Capítulo VI

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CONDADO DE DEVON, INGLATERRA, NOVIEMBRE DEL AÑO 1192

—HACE un año estábamos en Ramala, milord.

—¡Daniel! —Catherine Rumsfiel dejó la labor encima de la mesa y se levantó para dar un abrazo a su fiel criado. Daniel Etherhart ya no trabajaba para ellos, desde su regreso de Tierra Santa, Daniel intentaba levantar una granja propia junto a su esposa, Ruth, gracias a la rica recompensa que su señora le había dado después de su aventura en Palestina. Sin embargo una vez al mes pasaba a saludarla para comprobar que seguía sana, aunque con esa melancolía tremenda asentada en sus ojos negros— ¿cómo estás?

—Bien, gracias a Dios y usted, milady

—Todo marcha bien, Daniel. Jane me ha dicho que pronto aumentaréis la familia.

—Oh sí, Ruth está muy contenta, y yo también.

—Es estupendo, mi padre quería verte por el asunto de los caballos, hay dos que podrían interesarte, yo creo que son perfectos para vosotros… —lo agarró por el brazo y salió con él camino de las caballerizas— te servirán en el campo y para montar cuando lo necesites.

—Acabo de pasar por tierra de los Beaumont… —Daniel percibió claramente como se tensaba la fina mandíbula de la joven, pero siguió hablando— John me ha dicho que milord vuelve en navidades.

—Recuerdo que esos eran sus planes… —Cat empujó el portón de las caballerizas y llamó a Phil, su mozo de cuadras, para que le enseñara los caballos a Daniel— son esos percherones, hazme caso son perfectos, ¿verdad Phillip?

—Lord Gerard ya está en Londres, acaba de llegar y ha escrito a su familia.

—Eso es estupendo, Daniel, pero no creo que sea asunto nuestro.

—No, milady.

 

 

 

Una hora después Daniel volvía a casa con la sensación de siempre y esa era que lady Catherine jamás podría superar su paso por Tierra Santa. El viaje de vuelta a Inglaterra lo había pasado prácticamente en silencio, ausente y llorando a escondidas mientras él y Gwendolyn evitaban incomodarla con preguntas indiscretas. Luego habían pisado Devon y habían jurado, delante del altar mayor de San Jorge, que jamás contarían a nadie su aventura en Jerusalén, Montjoie y San Juan de Acre, y así había sido. Ella había retomado su papel como hija del conde de Rumsfield y él había iniciado una nueva vida como granjero independiente, sin embargo él se sentía feliz y lady Catherine parecía cada vez más triste.

 

 

 

—Cathy ha llegado un regalo para ti —su madre la sorprendió en su dormitorio con el bordado sobre el regazo, pero sin bordar, completamente ensimismada en sus pensamientos— es de Londres.

—Es precioso —exclamó delante del maravilloso vestido que su suegra, Anabella Baxendale, le mandaba como regalo de bodas. Un valiosísimo brocado en tono marfil, ribeteado con perlas y encaje de Irlanda—

—Serás la novia más hermosa del año… —Anne Rumsfiel agarró el traje y se lo puso por encima— un poco escotado, pero podemos taparlo con gasa, ¿no crees Gwendolyn? —la doncella asintió mirando de reojo la cara de Catherine que no era precisamente la de una novia ilusionada— y Jonathan seguro que irá impecable, que orgullosos nos vamos a sentir.

—Chicas —Lord Rumsfiel entró en el salón y se quedó un minuto admirando el precioso vestido— que belleza, estarás radiante, mi niña… ha llegado una carta, Gerard Beaumont viene a Devon y dice que pasará a saludarnos.

—Es fantástico, hace muchísimo que no lo vemos, si está en Londres en enero, tal vez deberíamos invitarlo a la boda ¿no creéis?

—No sé si tenga tiempo, mamá… —Catherine los miró a todos e hizo amago de salir corriendo— él es un oficial del rey Ricardo.

—Y seguramente por eso ha regresado a casa —apuntó lord Rumsfield— para vigilar los intereses de su majestad.

 

 

 

Catherine abandonó el salón, agarró una capa y salió a caminar por el jardín para despejarse un poco. Simplemente oír el nombre de Gerard la alteraba y eso que su pobre y buen amigo no tenía culpa da nada. Nadie la tenía en realidad.

Se detuvo y tomó una bocanada de aire frío. Cada vez que pensaba en Gerard, pensaba en Palestina y por descontado en Evrard de Clerc. Aún sentía un dolor intenso en el pecho cuando recordaba su último día en San Juan de Acre, el comentario de Evrard, sus ilusiones estúpidas con respecto a un hombre que la había besado como había podido besar a miles de chicas por Europa entera sin sentir nada en absoluto por ellas. Había sido tan estúpida y se sentía tan avergonzada..

