Séptimo Ciclo
El cuarto día después de que Fernando volviera del sanatorio, Marcela se subió al micro y volvió a Buenos Aires. Las hermanas la vieron partir con lágrimas en los ojos. Sólo la hermana Clara sonreía en su interior. Su pupila era una criatura de Dios, llamada a encontrar la verdadera felicidad de su vocación y destino de mujer.
Y las criaturas de Dios debían ser libres.
* * *
Los primeros días del nuevo ciclo de la vida de Marcela no fueron fáciles. Cuidar a un bebé era un trabajo en sí mismo, lleno de satisfacciones y sinsabores.
Ahora entendía la admiración que profesaba la hermana Clara por esas desesperadas que llegaban al Convento con un pequeño hijo entre los brazos. Es que ser madre soltera requería valentía, y sobre todo, mucho amor. Y al menos a ella no le faltaba amor por su pequeño Fernando Diego.
Cuando llegó al pensionado con su bebé en brazos, nadie pareció muy sorprendido. Al decir su nombre todas preguntaron por qué llamarlo Fernando, pero nadie preguntó por Diego. De inmediato asumieron que esa era la consecuencia lógica de que una muchacha inocente se mezclara con un hombre rico y de mundo. Pero nadie preguntó nada.
Marcela contrató a Normita para que cuidara a su bebé mientras iba a trabajar. Ella aceptó con gusto, segura de a la vez contar con la ayuda de su madre.
Todo parecía encaminarse, hasta que Marcela recibió la llamada de su antiguo jefe desde California, Estados Unidos. Había decidido quedarse a trabajar allí, como consultor de negocios para el Cono Sur, en uno de los estudios más prestigiosos.
Marcela tembló. Contaba con el trabajo de Farrell, González y Asoc. para poder sobrevivir y pagar deudas. Pero su jefe no se había olvidado de ella. Su contrato seguía en pie, y aun a pesar de la profunda crisis en que se sumía el país, la esperaban el primero de abril. Sólo faltaba llenar los últimos requisitos, como el examen médico y psicológico.
Prometiendo seguir en contacto, Marcela cortó con ese hombre generoso que tan bien la había recomendado. Fuera como fuera su nuevo jefe, estaba segura de que iba a extrañar a éste.
¡Y vaya si después lo extrañó!....
* * *
Constanza buscó durante meses a su ex amiga Loly con una pistola escondida en el bolso. Y no porque pensara matarla, que no había sido criada para acabar en la cárcel, sino porque quería pegarle el susto de su vida.
Pero todo fue inútil. Loly nunca apareció. Se la había tragado la tierra. No estaba en su casa, ni en la pensión, y sabía con seguridad que Elu no la ocultaba.
Cony estaba tan frustrada por no poder vengarse, que comenzó a usar la pistola para asustar a todo el mundo, sólo por diversión. Su juego preferido era atar con esposas a su amante de turno, y luego fingir que le disparaba a su sexo. Claro que después de la experiencia con el Dr. Herrera, el padre de Loly, sólo se lo hacía a los que veía fuertes, y luego de cerciorarse de que no tenían problemas cardíacos.
También había usado la pistola cuando un taxista intentó cobrarle por encima de la tarifa regular, e incluso, en plena calle y luz del día, cuando unos chicos la habían perseguido pidiéndole monedas.
Pensándolo bien, no era mala idea andar armado cuando una era rica, en un país que todos los días se llenaba de nuevos pobres. No planeaba separarse de su pistola... Iba a tener que considerar, incluso, ponerle balas.
* * *
Marcela entró a la oficina de personal. Ya todo estaba listo. Faltaba únicamente anotarse en la obra social para tener un seguro de salud.
La empleada parecía amable: —¿Nombre?
—Marcela Medrano
—¿Edad?
—Veintitrés años.
—¿Estado civil?
—Soltera.
—¿Hijos?
—Uno.
La empleada empalideció. Se puso de pie y cerró la puerta.
—¿Tienes un hijo? —preguntó casi en un susurro.
—Sí... Un bebé de dos meses ¿Hay algún problema con eso?
—Cuando te contrataron, ¿dijiste que tenías un bebé?
—No se dio el caso, pero...
—Mira, me has caído simpática, y voy a ser franca contigo. Aquí no quieren mujeres casadas. Mucho menos solteras con un bebé.
—No entiendo...
—La verdad es que con un hijo... Hay horarios, y todo eso. Además, si al niño le ocurre algo... ¡es una siempre la que corre! Si se enferma, si no viene la niñera...
—¡Eso es injusto! —protestó Marcela.
—Claro que es injusto. Pero las cosas son así... Aquí hay varias que se casaron y no avisaron nada. No cobraron el subsidio por matrimonio, ni se pidieron los días, porque sabían que, si lo hacían, iban a terminar en la calle una vez finalizada la luna de miel. Haz lo que quieras, pero yo no lo anotaría. Es mejor que le pagues el seguro en forma privada, o que lo lleves al hospital... Entonces, ¿qué hago?... ¿Lo anoto?
—No, mejor no —dijo Marcela entre dientes.
No le gustaba mentir.
* * *
Normita miró dos veces antes de creer lo que veían sus ojos. ¿Esa era Loly? ¿Loly, como la modelo? ¡Y qué modelo! Debía tener como seis meses de embarazo... ¿Qué ocurría en la pensión? ¿Alguien ponía píldoras para la fertilidad en el agua? Primero había sido Flavia, después Marcela, y ahora Loly.
¿Y ese tipo que la llevaba del hombro?... Aunque mirándolo bien... Si algo podía asegurarse era que, definitivamente, ese no era el padre de la criatura.
¿Pero entonces quién?
* * *
Marcela subió al lujoso elevador del edificio cercano a la Estación Retiro.
Ese era su nuevo lugar de trabajo, justo en el piso veintidós.
—¿El doctor Pérez López, por favor?
—¿Quién lo busca?
—La doctora Medrano. Hoy inicio mis tareas aquí.
La secretaria la miró de pies a cabeza, lo cual hizo sentir incómoda a la muchacha. Pero aquello no fue ni remotamente tan desagradable como la mirada que le echó su propio jefe cuando los presentaron. La tomó de la mano y la observó descaradamente de frente y por la espalda.
Marcela, a su vez, le clavó los ojos en señal de desprecio y desaprobación, pero nada dijo.
—¿Así que tú eres...?
—La doctora Medrano —le contestó a ese hombre enjuto, vestido con un traje caro que era incapaz de lucir.
—Debes tener un nombre de pila...
—Marcela
—¡Ah! Marcela... Bueno, Marcela. Este es el Dr. Rivera, el Dr. Alonso, el Dr. Pane y ella es Cristina y Carmen.... Ésta es Marcela.
—Dra. Medrano —recalcó Marcela a cada uno de los que saludaba.
—Bueno, Marcelita, aquí tu anterior jefe te recomienda como una maravilla. Vamos a ver qué tal te portas en esto: tenemos que hacer un informe para propiciar la absorción de “Los Tilos”, una fabriquita de quesos valuada en treinta millones, por parte del grupo Tomassini. El viejo Tomassini está representado por el grupo Lavagna, Bianchi, Méndez Cané y Asoc, y tú sabes lo que eso significa…
El corazón de Marcela dio un vuelco. Conocía muy bien ese estudio.
—Tendrás que escribir alguna tontería que convenza a esos idiotas de que es negocio aprobar la absorción por cuarenta millones. Después seguro que el viejo Tomassini termina pagando treinta, que es lo que quiere sacar nuestro cliente... Aquí te doy los datos, y arréglate como puedas... Tienes dos meses para hacerlo.
Y diciendo esto le entregó una carilla manuscrita.
No era un buen comienzo.
* * *
—¿Saben a quién vi por Cabildo, mirando escaparates? —preguntó Normita justo en el momento en que entraba Cony al comedor. Nadie contestó. Así de ocupadas estaban todas comiendo.
—A Loly, como la modelo —continuó diciendo, y de inmediato captó, como era de esperar, la atención de la recién llegada. Y es que Normita ya había hecho sus propias averiguaciones con doña Estela, y no le albergaba duda alguna acerca de la paternidad del hijo de la antigua pensionista.
—¿Y qué te ha dicho Loly? —preguntó Cony, como al descuido.
—No, no me dijo nada. La vi de lejos... —respondió Normita, dispuesta a hacer sufrir a la otra.
—¿Está igual que siempre? —volvió a preguntar Constanza, sin poder ocultar cierta ansiedad.
—Igualita...
Cony sonrió con satisfacción, pero entonces la gorda terminó la frase.
—Excepto por un embarazo de seis meses.
Constanza, que había empezado a tomar, se atragantó.
—¿Está embarazada? —preguntaron las demás al unísono, con repentino interés.
—Parece que sí.
—Escúchame, gorda imbécil, ¿no te acercaste? ¿No pudiste averiguar dónde estaba viviendo? —le gritó Constanza.
Las otras se sorprendieron por tanto interés. Pero la gorda respondió, impertérrita.
—No, no me acerqué —dijo al fin— Además ella estaba acompañada.
—¡Un tipo! ¡Lo sabía! La muy puta...
— No... Por un tipo, no. Por una mujer.
—Imposible — insistió Cony—. Si la madre y las tías viven en medio del campo, y por allí no aparece desde hace rato.
Todas se miraron sorprendidas: ¿desde cuándo Cony se interesaba tanto en alguien?
—¿Se parecía a ella? —insistió.
—¿Quién? —preguntó Normita con descaro.
—La mujer, la que la acompañaba... —respondió Cony, a punto de perder la paciencia.
—No. Más bien parecía un hombre. Pero era una mujer, estoy segura.
Cony perdió el interés en Normita, ¡gorda idiota!
“Así que está dando vueltas por acá”, pensó. “¡Ya la voy a encontrar!”.
* * *
En ese lujoso estudio del piso veintidós los hombres eran doctores, y las mujeres..., simplemente mujeres. Esa dura lección, que le habían enseñado a Marcela a su llegada, era refrendada cada día. Las mujeres no tenían título ni apellido, tan sólo nombre. Sus tareas incluían, no sólo lidiar con el trabajo propio, sino también con el de los hombres; servir café; cubrir a sus jefes cuando llegaban o se iban a deshora; etc., etc., etc., ...
Todo varón en la oficina era en alguna medida abusivo. Pero su jefe, Pérez López, era el rey.
Marcela necesitaba su sueldo con desesperación, así que tuvo que aprender, con dolor, que un hijo podía significar tener que perder parte de la dignidad. De haber estado sola... Pero Fernandito requería mucho dinero para mantenerse: nada más la leche maternizada costaba una fortuna, y después estaban los pañales descartables, (había probado con los de tela, pero se paspaba), el pediatra cada mes, las vacunas, las vitaminas, y por supuesto, Normita. Y no podía darle de comer dignidad a su hijo, así que cada vez que Pérez López le decía: “Marcelita, ¿nos traes unos cafés a los doctores y a mí?”, ahí corría ella, ignorando el hecho de que debía dejar de lado su propio trabajo, para que ese grupo de patanes no tuvieran que interrumpir su charla social o deportiva.
Pero no era el café lo que más la molestaba. Estaba acostumbrada a servir, y eso no hería en absoluto su orgullo. Lo peor eran las miradas de todos esos miserables cuando entraba a la sala de conferencias. Los primeros días llevaba una jarra y servía a cada uno en particular, pero después tuvo que optar por llevar tazas llenas, y así no tener que desplazarse entre ellos. Y aunque sabía dónde iban sus miradas cuando salía de allí, al menos evitaba la cercanía y la humillación de que se hicieran gestos en su cara.
Pero eso no era lo único malo.
Al principio Pérez López trató varias veces de humillarla con su trabajo, pero el pobre tipo, un licenciado recibido en una universidad ignota, era quién finalmente quedaba en ridículo. Esto le ganó su odio eterno. Y es que a él le preocupaba que alguien lo opacara de esa forma... Por supuesto quería empleados eficientes para poder lucirse, pero nadie demasiado brillante. No era cuestión que...
Marcela en ese sentido resultaba un peligro. Tenía que deshacerse de ella cuanto antes. Así que decidió cambiar de estrategia: resultaba evidente que el trabajo de la muchacha era impecable, pero también quedaba claro que, a diferencia de sus otras empleadas, a ella no le gustaba “la guerra”.
Tendría guerra entonces.
* * *
El señor Eleuterio Ríos estaba en quiebra. A diferencia de otros empresarios que prudentemente fueron sacando su dinero al exterior, aún a costa de que sus fábricas se volvieran obsoletas e ineficientes, él había apostado al país. Sin pactar con la clase política, levantó una de las mejores plantas de cerámicas para pavimento del mundo. Después vinieron los altos impuestos para solventar los excesos de otros, y el inaguantable costo laboral. Y así sus cerámicos terminaron convirtiéndose en unos de los más caros del planeta, e inexportables. Fue perdiendo mercados y dinero. Y cuando el dólar se devaluó hasta cifras ridículas, (en beneficio de unos pocos), y operar la planta hubiera sido altamente rentable, ya no había créditos ni dinero para ponerla en movimiento. Y nadie le presta a alguien que vive en un país quebrado.
El señor Ríos hizo un simple cálculo: si vendía todo, e intentaba abonar a su personal las indemnizaciones correspondientes, al estado los impuestos, y a sus proveedores las deudas, no sólo iba a perder lo obtenido de tal venta, sino que también terminaría contrayendo una deuda millonaria, imposible de pagar.
Así que él, que hasta allí había sido un honesto empresario argentino, hizo lo único que en ese momento le pareció honesto para con él: comenzó lentamente a vaciar su empresa.
Circuló por la plaza el rumor de que había conseguido un muy buen préstamo, y que la planta estaba de nuevo trabajando a toda máquina. Hizo volver al personal suspendido, y recontrató a los despedidos. Los proveedores volvieron a brindarle crédito y tiempo. Él, mientras, iba vendiendo secretamente las máquinas, la mercadería, y las materias primas que compraba. En particular había establecido conexiones con la plaza chilena, de forma de no revolver el avispero local.
Para cuando pasaron cinco meses, Ríos ya tenía veinticinco millones en la banca suiza, (nada, considerando que a fin del año anterior su activo había sido valuado en más de cien).... Pero al menos eso le permitía asegurar su futuro, y la posibilidad de recomenzar en algún país serio, donde sus cualidades de excelente empresario fueran reconocidas.
Cuando subió al avión con destino a New York, dio un último vistazo a esa tierra que lo había visto nacer en la pobreza. Atrás quedaban un juicio por quiebra fraudulenta, y otro por estafas reiteradas; decenas de pequeños empresarios en la ruina, (sus proveedores), y cientos de operarios en la calle; una hija de la que prefería no acordarse, y un hijo del que no se acordaba más.
* * *
Pérez López decidió iniciar la guerra, así que hizo llamar a Marcela a su oficina y comenzó a analizar los distintos frentes donde librarla: “Buenas tetas..., excelente culo,.... piernas largas... ¡Lástima que la niña sea tan estrecha!”, pensó mientras la miraba con descaro.
—¿Qué necesitaba, licenciado? —preguntó ella.
—Doctor —le corrigió él.
—Disculpe, pero en este país sólo los médicos, abogados y contadores estamos autorizados para usar el título de doctor. En cambio usted es licenciado.
—¿Has hecho el doctorado acaso?
—No por ahora.
—¡Entonces yo también soy doctor! —le replicó con descaro, mientras daba por finalizada la cuestión—. Cierra la puerta —ordenó luego.
—¿Para qué? — preguntó Marcela sin moverse.
—¡Mira que eres jodida, eh! —se enojó él, mientras se levantaba a cerrarla. Luego se sentó sobre el escritorio, enfrentando la silla en que estaba ella. Sus piernas se tocaron, así que Marcela se alejó.
—¿Por qué eres tan arisca conmigo? —preguntó en tono conciliador.
Pero Marcela no quería conciliar, y a su vez replicó: —¿Estoy aquí por motivos de trabajo o es algo más?
—Algo más —respondió él con tono seductor.
Marcela se puso de pie y comenzó a caminar hacia la puerta, sin mirarlo, mientras decía: —Entonces me voy.
Pero él corrió a detenerla.
—¡Espera!... —le dijo, mientras ponía su mano en el hombro de ella, para de inmediato desplazarla, y acariciar su pecho con lujuria.
La respuesta de Marcela fue inmediata, casi un reflejo: le cruzó la cara de un sopapo. Y como buena escaladora de alta montaña, la mano de Marcela era muy pesada.
Entonces ese hombre ruin le gritó: —¡¿Te vas a poner en difícil?!... ¡Mira que yo puedo hacer tu vida miserable!
—¿Más? —dijo ella con sorna.
—No tienes ni idea de quién soy.
—Y usted no tiene ni idea de lo desesperada que estoy, y de lo perseverante que puedo ser.
Sin esperar respuesta, Marcela comenzó a irse, pero al llegar a la puerta se dio media vuelta y le hizo una última advertencia: —¡Ah!, y si me vuelve a poner una mano encima, voy a hacerle un juicio por acoso sexual. Yo después no voy a poder conseguir trabajo en ningún sitio, ¡pero me voy a asegurar de que usted tampoco!...., licenciado.
* * *
Cony había contratado un investigador privado para que localizara a Loly. Aunque como estaba resultando un gasto inútil, al tercer día decidió suspenderlo. Pero cuando llegó la hora de cobrar la cuenta, una vez más se pusieron en comunicación con ella.
—De Rebagliatti, Investigaciones —informó una voz nasal, del otro lado de la línea—. Tengo en mi poder una factura de tres mil pesos, impaga.
—Ya les dije que se la cobren al señor Eleuterio Ríos... —gritó Cony, perdiendo la paciencia—. Comuníquese con su secretaria al 4...
Pero la voz la interrumpió.
—El señor Ríos está fugado y con pedido de captura de la Interpol. La deuda es al contado, y ya tiene más de una semana de...
Esta vez fue Cony la que no la dejó continuar: —¡¿Que estupidez está diciendo?! El señor Ríos es mi padre, y...
—Señorita, le advierto que cuando el atraso de la factura es superior a los quince días, es enviada a nuestro sistema de cobranzas. Y, créame, no le va a agradar que nuestros cobradores la visiten.
Cony no quiso escuchar más. De hecho, sólo había escuchado la parte de que Eleuterio Ríos estaba fugado.
Colgó el teléfono y comenzó a discar el número de Rita, la secretaria privada de su padre. Luego el de la planta, el del móvil, el del departamento de la calle Libertador... En todos los casos la respuesta fue la misma: “el número solicitado se encuentra fuera de servicio”.
* * *
—Así que ésta es la mujer de tu vida... —repitió incrédulo Rodríguez Melgarejo.
Diego asintió, mientras hacía gestos a la azafata para que le trajera otro whisky.
—¿Y ahora eres feliz?
—¡Como nunca! ¡No sabes lo que es Ayelén en la cama!... Y además no es molesta como las otras, que hablan todo el día... Es cierto que como decoradora es un poco... La verdad que levantarte y ver esas paredes negras y naranjas, (aunque ella dice que no es naranja, que es ladrillo)... Y también está lo del olor... Al principio creí que era pachulí o sándalo... ¡Que idiota!
—¿Y qué era?
—Y... digamos que la muchacha tiene grandes aspiraciones, y usa los sahumerios para tapar el olor.
—¡Qué jodido!
—No, al contrario. Con eso se queda de lo más tranquila. Y lo bueno es que no se inyecta nada.
—¿Pero a ti te gusta una mujer así?
—Es mi mujer ideal: casi no come, no habla... ¡Y no sabes lo que es en la cama!... ¡La mujer de mi vida!
* * *
Mientras Diego ponía la llave en la puerta de su piso, de regreso de su viaje a Milán, pensaba en lo que lo estaba esperando: ¡sexo!
Pero cuando la puerta se abrió, supo que la fiesta había empezado sin él. Calló por un momento. Nunca antes le había ocurrido algo así..., ¿qué se suponía que tenía que hacer?...
En el silencio, la voz masculina le resultó familiar. ¡Tendría que haberlo imaginado!
Se dirigió con paso firme hacia el dormitorio y abrió la puerta de un golpe.
—Esteban Franchinotti —gritó—. ¡Al menos podrías haber pagado un hotel!
Y luego salió del cuarto.
Ayelén permaneció quieta, sin taparse ni ruborizarse. Ella no entendía tanto escándalo por una tontería así. En cambio Esteban se puso verde. Tenía miedo de Diego. Mucho miedo. Un miedo irracional que agregaba placer a ese tipo de cosas: acostarse con su mujer, y en su propia cama. Pero ahora tenía que enfrentársele. ¿Qué podía hacer? Se asomó brevemente por la ventana, pero el suelo estaba muy lejos... La única salida era la puerta, y tras ella estaba la ira de Diego.
Ayelén, entretanto, se levantó y salió desnuda como si tal cosa, para encerrarse en el baño de la entrada, donde seguramente la esperaba otro de sus famosos “sahumerios”.
La puerta del dormitorio estaba ahora abierta, y Esteban, inmovilizado y medio desnudo, la miraba con terror. Entonces ocurrió la peor de sus pesadillas: entró Diego.
El muchacho parecía cansado y abatido, pero no furioso, y contrariamente a lo que él esperaba, se sentó en la cama y comenzó a hablarle con calma.
—Mira Esteban, sé que tienes una obsesión con mis mujeres. Nunca me importó demasiado... Menos con ésta. Estoy enamorado de Ayelén. Muy enamorado. Y soy capaz de cualquier cosa por ella... ¿Te querías acostar? ¡Lo has hecho! Ya está. Nada serio. Pero para mí ella sí es algo serio. Incluso pienso pedirle que se case conmigo. Así que espero que no te cruces con ella nunca más.
