I. EL OTRO IMPERIALISMO


Este rumor lo producía el ejército del príncipe heredero, al entrar a la ciudad, de regreso de su expedición conquistadora a Quito. De las terrazas de Sajsahuamán se veía el desfile de las huestes, a su entrada a la Intipampa, por el ancho camino de la sierra.

A la cabeza venía Huayna Cápac, cuya figura aún adolescente —pues era su primera campaña militar—, aparecía curtida por las intemperies, los calores y fríos del norte. El ejército, mermado por el hielo en el heroico sitio de los chachapoyas, cruzaba las primeras rúas del Cusco, a paso lento, que marcaban los tambores de guerra. Las armas del imperio venían precedidas, a un tiro de honda, por los expertos rumanchas. Flameaba luego el Iris, recamado sobre un pendón de lana y plumas, dardeado por los rayos solares y rematado en un suntupáucar, consistente en un airón de oro. Iban angulosos héroes, triangulados de arrugas, sujeta al hombro la compacta masa de queschuar, mellada y ojosa por los golpes contrarios; honderos enflaquecidos y mustios; consumidos y curvos flecheros de anascas raídas, embrazado el tercio de flechas de metálica punta emponzoñada, el arco de bejuco en descanso al omoplato; lanceros de brazos enormes y colgantes, las celadas de guayacán deshechas en colgajos; hacheros desprovistos de la cuña, cojeando dolorosamente… Al medio iba el apusquepay, un viejo de enorme mentón y ojos serenos, con su turbante amarillo, ceñido por un ruinoso burelete de plumas.

El ejército entraba a la ciudad, decaído, inválido. Solamente algunos generales, oficiales de la nobleza o veteranos, sonreían al pasar por las calles. Mas, en general, los expedicionarios y hasta el propio príncipe heredero, venían poseídos de honda pesadumbre.

Al desaparecer los últimos soldados en el fondo de la ciudad, los obreros de la fortaleza los vieron, embargados de extraña indiferencia. No sonó un aplauso, ni un grito de entusiasmo. Las mujeres y los niños, asomados a las puertas, contemplaban fríamente a los guerreros. Algunas mujeres atravesaron la calzada y dieron a beber al pariente que volvía, unos tragos de chicha o llevaron a su boca un poco de cancha y ocas dulces. Mudos estaban los heraldos. En lugar del hailli de victoria, llenaba las bocas un turbio silencio. Cuando el ejército cruzó delante del templo de las escogidas, en el Hanai-Cusco, una anciana se puso a llorar.

A lo lejos, vibraron las trompas bélicas, al penetrar el ejército a la Plaza de la Alegría. Eran apagados aullidos de unos clarines hechos de cráneos de perros, cazados a los enemigos. A la dentadura de estos cráneos venían atadas sonoras sartas de dientes de monos del norte, de modo que, al agitarse el aire y jugar en el bárbaro instrumento, se oía un chillido calofriante y famélico… Al oírlos ahora, la ciudad Te arrebujó en lástima y silencio.

Túpac Yupanqui, al saber la aproximación de Huayna Cápac, le esperó en el patio de cobre del palacio, rodeado de la corte. Tenía el rostro contraído por la ira. El príncipe heredero avanzó hasta el pie del trono imperial, la frente descubierta e inclinada; hizo un movimiento de vasallaje y obediencia y, en actitud sumisa y prosternada, dio cuenta de la expedición:

—Padre —dijo—, la conquista de los huacrachucos queda consolidada. Vienen conmigo quinientos mitimaes y he dejado a las orillas del Marañón cincuenta hijos del Sol. Heroico ha sido el arrojo de los quechuas, para obtener la rendición de aquella provincia, cuya juventud se ha defendido fieramente, y si no fuese por el consejo de sus ancianos, a los que logré reducir por medio de beneficios y otros actos generosos, el sometimiento de los huacrachucos habría fracasado…

El Inca permaneció indiferente. Las miradas se volvieron a él ávidas de ver el efecto que producían las palabras del heredero, cuyo arribo al Cusco era inesperado. No lo habían hecho aguardar las vigentes disposiciones del Inca, no lo poco favorables que hasta entonces fueron los resultados de la expedición. Las hogueras en los montea, los chasquis, nada había anunciado tan súbito retorno.

—… Después de muchas jornadas a través de las selvas —continuó Huayna Cápac—, ataqué a los chachapoyas en sus propias murallas y fortines. La resistencia fue mayor aun que la de los huacrachucos. Durante tres lunas asedié a la ciudad. Allí perdí el grueso del ejército. Mis hacheros murieron batiendo las selvas que a los naturales servían de trincheras y defensas invulnerables. Allí también cayeron muchos veteranos del Maule y Atacama. Redoblé el ataque. Buscando otro lado menos inexpugnable, ascendimos, dando la vuelta, de noche, hacia las punas de Chirma-Cassa…

Al llegar a este punto, Huayna Cápac dio un tono de tragedia a sus palabras. La corte de dispuso a oír con toda atención. Solamente Túpac Yupanqui seguía en su gesto displicente, cual si de antemano supiese cuanto el heredero tenía que decir.

—… En aquella región mortífera —añadió el príncipe—, toda estrategia fue imposible, sino al precio de una gran abnegación. En territorios desconocidos y acosados por una naturaleza hostil, resolví afrontar los caminos más rectos, así fuesen los de mayor audacia y sacrificio. Así lo hice. Ello costó trescientos guerreros del Sol, que quedaron helados por el frío, en vísperas de nuestro último y definitivo encuentro con el enemigo. La batalla en tales condiciones fue imposible. Nos retiramos y, en vista de haber sido el ejército mermado casi por entero, decidí, después de un consejo de guerra, volver al Cusco…

Dijo Huayna Cápac y se arrodilló ante su padre. El semblante del Inca se demudó y, en un arranque de cólera, rasgó sus vestiduras, en presencia de la corte amedrentada, diciendo:

—Los hijos del Sol se han visto rechazados primero en las montañas del Beni, de donde volvieron a Mojos solo mil guerreros de los diez mil que se embarcaron en balsas preparadas en dos años. Después, al iniciarse la conquista de los chirihuanas, tuvieron miedo a los salvajes y antropófagos. Más tarde, repasaron el Maule, cediendo a los feroces promoncaes. Y hoy, el hijo del Inca, el príncipe heredero, en su primera campaña militar, hace una retirada vergonzosa e interrumpe así la conquista de los sciris… Pues bien: no más conquistas. ¡Y a las labores de la paz!

Túpac Yupanqui abandonó su silla de oro y penetró a sus aposentos, seguido de Raucaschuqui. Los demás estuvieron indecisos de la conducta que les tocaba seguir, a raíz del enojo del Inca. El heredero cubrió su cabeza de jaguar y echando, con ademán de rabia y de dolor, la capa a uno de los hombros, se dirigió al pórtico y desapareció, seguido de dos jóvenes huaracas, sus ayudantes en campaña.

II. EL ADIVINO


El día en que, según los cálculos de los llacta-camayocs, debería terminar la cacería, se tomó las disposiciones necesarias a fin de que el Emperador presenciase, por expreso deseo suyo, la maniobra final del chacu.

Sesenta mil quechuas habían sido desplazados en todo el territorio, para la caza. Actuaban en la región del Cusco cinco mil, los mismos que, hacía tres semanas, salieron a los montes y quebradas, portando centenares de lazos, armas diversas, alcos de caza, abundantes víveres. La estacada esperaba ya en la llanura de Vilcamayo, al sur del palacio de Colcapata. Era un semicírculo inmenso, cuyos extremos abríanse mirando a las montañas, en un claro que medía medio tiro de honda. Aquella mañana, se vio a algunas mujeres atando a los cordeles los colgajos pintados y fantásticos, que debían servir para apriscar. A los arrabales de la ciudad llegaron, al amanecer, algunos guanacos fugitivos, saltando cercas y tapias.