Su retorno a casa lo había hecho de forma inconsciente, por aquellos días ni sentía, ni padecía, simplemente respiraba, languideciendo en el camarote diminuto de algún barco, con el tesoro a buen recaudo, pensado en los ojos azul turquesa del único hombre que había amado en su vida, conociendo, a ciencia cierta, la opinión que él tenía sobre ella y sabiendo que Evrard de Clerc jamás sería suyo, seguramente ni recordaba que la había besado y tocado en el suelo de aquella habitación y aquella realidad la avergonzaba, la hacía sentirse ridícula y la hería hasta lo más profundo de su ser.

Fijada la fecha de la boda nada más regresar a Devon, ahora debía concentrarse en su futuro marido, en los hijos que tendría con él, en el hogar que debía fundar y que conseguirían sacarle del corazón esa espina que tanto daño le producía. Jonathan no había hecho ninguna pregunta respecto a su misterioso viaje a Francia y se había limitado a aplaudir su suerte con las deudas y a arrinconarla en el cobertizo de caza para besarla. Jonathan era un crío torpe e imprudente, pero al menos la respetaba, la quería y la protegería el resto de su vida.

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—No puede hacer eso, levántese, milady por el amor de Dios —Gwendolyn le rogaba casi de rodillas—

—¡Catherine ¿qué diantres te pasa?! —su madre entró a su cuarto dando un portazo tremendo contra la pared— levántate de ahí, las damas debemos cumplir con nuestros deberes aunque a veces no queramos hacerlo, y con todo lo que hizo Gerard por ti en Francia…

—Estoy enferma

—Me da igual, los Beaumont han venido y vas a bajar a saludarlos, no seremos descorteses con nuestros vecinos, además Gerry a preguntado por ti.

—Dile que me disculpe, madre por favor —se sentó en la cama con el pelo revuelto y vio el gesto inflexible en la cara de la condesa, apartó las sábanas e hizo amago de lvantarse—

—Diez minutos, en diez minutos te quiero abajo, si no lo haces, vendré con todo el mundo aquí para que te saluden ¿qué te parece?

—¡Mierda! —exclamó Catherine al verla desaparecer por la puerta, se levantó y dejó que Gwendolyn la arreglara— no quiero ver a nadie.

—Hace frío pero es un día soleado, le pondré este vestido más claro que resalta sus ojos oscuros —susurró la doncella mientras le acomodaba el pelo debajo de su sombrerito de gasa— está tan guapa, milady, sir Jonathan debe estar tan orgulloso de convertirla en su esposa.

—Qué alentador —masculló mirándose en el espejo de su tocador. Acto seguido salió del cuarto y se encaminó hacia el salón de visitas con Gwen pegada a los tobillos— no me voy a escapar —le dijo antes de llegar a la puerta y quedarse con la palabra atragantada en la garganta—

—¡Cat! —Gerard caminó hacia ella con los brazos abiertos. Vestía de civil, con una elegante capa negra que lo cubría hasta los tobillos. Bien afeitado y peinado parecía otra persona, con los ojos verdes chispeantes y la sonrisa acogedora. Pero esa imagen inmejorable no fue la que conmocionó a la joven, sino la figura estilizada a su espalda que se puso de pie nada más verla entrar— Dios bendito, estás cada día más guapa.

—Gerry, que alegría verte —susurró mirando de reojo al mismísimo Evrard de Clerc que permanecía quieto con una sonrisa en los labios— lord De Clerc —pronunció al fin en medio del silencio general— bienvenido a nuestra casa.

—Catherine, Catherine…— los padres de Gerard la saludaron y mostraron su admiración de verla convertida en toda una mujer, a punto de casarse y después de conseguir, no sin la maravillosa intervención de su hijo, salvar a la familia del drama económico que se cernía sobre ellos. La versión oficial era que Gerry la había acompañado a Marsella y juntos habían arreglado el desaguisado de Michael, aunque el conde de Rusmfield también sabía de la existencia del tesoro de Zara, aunque no su procedencia real— ¿Cuándo te casas?

