Cuarto Ciclo
Durante sus dos primeros meses de estancia en el departamento de la Av. Libertador, Loly aprendió a lidiar con muchas cosas, y la vida comenzó a hacérsele más llevadera. El cambio principal fue que pudo obtener la clave que Elu guardaba celosamente para mantenerla alejada de la Internet. Ahora cada vez que abría la pantalla comenzaba su verdadera vida. Había trabado amistad con algunas desconocidas. A unas les pedía consejo sobre su situación, pero a otras, la mayoría, sólo las usaba para lucir su estilo de vida actual.
Con los hombres, en cambio, la cosa era distinta: se había metido en todos los “hot chats” de la red, y los visitaba incansablemente. Pero era en extremo cuidadosa con eso: luego de cada sesión borraba todo rastro de lo que había abierto ese día. No quería tener problemas con Eleuterio, y si éste llegaba a descubrir que usaba las fantasías de él para excitar a sus acompañantes virtuales, la hubiera matado.
También pertenecía a un Chat de lesbianas. Le gustaba el que fueran tan consideradas, y la forma en que la protegían. Una de ellas en particular, tratando de convencerla de verse, le había abierto los ojos sobre la precariedad de su situación actual. La había hecho reflexionar sobre su futuro en el caso, más que probable, de que Elu se aburriera de ella o, simplemente se muriera. Pero Loly, que para entonces se había vuelto mucho más sabia, ya estaba tomando precauciones al respecto.
También se estaba ocupando de su apariencia: le exigió a su amante que instalara un pequeño gimnasio en el que alguna vez había sido el cuarto de Cony, y sólo permitió que al piso entrara comida de dieta. Recuperó entonces no sólo su figura de tabla, tan a la moda, sino que ganó también algo de flexibilidad a la hora de la cama... ¡Y vaya que la necesitaba! Eleuterio se volvía cada día más antojadizo, pero también más lento e impotente. Ella tenía que hacer verdaderos milagros para ayudarlo a acelerar un poco el proceso y sacárselo de encima en el menor tiempo posible. Para lograrlo consiguió dos grandes aliados: la Internet, y la televisión. La una como fuente inagotable de sabiduría, y la otra, como gran entretenimiento a la hora del tedio. En efecto, había convencido a Elu de que hacerlo a la luz del televisor la excitaba, y así logró matar dos pájaros de un tiro: evitar que la torturara con esos ridículos boleros, y poder seguir sus programas favoritos cuando la “acción” de su marido se tornaba lenta y aburrida.
Pero la más valiosa lección que aprendió durante ese tiempo, fue cómo manejar a Eleuterio Ríos.
Ya sabía, por ejemplo, cómo controlar sus accesos de tacañería. Cuando ella le pedía algo y él se lo negaba, inmediatamente le empezaba a preguntar por la fábrica de Cerámica, y si era cierto lo que había escuchado por la televisión, o leído en el diario: que estaba al borde de la quiebra. Sola mencionarlo hacía que él abriera su mano con gran generosidad, de forma de dejar en claro lo contrario.
En cuanto a las salidas que le imponía al principio de la relación, con viejos milenarios y sus esposas, Loly las evitaba cambiándose cinco minutos antes de la partida, y vistiéndose como una nena. Bastaba que ella se presentara sin pintura y al natural, para que él abandonara la idea de llevarla a ninguna parte. No le gustaba cuando la confundían con su hija.
Poco a poco se impuso también en cuanto a la moda a seguir. Cada visita a la peluquería, (el único lugar al que podía ir sola, porque quedaba a media calle), la muchacha conseguía recuperar un poco más de su “look” anterior. Su cabello no crecía tan rápidamente, pero al menos los rulos habían desaparecido.
Y en cuanto a la ropa, también pudo arreglarse. La esposa de un amigo de Eleuterio le había recomendado una modista que venía a la casa. Para Elu representaba un alivio, porque ya se había hartado de acompañarla en sus extenuantes tours de compras. Así, cuando la mujer la visitaba, traía dos tipos de diseños: uno para que Loly seleccionara junto a su pareja, de modelos serios y discretos; y otro de cuya existencia sólo ella sabía. Por cada modelo del primero, se mandaba a hacer dos del segundo. Y por supuesto siempre se facturaban en una cuenta única.
Sí, ahora sí, después de haber sobrevivido esos dos meses, podía decir que estaba próxima a alcanzarlo todo. Y en verdad se lo había ganado.
* * *
Cuando Diego se encontraba con algún viejo amigo, y éste le reprochaba por haber desaparecido de todas partes, y le preguntaba qué había estado haciendo los últimos dos meses, él le contestaba: —Nada —y sonreía.
Y es que era imposible decirle la verdad sin escandalizarlo.
Y es que en esos meses, los mejores de su vida, Diego se había limitado a vivir.
Cada día como novio de Marcela cobraba un significado distinto a los otros de su historia. Una historia no precisamente feliz. Llena de dinero, por supuesto. Pero con los abandonos y silencios propios de una familia disfuncional como la suya. Él, como su novia, no había conocido las caricias de una madre, o el apoyo incondicional de un padre, (aunque el Doctor Méndez Cané sí le había aportado el alto nivel de exigencia e inseguridad que aún hoy lo atormentaban).
Diego había aprendido a ser seductor con las mujeres porque esa era la única forma de acercarse a su madre. Había llegado a ser un buen deportista para satisfacer a su padre, y un maravilloso alumno por respeto a su abuelo, una figura que cubrió con su sombra los primeros años de su niñez. Había cumplido con todos ellos, pero al mirar atrás no recordaba haber sido feliz. Quizás por eso el pasado era algo de lo que ni Marcela ni él solían discutir.
Tampoco lo hacían de amores previos. Durante ese tiempo se habían amalgamado en forma tan perfecta, que ninguno de los dos quería convocar a otros, aunque fueran fantasmas del pasado.
Vivían aquí y ahora, en la luminosidad de lo cotidiano, en el reposo del silencio. Cada acto que llevaban a cabo juntos se convertía en una experiencia total: pasaba por lo físico, iluminaba los sentimientos, y se metía directo al alma.
