Teresa
XXV
SE despertó con el ruido de unas leves pisadas cerca de donde dormía. Isabel seguía acurrucada a su lado y los bultos de Concha y Teté se distinguían en la otra cama gracias a la primera luz del día que entraba por la ventana. Alarmada, se levantó de un salto. Le dolía la cabeza, después de haber llorado durante horas y horas a lo largo de la noche tras la llegada a la casa de aquel niño de ojos verdes, sin apenas haber tenido tiempo de desembalar los baúles con los que se había trasladado, al fin, a reponerse de la guerra en la quietud de su finca.
Luisito no estaba en su dormitorio.
Bajó en camisón y le buscó por el zaguán y el salón. Tampoco. La puerta principal continuaba atrancada. Fue hasta la cocina. Allí se encontraba el pequeño, sentado en la misma silla donde la noche anterior le dio de cenar. Tan desnudo como le había dejado dormido. Con el perro negro de la mancha blanca en la frente, que Felipe había regalado a las niñas, a su lado.
Le sonrió.
—Así que tienes más hambre que sueño —comentó en voz alta mientras abría la puerta de la despensa en busca del cántaro de la leche.
—Se llama Pancho —dijo Luisito señalando al perro.
—Pues tu amigo Pancho se acaba de hacer pis al lado de la chimenea. Y también querrá comer, supongo...
—Queremos comer los dos —puntualizó Luisito, como si no fueran evidentes las intenciones de ambos.
Bebieron leche y comieron pan, en el caso del niño untado de mermelada. Teresa se estaba preparando un café cuando Concha irrumpió en la cocina. Fue a sentarse a la mesa y entonces notó la presencia del pequeño.
—¿Qué hace a estas horas aquí un niño desnudo?
Muy propio de ella, pensó Teresa. No pregunta quién es, sino por qué no lleva ropa; no le saluda, pero se preocupa por su madrugón.
—Anoche vino con su madre, una mujer que vivía aquí en la finca antes de la guerra. Ella dijo que no podía darle de comer, y que por eso nos lo dejaba. Así que lo recogí.
—Y ¿la madre?
—Se fue.
—¿Qué tipo de madre deja tirado a su hijo de esa manera?
—Una madre que está enferma y que no quiere que su hijo se muera de hambre. Concha —se estaba hartando de dar explicaciones—, me lo voy a quedar y le voy a criar, así que vete haciendo a la idea.
—Tú estás mal de la cabeza. Pero, claro, como tú eres la dueña de esto y la que mandas...
Se le había terminado la paciencia. Ése era el día en el que Concha se iba a espabilar.
Se la llevó al patio.
—Entra ahí y examina bien a ese niño. Le miras los ojos, y la nariz, y el remolino en la coronilla y el lunar del párpado izquierdo, y si llegas a la conclusión de que es el hijo de tu hermano, te vas arriba, por favor, y le buscas algo de ropa de las niñas que se pueda poner porque la suya la lavé anoche y todavía no está seca —dijo así, como de pasada, mientras palpaba la camisa y el pantalón tendidos en el patio.
Concha se fue corriendo hacia la cocina. Cuando Teresa subió al piso de arriba, se la encontró rebuscando en los baúles.
Las niñas tampoco estuvieron de acuerdo con la adopción del recién llegado. Pero al menos no se quejaron delante de él, como su tía. Esperaron a que se fuera al patio a jugar con el perro. Teresa se esmeró hablándoles de los horrores de la guerra que ellas habían vivido y de cómo la obligación de todo el mundo era la de ayudar a quienes se encontraban en la miseria. Ese niño tenía una madre enferma, que probablemente moriría, y ellas debían ser unas buenas cristianas que iban a cuidarle y darle de comer.
Le aceptaron, con condiciones.
—Bueno, por mí que se quede. Pero que se quite mis bragas —dijo Isabel.
—Y dile que nos devuelva el perrito —advirtió Teté.
No tuvo que esperar mucho para cumplir con la primera condición. María apareció con Manolo, Manolín y sus niñas. «Pa’ quedarse —dijo—, que están ustés aquí mu malamente tan solas.» Se instalaron provisionalmente en dos cuartos del piso de abajo, pero acondicionarían la casita del encargado, para vivir con mayor desahogo. Traía varias maletas y ropa de su hijo, que servirían para el crío que acababa de llegar. Sólo preguntó su nombre y se lo llevó a la cocina. A partir de aquel momento, Luisito y Manolín no se despegaron, ni a sol ni a sombra. Con apenas dos años de diferencia y la misma capacidad de vivir felices trotando por el campo con su pelota y sus tirachinas, se criaron juntos en compañía de Pancho. Y ni María ni Manolo dieron a entender jamás que conocían algún detalle de la procedencia del pequeño o su linaje. Mientras tanto, todos los esfuerzos de Teté para actuar como la dueña del perro resultaron inútiles; probó a regalarle huesos o pelotas de goma, incluso a rascarle la barriga, pero nunca consiguió que el animal la siguiera ni por dentro ni por fuera de la casa. En cambio, Luisito daba un silbido desde cualquier lugar de la finca y para allá que se iba Pancho, corriendo a todo correr.
Concha estaba horrorizada.
—Es que imagínate qué espanto, si la gente se entera de lo del niño. ¿Qué van a pensar de nosotras, qué tipo de personas se van a creer que somos? —Estuvo refunfuñando frases de ese estilo todo el día, cada vez que se topaba con Teresa.
Cuando las niñas se hubieron acostado, la llamó para que se sentara con ella bajo la pérgola.
—Concha, te lo voy a decir muy claro. Tu hermano era un sinvergüenza. Como tu marido, por cierto; según parece, se iban los dos de correrías por ahí. Cuando me harté de aquello y me negué a mantener relaciones con él, tuvo, por lo que se ve, un asunto con la madre de ese niño, que era una chiquita, la hija del herrero, a la que yo había enseñado a leer. No sé si habrá dejado algún otro hijo por ahí, como tú no tienes la certeza de que Andrés no ha tenido alguno por su cuenta.
La miró por el rabillo del ojo. Notó que apenas si respiraba.
—En los pueblos se sabe todo, así que seguramente tú y yo hemos sido las últimas en enterarnos de la existencia de Luisito —prosiguió—. Otra cosa es que, como la gente de por aquí nos tiene respeto, no nos dan a entender lo que conocen. Los hombres, porque casi todos piensan que eso es algo que le puede pasar a cualquiera. Las mujeres, por el mismo motivo. Así que deja de refunfuñar por algo que no tiene remedio.
Concha se fue, santiguándose, a paso ligero. A partir de aquel momento trató a Teresa con una distancia impropia entre dos cuñadas que compartían la misma casa.
A Teresa le daba pena. Apenas reconocía en ella a aquella joven guapa, esbelta y atlética de la que se enamoró perdidamente el mayor de sus primos cuando la divisó andando por la calle principal de Villanueva. Desde que se casó no había hecho otra cosa que agradar a un Andrés que daba por hecho que ése era su papel, el de una mujer tradicional que le seguía como una sombra. Y el resto de los hombres, su hermano y los otros primos, la trataban igual. Si faltaba alguien para un juego de pelota, llamaban a Concha y allí estaba ella; si se trataba de aprender a bailar el fox-trot, Concha se ponía a hacerlo la primera. Nunca supo en qué momento empezó a cambiar, ¿quizás cuando descubrió que su marido le era infiel? Pero el caso es que la guerra la transformó por completo. Se quedó sin su esposo, sin su casa y sin su único hermano en cuestión de unos días. Ya no se repuso. Pasó aquellos terribles tres años lamentándose en voz baja y cuando se terminó la contienda, sus murmullos se convirtieron en voces; se quejaba de cualquier cosa en voz alta a cualquier hora. Además, se estaba convirtiendo en una beata insoportable, que veía pecado en cualquier acción bienintencionada y trataba de imponer unas normas morales que chocaban con el sentido común. Y, para colmo, desde que las tiendas tenían otra vez comida para vender y ellas dinero para comprarla, se había dedicado a comer con desenfreno; tenía que ser malo para la salud engordar cuarenta o cincuenta kilos en un año, como había engordado ella.