—Dentro de seis semanas, milady… —ignorando descaradamente a De Clerc, que parecía algo desconcertado, se sentó detrás de sus padres, como correspondía a una dama soltera de su clase, y se mantuvo en silencio el resto del encuentro. No levantó la vista, ni separó las manos del regazo oyendo la animada charla, de reojo pudo ver la elegante estampa del templario, también vestido de civil, que lucía unos ropajes muy sobrios, pero que denotaban de lejos su alta posición social. Las botas lustradísimas, las manos enormes y bien cuidadas jugueteando con una de las cuerdas de su capa, los ojos turquesa que lo observaban todo con curiosidad y su voz profunda y varonil, cuando le tocaba intervenir en la conversación—

—¿Así que será en Westminter? —preguntó la madre de Gerard, lady Angelique—

—Sí, nos vamos dentro de dos semanas a la casa de los Baxendale en la ciudad, es donde se instalarán los chicos cuando se casen y de ahí saldrá nuestra Catherine vestida de novia.

—Debes estar muy ilusionada, pequeña.

—Lo estoy, milady —el corazón le iba a estallar de un momento a otro. Sabía que Gerard y Evrard la observaban con atención y de pronto le pareció su vestido demasiado escotado, y sus pendientes demasiado llamativos—

—¿Creí que viviríais en el campo? —preguntó Gerard—

—No, bueno, es que Jonathan, mi yerno, prefiere la corte —contestó la condesa, feliz, ella estaba tan orgullosa de la boda que disfrutaba hablando de ella—

—Sí me disculpáis… —Catherine no pudo aguantar más y se puso de pie levantando de sus asientos a los caballeros— lo siento, ruego que me perdonéis, pero estoy algo indispuesta.

—Claro, por Dios… — la duquesa de Beaumont se acercó a darle un beso y Cat aprovechó para escurrirse haciendo antes una venia perfecta hacia los señores. Gerard la miró una vez mas buscando algo de complicidad en sus ojos y Catherine le respondió con una leve sonrisa. Caminó tranquilamente hacia la salida, cerró la puerta y luego salió corriendo como si la persiguiera el mismísimo demonio—

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—Juan es un tipo peculiar, Evrard, tiene mi edad ¿sabes? —Gerard se sentó junto a la chimenea y observó a su primo que completamente ausente, miraba con los ojos entornados el brillante día de invierno. Estaban en Londres, en la casa familiar de los Beaumont y hacía días que se pasaban las jornadas hablando de política, reuniéndose con toda clase de personas, mientras Juan Sin Tierra los trataba con una amabilidad un poco sospechosa— cumple veintiséis años el día de Nochebuena,. deberíamos ir a saludarlo, al fin y al cabo también es un pariente.

—¿Y que pasa con Catherine Rumsfield?

—¿Qué quieres que haga?

—Advertirle del futuro que le espera al lado del mequetrefe de Baxindale.

—Creo que no está muy receptiva con nosotros, primo, ya la viste en Devon.

—No se trata de ser camaradas, Gerard —Evrard giró la cabeza y lo acribilló con los ojos azules— ese tipo y su familia son unos traidores, caerán con el resto y Catherine con ellos, ¿no te importa?

—Claro que me importa, pero ¿cómo demonios va a romper un compromiso a dos semanas de la boda?

—Pues rompiéndolo, maldita sea, parecemos imbéciles… —se levantó y salió del cuarto moviendo el aire con el movimiento. Gerard estiró las piernas resoplando. La vida en la corte estaba alterando el carácter normalmente agradable de Evrard, y desde que habían visto a Cat en Devon, aún más—

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Se miró en el espejo de cuerpo entero, artículo de lujo por aquellos días, y contempló sorprendida su aspecto vestida de novia. Su suegra, lady Arabella, la miraba desde la espalda con aire concentrado mientras su madre lloraba de la emoción. Movió el pelo suelto, que ya le llegaba casi a la cintura y la costurera corrió para evitar un desastre con los alfileres.

 

 

 

—No milady, no os mováis, por favor.

—Estás preciosa, hija —dijo su madre y Cat le sonrió— preciosa.

—Ella es preciosa, cualquier cosa le quedaría bien —opinó Helen, la hermana de Jonathan, desde la cama—

—Bien, un pequeño ajuste y todo perfecto… tápale los pechos, pensé que tenías menos pecho, Catherine, te has convertido en una mujer muy hermosa, la verdad —reconoció su futura suegra tocando la tela del vestido— tendrás muchos hijos, eso se nota al ver las curvas de una mujer, ¿no es así, Beatrice? —la costurera asintió— en fin, solo quedan unos detalles, ¿queréis un refrigerio?

 

 

 

Todo el mundo salió y la dejaron sola con su vestido. Se quitó las gasas del escote, se acomodó el pelo y se bajó del taburete de pruebas con cuidado, un segundo después oyó la algarabía que llegaba desde el jardín. Se asomó a la ventana y pudo ver como fuera de las rejas de la casa se estaba iniciando un combate de espada, muy violento por cierto. Abrió la puerta y Joseph, el criado de Jonathan pasó por su lado corriendo desesperado y con una espada en la mano.