Sus días fueron poblándose de una maravillosa rutina: cuando el trabajo o la facultad terminaban, volvían uno al otro. Se encontraban en el piso de él, y estudiaban hasta sentirse cansados. Luego iban a comprar, y juntos comenzaban a intuir los sabores y texturas de esos elementos que después ella iba a transformar en la cocina. Marcela le enseñaba a cocinar, tratando de que disfrutara de las comidas simples, esas que no figuran en ningún menú.
Y además de la comida, muchas otras cosas estaban aprendiendo a disfrutar el uno del otro.
Desde el principio Marcela, convencida de lo que quería, le había impuesto límites concretos a las caricias de él. Durante ese tiempo Diego se había esforzado por respetarlos. Y en el camino de ese esfuerzo había aprendido a disfrutar de una sexualidad distinta, sin sexo tal como lo conocía, pero llena de promesas y deseos. Sensaciones que nunca hasta ese momento había tenido tiempo de descubrir, y que ahora lo satisfacían hasta casi dejarlo exhausto.
Nunca había pensado que sólo apoyar su cabeza sobre unos pechos generosos, pero que no tenía derecho a tocar, pudiera excitarlo tanto.
Nunca hubiera creído que fuera capaz de demorarse así en una caricia, o de expresar todo su deseo en un solo beso.
Moría por poseerla, pero al no poder hacerlo, estaba empezando a aprender las formas de contagiarle a ella su necesidad, sin tener que tocarla.
Estaba aprendiendo a gozar no sólo de lo que tenía, sino también de lo que esperaba. No sólo de lo que veía, sino también de lo que imaginaba.
Era como desarrollar una sensorialidad y una sensualidad distinta. Con tiempo... Con placer.
Por supuesto a veces tenía que ducharse con agua fría para calmar toda esa sed de ella que tenía entre las piernas... Pero valía la pena.
Y además del deseo estaban los silencios. Los numerosos silencios que habían aprendido a compartir, y en que se sentían tan cómodos. Cada noche cuando Diego apoyaba su cabeza en el regazo de ella para escuchar música, le gustaba pensarse a sí mismo como un guerrero reposando en los brazos de su amada.
Así era su vida por aquel entonces. Por eso, simplemente contestaba: —Nada... No estuve haciendo nada.
* * *
Casi todos en la pensión ya sabían que Marcela estaba de novia con Méndez Cané y que, como era de esperar tratándose de ella, la cosa iba muy en serio.
Y no porque se lo hubiera contado a nadie, pero ya Agustina y Richard lo sospechaban, cuando la confirmación llegó, por supuesto, de boca de Normita. “Por accidente” una noche los había visto despedirse, y se lo había contado a todo el mundo.
Así que cada vez que Marcela anunciaba que no venía a comer porque se quedaba a estudiar con alguien de la facultad, las demás sabían con exactitud de qué estaba hablando.
Para Normita, mientras tanto, espiar a Marcela se había vuelto una obsesión. Se quedaba todas las noches controlando por la ventana hasta que ella llegaba. Le gustaba la forma en que él la besaba para despedirse, tan voluptuosa y contenida a la vez. Tan respetuosa y llena de deseo. Disfrutaba imaginar que también ella era besada así por algún otro.
Quizás por eso, o porque en el fondo Marcela le simpatizaba, nunca le contó a Constanza lo que había averiguado.
Un gran esfuerzo, conociéndola a Normita.
* * *
En los últimos días Loly se había vuelto bastante incontrolable para Eleuterio. Ya era común que se negara a complacerlo, que le contestara con desprecio, o que incluso saliera sin su permiso. El viejo Ríos se estaba hartando de su joven amante, y si todavía no la había echado de una patada, era debido a la culpa que a veces sentía por haber desflorado a una muchacha de buena familia.
Pero cuando esa madrugada encontró su cama vacía, la situación lo desbordó. Sin escándalos despertó a la criada y le pidió que hiciera las valijas de la “señora”. La mujer ya estaba acostumbrada: debía guardar toda la ropa, y dejar las joyas en el escritorio del patrón.
Cuando todo estuvo listo, el mismo Eleuterio llamó a un taxi para que se llevara el equipaje a la pensión del barrio de Belgrano, con un sobre cerrado para la Sra. Estela, la dueña.
El sobre contenía el equivalente a seis meses de alojamiento y comida, y una carta personal en que Elu le explicaba la situación. Doña Estela iba a saber perfectamente cómo proceder. No era la primera vez que algo así ocurría.
Cuando Loly llegó al edificio, el guardia de seguridad de la puerta le negó el acceso. Entonces tocó el portero eléctrico, y le contestó la criada: —Lo lamento, señora, tengo orden de no dejarla pasar... Cualquier duda puede preguntarle a la Señora Estela, de la pensión de la calle Juramento.
Loly, demasiado borracha como para una discusión, se limitó a sentarse en los escalones de la entrada del edificio, y se echó a dormir. Después de todo esa era su casa.
* * *
Una dulce fricción. Una cadencia subyugante.
Y ese calor que quemaba…
Marcela nunca había sentido tan de cerca la urgencia de un hombre. La fuerza y la potencia de su deseo. Ese calor que se le metía entre las piernas y le arrebataba la cabeza.
Pensó que tenía que alejarlo, pero sólo pudo apretar aún más su cadera contra el sexo de él, tal era el placer y el olvido de todo.
Y entonces fue Diego el que se separó.
—Perdóname — le dijo—. A veces me entusiasmo demasiado.
Se sentaron de nuevo en el sillón, y los dos intentaron reencontrar la calma en el silencio. Pero nada iba a ser igual para Marcela después de esa noche. Aquel deseo recién aprendido iba a ser imposible de olvidar.
* * *
Loly intentó levantarse, pero la cabeza le dolía horriblemente.
¡Qué noche la anterior! Esas lesbianas en verdad sabían cómo divertirse. Incluso recordaba en forma borrosa el haber hecho un par de cosas salvajes que complacieron sobremanera a sus compañeras de juerga.
