Capítulo II
CONDADO DE DEVON, INGLATERRA, 15 JULIO DEL AÑO 1191
SUBIÓ los ojos hacia Rufus y vio la trayectoria de la espada moviéndose directo hacia ella, giró con energía y detuvo la estocada justo a la altura del hombro. El golpe metálico casi la desploma, pero se mantuvo quieta, jadeando por el esfuerzo, mientras su maestro le sonreía con orgullo.
—Perfecto lady Catherine, en el momento preciso.
—Muy amable, maestro.
Rufus Duncan volvió a sonreír observando de cerca los ojos oscuros de su pupila, suspiró y sin ninguna consideración la empujó con todo su peso contra la enorme muralla de piedra, Catherine Rumsfeld aguantó estoicamente el envite y no perdió pie, ni espada, tal como él le había enseñado, levantó el codo y se protegió la cara.
—Antes de que la empujara, milady, debió aprovechar su escasa envergadura para escurrirse.
—¿Así? — la joven se tiró al suelo y pasó como un suspiro por entre las piernas del maestro de esgrima, dio un salto y lo enfrentó por la espalda, Rufus se giró y le movió la defensa con un sonoro golpe de hoja, Catherine sujetó su enorme arma con ambas manos y esperó a que siguiera atacándola—
—¡Vamos! —gritó Rufus y el enfrentamiento se animó en medio del gigantesco patio de piedra. La joven dama contra el experto espadachín que se movía grácil mientras ella no le daba tregua, los criados observaban con el alma en vilo y su ama de cría la miraba con el rosario en la mano, hasta que un grito desgarrador suspendió el combate en el acto—
—¡Mamá! —gritó Catherine tirando la espada al suelo antes de correr hacia los aposentos de su madre—
—¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué nos haces esto, Señor?… ¡llévame a mí, Dios!… ¡llévame a mí! — Lady Anne Rumsfield gritaba desesperada de rodillas en el suelo mientras su marido William, tercer conde de Rumsfield, permanecía de pie, quieto como una estatua de sal, con una mano en el pecho y la otra agarrando la misiva enviada desde Limassol donde se le informaba de la muerte de su primogénito, Michael, hacía un mes en Chipre bajo las órdenes del rey Plantagenet
—¿Michael? —Cat se afirmó en la puerta, su adorado hermano muerto en Tierra Santa, eso no podía ser verdad…— ¿estás seguro papá?, no puede ser.
—Sí que es… Dios bendito mi hijo de veintiún años —Lady Rumsfield intervino sollozando, sin dejar hablar a su marido— ¿cómo puedes hacerme esto, Señor?
—Lo han enterrado allí, en territorio bendito, eso me asegura Gerard Beaumont —dijo al fin con lágrimas en los ojos el conde— al menos ha recibido cristiana sepultura.
—Mi hijo, por Dios, mi hijo a muerto y ¿te preocupas por su sepultura?, maldito seas William, ¡¿por qué no has muerto tú que eres un viejo?!… ¿por qué no has muerto tú?…
—¡Madre! —Catherine, igualmente desolada, la agarró por los brazos y la zarandeó con fuerza— ¿cómo te atreves?, no digas eso.
—Él permitió que se fuera, él es el culpable, Catherine… —la aún joven condesa de Rumsfield miró a su hija con desesperación, intentó zafarse de su abrazo y acto seguido se desmayó en el duro suelo de piedra—
Unas horas más tarde, tras atender a su madre y dejarla en la cama al cuidado de sus doncellas, Catherine se acercó a la habitación de sus hermanas pequeñas, las gemelas Alix y Claire, para explicarles lo sucedido. Las niñas tenían diez años, apenas se acordaban de Michael pero la escucharon con serenidad, luego la abrazaron con fuerza y siguieron sus juegos con el ama de cría, Betsy, que lloraba en silencio por la muerte de su querido Miky, como ella lo llamaba. Catherine las observó un segundo con ternura y luego hizo el esfuerzo de serenarse para bajar a la biblioteca y atender a su padre.
