LOS DOS SORAS
Vagando sin rumbo, Juncio y Analquer, de la tribu de los soras, arribaron a valles y altiplanos situados a la margen del Urubamba, donde aparecen las primeras poblaciones civilizadas de Perú.
En Piquillacta, aldea marginal del gran río, los dos jóvenes salvajes permanecieron toda una tarde. Se sentaron en las tapias de una rúa, a ver pasar a las gentes que iban y venían de la aldea. Después, se lanzaron a caminar por las calles, al azar. Sentían un bienestar inefable, en presencia de las cosas nuevas y desconocidas que se les revelaban: las casas blanqueadas, con sus enrejadas ventanas y sus tejados rojos: la charla de dos mujeres, que movían las manos alegando o escarbaban en el suelo con la punta del pie completamente absorbidas: un viejecito encorvado, calentándose al sol, sentado en el quicio de una puerta, junto a un gran perrazo blanco que abría la boca, tratando de cazar moscas… Los dos seres palpitaban de jubilosa curiosidad, como fascinados por el espectáculo de la vida de pueblo, que nunca habían visto. Singularmente Juncio experimentaba un deleite indecible. Analquer estaba mucho más sorprendido. A medida que penetraban al corazón de la aldea empezó a azorarse, presa de un pasmo que le aplastaba por entero. Las numerosas calles, entrecruzadas en varias direcciones, le hacían perder la cabeza. No sabía caminar este Analquer. Iba por en medio de la calzada y sesgueaba al acaso, por todo el ancho de la calle, chocando con las paredes y aun con los transeúntes.
—¿Qué cosa? —exclamaban las gentes—. Qué indios tan estúpidos. Parecen unos animales.
Analquer no les hacía caso. No se daba cuenta de nada. Estaba completamente fuera de sí. Al llegar a una esquina, seguía de frente siempre, sin detenerse a escoger la dirección más conveniente. A menudo, se paraba ante una puerta abierta, a mirar una tienda de comercio o lo que pasaba en el patio de una casa. Juncio lo llamaba y lo sacudía por el brazo, haciéndole volver de su confusión y aturdimiento. Las gentes, llamadas a sorpresa, se reunían en grupos a verlos:
—¿Quiénes son?
—Son salvajes del Amazonas.
—Son dos criminales, escapados de una cárcel.
—Son curanderos del mal del sueño.
—Son dos brujos.
—Son descendientes de los Incas.
Los niños empezaron a seguirles.
—Mamá —referían los pequeños con asombro—, tienen unos brazos muy fuertes y están siempre alegres y riéndose.
Al cruzar por la plaza, Juncio y Analquer penetraron a la iglesia, donde tenían lugar unos oficios religiosos. El templo aparecía profundamente iluminado y gran número de fieles llenaban la nave. Los soras y los niños que les seguían, avanzaron descubiertos, por el lado de la pila de agua bendita, deteniéndose junto a una hornacina de yeso.
Tratábase de un servicio de difuntos. El altar mayor se hallaba cubierto de paños y crespones salpicados de letreros, cruces y dolorosas alegorías en plata. En el centro de la nave aparecía el sacerdote, revestido de casulla de plata y negro, mostrando una gran cabeza calva, cubierta en su vigésima parte por el solideo. Lo rodeaban varios acólitos, ante un improvisado altar, donde leía con mística unción los responsos, en un facistol de hojalata. Desde un coro invisible, le respondía un maestro cantor, con voz de bajo profundo, monótona y llorosa.
Apenas sonó el canto sagrado, poblando de confusas resonancias el templo, Juncio se echó a reír, poseído de un júbilo irresistible. Los niños, que no apartaban un instante los ojos de los soras, pusieron una cara de asombro. Una aversión repentina sintieron por ellos, aunque Analquer, en verdad, no se había reído y, antes bien, se mostraba estupefacto ante aquel espectáculo que, en su alma de salvaje, tocaba los límites de lo maravilloso. Mas Juncio seguía riendo. El canto sagrado, las luces en los altares, el recogimiento profundo de los fieles, la claridad del sol penetrando por los ventanales a dejar chispas, halos y colores en los vidrios y en el metal de las molduras y de las efigies, todo había cobrado ante sus sentidos una gracia adorable, un encanto tan fresco y hechizador, que le colmaba de bienestar, elevándolo y haciéndolo ligero, ingrávido y alado, sacudiéndole, haciéndole cosquillas y despertando una vibración incontenible en sus nervios. Los niños, contagiados, por fin, de la alegría candorosa y radiante de Juncio, acabaron también por reír, sin saber por qué.
Vino el sacristán y, persiguiéndoles con un carrizo, los arrojó del templo. Un individuo del pueblo, indignado por las risas de los niños y los soras, se acercó enfurecido.
—Imbéciles. ¿De qué se ríen? Blasfemos. Oye —le dijo a uno de los pequeños—, ¿de qué te ríes, animal?
El niño no supo qué responder. El hombre le cogió por un brazo y se lo oprimió brutalmente, rechinando los dientes de rabia, hasta hacerle crujir los huesos. A la puerta de la iglesia se formó un tumulto popular contra Juncio y Analquer.
—Se han reído —exclamaba iracundo el pueblo—. Se han reído en el templo. Eso es insoportable. Una blasfemia sin nombre…
Y entonces vino un gendarme y se llevó a la cárcel a los dos soras.