La ciudad engalanose de fiesta. Humeaban los hogares, donde se alistaban provisiones de comida, chicha y coca para el pueblo. Mujeres en pollerón, desnudos los brazos, chorreando agua de las trenzas, descalzas o con ligeros llanques de cabuya, entraban y salían de las casas, portando al hombro o a dos manos botijas de chicha de jora. O portaban enormes ollas, colmadas de patasca caliente, tazones sin asa, de gran boca, de los que rebosaba el mote de maíz para los niños; rosadas cumbas entisadas de rastrojo de Puno, llenas de masato; torres de mates y potos de calabaza, de mayor a menor tatuados con punzones caldeados, amarillo pálido, tabaco, molle, azafrán, lúcuma madura, naranja del norte, arcilla de Nazca. Se había dado muerte a centenares de llamas, para carne del festín y en los corredores y patios pendían de los cordeles tasajos enteros y charqui, salados y penetrados de pimienta y ají. Se molía en los batanes el rocoto de los templos, la quinua y el olluco. Detrás de las casas, las tahonas crepitaban abrasadas, cociendo budines de papa, tortas de camote y bollos de picadillo, cuyo olor, denso y poroso, impregnaba el aire de una molicie enervante.

Túpac Yupanqui, desde el momento en que decidió abandonar las armas de conquista, trocándolas por el arado y el telar, venía mostrándose, más que nunca, bondadoso y sencillo. Ora salía a ver las faenas agrícolas, ora visitaba las forjas rechinantes y encendidas de los orífices y fundidores, donde las láminas y lingotes de metal gemían al asaltar la línea tersa de una efigie sagrada o el ángulo agudo de una barreta espléndida; ora, al cruzar las afueras de la capital, se asomaba a una choza y tomaba una hebra de las madejas para alfombras y tapices, cuyos hilos secábanse en las rasantes de las pircas, goteando alegres tintes de campeche, molle, quinua amarga y tayo; ora hacía llamar a un amauta y le formulaba largas interrogaciones sobre hechos fenecidos de otros incas, sobre los movimientos del tiempo, sobre el próximo novilunio, sobre los linderos, la distancia, los vientos, la natalidad, la vida y la muerte… Túpac Yupanqui hallábase entregado por entero a una vida profunda y tutelar, serena y constructiva, que le revestía de una especie de santidad apacible y sonriente.

Los nobles secundaban al Inca en su entusiasmo por la paz y el trabajo, aunque, en el fondo, lamentasen esta nueva política del Emperador, en nombre del espíritu guerrero de la raza y, sobre todo, por propia conveniencia de clase, ya que las expediciones de conquista redundaban, a la larga, en aumento de preeminencias y riquezas cortesanas.

Aquella mañana se hablaba en los corredores del palacio, en animados corrillos. Un joven antun-apu murmuraba contristado, ante unos curacas:

—Todo esto está muy bien. Mas no hallo oposición entre el chacu y la batalla. Sabéis que los hijos del Sol tienen una misión divina sobre la tierra: la de extender sin fin la religión del Inti y sus frutos benéficos. El Inca está en error. Una gran calamidad se avecina…

Los curacas asentían. Uno de ellos, cuidando de no ser oído, decía:

—Una gran calamidad se avecina. He soñado un alco gigantesco y negro, de ojos de fuego y piel enteramente limpia de pelo, que en una parva inmensa del Raymi, devoraba una era de quinua. Soñé que el alco misterioso iba zaceado por millares de quechuas, los que, al verle mascar el grano, lanzaban dolorosos gemidos.

Unas infantas se acercaban. El guerrero y los curacas, llamados por un esclavo, fueron a unirse a otros grupos.

Por una puerta pequeña, en cuyos quicios había adosados dos frisos en granito, plateados al fuego que representaban, el uno, el sacrificio de un niño y el otro, el nacimiento de Maita Cápac, aparecieron dos ñustas, de radiante belleza una de ellas y de una triste fealdad la otra. Venían tomadas del brazo, a paso reposado, inclinadas. Las princesas volvieron a desaparecer por el lado de los recintos destinados al príncipe heredero, en el preciso momento en que acaecía un hecho imprevisto, que dejó paralizados a todos.

Un adivino, a quien nadie conocía, penetró al palacio por el pórtico que daba a la Plaza de la Alegría, lanzando voces desgarradoras y agitando a dos manos un cayado de punta lancinante. Con el cabello largo y desgreñado, las facciones descompuestas por el terror, envuelto en un rebozo de púrpura en jirones, corriendo y saltando, cual si pisase en millares de clavos candentes, buscaba con ojos desorbitados por el ansia y la desesperación no se sabe qué cosas tremendas e inauditas, en los muros, en los monolitos cubiertos de oro, en las soleras de los techos, en las estatuas y pilastras, en el aire mismo. Levantaba el cayado y lo hincaba en las rosetas y aristas de las paredes. Como si persiguiese insectos o arañas, se inclinaba y se ponía en cuclillas para buscar, con la punta de su vara o con el dedo, en el pavimento y en las junturas de las pieles y tapices. Gruñía y lloraba con infinita desolación.

La corte presenciaba esta escena, estupefacta. Le dejaron circular por donde le llevaba su locura. Clamaba, rugía y se quejaba en palabras ininteligibles. Después se revolcó en el suelo y se desprendió de sus harapos. Entonces se le cogió por la fuerza. Se le intimidó. Pero le abandonaron en seguida, como si su cuerpo quemase, cuando dijo:

—¡Soy el adivino! ¡Todas las patas de la araña dan hacia adentro! ¡Calamidad! ¡Calamidad!

Le llevaron a presencia del Inca, quien, percatado del aire profético del quechua, ordenó en tono de vaga inquietud:

—Que hable. Dejadle.

Y el aterrorizado quechua, en quien ardía la pavesa desconocida, la mecha intermitente de los astros, habló, abatiéndose a pausas, en una especie de sublime agonía:

—¡Veo quipus enredados, como anonadadas serpientes!… Uno de los cordones va creciendo y anudándose a los tabernáculos del Coricancha; es rojo como un arroyo de sangre. También se anuda a los malaquis y a las momias de los emperadores… Veo a un extranjero, de faz barbada y blanca, saquear las reliquias sagradas del Rímac y del Titikaka… Veo al yllapa cruzar un cielo nuevo y deshacerse en tres cosas distintas, enlazadas por un compás idéntico en sus cursos… ¡Se pierden! Ya no puedo mirarlas. Oh terrible ceguera la mía. Veo un ejército innumerable, en el que los guerreros, inclusive el jefe, tienen la misma talla, de tal modo que todos parecen jefes o todos simples soldados… Vienen otros ejércitos y se traba entre ellos una lucha, en la que no se vierte una sola gota de sangre ni una lágrima. Más que combate, parece un juego amable e inocente… Unas nubes pestilentes rezuman de las grietas de la tierra y sofocan y enervan a los combatientes, haciéndoles perder el ritmo de la lucha y trocando el orden y armonía de ella, en sudor y fatiga y desazón. ¡Ah calamidad!… ¡Oigo cómo crecen los caminos, serpenteando entre cubiles, dólmenes y nidos!…

El adivino fue sacado. Tenía un enorme cráneo, achatado por la parte superior, en un plano perfectamente horizontal, desde la altura del nacimiento del pelo en la frente, hasta el mismo colodrillo de la cabeza. Si no fuese por los huesos intactos y el cuero cabelludo de todo el cráneo, creeríase en un corte a machete. En cambio, la anchura del rostro alcanzaba un diámetro excesivo, semejando la imagen que producen los espejos convexos.

Una vez en la Plaza de la Alegría, el monstruo dio síntomas de tranquilidad. Poco a poco recuperaba el estado normal de su conciencia y volvía de su mundo prodigioso, aludiendo y significando cosas y circunstancias de la realidad. A las preguntas que le formulaban, dio respuestas cada vez más en razón. Al fin, al llegar al asilo de enfermos, sus palabras y acciones se entonaron de nexo y sentido.

—¿Cómo te llamas? —Se le interrogó.

—Ticu.

—¿De qué ayllo eres?