Esteban lo miró incrédulo, y Diego continuó: —Ahora voy a salir. Vístete con tiempo, y despídete de Ayelén. Ella es un espíritu libre, y no quiero que se sienta presionada por mí... Justo esta noche pensaba pedirle matrimonio. Inclusive compré el anillo... Pero, bueno, tendrá que ser mañana.
Y comenzó a irse, no sin antes lanzar una última advertencia: —Mira que si no me acepta por tu culpa... ¡te mato! Y esta vez va en serio.
* * *
Por primera vez en su vida Cony estaba sola en el mundo. Su padre la había abandonado de la misma forma cruel en que lo había hecho su madre. Por fortuna antes de irse había dejado pago seis meses de alojamiento y comida para Loly que ella nunca usó, y que dadas las tristes circunstancias, doña Estela estaba dispuesta a transferirle.
Pero comer y dormir no le alcanzaba: tenía que peinarse y vestirse adecuadamente. De lo contrario, ¿cómo conseguiría un marido?
Cuando su padre habló por primera vez de su quiebra inminente, Cony intentó quedar embarazada del menor de los Roca Rivarola, pero todo fue inútil. Incluso se había acostado una o dos veces con el hermano casado, total el ADN era muy parecido, pero tampoco lo logró. ¿Cómo iba a conseguir un marido, entonces?... ¡Ya era difícil "engancharlos" con lo de la paternidad!... Ahora los hombres estaban muy avispados.
Volvió a mirarse al espejo y vio, con horror, algunas raíces negras asomarse en medio de tantos reflejos dorados...
Sus tiempos se agotaban.
* * *
Rodríguez Melgarejo ya era un abonado a ese pequeño pub en Retiro. El lugar tenía sus ventajas: por empezar no cerraba nunca, cosa que era muy importante para alguien que, como él, incluso luego de un largo viaje desde Milán era incapaz de conciliar el sueño.
A pesar de que ya hacía tres años que había muerto su esposa, todavía no podía acostumbrarse a volver a su casa y no encontrar a nadie. Quizás iba a tener que hacer como su amigo Diego, y conseguir una mujer que llenara algo de ese inmenso vacío... Pero por ahora tendría que conformarse con la única amante que le era fiel, haciéndole olvidar que alguna vez había sido feliz: la bebida.
Brindó por eso, y al levantar su copa vio a Diego sentado en la barra.
Miró su reloj: las dos de la mañana. Volvió a mirar a Diego, y notó una sonrisa en su rostro: ¿estaría acompañado?... Pero el pub era muy pequeño como para albergar dudas: estaba solo.
—¿Qué ocurrió?... ¿Y tu mujer ideal?
—¡Ni lo imaginas!.. —comenzó a contar, divertido—. Llego a casa y me la encuentro muy entretenida con Esteban Franchinotti.
—¿Con Franchinotti? ¡Pero si es un viejo!
—No, no ese Franchinotti. El hijo. Un idiota que vive a mi sombra desde que éramos niños. Siempre quiere hacer todo lo que yo hago. Al principio me resultaba divertido... Cuando crecí, patético. Y un día se pasó totalmente de la raya... —La mirada de Diego se ensombreció, pero no tardó en reponerse y continuar—. La cuestión es que no lo soporto, y quiero matarlo cada vez que lo veo.
—¿Cómo que “un día se pasó de la raya”? ¡Hoy lo hizo! Si se acostó con tu mujer. ¿Qué puede ser peor que eso?...
—Es que una vez le quiso meter mano a... —Y el nombre se le hizo un nudo en la garganta—. Se pasó de la raya —concluyó sin dar mayores explicaciones.
Rodríguez Melgarejo entendió de inmediato, y Diego retomó su buen humor.
—¡Ah, pero ahora sí que voy a vengarme! Si todo resulta como espero...
—No entiendo.
—Le dije que muero por Ayelén. Que quiero casarme... Y como el tipo es un reverendo hijo de mil putas, estoy seguro de que para cuando llegue al departamento ya se la habrá llevado al suyo. Así funciona la lógica enferma que tiene.
—¿Pero acaso Ayelén no era la mujer de tu vida?
Diego lo miró con incredulidad: —¿Una puta drogadicta? ¡Vamos!... Ni yo me creí eso cuando te lo dije.
Rodríguez Melgarejo tomó otro trago y volvió a mirarlo.
—No te entiendo, sabes... Encuentras a tu mujer con un tipo en la cama, y parece no afectarte... Y porque la otra muchacha quedó embarazada antes de conocerte...
Diego cambió de inmediato de carácter. Su humor era ahora sombrío.
—Al menos Ayelén nunca escondió que era una puta. Nunca se hizo pasar por santa.
Rodríguez Melgarejo notó su amargura, pero a pesar de eso volvió a preguntar: —¿Qué es lo que más te enoja de ella, Diego? ¿Qué no se acostara contigo, qué te hablara de casamiento?... ¿O que hubiera amado a otro tanto como para entregarse, y que no te amara a ti de la misma manera?
Diego no pudo contestar. Cada mujer que había tenido después de Marcela era como otra capa de tierra que echaba para sepultar su recuerdo. Pero ahora, tantos meses después, descubría al asomarse que el dolor no sólo seguía allí: estaba intacto.
* * *
Cada día en la oficina era más difícil para Marcela. Pérez López acumulaba más y más trabajo en su escritorio, pero para su sorpresa ella lo concluía no sólo con rapidez, sino también a la perfección.
Tanto, que incluso sus superiores comenzaron a notar la nueva eficiencia del equipo, y por supuesto el presunto doctor no tardó en convencerlos de que el crédito era todo suyo.
Pero a pesar de las múltiples ventajas que significaba tener a Marcela, su jefe no veía las horas de librarse de ella. Lo inquietaba su rectitud. Incluso las demás muchachas, quizás por contagio, habían empezado a hacerle cuestionamientos cuando las tocaba, o les daba tareas extras.
"¡Que injusto!", pensaba Pérez López. "Uno se pasa la vida tratando de crear un buen clima de trabajo, para que después venga una recién llegada a hacerlo mierda".
* * *
Constanza optó por empezar a pedirle dinero a sus amantes ocasionales. En calidad de préstamo, por supuesto. Pero para su sorpresa, advirtió que los hombres no siempre abrían tan fácilmente su bolsillo como su bragueta. Así que antes de ir a la cama con nadie le pedía el dinero, y si el tipo se negaba, lo mandaba a pasear.
Algún idiota, incluso, la confundió con una puta, y le preguntó si le estaba cobrando... ¡Imbécil!
Por otro lado hizo una lista con todos los posibles candidatos para el casamiento, pero tampoco ahí consiguió mucho. No era lo mismo ser la hija del dueño de la Cerámica Ríos, que ser simplemente Cony... ¡Daba asco lo interesada que era la gente!
* * *
—Pasa a mi oficina —le ordenó Pérez López a Marcela.
Ella casi no le hablaba, y las pocas veces que lo hacía se refería a él como “licenciado Pérez” y se las ingeniaba para ponerlo en ridículo, por lo que ese hombre idiota prefería tenerla siempre a distancia.
Por eso aquella llamada a su oficina la extrañó, a pesar de lo cual acató la orden. Tras ella, él cerró la puerta.
—Mira nena..., vamos a ser francos: yo no te soporto y tú, inexplicablemente, no me aguantas. Así que uno de los dos va a tener que irse de esta oficina....
El corazón de Marcela comenzó a latir con fuerza. A la pediatra de Fer le pareció que tenía una hernia, y tuvo que gastar una fortuna en radiografías. ¡No podía quedarse en la calle justo ahora!
Pero su jefe no había acabado la frase: —Uno va a tener que irse... y estoy dispuesto a ser yo. Me ofrecieron asociarme.
Marcela no podía creerlo. Ya era ridículo que ese estúpido ocupara el puesto que tenía en un estudio tan importante, pero ¡¿socio?!
Pérez López continuó.
—Claro que eso depende de una única cosa... ¿Te acuerdas, el día que llegaste, que te encargué algo sobre una absorción? La quesería, ¿te acuerdas?...
—Por supuesto, estoy trabajando en eso.
Su jefe la miró sorprendido. ¿También estaba trabajando en eso? ¿Pero qué hacía esta mujer? ¿No dormía?...
—Bueno, si la absorción se realiza, yo quedo como socio. Parece que el dueño de la empresa nos pasaría toda su cartera, que actualmente maneja Méndez Cané. Y estamos hablando de mucho dinero, ¿te das cuenta? De ese informe que estás haciendo depende que yo me vaya de esta oficina, y te deje de joder... Eso sí, quédate tranquila, yo también voy a hacer mi parte...
Marcela se sorprendió. ¿Iba a trabajar él también en el informe? Pero su jefe la sacó rápidamente de semejante error.
—No pienso mandarte más trabajo extra. Ocúpate sólo del informe... ¡Y hazme quedar bien!
* * *
¡Cómo no lo había pensado antes! ¡Claro!... ¡Qué mejor que hacer “la gran Loly” y buscarse un viejo! ¿A cuántos de los amigos de su padre había visto babearse cuando se aparecía en su pequeño bikini? ¡Y todos ellos estaban bien “forrados”!.
El único problema era que Constanza Ríos no podía rebajarse a la categoría de “mantenida”. Tenía que obtener lo mismo, pero además una libreta de matrimonio. No se resignaba a no ser la heredera forzosa de alguien.
Sí, si quería un marido iba a tener que andar por nuevos rumbos. Había llegado la hora de buscar un hombro amigo, (aunque fuera viejo y huesudo), donde llorar la ausencia de su queridísimo padre.
* * *
Respirar luz...
Esa era la sensación que tenía cuando contemplaba dormir a su bebé. Fernando Diego... Diego...
Amaba las manitos de su niño, lo moreno de su piel, los rulos de su cabello. Su calor. Su paz.... Su fuerza, cuando no estaba en paz, (casi todas las noches, por cierto). Y esa calma que la llenaba cuando lo contemplaba dormir... Era como cuando Diego apoyaba la cabeza en su regazo. Una sensación de total libertad, de ausencia de tiempo. De eternidad.
Algo que hacía que todo el dolor vivido valiera la pena.
Algo que se parecía mucho a la felicidad.
* * *
Los días iban pasando, y Diego cada vez estaba más infeliz y malhumorado. Ya ni el buen sexo lo alegraba, ni el trabajo lo entretenía.
Por supuesto, siempre había excepciones. A veces, como ese día, llegaban a sus manos trabajos de cierta excelencia que lograban captar su atención. Y en particular ese era muy bueno. Una presentación del estudio Farrell, informando sobre una oferta de absorción a buen precio. Él mismo había tratado con el viejo Tomassini, uno de sus mejores clientes, y estaba bastante al tanto del asunto. Pero ese informe era particularmente bueno... El Dr. Pérez López sabía bien lo que hacía. Había realizado análisis de costos y rendimientos que ni a él mismo se le hubieran pasado por la cabeza. Había efectuado los cálculos más complicados, exponiéndolos de la forma más amena y sencilla. Hasta un idiota se convencía de invertir los cuarenta millones con sólo leer eso. Y como el viejo Tomassini sabía que esa inversión se iba a recuperar en un año, el negocio estaba asegurado.
Pero con todo, Diego se sintió algo herido en el orgullo: creía ser el mejor, pero evidentemente había otros... Volvió a leer el nombre de la firma: Pérez López... Doctor Pérez López.
* * *
—Licenciado Pérez, ¿ya tuvo respuesta?
Marcela estaba muy preocupada. Había invertido no sólo muchas horas de trabajo, sino también las de sueño, para poder sacarse a ese idiota de encima.
—No. Mis espías me dicen que ahora está en el despacho de Méndez Cané...
Las mejillas de Marcela comenzaron a arder.
—¿Sabes quién es, no? El hijo del famoso... Pero parece que éste también es difícil, así que, veremos...
—¿Y cuándo van a informarnos?
—No sé... En principio Tomassini va a hacer una gran recepción por los diez años de su línea de congelados, y el tipo insiste en que vayamos todos... ¡Quiere impresionarnos, el muy estúpido! Se supone que allí nos encontraremos con los de su estudio, y ellos serán los encargados de darnos la respuesta. ¿Pretenderá con eso pagarnos un poco menos?
—No... —aclaró Marcela—. En esa reunión sólo se decidirá si la absorción se hace o no. De dinero se hablará más tarde... Creo que a quien pretende dar el mensaje es a la gente de su propio estudio. “Hay otros contadores con los que tengo contacto”, eso sería lo que esta invitación significa. Una jugada muy interesante, considerando que el Sr. Tomassini sólo se ha hecho cliente del estudio Lavagna por indicación de su socio milanés.
Pérez López la miró asombrado, y pensó: “Ya lo decía yo: tan buenas tetas, tan buen culo... Esta niña no existe, es un robot... ¡Sabe de todo!”.
* * *
—¡Doctor Lavalle!... Habla Constanza Ríos, ¿se acuerda de mí?… Sí, también a mí me desilusionó muchísimo. Todavía no me repongo. Me siento tan sola y miserable... Aunque, ¿qué le voy a hablar a usted de soledad?, justo a usted, que acaba de perder a su esposa. ¿Cuántos años de casados fueron?... ¡Era tan buena persona su esposa!.... Bueno, pero al menos tiene la compañía de su hijo...
Cony escuchó la respuesta y sonrió.
—Ya ve, hasta los que más queremos nos traicionan... ¡Como mi padre!, ¿quién iba a decirlo?... Y yo aquí, esperando durante todos estos años que apareciera un hombre tan recto como él para casarme. Ya no puedo creer en nadie, doctor Lavalle... A este paso me quedo soltera.... Algo más, doctor.... Hay unos papeles sobre la fábrica que un hombre intenta que firme... ¿En verdad sería tan amable?... ¿No es un inconveniente para usted si esta noche voy a su casa?... Entonces nos vemos a eso de las diez. Además tengo que confesarle algo, una tontería: cuando era muchacha estaba perdidamente enamorada de usted, y ahora me muero de curiosidad por saber si sigue tan buen mozo como siempre… Seguro que no es así.... Los setenta son la mejor edad de un hombre. Y estoy segura que cualquier buena muchacha sería capaz de enloquecer por alguien tan recto como usted. Bueno, pero no lo entretengo más. Nos vemos a las diez, entonces...
“Tan recto...”, repitió Cony al cortar. “Vamos a ver si todavía lo tienes tan recto”.
* * *
Marcela se probó el vestido de fiesta que Agustina iba a prestarle.
¡Era terrible! Celeste, drapless, con un tajo que subía desde el tobillo hasta muy por encima de la rodilla, dejando al descubierto prácticamente toda su pierna larga y bien torneada.
—¡Parezco una “acompañante” de esas que se consiguen en los hoteles!
—¡Te queda fabuloso! Ojalá yo pudiera ponerme algo así.
Marcela se miró de perfil. Eso era peor todavía. El estrecho corsé dejaba a la vista los noventa y cinco centímetros de busto que tanto le desvelaba ocultar.
—¿No tendrá otro tu prima?
—No jodas. Además la fiesta es mañana. Bastante que te conseguí éste... Por el abrigo no te preocupes: la hermana de Richard me va a prestar un saco de piel. Sí, no me mires con esa cara: de animales muertos... Frío, al menos, no vas a pasar.
Marcela intentó una vez más acomodarse el escote y la falda ¡No había caso!
Resignada a su suerte, se sacó el vestido y volvió a ponerse su ropa sencilla. Y entonces no pudo más, y se echó a llorar.
—¿Qué te ocurre? —preguntó sorprendida Agustina—. ¿Tan horrible te parece el vestido?
—No, no es eso... Yo no quería ir a esa fiesta.
—¡No seas tonta! Además, desde que trajiste a Fer que no has salido a ningún sitio. Te va a hacer bien un poco de...
Pero Marcela no la dejó terminar.
—Posiblemente esté Diego allí.
—¡Tendría que habérmelo imaginado! Las pocas veces que te he visto llorar en mi vida, siempre está Diego en el medio.
—Pero esta vez él no tiene la culpa... En realidad las otras tampoco.
Agustina disentía, pero no dijo nada, y la dejó terminar.
—El informe que yo hice…. Se supone que sea él quien de la respuesta.
—Pero Diego tampoco quiere verte. Cuando se entere que irás...
—No va a enterarse hasta que me vea.... Yo no soy nadie. Ni siquiera tendría que estar ahí, pero el idiota de Pérez López tiene miedo de que le hagan alguna pregunta y... Creo que ni leyó el informe antes de firmarlo.
—¡Entonces lo vas a ver a Diego!
—O quizás no, no sé. Lo que sí sé es que no estoy preparada para encontrarlo. Todavía me importa demasiado, y no soportaría otra vez su desprecio... Y mucho menos su indiferencia.
—¡Increíble! Pensé que como no hablabas más de él... Pero no, debiera haberlo sabido: tú nunca hablas de nada de lo que en verdad te pasa. Y con Diego aún te pasa de todo.
—Soy así...
—Marcela, ese tipo todavía no te dañó todo lo que es capaz de lastimarte... ¡Sácatelo de la cabeza!
—Si pudiera, Agustina, si pudiera....
Y comenzó a llorar de nuevo.
* * *
—Ya son las siete, ¿no te vas a cambiar?
—No... —respondió Diego con decisión—. Yo no voy a esa fiesta. ¡¿Qué se cree el gordo Tomassini?... ¿Qué nos va a asustar con el estudio Farrell y Asoc.? ¡Por favor!... Si se tratara del de mi padre, iría corriendo... ¡Pero el de Farrell! Esos no le ganan un cliente a nadie.
—No te creas, Diego... Vi el informe de la absorción.
—Ah, el informe es fabuloso, en eso coincido. Lo hizo un tal Pérez López.
—¿Pérez López? —chilló Ignacio, el más joven de todos—. ¡No me hagas reír! El tipo es un inútil.
—¿Y quién hizo el informe, entonces? —preguntó Rodríguez Melgarejo, que acababa de llegar.
—Creo que la contadora nueva que han contratado.
—¿La de las piernas largas? —preguntó Gustavo, interesado.
—Sí —dijo el otro, con complicidad—. La de las tetas increíbles...
—¿La del culo como una manzanita? —siguió la burla el primero.
Todos rieron, menos Diego que no entendía de qué hablaban.
—Es que el pobre Ignacio está “muerto” por una de las contadoras de Farrell, y hace como una semana que nos está torturando con ella.
—¿Una semana? —se unió Diego a la burla—. En ese tiempo ya la tendrías que haber llevado a la cama.
—No es fácil... La niña parece muy seria —se excusó Ignacio.
Diego se sintió tocado, y respondió con amargura: —No lo creas, hermano. Las más serias suelen ser las más putas...
—Bueno, yo no sé si tanto. Pero será mejor que vayas a la fiesta y la apures un poco, Ignacio —recomendó el más viejo.
—¿Seguro que no vas a ir? —volvió a preguntarle Rodríguez Melgarejo a Diego.
—Seguro... Esta noche escucho un poco de música con los ojos cerrados para no tener que ver el naranja de mi pared, y me voy a la cama solito... ¡Estoy muy cansado!
—Entonces mejor nos vamos.... Son las siete y cuarto, y todavía estamos “en pelotas”.
—¡Más se quisiera éste tener “en pelotas" a la contadora esta noche... —dijo uno, señalando al pobre Ignacio.
—Si para mañana no tienes una buena historia para contar, te perderé el respeto —insistió también Diego, sin sospechar lo que en realidad estaba diciendo.
* * *
Marcela estaba pendiente de la puerta, y los hombres de la fiesta lo estaban de ella. Su cabello dorado, ligeramente ondeado gracias a los buenos oficios de su amiga, caía en cascada sobre su espalda, dando marco a sus medidas perfectas.
Cuando eran las diez llegó el estudio Lavagna, Bianchi, Méndez Cané y Asoc., con cuatro representantes..., y por fortuna Diego no era uno de ellos.
Marcela respiró aliviada.
¡Gracias a Dios!
* * *
De repente Diego abrió los ojos y miró su reloj: ¡las diez!
Se había olvidado el informe del grupo Piero en el disco duro de su ordenador... ¿Habría alguien todavía en la oficina?
Se vistió a los apurones, y se dirigió allí con la esperanza de que la gente de limpieza lo dejara pasar.
Cuando abrió la puerta de la oficina, se sorprendió al encontrar a Rodríguez Melgarejo.
—¿Qué haces aquí a esta hora?
—A veces me quedo trabajando cuando no tengo sueño.
—¿Por qué? ¿Acaso alguna vez duermes? —preguntó Diego con ironía
—A veces —respondió el otro, sin mucho convencimiento.
Diego comenzó a buscar el archivo.
—La verdad es que me hubiera quedado más tranquilo si tú ibas a la fiesta —le reprochó su compañero.
—No quería dar el brazo a torcer con el viejo... Reunirse allí fue un capricho. Hubiera bastado que nos encontráramos con ese Pérez López.
—De verdad que Pérez López no hizo nada... Lo debe haber hecho la muchacha. Yo hablé dos palabras con ella, y me pareció muy despierta. Además de que tiene unos increíbles ojos azules... Te podrías perder en ellos.
El corazón de Diego se paralizó.
—¿Cómo dijiste que se llamaba esa contadora?
* * *
Marcela ya casi estaba relajada. Según alguien le dijo, el informe había impresionado bien, aunque la palabra final de seguro la iba tener un tal Rodríguez Melgarejo, un tipo importante del estudio que llegaría cerca de la medianoche.
En cuanto a la fiesta, era increíble. Show, magos, bailarinas. No estaba acostumbrada a ese tipo de eventos, y se extrañó de ver muchas caras conocidas, (¿modelos?, ¿actores?, ¡políticos!).
