SABIDURÍA

Fuera cesó de nevar. El cielo aparecía negro y bajo. El viento también dejó de soplar fieramente, y la atmósfera estaba inmóvil y muy enrarecida. Por las sierras del norte se veía el horizonte delineado con una claridad apacible y celeste, como si fuese de día; mas la aurora aún no despuntaba, y la obscuridad graznaba a grandes alas negras en la cordillera.

La señora se levantó y llegóse con sumo tiento a la cama del enfermo, enjugándose las lágrimas con un canto de su blusa de negro percal. Benites continuaba tranquilo.

—¡Dios es muy grande! —exclamó ella enternecida y en voz apenas perceptible—. ¡Ay Divino Corazón de Jesús! —añadió levantando los ojos a la efigie y juntando las manos, henchida de inefable frenesí—. ¡Tú lo puedes todo, Señor! ¡Vela por tu criatura! ¡Ampárale y no le abandones! ¡Por tu santísima Haga, Padre mío! ¡Protégenos en este valle de lágrimas!

No pudo contenerse y se puso a llorar en silencio, de pie junto a la cabecera del enfermo, el que, con la espalda vuelta a la luz y la cabeza echada hacia atrás, inmóvil, reposaba profundamente. Lloró enardecida por las fuertes conmociones de la noche, y al fin dio algunos pasos y fue a sentarse en un banco, rendida de cansancio y de pesar. Ahí se quedó adormecida por el abatimiento y el insomnio, cosas excesivas para su avanzada edad y su naturaleza achacosa.

Despertó de súbito, sobresaltada. La bujía estaba para acabarse y se había chorreado de una manera extraña, practicando un portillo hondo y ancho, por el que corría la esperma derretida, yendo a amontonarse y enfriarse en un solo punto de la palmatoria, en forma de un puño cerrado, con el índice alzado hacia la llama.

Acomodó la bujía la señora, y, como notase que el paciente no había cambiado de postura y que, antes bien, seguía durmiendo, se inclinó a verle el rostro por el lado de la sombra, donde estaba. «Duerme el pobrecito», se dijo, y resolvió no despertarle.

Benites, en medio de las visiones de la fiebre, había mirado a menudo el cuadro del Corazón de Jesús que estaba al alcance de sus ojos, pendiente en su cabecera. La divina imagen se mezclaba a las imágenes del delirio, envuelta en un arrebol blanco y estático, semejante a un nevado: era la cal del muro donde se diseñaba en la realidad. Las alucinaciones se relacionaban con lo que más preocupaba a Benites en el mundo tangible, tales como el desempeño de su puesto en las minas, su negocio en sociedad con Marino y el deseo de un capital suficiente para ir en seguida a Lima a terminar lo más pronto posible sus estudios de ingeniero. Vio que Marino se quedaba con su dinero y todavía le amenazaba pegarle, ayudado por todos los pobladores de Quivilca. Benites protestaba enérgicamente, pero tenía que batirse en retirada, en razón del inmenso número de sus atacantes; caía en la fuga por escarpadas rocas, y al doblar de golpe un recodo del terreno fragoroso, se daba con otra parte de sus enemigos y el pánico le hacía dar un salto. Entonces el Corazón de Jesús entraba en el conflicto, y espantaba con su sola presencia a los agresores y ladrones, para luego desaparecer instantáneamente, como un relámpago, y dejarle desamparado en el preciso momento en que el gerente de la «Mining Societed» se paseaba colérico en el escritorio del Cuzco y le decía: «Puede usted irse. La empresa le cancela el nombramiento en atención a su mala conducta. Es mi última decisión». Benites le rogaba cruzando las manos lastimeramente. El gerente ordenó a dos criados que le sacasen de la oficina. Venían dos indios sonriendo, como si escarneciesen su desgracia, le cogían por los brazos, le arrebataban y le propinaban un empellón brutal. Pero el Corazón de Jesús acudía con tal oportunidad que todo volvía a quedar arreglado en su favor. El Señor se esfumaba después como en un vértigo.

En una de aquellas intercesiones milagrosas, Jesús se irguió en el fondo de un infinito espacio azul, rodeado siempre de un gran arco albar. Su sagrado corazón palpitaba con ritmo manso y melodioso y casi imperceptible, dejándose ver en toda su incorpórea celulación divina, a través de sus vestiduras. El Señor miraba ahora en torno suyo con aquella tristeza pensativa con que, en las bellas granjas egipcias, siendo niño, contemplaba a José trabajar humildemente hasta la caída del sol, en su carpintería solitaria de cedros y sándalos de oriente. Su mirada era triste y pensativa, y en ella viajaba, en un reflujo eterno e incurable, la visión del patriarca ganando el pan de cada día. Al menos a Benites le daba esta impresión, aunque de una manera nebulosa y muy extraña, pues no podía poner los ojos en el Señor, que solo estaba presente en tácita revelación, sin ser visto, oído ni tocado. Su figura llenaba de una gracia ideal y de un sentido esencial la copa del tiempo y la copa del alma.