—De los collahuatas.

—Ya se ve que eres chuco. ¿Dónde vives?

—En los arrabales de Hurin-Cusco, cerca del palacio de Yucay…

—¿Para quién vaticinas?

El chuco estaba sudando frío. Se enjugó la frente y una lividez mortal cubrió su gran cara. En el patio del asilo, de vastos y elevados muros, le hicieron sentar en un poyo derruido. Le rodeaban los guardias y la enfermera más antigua del asilo, una dulce vieja aymará, vestida de lliclla negra. Ticu daba señales de suma postración. Su voz se hacía hueca y débil, apagándose. Aunque toda demostración de trastorno cerebral había cesado, inspiraba miedo su cráneo modelado, su rostro irregular, la expresión fenomenal y desnaturalizada de su conjunto. Singularmente, sus ojos daban miedo, esos ojos hundidos, simples, desmembrados, bajo aquella frente sin techo y sin alero, sacada a espetaperros al aire racional. Le miraban de lejos, frunciendo la nariz, como si estuviesen ante un cadáver que empieza a descomponerse. Volvieron a preguntarle:

—¿Para quién vaticinas?

Se encajonó aun más la frente, al través, de una a otra sien. El chuco estiró los brazos y las piernas, como un enfermo en su lecho y no respondió.

—¡Oye! ¿Para quién vaticinas? ¿O solo por puro gusto te untas el cuerpo con sabandijas vivas?…

—¡Déjale! —dijo la viejecita, lastimada de piedad en su corazón—. Déjale. No le atormentes. Ya no puede más.

Ticu la observó de pies a cabeza y volvió los ojos al estanque, rodeado de molles florecidos, que azulaba en el patio, en la mañana clara. Quedose así inmóvil un instante, perfilado sobre el blanco estucado del muro. En las comisuras de sus labios prognaticios se habían detenido espumarajos, resecos por la fiebre. Por allí se entreveía, clavados en la mandíbula inferior, un par de incisivos retorcidos y amarillos, por toda dentadura.

—¡Eres un sicofante! —le dijeron.

Toda la cordura humana asomó a las pupilas del monstruo, de un golpe. Su rostro se reorganizó, despejándose e iluminándose. Su nariz adquirió el ademán de levantarse, sus belfos presentaron gesto y hasta sus orejas se asomaron a ver mejor el resto de la máscara. Miró el chuco, de uno en uno, a los guardias y a la vieja. Les miró a la cara, a los vestidos, a los pies, a la tierra en que pisaban. Sonrió y con acento sereno:

—¡Déjenme! Yo no soy adivino. Díganle al Emperador que yo soy un quechua igual a los demás. Pídanle que me deje ir a mi choza. Yo no he hecho nada, en buena cuenta. Se hace mal en tenerme por extraviado. Mi cabeza no tiene que ver nada. ¿No andan tantos collahuatas por los dominios del Inti? Antes bien, las tablillas me dieron el ser simple, sencillo, obediente. Yo soy un simple quechua, que riega los oasis y grutas de recreo de Yucay. ¡Oh padre Viracocha, Señor de los Incas, luz del Imperio! ¡Que me dejen ir a mi choza, donde me aguarda mi lampilla para abrir las acequias de regadío, entre los árboles sagrados!…

La vieja seguía mirando al suelo, compungida. Ticu se afanaba por convencerles del estado realmente normal en que se sentía. Pero era en vano. Los guardias, a una voz, clamaron:

—¡Eres un sicofante! Has calumniado a la nobleza. ¡Maldito del Sol! ¡Gusano pestilente! ¡Carcoma del Oráculo Sagrado!

Un niño, triste y pobre, vino corriendo. Era un hijo de Ticu. Saltó a sus rodillas y le echó los bracitos al cuello, besándole. Ticu le miró extrañamente, y, desprendiendo la espina que sujetaba la manta a sus hombros, probó su punta, como la de un cuchillo, en la palma de su mano, tomó al pequeño por el mentón y le hundió la espina en uno de los ojos, hasta hacerla desaparecer…

Se oyó un grito desgarrador de la criatura.

III. LA PAZ DE TÚPAC YUPANQUI


Numerosos cuerpos del ejército fueron disueltos. Sus hombres pasaron a las labores del cultivo, a la terminación de los caminos de la capital a la fronteriza Tumbes y a Coquimbo, la rebelde, y a las obras de fortificación y embellecimiento del Cusco, Chanchán, Cajamarca y Huánuco. De los tambos esparcidos en el territorio, empezaron a llegar regimientos enteros, los mismos que eran desarmados y enviados a los minerales de Anta y del Collao y a los trabajos de reedificación del Aclla Huasi de la capital, templo que había sufrido serios daños a causa de un reciente temblor.

El desarme aportaba miles de brazos a todas las actividades del reino. Las artes en metal, arcilla, piedra y tejidos recibieron nuevo impulso. De la fragua y del buril salían múltiples órdenes de fuentes, orones para el culto, estatuas de animales, plantas y pastores, grabados primorosos, alfileres, vajillas con serpientes y pájaros en relieve, que al ser usadas, despedían silbidos sorprendentes. En madera de chonta y guayacán ingresaron al palacio del Inca bellos vasos y garrafas, tallados a filigrana, con dibujos en colores indelebles, referentes a episodios de batallas entre los ejércitos del Tahuantinsuyo y las tribus occidentales y a algunas escenas que recordaban las fiestas de la coronación de Túpac Yupanqui. En el monasterio de las escogidas se tejió en pocos días una preciosa faja en lana de alpaca, para el Soberano. En la faja aparecían bordados, en oro y en vívidos tintes vegetales, todos los animales del Imperio, cada especie dentro de su clima y ambiente propios. Asombrosa era la sutileza de los hilados y su disposición, según los colores y matices, desconcertaba la habilidad y acierto con que se sucedían las sombras y luces anatómicas en las pieles y plumajes. La retina sufría extrañas desviaciones a la vista de la faja maravillosa, en el deseo de ordenar las partes, precisando las formas de los animales o buscando la imagen panorámica de la fauna. La faja, mirada a cierta distancia —cuando iba ceñida a la cintura del Inca, por ejemplo—, no ofrecía nada de extraordinario, fuera de la suntuosidad y brillo de sus tinturas; pero, vista de cerca, daba una sensación deslumbrante y casi angustiosa. Había quienes no alcanzaban a captar, de manera precisa, su contenido artístico y no faltaban otros que, observando la labor bajo un exceso de sol, no podían distinguir ni un solo animal. Ya se alejase el objeto de los ojos o se le acercase, sin salir del ángulo normal de la visión, el observador acababa por ser como cegado y no veía nada.

—No veo —decían muchos— animales, ni cielos, ni terrenos ni nada…

Un auqui de la corte imperial, a quien acaba el Soberano de dar por esposa una hermosa infanta, hija del Inca en linaje yunga, al escrutar la faja, buscando sorprender todos sus detalles y pormenores, fascinado, se volvió ciego. Conmovida la corte, atribuyose al rutilante objeto un sentido embrujado y sentimental, llegándose a murmurar que una vestal, enamorada del príncipe, al saber el noviazgo con la infanta, imaginó la faja fatal, en venganza de su amor.

En el palacio de Chanchán se dio principio a la refacción del gran corredor que conducía del aposento de los arabescos en colores hacia el fondo del edificio, donde había cincuenta estancias, retiradas y secretas, a las que nadie más que el rumay-pachaca penetraba, una vez por año, a raíz de las reparticiones del señorío. Estas habitaciones, secretas y recónditas, poseían, desde la época de los chimús, una aureola misteriosa y de encantamiento. Sus muros lindaban con el cementerio de la ciudad, el cual se levantaba a pocas varas del mar, llegando las olas, a veces, hasta salpicar los cimientos funerarios. Y fue sobre uno de los muros de aquel corredor —vasto pasadizo hacia tan tristes estancias— donde se empezó a labrar un bajorrelieve inaudito y calofriante. Nadie preguntó al artista que lo concibió, la causa y sentido de ese friso.