¿Pero dónde estaba ahora?...
Miró a su alrededor: el lugar era desconocido, pero tenía algo que le resultaba familiar.
Se incorporó con lentitud, y comenzó a caminar sin hacer ruido, para no avivar su dolor.
Cuando abrió la puerta del cuarto se sorprendió: era el patio de la pensión, pero visto desde un ángulo distinto. ¡Estaba en el cuarto de Normita!
No sabía qué había pasado, pero lo imaginaba... Sonrió.
¡Por fin!
* * *
Sentada en medio de la Iglesia vacía, Marcela seguía quieta, la vista fija en el altar, y la mente vagando.
Nada podía reprochar al comportamiento de Diego. Por el contrario, él cumplía escrupulosamente lo pactado. Pero era, en cambio, su propio cuerpo el que le jugaba en contra. El que la urgía a decidir.
Y entregarse a Diego sin condiciones era una decisión equivocada.
Durante ese tiempo no sólo había crecido su deseo. También lo había hecho su amor por él. Y no era porque cada vez le fuera más difícil verlo en la facultad rodeado de mujeres, desplegando esa gracia natural que también a ella la había cautivado. No, era porque se sentía unida a él; porque ya tenía la certeza de que se pertenecían mutuamente.
Diego, en cambio, no parecía compartir esas necesidades. Con más experiencia que ella en la materia, podía dominar con relativa facilidad el sexo, que era, en verdad, su única urgencia. Por el resto daba la impresión de que lo que tenían le alcanzaba. No quería más. Hoy estaba bien, y mañana no le preocupaba. No sentía necesidad de establecer compromisos. Es más, seguía tan en contra del matrimonio como cuando habían iniciado la relación, hacía ya dos meses atrás.
Los dos sabían claramente lo que querían. Lo malo era que ahora Diego era el que estaba más cerca de alcanzarlo.
* * *
Por supuesto una de las primeras en enterarse de la llegada de Loly a la pensión fue Constanza.
Desafiando las advertencias de su madre, Normita había corrido a despertarla para darle la noticia.
Cony lo tomó con alegría. La pendeja no le caía del todo mal, y antes le había sido bastante útil. Extrañaba su servil admiración. Y ahora que de seguro la habían abandonado, era probable que hubiera regresado aún más servil. Y si no, siempre quedaba la posibilidad de burlarse y divertirse un rato. ¡La muy idiota!
Cony entró al cuarto de Normita sin pedir permiso, y se sentó en la cama que estaba vacía. Loly, acostada en la otra, la miró con desprecio.
—¡Así que te echaron! —se burló Cony—. Y si tuviste que regresar aquí, es porque no le has podido sacar gran cosa... ¡Eres una idiota! A esos tipos hay que exprimirlos...
Y de inmediato añadió con aire reconcentrado—. Al menos imagino que el fulano valía algo en la cama....
—No —dijo Loly mientras se incorporaba, enfrentándose a su antigua amiga—. Me daba asco.
—¡Que idiota! Con tu culo y casi virgen hubieras podido conseguir algo mejor. ¡Ahora jódete, pequeña!.. —la reconvino Constanza. Pero su curiosidad fue más fuerte, así que de inmediato agregó: —¿De dónde lo sacaste?
Loly la miró con desprecio y sonrió, pero nada dijo.
Constanza insistió.
—¿Lo conozco?
—Sí —exclamó la otra con satisfacción—. ¡Es tu padre!
Un torbellino de imágenes cruzaron por la mente de Cony. Recordó el día de la comisaría, cuando Loly no había querido acompañarla al toillete, y también la valiosa pulsera que le vio en el centro comercial. ¡En eso gastaba el dinero el viejo puto!... Y pensar que ella ya casi había considerado la posibilidad de buscar marido, porque su padre la tenía convencida de que estaba en quiebra... ¡Por culpa de esa idiota no había podido ir a esquiar a Las Leñas!
Su reacción fue inmediata: cruzó la cara de Loly con un fuerte sopapo.
—¡Puta de mierda! —le dijo con furia—. ¡Te dije que con mis cosas no te metieras!
Pero pasada la sorpresa inicial, Loly no se amilanó y le devolvió el golpe.
—¡Forra! —gritó— ¡A mí me tratas con respeto!
Constanza la miraba, fuera de sí.
—¡¿ Respeto?! ... ¡¿Por qué?! ¿Por ser una de las putas de mi padre? ¿Te crees que eres la primera que me instala aquí?... Pero no te hagas ilusiones, pendeja. No vas a durar. Tampoco las otras duraron... Te voy a hacer la vida tan imposible, que te vas a tener que ir antes de que puedas acomodar tu precioso culo.
—No te gastes. No tengo intenciones de quedarme —respondió Loly con orgullo mientras tomaba distancia— Tu padre va a tener que pagarme algo mucho mejor que esta pocilga... Yo no soy como tú. A mí no me arregla con tan poco.
—¡No seas ridícula! Unos meses de pensión, eso es lo único que, con suerte, vas a sacarle al viejo. Como las otras...
—¡No creas! Yo no soy como las demás.
—¿Qué? ¿Acaso la tienes más grande? ¿O más sucia...?
—No. Tengo un hermoso documento que dice que para cuando tu padre me llevó a la cama, yo era menor de edad —mintió Loly, que sabía que para esa época ya tenía dieciocho años y un mes—. ¿Cómo se llama eso?... ¿Abuso de menores, puede ser?
Cony tuvo que contener las ganas de matarla.
—¡Pedazo de idiota! ¿Te crees que los abogados de mierda de tu pueblo le van a ganar un juicio a los de Eleuterio Ríos?... ¿Sabes qué barato es comprar a un juez en la Argentina? Además, nadie ignora que siempre fuiste y serás una puta.
—Una puta embarazada... ¡Felicidades! Vas a tener un hermanito —dijo Loly con calma, disfrutando cada palabra.