 

 

 

—Ay Dios, el señorito se está peleando con unos desconocidos, lo van a matar, milady…

—¿Qué?, ¡dame la espada!, ¡dámela Joseph, maldita sea! —el criado se la entregó y salió detrás de ella, aterrado. La joven iba con su vestido de bodas y sin sombrero, un horror, y el pobre hombre se santiguó varias veces antes de llegar a la calle—

—Milady, milady

—¿Qué sucede? —preguntó tranquilamente con la espada en alto, Jonathan se batía, fatal, con un tipo altísimo vestido de negro, mientras varios cortesanos les hacían corro, hasta que dejaron de mirar el combate para observarla a ella con la boca abierta— ¿Evrard?

—¿Catherine? —Evrard de Clerc se giró para mirarla, momento que Jonathan aprovechó para lanzarse como un energúmeno contra él, pero el templario levantó la espada y paró el ataque sin mirarlo—

—Déjalo en paz —susurró la joven acercándose a ellos, Evrard la miraba de arriba abajo con los ojos azules brillantes—

—Ha faltado el respeto al legítimo rey Ricardo, milady, no puedo consentirlo —dio un pequeño golpe de hoja e hirió levemente a Baxendale en el hombro— no, si no se disculpa.

—Déjalo, Evrard…— repitió levantando la espada para ofrecerle pelea— seguro que ya se arrepiente de la afrenta.

—Creo que no.

—¡Déjalo! —insistió y le puso la espada sobre el hombro— no está a tu altura.

—¿Pelearías conmigo por él? —Evrard de Clerc dejó la espada rendida a la izquierda y se apartó de Baxendale sin dejar de mirarla—

—Gracias… —respondió Catherine corriendo para atender al herido, Jonathan la miró con ojos desesperados mientras sus criados salían de la casa en tropel para asistirlo—

 

 

 

Desde el suelo Catherine lo miró con los ojos negros fríos como el acero. Evrard recorrió entonces con calma su maravilloso aspecto, con ese elegante y femenino vestido, el pelo suelto, ondulado, cayendo sobre el herido como un manto dorado, su cara preciosa y ese cuerpo generoso, delicioso, enfundado en aquella carísima tela de bodas, retrocedió despacio, miró a los curiosos, desafiante, y luego se alejo perdiéndose entre la gente. Catherine, completamente desconcertada, ayudó a levantar a su prometido y se metió con él en la casa, temblando como una hoja.

 

 

 

—¿Cómo has podido avergonzarme de esa manera? —le gritó Jonathan dentro de su cuarto— maldita sea, Catherine Rumsfield, me has dejado como un pelele ahí fuera.

—Ese hombre, primo del rey Ricardo, es un templario, un guerrero que lleva años en las cruzadas, te iba a liquidar como a una hormiga, Jonathan, así que da gracias al cielo de que yo estuviera cerca.

—¿Y tú de qué conoces a ese De Clerc?

—En Marsella, es primo de Gerard Beaumont, también conocía a Michael…

—Muy bonito, ahora todo Londres sabrá que la marimacho de mi prometida me tuvo que salvar la vida, perfecto Catherine, lo que faltaba. ¡vete y déjame solo!

—¿Marimacho? —se cuadró delante de él, indignada— ¿y cómo tendría que llamarte yo a ti?, ¿cobarde?

—Da gracias al cielo de que esté postrado, porque en cuanto pueda con este hombro te daré tal paliza que aprenderás a respetarme, mujer.

—Ten cuidado, Jonathan… —Cat levantó la espada y se la puso en el pecho— cuidado con las amenazas, y la próxima vez dejaré que te hagan papilla, no te preocupes.

—Eso es, una maldita marimacho, por eso prefiero a Beatrice, madre… ¿no te das cuenta? —Jonathan habló sin pensar en dirección de Lady Arabella que acababa de entrar seguida por sus suegros al dormitorio, miró a Cat y vislumbró perfectamente su cara de asombro— sí, Beatrice Appelwhite, una dama, no alguien como tú.

—¡Calla Jonathan!

—No pienso seguir callado, madre, tengo diecinueve años, soy un hombre.

—Beatrice Appelwhite está embarazada… —Catherine susurró el comentario sin ninguna emoción, solo constatando un hecho, era la comidilla de Londres, la hija pequeña de un médico de la reina Leonor, encinta y soltera…— … es tuyo…

—Por supuesto —el herido se irguió en la cama a la par que su madre lo reprendía severamente con los ojos, Cat se giró hacia sus padres y comprendió inmediatamente que su madre estaba al tanto— mi hijo, y se criará con nosotros porque me traeré a Beatrice a vivir a nuestra casa.