El relieve representaba un esqueleto tañendo una quena, hecha de un collar de cráneos humanos reducidos. Bullían en torno danzantes de ambos sexos y de todas las edades. Aunque la figura del músico macabro estaba ya terminada, parecía aún un boceto, pues tenía un no sé qué de cosa perpetuamente en borrador, en fin, de una eterna gestación de líneas. Los talladores estaban a la sazón esculpiendo, a la zaga de esta primera parte del friso, la segunda sección del bajorrelieve, que representaba un coro de plañideras. Uno de los artistas cincelaba el rebozo de una de las lloradoras; otro labraba un pie descalzo, levantado hacia atrás, al dar el paso; aquel desleía una angustia excesiva en unos labios; este delineaba una lágrima, cayendo a la altura de un cuello cetrino y joven, y cual luchaba, hacía algunos días, por atenuar la cavilosa vibración de unas pestañas… Los talladores trabajaban ardorosamente. Uno de ellos exclamó sorprendido, a mitad o al final de su labor:

—¡Oro!… ¿De dónde sale oro en esta piedra?

A un golpe de cincel, una chispa de oro apareció en la palma de una mano del relieve. Meditó el artista un momento, sin decidirse a limar el aspa del metal sagrado. Contempló desde diversos puntos de vista la mano, la palpó varias veces y con sumo cuidado, poniendo el alma en las yemas de los dedos. Volvió a meditar largamente y una sonrisa inefable iluminó su rostro: la mano estaba perfecta. ¡Ni una línea más ni un átomo menos!

Túpac Yupanqui, en su anhelo de paz y trabajo, prestó también atención a la cría, a la caza, a la pesca. Se organizó nuevos rebaños. Invadían los bosques, jalcas, lagos, ríos y mares, tropeles cinegéticos, en pos de la pluma delicada, del canto jamás oído, de las pintadas pieles, de las garras brillantes, de las finas cornamentas, de las escamas diamantinas, de los bruñidos colmillos, de las perlas silenciosas, de los encelados mugidos. El Soberano ordenó preparar para la fiesta del Raymi un gran chacu en el reino, operación que no se efectuaba hacía seis años. El chacu regional del Cusco debería ser presenciado por el propio Inca y se llevaría a cabo en la llanura que queda al pie del palacio de Colcapata, en el valle de Vilcamayo.

Transcurridas algunas lunas de la retirada de Huayna Cápac, el Tahuantinsuyo se vio convertido en una inmensa colmena. Fuera de unos cuantos regimientos acantonados en las fronteras y una que otra provincia insurrecta, todos los súbditos del reino, originarios y mitimaes, se entregaron a la exclusiva obra de acrecentar la riqueza del imperio. La política incaica despojose de golpe de su carácter proselitista y guerrero. Los pueblos trabajaban sin descanso, dando fin a las obras empezadas, extendiendo el radio de otras, iniciando nuevas.

No es que Túpac Yupanqui repudiase la vida de las armas y de las conquistas. Durante su reinado, no había hecho otra cosa sino guerrear siempre. Su padre, Pachacútec, le dejó mucho por hacer. Todos los señoríos esparcidos en el norte, desde el de los chancas hasta el de Tumbes, cuyo régulo aún permanecía en rehenes en el Cusco, acababan de ser sometidos por Túpac Yupanqui. Largos años de sangre y ambición. Expediciones heroicas, sin precedente en la dinastía, primero sobre los nazcas poderosos, tan hábiles artífices como animosos defensores de su libertad y luego sobre el dominio de los chimús, orgullosos rivales de los Incas. Esta última ofensiva duró ocho años, con peripecias de todo género y con encarnizadas batallas de bajas incontables. El solo asedio y asalto a la inexpugnable fortaleza de Paramonga, al iniciar la invasión, costó cinco mil quechuas. El mismo Túpac Yupanqui dirigió la estrategia, siendo herido de un flechazo en el brazo. Después, fue la toma de la populosa, brillante y soberbia Chanchán, capital de los chimús. Victorias y hazañas que ningún antecesor suyo había realizado. Allí estaba la historia, los quipus elocuentes y veraces, los relatos y testimonios de sus generales, de los soldados y del pueblo, las odas de los aravicus, los himnos triunfales, las danzas de guerra, los trofeos, los relieves y monumentos que moran en los tambos y diversos teatros de los hechos… Túpac Yupanqui era, pues, un emperador guerrero. Mas ahora ansiaba un remanso a las fragosas jornadas, un remanso que él, ciertamente, ignoraba cuánto tiempo duraría. Ansiaba paz y trabajo. Que obrase el pensamiento en su estambre sutil y tranquilo y que la tierra produjese el tallo que da sombra y frescura, la semilla que nutre y prolifica, la flor que se abre para los tabernáculos, para las cunas y las tumbas. Ansiaba trabajo y paz. Que la alegría exhalase la risa fecunda y confortante; que se serenase el cielo sobre las frentes de gañanes y pastores; que el marido besase a su mujer, y que los ardientes crepúsculos del reino vertiesen mansa luz sobre los sacerdotes, tormentosas figuras de cráneos ovalados y larga barba… El Inca ansiaba ahora el amor, la meditación, el germen, el reposo, las grandes ideas, las imágenes eternas.

IV. UN ACCIDENTE DE TRABAJO


Paseaba una tarde Túpac Yupanqui, en compañía de Mama Ocllo y rodeado de su séquito, por las colinas de la ciudad sagrada, visitando los trabajos de reconstrucción de la fortaleza de Sajsahuamán. Veinte mil súbditos habían salido a los trabajos aquel día. Operaban a la sazón sobre la segunda torre, que estaba ya para quedar terminada. El Inca avanzó hasta el lugar de la labor y, observando a la bullente multitud, volvió los ojos hacia uno de los mitas:

—¿De dónde es la piedra de la puerta?

El quechua se arrodilló:

—¡Padre! Es de Pisuc.

El cortejo imperial se estremeció ante este nombre de la cantera oriental.

Venía del otro lado un rumor sordo y convulso de voces y exclamaciones. Hormigueaba allí la muchedumbre, en torno a una piedra gigantesca, que debía ser levantada para base de la tercera y última torre de la fortaleza. La piedra viajaba, hacía seis años, desde las márgenes del Urubamba. Mucho tiempo hacía que, a mitad del camino, se cansó, y ya no quiso avanzar. La habían agitado, golpeándola. La llamaron a grandes gritos, empujándola de todos lados. La piedra siguió inmóvil, sorda a toda llamada y estímulo. Pasaron los días, las lunas y los años. Fueron por ella gran número de hombres. Las aguas llovedizas removieron las tierras donde yacía, arrastrándolas consigo y la piedra seguía fija, inconmovible. De lejos, los pastores, al buscar sus ganados, la solían mirar, al caer la tarde, con medrosa piedad, como a las piedras de las tumbas. Los buitres y los búhos asentáronse en ella por las noches y los graznidos y los trinos arrullaban su sueño. Pero los hombres fueron un día de nuevo por ella y lograron entonces despertarla. La traían ahora e iban a levantarla sobre la terraza de Sajsahuamán.

El Inca dijo pensativo:

—Es la piedra cansada. También de Pisuc.

El roquedal de Pisuc estaba al otro lado del Urubamba, muchos tiros de honda más allá de la margen. Según las tradiciones, desde allí fueron traídos gran parte de los bloques de la fortaleza, aun muchos de los primeros basamentos. Bloques enteros y hermosos, montañas de una sola pieza, basaltos de grano apropiado para los grandes dentajes como para las aglutinaciones sutiles y de simple acercamiento. Los arquitectos prefirieron los bloques de Pisuc a cualesquiera otros y, si todas las murallas, torres y subterráneos no estaban construidos de ese material, ello obedecía a la imposibilidad de trasladarlo a través de las aguas caudalosas. Una circunstancia singular rodeaba a las piedras de Pisuc de catadura tétrica: desde que saltaban de la cantera, hasta que quedaban enclavadas en el lugar a que se las destinaba, dejaban tras de sí el exterminio de muchas vidas, la desgracia de otras, siempre una brecha de sangre y lágrimas. En esta aureola lúgubre de Pisuc meditaba el Inca, cuando vino a él un auqui:

—¡Padre! ¿Querrías ver cómo queda la puerta de la segunda torre? Acaban de dejarla terminada.