Pero lo que más le llamaba la atención era la persistencia de ese tal Ignacio en acompañarla. Era, sin duda, el hombre más buen mozo que había visto en toda su vida, dueño de una cara masculina y perfecta. Era un abogado recibido en la Universidad Católica, y parecía provenir de una buena familia.
Además del placer que significaba mirarlo, estaba un poco confundida por todas sus atenciones: habían bailado, charlado, reído, y él todavía no se alejaba de su lado para ir en busca de alguna de las bellezas que pululaban por el lugar.
En algún otro ciclo de su vida se hubiera sentido halagada, e incluso atraída, por alguien así, tan sencillo, inteligente, y algo tímido. Pero ahora era una madre de familia, y no había lugar para “histeriqueos”. Quizás cuando su bebé fuera más grande e independiente comenzaría a buscar un compañero... Quizás hasta le daría una nueva oportunidad a José Luís, que continuaba llamándola.
Pero, por ahora....
¿Cómo desalentar a su galán sin ofenderlo? Y entonces recordó que tenía un arma infalible para alejar a cualquier varón. En efecto, bastó que le mencionara a Ignacio que era madre soltera, y que tenía un bebé de dos meses, para que él huyera, (literalmente), despavorido.
* * *
Era casi la medianoche cuando Diego entró al salón. Hubo un cierto revuelo a su alrededor, ya que en el ambiente empresario era bastante conocido, y en el de las modelos, muy recordado.
Pero él recorría el salón sin detenerse, saludando brevemente a los que le salían al paso. Sólo con el viejo Tomassini hizo una excepción, aunque seguía vigilante, mirando la gente que iba y venía, buscando...
Y entonces la vio.
Sintió que se le crispaban las entrañas.
Había esperado verla agotada, gorda.... Cambiada de alguna forma que delatara su maternidad. Pero no. No sólo parecía más hermosa: estaba resplandeciente. Y, para colmo, quedaba claro que todos los hombres a su alrededor la deseaban...
Pensar en eso lo enfureció más que ninguna otra cosa.
El viejo Tomassini notó la dirección de la mirada de Diego y su distracción. No podía culparlo. Si él hubiera sido más joven... Así que dejó de retenerlo, y permitió que siguiera su camino.
Diego se dirigió con paso firme al salón adonde estaba Marcela. Pero a medida que se iba aproximando, el odio crecía adentro suyo, y junto con el odio, unas terribles ganas de lastimar a esa mujer, que no sólo no supo amarlo lo suficiente, sino que lo había olvidado por completo.
* * *
Marcela estaba charlando con los de su propio estudio, cuando vio que alguien se aproximaba abriéndose paso entre la multitud. Era Pérez López. Pero no parecía interesado en ellos, sino que miraba un poco más allá.
—¡Dr. Méndez Cané! —lo escuchó decir la muchacha.
Y Marcela tuvo miedo de darse vuelta.
Allí estaba él.... Diego.
—¡Sabía que no nos iba a fallar esta noche! Yo soy el doctor Pérez López, el que realizó el informe de la absorción. Le presento a la gente de nuestro estudio: el Dr. Rivera, el Dr. Alonso... Y esta es Marcela.
Diego saludó con una ligera inclinación de cabeza a los demás, y clavó la mirada en esa mujer a la que había amado tanto. Pérez López lo notó en seguida.
—¿Se conocían? —preguntó.
Marcela iba a responder, cuando Diego se le adelantó: —No. Nunca te conocí... ¿O me equivoco?
La pobre muchacha estaba demasiado emocionada como para responder. Ese hombre, como ningún otro, la conmovía. Pero Pérez López no estaba dispuesto a ceder protagonismo. Esa era su noche, y no pensaba despegarse de Méndez Cané hasta que se pronunciara a favor de la absorción.
Diego, en cambio, tenía otros planes.
—Dr. Méndez Cané, ¿qué le parece nuestra colaboración en este pequeño negocio?
Diego no dejaba de mirar a Marcela, que se sentía desfallecer... Tantos meses... Tanto dolor... Tantas emociones... Y su amor por ese hombre, intacto. La embriagaba su sola presencia.
—¡¿Doctor Méndez Cané?!... ¡Diego!
Diego reaccionó.
—¡Ah! Sí, disculpe... Hablábamos de la absorción... Yo soy el que va a decidir sobre ese asunto y...
—Pero no hay mucho que decidir. El informe lo dice todo. Me esforcé mucho en que fuera muy completo.
Marcela lo miró con cara de reproche, y Pérez López le hizo una mueca.
—El informe es excelente —contestó Diego, hablándole a Marcela.
Y Pérez López comenzó a desesperarse: —Bueno, básicamente lo he elaborado yo, más allá de alguna pequeñísima colaboración de mis subordinados. Nos gusta pensarnos como un gran equipo de trabajo.
Diego ya se estaba hartando de ese fulano, y de tener que ver a Marcela de lejos. Ya había mirado demasiado, y tocado demasiado poco, y esa era su oportunidad para emparejar las cosas.
—Dr. Pérez López... —comenzó a decir con gravedad—, el trabajo es excelente, pero quisiera que me explique el gráfico que figura en el primer anexo, acerca de....
Como suponía Diego, el falso doctor entró en pánico. Apenas había echado un vistazo sobre el informe, que le pareció demasiado técnico.
—Bueno, precisamente el anexo lo ha hecho...
Pérez López miró la cara de horror de sus subalternos, que no tenían la más remota idea de lo que se hablaba.
Por fin tuvo que rendirse: —el anexo lo hizo Marcelita, aquí presente.
—Entonces será ella la que me lo explique…, mientras bailamos —respondió Diego, tomando a Marcela entre sus brazos, y llevándola hasta la pista, sin darle tiempo a nadie para reaccionar.
Por un momento bailaron en silencio.
A la distancia Pérez López continuaba con su vigilancia.
La música sonaba y Marcela no podía creer lo que le estaba pasando. Y es que le estaba pasando de todo. No podía pensar. Sólo sentir... Sentir el perfume de Diego, que le era tan propio; hundirse en el brillo de sus ojos; perderse entre la fuerza de sus brazos... Incluso sentir el calor de su virilidad expectante... Sentir...
Pero también Diego estaba extraviado en medio de aquella cercanía. De la piel suave; de esas formas prohibidas; del ligero temblor de mujer joven y entregada al sentimiento. Todo lo que él recordaba estaba ahora allí, entre sus brazos... Los breves momentos de calma, de ternura, se revivían ahora como si no hubiera pasado tanto tiempo, ni tanto dolor.
¿Qué extraño poder tenía esa mujer falsa y engañadora sobre él?
Esa mujer.... La mujer de otro.
—No engordaste —comentó, aparentando indiferencia.
Marcela no comprendió el significado de sus palabras, hasta que Diego formuló la siguiente pregunta.
—¿Varón o niña?
—Varón —contestó la joven, mientras intentaba desesperadamente poner al mando a su inteligencia, y destronar por un rato a su corazón.
—¿Cómo se llama?
—Fernando Die... —se paró en seco—. Fernando.
—Como el padre... —afirmó Diego con amargura.
—Como “mí” padre.
—¿Y fue muy doloroso el....?
Marcela lo interrumpió. Eso era demasiado para ella.
—Por favor... —suplicó mientras intentaba alejarse.
Pero él logró retenerla, y volvieron a bailar en silencio, hasta que Diego comenzó a susurrarle al oído.
—Pensé que me iba a ser más fácil olvidarme de ti...
Marcela se sintió desfallecer... Ese hombre la podía.
—Pensé que simplemente te iba a odiar, y a otra cosa... Y es que me has lastimado mucho, ¿sabes?... Pero no puedo sacarte de mi cabeza.
Pérez López hizo un gesto a Marcela, que ella no supo o no pudo interpretar. Todo le daba vueltas. Amaba tanto a ese hombre... Pero ahora tenía un hijo... Y estaba Pérez López... Y la absorción... Y José Luís... Y Diego... Y Fernando. Estaba Fernando.
—Por favor, Diego, no me hagas esto.... —Y agregó en voz baja—: Sabes perfectamente lo que siento por ti... Pero esta noche estamos aquí para hablar de trabajo. De esta absorción dependen muchas cosas muy importantes para mí...
Diego la miró con algo de desprecio. Por supuesto, trabajo. Por supuesto el cálculo, el orden, las prioridades, las fechas. Aquella era otra de las caras de esa mujer, que tenía tantas.
—No, si yo también estaba hablando de trabajo... Tú necesitas un veredicto favorable para esta absorción. Y yo soy el encargado de darte una respuesta... No me gusta quedarme con cosas pendientes. Y tú eres una cosa pendiente para mí. Por eso pienso darte esa respuesta que tanto necesitas: mañana por la mañana..., en mi cama.
Marcela se detuvo y lo miró con incredulidad. Pero él, con furia, todavía agregó:
—Después de todo, tal parece que soy el único idiota aquí que todavía no se acostó contigo.
Por un instante pudo ver en la profundidad de los ojos de Marcela cómo su corazón se hacía pedazos.
Luego la ira se apoderó de ella, y le cruzó la cara de un sonoro sopapo.
Todos, en ese salón ruidoso, callaron para observarlos.
Diego la percibió así, destrozada. Con una tristeza tal, que a él mismo le llegó al alma.
Supo enseguida que había dicho algo muy malo e injusto, y quiso disculparse. Pero ella ya no estaba. Se había perdido entre la pequeña multitud agolpada a su alrededor.
Sí, Marcela había huido de su lado. Como siempre.
—Dr. Méndez Cané.... —se excusó Pérez López, mientras se acercaba, totalmente desencajado—. Usted disculpe... ¡Yo sabía que esa muchacha iba a traer problemas!
—No. De ninguna manera... El desubicado fui yo. Ella hizo lo único que correspondía... Además, no se preocupe. Gracias al excelente trabajo de la Dra. Medrano esa absorción es un hecho. Lo único que falta es ponerse de acuerdo con los números... Le reitero: pida disculpas a la Dra. Medrano por mi comportamiento... Y espero que el estudio sepa aprovechar todo su potencial. Es, sin duda, una gran contadora. Hágale llegar también mis felicitaciones... Y, de nuevo, mis disculpas... Dígale que no me va a alcanzar la vida para arrepentirme por lo que le he dicho esta noche... ¿Sabe qué ocurre? La confundí con alguien más...
* * *
Marcela lloraba, inconsolable. ¿Cómo podía hacer para arrancar de su corazón a ese hombre que la consideraba solamente una “cosa pendiente”? Ese hombre que, como le había advertido su amiga Agustina, aún podía seguir lastimándola. Porque junto a él quedaba indefensa... ¿Por qué Dios no le permitía enamorarse de José Luís? ¿Por qué se sentía tan ajena en sus brazos, y tan propia en los de Diego?...
Durante los meses de separación se había mantenido viva gracias a la secreta esperanza de que algún día se reencontraran. Y que ese día, las diferencias entre los dos no fueran tan importantes. Pero ahora se daba cuenta de su error... Había amado a un hombre imaginario. A un hombre que sólo estaba esperando con paciencia el momento de gozar de su cuerpo, pero que era incapaz de encontrar el camino de su alma.
De esta mala persona estaba enamorada.
Y ahora no podía arrancarlo de su corazón.
* * *
A todos los del estudio que habían estado en la recepción el día anterior se les autorizó para llegar a las once del día siguiente. Así que Marcela aprovechó las horas extras para ahorrarse algo del sueldo de Normita, y de paso tratar de borrar con maquillaje los estragos hechos en su cara por una noche entera vacía de sueño, y repleta de llanto.
Pero exactamente a las diez y cincuenta Marcela ya estaba subiendo por el elevador hasta el piso veintidós.
Mientras caminaba hacia su oficina tuvo la extraña sensación de que la gente murmuraba a sus espaldas. Otros ignoraban su saludo, como si se hubiera tratado de un fantasma.
¿Se habrían enterado de lo sucedido la noche anterior? ¿Quién podría haberles contado?
Marcela tuvo la respuesta al llegar a su oficina. Allí, con cara de triunfo, la esperaba su jefe.
Mala señal... El jamás llegaba a horario.
—¿Se logró la absorción? —preguntó Marcela, a modo de saludo.
—Sí... Por supuesto gracias a mí, que salvé lo de tu ataque. ¿Sabes?, ese es el problema con las mujeres como tú —comenzó a pontificar—. ¡Se creen gran cosa! Estudian un poco y piensan que son genios. Pero las pierde la vanidad... Y es que en el fondo todas son medio putas... Primero “histeriquean”, y después se hacen las ofendidas cuando reaccionamos.
—No se meta en lo que no entiende, Pérez. Y váyase de mi oficina, que tengo trabajo... Me imagino que usted ya no tendrá esos problemas, ahora que es socio.
—No —dijo él, sin más aclaraciones y con cara entristecida.
—¿No lo van a hacer socio? —preguntó Marcela, aterrada.
—¡No! —volvió a repetir, pero esta vez con alegría—. Yo soy socio, pero ésta ya no es más tu oficina. ¡Estás despedida!... Yo te di la oportunidad, pero quisiste hacerte “la estrecha”, y conmigo no se jode.
—¿Pero, por qué? —preguntó desesperada—. Lo ocurrido anoche no tiene nada que ver con el trabajo.
—¿No? ¿Te parece?... ¡Eres una idiota!, ¿o te crees que son todos tan pacientes como yo? El mismo Méndez Cané me exigió que te echara como condición para cerrar el trato: lo has hecho quedar para la mierda con tu histeriqueo, nenita... ¡Pero ahora ya es tarde! Así que... más vale que vayas desocupando la oficina. ¡Vete de aquí! —gritó mientras la empujaba hasta la salida.
Cuando Marcela se quedó en medio del pasillo, aún confundida, él le cerró la puerta en la cara.
—¿Todavía aquí con los pobres, Dr. Pérez López?— dijo uno de los asesores al encontrarse con aquel hombre malo.
—Es que tenía algo pendiente.... —murmuró el nuevo socio, con una sonrisa entre los labios.
* * *
Diego contrajo neumonitis por tercera vez en el año. Quizás por haber estado caminando bajo la lluvia hasta el amanecer luego de la fiesta de Tomassini. Y es que la cachetada de Marcela le había hecho doler hasta el alma. Y lo que más le dolía era el hecho de que fuese justa, tanto como, cada vez estaba más seguro, hubiera sido injusta la que él estuvo a punto de darle esa maldita noche. Además, jamás le había levantado la mano a una mujer, y parecía increíble que Marcela hubiera sido la primera y única... No le iba a alcanzar la vida para arrepentirse. Pero aunque ahora no pensaba que ella era la más puta de las mujeres, (ni siquiera que era puta), se sentía incapaz de perdonarla. No tenía ganas de lastimarla ni vengarse, pero no quería saber más nada con ella... Quizás si hubiera estado sola... ¡Pero con un hijo!
En esas cosas estuvo pensando la noche de la fiesta, y ni se dio cuenta de la lluvia. Y al día siguiente comenzó la fiebre.
El médico se preocupó por lo seguido de sus infecciones y decidió hacerle una batería de análisis, incluido uno de HIV.
—¿HIV?... Esto es ... SIDA. ¿Para qué?
—¿Es sexualmente activo?
—Sí.
—¿Tiene pareja estable?
—No. Pero me cuido con preservativos.
—¿Siempre usa condones?
—¡Siempre!
—¿Nunca se le desborda, nunca se le rompe...?
Diego calló.
—¿Tiene relaciones homosexuales?
—¡No! —casi gritó Diego, al que la sola idea parecía ofenderlo.
—Sin embargo es un grupo que se ha preocupado y ahora es muy cuidadoso, cosa que no se puede decir de los que somos heterosexuales... ¿Tuvo relaciones con adictas?
Diego calló.
—He ahí uno de los peores grupos de riesgo.
—Pero no se inyectaba....
—¿Está seguro? No sólo hay que mirar los brazos... ¿Tuvo relaciones múltiples?
Diego calló.
—¿Con prostitutas?
Diego calló.
—¿En estado de ebriedad, o con poca conciencia de lo que ocurría?
Diego calló.
—El sida no es algo que le pasa solamente a los chicos malos. Tengo el consultorio lleno de buena gente que es positiva.
Su joven paciente lo observó con sorpresa.
El médico siguió por un buen rato escribiendo el nombre de más estudios, mientras Diego permanecía callado, tomando conciencia...
* * *
La lista de los amigos de su padre ya se estaba acabando, y Cony aún no había conseguido marido.
Algunos no querían más “guerra”, y otros, los más, tenían amplias referencias de los dolores de cabeza que esa niña malcriada le había dado al viejo Ríos, y que justificaban con creces el hecho de que él hubiera huido sin dejar dirección. Incluso muchos aprovecharon la oportunidad de su visita para decirle “unas cuantas verdades”, acusándola de ser la causa de la quiebra paterna. ¡Ridículo!
Pero Cony no estaba acostumbrada a esperar. Además había suspendido el gimnasio, los masajes y el spa, así que empezaba a ganar peso.
Justo cuando estaba a punto de cometer una locura, la llamada generosa del Dr. Lavalle la detuvo. Tiró entonces el número de la tienda en que necesitaban empleadas, (¡increíble hasta dónde se podía llegar para pagar el salón de belleza!), y escuchó las noticias.
El abogado la había llamado para informarle que su padre, haciendo uso de su doble nacionalidad, estaba instalado en España. Y que había “repatriado” una pequeña fortuna para “aceitar” la justicia argentina. Así consiguió en tiempo record, (apenas pocos meses, en un proceso que suele llevar décadas), que lo absolvieran por falta de mérito en el juicio que se le llevaba por estafas reiteradas. Y que la carátula de la quiebra dolosa cambiara por la de una quiebra común. Jueces, políticos y sindicalistas, todos los que eran ricos, se volvieron un poco más ricos, y los trabajadores y pequeños empresarios se hundieron apenas un poco más, porque no había mucho para caer cuando ya se estaba en lo más bajo.
Vistas las noticias, Constanza apeló otra vez a viejas amistades, y consiguió el tan ansiado dato de la dirección y el teléfono de su miserable padre. Por supuesto de haber tenido dinero... pero tuvo que contentarse con un simple llamado telefónico, (¡las cosas ya no eran como antes!).
Desde la Madre Patria por primera vez Eleuterio Ríos fue terminante con su hija: no había más fondos para ella. Ninguna ley en el mundo lo obligaba a mantener a una hija mayor de edad. Él se encontraba enfrascado en montar una pequeñísima fábrica de Cerámica en ese país famoso por sus cerámicas. Se sentía joven otra vez, y no tenía lugar en su agenda para “asuntos sociales”.
Cuando cortó la llamada, mil venganzas terribles cruzaron por la mente de Cony, (tanto era su odio por ese hombre), pero ninguna que se pudiera llevar a cabo sin dinero. Es que incluso para ser mala necesitaba ser rica.
Así de pobre era.
* * *
Como siempre que Diego pedía ayuda, un millón de mujeres corrieron a auxiliarlo.
Tenía fiebre, miedo de que el resultado de su test de SIDA fuera positivo, y preocupación porque no se llevaran a cabo correctamente las tareas pendientes en el estudio. Todos esos problemas, en igual orden de importancia, (así de mal estaba su vida), lo acuciaban.
Él, metido en la cama, tiritaba y deliraba, mientras por su departamento circulaban su madre, su antigua nana, sus tías, su novia oficial Ana Clara, y muchas de sus antiguas amantes, tratando de recuperar algo del terreno perdido.
Incluso Ayelén, (a quién no había vuelto a ver desde la noche en que se fugó con Esteban), fue a visitarlo. Le contó que con Franchinotti estaban planeando casarse. Aún en medio de su enfermedad, o quizás por ella, Diego lamentó que el idiota de su enemigo fuera capaz de semejantes extremos con tal de dañarlo.
Apenas pudo recuperarse un poco, ese hombre que había convertido por voluntad propia su casa en un pequeño aquelarre con tal de lograr algo de compañía, notó que a pesar de las risas y las charlas, todavía se sentía muy solo.
* * *
Aquellos meses fueron terribles para Marcela. En un país que estaba sufriendo la peor crisis de su historia sencillamente no había trabajo. Y menos aún para alguien tan capacitado como ella. Los estudios contables caían a la par que crecían las quiebras de sus clientes, y nadie necesitaba un nuevo contador.
En Rossi y Asoc., el estudio que la había visto crecer, no querían volver a perderla, pero como ya otro profesional ocupaba su puesto, lo único que le ofrecieron fue que se incorporara a tiempo y tareas completas, pero a la mitad del sueldo que había estado ganando antes de irse, que a su vez era la mitad de lo que había ganado en Farrell. Y si bien le era imposible subsistir con eso, aceptó. Tenía un hijo que mantener, y no había orgullo que lo alimentara.
Por fortuna pudo rentar su piso de Recoleta. El día que tuvo que entregar las llaves de su casa al inquilino, se desgarró por dentro, pero no lloró. No lloraba por tonterías. Necesitaba el dinero para pagar la pensión y la leche de Fer.
Además, en su tiempo libre (¿?) comenzó a llevar pequeñas contabilidades. Negocios miserables de gente miserable. En muchos casos, hombres solos para los que una mujer bonita era toda una tentación. Y Marcela, preparada para desempeñarse con soltura en grandes desafíos, era incapaz de lidiar con ellos.
Había vivido su vida planificando el momento en que tuviera su propio hogar, su familia, su carrera.... Su libertad.... Y ahora que tenía casi todo, seguía atada a horarios, contando monedas, y vendiendo su tiempo de vida por poco.
Se sentía miserable.