—¡Jonathan! —su madre no pudo más y le pegó un sonoro bofetón— no seas imprudente.

—¿Tienes una amante, embarazada, a la que traerás a nuestra casa y nadie ha sido capaz de decirme nada?, ¿madre?

—No quisimos ponerte nerviosa, hija, tu eres tan… susceptible, estos accidentes ocurren, pero vuestro compromiso tiene ya cinco años, a ninguna de las dos familias nos conviene echarnos atrás.

—¿Y a mi qué demonios me conviene? —miró a Jonathan y sintió pena, él estaba tan atado como ella a ese ridículo contrato. Seguramente quería desposar a su amante, aunque no fuera la hija mayor de un conde o nada parecido— no me casaré, así que ya podéis ir arreglando la disolución de este circo.

—De eso nada, aquí se ha dado la palabra —lady Arabella interceptó su salida, furiosa—

—Puede hacer con su palabra lo que quiera, milady, pero si no quiere que su hijo se convierta en la vergüenza de su familia, mejor será que firme los papeles o sino, montaré tal escándalo en la Corte que se enterará hasta el rey Ricardo en Tierra Santa de sus indiscreciones, no me voy a casar y tú, Jonathan, deberías habérmelo dicho, creía que éramos amigos.

—Tú no me quieres, siempre me ridiculizas, así que no te hagas la víctima.

—No me hago la víctima, solo digo que no me caso…— pasó por el lado de su madre acribillándola con los ojos, era lo peor que una madre podía hacer a su hija, pensó, y sintió una furia profunda hacia ella— cásate con esa pobre chica y a mi me dejáis en paz.

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La inesperada ruptura del compromiso entre los Baxendale y los Rumsafiel se propagó como la peste por Londres, sin que los motivos exactos de dicha disolución de hicieran oficiales, aunque todo apuntaba a que la joven novia se había enterado del apasionado romance que Jonathan Baxendale protagonizaba con la hija menor de Sir Alec Applewhite, uno de los médicos de la reina viuda. Esos amores clandestinos eran un secreto a voces en la capital aunque Catherine fuera absolutamente ignorante al respecto, y en el fondo de su corazón, la alta sociedad londinense estaba esperando con suspicacia a que la incauta novia se enterara de un momento a otro de los mismos, aunque nadie imaginó que se convertirían en motivo de peso para anular una boda de semejante postín.

Solo una hora después del plante de Catherine, los Rumsfield salieron por la puerta de atrás de la mansión Baxendale, para instalarse en la propiedad de unos amigos mientras preparaban su retorno a Devon. Catherine estaba dolida, se sentía humillada y utilizada, planeaba no dirigir nunca más la palabra a su madre y preocuparse a partir de ese momento, personalmente, de los futuros compromisos matrimoniales de sus hermanas pequeñas. Estaba furiosa, muy triste y no pensaba tolerar, nunca más, que la utilizaran como moneda de cambio sin contar con sus sentimientos y su dignidad.

 

 

 

—Te casarás con Jonathan Baxidale aunque sea lo último que hagas en tu vida —la voz de su madre sonaba peligrosa, Cat dejó lo que estaba haciendo, la miró y pudo ver fuego saliendo de sus ojos— no me avergonzarás con tus caprichos… lo he estado pensando y creo que aún podemos arreglarlo, Arabella no quiere que esta estupidez siga adelante.

—No tan fácil, madre —se le puso delante con las manos en las caderas— no tengo trece años, tengo dieciocho y no voy a casarme con Jonathan, no pienso discutirlo más y menos contigo, ahora que sé que solo piensas en tus intereses, en el qué dirán.

—¡Desagradecida! —Anne Rumsfield le cruzó la cara con un bofetón y hubiese seguido pegándole si su marido y Gwendolyn no se lo impiden— ¿quién se casará ahora contigo?, ¿qué futuro crees que tendrás?, ¿repudiada?, ¿abandonada por la hija de un plebeyo?, te quedarás soltera y siendo una carga para tus hermanas.

—Eso no es asunto tuyo, madre… —hizo amago de irse para que no la viera llorar—

—¿Qué no lo es?, ¿quién te crees que tendrá que cargar contigo cuando nadie quiera casarse con una solterona como tu?, ¿Cuándo ni un viejo viudo nos haga una propuesta?