De repente advirtió Benites que delante del Señor pasaban de una en una, en un desfile intermitente, algunas personas que él no podía reconocer. Entonces le poseyó un pavor repentino, al darse cuenta solo en ese instante, que asistía a las últimas sanciones. Pasada la primera impresión, y recuperado un tanto el dominio de sí mismo, angustiado y confuso todavía, se dio a recapacitar y a hacer un examen de conciencia que le permitiera entrever cuál sería el lugar de su eterno destino. Pero no tenía tranquilidad para ello. Ni siquiera podía coordinar sus ideas acerca del trance en que se hallaba, mucho menos acerca de su vida y conducta en el mundo terrenal, del cual apenas guardaba ahora un sentimiento obscuro e impreciso. Intentó de nuevo recordar su vida y sus buenas y malas acciones de la tierra, consiguiendo al fin obtener algunos perfiles. Los primeros en acudir fueron unos recuerdos risueños, a cuya presencia experimentó un poco de esperanza y de ánimo: eran sus buenos actos. Recogió tales recuerdos y los colocó en lugar preferente y visible de su pensamiento, por riguroso orden de importancia; abajo, los relativos a procederes de bondad más o menos discutible o insignificante, y arriba, a la mano, sobre todos, los relativos a los grandes rasgos de virtud, cuyo mérito se denunciaba a la distancia, sin dejar duda de su autenticidad y trascendencia. Luego pidió a su memoria los recuerdos amargos, y su memoria no le dio ninguno. «¿Es posible?», pensaba Benites vacilante. Sí. Ni un solo recuerdo roedor. A veces se insinuaba alguno, tímido y borroso, que bien examinado a la luz de la razón, acababa por desvanecerse en las neutras comisuras de la clasificación de valores, o que, mejor sopesado todavía, llegaba a despojarse del todo de su tinte culpable, reemplazando este, no ya solo por otro indefinible, sino por el tinte contrario: tal recuerdo resultaba en el fondo ser el de una acción meritoria que Benites entonces reconocía con verdadera fruición paternal. Felizmente Benites era inteligente y había cultivado con esmero su facultad dircursiva y crítica, con la cual podía ahora profundizar bien las cosas y darles su sentido verdadero y exacto.

De pronto sintió que se acercaba a Jesús, sin haberse dado cuenta, y lo que es más, sin avanzar, a su entender, paso alguno en tal propósito. Harto animado por el resultado de su examen de conciencia, poco se conturbó ante la inminencia de la hora tremenda que llegaba. Lanzó una mirada en busca del Señor, a quien no veía y apenas presentía, llenando de su tácita presencia el infinito espacio azul. La divina figura de Jesús permanecía invisible siempre a los ojos, y Benites la creía solamente soñar, sin poder estar seguro de haberla visto ahí alguna vez. Pero un sentimiento extraordinario de algo jamás registrado en su sensibilidad y que le nacía del fondo mismo de su ser, le anunció que se hallaba en presencia del Señor. Tuvo entonces tal cantidad de luz en su pensamiento, que lo poseyó la visión entera de cuanto fue y será, la conciencia integral del tiempo y del espacio, la imagen plena y una de las cosas, el sentido eterno y esencial de las lindes. Un chispazo de sabiduría le envolvió, dándole, servida en una sola plana, la noción sentimental y sensitiva, abstracta y terráquea, nocturna y solar, par e impar, fraccionaria y sintética, de su rol permanente, en los destinos de Dios. Y fue entonces que nada pudo hacer, pensar, querer ni sentir por sí mismo ni en sí mismo; su personalidad, como yo de egoísmo, no pudo sustraerse al corte cordial de sus flancos. En su ser se había posado una nota orquestal del infinito, a causa del paso de Jesús y su divino oriflama por la antena mayor de su corazón. Luego volvió en sí, y al sentirse apartar de delante del Señor, condenado a errar al acaso, como número disperso, zafado de la armonía universal, por una gris e incierta inmensidad, sin alba ni poniente, un dolor indescriptible y nunca experimentado en su vida, le colmó el alma hasta la boca, ahogándole, como si mascase amargos vellones de tinieblas, sin poderlas ni siquiera pasar. Su tormento interior, la funesta desventura de su espíritu no era a causa del perdido paraíso, sino a causa de la expresión de tristeza infinita y humanamente mortal que vio o sintió dibujarse en la divina faz del Nazareno, al llegar ante sus plantas. ¡Oh qué mortal tristeza la suya, que de ser comparada a su goce en presencia de los niños, habría tirado de golpe la balanza, hacia el lado sin lado y sin platillo! ¡Oh qué humana tristeza la suya, cual la que vigiló, a la luz de una víspera fatal, en un yermo olivar de Galilea, su oración muda y desolada, cuando goteó en el puro suelo su secreción de sangre augusta, al compás de estas cárdenas palabras!: «¡Padre, aparta de mí este cáliz!» ¡Oh qué infinita tristeza la suya, y cómo no la pudo contener ni el vaso de dos bocas del Enigma! Por ella sufría Benites un dolor desmedido y sin orillas.