En su interior veía crecer el odio hacia el hombre que amaba y que la había lastimado de todas las formas posibles. Sentía rencor por él, (porque hubiera pedido que la echaran de su trabajo, poniendo en peligro su subsistencia y la de su hijo). Pero lo que en verdad no podía perdonarle era que la hubiera hecho vislumbrar una felicidad que, aunque ahora sabía falsa, añoraba. Que la hacía sentirse ajena aún en los brazos de José Luís, el hombre que casi había sido su marido... Ella necesitaba un padre para su hijo, y él, una buena madre para sus tres dulces niñas. Unas niñas que tenían la mirada de su querida amiga Vanina...
¿Por qué seguir entonces sufriendo en Buenos Aires?
Ella sabía la respuesta: era el precio de la libertad.
Y Marcela había nacido para ser libre y cumplir su destino.
* * *
Diego estaba feliz. Totalmente recuperado. Por supuesto no tenía sida, (¡¿cómo había podido pensar que algo así pudiera ocurrirle a él?!), y su trabajo, enfocado ahora en el resto de América Latina, (ya que su propio país se encontraba en ruinas), estaba viento en popa.
Había muchos motivos para festejar, y esa noche iba a hacerlo con más ganas que nunca. Claro que no como antes: se había vuelto mucho más cauto. Ahora limitaba sus encuentros sexuales a Ana Clara, dormía ocho horas todos los días, y trataba de alejarse del alcohol. Había aprendido a lidiar con su soledad y la rutina que le imponía la vida de soltero. Estaba casi como antes de conocer a Marcela.
Casi....
* * *
Constanza Ríos, la hija del que fuera dueño de la Cerámica Ríos, se bajó del autobús de la línea sesenta. ¡Un autobús! Todavía la mareaba un poco subirse al transporte público pero, status aparte, también le resultaba bastante divertido.
Las frenadas, los pozos, las carreras, le recordaban las épocas en que iba por el mundo buscando emociones en las montañas rusas. La gente que subía a mendigar, (a su criterio, verdaderos artistas callejeros), la entretenían tanto como los de la Piazza Spagna en Roma, o los que recorrían las calles de París. La pobreza le resultaba pintoresca. Era un mundo nuevo que nunca antes se había tomado el trabajo de descubrir y que ahora, por fuerza, debía transitar.
La tarde estaba helada pero hermosa.
Comenzó a caminar entre el tumulto de la Avenida Cabildo, y a mirar con bastante desprecio las tiendas que la poblaban, llenas de, (a su juicio), baratijas, pero que ella no podía comprar. Ya estaba cruzando la avenida, cuando se detuvo en seco. El bocinazo de un autobús la sacó de su conmoción: había visto a Loly. Loly con un vientre inmenso. Loly, embarazada de su padre...
Comenzó a seguirla sin que ella lo notara. Llegó a un edificio a pocas calles de la pensión de Doña Estela, y que evidentemente era su nueva casa.
Cony sintió que el odio se apoderaba de ella una vez más: al final esa idiota no lo había resultado tanto. Estaba en mucha mejor posición que ella misma: tenía linda ropa, buen corte de cabello... y el edificio donde vivía estaba bastante bien. Muy bien, comparado con la inmunda pensión a la que ella estaba confinada.
Cony continuó su custodia frente a la casa. Con todo y embarazo la muy desgraciada había tenido éxito en lo mismo en que ella estaba fallando tan miserablemente: conseguir alguien que la mantuviera.
* * *
Agustina miró a su alrededor. ¡Qué asco!... Los que no eran contadores, eran esposas de contadores. Y si aquellos tipos le resultaban patéticos, siempre hablando de dinero ajeno y negocios que sólo los rozaban, sus esposas le daban lástima. Ninguna de ellas tenía otra profesión que no fuera la de docente o traductora pública. Ninguna era morocha o gorda. Todas tenían la lujosa apariencia de ese que sólo busca tener una apariencia lujosa. Nada natural, todo adquirido.
Agustina se aferró un poco más a su copa, cuando notó un ligero revuelo a su alrededor: Méndez Cané acababa de llegar.
¡Desgraciado!... Iba a tener que hacer esfuerzos para no pararse y escupirle la cara. ¡Hijo de puta! Cuando veía a su pobre amiga corriendo como desesperada, haciendo malabares para llegar a fin de mes… ¡Y todo por culpa de ese....!
—¡Hola! Tú eres Agustina, la novia de Richard, ¿no?
Agustina miró a ese hombre que tanto aborrecía de reojo, y dio vuelta la cara sin contestarle.
—¡Eh! —le gritó Diego, casi enfurecido, adivinando los motivos de semejante reacción— ¿No me vas a hablar?.... ¿Qué ocurre? ¿Tu amiguita te estuvo contando su versión de los hechos? —terminó de decir mientras se sentaba a su lado.
—Si alguna vez hubieras conocido un poco a “mi amiguita”, sabrías que jamás cuenta nada —contestó la joven entrecerrando los ojos por la furia—. Los que la amamos, sabemos interpretar sus silencios.... —le echó en cara.
—O descifrar sus mentiras... “Tu amiguita” se calla lo que le conviene.
—Lávate la boca antes de hablar de ella...
—¿Justo conmigo vienes a defenderla?... ¿No te contó cómo me arruinó la vida?
—¡¿Qué ella te arruinó la vida a ti?! —casi gritó Agustina. Ya era incapaz de contener su furia—. ¡A ti! ¡Al gran Méndez Cané! ¡¿Por qué?! ¿Porque te quedaste caliente con ella? ¿Porque fue la única mujer que se animó a decir que no? Eres un hijo de mil putas, ¿sabes? No te importó nada, ¿no?... Sólo tu calentura... Que ella esté ahora en la calle te da lo mismo, ¿no?... Que ella...
Pero Diego no la dejó terminar.
—¿Cómo qué “en la calle”? —preguntó consternado.
—En la calle, despedida. Como lo pidió el gran Méndez Cané... Un hijo de puta incapaz de darse cuenta de....
Pero de lo que él ya no se daba cuenta era de los insultos ni del odio de Agustina, presa como estaba de una profunda inquietud.
Volvió a interrumpirla.
—¿Cómo que la despidieron? ¿Cuándo? ¿Por qué?
—¿Pero qué clase de desgraciado eres? ¡¿Cómo por qué?! ¡Porque tú lo exigiste! Porque no pudiste soportar que ella te pusiera en tu lugar el día de la fiesta.
—¡Pero eso es ridículo! Yo mismo hablé con el idiota ese de Pérez Rodríguez, o Pérez algo, y le dije que toda la culpa había sido mía. Que la absorción se hacía gracias al trabajo de Marcela... ¡Si hasta le mandé felicitaciones!
Agustina se quedó confundida por un momento, pero luego ató cabos.
—¡Que desgraciado! —murmuró sin mirar a Diego—. ¡Ahora entiendo! Fue el cretino ese de Pérez López... El muy cerdo se la tenía jurada porque Marcela no lo dejaba tocarla... Por eso se esforzó tanto con ese maldito informe. ¡La de noches que pasó sin dormir, ilusionada porque, si todo salía bien, asociaban al idiota y se lo sacaba de encima para siempre!
—Ella mencionó que era importante, pero yo creí... —comenzó a decir Diego avergonzado, pero no pudo acabar la frase. Tenía un nudo en la garganta. La sola idea de que Marcela hubiera sufrido por su culpa... El recordar cómo la miraba aquel idiota baboso el día de la fiesta… Y él, como un imbécil, con esa ofensa gratuita, le había dado pie para...
—¿Y dónde está trabajando ahora? —pudo hilvanar al fin.
—De nuevo en lo de Pinti..., por la mitad del sueldo que tenía antes.
—¡Pero eso es injusto! Es mejor contadora que todos los que estamos aquí. No tiene nada que hacer en ese estudio inmundo. Y además, ¿de qué vive?
—¡Del aire! —lo interrumpió Agustina—. La verdad es que no vive. Apenas puede mantener a su bebé.
Diego estaba desesperado, y tanto sus gestos como el tono de su voz lo delataban. Se movía nervioso, se arreglaba el cabello, frotaba sus manos.
—Tenemos que hacer algo. Yo puedo conseguirle trabajo en el estudio junto a mi...
—¿Contigo? —preguntó Agustina con ironía.
—En el de mi padre, entonces... o en el de un amigo. ¡Tengo muchos amigos que me deben favores!... O puedo ir a Farrell, pegarle una trompada a ese idiota de mierda, y exigir que le devuelvan...
Agustina lo vio tan desesperado, que no dudó de la sinceridad de sus palabras y se conmovió.
—¡Espera, Diego! Piensa un poco lo que estás diciendo... Conoces a Marcela. Es más, si se llega a enterar de que te conté esto, me mata.
La muchacha se apiadó de él, así que agregó:
—Dices que ella te lastimó mucho, y puede ser. Ten la plena seguridad de que no fue a propósito. Pero tú, en cambio, no tienes idea de cómo la lastimaste a ella. Está destruida, y no va a aceptar ninguna ayuda que venga de ti.
—No tiene que enterarse. Puedo darte dinero, y...
—¡No!... No va a aceptar. ¡Es ridículo! Además por ahora se está arreglando. Rentó su piso y...
—¡¿Su piso?! ¡¿Pero, cómo?!
—No te olvides que tiene un hijo que mantener.
Ella pudo notar cómo lo dañaba la sola mención de ese hijo. Agustina se sentía mal por haber destruido con sus palabras a aquel hombre que había llegado allí como un ganador. Quizás Diego no era tan mal tipo, después de todo...
Quizás de verdad lo sentía...
Quizás...
* * *
Durante catorce horas al día Marcela era muy infeliz, pero bastaba llegar a casa y levantar en brazos a su bebé para que todo el mundo cobrara sentido. Se perdía en la dulzura de su piel, sus sonrisas, su calor. No tenía más gozo que cuando los domingos lo llevaba a Misa, y las mujeres se arremolinaban junto a él. Estaba orgullosa de su cabello ensortijado, su piel oscura, sus grandes ojos negros. Cierto que no se le parecía en nada, pero eso no lo hacía amarlo menos. Era su hijo.
Pero hay días y días para una mujer...
Y algunos días, sólo algunos, también necesitaba un hombre.
* * *
La música sonaba mientras Diego permanecía sentado en el sillón, con la vista fija en el vacío. No podía pensar... Sólo sentía dolor.
Ana Clara se asomó por la puerta del dormitorio ya completamente vestida, y se sentó a su lado. Pero él no lo notó.
—La viste, ¿no?... La viste, o te hablaron de ella —sugirió, despechada.
Diego tardó en reaccionar, y luego la miró sin verla. —¿A quién?
—A la muchacha de los ojos azules. Siempre que te pones como la mierda es que ella estuvo cerca.
Ahora sí la miró. Tenía razón.
—Es que estoy amargado. Ella se portó como el culo conmigo, y ahora, por una idiotez, parece como que el hijo de puta fuera yo. Y no me gusta que la gente crea que soy un hijo de puta.
—No te gusta que "ella" lo crea —lo corrigió Ana Clara con convicción.
Volvió a mirarlo. Estaba perdido de nuevo, y su novia no tenía ganas de ser también su confidente. Al fin se decidió, y comenzó a hablar de lo que no se había animado a decir en toda la noche.
—Diego... ¿alguna vez vas a casarte conmigo?
Su amante la miró sorprendido, pero la joven continuó hablando con aparente calma.
—La otra tarde me encontré con Cony... Constanza Ríos, ¿te acuerdas?
Diego no tenía la más remota idea.
—La hija del dueño de Cerámica Ríos...
Ahora sí la recordaba.
—Bueno, la otra tarde la vi. Parece que quiere casarse, y claro, ahora ya no consigue a nadie. ¡Está hecha mierda! Tiene como treinta años... Ella dice que tiene veintitrés, pero yo estoy segura que estaba varios años más adelante que yo en el colegio... Y lo cierto es que se le ha caído todo el calendario encima. Y cuando una mujer envejece... Yo cumplí veintiocho anteayer.
—¡No me avisaste! —le reprochó él, a modo de excusa.
—Esperaba que después de diez años lo recordaras.
Diego la miró a los ojos. ¿Estaba a punto de llorar? Nunca la había visto llorar.
—Mira Diego, siempre pensé que a pesar de que tú y yo estuviéramos con muchos otros, al final íbamos a terminar casados. Para eso somos novios, ¿no? Por eso cuando, como hoy, me llamas a última hora... Pero después llego, me haces el amor a los apurones, y huyes aquí para pensar en la otra....
—Ana Clara, yo...
Pero ella no lo dejó terminar.
—¿Te vas a casar conmigo, sí o no?
—No sé... No me apures... Quizás...
—Son diez años... No te voy a esperar otros diez años para que termines casándote con la de los ojos claros.
—¡Eso te lo juro que no! —se defendió.
Por muchas cosas que sintiera por Marcela, le era sencillamente imposible hacerse cargo de un hijo ajeno... Y es que casi podía decirse que odiaba a ese bebé. Le recordaba que Marcela había estado en los brazos de otro, uno a quien no le fue tan difícil entregarse. Y eso, más que nada, le hacía hervir la sangre. No.... Al elegir quedarse con ese hijo en lugar de con él, Marcela había sellado para siempre la posibilidad de que algún día pudieran acabar juntos.
Volvió a mirar a Ana Clara. Estaba llorando... ¿Que se suponía que tenía que hacer cuando una mujer lloraba?...
—Mira, Ana Clara... —comenzó a decir sin tocarla—, yo algún día me voy a casar... ¡Bah!, me imagino... Todo el mundo se casa. Pero no ahora, ni antes de un año. No creo que ni siquiera en otros diez... Estoy acostumbrado a mi vida.
Ana Clara trató de recobrar la calma.
—Entonces no voy a esperarte. ¿Te acuerdas de Ignacio Orduna?
—¿El amigo de tu padre?
—Sí... Acaba de divorciarse de la mujer, y me pidió que me casara con él.
—¿No es un poco mayor para ti? Tiene como… cuarenta— comentó Diego, casi con indiferencia.
Y esa indiferencia le llegó a Ana Clara al corazón. Y entendió que lo había perdido para siempre. Si es que alguna vez lo había tenido.
—Mira Diego, tal y como están las cosas, es mejor que nunca vuelvas a llamarme. Te deseo lo mejor, ¡pero a mí no me rompas más las pelotas!
Se paró, tomó su bolso, y cuando ya estaba por irse, dijo unas últimas palabras.
—Esteban me contó muchas cosas sobre la muchacha de los ojos claros... Créeme, no es para ti. Son muy distintos... Piénsalo: desde que la conoces andas por la vida hecho mierda... Fuiste perdiéndolo todo. Y ahora incluso me pierdes a mí... Una lástima ¿sabes?, porque yo también tengo ojos claros, pero los míos no los supiste mirar.
Diego la vio partir, sin verla en absoluto. Pero sus palabras resonaban en su corazón. Estaba en lo cierto: de una forma u otra Marcela había trastocado su vida, y justo ahora que comenzaba a ponerla nuevamente en orden...
¡Tenía que olvidarse de esa mujer para siempre!
Y esta vez, con un poco de voluntad, al fin lo iba a lograr.
* * *
En la pensión todo era fiesta y algarabía: Mariela iba a casarse. Era la primera vez que una pensionista abandonaba la casa e iba directo al altar. Y no se casaba porque estuviera embarazada, como le gustaba aclarar a todos dada la reciente ola de fertilidad entre sus compañeras, sino por razones económicas: al fin había logrado convencer a Chachi, su futuro marido, de que iban a ahorrar dinero si vivían juntos. Así que la mamá del novio, muy religiosa, y emocionada porque su hijo iba a abandonar ese “concubinato itinerante” que tanto la preocupaba, decidió hacer una lujosa fiesta a la que todas estaban invitadas.
Ese día había sido una locura, pero ya llegada la noche, y a medida que las integrantes de la casa se veían vestidas y arregladas, los nervios daban paso a la alegría.
Sólo a Marcela la esperaban largas horas de trabajo con la única compañía de su bebé. No había podido participar en el regalo, y se hubiera sentido culpable de ocupar un lugar en la fiesta, así que usó la excusa del trabajo, (por otro lado cierta), para no ser de la partida. Además ese sábado Fernandito había estado muy irritable, llorando por todo, y negándose a comer. De ser otra la altura del mes, y por lo tanto de su sueldo, lo hubiera llevado al pediatra. Pero con apenas un peso cincuenta en el bolso, no tenía ni siquiera para pagar un autobús al hospital público. Y la tarde había estado demasiado helada y lluviosa como para ir caminando.
A la medianoche Fer llevaba más de dos horas gritando sin parar. Marcela trató infructuosamente de alimentarlo. Luego lo había paseado, cambiado, cantado, mimado... Todo lo que sabía o podía hacer. Los libros de contabilidad en que se suponía debía trabajar permanecían abiertos sobre la mesa, intactos. Estaba totalmente desesperada.
Y entonces se dio cuenta: Fernando ardía. ¡Volaba de fiebre!
Quiso pedir ayuda, pero el teléfono, (¡como siempre!), no funcionaba. Tenía que llevarlo a algún sitio. Pero no sabía cómo hacerlo. No había dinero para remedios, ni para el taxi, y mucho menos para el médico.
Marcela comenzó a llorar a la par de su bebé.
En algún sitio de esa pensión debía haber dinero, ¿pero dónde? Todas eran muy cuidadosas en ocultarlo. ¿Qué hacer, entonces?
La muchacha miró en su corazón y supo que en ese momento era capaz de todo: pedir en medio de la calle, robar, lo que fuera que le permitiera aliviar el dolor de su hijo.
Y entonces pensó en tocar los timbres vecinos: alguien le daría algo. Dios no la podía abandonar…
Dejó a Fer en su cuna y corrió entre llantos a la puerta principal, dispuesta a todo. Pero ni bien la abrió se quedó petrificada, y luego se apuró a cerrarla de un golpe.
Hubo un momento de silencio, y después se escuchó la voz angustiada de Diego, del otro lado.
—Marcela, ¿qué te ocurre?, ¿por qué estás llorando? ¡Ábreme!
Un montón de sentimientos cruzaron por la cabeza de la muchacha en ese momento: odio, orgullo.... Pero todos cedieron paso a la desesperación.
Abrió la puerta lentamente, justo cuando Diego ya se disponía a tirarla abajo.
—Tiene fiebre... ¡Mucha fiebre!... Y no sé qué hacer... —susurró.
Y esa declaración de impotencia en una mujer acostumbrada a tener todo bajo control, la terminó de quebrar. Rompió en llanto.
Diego la acurrucó entre sus brazos para consolarla.
Y ella lo dejó hacer.
Él también estaba conmovido, incluso a punto de llorar. No soportaba sentir el dolor de la mujer que tanto amaba.
—¡Vamos! —dijo por fin, tratando de reponerse—. Tráelo. Tengo el auto en la puerta. Lo llevaremos al Hospital de Niños. Y abrígalo, porque hace mucho frío.
Diego la vio alejarse. Había estado dos horas parado como un idiota frente a la puerta de la pensión, incapaz de tocar el timbre o de irse.
Y ahora sabía por qué.
* * *
Cony miró a su alrededor con algo de asco: así que eso era una fiesta de pobres... Sin banda en vivo, sin un salón con vista al río, sin caviar, sin champagne en las mesas... Sin periodistas o gente de sociales... Y a eso iba a tener que acostumbrarse... A ser una más, una desconocida en medio de desconocidos. Claro que esa fiesta le daba la oportunidad de sentirse admirada otra vez, aunque fuera por unas horas. Podía darse cuenta de que era el centro de la atención, opacando incluso a la novia. Su vestido envolvente, cuya tela debía haber costado más que la fiesta, su paso cadencioso, sus movimientos sensuales al bailar, hacían que los hombres se babearan por ella. Y en especial el primo del novio, un ingeniero recién recibido, con un traje barato, y unos músculos increíbles para rellenarlo. Un hombre al que antes hubiera despreciado al conocer su apellido, pero que ahora le resultaba por demás tentador... Y es que necesitaba alguien que la mantuviera. Necesitaba un marido. Y estaba desesperada.
* * *
Tardaron sólo quince minutos en llegar al Hospital de Niños, un viaje que en condiciones normales difícilmente se hubiera podido realizar en menos de treinta.
Marcela no había parado de sollozar a la par del bebé, hablándole todo el tiempo con una dulzura que inundaba el corazón de Diego.
Cuando llegaron, corrieron a la guardia. Pero allí los tiempos eran otros... La fiebre de un bebé no apuraba a nadie. Era rutina, así que tuvieron que esperar.
Diego echó un vistazo al chico: ¡era horrendo!... Un negrito, además. Tan distinto a Marcela...
—A ver, ¿qué le ocurre a este niño?
—Vuela de fiebre y ... —se apuró a contestar Marcela, pero la enfermera la detuvo.
—Bueno, entonces uno de los dos tiene que ir a hacer los trámites.
—Voy yo... —dijo la joven con resolución, mientras la enfermera tomaba al bebé en sus brazos.
Por un rato la dama lo observó llorar, pero después, cuando Marcela ya se había alejado, se lo entregó a Diego, que se quedó perplejo, sosteniéndolo.
—A ver, papi... Ven por aquí.
El muchacho tardó unos segundos en darse cuenta que se refería a él, así que la enfermera se vio en la obligación de empujarlo, conduciéndolo hasta un cubículo cercano.
Diego sostenía a ese bebé como si se tratara de material radioactivo: con mucho cuidado de que no se cayera, pero tratando de establecer el menor contacto físico posible.
La dama de blanco estaba enfrascada buscando algo. Cuando lo encontró, apoyó sobre la camilla un extraño moldeado de plástico, que después Diego supo era una bañerita de bebé.