No quería, por otra parte, que influyera en las niñas para hacer de ellas unas pacatas. Pero no sabía cómo mandarla callar sin recurrir a la crueldad. Bastante dura había sido con Concha esta noche, pensaba mientras empezaba a disfrutar de la primera brisa que llegaba de la chopera, al fin, después de una jornada de tanto calor. Quizás, si pudiera alejarla de sus hijas una temporada... A ella misma le gustaría descansar por un tiempo de su cuñada, que, las cosas como son, se estaba convirtiendo en un peso más que en una ayuda, precisamente cuando se disponía a embarcarse en la difícil tarea de volver a hacer productiva una gran finca. Pero claro, se decía, ¿adónde se puede enviar a una mujer que no tiene nada, ni otra familia, ni otra casa donde vivir?
Teresa dio un brinco en su asiento. Se le estaba ocurriendo una idea genial. Pero fue interrumpida por Manolo.
—Ande pa’ dentro, que éstas no son horas y voy a cerrar la puerta. ¿Es que usté no duerme, o qué?
—Manolo, ¿qué ha sido de la casa de Villanueva de don Nicanor?
—Ahí está, cerrá a cal y canto. La ocuparon cuando la guerra. Ahora está vacía.
—Si vas mañana al pueblo, ¿te importaría preguntar qué hay que hacer para que la podamos usar otra vez?
—Como mande, pero vamos pa’ dentro. ¡Vaya horas! —se despidió Manolo.
Visitaron la casa. Para Teresa fue un momento triste el de abrir la verja a la que tantas veces había atado a Lucero y llegar al dintel de la puerta bajo el que don Nicanor le había besado la mano con tanto teatro y la había llamado hermosa de mil maneras. Para Concha, en cambio, se veía que era lo mejor que le había pasado en mucho tiempo. Estaba excitada de pensar que al fin iba a tener un hogar propio y aunque reconocía que le asustaba vivir sola en aquella mansión, le hacía ilusión ocuparse en hacerle arreglos, poner cortinas, restaurar muebles. Allí era donde se había criado y allí volvería en cuanto pudiera.
—¡Qué pena que no tenga dinero para adecentar este caserón! —se quejó.
Que la iba a dejar sin hogar... ¡eso, lo último!, se dijo Teresa. Le contó que ya estaba Paco haciendo gestiones para que le pasaran a ella la pensión de don Nicanor y a cuenta de la misma le podía prestar un dinerito para los arreglos, aparte de que Manolo la pintaría con el sobrante de la pintura que estaba encargada para la casa de la finca.
Dinero, tenía.
Como «Dios aprieta, pero no ahoga», una de sus máximas favoritas, la misma mañana en que decidió adoptar a Luisito y María se mudó a la finca, Manolo se presentó con tres fajos de billetes envueltos en sobres marrones que llevaban terrones de tierra pegados por todas partes.
—Lo que don Jacinto guardó antes de la guerra. Fueron tres paquetes que estaban enterraos uno en la cuadra, otro en el corral, otro donde el depósito del agua.
Se había acordado del dinero muchas veces en sus años de penurias. Efectivamente, Jacinto le dejó dicho que Manolo sabía dónde estaba guardado.
—Yo también me acordé, no se crea, viendo lo mal que lo pasaban ustedes en aquel piso. Una vez me llegué por la noche hasta cerca del depósito con un pico en la mano pa’ ver si desenterraba lo de allí, pero ¿sabe lo que me pasó? Que me vino a saludar aquella perra blanca que yo había tenío aquí y la perra empeñá en venirse conmigo, y yo que no, y casi nos descubre el guarda que los de la UGT, que se quedaron con la finca, habían puesto pa’ vigilar. Y también está esto. Ya verá. —Manolo sacó un pequeño cajón y lo abrió. Rebuscó entre la paja y extrajo del fondo un objeto que colocó sobre la mesa del comedor.
Era un cáliz. De plata por fuera, oro por dentro e incrustaciones de piedras en la base.
—Me lo dio don Jacinto para esconder. Lo metí debajo del pesebre. Nunca lo vieron.
—¿Dijo de quién era?
—No sé, don Jacinto sólo me pidió que lo guardara en algún sitio donde no lo fueran a encontrar, no dijo más na’.
Lo guardó en el aparador. Puestos a encontrar tesoros, Teresa decidió continuar con la labor.
—Anda, coge pico y pala y ven conmigo a las cocheras —le mandó.
El lugar estaba vacío. Se habían llevado todos los carros. Teresa se colocó en el sitio que había ocupado el carretín y trató de calcular dónde habría caído su rueda delantera derecha.
—Cava aquí —le señaló.
Sacaron las joyas. A ella le consoló más encontrar sus alhajas que el dinero; tenían mayor valor sentimental. En especial las arras, aquellas veintiuna monedas de oro usadas en su boda con Jacinto y el broche art decó de perlas que le regalara don Nicanor. Con ellas en la mano, no pudo reprimir un escalofrío recordando el interés del Pincho por apropiárselas. Si no llega a ser por el palo de golf de Magda, le hubiera confesado dónde se encontraban antes de que la atacara en la celda. ¿Estaría vivo aquel desalmado?, se preguntaba de vez en cuando. Ya no le veía en sus pesadillas, pero su recuerdo aún le hacía encogerse de miedo.
Cometió el error de enseñarle a Concha el cáliz. Su cuñada debió de comentárselo al cura de Villanueva, don Agustín, que empezó a frecuentar la casa al final de cada día. Iba en moto y para que la sotana no se le enganchara entre las ruedas, llevaba sujeta su falda con pinzas de tender la ropa, lo que hacía reír a Manolín y Luisito, para escarnio de Concha, que les amenazaba con el fuego eterno del infierno.
—Me dice Concha algo de un cáliz... —comentaba de vez en cuando el cura como quien no quiere la cosa.
—Usted no estaba por aquí antes de la guerra y la sobrina de don Luis, su antecesor, no me ha dicho que haya echado en falta ninguna de sus pertenencias —respondió la primera vez Teresa. Sabía que cada cura tenía cáliz propio, había visto a don Agustín decir misa con el suyo y no tenía la menor intención de regalarle el que Manolo había encontrado.
Insistió una y otra vez. Cuando la dueña de la casa sorprendió a su cuñada buscándolo por todas las puertas del aparador, se lo volvió a dar a Manolo para que lo escondiera nuevamente en el pesebre. La siguiente vez que don Agustín le habló del cáliz, fue tajante.
—Usted no se preocupe, que se lo devolveré a su dueño en cuanto lo encuentre.
Elías también se había comprado una moto. Así podía visitarlas los domingos, les dijo al llegar. Esa misma mañana ayudó a Manolo a limpiar el estanque. A partir del próximo domingo, anunció, enseñaría a nadar a las niñas.
—Nosotros ya sabemos, nos vamos a la presa del río y nos tiramos de cabeza. Pero si usté quiere darnos clase... —reconoció Manolín cuando Elías propuso que Luisito y él se sumaran al curso de natación que estaba ideando para las niñas.
En ésas —¡lo que faltaba!, se dijo Teresa— apareció Felipe con su hijo. Flip era todo un dandy de doce años, que ya apuntaba las elegantes maneras de su padre. Iba peinado con gomina, vestía un chaleco de hilo sobre la camisa y llevaba calcetines blancos hasta las rodillas. Saludó a las niñas haciéndoles reverencias, lo que las dejó bastante descolocadas. El tándem Manolín-Luisito se puso a idear alguna manera para mofarse de él.