—Lo siento, papá, madre ha sido muy injusta, lo siento… —entró en el despacho y se le puso delante enjugándose las lágrimas con su pañuelo de encaje. El conde, envejecido de golpe, permanecía derrumbado sobre su butaca, con la cabeza baja y la carta de Beaumont aún entre las manos— tú no tienes la culpa de nada.
—Yo lo dejé marchar.
—Todos los caballeros de la comarca se fueron, Michael solo ha cumplido su sueño y ha muerto por su fe —ahogó un sollozo—deberíamos estar orgullosos, yo lo estoy.
—Era solo un niño
—Era un hombre y sabía lo que hacía.
—Gerard dice que tu hermano ha muerto cargado de deudas.
—¿Y eso ahora qué nos importa?, sólo debemos honrar su memoria.
—Me advierte que me prepare para tener noticias de los Templarios…
—¿Los Templarios?
—Ellos financian a muchos nobles que están lejos de casa, Cat, al parecer mi primogénito lleva cinco años pidiendo fuertes sumas de dinero, poniendo nuestras tierras como garantía, en lugar de volver a casa. Ha gastado dinero que no le pertenecía y Gerard Beaumont amablemente me pone al corriente, su dote se acabó hace años y no ha sabido administrar ni los botines de guerra, ni el oro del rey que se ha repartido entre los cruzados, es terrible —William Rumsfield se tapó la cara con ambas manos— Michael…
—Eso es lo de menos, papá… —Catherine se arrodilló a su lado y le besó las manos— pagaremos a esa gente, no te preocupes, ahora mandaré a alguien para hablar con el padre Kelly, mandaré cantar varias misas por nuestro héroe e iremos a dar gracias a Dios por tenerlo en su reino… y…
—No tenemos dinero para pagar a esa gente, cariño — Rumsfield subió la mirada y buscó los preciosos ojos oscuros de su hija— los impuestos para la Cruzada de Ricardo nos asfixian, la cosecha ha sido mala, los arrendatarios apenas pueden pagarnos.
—Bien —Catherine tragó saliva temiendo por la salud de su padre, le apretó las manos y volvió a hablar con seguridad— no te apures papá, saldaremos la deuda, no te preocupes, todo irá bien, ahora lo que tenemos que hacer es rezar por Michael.
—Y tu madre me odia.
—Ya se le pasará, está muy dolida, papá, no me puedo creer que mi hermano ha muerto… —soltó el llanto y su padre la acunó contra su pecho— Michael.
—Estará siempre con nosotros, cariño, siempre.
Un mes después una comitiva de seis caballeros entraba por la puerta principal del castillo de Rumsfield, arrancando a la familia del luto y poniendo a la joven Catherine en guardia. Cat cumplía diecisiete años en pocas semanas y se encontraba en ese momento bordando parte de su primoroso ajuar de bodas en compañía de Gwendolyn, su doncella. A pesar de su edad, aún no contraía matrimonio con su prometido, sir Jonathan Baxendale, pero esperaba hacerlo dentro de un año, cumplido el luto por Michael y cuando Jonathan decidiera dejar Londres para instalarse con su nueva esposa en el campo.
—Milady —le dijo uno de los caballeros al verla entrar en el salón principal de la casa. El joven, de unos veinte años, la observó con sorpresa al verla interrumpir una reunión tan seria, pero ella ignoró su turbación y se puso de pie junto a su padre—
—Continúe, señor, por favor —dijo William Rumsfield en dirección de su interlocutor, un hombre muy pulcro, perteneciente a los Caballeros Templarios, que se había identificado como Pierre du Beilliers— mi hija está al tanto.
—Conde, la deuda contraída por su heredero es enorme, si no lo fuera, no nos molestaríamos en venir a verlo, pero teniendo en cuenta su posición y sus posesiones en Devon, mi Orden cree que no habrá problemas para saldarla sin mayores inconvenientes. El puso sus bienes como garantía y nuestro trabajo consiste en…
—Lo que me pide es una fortuna —interrumpió el conde— ¿cómo es posible que mi hijo se gastara tanto dinero en cinco años?
—Lord Michael Rumsfield tenía muchas deudas de juego y llevaba la vida de un emperador, si me permite el comentario, milord, contaba con un séquito de diez personas y además están los intereses, que son muy altos.