—Mira madre… —bastante harta y enfadadísima Catherine se giró hacia su madre con decisión— no estoy pidiendo tu consentimiento, ni tu comprensión, he dicho que no me caso, los papeles para firmar la anulación del compromiso están preparados y no será ningún problema porque para que lo sepas, los Baxendale apenas nos soportan, ¿sabes?, y por mi futuro tampoco te angusties porque no olvides que yo, soy la heredera al ducado de Rumsfield — se acercó a ella y la miró con furia— y tampoco olvides, madre, que sigues llevando esa ropa y teniendo un castillo porque yo, tu hija solterona, consiguió salvarnos de caer en la desgracia, así que no me hables de ese modo y no te atrevas a volver a ponerme un dedo encima.

—¡Catherine! —su madre se agarró a su esposo escandalizada—

—Buenas noches —salió del cuarto con la cabeza bien alta, lo lamentaba por su padre, pero estaba harta de la actitud siempre inmadura y superficial de su madre, entró en su dormitorio y se lanzó en la cama con un enorme peso menos sobre los hombros—

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—Catherine Rumsfield ha roto su compromiso matrimonial, toda la Corte habla de ello.

—¿Qué?… — Evrard de Clerc levantó la mirada hacia su primo y lo siguió por el salón mientras éste se preparaba un trago— seguramente son solo rumores, esta maldita ciudad.

—No, al parecer el mequetrefe de Jonathan Baxendale ha confesado sus amores con una plebeya, a la que ha dejado embarazada y nuestra Cat, no lo ha cortado en trocitos, pero ha anulado la boda.

—Dios bendito —soltó una carcajada sintiéndose de pronto muy aliviado—

—Hace dos días ya, es seguro, tal vez ahora hagas algo al respecto.

—¿Yo?, ¿por qué?, ¿de qué?… —Evrard miró a Gerry con los ojos azules muy abiertos y Gerard sonrió—

—¿Milord?…— Andrew, el escudero de Gerard entró en el cuarto sin llamar, venía jadeando y ambos primos se volvieron hacia él, alertas— no hay duda, milord, se trata de unos seis individuos, sarracenos, uno es ese árabe rico de Jaffa, nos han estado siguiendo y hoy se les ha visto espiando a la familia Rumsfield, no están solos, tienen cobertura con gente de aquí…

—¡Catherine! —exclamaron los dos a la vez, cogieron sus capas y salieron a la calle corriendo—

 

 

 

Cuarenta y ocho horas después de firmar los contratos de disolución del compromiso matrimonial entre Catherine y Jonathan, la familia Rumsfield al completo abandonaba Londres para regresar al condado de Devon. Los Baxendale habían firmado los papeles sin rechistar aunque Jonathan, borracho e indignado, había aparecido en su alojamiento chillando, maldiciendo y exigiendo su virginidad después de cinco años de espera. Catherine ni se había molestado en verlo y al final su propio padre lo había mandado buscar con cuatro guardias que lo llevaron de vuelta a casa.

El escándalo se convirtió inmediatamente en la comidilla de la capital, pero eso a Catherine Rumsfield ya no le interesaba, ilusionada con la idea de regresar a casa y ocuparse de sus caballos, su gente y su nueva vida como soltera. A su madre la atendieron varios galenos, certificando un ataque de nervios en toda regla, y no le dirigía la palabra, después de su acalorada discusión, pero para Cat ya todo carecía de importancia, liberada como se sentía, de las pesadas cadenas del matrimonio.

Su pequeña comitiva compuesta con dos carruajes, uno para las mujeres de la familia, otro para el personal de servicio, y cuatro jinetes, entre ellos su padre, se encaminó al mediodía hacia la salida de Londres. El tránsito de personas y animales había disminuido por el intenso frío reinante y se encontraron con pocos obstáculos para salir de la capital y tomar camino hacia el sur. Alix y Claire se acurrucaron junto a su madre y frente a ellas Catherine y Gwendolyn se taparon hasta las cejas con una enorme manta, en completo silencio, preparadas para un largo y tedioso viaje.

Una hora después todas dormían menos Cat que pensaba en Evrard de Clerc y su elegante estampa con la espada en la mano. Era un guerrero bien entrenado, preciso, sereno y hábil, y rememoró su encontronazo con Jonathan en pleno Londres con el corazón encogido. Tal vez no lo volvería a ver en años y esa idea le conmocionó el alma y le hizo soltar un llanto inoportuno que sin embargo paró en seco al oír el casco de unos caballos al galope.

Iban por una antigua ruta comercial y lo normal era que los jinetes no corrieran por respeto al intenso movimiento de personas y animales. Además había nevado y el hielo lo cubría todo, dos circunstancias que dificultaban la velocidad. Se sentó mejor y se asomó por la ventana. Varios jinetes los habían adelantado y los instaban a detenerse. No eran salteadores de caminos porque iban a caballo y elegantemente vestidos, pero el corazón comenzó a desbocársele en el pecho, o se trataba de Jonathan reclamando sus derechos, o algo aún peor, buscó con los ojos algún arma por el carruaje y no vio nada, se agachó para sacar las tijeras del costurero de su madre y en ese momento la portezuela se abrió de golpe.