Cony se le echó encima como una fiera salvaje. La mordía, la arañaba, la pateaba y le pegaba insistentemente en el vientre. Y no era porque calculara que eso podía hacerla abortar. No, su reacción era mucho más visceral. Era casi como la de un chico de dos años que presiente un intruso en la panza de su madre.
Loly, fortalecida por tanto ejercicio, no se dejaba dominar con tanta facilidad, e incluso aprovechaba para descargar todo el odio y resentimiento que había acumulado. Cada noche que había tenido que entregar su cuerpo al padre, para poder tener lo que la hija obtenía sin ningún sacrificio, la hacía aborrecerla un poco más.
En el momento en que Loly revoleó la mesa de noche, Normita, que hasta entonces había escuchado atrás de la puerta, clamó por ayuda.
Cuando las demás llegaron, Loly las miró con aire victorioso, mientras Cony estaba caída en un rincón, con la frente llena de sangre.
* * *
Diego se había quedado en el garaje revisando el tanque de gasolina del auto, así que para cuando sonó el timbre su novia estaba completamente sola en el piso.
Accionó el portero visor.
—Subo —dijo Méndez Cané, el padre de Diego, sin esperar respuesta.
Marcela sintió que el suelo se abría bajo sus pies...
—¡Hola! —se sorprendió su antiguo profesor cuando ella le abrió la puerta—. Tú eres...
— Marcela —respondió la joven, terminando la frase con timidez.
—¡Ah! Marcela... —repitió él, como si el nombre le significara algo.
Ese hombre libidinoso la miró con detenimiento, y luego volvió a mirarla. —¿Puedo pasar?
—¡Claro! —Se sentía terriblemente incómoda e intimidada—. Diego está en el garaje... Bajo, y lo llamo...—se apresuró a decir, tratando de no desperdiciar la posibilidad de escape.
Pero el Dr. Méndez Cané ya estaba a cargo de la situación, y como lo había hecho alguna vez, volvió a tomarle examen.
—Siéntate —le ordenó, mientras hacía lo propio—. ¿Tengo la impresión, o ya nos conocemos?
—Sí, de su cátedra, el año pasado...
—¡Ah!... Espero haberte tratado bien.
Marcela sonrió por compromiso, y él se quedó con la clara impresión de que era otra de sus “alumnas de cuatro”, muchachas a las que aprobaba sólo por sus piernas. Era extraño que no la recordara. No olvidaba jamás a una mujer con ese cuerpo.
—¿Y tú...? —comenzó a preguntar, pero la llegada de su hijo lo obligó a callar.
Marcela respiró aliviada —Bueno, aquí está Diego.... —Y a su novio—: ... así que yo me voy a comprar eso que necesitábamos.
—¿Qué cosa? —preguntó Diego, sorprendido.
—La comida — respondió ella, que ya estaba casi saliendo.
Cuando Diego quedó solo con su padre, ni se molestó en saludarlo.
—¿A qué has venido?
—¿No te parece un recibimiento un poco frío para alguien que no ve a su padre hace más de dos meses? Aunque ahora me doy cuenta del por qué.... Al parecer estabas muy ocupado... —agregó con tono sugerente.
—No te metas. No es tu asunto.
—Así que ésta es la que te cocina... Y desde hace un tiempo.
—¿Qué viniste a hacer?
—Me habló Ana Clara, muy preocupada. Parece que desapareciste de todas partes... ¿Qué ocurre? ¿Te tiene secuestrado?
—No jodas, por favor…
—¡No es joda! Aparece esta muchacha en tu vida y lo dejas todo: tu trabajo, tu familia, tu novia.
—¡Ana Clara no es mi novia!
—La muchacha es hermosa, lo reconozco, pero...
—¡Deja las cosas así! ¡No te vuelvas a meter! —lo amenazó Diego sin gritar, pero en forma terminante.
—¿Pero qué? ¿Va en serio? ¿Piensas casarte?
—¡No, papá! No pienso casarme por ahora —agregó con cansancio.
—Me parece lo correcto, porque entiende que lo menos que se espera de ti, es que no incorpores a la familia a alguien sin apellido.
Diego se enfureció.
—Marcela tiene apellido, y es Medrano —Pero luego continuó en un tono más conciliador—. Mira viejo, no te gastes. No pienso casarme por ahora... Pero si algún día lo llego a hacer, puedes tener la seguridad de que será con Marcela. Así que mejor vete acostumbrando, y no insistas con ninguna otra... ¡Y mucho menos con Ana Clara!
“¡No hay nada que hacer!”, pensó Méndez Cané, “Un pelo de... tira más que una yunta de bueyes”.
Era inútil seguir intentando razonar con su hijo. Por fortuna, tal como lo decía su mujer, el muchacho había salido a él, y no le iba a durar mucho el entusiasmo.
Y dado que la niña tenía buen culo y mejores tetas, sabía por experiencia que lo más adecuado era dejarlo disfrutar un poco. ¡Ya se le iba a pasar la calentura!
* * *
Marcela siguió caminando a pesar de que ya había pasado un rato largo desde su salida del edificio.
Las cosas eran así: cuando estaba sola con Diego, todo parecía encajar y ese piso lo sentía casi como su verdadera casa. Pero bastaba que alguien de la vida de él se asomara, para que la muchacha se sintiera por completo fuera de lugar.
Eran demasiado diferentes.
* * *
Loly no tenía dónde ir, así que decidió quedarse en el pensionado hasta que hablara con Elu acerca de su situación.
Constanza, en cambio, armó unas pequeñas maletas y emprendió viaje, (ni Normita sabía adonde).
Para Cony la hora de la venganza había comenzado.
* * *
Marcela se prometió a sí misma endurecer los límites que le había fijado a Diego: tratar de evitar excesivo contacto, y por ningún motivo bailar “lentos” con él. Iba a tener que aprender a dominarse, y a tomar de una vez por todas el control de su cuerpo.
Si Diego necesitaba tiempo para empezar a amarla, tenía que poder dárselo. No era justo rendirse a su deseo, ni entregarse tontamente.
Pero ese día...
Hay días y días para una mujer...
Y aquel era uno de esos días.