—Bendito sea Dios —exclamó el noble mirando los pergaminos que aquel individuo le extendió sobre el escritorio, Catherine los leyó con los ojos abiertos como platos pero guardó silencio— parece una deuda contraída por el propio Saladino, ¿cuánto tiempo tenemos para pagarla?
—¿Tiempo? — Pierre du Beilliers lo miró frunciendo el ceño— no hay tiempo.
—Pues nosotros necesitamos tiempo —intervino Catherine con voz clara— ¿con quién podemos hablar para aplazar los compromisos de mi querido hermano?
—Bueno… —Du Beilliers se puso de pie y los miró con los brazos a la espalda— ¿cuánto tiempo necesitan?
—Un año — replicó la joven lady sin dudar y el caballero la miró fijamente durante un rato— no contamos con ese dinero ahora, señor, es la verdad, pero mi prometido, sir Baxendale, se hará cargo en cuanto nos casemos, una boda que se celebrará cuando se cumpla el luto por mi hermano, usted se hace cargo de nuestra situación, me imagino, esta propiedad es enorme, pero los impuestos están estrangulando a todos los nobles rurales de Inglaterra.
—Si no pagan embargaremos sus propiedades. Necesitamos garantías.
—Trato hecho —afirmó Catherine mirando a su padre de soslayo— ¿tenemos otra opción, señor?
—Lo cierto es que no — Pierre du Beilliers le sonrió con simpatía, una regla de oro para cualquier administrador era cobrar, no importaba cómo, siempre y cuando consiguiera un compromiso de pago y además esa muchacha tenía razón, los nobles ingleses estaban siendo diezmados por las constantes incursiones guerreras de su reciente, y ausente, rey y no iba a despojar a ese pobre hombre de lo único que tenía, les daría una oportunidad — bien, Jacques prepara los documentos y los firmaremos, es un trato conde.
Aunque su padre puso el grito en el cielo, pronto comprendió que era la única solución que tenían, ganar tiempo. Pierre du Beilliers les otorgó, en un arranque de simpatía, catorce meses para saldar la deuda y William Rumsfield firmó los pagarés con el corazón en la mano y sin conocer los verdaderos planes que cavilaba su hija en la intimidad de su dormitorio.
—Hemos puesto a mucha gente en peligro, Catherine, hija, no sé… —susurró el conde viendo como los caballeros templarios abandonaban su propiedad con los documentos que hipotecaban su vida para siempre en sus alforjas— debí tomarme unos días para pensar…
—Todo irá bien papá, tranquilo —le dijo ella apoyándose en su brazo—
—¿En realidad crees que Baxendale nos ayudará?, ese muchacho…
—No se negará cuando le explique… —se calló y sonrió a su padre con dulzura— nos ayudará, mandaré inmediatamente una carta a Londres y cuando venga, nos ayudará, no te preocupes.
Desde hacía tres años Catherine Rumsfield guardaba una carta que Michael le había hecho llegar a través de Gerard Beaumont, su mejor amigo, transmitiéndole un gran secreto que ahora cobraba enorme importancia. Michael, consciente como era del peligro constante que corría su vida, le explicaba a su adorada hermana su triste historia de amor con una bellísima joven árabe de nombre Zara (alba brillante en inglés, le contaba él con ternura), con la que se había casado de espaldas a su familia porque el suyo era un amor imposible. Juntos habían intentado huir a Occidente con las joyas y el oro que ella había sacado de su casa para poder iniciar una nueva vida en Inglaterra, pero su padre, acusándola de ladrona y repudiándola como hija, la mandó perseguir como a una vil delincuente hasta que les habían dado caza en Jerusalén y la habían asesinado sin que él hubiese podido hacer nada por protegerla.