 

 

 

—Bajad, señoras… —el tipo, enmascarado, asustó a sus hermanitas que se pusieron a llorar de forma instantánea, mientras su madre se agarraba a Cat con todas sus fuerzas— todas quietas y no habrá problemas.

—¿Qué quieren? —Catherine puso pie en tierra y de un vistazo contó a unos doce hombres. Dos de ellos tenían a su padre inmovilizado y amenazaban a sus guardias con unos sables muy particulares. El sable curvo sarraceno casi le provoca un desmayo, caminó despacio y se deshizo de su madre para ponerse delante de los jinetes— ¿qué quieren de nosotros?

—¿Rumsfield? —dijo uno adelantando el caballo, estiró su espada y le sacó el sombrero con un golpe seco, su pelo rubio, recogido, hizo que un murmullo se extendiera entre los asaltantes y que ella sintiera un pánico atroz— nous nous revernos2 —susurró. Cat retrocedió y entonces el que estaba a su espalda la empujó con la bota—

 

 

 

—¿Es ella? —preguntó en inglés, el tipo enmascarado que le había sacado el sombrero asintió y el de su espalda se agachó y la subió a su montura con total facilidad— ¡vamos!

—¡Busca a Gerard, papá! —gritó Catherine con todas sus fuerzas— ¡busca a Gerard!

 

 

 

Vio la cara de pánico de su pobre padre a la par que los cascos de otros nuevos caballos la empujaron a forcejear y gritar como una loca. Su padre se volvió hacia los que llegaban con los brazos en alto y Catherine oyó la potente voz de Evrard de Clerc tranquilizándolo.

 

 

 

—¡Quieto si no quieres morir en suelo cristiano, Omar Al-Benassar! —gritó por puro impulso, no sabían a ciencia cierta si se trataba del comerciante palestino o solo de sus emisarios, pero desmontó de un salto y enfrentó al árabe enmascarado mientras sus hombres iban por los demás jinetes— c´est seulement une femme, ne le faites pas, laisse la s’en aller! 3

—Ça ne te regarde pas4 —susurró Al-Benassar viendo como un grupo de al menos diez ingleses los rodeaban cortándoles la huida, miró al que tenía a Cat y se lanzó gritando contra el caballero templario—

 

En menos de un segundo se desató la batalla campal. Los doce atacantes gritando con las espadas en alto a la par que Gerry instaba a la familia y a sus criados a huir hacia el bosque. Evrard esperó a Al-Benassar y lo tiró del caballo con un tremendo golpe de hoja, el árabe pisó suelo y se enzarzó en un combate brutal mientras Catherine conseguía caer a tierra y arrastrarse fuera del perímetro de los luchadores, ponerse en pie y buscar un arma con desesperación, vio la espada brillante que Evrard sujetaba en la espalda, dio dos pasos, se la arrebató con pericia y corrió para ayudar en la tremenda trifulca que era digna copia de una escena en Tierra Santa.

 

 

 

—Ce qui se passe5 —caminó despacio, jadeando y miró al árabe a los ojos— son frère est mort en Chipre6.

—Et elle payera ses pechés7— Al-Benassar observó por encima del inglés y comprobó que sus fuerzas estaban mermando y como el mismo De Clerc había dicho, no quería morir en suelo cristiano. Levantó el sable y gritó algo en árabe, Evrard dio un paso atrás y levantó a su vez la mano libre—

 

 

 

De pronto los hombres que quedaban en pie se replegaron y subieron a sus monturas de un salto. Catherine corrió detrás de ellos indignada, protestando y llamándolos a gritos, hasta que Gerard la agarró por el hombro y la animó a calmarse.

 

—Se van, ¿por qué dejamos que se vayan?

—Les hemos dado tregua, Cat, cálmate, vas a asustar aún más a tu familia… —Gerry le hizo un gesto con la cabeza hacia los árboles donde se ocultaban los suyos—

—¿Qué tregua?

—Han pedido tregua y el honor obliga, Catherine… —Evrard le habló con calma quitándole su espada de las manos— se van, y nos dejan en paz, así que recogeremos a tu familia y hablaremos de esto con calma, pero en otro lugar…

—Piden tregua y ¿eso es todo?… —insistió caminando detrás del enorme guerrero—

—Así la próxima vez la podremos pedir nosotros si hace falta, y ya basta, salgamos de aquí.