—Bueno, papi. Vamos a darle una remojada a tu hijo para bajarle la temperatura, así el doctor lo puede revisar.
—¿No hay remedios para eso? —protestó Diego.
—Si le doy un antitérmico ahora, puedo enmascarar algún síntoma, y tú no quieres eso —sermoneó la dama, mientras llenaba de agua apenas tibia esa extraña cosa. —Ve desvistiéndolo mientras...
—¡¿Yo?! —exclamó Diego, con una mezcla de asco y horror— No tengo ni idea de cómo se hace para…
—¡Ay! ¡Estos padres modernos! —lo reprendió la enfermera, mientras con pericia se lo sacaba de las manos y lo desvestía ella misma—. Comienza a arremangarte —le ordenó.
—¡¿Yo?! — volvió a exclamar Diego, pero esa mujer inmensa le puso una cara que lo hizo optar por obedecer sin más. Así que se sacó el abrigo, el suéter, y se arremangó la camisa.
Y entonces la enfermera dejó de nuevo a ese bebé que odiaba entre sus brazos. Y le enseñó a sostenerlo con seguridad. E hizo que lo sumergiera, para horror de Fernandito, que rompió en el más desesperado de los llantos, como si se fuera a disolver al contacto con el agua. Le explicó cómo debía ir mojándolo lentamente, y hablándole para calmarlo. Y entonces se fue, dejándolo sólo con ese bebé con el que, ahora se daba cuenta, tenía en común una sola cosa: los dos amaban a la misma mujer.
—Mira que eres feo ¿eh?... Y tan morocho... La puta que debía ser morocho tu padre.
Pasado el impacto del contacto inicial con el agua, y a medida que se iba mojando su cuerpo y la fiebre cedía, Fernandito dejaba de llorar, e incluso miraba con atención a Diego.
—No, y todo bien con los morochos... Pero es que si fueras un poco más rubio podría olvidarme que Marcela... ¿Te ríes? ¡Claro que te ríes!... Eres hombre... Y sabes que estoy enloquecido por tu mamá... ¡Cómo me la has robado, miserable!
Diego seguía atendiendo al bebé, incluso con cierta destreza. No era más difícil que sostener a un perro, y bastante más fácil que hacerlo con un gato.
Y le estaba diciendo algo así, cuando Marcela llegó apurada al cuarto.
—¡Discúlpame!... No me dejaban más —se excusó avergonzada, mientras intentaba tomar su puesto. Diego le entregó con calma al bebé, y de nuevo se dejó embriagar por su proximidad. Permaneció a su lado, inundándose de su perfume. Ella mojaba y acariciaba al bebé, y él también comenzó a acariciarlo. Y en un momento hubo un ligero roce entre sus manos y los dos se miraron... Y los dos se encontraron.
—¡A ver, papis! ¿Qué le anda pasando al niño? —dijo el doctor al entrar— Sáquenlo del agua, por favor.
—No tengo con qué secarlo —observó Marcela, mirando a su alrededor.
—Aquí no hay toallas. Esto es un hospital público. No hay nada. Ni gasa, ni termómetros... ¡Muchísimo menos toallas!... —rezongó el doctor con la amargura propia de quien lucha todos los días contra lo mismo.
—Sécalo con esto —terció Diego, mientras se sacaba la camisa y se la daba.
Marcela se ruborizó al ver su pecho desnudo, y él se dio cuenta.
Cuando Fernando estuvo seco, el médico lo revisó.
—¿Le das pecho?
—No. Leche maternizada —respondió Marcela, volviendo a ruborizarse.
Diego la miró con algo de sorpresa. Había supuesto que era del tipo de las que amamantaban a su hijo.
—¡Estas madres modernas! —la reprendió el doctor—. ¡Si supieran cuántas de estas pavadas se evitarían con sólo sacar la teta!
Marcela se puso más roja aún, si eso era posible.
—Este niño tiene una otitis. Por desgracia hay que darle un antibiótico, pero la buena noticia es que en veinticuatro horas ya se le habrá pasado todo. De lo contrario tendrás que volver... Aquí te escribo las instrucciones y la receta. Ah, y también algo para que se calme. Aunque por tu cara, me parece que más necesitarías tomarlo tú.
Cuando salieron del hospital Diego la hizo subir al auto para que Fer no tuviera frío, y corrió hasta la farmacia más cercana con la receta.
Cuando llegó con el medicamento, Marcela intentó eslabonar una disculpa, pero no pudo.
—El dinero de la medicina... yo… después...
—Después me lo pagas. No hay prisa —se apuró a decir él, consciente de su embarazo.
Durante el viaje de vuelta no hablaron, tantas eran las cosas que tenían para decirse.
Recién cuando Marcela acostó a Fernando en su cuna, Diego comenzó a explicarse. Ya eran las cuatro de la madrugada y estaban solos en la pensión vacía.
—Marcela, hoy vine hasta aquí porque... Me enteré que te despidieron.
—Claro que te enteraste, si fuiste tú el que lo pidió.
—¡No! ¡Te juro que no! Escucha, sé que esa noche actué como un idiota, pero... Tú sabes que todavía me dueles demasiado. Sigo hecho mierda por tu culpa... Y quería lastimarte, nada más. Pero nunca pensé que ese hijo de puta iba a aprovechar para... Te juro que cuando Agustina me dijo...
—¡¿Cómo que Agustina te dijo?! ¿Cuándo has hablado con ella?
Diego se dio cuenta de que había metido la pata.
—¿Y ahora cómo se supone que sigue esto? —preguntó, pretendiendo no haberla escuchado.
—¿Cómo sigue "qué"?
— Tu trabajo. No vas a continuar trabajando un montón de horas por monedas.
—Veo que Agustina te contó muchas cosas —lo enfrentó con rabia, y después continuó—: Mira Diego, lo que me ocurre es un problema mío y...
—¡Y mío también! ¡Yo te metí en esto! Es cierto que después de lo que me hiciste... Pero eso no justifica que pierdas el trabajo... ¡No, ahora el problema es nuestro!
Y ese “nuestro” les sonó a los dos en el corazón.
Fue Marcela la que reaccionó.
—Ya no hay nada nuestro —replicó quedamente.
Y supo que había llegado el momento de que Diego se fuera.
—¿Qué son estos libros? —insistió él.
—Estoy haciendo algunas contabilidades... Ya ves, no necesito ayuda.
—¿Así? ¿Los estás pasando a mano? Puedes llevar el archivo a cualquier sitio para que te hagan el copiado...
—Lo sé, Diego... Ya lo sé. Pero así es más barato. Además no estoy trabajando con ordenador, porque aquí no tengo.
—¿Haces la contabilidad manualmente? —preguntó, incrédulo— Pero si tú tenías...
—Tenía, Diego, tenía... Tenía muchas cosas. Ahora tengo un hijo, y con eso me alcanza... Mira, dices que te hice mucho mal. Con lo de mi trabajo estamos a mano... Y por lo de esta noche, mi hijo y yo vamos a estar eternamente agradecidos contigo. Si me debías algo, ya me lo pagaste. Si te debo algo...
Lo miró con sus profundos ojos azules.
Y él se hundió en aquella mirada.
Entonces se escuchó el ruido de la puerta. Doña Estela acababa de llegar.
La fiesta había terminado.
* * *
Ya era lunes y ese idiota de Rubén Passalaqua todavía no la había llamado. ¿Hasta los tipos pobres iban a dejarla de lado?
Y en verdad el fulano no era tan pobre, pensó Cony, cuyos parámetros habían comenzado rápidamente a reubicarse. Tenía auto... nacional, pero auto al fin. Tenía un piso propio... En el Once, ¿dónde quedaría eso?... Incluso había ido a Europa... una vez. Y tenía un sueldo equivalente a la mitad del valor en pesos de lo que su padre le daba para gastar en chucherías. Claro que ahora ya no le daba nada.
Cony no podía separarse del teléfono. Nunca antes había esperado con tanta ansiedad la llamada de un hombre.
* * *
Cuando Diego estaba por tocar el timbre en la pensión, le pareció ver salir de allí a una mujer que le resultó conocida.
—¡Diego! —lo saludó ella con alegría—. ¿Qué haces aquí? ¿Haciéndote cargo de viejas culpas?
Diego la miró sin entenderla, pero ella no esperó su respuesta.
—¿Todavía sigues soltero?
¡Ah! Ya sabía quién era... La hija de Ríos. La que quería casarse a toda costa. ¡Pobre! Ana Clara no había exagerado: estaba hecha mierda.
—Solterísimo —se apuró en contestar—. Pero no pierdas tiempo conmigo. No pienso casarme nunca.
Cony lo miró y dejó escapar una sonrisa. El fulano tenía esa estúpida mirada de los hombres enamorados. ¡Estaba perdido!
Se fue sin saludarlo, y él aprovechó para entrar en la pensión.
Una vez allí, a la primera que encontró fue a Doña Estela, a la que había conocido dos días antes, (el sábado), pero que ahora lo saludaba como si fueran parientes.
—¡Hijo!... Ven, ven por aquí... Éste es el cuarto de Marcelita... Ella está por llegar.
Y diciendo eso abrió la puerta de una habitación miserable, en donde sólo se destacaba una hermosa cuna.
—Mira... —continuó la dueña mientras levantaba al bebé para mostrárselo. — ¿No es un primor? ¿No es hermoso este Fernandito Diego?... Sí, sí....
Y comenzó a hacerle gracias al bebé, mientras seguía diciéndole “Fernandito Diego”.
Diego se quedó sorprendido.
—¿Cómo lo llamó?
—¡Fernandito Diego!... ¿Acaso justo tú no sabías el nombre? Le puso Fernando por su padre, que Dios lo tenga en Su Santa Gloria...
Diego se sintió conmovido. Después de todo parecía que él también había significado algo para Marcela....
—Sabes, hijo... Marcelita ha sido siempre una niña muy seria. ¡Una santa! Y no es bueno que una muchacha críe sola a un bebé... Porque los hombres también deben hacerse cargo de la parte que les toca..., que para eso son hombres, ¡joder!... Disculpa el exabrupto. Pero es que a esa muchacha yo la quiero como a una hija. Y no puedo verla sufrir.
—Yo tampoco —murmuró él, casi para sí mismo.
En ese momento llegó Marcela, que se quedó paralizada al verlo.
—¡Diego! ¿Qué haces aquí?
—Vine a ver cómo seguía Fernando... Fernando Diego.
Marcela se ruborizó.
—Bueno, yo me llevo a la criatura así pueden hablar de sus cosas —anunció Doña Estela, mientras se apuraba a retirarse y cerrar la puerta tras de sí.
Marcela no dejó pasar un segundo sin abrirla otra vez. —¿Qué le pasa? Nunca deja entrar hombres a los cuartos... —murmuró la muchacha, confundida.
—Creo que está convencida de que soy el padre de Fernando.
—Discúlpala. Esta misma noche hablo con ella. Pero ya que estás aquí: acabo de cobrar... —comenzó a decir, mientras buscaba frenéticamente dinero en su bolso. La presencia de Diego la ponía muy nerviosa. Demasiado nerviosa.
—No vine a buscar dinero —dijo, mientras le arrancaba el bolso de las manos —Vine a buscarte a ti.
Marcela empalideció. Ese hombre la podía.
Y él lo sabía perfectamente.
—Vine por ti, para llevarte a mi casa. Es una locura que trabajes sin ordenador
— No, ¡ni sueñes que voy a volver allí!
—Es una forma de compensarte... Todo bien. No te estoy ofreciendo otra cosa: sólo facilitarte el trabajo —Y en tono íntimo aclaró—. Sabes perfectamente que entre tú y yo no puede pasar nada más. Ya no. Ahora eres madre, y te respeto por eso... No hay otra cosa que pueda unirnos... Lo que te ofrezco, en cambio, es que vengas a trabajar a casa. Tengo los mejores programas de contabilidad. ¿Cómo vas a hacer con las declaraciones juradas? Sólo se pueden presentar a través de la red. Si no tienes un ordenador, ¡olvídalo!
—No puedo, Diego. Tú sabes que no puedo —respondió ella sin mirarlo.
—Lo traes a Fernando...
A “Fernando Diego”, pensó, pero no dijo nada.
—… y cuando pasen los vencimientos de impuestos no vienes nunca más. No quiero deberte nada Marcela, y con esto de verdad estaríamos a mano... Además, por lo que vi el sábado, si no te ayudo nunca vas a llegar a tiempo... ¿Qué dices? ¿Vienes?...
* * *
Había algo en Passalaqua que la volvía medio loquita. Y eso que Cony no se volvía loca fácilmente en materia de hombres. Pero éste tenía esa extraña forma de tratarla: como si la adorara y la dominara a la vez. La hacía sentir hermosa, pero todo el tiempo le dejaba en claro que el hombre era él, y que el hombre siempre mandaba. Parecía admirar en ella su pasado de joven millonaria y mundana, a pesar de que se enorgullecía de venir de muy abajo, y de lo poco, (o según él, lo mucho), que había logrado.
Cada vez que Cony le levantaba la voz o le exigía algo, bastaba que él la mirara con sus ojos negros para que ella callara y se empequeñeciera.
Y en la cama... ¡Ah, en la cama...!
Nunca Constanza se había sentido más amada. Y nunca había buscado con más desesperación complacer a un hombre.
* * *
Marcela entró en ese piso sosteniendo muy fuerte el moisés de Fernandito, casi como si se tratara de un escudo. Parecía preparada para su propia ejecución.
Ni bien traspuso la puerta comenzó a mirar las paredes con horror ¿Qué había ocurrido con la sala en la que había sido tan feliz? Como su vida, parecía haber cambiado para siempre.
—Voy a hacerlo pintar del mismo color de antes —respondió Diego, sin esperar a que ella le preguntara.
Marcela ubicó el moisés en el sillón. Luego dudó un poco, pero él, pacientemente, le mostró la nueva ubicación de la mesa y el ordenador. La muchacha se instaló y comenzó a trabajar sin decir palabra.
El simplemente la veía... Incluso se ocupaba de ponerle el chupete a Fernando cuando lloraba.
Cada tanto se acercaba a la mesa donde estaba el ordenador. Pero bastaba sentirlo próximo, para que el corazón de Marcela se paralizara. Y después la pobre muchacha tenía que hacer grandes esfuerzos para poder seguir trabajando.
Cuando fueron las nueve de la noche, Diego entró a la cocina. Marcela podía escuchar su trajinar y comenzó a inquietarse.
—Mejor me voy —exclamó, asomándose a la puerta—. Es muy tarde para Fernando.
—Ya casi tengo la comida hecha —confesó él, con algo de orgullo—. No he olvidado lo que me enseñaste, ¿ves?
Y le mostró un plato de ensalada.
El corazón de Marcela dio vueltas, junto con su cabeza. ¿Por qué le hacía esto? ¿Por qué era tan dulce con ella?
¿Acaso era esa su venganza?
* * *
Esa noche Diego durmió como hacía mucho que no lo hacía. Por fin podía sentirse en paz consigo mismo.
* * *
Esa noche Marcela apenas pudo cerrar los ojos. Era cierto que había avanzado en unas pocas horas lo que manualmente le hubiera llevado días. Era cierto que los vencimientos se aproximaban y necesitaba un ordenador.
Pero también era cierto que ese hombre la podía.
Que su mente se perdía en medio de los ojos castaños de él; que su voluntad se extraviaba con su perfume... Que, a pesar de todo, seguía enamorada.
Como antes. Como siempre.
* * *
Ya hacía casi un mes que Marcela iba a la casa de Diego a trabajar.
Él la pasaba a buscar por la pensión, ella se sentaba frente al ordenador mientras Diego acunaba a Fer; o era él el que tecleaba incansablemente, mientras ella cocinaba. Incluso su anfitrión había aprendido a cambiar pañales, y no era extraña la noche en que se llevaba al bebé en el auto para hacer alguna compra de último momento.
Quien no los conociera, hubiera pensado que se trataba de un matrimonio joven, al que le bastaba una mirada para decirlo todo. ¡Y vaya que había miradas!
Pero hay días y días para una mujer. Y esa noche Marcela estaba en uno de esos días. Esta vez el primero en notarlo fue Diego. Es que había algo en el perfume de la piel de ella, en su mirada, en lo turgente de sus pechos, algo, no podía precisar qué, algo que lo hacía desearla con más intensidad. Y ya la deseaba demasiado.
Ese día a Marcela le quemaba la cercanía de él. Sus músculos le parecían más tensos, su pecho más fuerte. Y su mirada tendía a perderse más allá de la cintura de él. De haber sabido de qué se trataba, se habría dado cuenta de que lo deseaba con intensidad. Pero como no sabía, se limitaba a sentir cómo cosquilleaba su pubis cada vez que él estaba cerca. Cómo enrojecían sus mejillas. Cómo se endurecían sus pezones hasta casi dolerle.
Fue él quien rompió la primera regla: puso música... La música de los dos. La música que no escuchaba desde que ella se fuera de su lado.
Y entonces rompió la segunda regla: se acercó hasta ella, la tomó entre sus brazos, y comenzaron a bailar.
Pero fue ella la que rompió la tercera y última regla: no se resistió.
Entonces cada uno comenzó a sentir el calor del otro, su perfume... Su necesidad. Y los dos se dejaron embriagar por esa necesidad. Y comenzaron a besarse. Lentamente primero... Con desesperación después. Con toda la desesperación de quien reencuentra lo perdido, y teme volver a perderlo.
Y sólo el llanto insistente de Fernando pudo volverlos a la realidad.
Se miraron con desesperanza, y ella fue a levantar a su bebé. Por un momento todo había parecido igual, pero en realidad ya nada era lo mismo.
Mientras Marcela acunaba a su hijo comenzó a hablar, lentamente, como quien eleva una oración.
—Sabía que esto iba a pasar... Lo sabía... Porque cuando nos separamos, hace casi un año, no me fui de esta casa porque hubiera dejado de amarte. Me fui porque iba a tener un hijo. Y tu amor no era suficiente para comprometerte conmigo, y mucho menos con él y conmigo. Yo sé que este hijo no te pertenece y que nada puedo exigirte... Pero en mi corazón nada cambió. Te quiero demasiado como para conformarme con amarte por un rato.
—¿Por qué piensas tanto? ¿Por qué no escuchas a tu cuerpo, lo que te pide, lo que te reclama? —suplicó él, mientras intentaba acariciarle esos pechos que deseaba con tanta fuerza.
Pero ella le retiró la mano.
Luego se levantó, puso al bebé en el moisés, y se preparó para irse.
Diego intentó convencerla apelando al sexo. La retuvo fuertemente entre sus brazos, y por un momento ella pareció ceder. Pero bastó que quisiera ir un poco más allá en sus caricias, para que ella reaccionara, alejándose.
—Esto no es justo —protestó Diego—. Entiendo que el padre de Fer te ha defraudado, pero yo no tengo la culpa. Y no tengo por qué...
Marcela no lo dejó terminar.
—No. No entiendes nada. Nunca entendiste... ¡Me voy!
—No, espera.
Diego intentó detenerla. Marcela, que ya había llegado hasta la puerta con Fernando entre los brazos, forcejeó con él para abrirla. Pero al hacerlo, se paralizó. Parado frente a ella estaba el padre de Diego, que había llegado hasta allí a las once de la noche, y sin avisar.
Por un momento el que fuera su profesor de Auditoría la observó. Luego miró al bebé que acunaba.
—Me voy —insistió Marcela, sin saludar.
—¡Espera! Yo te llevo —gritó Diego, ignorando a su padre, mientras tomaba el moisés de los brazos de ella.
—¡Diego! —lo llamó al orden Méndez Cané.
—No preguntes, mejor no preguntes... —le contestó su hijo justo antes de que las puertas del elevador se cerraran.
¡¿Qué estaba ocurriendo en esa casa?!...
* * *
Loly salía a caminar un poco todos los días cuando Ivana no estaba. Y es que si bien su compañera era muy dulce y cariñosa, y no le hacía faltar nada, Loly no se resignaba a tener que olvidarse de los hombres... Porque incluso con ese vientre inmenso que apenas la dejaba mover, extrañaba lo que nunca había tenido: sexo con un varón que la excitara de verdad.
Y es que durante las noches, mientras Ivana se saciaba con ella, la sangre se le iba poniendo más y más caliente. Y a la mañana la cabeza le quedaba llena de necesidades... ¿Nunca iba a poder estar con un tipo que la hiciera vibrar? ¿Algo que no se enchufara a la corriente eléctrica, y que pudiera dejarla feliz? ¿Algo velludo, joven, fuerte, tenso, que la poseyera?
Caminando por la avenida Cabildo miraba a los hombres con lujuria, aún a pesar de su embarazo.
Y en eso estaba aquella mañana helada, cuando al dar vuelta la cabeza se topó frente a frente con Cony, la que alguna vez fuera su amiga. La que luego fue su hijastra. La hermana del hijo que llevaba en el vientre.
La miró con horror. Vio su sonrisa maléfica y vengativa.
Y entonces sintió que algo se rompía en su interior, y que un líquido espeso y abundante comenzaba a manchar sus piernas.
* * *
Eran las dos de la tarde y Marcela acababa de volver al estudio desde el piso de Diego.
Habían acordado no volver a verse. Él le dio una llave para que entrara en su ausencia, para así poder acabar con los trabajos que tenía pendientes.
Y si bien ambos cumplían con lo pactado, él siempre se las ingeniaba para recordarle su presencia. A veces terminaba el trabajo por ella; otras le dejaba un chocolate sobre el teclado; o un CD con la leyenda “escúchalo”; o un muñequito para Fer. Y aunque invariablemente ella protestaba, en el fondo lo estaba esperando, y ese pequeño gesto servía para alegrarla.