Advertida de que los soberanos volvían, la multitud se arrodilló en silencio. Los maestros canteros daban órdenes acaloradamente y los mitas se esforzaban en cumplirlas con rapidez y habilidad. Un juego de sogas recorría algunos agujeros de la parte superior del muro y desparecía hacia arriba y abajo, para aparecer de nuevo, en gruesos cabos, en las manos de los trabajadores. De todas partes, salía un estruendo angustioso de golpes de piedra, restallidos de sogas, pasos apresurados, acezar de pechos. Cuando el monolito de la puerta empezó a ser levantado, la muchedumbre se sumió en un gran silencio, no oyéndose más que el ruido de los lazos, al ludirse en los agujeros de los muros y uno que otro bufido de energía. Túpac Yupanqui y Mama Ocllo dieron unos pasos atrás, para observar mejor. Era asombroso el modo como iba subiendo la piedra, cuyo peso y tamaño, a medida que ganaba la altura, parecía ir perfilándose mejor y cobrando tal importancia en el mecanismo, que producía una impresión de vago terror. Una interrupción imprevista paralizó de repente el mecanismo de brazos y cordajes. Acercáronse algunos personajes de la comitiva imperial. Uno de ellos estiró la mano y a duras penas alcanzó a tocar con las yemas de los dedos el bloque suspendido. Hincó en él las uñas y se volvió hacia los demás:

—¡Los basaltos de Pisuc son los más bellos del reino!

De improviso se vio una cosa espeluznante. Restallaron los cabos en las encallecidas manos y en distintos puntos del ciclópeo artefacto. Sonaron terribles exclamaciones de alarma. Cayeron de los sobacos de la puerta finísimos guijarros y el gigantesco cuerpo rocoso se abatió como un rayo. Retembló espantosamente la muralla entera. Hondo silencio siguió a la caída de la piedra, cual si esta se quedase allí muerta para siempre…

A Mama Ocllo la tenía el Inca en brazos, desfallecida de horror. Algunas sipacoyas y doncellas de la corte lanzaban quejidos y voces de socorro. De dentro de la torre venían gritos ahogados:

—Aquí está. ¿Y mi hermano?

Preguntas había que no obtenían respuesta.

—No lo he visto. No lo he visto…

—¡Sangre! ¡Sangre!

Un gran alarido colectivo, largo, interminable, llenó el espacio y fue a resonar en la ciudad y en los flancos del cerro Huanacaure.

V. BIZANCIO, LONGITUD OCCIDENTAL


Runto Caska era pariente del Inca. Joven de notable belleza varonil, muy inclinado a la música y a las armas, gozaba de extraordinario ascendiente respecto del Emperador. Túpac Yupanqui tomaba raras veces camino en los negocios del Estado, sin haber consultado antes al noble pariente. El Consejo de los Ancianos viose a menudo sustituido en sus funciones consultivas por Runto Caska.

Pero el ascendiente de Runto Caska se apoyaba en su calidad de artista, más bien que en calidad de pariente del Inca.

La antara de Runto Caska consistía en una serie de finos tubos de oro pulido, con dibujos del mismo metal, cerrados por un extremo y colocados uno al lado de otro, por orden de tamaño y espesor, hasta rematar en el más pequeño, que no medía arriba más de una pulgada de longitud, por un diámetro apenas mensurable. Los sujetaba y unía una doble redecilla de tendones pertenecientes a gigantes collas, derrotados y muertos en sangriento combate, del que participara Runto Caska durante la primera expedición de conquista que siguió a sus dieciséis años. Entre las dos redecillas corría, al centro, un juego de cordones verdes y rojos, de lana de alpaca, los mismos que, al llegar a los tubos extremos de ambos lados, se hacían nudos y acababan en cuatro grandes borlas. Al ser tañido este triángulo sonoro, pendía del cuello del artista por medio de un trenzado de plata en filigrana, y, cuando no era usado, permanecía en un estuche de piel de rana, embutido por dentro con órnamo, datura sanguínea y otras yerbas vilcas, de las que solían usar los adivinos aterrados.

De regreso de la Intipampa, Runto Caska penetró en sus estancias, sombrío y meditabundo. El artista cruzó una pequeña galería de roca desnuda y desbastada a buril, fría y a la sazón desierta, dirigiéndose luego hacia una sala interior, en cuyo centro ardía un pebetero, consistente en una concha de tortuga, que despedía grato calor y voluptuoso aroma de coca y cáscara de plátano. El músico sentose en un banco de cobre, tapizado de pieles de jaguar. Allí permaneció cavilando, la mirada fija en el plafón. El artista sufría. Kusikayar no había asistido a la fiesta del huaraco y su ausencia le colmaba de zozobra. La amaba. Desde el día en que Kusikayar ingresó a la pubertad y su ingreso fue festejado, según el uso quechua, en la humilde choza de la entonces obscura y pobre niña de pueblo, Runto Caska, que había presenciado la quipuchica, la amaba con todo el ardor de su mocedad. Por insinuación del músico, el Inca la había hecho ñusta, en mérito a su don para las danzas sagradas.

Extraña belleza la de Kusikayar. Nadie sabía, en verdad, el origen de su linaje, el cual se perdía en las sombras de su inferior civil en el reino. Unos decían que sus ascendientes procedían de un país oriental, de más allá de Pacarectambu, la morada que amanece, el lugar de las cuatro dimensiones. Otros narraban que la cuna de la joven radicaba en los desiertos australes, áridos y salados, cuya última linde, aguda y saliente, era de forma de una pata y por eso llamaban a los suyos patagones. Esta era la versión más general, a causa de atribuir a tal origen el símbolo de los pies milagrosos de Kusikayar. Pero no faltaban quienes, particularmente entre los sacerdotes, referían haber venido esa familia, en tiempos muy antiguos, de un imperio remoto, situado hacia la linde donde la luz tiene su lecho misterioso. Ananquizque, el joven villac, decía:

—Desde allá vino ese linaje. A esa casta no la trajeron las armas. Por sí misma, llegó una tarde a la ciudad y, según cuentan viejos caracteres en las hojas de los plátanos, ello aconteció cierta vez en que el coyllur fue visto de día en el cielo, a la hora en que las columnas de estío carecían de sombra bajo la luz solar.

La figura de Kusikayar llegó a adquirir gran relieve en los ritos religiosos. Su danza llegó a constituir una liturgia especial en las fiestas del Sol. Durante la fiesta del Situa, al empezar las lluvias y cuando prevalecían las enfermedades, Kusikayar danzaba en las puertas del Coricancha, al compás de las músicas hieráticas. En las evoluciones de su cuerpo escrutaban los taciturnos sacerdotes el incierto porvenir y la mortalidad del año. El pueblo adoraba y temía a Kusikayar, como a una aclla entre las vírgenes del Sol.

Y fue en la última fiesta del Situa, que a Runto Caska aconteciera un acontecimiento muy vago y sutil, el mismo que vino a interponerse entre él y Kusikayar, como un fantasma misterioso.

