Capítulo 8
Desde el día del helado de fresa y la charla sobre sus proyectos, su relación con Frank Gabbiani varió. Aunque él solía tomarle el pelo y tratarla igual, en el mismo tono, que trataba a sus hermanitas pequeñas, empezaron a ser amigos y aquella curiosa e insólita relación cambió para siempre en Charlotte la percepción que tenía sobre el mundo, sobre Nueva York, sobre Irlanda o sobre su vida en general.
James estudió a conciencia el contrato con el tal lord Bradbury y le dio el visto bueno después de pedir a su pasante que le redactara otro nuevo, con la misma base, pero legalmente más prolijo y perfecto. Un contrato que Charlotte entregó a Frank con una enorme sonrisa en la cara. Él, que no estaba acostumbrado a esos gestos por parte de nadie, agradeció mil veces el favor, le mandó a James unos puros de importación de primera calidad como regalo por su gestión y empezó a comentar con ella todos los detalles de su enorme aventura, y aquello la hacía enormemente feliz.
De ese modo empezó a comprender los secretos del whiskey irlandés, que era de triple destilación, y no de dos como el escocés, con lo que se conseguía un producto con más cuerpo y capaz de llegar a tener un contenido alcohólico del 80 % que luego se rebajaba con agua. En cuanto a la cebada, se tostaba lentamente sobre un fuego alimentado con turba, pero no se permitía que el humo impregnara la malta, como ocurría en Escocia, evitando el típico sabor ligeramente ahumado del whiskey escocés. Por último, pero lo más importante, le explicaba Frank, el tiempo de maduración en barrica era de siete años en el whiskey irlandés y solo de cuatro en el escocés, con lo cual en Irlanda se garantizaba un producto de calidad óptima e inimitable.
«Elixir de dioses» le decía con su desparpajo habitual durante sus animadas charlas, que empezaron a ser diarias y cada vez más largas, después de la clase de las niñas. A veces tomaban un helado, compartían un té frío o simplemente una manzana, solos en la mesa del comedor. La señora Gabbiani y las pequeñas solían dejarlos a solas y ellos se ensimismaban hablando de sus cosas. Frank le enseñaba fotografías o ilustraciones de la destilería, que estaba en las afueras de la preciosa ciudad de Cork, capital del condado de Munster, al sur de Dublín. Le hablaba de la casita que iba a alquilar en el pueblo o de lo emocionado que estaba por su largo viaje en barco camino de Europa mientras ella, más fascinada por su voz y por sus ojos, que por otra cosa, le hablaba de Inglaterra, de Londres, donde pasaba dos meses al año desde que había nacido. De su época de estudiante en la escuela para señoritas de lady Sanford, del último libro que estaba leyendo o de sus constantes e inútiles visitas al despacho del arzobispo O’Hara, donde nadie hacía nada por solucionar lo de la escuela del padre Joseph en St. Margaret.
Frank la observaba a veces en silencio, largamente, suspiraba, movía la cabeza y desviaba la vista para cambiar de tema. La hacía reír, le contaba cosas interesantes, confiaba en ella y la trataba como nunca, nadie, la había tratado jamás: como a una mujer normal, una igual, no como a la hija de William y Marjorie Aldridge-Bennett, la nieta del duque de Arlington o la prometida de Robert Davenport III. No, para Francis Gabbiani ella era solo Charlotte, y eso no tenía precio.
Pasaron las semanas y, a la par que su amistad iba creciendo, su fascinación por él empezó a aumentar de manera exponencial. Se despertaba y se dormía pensando en él, se recreaba todo el tiempo en sus gestos, su forma de sonreír, de mirarla, levantando los ojos sin mover la cabeza. Su manera de andar o sus camisas, de algodón barato o de paño tosco y desteñido, con las que trabajaba en el puerto.
Muchos días fantaseaba con la idea de ir a espiarlo mientras ejercía de estibador o en ir a recogerlo al trabajo para volver andando a casa. Con dar largos paseos cogidos de la mano o con ir a comer juntos a un buen restaurante, con que la acompañara a alguna fiesta o se sentara a su lado en la mesa a la hora de cenar. Estaba completamente chiflada por Francis Gabbiani, aunque solo se vieran y mantuvieran inocentes charlas en el salón de su casa, y, cuando la invitaron a la boda de su madre y Katherine insistió para que llevara a su prometido, ella aceptó encantada la invitación, pero se negó en redondo a llevar a Robert como acompañante.