Aquel día había dejado una rosa sobre el ordenador. La misma que la muchacha sostenía entre sus manos cuando se le cruzó uno de sus compañeros por el pasillo.
—Te están esperando en la oficina de Pinti.
Marcela resopló. ¿Qué quería el viejo ahora? Era imposible que se hiciera cargo de algo más.
Pero cuando abrió la puerta del jefe, se quedó paralizada: allí sólo estaba el mismísimo Dr. Méndez Cané, su profesor de auditoría, recibiéndola con una gran sonrisa.
—Discúlpeme... —musitó ella con embarazo—. Debe haber un error. Me dijeron...
—Ningún error —exclamó él con autoridad—. ¡Siéntate!
Ella obedeció, mientras el viejo la miraba con descaro de pies a cabeza, como lo había hecho en cada uno de sus encuentros. Marcela estaba sumamente incómoda, y se sentía otra vez dando examen.
—Sí... Ahora me acuerdo de ti... —comentó al fin— Lo que ocurre es que estás muy cambiada, por eso no te había reconocido.
—Discúlpeme, doctor, pero... ¿En qué puedo ayudarlo? ¿Es por algún trabajo?
—¿Trabajo?... No, no... —respondió casi con sorna— Nunca mezclo el trabajo con las mujeres bonitas. Y es que no hay nada más peligroso para un hombre que la belleza de una mujer. Nos ponemos como idiotas... Mira a mi hijo, si no.
Marcela comenzó a enojarse: —Entonces creo que no tenemos nada que hablar.
Pero él la paró en seco.
—¡Sí que tenemos! ¡Mi hijo!... Vamos a hablar de mi hijo. Y es que, ¿sabes?, me preocupa mi hijo. Porque es un buen muchacho, pero no ha salido a mí... Él no tiene picardía. Por eso lo pudiste manejar como se te dio la gana, haciéndolo renunciar a mi estudio. Buena jugada, tengo que admitirlo. Se nota que eres muy inteligente... ¿Es cierto que te puse diez? Porque yo no suelo ponerle diez a nadie.
Méndez Cané volvió a mirarla con descaro, y luego continuó.
—Sí, una mujer bonita es peligrosa, pero si además de eso tiene cerebro... ¡Y mi hijo es tan... tan inocente!... Fíjate, ahora apareces por su casa con ese bastardo, ese..., me disculparás pero… creo que es el término correcto: ese hijo de puta que llevas entre los brazos, y que pretendes hacer creer que es ¡mi nieto!... ¡Por favor! ¡Y Diego es tan idiota que, a pesar de que el chico es un negrito y no se le parece ni en el blanco del ojo, se lo cree!
Marcela sentía tanto odio y desprecio por ese hombre, que se cerró totalmente, y comenzó a mirarlo sin que de su cara pudiera inferirse ninguna emoción.
—Mira querida muchacha... He estado averiguando... Sé que sacaste la medalla de plata. Todos los profesores me hablaron maravillas de ti. ¡Si hasta yo mismo te puse un diez, y eso que habitualmente no los pongo!... Eres una mujer ambiciosa, y de seguro estudiaste tanto porque quieres hacer una buena carrera. Pero éste es un mercado muy pequeño. Y en este mercado yo soy el rey. Puedo arruinarte. Puedo hundirte en la peor de las miserias... Y si a pesar de eso todavía quieres enfrentarme, no cuentes con mi fortuna. Tengo todos los medios para que Diego jamás vea un centavo en caso de que me desobedezca.
Méndez Cané la miró con una sonrisa triunfal.
Pero esta vez también ella le devolvió una mirada arrogante, y luego, sin emoción, le contestó:
—Estimado Dr. Méndez Cané. Me otorga usted un mérito que no tengo. No fue por mí que Diego dejó su estudio. Fue su propio egoísmo y estupidez lo que lo terminó echando de allí.
Méndez Cané quiso contestar, pero ella lo interrumpió con autoridad.
—¡Por favor!... En cuanto a que Diego es muy inocente... En verdad tengo que acordar con usted. Es más, creo que llegó la hora de explicarle lo de los pájaros y las abejas, y contarle que para poder ser padre primero hay que tener sexo, cosa que nunca ha ocurrido entre su hijo y yo.
Méndez Cané la miró incrédulo, pero la muchacha continuó.
—En efecto, por fortuna mi bebé no comparte ningún tipo de información genética con usted, así que es totalmente imposible que haya heredado lo de “hijo de puta”... Y en cuanto a que me va a arruinar la carrera... Es una lástima, pero Diego ya se le adelantó. Y a menos que conozca a todos los panaderos, tenderos y almaceneros del barrio, mi situación no puede empeorar.
Marcela se puso de pie, y sin esperar respuesta, agregó: —No se meta conmigo, Méndez Cané... No se meta con mi hijo... Y no vuelva por aquí nunca más.
Marcela se fue dando un portazo y el Dr. Méndez Cané la miró sin saber cómo reaccionar. No estaba acostumbrado a perder.
* * *
Cony miró a Loly, espantada.
—¡Espera, idiota! ¿Qué te ocurre? ¿Te estás meando del susto?
—No, idiota... no sé qué ocurre... —respondió la otra aterrorizada.
La gente comenzaba a agolparse a su alrededor, mientras alguien, a los gritos, pedía que llamaran a una ambulancia.
Una mujer joven se acercó con más autoridad que los demás: —Soy doctora... Quédate tranquila, no pasa nada... ¿El primero, no? Has roto bolsa... Tienes mucho tiempo todavía, así que puedes ir tranquila al sanatorio y llamar a tu obstetra... Es algo normal. ¡No pasa nada! No necesitas ambulancia. Mira, ya casi paró... —Y luego se dirigió a Constanza—: Tomen un taxi. Y tú, acompáñala.
—¡¿Yo tengo que acompañarla?!
—¡No la vas a dejar ir sola!
—¡Ay! —gritó Loly, al borde del terror.
La doctora puso una mano en su vientre.
—Es una contracción... ¿Ya tuviste otras así de largas y dolorosas?
Loly asintió.
Y mientras la doctora trataba de tranquilizarla, hizo un aparte con Cony: —Parece que no va a haber mucho tiempo. Llévala directo al sanatorio.
Cony obedeció porque el miedo no la dejaba pensar. En el taxi las contracciones se iban haciendo cada vez más dolorosas y frecuentes. Constanza, en vez de tratar de traerle alivio, con cada quejido de la otra empezaba una nueva letanía: —Esto te lo mereces, desgraciada, por acostarte con mi padre... Ojalá se te parta todo, por puta... Con esto vas a pensar un poco en lo perra que fuiste conmigo... Esa te viene por terminar de arruinar a mi familia... —Y así, una y otra vez....
Hasta que el mismo taxista tuvo que llamarla al orden. Y entonces Constanza la emprendió con él.
Cuando llegaron a la clínica era evidente que el bebé no iba a esperar a la sala de partos, así que allí nomás, en pre ingreso, nació el único hijo varón de Eleuterio Ríos.
Y ahí estaba Constanza, asistiendo a la mujer que más odiaba, en el nacimiento de su propio hermano.
* * *
Mientras regresaba a su casa, Marcela todavía estaba enfurecida. ¡Pobre Diego! Conociendo a su padre era fácil imaginar por qué le costaba tanto entregarse a los afectos. ¡Tipo malo y retorcido ese viejo!
Tal era su enojo, que caminaba con paso rápido, y sin notar nada de lo que sucedía a su alrededor. Y por supuesto tampoco se dio cuenta de que alguien la seguía. Sólo al entrar en la plaza cercana a la estación, totalmente vallada, le pareció ver una sombra. Instintivamente asió con fuerza su bolso y se preparó para dar un golpe fuerte y certero. Pero cuando sintió que alguien la tomaba por detrás sólo atinó a tirar unos manotones al aire.
—¡Espera! Vengo en son de paz.
—¡Diego! Casi me matas del susto.
—Es que te estaba aguardando, y pasaste como un rayo... ¿Te ocurre algo?
Marcela lo miró.... No. Decididamente no. Ese terrible encuentro con el padre de él nunca iba a salir de su boca. Había cosas que era mejor ignorar.
—¿Qué haces aquí, Diego? —comenzó a retarlo para ocultar su emoción—: Habíamos quedado en ...
—Cinco minutos... Necesito hablar cinco minutos contigo. Puedes cronometrarlos si quieres.
Marcela lo miró a los ojos. Estaba feliz de volverlo a ver... Y es que ese hombre la podía.
—Está bien —respondió con un fastidio simulado.
—Pero con dos condiciones —agregó Diego.
—¡¿Todavía hay condiciones?!
—Sí.... Pero son fáciles: la primera es que haga lo que yo haga, o diga lo que diga, no me vas a interrumpir... Y la segunda es que después de que hayan pasado los cinco minutos, no volvamos a hablar hasta el próximo martes a la noche.
—Es decir: me estás quitando el derecho a réplica.
—Te estoy dando una semana para pensar... ¿Qué dices? ¿Estás de acuerdo?...
Ella accedió, y él la condujo, sin hablarle, hasta el interior de la plaza. A pesar de que no era tan tarde, ya había oscurecido, y por el frío intenso el lugar estaba desierto.
Diego buscó el refugio de un árbol.
—Cinco minutos a partir de ahora —murmuró, mientras ponía su cronómetro.
Y entonces la abrazó, sin hablar. Y ella, desconcertada, se sintió envuelta por su fuerza y su calor. Por su virilidad... Y cuando ya estaba entregada a ese sentimiento, escuchó su voz hablándole al oído.
—Esto es todo lo que puedo darte, y es mi última oferta. Sabes que todavía estoy muy lastimado... Pero de alguna forma extraña siento que no puedo estar sin ti... Por eso te propongo que vengas a vivir conmigo. Sólo eso: vivir juntos. Sin compromiso, ni ataduras. Y mientras el tiempo pasa, Fer irá creciendo. Y todo va a ser más fácil. E incluso, ¿quién te dice?... Ya has visto lo complicado que es criar sola a un bebé... Yo puedo ayudarte. Puedo acompañarte, puedo mantenerlos. Puedo amarte…. No me rechaces.
Y entonces la besó con dulzura hasta que el reloj sonó, indicando que el plazo se había acabado.
* * *
Loly dormía y Constanza la miraba. En el fondo de su corazón presenciar el parto la había conmovido. Y es que desde que era pobre, y Passalaqua apareció en su vida, estaba mucho más blanda.
Pero en su mente la Constanza de siempre calculaba: ¿qué ventaja podía obtener ella de todo eso, ya que no tenía ganas de insistir con la venganza?
Se levantó y comenzó a observar al bebé.
“Bastante lindo el niño”, pensó. Se notaba que era su hermano.... ¡Si hasta, incluso, tenían algún parecido!
De repente se abrió la puerta y asomó por ella una mujer de cabello corto y hombros anchos, sin ningún tipo de arreglo.
Cuando habló, su voz gruesa acentuó aún más la idea de masculinidad.
—¿Cómo está? —preguntó con obvia preocupación, mirando a Loly, arrobada.
No esperó a que Cony le respondiera, y se acercó a la cama. Con dulzura besó la frente de la nueva madre sin despertarla.
—¡Mi chiquita! —susurró con orgullo.
Luego fue directo a ver al bebé.
Sus rasgos femeninos parecieron agudizarse mientras lo levantaba.
—¡Es hermoso!
—¿Y tú quién eres?— preguntó Cony, indiferente a la emoción del momento.
—Yo soy Ivana, la pareja de Loly.
Cony tuvo que contenerse para no largar la carcajada: ¡Era la que la mantenía! ¡Una lesbiana!... ¡Loly había roto los huevos, y ahora se dedicaba a comer tortilla!
Se sentía satisfecha. Esa era su venganza.
—¿Y tú quién eres? —preguntó entonces la mujer.
Cony la miró, y en su cabeza todo ocupó un lugar. Luego, con una sonrisa, al fin contestó: —Yo soy la que va a volver rica a esta idiota.
* * *
Cuando Diego llegó a su piso se sorprendió al ver las luces encendidas. Entró con cautela, temiendo que hubiera ladrones, pero deseando en su interior que fuera Marcela con una respuesta.
En cambio era su padre el que lo esperaba.
Se extrañó. En los once años que llevaba viviendo allí, el Doctor Méndez Cané nunca había hecho uso de la llave de emergencia. Así que, evidentemente, esta era una emergencia para él.
—¿Ha ocurrido algo?... ¿Mamá está bien?
—Sí, bien.... Bueno, “bien”... Está preocupada... Como yo.
—¿Preocupada? ¿De qué me estás hablando?
—¿Te parece poco? Primero dejas el Estudio para emprender una aventura estúpida. Y no contento con eso, ahora abandonas a Ana Clara, tu novia de toda la vida... Y encima, cuando vengo a pedirte explicaciones, te veo acarreando el moisés de un bebé.
—No es tu asunto.
—¿Es tu hijo acaso?
—No.
—Pero la muchacha es tu amante.
—No. Tampoco.
—Pero es una linda muchacha... ¿Acaso no te gusta, o...?
—¿O qué?
—No sé... ¡Estás tan raro!... Podrías tener algún problema... A tu edad a veces pasa que... uno quiere experimentar, y…
—Si no tuviera ganas de matarte, me reiría.
—Pero no me niegues que es raro. Esa muchacha prácticamente vive en tu casa, y tú nunca te acostaste con ella…
—¿De dónde sacaste que vive aquí?
—La veo siempre. Y desde hace más de un año.
—¡Basta! Es mi vida, no te metas.
—Bueno, es que te vas acercando a los treinta, y es hora de que pienses en establecerte.
—¿Otra vez? Eso ya me lo dijiste. Y te repito lo mismo que entonces: no me voy a casar por ahora, pero si alguna vez lo hago, será con Marcela.
— Pero tiene un hijo de...
—Es asunto mío. Y si yo no tengo problema con eso, me importa poco lo que puedas pensar tú. Y como sé que vas a seguir hablando hasta que no me quede más remedio que matarte, y como no quiero ir preso, me voy... ¡Adiós! Saludos a mi madre... ¡Ah! Y la llave... déjala sobre la mesa antes de irte, por favor.
* * *
Apenas tenía un rato libre Marcela iba a rezar a la Iglesia. Y es que su cuerpo y su alma estaban librando la más terrible de las batallas, y ella prefería que fuera allí.
Diego la aceptaba. A ella y a su hijo. Le ofrecía amarla... Y ella necesitaba con desesperación ser amada por él. Su cuerpo le exigía aceptarlo sin pensar. Pero su alma....
Quería ser libre, entregarse, sí, pero sin límites. Sin miedo, sin tiempo... Sin desconfianza. Pero Diego sólo le ofrecía un amor de “aquí y ahora”. Y no era que a ella le importaran los papeles, ni las promesas de amor firmadas ante escribano. No, no era eso a lo que se refería cuando hablaba de matrimonio. Era, en cambio, al compromiso íntimo que se hacía poniendo a Dios por único testigo, de amar al otro para siempre.... Y a pesar de que sabía que incluso eso fallaba, ¿qué se podía esperar de un cariño que ni siquiera a eso se comprometía?
Aquí y ahora.
Ella no sabía amar “aquí y ahora”. Entregándose sólo día por día. Rogando, como Agustina, no quedar embarazada. Desconfiando ante cada demora de él. Temiendo el momento en que el “aquí y ahora” se convirtieran en ayer.
Y además: ¿era ella capaz de vivir a espaldas de Dios? ¿Podría ser feliz sin su bendición?
Su cuerpo gritaba que sí.
Pero su alma...
* * *
—¡¿Seis mil euros?!... ¡Estás loca! ¡Ni se te ocurra!... Va a tener que probar que es mi hijo primero.
Del otro lado de la línea, las palabras fueron dichas sin ocultar el odio y la satisfacción de quién las pronunciaba.
La reacción no se hizo esperar:
—¡ ¿Y por qué hiciste eso, estúpida?!... ¿Qué ganas tú con todo esto?...
Desde Buenos Aires, Cony sonrió. ¿Qué ganaba?... Tres mil euros por mes, hasta que su queridísimo hermanito fuera mayor de edad. Y todo por haber tenido la gentileza de dar la ubicación exacta de su padre en el mapa, y un poco de su sangre para agilizar el trámite de filiación.
Ese dinero le iba a otorgar independencia económica suficiente como para seguir manteniendo algunos caprichos luego de que se casara con Passalaqua. Y para cuando ese dinero ya no llegara, ella misma habría logrado convertir a su marido en un profesional millonario.
Y es que, como era obvio, no había nada en el mundo que una mujer ambiciosa y sin escrúpulos como ella no pudiera lograr.
* * *
El plazo estaba acabado. Había transcurrido una semana, y Marcela debía dar una respuesta.
Tenía varias cosas en claro: no había nada de malo en que quisiera hacer el amor con Diego, porque lo amaba de verdad. Y Dios siempre bendecía toda celebración del amor, porque Dios era Amor.
Pero hasta la cosa más buena podía transformarse en mala si se hacía fuera de tiempo. Y ese no era el suyo. Diego aún tenía dudas.
Pero por otro lado había demostrado amarla de una forma generosa al aceptarla con su hijo. Y él no sabía nada de Dios y sus tiempos. Era conmovedoramente humano, y ella lo amaba así, tal cual. Y tenía mucho miedo de perderlo si le decía que no. Y ya no podía darse el lujo de intentar olvidarlo.
Así que por fin tomó una decisión. La única que podía conformar a su cuerpo y a su alma.
* * *
—¡Marcela! ¡A mi oficina!
Marcela miró a su jefe como quién vuelve de un sueño, tan ensimismada estaba en sus cavilaciones. Probablemente había descuidado el trabajo la última semana, y era hora de hacerse cargo.
Tomó la carpeta en la cual se suponía que estaba trabajando, y se dirigió al despacho de su superior.
Pero al abrir la puerta se encontró de bruces con el Dr. Méndez Cané que, cómodamente instalado en el sillón del dueño, la estaba esperando.
—¡Otra vez! Ya le expliqué con claridad que usted y yo no tenemos nada que hablar.
—Es que no he venido a hablar contigo... Sólo vine a entregarte esto.
Marcela observó la carpeta que le alargaba, parecida a las que se acumulan en los juzgados. Intrigada, la tomó, y comenzó a revisarla.
Pero a medida que daba vuelta las hojas sus mejillas comenzaron a perder color. Y luego fueron sus piernas las que le fallaron, y tuvo que apurarse a buscar un asiento.
—¡Esto es mentira! ¡Es una infamia!
—No es precisamente lo que dice la madre... Es muy feo eso de andar por allí robando niños... Es un delito no excarcelable, ¿sabes? Terminarías en prisión. ¿Te imaginas tú en la cárcel? Dicen que las demás reclusas son muy cariñosas con las muchachas de ojos claros... Pero eso no sería la peor parte: una vez recuperado, el niño pasaría de inmediato a la custodia de su verdadera madre. Y ella, (no sé qué problema tiene esa muchacha, pero no me pareció muy cuerda), dice que si se lo entregan, el mismo día lo deja abandonado... Así que si insistes en rondarle a Diego, tú acabarás en la cárcel, y el niño en un orfelinato.
—¡¿Por qué se mete con mi hijo?!
—¡Porque tú te metiste con el mío!... Desde hoy Diego y tú tendrán vigilancia permanente. Sus teléfonos van a ser intervenidos. Así que si vuelves a contactarlo, o si pisas su departamento, hago de inmediato la denuncia e inicio la causa judicial. Tengo un poder firmado por la madre para hacerlo.
—Pero yo… Todavía tengo parte de mi trabajo en su piso, y...
—Bueno, podrás ir una o dos veces más. Pero trata de no encontrarte con él. Van a estar vigilados, y yo no soy muy paciente. ¡Ah! Y si te estás preguntando si sería capaz... Sí, soy muy capaz. Te has enfrentado a la persona equivocada, querida. Antes de meterte conmigo tendrías que haber averiguado que “un Méndez Cané nunca pierde”.
* * *
Diego esperó pacientemente durante toda una semana a que Marcela le diera una respuesta. A medida que los días transcurrían sus esperanzas iban creciendo. El que no se hubiera apurado a decirle que no, significaba que, al menos esta vez, lo estaba considerando.
Ese día era el último. Salió más temprano del estudio y fue hasta la estación de Belgrano R. Se sentó en el andén, esperando por los trenes que llegaban. Era una tarde helada, y el sol ya había caído. Cuando llevaba más de una hora sentado allí, al fin le pareció ver la figura de Marcela entre la gente que abandonaba el lugar. Comenzó a correr para alcanzarla, pero ella se alejaba cada vez más. Incluso la llamó por su nombre, pero la muchacha no reaccionó. Entonces se abrió paso por entre un grupo compacto de personas, y por fin logró enfrentarla.
—¡Marcela!
La joven lo observó con pánico. Tenía la cara trastocada, y continuamente miraba a su alrededor, como si temiera algo.
—¡Marcela!... ¿No me escuchaste?
—Sí, pero... No puedo hablarte. Tengo mucho que hacer... —se excusó, sin detenerse en ningún momento—. Por favor, no me molestes.
—Me debes una respuesta.
—No quiero verte más, Diego —exclamó con determinación—. Entiéndelo... No puedo verte más... —repitió, suavizando su tono hasta volverlo casi una súplica—. ¡Por favor! Si de verdad te intereso, no te acerques ni me busques. ¡Olvídate de mí para siempre!
Y sin darle tiempo a reaccionar aceleró el paso, hasta entrar en el pensionado.
Sólo cuando cerró la puerta de su cuarto, alejada de la mirada decepcionada del único hombre al que había amado en su vida, rompió a llorar como nunca lo había hecho antes: a los gritos.