En la mañana de aquel día del Situa, en contra de los cálculos astronómicos registrados en el Kalasasaya, el aire se enrareció de repente y todo quedó obscuro, como si la noche cayese. El yllapa cruzó el espacio y siguió un horrísono sacudimiento de tierra. Cayeron algunos muros y techumbres. Un anciano quedó muerto en medio de la calle. Lloraban las madres y en sus brazos gemían los niños, arañando los senos maternales. Muchas esposas encinta dieron a luz violentamente, criaturas dormidas para siempre. En el Hurin-Cusco salió una doncella enloquecida y se arrojó al río Huatanay. El terror de los quechuas no tuvo límites. Salían todos de sus viviendas a las plazas, ululando de miedo y clamando al yllapa, para que cesase en su cólera. La ciudad se conmovió en un inmenso espasmo de pavor. Hombres y mujeres, niños y ancianos, la comunidad entera estuvo reunida en la Plaza de la Alegría, delante de las puertas del Coricancha. Los sacerdotes, con las caras afiladas por el terror, y los amautas, llenos de majestad, predicaron la calma. Un villac dijo, tocado de visiones:

—El yllapa está enfadado. Es a causa de no haberse llevado a cabo la conquista de los tucumanes. Así lo dice el oráculo. Dejad vuestros hogares y luego de ahuyentar el mal de las sementeras, volved aquí, a escuchar el vaticinio de la danza del Situa.

A los campos salió la muchedumbre. Entre ella iban algunos alcos asustados, husmeando las rocas y las herbosas sendas, rascando el suelo y aullando lastimeramente. Iba cada piruc a la cabeza de los suyos y toda la multitud oraba y gemía. Unos, para aplacar la cólera del yllapa, dejaban en los montículos y otras elevaciones taleguitas de coca y granos de maíz. Otros bebían un trago de los arroyos o arrojaban unas gotas de chicha, dando papirotes al aire. Cuando arribaron a los trojes, los golpearon, dando voces de alerta y apostrofando al mal para que se alejara.

De retorno a la ciudad sagrada, sobrevino la calma. Agolpados a las puertas del Coricancha, esperaron oír de boca de los adivinos las palabras del porvenir, halladas en los pies de Kusikayar.

La aclla salió, rodeada de los sacerdotes y revestida de una túnica fina y transparente. Su corta cabellera estaba suelta y no llevaba brazalete, vincha ni otro adorno, fuera de sus largos pendientes de princesa.

El Inca estaba allí, bajo su solio de oro, rodeado de la corte. Un silencio profundo se hizo. La muchedumbre inclinó la frente. Entonces se alzó la música sagrada, lenta y a grandes jirones y la aclla tuvo un acceso de exaltación. Se entonó el ytu litúrgico y hablaron los sacerdotes a la multitud:

—El yllapa cesará en su enojo. La conquista de los tucumanes se llevará a cabo. Mañana partirá la primera expedición, compuesta de quinientos honderos. Los muertos del año serán pocos. Podéis retiraros a vuestras viviendas. Orad siempre y que los holocaustos den sus frutos…

Oídas las palabras del oráculo, la muchedumbre se dispersó. Algunos grupos se encaminaron a los templos y a las huacas y ofrecieron a Viracocha, en acción de gracias, objetos de plata y cobre, piedrecillas pintadas, puñados de tierra, huesos de cuyes y chuño de papa. Otros llevaron aromas y hojas de coca, que hicieron arder al pie de las pilastras sagradas.

Todo esto recordaba Runto Caska, al volver de la fiesta del huaraca. Recordaba también que, a partir de aquella danza del Situa, la ñusta manifestaba por él un miedo extraño y observaba reservas misteriosas, aun en las horas más tiernas y apasionadas. El artista la interrogó y Kusikayar respondía de modo incomprensible. Runto Caska sufría.

VI. EN LA INTIPAMPA


Un día, durante las fiestas del huaraca, realizábase en la Intipampa una de las postreras ceremonias para armar caballeros a ochocientos jóvenes del imperio, cuya preparación militar había terminado. En torno del Emperador, velase rebullir a centenares de nobles. Allí estaba el magistrado, de gesto tranquilo, donde latía el signo de la justicia; el amauta, severo y pensativo, cruzada la amplia túnica verde a uno de los hombros; el general, de recta mirada, con su penacho septicolor y sus sandalias de plata, que conocieran fragosas y occiduas regiones; los tristes aravicus, de azules vestiduras, con hilados de áloe en forma de rutilantes insectos del norte; el ermitaño taciturno, venido de las paccarinas lejanas; los rumay-pachaccas, aún tostado el rostro por el reciente viaje desde el turbulento Pongoa o desde el lago Titikaka, a cuyas orillas crecen los maíces del Inti, de granos milagrosos… Tenía el Inca a su derecha al Supremo Villac, vestido de blanca lana esquilada a las alpacas del Hatum.

Las callisapas, que debían tomar parte en las épicas pruebas de la Intipampa, aparecieron ataviadas de los lujosos trajes correspondientes a su estirpe y portaban primorosas jarras de vidriada greda, llenas de la chicha litúrgica. Venían por el lado de la ciudad, escoltadas de una centuria de infantes, cuyas picas y arcos chispeaban bajo el sol.

La muchedumbre lanzó un aullido de alegría, que tardó largo tiempo en apagarse. Una anciana lloraba, sosteniendo en brazos un haz de frescas siemprevivas. Y una joven decía entre lágrimas:

—¡Anoche, cuando los donceles dormían al pie de las murallas de Sajsahuamán, una mala serpiente le ha herido…!

La joven extrajo de entre sus senos una garra de jaguar, labrada y pulida en forma de medialuna, la puso en la palma de la mano y la llevó con gran unción a los labios, descubriéndose.

Una de las ñustas, Hiray, portaba una jarra de suave arcilla, extraída del Chimú. Unos jóvenes mitimaes, venidos de aquellas tierras, obsequiaron tan bella vasija a Hiray, la más hermosa ñusta del Tahuantinsuyo. Porque Hiray poseía, en verdad, una belleza sin par en el reino. Debido a este don había sido elevada, de un natural humilde, al rango de doncella de estirpe solar.

¡La jarra de Hiray! ¡Qué barro tan delicado y al propio tiempo tan espantoso! Representaba un cuervo en actitud de volar, el cuello enarcado. La recta negrura del oblicuo pájaro se evidenciaba agudamente, al contrastar con la radiante juventud y la gracia núbil de Hiray. El aciago plumaje y la cabeza chata y funeraria producían un extraño calofrío. Hiray le tenía en brazos.

La fila de paladines se aproximaba, en la justa de carrera. Cuando sus trajes amarillos empezaron a ser distinguidos a distancia, las callisapas cantaron. A una voz cantaban una aria antigua, en cuya melodía el amor y la gloria vibraban dulcemente. Cantaban por las sombras de los héroes antiguos, por los dólmenes inmóviles de Accora, por las momias que, en flexión agazapada de aves nocturnas, meditan en las hornacinas sagradas y en los sillares de pórfido de las chulpas silenciosas. Cantaban por las batallas ganadas y por los huesos sembrados en las rutas sin fin de las conquistas. Algunas princesas elevaban su voz a gran altura. Otras se estremecían al compás del canto heroico, con sus hombros erectos, sus gargantas redondas y sus vientres cerrados y nuevos, de forma de corazón, donde estaba enarbolado el gran telón que da a la eternidad. Pero [había] quienes dejaban de cantar un momento y sus lenguas eran entonces fáciles para aquellos silencios, en tanto las bocas de sus vasos alegóricos aparecían abiertas, en un rictus de tácita revelación.

Cuando cesó el canto y su eco resonaba aún en las cuencas de las jarras, los jóvenes y las mozas del pueblo inclinaron el rostro.

El Inca armó caballeros a los vencedores, a los sones triunfales del hailli, coreado por el pueblo. Los héroes calzaron las ojotas de lana, ciñendo el huara, en señal de virilidad y las madres coronaron sus sienes de verdes siemprevivas.

En medio del entusiasmo de la multitud, la jarra de Hiray se hizo trizas. Poseída de presentimiento, la ñusta se puso a llorar.