—Como no vienes a vernos, me he acercado yo. Flip estaba deseando ver a sus antiguas amiguitas, que espero que sean menos ariscas con él que tú conmigo —dijo Felipe a modo de saludo.
Ella se disculpó; había estado muy ocupada organizando la casa. Precisamente había pensado visitar a Gloria al día siguiente. Presentó a Elías como un médico compañero de Jacinto en el hospital que tantísimo las había ayudado durante la guerra y los dos hombres comenzaron enseguida una conversación que empezó por la necesidad de mejorar las carreteras, siguió por los últimos avances de la medicina y se prolongó hasta bien pasada la merienda de emparedados y limonada que María preparó para todos.
A Teresa le extrañó que Felipe se quedara después de que Elías se hubiera marchado en su moto. ¿Quería decirle algo?
Los niños seguían corriendo a lo lejos, Luisito y Manolín persiguiendo a Flip, que ya había perdido el chaleco de hilo, y Teté e Isabel distrayendo a los pequeños para que no dieran alcance a su amigo del alma.
—Oye, ¿tú sabes lo que es la querencia de los toros mansos? —preguntó Felipe apoyando el codo en la mesita donde reposaban los restos de la merienda y mirándola fijamente con ojos burlones.
—¿Que se van siempre hacia las tablas? —respondió Teresa, dándoselas de entendida.
—Eso es. Tú no eres toro, ni bravo ni manso, gracias a Dios, pero ¿no crees que tienes una marcada querencia hacia los médicos de la Cruz Roja?
Teresa soltó una carcajada. Y luego le llamó «bárbaro» y le tiró a la cara todos los emparedados a medio morder que encontró a mano.
—Pues a mí me ha gustao ese hombre —le comentó María cuando fue a ayudarla a recoger la cocina.
—¿Qué hombre? —trató de evadirse Teresa.
—Cuál va a ser, el nuevo. El otro, yo no sé cómo entoavía tie’ ganas de revolotear a su alrededor, con los chascos que se ha llevao.
—Elías es sólo un amigo, María; se ha portado tan bien conmigo y con las niñas todos estos años...
—Usté le llama como quiera, pero yo le digo que me parece un hombre cabal. No tan guapo como don Jacinto, que en gloria esté, pero se le nota que mira por sus hijas, que es como mirar por usté misma.
Estaba recogiendo los manteles de las mesas colocadas en el porche cuando Concha se acercó.
—Esto es indecente —proclamó con voz muy grave.
—¿Qué he hecho ahora de malo? —se encaró Teresa con ella.
—Aquí viene uno y viene el otro y tú como si nada.
—¿Peco yo con ellos? Porque vamos...
—Yo no digo que tú peques, válgame Dios. Pero se puede pecar con el pensamiento y ellos...
—¡Ah, no! Yo no me voy a confesar por los pecados de los demás —zanjó el asunto Teresa—. ¡Cada uno, que cargue con lo suyo! ¡Bastante que me ocupo de darles de merendar y animar la fiesta para ver si todos nos olvidamos de una vez de la maldita guerra!
—Como sigan viniendo, descubrirán lo de Luisito —dijo Concha.
¡Eso era!
Sin ganas de discutir más y aún con la tarea pendiente de bañar a las niñas, Teresa se abstuvo de comentar a su cuñada que tenía la sospecha de que tanto Elías como Felipe ya lo habían descubierto. Y al menos uno de ellos, si no los dos, conocían el secreto de Jacinto desde tantos años atrás como los de la edad del pequeño.
XXVI
¿Quién es este niño? —había preguntado Felipe.
—¿Qué edad tiene? —quiso saber Elías.
Luisito se había caído al estanque, que Manolo había dejado reluciente, pero que aún no se había empezado a llenar de agua, cuando corría a rematar un centro de balón que le acababa de chutar Manolín. Los dos hombres bajaron corriendo sus escaleras para rescatar al niño. Felipe, que llegó primero a donde éste se encontraba, le tomó en brazos y le observó de cerca. Elías le volvió a colocar en el suelo de la alberca y le examinó cuidadosamente; le palpó la cabeza y el cuerpo y le abrió los párpados para estudiar sus pupilas. Afortunadamente para todos, y sobre todo para él, el crío no había sufrido ningún daño; se levantó de un salto y sin apenas mirar a quienes habían acudido en su auxilio, subió por su propio pie los peldaños, buscó su pelota entre las madreselvas de la pérgola y se marchó sin dejar de darle patadas.
Fue cuestión de minutos. Ni las niñas, que jugaban con Flip en la pista de tenis, ni Concha, que había entrado en la cocina, observaron el percance. Teresa sí. Una vez que desapareció su preocupación por el estado del crío, recordó haber escuchado las preguntas de Felipe y Elías con cierta alarma; le había parecido raro que en cuanto observaron de cerca aquella carita de nariz chata llena de pecas y aquellos ojos verdes tan redondos, uno hubiera querido conocer su identidad y el otro su edad.
Al rato, sin embargo, quitó importancia a los comentarios. Quizás, se dijo, todo era una infundada suspicacia por su parte, que cada vez que miraba a Luisito, veía la cara del jovencito Jacinto tal y como ella le conoció. Probablemente ni Elías ni Felipe habían relacionado al pequeño con quien fuera su amigo. Y como ninguno de ellos mencionó nada al respecto a lo largo de aquella tarde de domingo, Teresa relegó sus sospechas al fondo de sus pensamientos, hasta que se quedó sola por la noche. Entonces empezó a dar vueltas sobre la almohada preguntándose si Felipe no había sido demasiado rápido preguntándose quién era aquel chaval, o si Elías sabía algo sobre su paternidad, porque ¿a cuento de qué venía que quisiera saber su edad para determinar si había padecido alguna lesión a causa de su caída?
Lo que le estaba ocurriendo, reconoció, es que no sabía cómo afrontar el hecho de tener que hacerse cargo de aquel niño. Había decidido que se quedaría con él de manera ciega; era hijo de Jacinto y, además, no le quedaba otra opción. Pero, sin caer en los remilgos de su cuñada, no deseaba que sus hijas conocieran que aquel rapaz recién llegado era su medio hermano; no sabría cómo explicárselo. María, siempre tan práctica, tan apegada a la realidad, se había llevado a Luisito a la cocina y parecía dispuesta a criarlo como un hijo más. «¡Qué ejemplo de mujer y qué ejemplo de familia!», se dijo a sí misma. Ni su marido ni el resto de sus criaturas habían cuestionado por un segundo la presencia de aquel niño. En cambio, Concha no quería saber nada de él, ni aun reconociendo que se trataba de su sobrino, y Teté e Isabel habían puesto pegas a que se quedara a vivir en su hogar, a pesar de que ni siquiera se iba a sentar con ellas a la mesa.
No pensó más en ello a la mañana siguiente, porque cuando bajó a desayunar, se encontró con una escena de abrazos, llantos y emociones desbordadas en medio del patio de la cocina, con María, Manolo y un hombre al que no reconoció, y que de puro delgado parecía un esqueleto humano, como protagonistas.
Le tuvieron que recordar que se trataba de Fermín, el hermano de Manolo, el que les salvó del Pincho y sus camaradas transportándoles en un vehículo decorado con la insignia de UGT desde El Pozo hasta Madrid. Teresa se sumó a los abrazos. «La de vueltas que da la vida», pensó cuando aquel hombre le dijo «gracias, gracias, gracias» cuatro años después de que hubiera sido ella quien le hubiera agradecido a él la salvación de los suyos.