Primero fueron unos besos casuales, casi inocentes, mientras escuchaban música. Pero luego Diego había querido apagar la luz que estaba detrás de ella y le había rozado el pecho, quedando por un breve instante casi encima de Marcela.
Fue tan fuerte el deseo de sentirlo así de cerca, fue tan desesperado el reclamo de sus pezones por una caricia muy necesitada, que la muchacha se dejó invadir por esa dulce proximidad, y cerró los ojos en una actitud de completa entrega. Él la vio, y no pudo evitar besarla. La deseaba con intensidad, pero se apartó.
Entonces fue ella quién lo besó, quién se reclinó sobre él, buscando el calor de su cuerpo, de su masculinidad excitada. Lo necesitaba. Necesitaba todo de él. No sabía exactamente qué, pero tenía muy claro dónde.
Estaba entregada, y no le importaba nada más.
Nada.
Y entonces de nuevo fue Diego quien reaccionó.
—¡Espera! —la recriminó con dulzura—. Si sigues así me parece que...
Marcela tardó en responder, tal era el reclamo que sentía entre sus piernas. Pero cuando reaccionó estaba terriblemente avergonzada. ¡¿Qué había estado dispuesta a hacer?! ¿Qué le había pasado? Quedó atontada. Por primera vez en su vida no había sido fiel a sí misma. A Dios. A todo eso en lo que en verdad creía. Tal era la fuerza de su cuerpo, que esa noche había incluso arrastrado a su alma.
* * *
Ese día, por primera vez desde que eran novios, Diego y Marcela no iban a encontrarse.
Ella lo llamó por la mañana. Le dijo que tenía que controlar un inventario, y que posiblemente se quedaría trabajando hasta muy tarde. Después, ya a la madrugada, una de las muchachas de la oficina la alcanzaría hasta la pensión.
Diego se sintió un poco decepcionado. En especial ese día. Estaba particularmente orgulloso de haber podido ser él quien pusiera el límite la noche anterior. Y es que el deseo que despertaba en ella no sólo lo excitaba locamente, sino que lo hacía feliz. Por eso había hecho bien en frenarse, demostrarle que era de confianza, que estaba dispuesto a respetarla y cumplir con su acuerdo. Quería con desesperación que ella lo amara sin condiciones, y que el día que se le entregara lo hiciera por convencimiento y no por calentura. Quería...
—¡No lo puedo creer!... ¡Diego!
Su amigo Renzo lo saludó con entusiasmo, pero sin soltar un pequeño que llevaba de la mano.
Diego, que hasta entonces había estado caminando sin rumbo, sumergido en los recuerdos de la noche anterior, se alegró de verlo.
No había hablado de sus sentimientos con nadie, pero con Renzo era otra cosa. Él iba a poder, una vez más, escucharlo. Sin embargo el chiquito que acarreaba su amigo parecía opinar otra cosa.
—¿Y éste quién es? —le preguntó al fin.
—Mi hijo —contestó Renzo con orgullo.
—¡Te felicito! Así que por fin pudiste...
Renzo lo interrumpió: —Hace dos meses que lo tengo.
—Ah... —exclamó Diego, algo cortado—. Bueno, te felicito. Me parece muy bien que se hayan decidido.
Pero el niño estaba ajeno a los tratos de los grandes, e insistía en empujar a Renzo hacia una plaza cercana.
—Quiere que lo lleve... ¿Nos acompañas?
—¡Bueno! —aceptó Diego con entusiasmo.
Necesitaba hablar con Renzo.
Necesitaba hablar.
* * *
El teléfono móvil que todavía llevaba Loly en el bolso comenzó a sonar sin tregua. Primero dudó en atenderlo, pero luego decidió que ya era tiempo de que Elu se hiciera cargo de su responsabilidad.
—¿Hola?
—¿Qué le has dicho? —preguntó Eleuterio de mal modo.
—¿Qué le dije a quién?
—A Constanza. Me llamó para decirme que me odiaba, y me cortó. ¿Qué le has dicho?
—Que fuimos amantes.
—¡Estúpida! Te dije que era muy celosa. Ahora te va a hacer la vida imposible.
—“Nos” va a hacer la vida imposible, en tal caso.
—No, nenita. A mí no me verás nunca más. Olvídate. Si te cobrara por todo lo que te enseñé, me deberías mucho dinero. Así que, ubícate, y no vuelvas a meterte con mi hija.
—Estoy embarazada... —informó Loly con calma—. ¡Ah! Y cuando me acosté contigo tenía diecisiete, y no dieciocho como te dije.... ¡Adiós!
Y cortó la comunicación.
* * *
—¡Pero hermano!, —se burló Renzo— la debes tener de madera.
—Más o menos... —se rio Diego—. Pero es que ella es distinta. ¿Sabes?, nunca se lo pregunté directamente, pero incluso creo que es virgen.
—¿Cuántos años tiene?
—Veintidós.
—No hay virgen a los veintidós años. Mira que las mujeres son muy escondedoras, no puedes saber...
—Pero ella es muy de ir a Misa...
—¡No me hagas reír! Nunca tuve más sexo que cuando me anoté en la Acción Católica. Te puedo asegurar que eso no es garantía de nada...
—No, pero... Para ella Dios es... Es como si fuera parte de su vida. Real, ¿entiendes?... Por eso cuando dice que si se acuesta conmigo antes de casarse va a ser muy infeliz, se lo creo. Para ella Dios es el orden, y a partir de eso construye todo el resto. Si le saco ese orden, (creo que dice la verdad), la destruiría. Y lo último que quiero hacer es lastimarla... Me tiene como loco, en todos los sentidos...
—Pero hermano, si no la llevas a la cama, ¿cómo vas a saber si son compatibles? Mira que hay mujeres muy lindas, pero en la intimidad... ¡un desastre! Y tú sabes que lo que único que acaba salvando una relación es eso.
—Pero con Celina ustedes tienen mucho más que “buena cama”.
Por un momento Renzo quedó confundido.