VII. LA CÓLERA DIVINA


A la mañana siguiente, Runto Caska despertó muy temprano. Su mirada era reposada y denunciaba un bienestar profundo. El día anterior estuvo preocupado por la escena del adivino, pero terminó por hallar tan vacío, absurdo y ridículo aquel incidente, que lo olvidó y no le dio mayor importancia. Mas he aquí que ahora, en forma inopinada, empezaba a sentirse, ante su recuerdo, atenaceado por numerosos y encontrados pensamientos. Esto era extraño. El pliego de pronósticos se presentaba ahora con cierto colorido y con tal vida, que le empezó a inquietar, sin poder evitarlo. La ruina del Imperio, quipus de púrpura, el yllapa deshecho, las reliquias sagradas en manos extranjeras, un hombre coronado de espinas… Runto Caska hizo un movimiento al azar. Un sutil presentimiento hirió en este momento a Runto Caska. Apartó las almohadas y saltó del lecho. El corazón empezaba a decirle que en las visiones del adivino gusaneaba tal vez un porvenir nebuloso y lleno de amenazas.

Al ingresar a los recintos del Inca, el artista mostraba el rostro enardecido, las pupilas encendidas. Avanzaba al azar a lo largo de las galerías. La imagen del adivino iba en su pensamiento, revestida de un halo deslumbrante, que le fascinaba enteramente. Saldría cierto cuanto había presagiado. Podría sobrevenir el día… Runto Caska se dio cuenta de que todos los agüeros del collahuata eran nefastos. Viracocha preparaba horribles castigos. La cólera sagrada sobrepasaría a cuantas registraban los anales. Por su imaginación desfilaban las visiones de sangre, las devastaciones, los templos y palacios reducidos a polvo, los sembríos talados, los andenes derrumbados, secos los estanques y los ríos, las vidas difuntas. Runto Caska empujó una ligera puerta de mimbre, guarnecida de hilados de metal. Cruzó con aire resuelto una cámara, donde sostenían animada conversación tres amautas y desapareció por la puerta del fondo.

Túpac Yupanqui sonrió, tendiéndole la mano, que Runto Caska se prosternó a besar. Entonces, como pocas veces, sintió el Inca la noble influencia del espíritu del artista, al que amaba por sobre los demás grandes del Tahuantinsuyo.

—¡Noble Runto Caska! Eres un tesoro del Sol. ¿Qué te trae? ¿Qué puedo yo darte? Habla, inteligente amigo.

El artista observó el indulgente y sencillo modo con que era recibido por el Emperador, cosa que le confirmaba, una vez más, la estima en que le tenía el Soberano. Además, Runto Caska sabía que Túpac Yupanqui no desechaba los consejos, así fuesen del más humilde de sus siervos. El Inca experimentaba un especial goce en oírlos. A menudo, llegaba a solicitar opinión a la rústica viejecita del arroyo, al pastor simple y triste, al efímero chasqui, a la doncella del tambo. Les escuchaba y solía responderles con gran dulzura, que hacía llorar de ternura a los amautas:

—Así será, mama.

—Muy bien, taita.

Runto Caska dijo con suma gravedad, palabra a palabra, inclinado en señal de adoración:

—¡Señor! Has oído ayer al adivino. Su voz me ha penetrado el corazón y hallo en ella una amenaza cierta para vos y para el reino. Ha presagiado la ruina del imperio. Sus visiones son fatídicas para los hijos del Inti…

El Inca sonreía con gesto paternal. Runto Caska dio a su acento una inflexión patética, nacida de su corazón atormentado:

—Padre augusto, ilustre hijo de Manco: la voz del adivino será cumplida. Los aullidos del chuco envuelven la certeza de un futuro lamentable. ¡Ordena, hijo de la luz, que se [me] corte la lengua y sea yo enterrado vivo, si yerro ahora al rogarte que aplaques la cólera del Inti! El padre del imperio está irritado. Aplaca, Señor, a Viracocha. Desagravia al Inti o el augurio va a cumplirse…

—Sigue —dijo el Emperador, poniéndose pensativo.

—La ira de Viracocha es a causa del abandono que has hecho de la guerra y las conquistas. El Padre resplandeciente ve reducidos sus altares y a la raza de Manco sumida en la paz, que pudre músculos, socava cimientos y anuncia la corrupción y la ruina. Aplaca, señor, a Viracocha, empuñando de nuevo los estandartes de guerra. De vos, ilustre hijo de Manco, depende la vida del Tahuantinsuyo…

El Inca mostrose recogido y silencioso. Los alegatos generosos y ardientes de Runto Caska le impresionaron y atraían su atención con desusado interés. Tenía la mirada puesta en un mismo punto del pavimento y mucho tiempo estuvo embargado por la meditación. Después dijo con voz trasformada:

—Runto Caska. Eres un caro hijo del reino. Mi padre, el Sol, virtió abundante luz en tu cerebro, para que la pusieses al servicio de su pueblo. Amas a tu Emperador, al que prestaste siempre el auxilio de tu consejo y entusiasmo. Dime, noble artista: ¿no es acaso frágil fruto de tu imaginación, herida de temor, cuanto acabas de hablarme?

—¡Poderoso Túpac! Bien sabes que jamás el vano miedo halló presa en mi pecho y que voz de consejo que salió de mis labios, animada fue siempre de madura y serena reflexión. ¡Señor! ¡Aquí están todos mis huesos, para que de ellos se haga una hoguera, a cuyo fulgor podáis ver si el error ha graznado en mis palabras!

Un profundo y grave silencio se produjo, durante el cual Runto Caska permaneció inclinado. El Inca se puso de pie y dio algunos pasos sin pronunciar palabra. De la próxima galería llegaban trinos de pájaros exóticos, en sus finas jaulas de plata. Una hermosa doncella de Huaylas, del dulce color del banano, de abundosa cabellera y vincha de esmeraldas, hacía arder, en un ángulo de la estancia, un sahumerio del que salía un cálido perfume de ánades de Chincha.

Transcurrieron muchos soles después del diálogo entre el Inca y Runto Caska, hasta el día en que el Emperador hizo venir a su presencia al artista y le dijo:

—Runto Caska: he pesado tu consejo generoso y vigilante, en el que arde tu noble amor al imperio. Si los graves augurios del adivino envuelven certeza para el futuro, yo aplacaré a mi irritado padre. Su cólera sagrada cesará. Ordenaré reanudar las expediciones de guerra y las conquistas del norte y así evitaré la ruina de mi raza. Todo depende de mi mano. Mi cetro dará una señal y los hijos del Sol acudirán a las armas, con el mismo heroísmo de mis recientes hazañas de la costa. Mas, antes he consultado la opinión de otros vasallos, tan sabios y prudentes como vos: el príncipe heredero, el animoso Raujaschuqui, el Veterano Quilaco, el amauta Huanca Auqui y mi leal hermano, el Villac Uno. El Consejo de los Ancianos no vale para mí lo que vuestro docto y experimentado parecer. Domina la opinión, que también es la mía, de que antes de tomar decisión sobre tan importante asunto, se lleve a cabo un solemne holocausto en honor y desagravio de Viracocha, precedido de ayuno de tres días. El mismo Villac Uno buscará en las entrañas de las víctimas, la clave del futuro y se sacrificará cuantas llamas fuesen necesarias, hasta dar con la entraña del porvenir. ¿Encuentras acertada esta decisión?

Runto Caska asintió.

Y una semana después de las fiestas del Inti Raymi, se efectuó el ayuno riguroso en todas las comarcas del reino y los sacerdotes designaron las llamas y sus crías, que debían servir al holocausto. La víspera del sacrificio, se vio a Runto Caska cruzar delante de la fuente de piedra de la Plaza de la Alegría, acompañado de Kusikayar y de la infanta Rahua, prometida de Huayna Cápac.

El crepúsculo arrancaba de los muros de oro del Coricancha un reflejo amarillo y melancólico. La plaza estaba desierta. De cuando en cuando, se veía algún mita retardado, un guardia, una mujer con un cántaro de agua o un pastor arreando su ganado a la Intipampa. El hielo del raymi daba al aire una punzante aspereza. Runto Caska, agazapándose en su manto bordado de finos líquenes de Jauja, apresuró el paso.

—Cien llamas y sus crías —dijo Rahua— ya están escogidas, en las dehesas y huertos del Hurin-Cusco.

—El Inca está contento —murmuró Kusikayar—. ¿Y tú, Runto Caska? ¿Qué opinas y auguras del sacrificio?

