran a la función nocturna de un cinematógrafo de Times Square: bien sabía que su amigo detestaba el cine. Consintió, sin embargo, en acompañarlo hasta la puerta del cinematógrafo, para tomar un poco de aire antes de acostarse. Vio a Strickland comprar su billete y entrar.

Strickland se quedó en la sala unos cuarenta minutos, después salió, comenzó a caminar lentamente de nuevo, hacia donde vivía Quiller. Colocó su desgarrado billete de entrada en el ojal de la solapa. No había vacilación en su paso, ni prisa.

Una luz atenuada iluminaba la ventana de Quiller ahora, una lámpara de lectura velada con una pantalla. Era un edificio de departamentos «íntimos», una mansión reconstruida, sin porteros ni ascensores, más confortable y costosa que las casas de departamentos tipo «incubadora», construidas originariamente como tales. Strickland había venido aquí antes, muchas veces, a la misma hora avanzada… dos años antes, con una cartera bajo el brazo, y confianza en el corazón hacia sus colegas. No llevaba el portafolios ahora; tenía una botella en el bolsillo interior de su americana, y la muerte en el corazón.

Tocó la campanilla de Quiller desde el vestíbulo. Hubo una corta espera, luego una voz familiar dijo a su oído:

—¿Quién es?

—Hola, Les —dijo alegremente, pero conservando baja la voz, como correspondía a lo avanzado de la noche—. Soy Strick. ¿Puedo subir un minuto?

—¿Strick? ¿Quién es Strick?

Ése era el modo que tenía Quiller de decir: «Yo he triunfado, tú no. Ya no te conozco».

Strickland palpó la botella en el interior de su bolsillo. Curaba algo más que torceduras de espalda. Curaba la deshonestidad también, y la impostura y la altanería.

La voz metálica condescendió:

—¡Ah, sí! ¿John Strickland, quiere decir? Bueno, es bastante tarde…

—No te demoraré mucho, sólo quería saludarte.

Quiller no repuso, pero la puerta se abrió con un chasquido. Habían dejado entrar a la muerte en la casa.

Su semblante expresaba claramente su desagrado cuando salió a la puerta del departamento envuelto en una costosa bata con lunares. Tras él la habitación parecía fresca y cómoda, con sus paredes de color verde pálido, una brisa que soplaba a través de las celosías y un cigarrillo que se consumía sobre un cenicero, junto a un sillón. Sobre la mesa, en un marco, había una foto de la ausente esposa de Quiller. Cercano a ella, y presumiblemente con fines decorativos tan solo, un libro: «Yo nací con suerte, por Leslie Quiller».

Quiller no ofreció su mano, apenas se hizo a un lado para dejar que su visitante entrara. Si cerró la puerta fue, evidentemente, más porque entraba una corriente de aire que porque deseara invitar a Strickland a quedarse mucho tiempo. Dijo:

—Y bien, ¿qué haces ahora? —Sin tratar de despojar a su voz de un leve dejo de ironía—. ¿Fumas?

—No, gracias. —No debían quedar colillas, nada de eso—. No he tenido tanto éxito como tú.

Quiller pestañeó, engreído.

—A nadie más que a ti mismo debes culpar. Yo me he fabricado mis propias oportunidades. —Era uno de esos individuos suertudos que sólo pueden ver un lado de un asunto cualquiera: el propio—. No sé si debería recibirte aquí —tuvo el tupe de decir—, después del modo como fuiste a aquellos editores tratando de obtener más dinero del que por derecho te correspondía sobre ese libro —señaló el que yacía sobre la mesa—. Me enteré de todo eso, ¿sabes?

El semblante de Strickland se puso muy pálido, como si luchara por dominarse. Dijo quietamente, bajando la voz:

—Lo pasado, pisado. Probablemente no nos veremos más después de esta noche. —Se miró las manos con expresión de sorpresa—. Me pregunto cómo se me habrán ensuciado tanto. ¿Me permites lavármelas un segundo antes de irme?

—El baño está ahí —dijo el otro groseramente—. No tengo por costumbre dejar que usen mi departamento como lavatorio.

Strickland cerró la puerta tras de sí. Tomó una toalla con ambas manos, abrió el botiquín, sacó la botella, fácilmente reconocible, del tónico estomacal y vació su contenido en el sumidero. Volvió a colmaría con el contenido de la botella de su bolsillo, luego puso ambas en sus respectivos sitios. No tardó más de un minuto. Con las manos todavía envueltas en la toalla protectora, dio a la lamparilla eléctrica fija en la pared un par de vueltas hacia la derecha que la desconectaron. Cuando estuvo apagada, apretó el inútil interruptor de la luz, colgó la toalla y salió.

Quiller lo estaba esperando junto a la puerta del departamento, cortés insinuación de que debía retirarse. Inclusive estiró la mano hacia el picaporte y abrió la hoja al reaparecer Strickland.

—Supongo que lo que te trajo aquí fue la lectura de los periódicos que anunciaban la venta de «Nací con suerte» al cinematógrafo —dijo sarcásticamente—. Todos aquéllos a quienes he conocido alguna vez empezarán a venir ahora, tratando de sacarme algo. Querías pedirme algún dinero, ¿no es cierto? Supongo que tienes cierto derecho. Al fin y al cabo, tú fuiste quien dactilografió la obra. —Cruzó la habitación, sacó una cartera de un cajoncito—. Toma… aquí tienes cincuenta dólares. No finjas que tratarás de devolvérmelos. Entiende una cosa, con esto termina toda presunta obligación de mi parte hacia ti, de una vez por todas. Tómalo o déjalo.

El semblante de Strickland no estaba blanco ya. Los dardos de Quiller no parecían capaces de herirlo. Tomó el dinero. Al fin y al cabo, si llegaban a sospechar un asesinato, ahí tenía un motivo falso que venía de medida. Cincuenta dólares robados del departamento; algún ratero vulgar…

—Adiós, Quiller —le dijo lentamente, con énfasis, sonriendo un poco. Sus ojos relucían, inmisericordes.

Quiller cerro la puerta. Él permaneció afuera un instante, con la cabeza inclinada, escuchando el ruido de las pisadas de su anfitrión que se retiraba a las profundidades de la cámara de la muerte. Sonreía aún al volverse. Bajó nuevamente los alfombrados escalones.

Nadie lo vio salir, del mismo modo que nadie lo había visto entrar. Habría podido ser la sombra misma de la muerte, tan inadvertidamente había llegado y partido. Había sido… la sombra de la muerte que todavía estaba por venir.

A varias cuadras de distancia de la casa se detuvo un segundo para cavar un pequeño agujero en la pila de cenizas que llenaba una lata, en espera del camión recolectar de desperdicios; en su interior depositó los cincuenta dólares, luego volvió a taparlo. Más tarde, más lejos todavía, hubo un leve tintinear cristalino al romperse una pequeña botella contra el encintado, y luego al ser empujados los menudos trozos con un pie hacia una alcantarilla. En ese mismo instante, y como obedeciendo a una señal preconvenida, allá en el sitio de donde él venía, en un oscuro cuarto de baño, se percibió el retintín transparente de otros cristales al caer pesadamente al suelo un cuerpo que por un segundo o dos se retorció allí incontrolablemente, se puso rígido, quedó inmóvil.

FIN