“Mi querida Catherine, si mi pasara algo —decía Michael en su misiva— necesito que recuperes el oro y las joyas de Zara, las escondí en un lugar seguro y a mi muerte son vuestras, he hecho muchas locuras intentando olvidar su muerte, tengo deudas y pagarés que reclamarán a mi padre si muero, debes conseguir que alguien vaya a Montjoie, a la parroquia del Espíritu Santo y reclame mi “tesoro”, ellos os estarán esperando, pero por Dios, te lo ruego, no digas nada de esto a nadie, no quiero que mi secreto en los oídos equivocados, pueda arrebatarme lo único que me queda de ella y la única posibilidad de morir en paz, sin temor a que mis irresponsabilidades puedan afectar a mi familia. Confío en tu palabra de honor, hermana, de que protegerás mi secreto y me despido dejando mi alma en tus manos, porque mi corazón ya se lo llevó ella y solo espero que Dios me bendiga con una muerte pronta, en estas tierras lejanas, para poder reencontrarme cuanto antes con mi esposa…”
Catherine lloraba desconsolada cada vez que releía estas líneas y jamás había imaginado, ni remotamente, que llegaría a estimar seriamente la posibilidad de reclamar ese oro del que le hablaba su hermano. Sin embargo la vida era sorprendente y las previsiones de Michael acababan de hacerse reales y debía hacer algo para ir a Montjoie.
—¿Por qué me has hecho venir al campo, Cat?, la Corte es un hervidero con Ricardo embarcado en su tercera Cruzada y por el amor de Dios, ¿no podías acicalarte un poco para recibir a tu futuro marido? — Jonathan Bexinadale la miraba de arriba abajo con los ojos muy abiertos, estaba comprometido en matrimonio con aquella alocada jovencita desde los trece años y a veces ese compromiso le parecía absurdo, la deseaba y quería llevarla a la cama, pero aparte de esos lujuriosos planes, sabía fehacientemente que Cat Rumsfield era un problema, sería una pésima esposa y una peor consorte, su fuerte carácter y esa afición suya desmedida por las armas y los caballos, no la convertían en una mujer ideal para un noble cortesano como él, aunque fuese la doncella más hermosa de toda Inglaterra— estoy agotado.
—¡Cállate Jonathan y deja de quejarte!, Madre de Dios, ¡que calamidad! —Catherine lo observó con las manos en las caderas, lo conocía de toda la vida, eran como hermanos, pero Jonathan se estaba convirtiendo en un tipo muy desagradable, con ese aire displicente, esos ropajes llenos de oro y esa actitud tan altiva— ¿puedes escucharme?… gracias, eres muy amable.
Se desplomó en una butaca y le desgranó de forma resumida los últimos acontecimientos desencadenados tras la muerte de Michael, sin mencionar el “tesoro de Zara” hasta saber exactamente lo que él opinaba sobre todo aquello, no confiaba mucho en Jonathan y prefirió ser cautelosa. Él la observó, primero sin quitarle los ojos del generoso escote, hasta que poco a poco las noticias le mudaron el semblante.
—No voy a pagar las deudas de nadie y menos las de un irresponsable como tu hermano.
—No puedes estar hablando en serio, ¿crees que te he llamado para que me des dinero?
—¿Ah no?
—Bueno, yo…
—Mi padre no me dará dinero para eso —interrumpió moviendo la mano con desprecio— ya sabes lo que opina de las benditas Cruzadas y no puedo mover tanto oro sin su consentimiento, lo siento, pero eso no es asunto mío.
—Si no pagamos embargarán nuestras propiedades porque hemos tenido que ponerlas como garantía, y yo soy la heredera de todo esto, así que sí es asunto tuyo, Jonathan.
—El título no está mal y eso no te lo pueden embargar, así qué… —suspiró— déjame en paz, a mi no me interesa otra propiedad en el campo y menos la responsabilidad sobre tanta gente.
—Un título sin tierras ni gente, no vale nada.
—Me es igual.
—¿Y que pasará con nosotros?
—Os quitáis un peso de encima, querida… —avanzó hacia ella contoneándose como un pavo real, era un tipo atractivo, mucho, opinaban las solteras de media Inglaterra, pero de pronto le pareció repulsivo— enséñame tus pechos y tal vez podamos discutirlo después.
—¿Eres idiota?, ¿tienes cinco años?
—Dame algo, Cathy, Cathy, querida… —la agarró por la cintura y su carabina, la asustada Gwendolyn, carraspeó con fuerza— no te preocupes Gwen, ya se los he visto antes.