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—¿Cómo has podido engañarme de esta manera? — William Rumsfield se tapaba la cara con las dos manos, su querida hija acababa de confesarle su paso por las Cruzadas y su aventura con el tesoro de Zara, una chica árabe casada con su Michael y que su padre, un árabe muy poderoso, venía ahora a vengar a la mismísima Inglaterra. Miró a los dos caballeros que les habían salvado la vida y se pasó el pañuelo nuevamente por la cara— ¿cómo?

—Papá.

—No, nada de papá —el conde se puso de pie y caminó por la pequeña habitación con los hombros caídos, una vez más a Cat se le encogió el alma comprobando lo mayor que se estaba haciendo su padre— me siento defraudado y engañado como un niño.

—Catherine actuó maravillosamente en Tierra Santa, milord, y salvó el tesoro de Michael y…

—Y mintió a su pobre familia —Rumsfield interrumpió a Gerard y observó con atención la elegante figura del apuesto guerrero que tenía enfrente. Evrard de Clerc era primo de Gerard Beaumont y también del rey Ricardo, templario y cruzado, y ahí estaba, batiéndose por ayudar a su familia, desvió la vista hacia Catherine y comprobó como su hija miraba de reojo al joven, carraspeó y siguió hablando— ¿y usted milord… por qué nos ayuda?

—Conocí a Michael, milord y su hija me salvo la vida, dos veces, en Palestina, tengo una deuda eterna con ella y además —miró a su primo suspirando— creemos que Al—Beassar ha llegado a lady Catherine a través de nosotros, porque nos ha seguido desde Jaffa y no pudimos esquivarlo.

—Perfecto y ¿ahora qué?

—Os daremos una escolta segura para que viajen a Devon, conde… —Gerard se levantó y lo siguió con respeto. Habían parado en una posada del camino, decente y limpia, y trababan de poner al día al conde de Rumsfield antes de seguir tomando decisiones porque seguramente Omar Al-Benassar volvería pronto al ataque— y tal vez Catherine debería esconderse una temporada, ese hombre la busca a ella, no hará daño al resto de la familia, su honor en ese aspecto es muy claro, le aseguro que no tocará a nadie más…

—¿Esconderme?, ¿y por qué?

—Catherine, por favor… —Gerard le lanzó una mirada suplicante y ella se calló—

—Si usted lo permite, milord, nosotros intentaríamos ayudarla.

—Gracias, Gerard pero… Dios bendito, Catherine… —el conde se sentó en una butaca nuevamente desolado— podríamos mandarla a Francia, a un convento, mi cuñada Geneveve, es religiosa en un monasterio de…

—¡No!, eso ni lo sueñes —Catherine se levantó de un salto y Evrard no pudo evitar sonreír al ver la decisión en su preciosa cara— y sigo aquí, no habléis de mí como si no estuviera presente. No iré a un convento, buscaré otra solución, puedo ir a Essex o incluso ocultarme en Londres o tal vez debería esperar en casa a que esa gente venga por mi.

—¿Y poner en riesgo a toda tu familia? —Evrard le preguntó con tranquilidad pero ella casi lo mata con los ojos negros— Francia es una buena opción.

—Vete tú al convento, si quieres… —se volvió dándole la espalda, Evrard levantó las manos en son de paz y decidió callarse— ¿Qué harían esas pobres monjas con una mujer como yo que lucha como los sarracenos?

—Catherine no seas desagradecida —la regañó su padre mientras Evrard y Gerard cruzaban una mirada de sorpresa al oír el comentario— ¿qué más opciones tenemos, hija por el amor de Dios?

—El rey Ricardo ha salido de Palestina camino de Inglaterra, debo esperarlo aquí y me instalaré unas semanas en Kent junto a mi familia —comentó De Clerc— su hija puede hospedarse con mi madre y conmigo, milord, si a ella, y a usted, les parece bien, nosotros podremos protegerla.

—¿El rey?, ¿y cuándo llegará? —William Rumsfield ignoró la cara de desconcierto de su hija y se concentró en los ojos azules del templario—

—Salió a primeros de diciembre de Tierra Santa, si los vientos son favorables, y Dios lo ayuda, dentro de un mes y medio debería entrar en Londres, al menos eso esperamos.

—Alabado sea el Señor, bien pues… — el conde miró a su hija y esperó a que ella decidiera, Catherine asintió en silencio y Rumsfield se volvió hacia sus amigos con una media sonrisa— no sé como podré pagaros lo que hacéis por mí, caballeros, y ahora dejo la seguridad de mi hija en vuestras manos, que Dios nos asista a todos.