—Bueno, sí... Pero además tenemos “buena cama”... Mira yo entiendo que no la fuerces. Pero si ella se deja, ¿qué culpa tienes? Si está caliente contigo le haces un favor. Por ahí no se anima, o tuvo una mala experiencia o, qué se yo, hasta por ahí es virgen como dices... Pero en todos los casos no hay nada de malo en que la ayudes a liberarse un poco... Y lo de Dios..., qué se yo..., va, se confiesa, y listo.
—No, para ella Dios es muy importante... —intentó defenderla Diego, pero ya no tan convencido.
—Mira, hermano, no le des más vueltas... ¿Te piensas casar pronto con ella?
—No. ¡No me quiero casar!... Mira, me hablas de casamiento y se me pone la piel de gallina. Pienso en mis padres, y no sé... La quiero demasiado. No soportaría terminar odiándola.
—Tienes razón. Por eso con Celina no nos hemos casado. ¿Para qué? Si queremos estar juntos, estamos, y si no, nos separamos, y a otra cosa.
—¿Y el pendejo?
Renzo se quedó de nuevo pensativo. Con papeles o sin ellos, la vida, (o el amor), lo había obligado a formar una familia, aunque él se hiciera la ilusión de lo contrario.
—Bueno, no sé —confesó al fin—. Pero tú sí sabes perfectamente lo que quieres: al menos por ahora no piensas casarte... ¿Qué vas a hacer, entonces? ¿Te la vas a cortar, para reimplantártela luego del matrimonio?... Seamos sinceros: no vas a aguantar, hermano. ¡No vas a aguantar!
Renzo corrió tras su hijo, a punto de caer de un tobogán.
Diego lo miraba sin verlo, ensimismado en sus pensamientos. "Tiene razón...", se dijo. "¡Ya no aguanto más!".
* * *
Marcela estaba a punto de llegar a la pensión. La noche era hermosa y cálida, pero ella estaba tan cansada después de un día de trabajo agotador, que con lo único que soñaba era con darse un baño y dormir hasta la mañana siguiente, sin parar.
Cuando ya estaba por meter la llave en la puerta, alguien salió de entre las sombras.
¡Era Flavia!
Excepto por su vientre, nadie hubiera adivinado que estaba embarazada. Tenía la cara demacrada, y parecía haber perdido peso en el resto de su cuerpo.
Marcela sintió pánico. Se había olvidado por completo de Flavia, su hijo, y la promesa que le había hecho, de tal manera mantenía su cuerpo y su mente ocupados con Diego.
—Me acaban de echar de la salita de Ingeniero Bunge. Ya no tengo trabajo ni dinero. ¡Necesito tu ayuda! Además no quiero que nadie me vea así... —exclamó Flavia, señalando su vientre.
Marcela quiso brindarle seguridad, porque su apariencia daba miedo. Se la veía desesperada.
—Mañana mismo compro el pasaje, y vas al Convento para reunirte con la hermana Clara. Yo le voy a contar tu situación, y ella te va a cuidar hasta que tengas al bebé. De los gastos me hago cargo yo. Después...
—Después, nada... Ni bien nace lo pones a tu nombre, o lo mato. ¡Me lo juraste por Dios!
Marcela la miró, conmovida.
Sí. Lo había jurado por Dios.
* * *
Constanza estaba alojada en el hotel más lujoso de esa ciudad miserable. Había pasado los dos primeros días de su estancia durmiendo y haciendo averiguaciones. Pero aquella noche había llegado la hora de actuar.
Volvió a mirarse en el espejo: estaba perfecta. El cabello rubio cayendo sobre su cuerpo casi desnudo, apenas cubierto por una camisa que llegaba un poco más allá de su sexo.
Se sentía excitada, caliente. Como no lo había vuelto a estar después de... eso.
Alguien golpeó a la puerta dos veces, y ella corrió a meterse en la cama.
—¡Adelante! —ordenó con aire displicente.
Por la puerta asomó con timidez un hombre de unos cincuenta años, vestido con ropas simples, y llevando un maletín en la mano.
Cony lo observó con lujuria. Miró sus manos callosas, sus brazos fuertes, su cara hermosa, surcada por arrugas. Sus ojos...
—Soy el Dr. Herrera —se presentó—. ¿Usted pidió médico?
—Sí, doctor —respondió Constanza con voz angustiada—. Disculpe que lo haya llamado a usted, pero una amiga de Buenos Aires lo recomendó mucho, y como me siento tan mal...
—¿Una amiga de Buenos Aires?
El doctor permanecía a distancia.
—No me acuerdo quién... Pero no importa. ¡Lo importante es que ya llegó! Me he sentido tan mal...
El médico apoyó su maletín en la mesa, y se acercó para revisarla.
—¿Qué le anda pasando?
—Tengo un dolor fuerte y punzante en el pecho —respondió, mientras se incorporaba en la cama.
El hombre deslizó su estetoscopio por la abertura de la camisa, pero ella soltó dos botones, permitiendo que asomara la punta del pezón erecto de uno de sus pechos.
La vista de él se desvió involuntariamente, y Cony pudo notar su embarazo cuando apartó la mano.
El pobre hombre tardó un momento en recomponerse.
—Voy a escuchar su espalda, dese vuelta.
Constanza se destapó, y cuidó que al hacerlo su camisa quedara ligeramente levantada, mostrando las curvas de su intimidad.
Pudo sentir el efecto que produjo en su víctima. El temblor de su mano.
Cuando él terminó se apuró a taparla.
Pero la muchacha no estaba dispuesta a darse por vencida. Volvió a girar, y lo miró con cara suplicante.
—¡Me duele mucho!
—No parece haber nada... Si va a la salita le hago un electro, pero...
—¿Será mi estómago, o el hígado...? Parece que tuviera una inflamación...
El doctor tomó aire, y volvió a acercarse para palpar.
—¿Acá? —preguntaba, cuidando de que la muchacha estuviera cubierta.
Pero ella tomó su mano y la condujo a su sexo húmedo.
—¡Aquí! —le dijo.
Y aprovechó su desconcierto para besarlo.
Él se alejó como del diablo.
—¿Qué es esto? —preguntó furioso—. ¡Tú no tienes nada!