Sí, esta vez Teresa había sido la salvadora. Logró que el marido de Mercedes hiciera gestiones para localizar a Fermín en un campo de concentración francés, donde estaba refugiado tras haber huido a ese país desde Cataluña, y más tarde consiguiera su deportación a España para ser recluido en una cárcel de San Sebastián de la que acababa de salir gracias a más gestiones, esta vez de Paco. Había sido complicado porque a lo largo de la guerra había ascendido de soldado raso a capitán en el ejército republicano y, tratándose de un oficial, no se le podía dejar en libertad con facilidad. Pero, a base de dar la lata por aquí y por allá, lo había conseguido. Y allí estaba él, en el patio, abrazado una y otra vez por Manolo, que le había creído muerto después de no tener noticias suyas desde que acabara la batalla del Ebro.
Fermín desayunó como si no hubiera comido en varios meses, lo cual seguramente era cierto, hasta que María le quitó la mantequilla y el pan de encima de la mesa de la cocina argumentando que ya almorzaría más tarde. Ya repuesto en parte, les contó un resumen de su último año y medio de horror; la huida a pie desde Barcelona, su paso por la costa francesa hasta ser admitido en aquel campo de Saint-Cyprien en el que había pasado semanas a la intemperie sin más comida que un mendrugo de pan ni más agua que la salobre, viendo morir a cientos de hombres a su alrededor. Los tres últimos meses en la cárcel de San Sebastián también eran para no recordar, sin dinero para comprar en la cantina algo más de alimento que aquella sopa con algún garbanzo que otro. Le habían dejado tirado el día anterior en un andén de la Estación del Norte. Sin dinero ni para llamar por teléfono, se había arrastrado prácticamente de una punta a otra de la provincia hasta llegar a la finca al amanecer.
—¿Qué va a ser ahora de mí? Me habrán quitado el taller, la casa...? —se lamentó.
—De momento te quedas aquí a reponerte, supongo que no te has olvidado de lo rico que cocina tu cuñada. Luego, ya veremos qué ha sido de tus cosas y cómo lo podemos arreglar. Anda, date un buen baño y descansa un rato. Está vacía la alcoba de aquí al lado, échate a dormir en la cama —le indicó Teresa.
Los niños, que habían ido llegando a la cocina en busca de su desayuno, se habían quedado ensimismados escuchando el relato del viejo soldado. Ni Manolín ni Luisito habían reclamado su vaso de leche. Isabel apenas si mordisqueaba un trozo de bizcocho. Teté hizo señas a su madre de que quería hablar con ella.
—Mami, si han ganado los hombres buenos y ya no quedan hombres malos, ¿por qué persiguen a ese hombre? —le susurró al oído.
Teresa le indicó que se lo explicaría más tarde. «A ver cómo lo hago», pensó. Estaban sucediendo demasiadas cosas en exceso complicadas para ser comprendidas por una niña de once años, aunque fuera tan lista como su hija mayor. Porque Teté era muy lista, de eso no cabía ninguna duda.
Estaba aquella tarde rizándose la melena con las tenacillas, ya vestida con su traje camisero de hilo crudo, cuando la niña se acercó a su tocador.
—Si vas a ir a La Estacada, llévanos a ver a Flip —sugirió.
—Muy bien; di a Isabel que se prepare, Manolo ha ido a por el carro.
—No, mami, así no; nosotras también queremos ir guapas —protestó Teté.
Se pusieron los vestidos blancos de piqué y Teresa les tuvo que rizar también sus melenas y sujetárselas con lazos. Ya listas, se dirigieron a subirse a aquel carromato de labor, muy limpio, pero más propio para cargar heno que para transportar a tres damas encopetadas. Las niñas fruncieron el ceño.
—No tenemos otro medio de transporte para llegar hasta La Estacada. La que no quiera ir aquí, que se baje —advirtió la madre.
Sus hijas se acomodaron en el carro sin pronunciar palabra.
Felipe y Flip fueron tan amables que cuando salieron a recibirlas no hicieron ningún comentario sobre su rústico medio de transporte. Los niños se fueron a jugar y Teresa se encaminó a visitar a Gloria en compañía de su marido.
«Otra víctima de la guerra. Ésta, enterrada en vida», se dijo al comprobar el estado de aquella mujer a la que había conocido, no tantos años atrás, como una joven simpática, llena de vida y alegría. Vivía encerrada en su dormitorio, sin salir de él desde que llegó a aquella casa y visitó las ruinas de la ermita donde había muerto carbonizado su hijo pequeño. Seguramente, pensó Teresa, se culpaba por haberle dejado al cuidado de una nurse cuando ya se veía venir el alzamiento de los nacionales. Recordaba la única vez que vio a aquel pequeño, el día de su bautizo, y la envidia que le dio que Gloria tuviera en aquella linda cunita a un varoncito como el que ella perdió.
Apenas si pudo vislumbrar el estado físico de Gloria; las persianas de la alcoba se encontraban casi cerradas, sin dejar pasar por ellas más que unos rayos de la luz de aquella tarde de verano. Su estado mental parecía encontrarse en ruinas; le costaba trabajo hablar, como si estuviera cansada. O sedada. En cualquier caso, sin fuerzas. Teresa, que había acudido a verla pensando darle ánimos, proponerle comenzar juntas alguna labor de las que a ella le gustaban, se dio cuenta de que no merecía la pena otra cosa que limitarse a pasar allí un rato, junto a la cama de aquella mujer, tomarla de la mano y transmitirle así un poco de cariño.
Se abstuvo de comentar con su marido cómo la había encontrado. Para qué. Tampoco él hizo mención del asunto. Se limitó a seguirle en silencio por el amplio jardín hasta que dieron con los tres niños, que se mecían en unos columpios de cuerdas colgadas de estructuras de hierro como los que salían en las películas americanas. Ellos tomaron asiento a la vista de los chicos, en el cenador de la rosaleda. En cuestión de segundos, ya había aparecido por allí una criada uniformada que les preguntó qué querían tomar; Teresa pidió un té, Felipe, un whisky con soda.
—He traído la lista de cosas que necesito comprar. ¿Te parece si te la dejo para que le eches un vistazo y cuando tengas tiempo me recomiendes dónde puedo adquirir todo esto? —Sacó una cuartilla del bolso, escrita por los dos lados y se la leyó. Quería un caballo y un carretín y dos mulos y utensilios para arar y una serie de aperos variados y simientes para la siembra y muchas cosas imprescindibles para volver a hacer de aquellas tierras una finca de labor en condiciones.
Felipe pasó revista al papel y fue discutiendo con ella punto por punto lo que le parecía más importante o menos crucial. Además, le indicó que existían subvenciones que el Ministerio de Agricultura estaba concediendo para la recuperación de fincas como la suya. Afortunadamente, pensó Teresa, no intentó disuadirla de que abandonara la tarea que se proponía llevar a cabo antes de empezar. Todo lo contrario, le prometió que estudiaría su lista con detenimiento y le haría saber todas las gestiones que tenía que iniciar.
¡Tenían tantas cosas de las que hablar! A él le preocupaba la marcha de la Guerra Mundial y, sobre todo, la posibilidad de que Franco se alineara con los alemanes y permitiera que éstos pasaran por España para llegar hasta Gibraltar a controlar el Estrecho. Por aquellos días se estaba librando una gran batalla aérea sobre el sur de Gran Bretaña y, con los ingleses resistiendo bien, creía que el conflicto iba a ser largo. A Teresa le daba igual que Franco apoyara a unos o a otros ¡con tal de que no se metiera en otra guerra! La posibilidad de ver a soldados alemanes pasando por su finca le producía escalofríos de terror. Decidió pedirle a Manolo que a partir del día siguiente volviera a traerle el Abc cada mañana.
Hacía rato que a ella se le había acabado el contenido de su taza y a él el de su vaso y, además, estaba empezando a oscurecer. Teresa fue a ponerse en pie. Pero Felipe quería comentarle algo más.
—Lo que quieres es caro. Perdona que sea tan franco, pero ¿necesitas dinero? Yo podría...
Teresa le interrumpió para contarle lo de la previsión llevada a cabo por Jacinto, aunque estaba al tanto de que el dinero de la República se había devaluado, y de la venta de aquellas tierras heredadas en La Mancha, con lo que pensaba que habría bastante. Y le agradeció mucho su ofrecimiento.