—¿Vendrás sola? —le preguntó Kate mirándola con los ojos muy abiertos y ella asintió, dejando sobre la mesa la caja con el regalo de cumpleaños para Frank. Era 1 de mayo, él cumplía veintiséis años y se había atrevido a comprarle un regalo, algo un poco arriesgado, seguramente inapropiado, pero no había podido evitarlo. No pensaba en otra cosa desde que se había enterado de la fecha y se había pasado días escondiéndolo en su armario, soñando con el momento de entregárselo.
—Robert estará de viaje y, si no te importa, vendré sola, es una boda de mañana y no pasa nada porque vaya sola a la iglesia, ¿o sí?
—No, pero una chica tan preciosa como tú, sola, no sé, es raro.
—Muchas gracias pero no tiene nada de raro y no te preocupes, solo iré a la ceremonia. Sé que la comida es íntima y familiar y no quiero…
—¡Hola! —Frank entró en la casa y las niñas se lanzaron a sus brazos para saludarlo. Él recibió los besos y las felicitaciones con una gran sonrisa, besó a su madre en la frente, subió la vista y le sonrió. Charlotte sintió otra vez esa emoción concreta subiéndole por las piernas hasta el corazón, dio un paso atrás y cogió el regalo.
—Feliz cumpleaños, espero que pases un día muy especial. —Se le acercó y le puso la cajita en las manos, él la miró y volvió a sonreír.
—Muchísimas gracias pero no tenías que…
—Sí, por favor.
—¡Ábrelo, Franky! —gritaron las niñas y Charlotte se quedó quieta observando cómo él apartaba una silla y se sentaba en la mesa para desenvolverlo. Estaba más emocionada que en el día de Navidad y se cruzó de brazos percibiendo de repente los ojos azules de Kate sobre ella. Eran intensos, así que levantó la vista y le sonrió, ella devolvió la sonrisa y se acercó a su hijo para acariciarle el pelo—. Vaya… ¿y esto qué es, señorita Charlotte?
—Es una barbería en miniatura —susurró, indicándole el broche de la cajita de cuero, él giró la llave, lo abrió y dejó a la vista todos los artilugios necesarios para el afeitado y el aseo masculino—. Tiene todo lo que necesita para afeitarse, organizado y en poco espacio, para llevarlo en su viaje.
—¡Qué bonito!
—Estupendo, muy útil, muchas gracias —dijo él, tocando con el dedo sus iniciales grabadas en el dorso de la caja—. Se irá a Cork conmigo.
—De eso se trata.
—Muchas gracias, Charlotte. —Se levantó, le besó fugazmente la cabeza y se fue a su cuarto. Ella notó que perdía pie ante aquel mínimo contacto físico y se sujetó al respaldo de una silla. Las niñas y Katherine empezaron a charlar entre ellas, sin que pudiera prestar la más mínima atención y acabó respirando hondo para no desmayarse y caer redonda al suelo.
—¿Está bien, señorita Charlotte? —le dijo Bridget y ella asintió, cogiendo su bolso.
—Sí, sí, muchas gracias. Debo irme.
—¿No te quedas a comer un trocito de pastel? —preguntó Kate desde la cocina y ella se asomó negando con la cabeza.
—No, no puedo, lo siento. Pasadlo bien.
—Pero… ¿Charlotte?…
Oyó que gritaba la señora Gabbiani a su espalda, pero no le importó. Aún a fuerza de pecar de mal educada, abrió la puerta y se marchó, bajó las escaleras corriendo y ya no paró de correr hasta llegar a Washington Square. Todo de un tirón, nerviosa y emocionada a la vez, pensando en que lo que estaba sintiendo por Frank Gabbiani ya estaba dejando de ser sano e inocente. Ya estaba por encima de lo que hubiera sentido jamás por nadie y empezó a asustarse de verdad.