—Esto es lo más grave que me ha pasado en la vida Jonathan, la primera vez que te pido ayuda ¿y solo piensas en el dinero que te costaría?, vamos a casarnos, debes cuidar de mi familia, no puedes tratarme así.
—Que tu padre se vaya con Ricardo Corazón de León —bufó con burla— y pague las deudas con los riquísimos botines de guerra que el rey osa repartir entre sus cruzados, eso debería hacer un hombre y no dejar que su hijita intente arruinar a su prometido.
—¡Miserable! —le cruzó la cara con un sonoro bofetón y Jonathan trastabilló tocándose la mejilla, acto seguido estiró la mano la asió con fuerza por el hombro y la empujó contra la pared—
—¡No vuelvas a levantarme la mano! ¡¿me oyes?!… o te mato, puedo hacerlo, puedo matarte a palos si quiero, mujer insolente y desagradecida, da gracias al cielo si no rompo este maldito compromiso ahora que sé que estáis arruinados —agachó la cabeza, buscó su boca y la besó con brutalidad mientras ella se revolvía contra su peso— aprende a guardarme respeto, Cat, como tú bien dices ya no tenemos cinco años, serás mi esposa y te comportarás como tal… o…
—¿O qué? —con un movimiento rápido Catherine se hizo con el puñal que Jonathan llevaba siempre sujeto en el cinto y se lo puso en el cuello, el joven retrocedió con las manos en alto— como intentes hacerme daño te mataré antes, lo sabes, ahora ¡vete de aquí! ¡vete!
—Nos casaremos es Westminster, querida —susurró Baxendale sabiendo que ese tipo de comentarios indignaban a la joven— y tendremos muchos hijos, uno cada año, se lo he prometido a mi madre, y estarás preciosa en la noche de bodas…
—¡Fuera! —le lanzó el puñal y este se clavó en la pared a un centímetro de la preciosa cabellera de Sir Jonathan, pero él no se movió, la conocía tan bien que ni se molestó en seguir discutiendo, agarró su daga, se la metió en el cinto y se fue sin decir adiós. Catherine se volvió hacia Gwendolyn que lloraba en silencio y se abrazó a ella con fuerza—
La visita de Jonathan la dejó muda y pensativa durante unos días. Lo que ella quería era su ayuda para llegar a Montjoie en Tierra Santa, no dinero, pero la reacción de su prometido y su propio orgullo desbocado le habían impedido explicarse, charlar con él y buscar una solución razonable.
Era en esos días cuando odiaba ser una mujer, una maldita hembra sometida a la autoridad de un padre, un hermano, un prometido o un marido, incapaz de tomar su propio camino, de solucionar sus propios problemas, se sentía impotente, atada de pies y manos, sin embargo no pensaba consentir que lo perdieran todo, no dejaría su futuro en manos del caprichoso Baxendale, que obviamente no haría nada por los Rumsfield, así que una madrugada, mientras releía por enésima vez la carta de su hermano tomó una decisión irrevocable y concreta, la más importante de toda su vida.
—Me voy a Limassol, no lo discutas papá, está decidido, partimos mañana al amanecer, Daniel y Gwendolyn se vienen conmigo, buscaré ayuda allí, hablaré con Gerard Beaumont y solucionaremos esto, estamos solos, solo dependemos de los pocos amigos que nos queden, incluso Jonathan… ni siquiera me dejó explicarme.
—¿Quieres matar a tu madre?
—Ella cree que voy a Francia a buscar más telas para el ajuar, no sabe nada, necesito tu bendición, padre, pero si no me la das, me iré igualmente —la única solución era salir en busca de Gerard, el noble y leal mejor amigo de Michael, que peleaba en las cruzadas a las órdenes de su pariente, Ricardo I de Inglaterra. Gerry la conocía de toda la vida, y ella le pediría ayuda, solo rogaba al cielo que él siguiera en Chipre como le había asegurado su familia—
—Catherine, hija mía… — William Rumsfield se abrazó a su preciosa niña, sabía que enfermo como estaba no podía más que dejar las cosas en sus manos, la besó en la cabeza y la miró con los ojos llenos de lágrimas— te quiero hija, y espero que Dios te bendiga en esta empresa.
—Así será papá.