—Ahora me toca a mí pedirte un favor, si puede ser —habló Felipe.
—Dime.
—¿Me puedes ayudar a cuidar a Flip? Ya has visto cómo está Gloria. Yo me veo obligado a viajar continuamente a Madrid. Tengo plaza para meterle interno en los jesuitas en octubre, pero aún estamos en agosto. Me da pena que esté aquí tan solo.
—Mis hijas también irán al colegio cuando comience el curso. Mientras tanto permaneceremos en la finca. ¿Quieres que se venga a vivir con nosotras?
—No tanto. A Gloria le gusta que vaya a verla antes de acostarse cada noche. Te lo mandaré por las mañanas y me lo devuelves al anochecer, ¿está bien?
Fue ya a punto de despedirse Flip de las niñas, con su cortesía habitual, Felipe de Teresa besándole la mano como de costumbre, cuando éste preguntó por Luisito.
—¿De dónde habéis sacado a ese niño tan guapo que tenéis ahora en la finca?
—Vino su madre a dejárnoslo para que le cuidemos porque ella está muy enferma y no puede darle de comer —respondió al vuelo Teté.
—¡Ah...!
Cuando Teresa y las niñas fueron a subir al carro para regresar a su hogar, se encontraron en su lugar un elegante carretín, con Manolo ya colocado en el pescante, preparado para recogerlas.
—Quédate con él hasta que tengas uno propio. Y ¡recuerda! Mañana os mandaré a Flip después de desayunar —se despidió Felipe.
Isabel y Teté hicieron el camino cantando. ¡Iban en un carretín con asientos de cuero y su amigo Flip pasaría con ellas lo que quedaba del verano!
En la explanada de la casa, junto a la sarga, encontraron el carromato en el que habían viajado a La Estacada. Lleno hasta los topes de paquetes de botellas, embutidos, jarros de mermelada, tarros de café y azúcar, dulces de todo tipo... que Manolo tardó un buen rato en transportar a la cocina con ayuda de Concha, a la que se veía dispuesta a abrir aquellas cajas y dar cuenta del contenido de alguna de ellas antes de acostarse esa misma noche.
—Si digo yo que Dios aprieta, pero no ahoga —murmuró Teresa subiendo por las escaleras en dirección a su alcoba.
Ya a punto de dormirse, llegó a la conclusión de que Felipe no había reconocido la verdadera identidad de Luisito. Porque, de haber sido así, ¿a que no habría mencionado su aparición precisamente delante de las niñas?
Tenía que esperar a que su amigo, ¡porque eso era un amigo!, le recomendara qué hacer para adquirir todo lo que necesitaba y, además, en agosto era imposible hacer gestión alguna, con los almacenes y el ministerio cerrados a cal y canto. Debía tener paciencia y aprovechar el tiempo para organizar la casa, empezar a contratar gente para la tarea de la siembra, ayudar a Concha a mudarse... Decidió pasar la mañana pensando y escribiendo en su camilla del mirador; a un lado de la cuartilla, lo relativo a la casa; al otro, lo referente a la finca. Resultó imposible. Teté, Isabel y Flip mantenían una batalla campal contra Manolín y Luisito, quienes, tirachinas en mano, parecían ir ganando pese a su inferioridad numérica y de tamaño; María Teresa y María Isabel trataban de tirarse vestidas al estanque lleno de agua mientras su madre corría tras ellas para impedírselo; Concha se lamentaba en voz alta de que no sabía qué había que preparar para comer.
Se levantó muy enfadada y, al bajar las escaleras, se dio cuenta de que María no podía por sí sola con la casa, la cocina y tanto niño. Lo que la llevó a preguntarse cómo es que no se había acordado hasta entonces de Carmencita. Entonces acabó descubriendo dos cosas: que ésta no quería regresar a la finca y que en Villanueva la gente estaba viviendo en la miseria.
—La Carmencita... no sé, no sé. Sí me vendría bien tener la ayuda de otras manos porque con tanto crío es que no me queda tiempo para fregar y cocinar. Pero la Carmencita... —fue lo que comentó María.
—¿Qué le pasa a Carmencita?
—Que no sé, no sé...
«Tendré que descubrir por mí misma lo que le ocurre a Carmencita», pensó Teresa.
Como era tan terca para averiguar lo que quería saber, como María para no contar lo que no deseaba que se supiera, acabó enterándose de que Carmencita vivía en Villanueva con su familia. Para el pueblo se fue conduciendo el carretín con el pretexto, cierto, de que quería supervisar junto a Concha las obras de acondicionamiento de la casa de don Nicanor.
Dejó a su cuñada discutiendo con los albañiles y fue del estanco a la panadería preguntando por aquella muchacha que la había ayudado no muchos años antes a criar a sus hijas.
Le costó trabajo reconocerla cuando abrió la puerta de su modesta vivienda, una casa estrecha, sin más que una ventana por cada uno de sus tres pisos, situada en la parte alta del pueblo, donde la calle había dejado de estar asfaltada.
Recordaba a Carmencita, aquella niña que se hizo mujer en su casa cuidando de Teté e Isabel, como una joven atractiva y graciosa de melena larga y sueltos andares. Cuando se había acordado de ella, pensaba que lo propio era que se hubiera acabado casando con un buen mozo de ese o de otro pueblo. Era guapa, buena, cariñosa y dulce. En cambio, la mujer que tenía delante estaba greñosa, sucia, desdentada, vestida con una bata de vieja, un delantal lleno de manchas y unas zapatillas de color indefinido.
Ni siquiera la invitó a pasar.
—¿Qué la trae por aquí? —preguntó.
Contó que la buscaba por saludarla, que se preguntaba si querría volver a trabajar en su casa, que necesitaba quien se ocupara de sus hijas, aunque ya estaban crecidas. Y por aquello de interesarla, la espetó.
—Te acordarás de Teté e Isabel, ¿no?
—No.
Dicho lo cual, Carmencita cerró la puerta de golpe y Teresa se quedó plantada en medio de aquella callejuela.
—Venga pa’ acá —escuchó una voz de mujer que la llamaba desde otra puerta.
Entró por ella. Era una anciana vestida de negro, sentada en una silla de enea. Tardó en acostumbrar sus ojos a la oscuridad. Cuando lo hizo, vio a dos niños pequeños tumbados sobre una cama. Preguntó si les ocurría algo. ¿Estaban enfermos?
—Tienen hambre —dijo la mujer.
Se quedó allí parada un rato. Sacó el monedero. Entregó a la mujer dos billetes. Era lo único que podía hacer.
—¿Sabe qué le pasa a esa muchacha, Carmencita? —Aprovechó la ocasión para preguntar.
—Ahí vive, con su padre, sus hermanos y sus dos criaturas. Mala gente el padre y los hermanos. No la tratan bien a la chica —contestó la anciana.
Regresó ante la puerta a la que había llamado la otra vez. Carmencita tardó en abrir. Metió el pie para evitar un nuevo portazo. Le puso en la mano el monedero entero.
—Ven a verme cuando puedas. Te ayudaré —le dijo.
Carmencita cerró la puerta muy despacio, cuando Teresa ya iba caminando calle abajo.
Concha se extrañó de que su cuñada no tuviera dinero para pagar a los albañiles. Se había olvidado el monedero en la finca, se excusó. Hasta pidió de fiar en el estanco para llevarse el periódico.
—¿La ha encontrado? —quiso saber la estanquera.
—Sí, pero no está muy bien.
—Aquí nadie está muy bien. Hay mucha más hambre que trabajo. Los niños sufren; los de la Carmencita, creo que andan tísicos. Aunque no me extraña, viviendo como viven... —se lamentó aquella buena mujer.