* * *
Rodríguez Melgarejo vio llegar a Diego como si fuera una sombra.
—¿Te ha dicho que no, entonces?
—¡Peor! No me ha dicho nada. ¡Ni siquiera se detuvo para escucharme!.... Además...estaba muy rara.... Parecía estar buscando a alguien.
—O quizás evitándolo.
—¿Al padre de Fernando? —preguntó Diego, demudado.
Nunca pensaba en el padre de Fernando como alguien real.
—En algún lado debe estar... Hay que ver qué opinó él de tu propuesta.
Diego calló. La sangre le hervía cada vez que pensaba que su mujer le pertenecía en realidad a otro. Que alguien más tenía derechos sobre ella y su hijo. Que otro había tenido derecho sobre su cuerpo.
—¿Sabes?... —murmuró al fin Diego, desesperanzado—, yo no voy a poder lidiar con esto. Creí que sí, pero... No estoy acostumbrado a compartir, y mucho menos a compartirla a ella... Hasta aquí he llegado.
—Ya te escuché decir lo mismo muchas veces. Pero, seamos sinceros, has intentado olvidarla antes, y siempre fracasaste… Puede que éste no sea el mejor amor que podías encontrar, pero...
—Es el único, lo sé... Es el que me toca, ¡la puta que lo parió! ¡Pero ya no soporto más! ¿Quiere que la olvide? Entonces me voy a la mierda... A la mismísima mierda.
* * *
—¿Cómo se llama el padre del hijo de Marcela?
—No sé.
—¿Me lo estás ocultando?
—¡Te juro que no lo sé!
Agustina podía ser absolutamente sincera con Diego sin romper la promesa que le había hecho a su amiga.
—Pues creo que volvió, y la está presionando.
—¡No! ¡Olvídate! Eso es imposible. Haz de cuenta que el tipo no existe.
—Sin embargo ella está como....
—Como preocupada —terminó Agustina la frase, y agregó—: Sí, yo también lo noté. Está aterrada... Como si alguien la siguiera. Pero te juro que a mí no me ha contado nada... Es más, cada vez que quiero preguntarle algo sobre ti por el teléfono, me corta. Es como si la estuvieran escuchando...
—Tiene que ser el padre de Fer entonces...
—Imposible —insistió Agustina, que en su interior se preguntaba si de verdad sería el padre del hijo de Flavia. Y es que a esa altura ya dudaba de todo.
* * *
Diego caminaba junto a Rodríguez Melgarejo. Volvían del almuerzo.
—La está haciendo seguir... Yo mismo pude comprobarlo. Es una vigilancia muy cara. Sé, porque es como las que mi padre contrata todo el tiempo para el estudio.
—¿Vigilancia? ¿Por qué un estudio contable contrata vigilancias?
—Bueno, el viejo tiene la tesis de que siempre es oportuno conocer ciertas debilidades del otro a la hora de obtener una negociación más conveniente.
—¿Qué hace? ¿Chantajea a la gente?
—Yo no diría tanto... Digamos que los ablanda un poco antes de sentarse a discutir.
—¡Tu padre es un cerdo!
—¿Quién te lo niega? La cuestión es que me parece que le están haciendo una vigilancia “cruzada”. Dos fulanos que siguen a su presa continuamente: uno a pie, y otro en auto, comunicados entre sí. Gente corriente, que se detiene si tú lo haces, o corre tras de ti sin llamar la atención. Tipos como....
—Como ese que nos viene siguiendo desde el restaurante —terminó la frase Rodríguez Melgarejo.
Diego se paralizó. Luego se dio vuelta, e hizo contacto visual con un hombre que mostró inmediato interés en un diario. Notó también la presencia de otro tipo en un auto, que no parecía hacer nada en especial.
De repente tuvo una inspiración.
Tomó su móvil y marcó un número.
—¿Amorcito? Sí, soy yo... ¡No, Otilia! No te estoy traicionando. Es que aquí me tratan mejor. Escúchame, linda, ¿te puedo pedir un favor? Mi padre me encargó que le pagara al investigador un trabajito que está haciendo, pero yo no puedo recordar... ¡Sí, por favor!.. ¿Ahora se está haciendo la vigilancia?... Dos vigilancias. Las más caras ¿no?... ¿Tienes el nombre del cliente al que hay que cargarle el costo?... —Al escuchar la respuesta Diego lanzó una mirada de entendimiento a su amigo—. ¡Ah! Está marcada como "personal"... Claro, claro... Sí, de seguro por eso me encargó el pago a mí. Pero, ¿sabes qué? No lo voy a hacer. Mejor esperamos la factura, y te encargas tú, así no meto la pata. Eso sí, al viejo no le digas nada de este llamado. Sabes cómo es... Sí, mi amor. ¡Eres la mejor! ¡Te quiero mucho!
Diego cortó.
—¡Tu padre es un cerdo!
—¿Quién te lo niega? —respondió el pobre muchacho con amargura.
* * *
Marcela veía pasar las imágenes a través de la ventanilla del micro, sin fijar la atención. Nada de ese mundo le interesaba ya. Ni el trabajo, ni los atardeceres, ni los olores, ni la música... ¡Nada! Apenas la risa de su bebé. Sus esfuerzos por sentarse erguido o su curiosidad le servían de bálsamo temporal para esa soledad que la atenaceaba cada día. De haberla juzgado alguien que no la conocía, hubiera dicho que a sus veintitrés años estaba vacía de un hombre. Pero en verdad estaba vacía de Diego.
Miró su reloj. Todavía faltaban quince minutos para llegar a la ciudad de La Plata. Cincuenta kilómetros y dos noches alejada de su bebé eran mucho pedir para satisfacer a un cliente nuevo. Pero su jefe había insistido: la auditoría debía realizarse en el fin de semana, protegida de las miradas indiscretas del personal.
¿Cómo iba a sobrevivir sin lo único que le daba realidad a su existencia?
Pero necesitaba el dinero con desesperación. El cliente había prometido buenos viáticos en efectivo, y el Dr. Pinti, una generosa compensación por las molestias.
Cuando llegó a la ciudad se dirigió directamente al hotel en que iba a alojarse los próximos dos días.
En el taxi reconoció el mismo auto verde que había estado siguiendo al micro desde Buenos Aires. Suspiró.
El hotel era el mejor de la ciudad, y su habitación, amplia y cómoda. Miró el teléfono, pero luego descartó la idea. Ya llamaría desde alguna cabina pública cuando regresara de la planta en la que trabajaría durante todo ese viernes.
Cuando ya casi eran las diez de la mañana, y sin tomarse tiempo para descansar, Marcela entró a las oficinas de la industria más importante de la ciudad, ignorando que a partir de ese momento su vida iba a cambiar para siempre.
* * *
—¿Rogelio? ¿Me copias?
La estática dificultaba la audición.
—¡Es un hijo de puta este Méndez Cané!.... Hace como dos horas que está encerrado, follándose a esa muchacha.
La voz del otro lado del móvil apenas se escuchaba, así que volvió a gritar.
—¡No! ¡Tengo para largo! La otra vez estuvo dos días completos... ¿No trabaja este desgraciado?.... ¡Espera!... Rogelio, ¿me copias? Se está asomando al balcón... ¡Cerdo! Está como Dios lo echó al mundo... Y ahí viene ese hembrón alucinante por más... ¡Qué hijo de puta! ¡Éste sí que sabe cómo vivir!
* * *
Marcela se retocó el peinado antes de entrar a la oficina del dueño, y suspiró. Le gustara o no, tenía que darle una buena impresión a ese tipo, porque se perfilaba como un cliente importante para el estudio.
Cuando la secretaria le dio acceso a la lujosa oficina, Marcela vio la espalda de un inmenso sillón. Permaneció de pie, esperando a que aquel hombre misterioso se dignara atenderla. Entonces el sillón comenzó a girar lentamente...
Y Diego apareció.
Marcela reaccionó como si hubiera visto al mismo diablo, y comenzó a desesperarse, tratando de escapar cuanto antes de la oficina. Pero Diego fue más rápido que ella y la contuvo.
—¡Espera!... ¡Está todo bien!
—¡No entiendes! ¡Está todo mal! No podemos estar juntos... —comenzó a decir con agitación.
Pero él no la dejó continuar. —Es que tú y yo no estamos juntos: tú estás trabajando aquí, y yo estoy a más de cincuenta kilómetros, en la Capital, teniendo sexo salvaje con mi amante... ¡No hay peligro! No hay forma de que mi padre se entere de que nos hemos reunido.
Marcela lo miró, sorprendida: —Entonces, ¿tú sabes?
—Sé que mi padre nos vigila... Sé que te tiene amenazada. Pero no sé con qué... ¡Tranquila! Aquí no hay peligro —le susurró al oído, mientras la tomaba entre sus brazos y la besaba. Y ella lo dejó hacer, como siempre...
Luego fue Diego el que se separó.
—Bueno, ahora mejor nos apuramos, o llegaremos tarde.
—¿Adónde? —preguntó Marcela sin entender, mientras el miedo volvía a dominarla—. No podemos salir... ¡De verdad, no nos pueden ver juntos!
—No te preocupes. En este momento hay un solo hombre controlándote, (el del auto verde). Y está estacionado en la entrada principal. Nosotros vamos a salir por puertas distintas, por calles distintas. Esta fábrica ocupa dos manzanas, así que es imposible que el tipo nos vea... Y ahora apúrate, porque de verdad se hace tarde.
—¿Pero, para qué se hace tarde?
—Para casarnos —respondió él con simplicidad.
Marcela lo miró confundida, y Diego continuó: —¿Recuerdas el examen de sangre que te hizo Agustina en el hospital en que trabaja? Eso sirve como “pre nupcial”. A las once y cuarto nos esperan en el Registro Civil que queda a quince calles de aquí. Después vamos a la Iglesia que está al lado. Ya hablé con el cura y arreglé todo.... Y a eso de las doce y media volverás a la planta, sola. Después sales por la puerta principal y vas a tu hotel, a tu cuarto. Y ahí, en la habitación de al lado, comunicada con la tuya por una puerta interior, te voy a estar esperando para hacerte el amor como nunca antes te lo hicieron en la vida.
Marcela estaba mareada: —¿Quieres casarte conmigo? —preguntó con timidez.
—¡Sí! —respondió Diego, sonriente—. Y por Fer no te preocupes: pienso adoptarlo, si eso es posible.
Marcela se abrazó a Diego y rompió a llorar.
—¡Te amo tanto!... Eres el único hombre al que he amado en mi vida… —exclamó. Pero de inmediato se ensombreció, al agregar—: Pero no podemos casarnos... ¡No puedo casarme contigo! No podemos ni siquiera estar juntos...
—¡No! Yo no me voy de aquí sin...
—¿Sabés qué, Diego? Tienes razón. Te quiero con toda mi alma, y ahora sé que tú también me quieres a mí. Y ya no me importa nada más. Olvídate del Civil. No podemos casarnos. Saltéate esa parte. Sí, pasar por la Iglesia, pero sólo para rezar juntos. Y después... —Se ruborizó antes de continuar—. Y después encontrémonos en el hotel, como dijiste. Yo ya soy tuya para siempre. Dios lo sabe. No puedo evitarlo más...
—¿Te acostarías conmigo a pesar de que no nos casemos?
Marcela agachó la cabeza y asintió. Así amaba a ese hombre. Así necesitaba proteger a su hijo.
Entonces él la asió fuertemente de la mano: —¡Entonces vamos! —ordenó con decisión.
Quedaron en reunirse a dos calles de allí, y luego tomaron un taxi. Cuando el auto se detuvo, bajaron. Estaban frente a un edificio antiguo: era el Registro Civil.
Él le habló calmamente.
—¿No te das cuenta de que ahora soy yo el que necesita casarse? Estoy harto de que nos separen. Que entre nosotros estén los demás. Tú eres sólo mía, y quiero que todos lo sepan. Quiero hacerme cargo de ti, protegerte. Quiero cuidarte y amarte toda la vida... Porque lo pensé mucho, ¿sabes?, y si hay un Dios, como tú crees, parece que nos has hecho para estar juntos. Y es que no sé vivir sin ti.
Y entonces Marcela supo que ya había llegado su tiempo. El tiempo para entregarse sin límite, para confiar en él, para ser libre a su lado, sirviéndolo.
Y entonces aceptó.
* * *
Marcela era inmensamente feliz. Trataba por todos los medios de acallar su mente, su alma, su cuerpo, pero era imposible. Sus pies volaban para llegar al hotel donde “su marido” la esperaba. Y a la vez sentía un poco de miedo y vergüenza. Era una sensación deliciosa que daba color a sus mejillas.
Cuando llegó al lobby dejó la clara indicación de que no la molestaran porque iba a pasar el resto del día trabajando.
A medida que el elevador iba subiendo, su corazón latía más y más fuerte: su esposo estaba allí.
Abrió la puerta con cuidado, y entonces Diego la cubrió con su cuerpo, y comenzó a besarla con impaciencia, con toda la salvaje urgencia de la larga espera.
—Espera, Diego...
Ella trataba de contenerlo, pero él no le hacía caso, tan fuerte era su necesidad.
—Espera, Diego... Hay algo que tengo que confesarte…
Pero él parecía incontrolable: —No quiero hablar, ya hemos hablado demasiado... Ahora quiero gozarte como nunca nadie te gozó.
—Diego, es que no entiendes... Justamente de eso se trata. Tengo que hablarte.... Te vas a dar cuenta igual, así que... prefiero que lo sepas antes de... —clamaba, mientras intentaba separarse.
Entonces, por un momento, Diego cedió, amargado: —¿Pero es que no entiendes que no quiero saber nada?... No me importa tu pasado. ¡No quiero saber nada de él, y menos este día!
—Es que de eso se trata, Diego... Yo no tengo pasado.
Su esposo la miró sin comprender, y ella continuó.
—Fernando no es mi hijo biológico.
Diego estaba totalmente confundido: —No entiendo... —exclamó— ¡Lo juraste por Dios!
—Que iba a tener un hijo... ¡Y lo tuve! La madre lo iba a abortar. Como yo quería evitarlo, me obligó a poner a Fer a mi nombre. Eso es lo que tu padre sabe de mí... ¡Puede mandarme a la cárcel, y lo que es peor, puede sacarme a mi bebé! ¡Terminaría en un orfelinato! —se desesperó.
Diego la abrazó, tratando de procesar todo lo que estaba escuchando.
—Pero no entiendo... ¿Por qué no me lo contaste antes?
—Iba a dártelo a entender... esa noche. Pero habías estado con tu amigo, ¿te acuerdas?.., el que adoptó un niño.
—¡Y dije toda esa sarta de estupideces!... ¡Ahora lo recuerdo!... Pero, ¿por qué igual no me lo contaste? ¿Acaso no te das cuenta de que ahora que sé que Fer es tan hijo tuyo como mío, es mucho más fácil quererlo? Porque cada vez que lo veía, tan morocho, tan distinto a ti, me hacía acordar que otro tipo... ¿Por qué no me lo dijiste?
—Juré por Dios que no iba a decirlo nunca.
—Pero me lo estás diciendo ahora…
Marcela agachó la cabeza y se ruborizó. Y entonces Diego comprendió:
— Porque igual me iba a dar cuenta...
¡Dios, cómo amaba a esa mujer! Cómo amaba los silencios, la sencillez, el pudor, su valentía, la fidelidad...., su inexperiencia. Pero más que nada amaba su sinceridad: cada tarde, en su casa; cada noche en que se había extraviado en sus brazos, perdida por el deseo, ruborizándose de sus propios sentimientos, cada una de esas preciadas horas había sido sincera.
Como lo era ahora.
Y entonces sintió la profunda necesidad de olvidar sus propias necesidades.
Contempló a su mujer. Parada allí, frente a él, expectante. Un ligero temblor la recorría... Podía darse cuenta de que estaba asustada, y eso lo conmovió.
Alargó su mano hasta los botones de la camisa de ella y comenzó a desabrocharlos con lentitud, sintiendo cómo, con cada uno que liberaba, ella temblaba un poco más.
—¿A cuántos hombres dejaste desabrochar tu camisa? —le susurró al oído.
Marcela se ruborizó, y Diego se complació en ello.
Luego comenzó a girar alrededor de ella y se ubicó a su espalda, apretando su virilidad contra las curvas perfectas de su esposa. Empezó a deslizar lentamente su mano a través de la camisa de ella, de su sostén. Buscó su pezón y lo acarició. Sintió que un ligero espasmo de placer y vergüenza la cruzaba, y cómo su pecho se endurecía. Creyó que iba a enloquecer, y tuvo que dejarla por un momento para que toda su masculinidad desbordara en el baño. Cuando regresó, ella aún estaba turbada, esperándolo anhelante. Entonces Diego volvió a acariciarla, atento a cada una de sus reacciones. Sintió sus muslos firmes, y levantó apenas la falda tableada que llevaba ese día, y que él iba a recordar para siempre. Quiso avanzar un poco más en sus caricias, pero ella no parecía lista. Todavía era más la vergüenza que su deseo.
Entonces la condujo hacia la cama y reposaron juntos. Y la siguió besando y recorriendo hasta que comenzó a sentir el deseo también en ella. Acarició sus piernas, y luego su intimidad, y vio que el cuerpo de Marcela se tensaba. Y entonces supo que era el momento. Desabrochó sus pantalones, y lentamente la poseyó. Estaba atento a cada uno de sus gestos. Retrocedía cuando ella parecía sentir dolor, y avanzaba cuando se arqueaba de placer... Y entonces miró su hermosa cara y vio lo que había estado deseando ver durante todo ese año: el placer la poseía. Una intensa necesidad de él... Y no esperó más: la inundó con su masculinidad y la hizo suya.
Era la primera vez que ella era amada por un hombre.
Y era la primera vez que él hacía el amor con una mujer.
Cuando Diego se recostó a su lado, todo el rubor y la vergüenza acudieron en tropel hasta Marcela. Se tapó instintivamente y trató de acomodarse, pero la muchacha sintió con horror que algo fluía entre sus piernas...
—¿Qué es eso? —preguntó asustada.
— No sé... Creo que es algo que les pasa a las mujeres cuando dejan de ser vírgenes...
—No seas tonto, ya sé... ¡Pero manché las sábanas! ¡Qué vergüenza!... ¿Y ahora cómo…?
—Shh... —trató de calmarla él, divertido.
Volvió a mirar a su esposa. Estaba radiante, con las mejillas sonrosadas y el cabello alborotado, pero asustada y confundida— Yo me encargo. No te preocupes. Ve hasta tu cuarto y toma un baño.
La vio retirarse con placer. Todavía estaba excitado. Muy excitado....
Se duchó para calmarse, y luego de cerrar la puerta de comunicación entre las habitaciones, lavó la mancha con agua mineral e hizo que la muchacha del servicio cambiara las sábanas.
Cuando todo terminó fue nuevamente en busca de su esposa.
Escuchó el ruido de la ducha, y entró silenciosamente al cuarto de baño.
Marcela estaba de espaldas, con toda el agua cayendo sobre esas curvas perfectas que apenas se entreveían a través de la cortina. La pobre muchacha estaba todavía intentando entender la locura que se había adueñado de su cuerpo. Todo el desenfreno y el placer que aún la dejaban palpitante. Se estaba dejando llevar por el agua que caía sobre su piel, cuando comenzó a girar con lentitud. Abrió los ojos, y lo vio a él, su marido, sentado, contemplándola. Y todo el pudor y la vergüenza se apoderaron de ella otra vez. No estaba lista todavía para eso... ¿O sí?
—¡Diego! ¡¿Qué haces ahí?! —se turbó, mientras se tapaba con la cortina— Alcánzame la toalla, por favor.
Su esposo sonrió mientras lo hacía. Intentó acariciarla, pero ella lo alejó. Y eso hizo que la deseara más.
Lo echó del baño, sin darse cuenta de que él se estaba llevando su ropa.
Entonces Diego se sentó pacientemente a esperarla, como lo había hecho siempre.
Y cuando Marcela apareció en el cuarto, cubierta sólo por una toalla para tapar su desnudez, él se dejó inundar una vez más por el intenso amor que sentía por ella.
—Quédate ahí, por favor —le suplicó, mientras se extasiaba en contemplarla a la distancia. Luego se acercó y la besó con pasión, para después volver a alejarse.
—Quiero verte.
—No... —susurró tímidamente ella, ruborizada y excitada a la vez.
—¿No? —preguntó Diego con suavidad, mientras se acercaba y tomaba la punta de la toalla entre sus manos.
Y entonces volvió a sentarse, y ella fue dejando caer lentamente la tela que la cubría.
Era perfecta. Absolutamente perfecta. La mujer más hermosa que había visto en su vida... Su mujer.
Vio sus pechos generosos, turgentes, naturales, con los pezones surgiendo de ellos como un milagro.
Vio su vientre chato, las curvas de su cintura. La belleza de su pubis, densamente poblado por un bello castaño intacto, como lo debían tener las mujeres en el paraíso.
Vio sus piernas largas y bien torneadas. Sus pies pequeños y delicados.
Y luego volvió a mirarla. Y notó el rubor que surcaba sus mejillas. Pero también notó en su rostro aquel brillo que acababa de conocer. Y supo que estaba nuevamente excitada. Y entonces se acercó a ella y comenzó a recorrerla con sus manos fuertes, con su cuerpo, con sus labios. Y tocándola como si fuera un delicado instrumento musical, pudo arrancar de su boca gemidos de placer. Y la vio llegar al éxtasis sin haberla poseído con el cuerpo, pero sí con el alma. Entonces sintió su propio cuerpo reclamar. Y volvió a tensarla. Volvió a prepararla, y cuando la supo lista, la penetró y se abandonó en ella. Y logró una extraña sincronía en dos amantes: ambos llegaron juntos al éxtasis, perdido cada uno en el placer del otro.