—¡Señor! —murmuró suplicante y bañado en llanto—, al menos que no sea tanta tu tristeza. Al menos, que un poco de ella pase a mi corazón. ¡Al menos, que las piedrecillas vengan a ayudarme a reflejar tu tristeza!

El silencio volvió a imperar en la gran extensión incierta.

—¡Señor! ¡Apaga la lámpara de tu tristeza, que me falta corazón para reflejarla! ¿Qué he hecho de mi sangre? ¿Dónde esta mi sangre? ¡Ay señor! ¡Tú me la diste, y he aquí que yo, sin saber cómo, la dejé empozada en los rincones de la vida, avaro de ella y pobre de ella!

Benites lloró hasta la muerte.

—¡Señor! Pero tú sabes de esa sangre, ni blanca ni negra, roja como los crepúsculos y las incertidumbres, y líquida y sin forma, obligada a tomar la forma del lugar que la cobija. Y tú sabes de los lugares de la tierra, con sus recodos agudos hasta casi confundir la entrada y la salida en un solo pasaje sin sentido, y con sus curvas tan cerradas y pequeñas que se las tomaría por simples puntos ciegos. ¡Ay señor! ¡Tú me diste la sangre, y yo fui para ella la curva ciega e inhóspita y el recodo sin entrada ni salida!

Se oía callar al silencio por el lado de la nada.

—¡Señor! Yo fui el recodo sin entrada ni salida y la curva ciega e inhóspita en la vida. ¡Cuando pude ser la tersura, el amor y la luz! ¡Cuando pude detenerme en la inocencia, a despecho del tiempo y del espacio! ¡Cuando puede cercenar las cosas por la mitad, tomarme solo las caras y volver a sacar de los sellos otras caras y otras más hasta la muerte! ¡Cuando pude borrar de una sola locura los puentes y los istmos, los canales y los estrechos, a ver si así mi alma se quedaba quieta y contenta, tranquila y satisfecha de su isla, de su lago, de su ritmo! ¡Cuando pude matar el matiz, y, convertido en zapador de lo probable, apostarme ante todos los tabiques, a blandir a dos manos el número 1, aunque cayese el golpe sobre la propia sombra de tal arma!

Benites lloraba un llanto lejano.

—¡Señor! Yo fui el pecador y tu pobre oveja descarriada. ¡Cuando estuvo en mis manos ser el Adán sin tiempo, sin mediodía, sin tarde, sin noche, sin segundo día! ¡Cuando estuvo en mis manos embridar y sujetar los rumores edénicos para toda eternidad y salvar lo Cambiante en lo Absoluto! ¡Cuando estuvo en mis manos realizar mis fronteras garra a garra, pico a pico: guija a guija, manzana a manzana! ¡Cuando estuvo en mis manos desgajar los senderos a lo largo y al través, por filamentos, a ver si así salía yo al encuentro de la Verdad!

Una pausa descalza siguió a estas palabras.

—¡Señor! ¡Yo fui el delincuente y tu ingrato gusano sin perdón! ¡Cuando pude no haber nacido siquiera! ¡Cuando pude, al menos, eternizarme en los capullos y en las vísperas y en las madrugadas! ¡Felices los capullos, porque ellos son las joyas natas de los paraísos, aunque haya en sus selladas entrañas una flor de pecado en marcha! ¡Felices las vísperas, porque ellas no han llegado todavía y no han de llegar jamás a la hora de los días definibles! ¡Felices las madrugadas, porque nadie puede tocarlas ni decir nada de ellas, aunque encoven soles maléficos! ¡Yo pude ser solamente el óvulo, la nebulosa, el ritmo latente e inmanente, Dios!

Estalló Benites en un grito de desolación y desesperanza sin límites, que luego de apagado, dejó al silencio mundo para siempre.

—¡Señor! ¡Pero mi vida ha sido triste y tormentosa! ¡Tú lo sabes! ¡Si tropezaba y golpeaba a un guijarro, este se ponía a llorar, diciendo que él tenía la culpa! ¡Si llamaba a una puerta para ayudar a padecer, se me hacía pasar a un festín! ¿Qué he podido, pues, hacer, Señor?

Jesús respondió con estas únicas palabras:

—¡Ajustarte al sentido de la tierra!