Teresa volvió a la finca con el corazón encogido. Recordaba que, en su día, Jacinto había rescatado a aquella niña de compartir colchón con el padre y los hermanos. Y a esa situación había regresado, al parecer, en cuanto se quedó de nuevo sola. Se prometió que la ayudaría como fuera. Aunque con sacar de la miseria a Carmencita y sus hijos tampoco sería suficiente para remediar lo que había visto era un problema en Villanueva y seguramente en El Pozo y en Las Fuentes y en todos los pueblos de aquella zona, ¿o era de España entera?
El sentimiento de congoja ante tanto sufrimiento alternaba en Teresa con la preocupación por el peso que ella misma se estaba echando encima abriendo las puertas de su casa a tantísima gente. Porque, aparte de sus hijas, allí vivían ya Manolo y María con sus tres pequeños y Fermín, más Luisito. Concha se iba a marchar pronto, pero ella estaba corriendo con los gastos del arreglo de la casa de don Nicanor. Tenía que pagar los colegios de las niñas y necesitaría contratar a alguna chica de servicio para que limpiara y cocinara en el piso de la calle de Alcalá. Mientras tanto, tenía que invertir una fortuna en hacer productiva aquella finca, que no daría fruto alguno hasta el verano siguiente. Sí, disponía de algún dinero y, si faltara, siempre estaba Paco y, si era muy necesario, Felipe. Pero sentía vértigo de pensar cuánta gente dependía de ella en aquellos momentos. Era una losa que no tenía ni siquiera con quien compartir.
Echaba cuentas de los gastos pendientes aprovechando aquellos momentos de paz cuando todos desaparecían para dormir la siesta hasta que dejara de apretar el calor, y en ello estaba una tarde cuando María hizo entrada en el mirador.
—Que venía a decirle un par de cosas.
—Siéntate, mujer —le pidió.
—Verá... —ya empezaba dando vueltas—. Que mi prima Águeda podría venirse a ayudarme al trabajo de aquí de la casa. Vive sola en El Pozo desde que se le murió la madre y es muy limpia y muy remirá... Si le parece a usted.
—Me parece lo mismo que a ti, María. Falta nos hace tener más ayuda en esta casa. Tú no puedes con todo y Concha se va a marchar. Dile a tu prima que venga cuando quiera. Ya le hablaré del jornal.
—Y también... no sé yo... que quizá...
—Anda, arráncate ya, mujer.
—Que sabe usted que mi María Teresa y mi María Isabel están sin bautizar. Y que digo yo que como ya tenemos la capilla arreglá y el cura don Agustín viene mucho por aquí, que se podía organizar un bautizo en condiciones. Si le parece...
¿Cómo le iba a parecer mal? Se levantó y la abrazó y se ofreció para ser la madrina y pagar el convite, aunque enseguida se percató de que sobre ella iba a recaer la segunda de las tareas, pero para la primera no hacía falta, que para eso estaban sus hijas. Fermín y Manolín iban a ser los padrinos. Teté e Isabel, las marinas. Aunque delante de ella hubiera parecido dubitativa, María tenía decidido ya la fecha, el menú, la lista de invitados y la disposición de las mesas bajo la pérgola.
Cuando se quedó sola de nuevo, Teresa prosiguió la tarea de hacer cuentas. Abrió un nuevo apartado bajo el título «Gastos de bautizo». Deseó que no fuera a salirle muy caro. No sabía que la cosa no se iba a quedar ahí.
Isabel llegó al poco rato con pasos sigilosos, le dio un beso cariñosísimo y se sentó a su lado con aire descaradamente modoso. Le gustaban sus hijas cuando adoptaban esa actitud, siempre encaminada a conseguir algo. La pequeña, en especial, porque era de natural muy dulce. Además, en lugar de afearse al crecer, como les sucede a muchos bebés, cada día estaba más guapa, con aquellos ojos redondos color miel rematados por largas pestañas rizadas y su naricita tan respingona y pecosa.
—Mami —pidió con una dulce vocecita—, quiero hacer la primera comunión.
—Pero, tesoro, si ya la hiciste, te la dieron los curitas en casa de Magda. Hace ya dos años largos que comulgas todos los domingos en misa, ¿no ves que la primera comunión sólo se puede hacer una vez?
Pensó que se había salvado de organizar —y pagar— otra celebración.
—Mami, en casa de Magda llevaba un vestido heredado de mi hermana y una rebequita hecha por ti y sólo me regalaron un cuento para colorear. Pero —lo decía con los ojos húmedos— yo quiero hacer una primera comunión con un vestido bonito y muchos regalos. Como Teté... y como va a ser el bautizo de María Isabel y María Teresa, podemos aprovechar el día y la fiesta y lo celebramos todo junto —remató Isabel su intervención.
O sea, que la idea completa había sido obra de María, a la que no podía decir que no.
Fijaron la fecha para la ceremonia múltiple el penúltimo domingo de septiembre, como broche final de aquel verano. Teresa se mantuvo alerta para que la lista de invitados no se desmadrara. La familia de María por la parte de los bautizos; por la de la comunión, Flip, Paco y los suyos, Paloma y sus hijos, Elías y nadie más.
—¿Y los niños de Mercedes y nuestros compañeros de colegio de su casa? —sugirió Isabel.
—Ésos son los que saben que ésta no es tu primera comunión —zanjó el asunto Teresa.
Elías apareció el domingo, como siempre, tan pronto Teresa y sus hijas volvieron de Villanueva de oír misa. Había puesto un sidecar a su moto. Y en el sidecar se encontraba sentado Roberto, su hijo, muy crecido. Había cumplido ya cuatro años y Teté e Isabel se lanzaron a saludarle y darle besos, pero se quedaron paralizadas al comprobar que el niño no sabía quiénes eran ellas. Se escabulló entre sus piernas; había divisado a Manolín y Luisito jugando a la pelota y se fue hacia ellos.
—Ha venido a pasar estos quince días que tengo de vacaciones conmigo y les he hablado mucho de vosotras, pero no os recuerda porque sólo tenía unos meses cuando vivisteis con nosotros —les explicó Elías.
Al rato, Roberto ya era otro más de la familia, integrado en aquel ruidoso grupo que entraba y salía del estanque con los flotadores de corcho amarrados a la cintura, niños que se tiraban en bomba y niñas que protestaban porque querían nadar en paz y sin que se les mojara el pelo.
En otras circunstancias, pensaba Teresa mientras seguía atentamente lo que sucedía en la alberca para intervenir en caso de que se produjera un percance, hubiera invitado a Roberto y a Elías a quedarse en la finca esos días de vacaciones, aunque a Concha le hubiera parecido indecente. Pero no, no podía hacerse cargo de más bocas en estos momentos. Pese a los regalos de Felipe procedentes del estraperlo, estaban comiendo garbanzos día tras día, los huevos quedaban reservados para los niños y esa misma semana ya habían tomado dos veces conejo para almorzar, gracias a la habilidad de Fermín para cazar poniéndoles trampas; en la finca no había más arma de fuego que su Colt, y bien guardado se tenía para ella sola aquel secreto.
—Es la primera vez en mucho tiempo que te veo tan tensa —le dijo Elías de sopetón.
«Este hombre es de lo que ya no queda», pensó Teresa, aliviada de poder descargar sobre él sus preocupaciones.
Le habló de la miseria que había encontrado en Villanueva, del remordimiento que le causaba haber dejado a Carmencita en manos de los brutos de su familia, del agobio que a ella misma le producía tener tantas cosas pendientes que solucionar y, sobre todo, de que tanta gente dependiera de ella y de su trabajo.
—En fin —resumió—, que estoy hecha un lío y que muchos días me pregunto si he hecho bien en venirme aquí a sacar esta finca adelante. Quizás tenía que haberme conformado con llevar una vida agradable en Madrid, sin más.