—¡No te enojes!
Constanza trataba de detenerlo, mientras él guardaba sus cosas.
—Me sentí mejor antes de que llegaras... Pero después... Eres tan fuerte.... Y estamos aquí solos. Y...
—Lo lamento, señorita, pero se equivocó. Aquí no hay servicio de acompañantes, como en Buenos Aires...
—¿Acaso no te gusto? —preguntó, mientras lo tocaba.
Estaba excitado, notó con placer.
—Soy un señor felizmente casado. Mi hija mayor tiene apenas unos años menos que tú... De verdad tienes un problema, pero para un psicólogo, no para un médico.
El doctor, a pesar de la oposición de Cony, casi había ganado la puerta, y cuando ya la iba a abrir, ella se interpuso.
—¡Tu hija está embarazada! —le gritó brutalmente—. ¡De mi padre!
* * *
Cuando llegó esa noche a casa de Diego, Marcela estaba desesperada. ¡Iba a tener un bebé! Un bebé del que hacerse cargo. Pañales, mamaderas...
Imposible darle tiempo extra a Diego. Imposible, porque cada vez estaba más cerca de lograr saciar su única urgencia, la del sexo. Imposible porque, quisiera él o no el compromiso, ella ya se había comprometido con otro: con su bebé.
Iba a tener una familia.... Y Diego no parecía estar en ella.
¡Eran tan distintos! Marcela no encajaba con su vida, con sus amigos, con su padre. Y si ella no encajaba, mucho menos ella con un hijo.
¡Pero lo amaba demasiado! —protestaba su alma.
¡Pero lo deseaba tanto! —clamaba su sexo.
Al salir del trabajo entró a una Iglesia y al amparo de la Virgen se puso a llorar, sin encontrar consuelo.
¡No quería perderlo! Pero tampoco quería tenerlo a medias... ¡No quería entregarse a él sin condiciones! Porque sabía que era incapaz de darle el cuerpo, sin que se le escapara también el alma.
¿Qué amaba él de ella? No la amaba toda, porque de lo contrario también él hubiera necesitado más.
¿Qué conocía él de ella? Su silencio.
Pero había llegado el momento de hablar.
* * *
—Hacía mil años que no veía a Renzo... —Diego estaba feliz hablando de su amigo, pero a Marcela, por primera vez, le costaba escucharlo—. ¡Es un tipo genial!... Ahora adoptó un hijo.
La joven le prestó repentina atención.
—¡Qué bien! —exclamó, con alegría.
—Sí..., me imagino que sí —aseveró él sin entusiasmo—. Estaba obsesionado con ese asunto. La verdad es que no entiendo qué cosa puede encontrarle alguien de bueno a tener un hijo. Para las mujeres está bien, ¡pero para un hombre!... Parecía un idiota corriendo atrás del niño, que, por cierto, no hizo más que joder todo el rato.
Diego observó la cara de desilusión de Marcela, y de inmediato quiso retractarse. —Bueno, no sé... Un hijo propio... Me imagino que se le toma cariño... ¡Pero este chico es adoptivo! ¡Criar al hijo de otro! ¡Está chiflado!... Y, como lo conozco, estoy seguro de que Renzo se va a terminar arrepintiendo.
Pero fue Diego el que se arrepintió de haber hablado, al ver la cara de Marcela.
—¿Qué? —le preguntó al fin—. De seguro tú opinas otra cosa —dijo atento a las palabras de ella.
Pero Marcela otra vez se limitó a callar.
* * *
Lo que Cony no había averiguado acerca del padre de Loly era lo de su condición cardiaca.
El tipo parecía sano y fuerte... ¡¿Quién iba a imaginar lo de su corazón?!
Ella no tenía la culpa. Si Loly no hubiera empezado, su padre nunca hubiera acabado así.
Y, además: ¿a quién se le ocurría que el hospital más cercano iba a estar a treinta kilómetros? ¡Si la Argentina fuera un país como la gente!.... Si hubiera ocurrido en Estados Unidos, a los dos minutos llegaban los paramédicos y “aquí no ha pasado nada”. Pero ahora todos en ese lobby del hotel la miraban como si ella fuera culpable de algo.
Y todavía faltaban dos horas para que saliera su micro a Buenos Aires...
* * *
Esa noche Marcela era una mujer desesperada, en cuerpo y alma. Y Diego cometió la peor torpeza que puede cometer un hombre: confundir su desasosiego con excitación.
Estaba tan inundado por su propio deseo que no pudo percibir más allá.
Y ese fue su gran error.
Diego era un macho bien entrenado para la cacería. Lo había entrenado el mejor: su propio padre. Él tenía una idea clara de lo que esperaba una mujer a la hora de hacer el amor. De lo que la excitaba; de lo que la preparaba para el placer. Una idea clara basada en su propia experiencia, en la de su padre, y en la de todos los demás hombres… Pero en la de ninguna mujer.
Por eso, una vez decidido a hacer el amor con Marcela esa noche, preparó el escenario: bajó las luces, puso música romántica, sirvió vino blanco helado, y se sacó la camisa. Luego tomó a Marcela entre sus brazos, y comenzaron a bailar. Pero no como lo habían hecho tantas veces allí mismo. No. Esta vez el objetivo era distinto, y también los movimientos.
La acarició, como solía hacerlo con otras... Comenzó a besarla, con el mismo deseo con que había besado a las otras... Y a recorrerla con sus manos, como solía hacerlo con todas las demás.
Pero Marcela no era una más. Era Marcela.
—No —lo rechazó ella enojada, tomando distancia.
—¿Por qué no? —pregunto él, cegado ya por la urgencia de su sexo, volviendo a arrastrarla hacia sí— Tú también lo quieres...
Y entonces intentó acariciarle la entrepierna mientras la besaba con lujuria.
Marcela se alejó sin ocultar su asco. ¡Ese no era Diego! Era apenas un hombre cualquiera. Como todos los demás.
—No puedes dejarme así... Hace dos meses que te estoy esperando... —reclamó él, enceguecido por la pasión.