Runto Caska puso una mirada de fe en Kusikayar:

—¡La raza del Sol es inmortal!

VIII. LA GUERRA VERTICAL


Al día siguiente tuvo lugar el holocausto.

En medio de la muchedumbre ávida y conmovida, el Villac Uno, asistido del sacerdocio entero y en presencia de Túpac Yupanqui y su corte, realizó el solemne sacrificio. El pontífice buscó en las entrañas de la primera llama el secreto porvenir y el examen arrojaba compactas nubes de incertidumbre. Volviéndose al solio imperial, el Villac Uno agitó la diestra ensangrentada, trazando un signo en el aire y dijo con acento fatídico:

—Todo está incierto.

Siguió a la voz hierática un clamor lacerado de la multitud. El Inca permanecía tranquilo, con el santurpaucar en la izquierda mano. El pueblo, a cada palabra del Villac Uno, dirigía sus miradas hacia el Inca, solicitando la última señal de los destinos.

De algunos puntos de la plaza emergía uno que otro murmullo aislado: una rogativa, un sollozo ahogado, el lloro de un niño. Imperaba un silencio trágico y recogido. Los quechuas seguían los detalles del sacrificio, esforzándose en observar cuanto pasaba en el altar: los retorcimientos de agonía de la llama y el modo como quedaba al morir; los servicios litúrgicos alrededor de ella; el cambio de las lancetas de oros, de los lazos de púrpura y de los blancos lienzos; las caras de los sacerdotes, sus gestos, el movimiento de sus labios y de sus ojos. Si el Villac Uno ejecutaba un ademán importante, la muchedumbre palidecía en espera del oráculo.

El Villac volvió a decir, más abatido:

—El porvenir está cerrado enteramente.

Más tarde, reanimado:

—¡Viracocha sonríe a su raza!

El efecto de estas palabras fue un aullido de alegría, el mismo que redoblose, cuando el sacerdote, levantando ambas manos al cielo, lanzó este grito de triunfo:

—¡Viracocha protege a Túpac Yupanqui!

Mas, de repente, sucedió algo inesperado y espantoso. En el instante en que el Villac Uno abría las entrañas de la última llama, el animal, ya herido, se incorporó instantáneamente y, con una rapidez que a todos dejó pasmados, saltó del tabernáculo sagrado y desapareció. El pontífice solo tuvo fuerzas para volverse al Soberano y al pueblo y decir, agitando los brazos ensangrentados:

—¡Desgracia! ¡Desgracia! La víctima resucita, escapa del altar y desaparece…

Túpac Yupanqui, al oír estas palabras, se puso de pie y dijo:

—Mi padre, el Sol, está irritado y amenaza la ruina de su pueblo, a causa de que he depuesto las armas, truncando las conquistas y limitando el desarrollo de su raza y de su culto. ¡Yo aplacaré su cólera divina volviendo a las guerras y conquistas y le erigiré, en el límite máximo y remoto de los nuevos señoríos que someta a mi cetro, un templo tan espléndido y rico como el propio Coricancha!

Dijo el Inca y, a las pocas horas, Huayna Cápac, al mando de un ejército de tres mil soldados, partía de la Intipampa, por el gran camino del norte, rumbo a la conquista de Quito.

Al son de los tambores, cuyos parches de pieles de salvajes domados, percutían en un solo fragor, rompían la marcha, cien mitimaes chancas, cuya fidelidad al Inca habíase tornado un ejercicio de amor verdaderamente religioso. Los comandaba Raujaschuqui, el guerrero más bravo del reino, luciendo el turbante amarillo de guaranga-camayoc. Iba este precedido de un formidable soldado collasuyo, de fiero aire rapaz, que hacía flamear a barlovento la bandera fantástica del Iris. Luego, seguía un regimiento de honderos. Y luego otras banderas y trompetas de estridencias heridas, llenas de calofríos heroicos. Y luego otros y otros batallones. A retaguardia, cerrando la marcha, iba el veterano insigne y venerable, el gran Quilaco, portando en brazos un bello cóndor joven, libre de toda traba, que escrutaba en silencio el horizonte.

Pasaban los expedicionarios ante la multitud, que los aplaudía y vivaba hasta romperse las bocas. Resonó el hailli triunfal en las lenguas de las esposas, en las gargantas de las hermanas, en los labios de las hijas, en los pechos de las madres. Tropeles infantiles recorrían las cercas del camino, al lado de los héroes o, asaltando los monolitos de los arrabales vecinos y encaramándose en las torres y pedrones de Sajsahuamán, gritaban, ebrios de una emoción desconocida, sus adioses a los guerreros en marcha. Algunos niños de pecho extendían las manecitas al paso de tal o cual soldado, en quien reconocían el labio que han besado o el brazo en que han dormido dulcemente.

El príncipe heredero, consumados sus últimos mandatos, abandonó el centro de la Intipampa y, seguido de los huaracas nobles, de marcial hermosura varonil y brillantes vestiduras, se dirigió hacia un lado de la explanada, donde la familia imperial se había estacionado a presenciar la partida de los ejércitos. La muchedumbre abría camino a Huayna Cápac, prosternándose y voceando conmovida de entusiasmo:

—¡Hijo de Túpac Yaya!

—¡Sol que amanece!

—¡Alma nueva del reino!

—¡Mozo poderoso!

—¡Mozo poderoso!

Huayna Cápac vestía una capa de campaña, entretejida de leve hilado de oro, sencillas ojotas de plumas de torcaz y un casco de bruñida plata, sin más adorno que la borla amarilla de heredero. Su diestra sujetaba la partesana viril, ganada en sus jornadas de doncel. Al cruzar entre la multitud, aparecía resplandeciente de orgullo y ambición. Nunca, como en ese día pudo intuirse en aquel mozo, de maciza y gallarda traza de dominio, al más grande monarca del Sol. No se sabe qué cambio se había operado del capitán derruido y vacilante, que un día entrara al Cusco, en vergonzosa retirada, a este soberbio guerrero, alegre y animoso que, atadas a sus vastos maxilares todas las disyuntivas de la empresa, impartía ahora órdenes, con premura y ardor de iluminado, consultaba a sus generales, resolvía cálculos y datos estratégicos y, en general, daba la impresión de una fe inquebrantable en su destino. A los himnos de aliento de los quechuas, centelleaban sus pupilas de jaguar.

Acercose a la familia imperial, pues debía despedirse de su hermana y prometida, la tierna infanta Rahua, que, acompañada de Mama Ocllo, Kusikayar, Runto Caska, el Villac Uno y numerosos grupos de la corte, le esperaba en finas y magníficas literas, sostenidas al hombro por soras de tallas armoniosas y pareadas. Rahua le vio venir y, sin saber por qué, le dolió el corazón. No supo contenerse y se puso a llorar.

—¡Adiós, hermana mía! —le dijo Huayna Cápac, emocionado.

—Adiós, hermano —sollozó la infanta con el rostro oculto entre las manos.

Huayna Cápac regresó al centro de la Intipampa, en el preciso instante en que un heraldo llegaba a él. Venía del palacio del Inca. Arrodillose y le entregó una hebra del llauto imperial, que el heredero examinó detenidamente. El hilo sagrado tenía un nudo grande y dos pequeños. Huayna Cápac tuvo un gesto de felicidad y, descubriéndose, besó el rojo filamento con el que su padre le ordenaba partir sin más espera. Lanzó una mirada significativa sobre su pueblo, que no cesaba de aclamarle, cambió algunos diálogos con los jefes que le rodeaban y partió, sonriendo y escrutando el espacio infinito.

Un reguero de frescas flores y olorosas yerbas, cubría la calzada. Las exclamaciones y gritos de entusiasmo crecieron, formando un estruendo que ahogaba las músicas de guerra.

Pocos momentos después, el ejército del Sol perdíase a lo lejos, en el gran camino de la costa. Una nube de polvo le seguía y el viento de la tarde traía, de cuando en cuando, los sangrientos clamores de los sonoros cuernos, cada vez más agudos y lejanos.