Hay dos tipos de hombre, se tenía dicho Teresa. Los que, como Paco, como Felipe, enseguida te dicen lo que tienes que hacer en cuanto les pides consejo y a continuación se ponen a hacerlo ellos por ti y los otros, los que en ese caso te recomiendan que seas tú misma y soluciones tus problemas por tu cuenta. En esta categoría se había encontrado Jacinto. Y ahora, Elías.
—Tómate unos días de reflexión, quizás estás demasiado cansada y preocupada para ver las cosas claras —le recomendó—. ¿No ibas a comprarte un caballo? Lo digo porque el ejercicio, los paseos, te pueden hacer mucho bien. Y el sueño, no lo olvides; me parece preocupante lo que tantas veces me has contado de que apenas si duermes tres o cuatro horas cada noche.
«Como Jacinto —se dijo Teresa—. Y, encima, tan médico a todas horas, igual que él.»
Aprovechando las circunstancias, le pidió que examinara a Fermín. Le contó cómo había llegado, hecho una pena. Aunque estaba mejorado, le preocupaba la tos que le escuchaba por la noche, cuando todos dormían con las ventanas abiertas por el calor. No le pasaba nada que una buena dieta, descanso y el cariño de los suyos no pudiera curar, dictaminó Elías una vez que le hubo tocado por todo el cuerpo mientras el antiguo soldado permanecía tumbado sobre una sábana colocada encima del sofá del salón.
Teresa fue a recoger la sábana una vez que Fermín se había marchado. Elías la extendió de nuevo sobre el sofá.
—Me gustaría examinar también al niño que se cayó a la piscina el domingo pasado —anunció.
Teresa volvió con Luisito en brazos, quien, muy asustado, se dejó mirar desde la coronilla hasta las uñas de los pies. Su perrito, Pancho, que le seguía a todas partes, se colocó a su lado en posición de alerta. En cuanto el médico anunció que no tenía nada más que unas amígdalas algo inflamadas, quizás de tanto baño en el estanque, el chaval salió corriendo en dirección a la calle. El perro le siguió meneando el rabo.
Los dos adultos se quedaron de pie, inmóviles.
—¿Sabes quién es su padre? —preguntó Elías.
—Sí —contestó Teresa, sin mirarle a la cara—. Ella me lo dijo cuando le trajo aquí.
—No tenía que haberlo hecho.
—Ya sé que Jacinto no lo tenía que haber hecho, no.
—Digo que no tenía que haberlo traído aquí. Si le pasaba algo, debía haber contactado conmigo.
Teresa se sentó en su butaca favorita, junto a la chimenea.
—¿Me estás diciendo que Jacinto también tomó precauciones para que yo no me enterara de que ese niño existía?
Elías permanecía de pie.
—Así fue. Teresa, te lo ruego. Vamos a dejarlo. Lo siento muchísimo. No te quiero hacer sufrir.
Teresa se levantó, se acercó a él y le tomó de la mano.
—Tú no me haces sufrir, no te preocupes. Después de que ese desgraciado pasara por aquí, no creo que haya nadie más capaz de hacerme sufrir en esta vida.
Le dejó allí, junto al sofá. Y salió a ver qué seguían haciendo los niños en el estanque.
XXVII
Y ahora... ¿decías que querías comprar dos pares de mulas y un caballo?
Felipe estaba estacionando el Studebaker a la puerta de la feria de Guadalajara, donde el encargado de La Estacada, un hombre grande y robusto que atendía por Nemesio, les había mandado acudir para que Teresa encontrara una buena yegua que montar y unos mulos para arar. Habían pasado la mañana de aquí para allá, visitando herreros de los pueblos de la zona en busca del material necesario para empezar pronto a arar la finca, que no disponía de más herramientas que el pico y la pala que había aportado el mismo Manolo. Todo lo demás se lo habían llevado quienes la expropiaron durante la guerra.
Pues sí, necesitaba un caballo. Según Nemesio, una yegua sería más fácil de manejar para ella. Aunque llevaba varios años sin montar ni a uno ni a otra, estaba deseando adquirir un animal. Y no tanto por hacer deporte y por volverse a recorrer la finca, desde el cerro de los almendros a Las Peñas, bajando hasta el arroyo y vuelta a subir, sino por disponer de un medio de transporte particular, con el que poder moverse por la zona. Aunque, afortunadamente, Felipe le había prestado un carretín, no quería utilizarlo más que lo estrictamente necesario. Sospechaba que iba a pasar meses y meses hasta que ella pudiera comprarse uno y no quería devolvérselo en mal estado. Por ello sólo lo utilizaba para ir los domingos a misa a Villanueva y poco más.
—Esta yegua negra y joven podría ser perfecta para ti —dijo Felipe, mientras palmeaba el lomo de aquel ejemplar. Se dio cuenta de que hablaba para él solo. Teresa se dirigía hacia el puesto de un gitano rodeado de cuatro o cinco burros y un caballo grande y viejo que movía agitadamente la cola.
Se habían reconocido mutuamente. Era Lucero.
Teresa se abrazó a él, sin importarle ni sus pulgas ni las protestas del gitano, que mostraba un diente de oro en aquella boca que se abría para gritar que dejara a su caballo en paz.
Pagó por él un precio desorbitado; no quería negociar su libertad. No deseó comprar ninguna otra cosa aquel día. Permaneció junto a su caballo, le habló y le palmeó el lomo mientras Felipe conseguía alquilar un remolque en el que se lo llevaron a la finca. Era el único ser vivo que había recuperado después de haberlo perdido en aquellos años de horror y no pensaba separarse de él aunque no le quedaran más que unos pocos meses de vida, con mucha suerte; era muy mayor y se le veía enfermo.
Lo estaba. Hubo que ayudarle a bajar del remolque al llegar a la finca, donde Concha les esperaba con cara de pocos amigos. Mantuvo el adusto semblante mientras Teresa estuvo ausente, acomodando a Lucero en su antigua cuadra y poniéndole de comer y beber. Cuando apareció a almorzar en el comedor, pasadas ya las cuatro de la tarde, le cayó una buena bronca.
—Una mujer decente no puede andar por esos caminos de Dios todo el día acompañada únicamente de un hombre casado. ¡En su automóvil! Te pido que reconsideres lo que has hecho por tu propia reputación, por el buen nombre de tus hijas y por el de toda tu familia.
Estaba fuera de sí.
Teresa la dejó que se desfogara. Las niñas dormían la siesta a esa hora. Y ella quería cargarse de razón para lo que iba a hacer a continuación: construir un muro entre ella y su cuñada que ninguna de las dos traspasaría jamás.
—Concha, siéntate —le ordenó—. Te voy a hacer una serie de preguntas, que espero que me contestes. ¿Tú quieres desayunar, almorzar y cenar todos los días que te quedan de vida? ¿Tú quieres pagar a los albañiles que están arreglando tu nueva casa y a los tapiceros que están dejando como nuevos tus sillones con esa bonita cretona inglesa que te has traído de Madrid? ¿Tú quieres tener la seguridad de que si algún día enfermas, habrá gente a tu alrededor dispuesta a cuidarte? ¿Cuándo tú te mueras, te gustará que tu tumba sea cubierta por una elegante lápida de mármol que recuerde tu paso por este mundo? —le dijo sin levantar el tono de voz, muy firme.
Se fijó en su cuñada, que tenía los ojos clavados en el regazo, sin mirar hacia ella. Esperó alguna respuesta. No la obtuvo.
—Escúchame. Tú quieres todo eso y la única forma que tienes de conseguirlo es que yo me pase las mañanas buscando el herrero que sea más capaz de fabricar unos arados en pocas semanas, para lo cual necesito que alguien me lleve en automóvil de un pueblo a otro. Además, es preciso que alguien me preste su teléfono para encargar en Bilbao los paletones necesarios para los arados, que sólo se fabrican allí. Y luego, tengo que viajar a las ferias de ganado para comprar dos pares de mulas para que tiren de los nuevos arados. A menos que conozcas a un hombre soltero, dueño de un automóvil y dispuesto a hacerme de chófer las dos próximas semanas, haz el favor de callarte. Y recuerda siempre lo que te voy a decir: si yo no trabajara, tú te morirías de hambre.