Marcela lo miró decepcionada, y él hizo un último esfuerzo por explicarse.
—Necesito hacerte el amor, porque, aunque no lo entiendas, es lo mejor para nosotros... Es lo único que falta en nuestra relación.
—Lo que le falta no es justamente más sexo —clamó ella—. Eso le sobra... Eso nos confunde
—A mí lo que me confunde es no poder tenerte como quiero.
—Nunca se puede tener al otro como uno quiere, te lo digo por experiencia... —se lamentó Marcela.
Diego luchaba por retenerla, y ella por alejarse.
—¿Qué estamos esperando? Yo te necesito, tú me necesitas...
—Hay muchas cosas además de la necesidad… No me conoces, Diego... No conoces nada de mí...
—Te conozco, claro que te conozco... —se desesperó, mientras la acariciaba— Sé lo más importante sobre ti: sé que me quieres.
—Hay otras cosas...
—Nada más.
Y comenzó a besarla. Pero no como a las otras, sino como lo hacía con ella, Marcela, la mujer a la que amaba por encima de su sexo, y a la que no quería perder.
Y fueron esos besos los que encendieron la pasión de ella. Y Marcela comenzó a abandonarse a ese deseo, tal era su desesperación.
* * *
Cuando Loly volvió de encontrarse con sus nuevas amigas, notó un movimiento extraño en el recibidor. Encendió la luz, y allí estaba doña Estela, esperándola. Loly miró su reloj: ya eran las doce de la noche, y la dueña de la pensión jamás estaba despierta a esa hora.
—¿Ocurrió algo? —preguntó con inocencia.
—Hija, tu padre ha muerto —murmuró la dama.
Y la acogió en su pecho para consolarla.
* * *
—No... Basta... —suplicó Marcela— ¡No! —gritó con determinación, mientras se alejaba, no sólo de él , sino también de su propio deseo—. ¡Basta de esto!... Vamos a hablar —exigió con la poca voluntad que le quedaba.
—No quiero hablar. Las mujeres hablan demasiado y lo complican todo.
Diego intentó retenerla, pero ella sabía que si todo empezaba otra vez no iba a tener fuerzas para rechazarlo.
Así que prefirió que fueran las palabras las que lo alejaran.
—Voy a tener un hijo —afirmó agachando la cabeza.
—¡¿Qué?!
Y por primera vez en esa mala noche, Diego escuchó realmente lo que ella tenía para decirle.
—Que voy a tener un hijo.
—Eso es ridículo.
—Voy a tener un hijo.
—No es cierto.
—Sí lo es.
—¡Mentira!... Júramelo por Dios —la desafió con incredulidad.
Y por segunda vez en su vida Marcela cometió el mismo error.
—Te lo juro. Dentro de unos meses voy a tener un bebé.
Diego tardó unos momentos en reaccionar, pero cuando lo hizo fue terrible.
—¡Eres una puta! —dijo desde el fondo de su corazón destrozado— ¡Eres una puta! —repitió.
Levantó la mano para pegarle, pero no pudo.
Esa mujer que tenía enfrente lo asqueaba. Esa mujer que le había hecho creer que era distinta. A la que había esperado y amado cumpliendo todas sus condiciones. Esa mujer era mentirosa y calculadora, igual a todas las demás.
—¡Vete de aquí ya mismo! —le gritó, mientras la empujaba a la salida. —No quiero volver a verte en mi vida... ¡Vete!
La arrastró y cerró la puerta tras ella...
Justo antes de que pudiera verlo llorar.
* * *
Diego lloró de furia y desencanto. Lloró a los gritos, como nunca antes había llorado. Tenía odio por haber sido engañado, celos por ese cuerpo que él no logró poseer, y por ese corazón que nunca había conquistado.
Pero más que todo, lloró por el terrible vacío que dejaba ese gran amor que había creído tener entre sus brazos.
* * *
—¿Qué te ocurre, Marcela?
Agustina se había despertado al escuchar el llanto de Marcela. Nunca antes la había visto llorar.
Se acercó a la cama, y observó su hermoso rostro enrojecido por el dolor.
—¿Qué te ha hecho Méndez Cané?... ¿Se acostó con otra?... ¿Te dejó?
—Lo de Diego se acabó para siempre.
—Para siempre es mucho tiempo —reflexionó Agustina, que era más práctica que romántica.
—Voy a tener un hijo.
Marcela repitió esa media verdad con convicción.
—¡Ese cerdo de Méndez Cané....!
—Nunca me acosté con Diego —lo defendió Marcela con amargura.
Por un momento Agustina dudó. Pero luego comenzó a reflexionar: —¡Un momento! Si no te has acostado con Diego todavía..., juraría que eres virgen. ¡Ese bebé no puede ser tuyo!
—¡Ves!... ¡Ves!... —gritó Marcela, entre lágrimas—. Tú me conoces lo suficiente, sabes cómo soy... No puedes creer eso de mí. Y si lo creyeras, sabrías disculparlo... ¡Nunca se te ocurriría pensar que soy una puta!
Tomó aliento, trató de calmarse, y volvió a decir: —De verdad. Voy a tener un hijo.
Agustina la miró a los ojos. En efecto, la conocía demasiado como para saber que no le estaba mintiendo.
—¡Flavia! —gritó, ni bien terminó de atar cabos— ¡Es el bebé de Flavia!... Por eso que después ya no me decía nada, y en cambio hablaba contigo... Por eso que ya no buscas un piso con dos cuarto, sino uno mucho más pequeño... ¡¿Qué has hecho, Marcela?! ¡¿Estás loca?!
Marcela, como siempre, calló.
—¿Le dijiste a Diego que estabas embarazada?
—Le juré que iba a tener un hijo... ¡Y no le mentí!
—¡¿Por qué le has dicho eso?!
Marcela se dejó vencer por el llanto. —Yo quería una familia, y voy a tenerla... Pero en cambio Diego... Diego quería otras cosas... Y yo lo quería a él.
La muchacha se echó en brazos de su amiga y lloró hasta que salió el sol anunciando un nuevo día.
Un nuevo ciclo.