Cuando Marcela, aún conmovida, se retiró para cambiarse, él permaneció acostado, observándola.
Todavía estaba excitado. Pero de una forma distinta y maravillosa.
Recordó toda la perorata de Ayelén sobre el sexo tántrico. Sobre un placer que duraba más allá del orgasmo, y que a él le había parecido imposible. Y que ahora, sin lecciones complicadas ni búsquedas afanosas, sentía recorrer todo su cuerpo.
Cuando Marcela volvió del cuarto de baño intentaron vanamente acallar la piel. Pero era tal el abandono de ambos, esa sensación deliciosa de descubrimiento mutuo, que fue imposible lograrlo, y siguieron haciendo el amor por el resto de la noche y el día siguiente. Sin necesidad de tocarse para llegar al éxtasis. Bastaba sólo una palabra, o la imperiosa necesidad de complacer al otro.
Diego, ese hombre que creció siendo egoísta, y que no había intentado nunca satisfacer a una mujer, aprendió de su esposa que sólo concentrándose en el placer de ella lograba el propio.
Marcela, que había sabido guardarse a pesar de las urgencias de su cuerpo, aprendió de su marido una forma distinta de celebrar el amor de Dios. Y supo que, a pesar de la cárcel que pendía sobre su cabeza, había alcanzado finalmente la libertad.
* * *
Lo más difícil de ese fin de semana era separarse cada vez que Marcela tenía que salir del hotel para “ir a trabajar”. La muchacha entraba entonces por la puerta principal de la fábrica, y volvía a salir por la lateral, rumbo a su esposo y al placer. Luego, cuando el sol caía, hacía el camino inverso, saliendo de la puerta principal, y tomando un taxi hacia el hotel y su marido. Así lo hizo el viernes y el sábado. Pero el domingo...
Tocaba la hora de separarse de verdad.
Hasta tanto encontraran una solución, o una forma de burlar a su padre, debían estar alejados uno del otro. De no ser así, o de descubrirse la verdad de lo que habían hecho, la furia del Dr. Méndez Cané podía ser terrible. Diego lo sabía por experiencia.
Antes de que ella saliera del cuarto en que se había convertido en mujer, él le dio un teléfono satelital, difícil de interceptar. A través de él podrían comunicarse sin correr riesgos innecesarios.
Cuando Marcela salió por última vez de esa fábrica de la que sólo conocía los pasillos, fue directo a la Iglesia para escuchar la Misa del domingo. Tenía muchas cosas para agradecer.
A la distancia, sin que se diera cuenta ni ella ni su custodia, Diego la observaba. Él también había sentido la necesidad de estar allí. Porque, fuera a Dios, o a alguna fuerza de la naturaleza, él también tenía que elevar una oración por su felicidad.
* * *
Durante los cincuenta kilómetros que la separaban de Buenos Aires, Marcela no pudo descansar. Tenía una inmensa necesidad de estrechar a su bebé entre los brazos. De comunicarle con sus besos todo lo que le había pasado: que tenía un papá, que había comenzado a formar parte de una verdadera familia...
Cuando llegó a la casa de Agustina se sorprendió al notar que era Richard quien sostenía a Fer.... Y parecía disfrutarlo. ¿También habría cambiado algo en esa casa durante el fin de semana?...
Al sentir su voz Agustina corrió a abrazarla. No necesitaron decirse nada. Ella sabía leer sus silencios. Luego, entre risas, le reprochó: —¿Has visto? Yo tenía razón... Siempre hay que llevar buena ropa interior cuando uno sale de casa... Nunca se sabe lo que puede ocurrir.
Cuando se despidieron, Marcela volvió a la pensión con su bebé.
Ni bien llegó al cuarto el pequeño teléfono en su bolsillo sonó.
Diego insistió en que no cortara mientras alimentaba y acostaba a Fer. Luego tampoco quiso que lo hiciera mientras se desvestía para descansar.... Él le iba hablando despacio, recorriéndola con sus palabras, envolviéndola en su pasión, acariciándola con su deseo. Y no paró de hablarle hasta que los dos esposos se saciaron de placer.
* * *
Cuando esa mañana Rodríguez Melgarejo vio llegar a Diego, sonrió complacido. Ver la felicidad en él lo transportó al recuerdo de la suya propia.
Fue a su encuentro y se abrazaron en silencio. Y es que esos hombres no eran buenos para hablar de sentimientos.
—Todo salió bien... Yo te dije: mi amigo Tommy es experto en trampas... Tiene todo el procedimiento muy afilado. Su mujer es muy celosa...
—Y él, muy estúpido —cuestionó Rodríguez Melgarejo.
—¿Te das cuenta? ¡Claro que sí!
Los dos rieron por la estupidez de ese Tommy, y lo útil que había resultado.
—Dime, ¿pudiste averiguar con qué la estaba “apurando” tu padre a Marcela?
—¡Ah! ¡El secreto de mi mujer! —respondió Diego con algo de contenido orgullo—. De seguro alguna vez escuchaste hablar de las sorpresas que uno se lleva en la noche de bodas... ¡Y vaya si yo me llevé una! Y es que mi mujer era... —bajó la voz—, virgen todavía.
— ¡¿Virgen?!
—¡Sí!... Mira que si ella se entera de que te lo he dicho...
—¿Pero el bebé?
—¿Has visto?, ella tiene todo ese asunto de Dios… La madre de Fer quería abortarlo, y Marcela lo anotó a su nombre. Si te lo digo así parece re loco, pero si la conoces a ella... ¿Te das cuenta? Cuando sentía toda su timidez, era así nomás. No me estaba engañando...
Por un momento calló, hundido en sus sentimientos.
Rodríguez Melgarejo pudo notarlo, y sintió alegría, pero también algo de envidia por ese amor.
Luego Diego siguió hablando, casi como consigo mismo.
—¡Y su cuerpo!.. Soy un tonto, ¿sabes?... Pero hasta la otra noche nunca me había dado cuenta que… Sí que era bonita, por supuesto, pero... ¡Si ni siquiera la había visto en traje de baño!... ¡Increíble!... Es la mujer más espectacular que...
Y volvió a callarse.
Rodríguez Melgarejo lo observó. ¡Estaba hecho un idiota! Iba a tener que hacer el trabajo de él ese día. ¡No había nada que hacer! Para eso existía la “luna de miel”. Claro, ahora sólo se consideraban vacaciones corrientes... ¡Lástima por los demás! No sabían lo que se estaban perdiendo…
* * *
—Dr. Olivera..., el Dr. Méndez Cané quisiera hablar con usted.
—¡No tengo nada que hablar con ese hijo de puta! —se escuchó gritar por el intercomunicador.
Diego sonrió complacido. Ese hombre no sólo era el abogado más capaz de la Argentina, también era el que más odiaba a su padre, (y eso que la lista era larga...).
—Dr. Olivera, discúlpeme.... —dijo Diego al intercomunicador—. Le habla el hijo del hijo de puta. Y creo que va a encontrar el asunto que me lleva a usted, muy interesante. Se trata de hundir a mi padre.
—Adelina, haga pasar al señor de inmediato —se escuchó del otro lado, por toda respuesta.
* * *
Luego del viaje a La Plata, Marcela se había visto en la urgente necesidad de iniciar una terapia psicológica con la Dra. Pla, otra de las amigas del tal Tommy. Durante cuarenta y cinco minutos al día, el sofá del consultorio y el cuerpo de su esposo, que entraba por la puerta trasera del edificio, le servían como bálsamo para calmar todas sus ansiedades.
Mientras tanto Diego seguía con las visitas a la casa de su amante, un piso con dos salidas en el barrio de Belgrano.
Los fines de semana la cosa se complicaba, pero siempre había una manera de encontrarse. Y cuando se separaban, lejos de estar saciados, se necesitaban aún más. Así era el amor que se tenían.
Pero cuando ese lunes Diego se encontró con “su amante”, descubrió que ya nadie lo vigilaba. Bastó una llamada a la secretaria de su padre para confirmarlo. Incluso la custodia de su esposa se había reducido a una persona... El viejo era muy porfiado, pero no le gustaba tirar el dinero.
* * *
—Adelante, por favor —invitó la enfermera, mientras pasaba junto con Diego al consultorio.
—Usted dirá —dijo el Dr. Pérez Prado, luego de haber saludado a su nuevo paciente.
Diego miró inquieto hacia la enfermera. —Es que es personal —murmuró al fin, incómodo.
—Es una enfermera, está acostumbrada... —comentó el doctor, sin dar importancia al prurito del enfermo.
—No. Es que usted no entiende. Es personal. Es algo acerca de usted.
La enfermera y el Dr. Pérez Prado cruzaron miradas, y ella se acercó.
—El que no entiende es usted. La señora es mi esposa. No hay secretos entre nosotros.
—Doctor... me pone en una situación difícil.
—¿De qué se trata?
—Flavia —dijo Diego, esperando una reacción.
—Mi mujer está enterada de ella. Nosotros estábamos separados en ese momento.
Diego calló, sin saber cómo proceder.
—¿Le ocurre algo a Flavia?
—A ella exactamente, no. Le pasa algo a su hijo. Al hijo que tuvo con usted.
—¿Conmigo? —saltó el doctor—. ¡No! ¡Está equivocado! Flavia nunca tuvo un hijo conmigo.
—Es el bebé que usted le pidió abortar.
—¿Yo? ¿Decirle de abortar?... ¡Usted está confundido con otro!
—Pero ella sólo salía con usted por esa época.
—Más me quisiera yo que ese hijo fuera mío... Y, créame, nunca le hubiera dicho de abortar.
Diego quedó confundido, y entonces la enfermera, hasta allí callada, comenzó a hablar.
—Usted no entiende nada, ¿verdad? Sucede que los dos somos estériles. Durante años nos sometimos a los tratamientos más degradantes, y nada. Un día yo dije basta, me cansé. Y nos separamos. Él conoció a esa muchacha Flavia...
—Fue un error... Lo supe siempre... Pero ella estaba tan desprotegida que... Después volví con mi esposa, y ella me aceptó. Se imagina que si Flavia hubiera tenido un hijo mío, yo no estaría ahora por adoptar uno ajeno...
Diego se arrellanó en el sillón. Eso volvía todo más complicado....
—¿Y usted no tiene ni idea de quién...?
— No... Flavia no era alguien fácil. Pero ¿por qué busca al padre ahora?
—Mi esposa anotó a ese hijo como propio. Flavia prácticamente la obligó. Y ahora está dispuesta a iniciarle un juicio de filiación. Mi mujer corre el riesgo de ir a la cárcel, pero lo que más la desespera es que Fernandito pueda acabar en un orfelinato.
—¿Fernandito?... Yo me llamo Fernando.
—No lo sabía... Pero ese nombre se lo puso mi esposa por su padre... Doctor, le ruego encarecidamente, si usted pudiera averiguar algo. Yo quiero adoptar a Fer. Se trata sólo de que el padre lo reclame hasta que pase toda esta locura. Después yo me hago cargo. Pase lo que pase con mi esposa, yo me hago cargo... —Diego se sintió un poco avergonzado—, y es que me he encariñado mucho con el bebé... De verdad, es lindo... —aseveró, mientras, como buen padre baboso, sacaba una foto de su bolsillo. En ella estaba Fernando Diego, el hijo de su esposa, (su hijo), sentado y sonriente.
El matrimonio Pérez Prado miró la foto y se conmocionó. Ella buscó afanosamente algo de un cajón cercano, y al encontrarlo lo puso junto a la foto. Era otro retrato, mucho más antiguo, donde también podía verse un bebé con los ojos oscuros y los rizos rebeldes de Fer.
—Quiero hacer la prueba de ADN —fue la respuesta inmediata del Dr. Pérez Prado.
Pero Diego, al ver el brillo en sus ojos, ya no estuvo tan seguro de dejársela hacer.
* * *
Cuando Marcela se enfrentó cara a cara con el Dr. Pérez Prado en el hospital, no necesitó saber el resultado de la prueba para darse cuenta de que era el padre de su hijo. Y cuando vio la dulzura con que la esposa miraba a su bebé, sintió que algo se desgarraba en su interior.
¡No quería perder a Fer! ¡No podía entregar su bebé a nadie!
Cuando llegó Diego, siempre a escondidas, cuidándose de no ser vistos juntos, Marcela se echó entre sus brazos y comenzó a llorar.
—Quédate tranquila... ¡Vamos a pelear!... Podemos pagar al mejor de los abogados... Fer es nuestro, y nadie nos lo va a quitar.
Pero Marcela no podía tranquilizarse. No era cuestión de abogados. Era cuestión de amor, pero también de sangre.
Cuando el Dr. Pérez Prado entró a la salita para comunicarles el resultado, lucía radiante. Y entonces Diego se le enfrentó, interponiéndose entre él y su hijo. El bebé estaba en brazos de la mujer que lo había protegido y acunado desde su nacimiento. De la madre que había vigilado su vida, más allá de la suya propia.
Los hombres se miraron a los ojos, ya casi dispuestos a pelear. Y entonces Clarita, la esposa del doctor, intervino. Tenía lágrimas en los ojos: —Marcela, quiero hablar contigo... Las dos solas.
Marcela apretó muy fuerte a su hijo y, todavía llorando, asintió.
Sus maridos se retiraron sin dejar de mirarse con encono.
—Marcela.... Yo sé que Fer es tu hijo. Tuyo y de nadie más... Yo sé que no tengo derecho a pedirte nada, pero... Nunca voy a sentir lo que es tener un hijo mío. Dios no me dio ese regalo... Me han dicho que eres muy religiosa, ¿no? Bueno, yo considero a este hijo tuyo como un milagro para mi matrimonio.
Marcela lloró aún más.
—Fernando quería tanto tener un bebé... Y yo lo quiero tanto a él. Marcela, te lo ruego... No te estoy pidiendo que me lo des. Tú siempre serás la madre... Sólo te pido que dejes que yo lo críe. Que yo también pueda ver los ojos del hombre que amo en los ojos de mi bebé... Como te va a pasar a ti cuando tengas hijos con Diego...
Clarita se acercó a ella y se sentó a su lado.
—No tenemos por qué dividirlo, ni partirlo al medio. Podemos compartir su amor. Podemos formar una familia grande. Algo así como que tú lo llevas de vacaciones, y yo me encargo del colegio. No quiero que le falte amor, si no que le sobre.... Pero no te puedo presionar. Es tu hijo, y es tu decisión. Ya lo hablamos con Fernando, y de ninguna forma vamos a reclamarlo judicialmente. No queremos perjudicarte, porque hacerlo significaría dañarlo a él, y lo queremos demasiado para eso.
Marcela paró de llorar, miró profundamente en los ojos de la mujer, y tomó una decisión.
* * *
Cuando la puerta de la salita se abrió, Marcela retenía con fuerza a su hijo entre los brazos. Ya había decidido. Miró a su bebé y vio la cara del Dr. Pérez Prado. Se acercó a él, y sin decir palabra se lo entregó.
Fue lo más duro que hizo en toda su vida.
Pero al notar la emoción de él al tomarlo entre sus brazos, supo que era lo correcto.
* * *
El doctor Méndez Cané salió satisfecho del campo de juego. No había nada que hacer, su victoria fue humillante. Y después de todo era lógico, porque, como todos sabían, “un Méndez Cané nunca pierde”.
Todavía sudoroso se dirigió a la barra del bar para reponer fuerzas, y entonces escuchó una voz conocida a su espalda.
—¡Qué suerte, Méndez Cané!... ¡Qué culo!...
El viejo se dio vuelta, y se enfrentó a su antiguo adversario, el Dr. Olivera. Sabía que también era socio del club, pero después del incidente de la petroquímica nunca más se lo había vuelto a cruzar. El tipo era demasiado sensible en cuestiones de ética para su gusto, y se había tomado a mal una pequeña trampita que tuvo que hacer en ese negocio para no perder. Y es que al Dr. Méndez Cané no le gustaba perder. Como en el juego.
—No creas... No fue suerte, sino habilidad —respondió al fin, una vez pasada la sorpresa.
Pero el otro no se intimidó.
—Culo, puro culo... Siempre lo dije: este Méndez Cané tiene más culo que cabeza... Si incluso el otro día, cuando estaba con tu hijo....
Méndez Cané lo interrumpió, desconfiado.
—¿Con mi hijo? ¿Conoces a mi hijo?
—¡Claro que lo conozco! A él, y a su esposa.
—¡No!... Estás equivocado: mi hijo es soltero. Ya decía yo que no lo conocías.
—No... El equivocado eres tú. Si yo mismo tuve en mis manos las partidas de matrimonio. Por civil y por Iglesia, como Dios manda... ¡Y qué linda que es tu nuera!... No, si eres un tipo muy afortunado... También vi los análisis de los dos: muy fértiles, por cierto... ¡Te van a llenar de nietos!
Méndez Cané tuvo que tomar asiento, porque creyó que las piernas le fallaban. El otro disfrutó al verlo. Tomó un respiro, y luego continuó.
—Y esa muchacha... Tan católica... Has visto que a los jueces argentinos les encantan esas cursilerías... ¿Te imaginas a las hermanas del Convento viniendo a declarar en pleno? ¡Que festín para la prensa! No, es que va a ser un debate nacional... ¡Tiene de todo!: aborto, poder, inocencia. La parejita de recién casados y su bebé, por un lado, y el padre rico y ruin, por el otro.... ¡Ya casi imagino los titulares!
Méndez Cané hizo silencio por unos minutos, y el otro lo contempló, triunfante.
—¿Por qué me dices esto ahora? Parece que tienes todo listo para destruirme.
—¿Sabes por qué? Porque tienes mucho culo, Méndez Cané... Porque hace dos meses se murió mi propio padre. Un hijo de puta como tú, por cierto. Hacía más de veinte años que no nos hablábamos... —y continuó con amargura—, pero, ¿sabes qué?, cuando se murió me di cuenta de que me sentía para la mierda. Que por más hijo de puta, al final era mi padre, y que yo lo quería. No sé por qué lo quería, pero lo quería... Me resulta un buen muchacho tu hijo. Le tomé cariño..., y no quiero que dentro de veinte años se sienta para la mierda...
Méndez Cané se levantó con enojo, pero Olivera lo retuvo un poco más.
—Me debes una... ¡Muy gorda!
* * *
Ese día el Dr. Olivera los había llamado a los dos al estudio, y les había dado carta blanca para que comenzaran a vivir y mostrarse juntos. Ya estaba todo listo para enfrentar las posibles consecuencias.
Diego dio gracias a Dios. Sabía que el entregar a Fer había destrozado a Marcela, y él quería protegerla de la tristeza y la soledad.
Aquella noche, la primera que pasaban en el departamento como marido y mujer, él se ocupó de poblar las paredes, ahora pintadas de blanco, de nuevos recuerdos. Hizo todo lo que siempre había soñado hacer allí con Marcela.
La poseyó en el sillón mientras ella acariciaba sus cabellos, en la cocina cuando preparaban la cena, sobre la mesa en que tantas horas habían estudiado. No quedó fantasía por realizar, ni sueño por volver realidad. Y cuando no tenían sexo, simplemente seguían haciendo el amor.
* * *
El timbre sonó y Marcela fue a abrir. Pero al ver quién era por la mirilla, se quedó petrificada. Diego se imaginó lo que ocurría, y abrió la puerta de un golpe, dispuesto a todo.
Entonces asomó la cara sonriente de su padre.
—¡Qué bonito, eh! —les reprochó en tono jovial—. ¿A ustedes les parece, casarse y no invitarnos?... Tu madre está un poco dolida.
—Yo... —comenzó a responder Diego con furia, pero su padre no le permitió continuar.
—No, no te preocupes... Ya decidió hacer una gran fiesta para presentar a tu mujer a nuestros amigos.
—Yo... —intentó contestar Diego, más ablandado, pero tampoco lo dejó.
—Aquí están nuestros regalos. Son de todo corazón, no los rechacen. A ti, Diego... toma, éste es el título de propiedad del departamento de la avenida Libertador que tanto te gusta... ¡¿No pensarán criar a mis nietos en esta pocilga?!
—Yo no quiero...
—¡Espera! Quizás esto te guste más: ya eres socio de mi estudio, sólo falta que lo firmes y le pongas fecha.
Diego se quedó confundido.
—Y en cuanto a ti... —dijo, mirando a Marcela.
Pero ella lo interrumpió: —Yo no quiero nada —respondió en forma terminante.
—Esto lo vas a querer…
Y le alargó una carpeta.
—Es un escrito en que esa muchacha Flavia declara haberte forzado a poner a su hijo a tu nombre... Te imaginarás que no le iba a hacer firmar la denuncia sin tener este documento en mi poder... No queríamos lastimarte, sólo estar seguros de que lo que había entre ustedes era verdadero. Estamos muy felices de que ahora formes parte de nuestra familia. Y... —dijo esto último con intención, mientras le dirigía una sonrisa—, de que tus hijos sean mis nietos...
De los ojos de ella brotaron chispas de fuego... Pero vio a su marido. Y vio que, a pesar de toda evidencia, él quería creerle a su padre. Y entonces ella, sólo por el amor que le tenía, también le creyó.
—¡Bueno, y ahora los dejo solos! No quiero interrumpir a los tortolitos... Ya nos veremos después.
Y diciendo esto se apuró a salir y cerrar la puerta. No quería que tuvieran tiempo de pensarlo dos veces.
Además, había visto la mirada de su hijo. Buen chico, su hijo. Y la mirada de ella. Linda muchacha su nuera.
Y se fue por el pasillo, caminando despacio.
“Después de todo...” —pensó—, “un Méndez Cané nunca pierde... ¡aunque a veces empata!”
26/12/2002