Capítulo 10

 

 

Entró al vestidor, encendió la luz y buscó los zapatos de satén sin mirarse en los espejos. La pura verdad es que prefería no detenerse mucho en pasar revista a su vestido, o a su maquillaje, porque eran lo más atrevido que había llevado en toda su vida y seguía sintiéndose insegura, así que se agachó, cogió la caja de los zapatos y se dio la vuelta sin levantar los ojos. Buscó una sillita y se sentó para calzarse a pocos centímetros de su vestido de novia, el precioso traje de seda salvaje recién llegado de París, de última moda, que su madre había encargado al prestigioso taller de Jeanne Lanvin.

El vestido, blanco inmaculado, era moderno, sencillo, sin mangas y con cuello bote, recto hasta la cadera, donde un lazo daba la bienvenida a una amplia y vaporosa falda larguísima, con mucho movimiento. Precioso. Se trataba de un sueño de traje de novia que iría acompañado por un velo larguísimo de tul, sujeto al pelo por una diadema de su abuela, lady Eleonor, una joya valiosísima que habían llevado todas las novias de la familia Arlington desde el siglo XVIII.

Charlotte lo miró, reposando tan tranquilo dentro de su funda de algodón, y suspiró. En realidad le daba igual el vestido, el tul, la diadema o Jeanne Lanvin. Todo le daba exactamente igual desde hacía tres meses, desde que había conocido a Frank Gabbiani y mucho más desde que él la había besado.

De noche, de día o durmiendo, siempre, no hacía otra cosa que pensar en él y en sus deliciosos besos. Hacía diez días de aquello y no paraba de acordarse de las preciosas palabras que le había dicho antes de besarla, de lo dulce y adorable que era, de lo guapo y apasionado. Estaba loca por Frank Gabbiani y, ahora que besarlo o tocarlo se había convertido en un derecho habitual, no paraba de hacerlo. Por supuesto el hecho de que ya no viviera con su madre dificultaba las cosas. Ella seguía dando las clases a sus hermanas, pero en casa de Jack Kelly, y Frank había decidido ir allí a comer después del trabajo para encontrarse con ella y ofrecerse caballerosamente a acompañarla al coche. Sin embargo, salían directos a su piso en Mulberry, donde se pasaban al menos una hora besándose. De pie, en el salón, abrazados o cogidos de la mano, daba igual, ella solo quería tocarlo y acariciarlo y Frank sentía lo mismo.

Vivían en una especie de nube de felicidad y por primera vez comprendió el significado preciso de la frase: «quiero comerte a besos». Ella quería comerse a besos a Frank Gabbiani. Su boca, su lengua, sus ojos, sus manos, su frente, su pelo, todo le gustaba de él y no podía, tampoco quería, dejar de tocarlo. Y él sonreía y la abrazaba y volvía a besarla con esa pasión sin fin que compartían hasta que de repente se quedaba quieto, paraba en seco el manoseo, le ponía el sombrero y la invitaba a marcharse. Era frustrante, pero ella no tenía doce años, sabía exactamente lo que pasaba y, aunque no quería evitarlo, por el contrario, quería llevarlo directamente al siguiente paso en su intimidad, él no. Él era más prudente y frenaba sus deseos, cada vez más intensos, de acabar juntos en la cama.

Por supuesto de eso no se hablaba abiertamente. Frank tenía veintiséis años y seguramente una buena cantidad de experiencias amatorias a la espalda, pero con ella no hablaba de esas cosas y se limitaba a poner límites y a contener. Era un caballero y ella una señorita y seguían marcando las distancias por encima de todo. Una lástima, pensaba cada vez que se tenía que volver a casa con un calor inmenso subiéndole por las piernas.

Y en medio del fragor apasionado de amor que experimentaba y de la sensación de felicidad que la embargaba por todos los flancos, le contó a Robert lo que sucedía. Él, que era listo y la conocía bien, le dijo que ya lo sabía y que lo disfrutara siendo prudente. El acuerdo de su relación se basaba en la confianza y la discreción, le recordó, y luego se echó a reír pidiéndole todos los detalles de su «affair en Little Italy», algo que él calificó como muy chic, muy parisino, perfecto como argumento para una de las novelas de su amigo Jacques Boissy, que se había hecho rico escribiendo novelas de amor para señoritas de la alta sociedad.

—¿Charlotte? —Rosemary asomó la cabeza y se la encontró sentada mirando al infinito—. ¿Nos vamos? El coche nos espera.

—Sí, sí, ya voy… ¡Dios! —exclamó al ver su reflejo en el espejo grande de la puerta y Rosemary se echó a reír—. Si mis padres me ven así, me meten a un convento.

—Estamos espectaculares, amiguita —Rosemary giró sobre sus tacones y las dos comprobaron que sus trajes de ultimísima moda, además de llevar un escote profundo en la espalda, eran medio transparentes y ellas no llevaban ropa interior, así que la cosa era de escándalo.

—Mejor nos vamos. —Miró de reojo su maquillaje un poco exagerado y salió al dormitorio—. Un minuto más y me arrepiento.

Bajaron las escaleras y vieron las luces de toda la casa apagadas. Sus padres estaban en Washington y James y Robert las esperaban en el coche, de punta en blanco, para rematar la noche en el Cotton Club de Harlem, donde les habían soplado que esa noche era la Fiesta del Bloody Mary. Una ocasión perfecta para reunirse con otros amigos, bailar y desmelenarse un poco. También para dejar de pensar en Frank Gabbiani.

Aunque Charlotte era más de disfrutar de una tranquila velada en casa, llegar al Cotton Club fue como una explosión de color que la contagió en seguida de un ánimo estupendo y de muchas ganas de bailar. Tomó un poco del bloody mary de su hermano, que servían en unas coquetas tazas de té, otro poco de champán y, a la media hora de estar allí y animada por una música espectacular, se plantó en la mitad de la pista de baile y se dedicó a bailar el charlestón como si el mundo se fuera a acabar. No paró de bailar, a veces con James, otras con Rosemary y también sola, rodeada de amigos y admiradores que le crecieron como setas a su alrededor y que le decían piropos y zalamerías al oído para sorpresa y beneplácito de Robert, que aplaudía y se reía de su éxito desde su mesa junto a la orquesta. Todo muy divertido y relajado hasta que sintió un peso enorme en la espalda, una energía concreta que la detuvo en medio de la pista y la obligó a centrarse y a parar el ritmo para intentar descifrar qué le estaba pasando.

Dejó de bailar y giró hacia las mesas. De repente notó que era el centro de atención de todo el mundo y que muchos camareros habían detenido su trabajo o salido de las cocinas para mirarla. Era obvio que la observaban a ella y se sintió muy incómoda. Miró a Robert y él le hizo un gesto para que siguiera bailando, pero ella no se movió. Buscó con los ojos entre la gente y entonces lo vio: Frank Gabbiani, vestido con su camisa marrón de trabajo y el pelo revuelto mirándola desde cierta distancia, desde el pasillo, detrás de la balaustrada que separaba el bar del salón, con los puños cerrados y el ceño fruncido.

Sus ojos azules, intensos y fríos, le cortaron la respiración. Estaba furioso. Aunque apenas lo podía ver y los separaban al menos veinte metros de distancia, percibió perfectamente su enfado. Instintivamente se arregló el pelo e intentó sonreír, pero él se dio la vuelta y salió a toda velocidad de allí, de dos zancadas y, aunque ella tuvo el impulso de seguirlo, Robert la sujetó por el brazo y se la llevó de vuelta a la mesa.