Cuando la vio salir del comedor y girar a la derecha, supo que iría a hacer sus maletas para mudarse esa misma tarde a su casa de Villanueva. Y eso hizo. Volvió en contadas ocasiones, para participar en celebraciones familiares por aquello de que su ausencia no diera pie a dimes y diretes de los demás. Aunque, por supuesto, nunca devolvió la cantidad fija que su cuñada le ingresaba en su cuenta corriente cada mes ni agradeció las garrafas de aceite, los sacos de harina y los cuartos de cordero lechal que Teresa le envió con asiduidad.
Eso sí, tuvo que aceptar el único precio que Teresa puso a su perenne generosidad: contratar a Carmencita.
—Te cuidará muy bien. Es cariñosa y muy limpia. Deja que se instale con sus dos hijos en la alcoba de servicio que tienes junto a la cocina y yo me ocuparé de pagarle un jornal y de su manutención —le recomendó cuando fue a visitarla para ver si ya había terminado con todas las obras que había encargado para poner a punto la casa de don Nicanor y, de paso, naturalmente, pagar a los obreros.
Concha refunfuñó, pero aceptó la situación porque comprendió que no podía contrariar los deseos de su cuñada. Y además, aquélla era la única posibilidad que tenía de dejar de vivir sola, con el miedo que le daba.
Carmencita salió a recibirla cuando unas semanas más tarde Teresa acudió a abonar lo que, esperaba, fueran las últimas facturas.
—Le quiero dar las gracias y pedirle un favor, si puede ser —dijo.
Iba vestida con uniforme de cuadritos y delantal blanco. ¡Qué propio de Concha, se dijo Teresa, vestir a una mujer de criada en medio de un pueblo! De sus faldas se agarraban dos niños rubicundos, que estaban descalzos. Sonreía.
—Lo que tú me digas, Carmencita.
—No quiero que me vean las niñas así. Quiero que me recuerden como era.
Teresa la abrazó.
—No te preocupes. Si alguna vez vengo con ellas, avisaré primero. Y, ¡ah!, mañana te mandaré ropa y zapatos para los niños.
No sabía cómo iba a hacer frente a tantos gastos y, sin embargo, se añadía ella misma uno nuevo casi a diario, se recriminó Teresa a sí misma. Pero estaba satisfecha de cómo había solucionado el asunto de Carmencita.
Mientras Concha se alejaba de ella, Paco volvía a colocarse a su lado.
—¡Qué propio de ti haber encontrado a Lucero y qué orgulloso estoy de que mi hermanita se dedique a recuperar esta finca y todos los recuerdos de nuestra familia! —la saludó con un abrazo cuando llegó a celebrar la primera comunión de Isabel.
Había engordado otro poco más, pero se le veía contento, convertido en un hombre importante. Incluso había aprendido, al fin, a conducir. Marisa bajó del automóvil familiar, un coche que llevaba adosado un gran depósito de gasógeno, con una gran tarta en cada mano, seguida de sus cuatro hijos, ya adolescentes, vestidos con chaqueta y corbata. Los tres de Paloma, en cambio, seguían tan salvajes como en los años de la guerra; descendieron del carretín en el que Manolo les había traído desde la estación de tren dispuestos a tirarse vestidos al estanque, seguidos de los gritos de su madre para que no lo hicieran. Paloma aportaba las croquetitas y empanadillas para el aperitivo, su economía continuaba siendo de guerra, se disculpó con su habitual buen humor. Isabel les iba recibiendo a todos ellos y a sus regalos muy contenta en su vestido de organdí, que Concha, su madrina, había ido a buscar a Madrid, con los billetes que su cuñada le metió en el bolso, junto con el velo, los recordatorios y la limosnera. Teté también iba de estreno y las niñas de María, ya demasiado crecidas, con dos y cuatro años, para ser bautizadas, llevaban trajecitos de piqué blancos, copiados por la modista de El Pozo de los modelos favoritos de las niñas mayores. En cuanto hubieron llegado también Elías y don Agustín en sus respectivas motos, Teresa dispuso que todos pasaran a la capilla para dar comienzo a la ceremonia.
—Mami, no podemos empezar, falta Flip —le dijo Isabel al oído.
Aguardaron un rato, al cabo del cual apareció el vecino de La Estacada en un carretín conducido por Nemesio. Iba vestido de blanco de la cabeza a los pies y llevaba un enorme paquete para Isabel, que Manolo tuvo que ayudar a bajar, y una cartita para Teresa, que está abrió disimuladamente mientras todos ocupaban su lugar en la capilla.
«Por favor, quédate con Flip hasta nuevo aviso. Ya te contaré. Gracias. Felipe», decía la escueta misiva.
Llovió después del acto religioso y tuvieron que trasladar precipitadamente las mesas para el almuerzo de la pérgola al interior de la casa. Pese a que los niños se divirtieron de lo lindo, aquella jornada estuvo teñida de un aire triste difícil de digerir para los mayores. Don Agustín insistió en pedir una oración por todos los muertos recientes de la familia, «víctimas de las hordas marxistas», según sus palabras, en especial para quien había sido el amo de aquella casa. Y, efectivamente, faltaban Jacinto y los cuatro primos. Y, sobre todo, observó Teresa, porque aquellas fiestas habían dejado de ser lo que habían representado en otra época: motivo de reencuentro para un montón de jóvenes parientes que se divertían juntos mientras soñaban con lo que iba a ser su porvenir. Sentada en aquel comedor junto a su hermano, era inevitable recordar aquellas noches de bailes alrededor del gramófono, los coqueteos a distancia con Jacinto, las conversaciones sobre política de éste con Felipe, los almuerzos domingueros con don Nicanor, la sombra de don Francisco, las encopetadas cenas servidas en aquella preciosa vajilla de filo dorado de doña Enriqueta... Los viejos tiempos nunca volverían más que en forma de nostalgia entreverada con recuerdos de terror.
—Demasiados recuerdos, ¿verdad, hermanita? —comentó Paco en un momento dado volviéndose hacia ella para echarle un brazo sobre el hombro—. Vente a Madrid unos días en cuanto puedas, yo me encargo de que se te disipe la pena que se respira aquí.
Mientras tomaban el aperitivo, Paco le había propuesto hacerse cargo del coto de caza. Previo pago, naturalmente. Llevaría a la finca a sus socios y clientes los fines de semana; matar perdices y conejos se estaba convirtiendo en una forma muy rentable de hacer negocios. Su reabierta fábrica, que marchaba viento en popa, correría con los gastos. Teresa le había dicho que sí de inmediato: alquilar el coto le aportaría un dinero extra que no le vendría nada mal para aguantar el invierno. Y la presencia de Paco y sus amigos le proporcionaría una aceptable compañía durante aquellos días fríos y largos que ya se avecinaban.
—Hermanita, ¿qué planes tienes para este otoño? —quiso saber durante el almuerzo.
Todos los adultos, que se habían refugiado de la lluvia en torno a la mesa de comedor, callaron y prestaron atención. Teresa no les había dicho nada hasta ese momento.
—Dentro de unos días nos iremos a Madrid. Las niñas van a estudiar en las monjas francesas que me educaron a mí y tengo que abrir el piso y encargarles los uniformes; el principio de curso está a la vuelta de la esquina.
—¿La finca? —siguió Paco con el examen.
Eso ya lo tenía hablado con los implicados.
—Fermín, aquí presente, es el nuevo encargado. Manolo, su hermano, el hombre para todo. Espero tener simientes, mulos y aperos para cuando llegue la época de la siembra. Manos para arar también, de eso se encarga ya Fermín. Yo iré y vendré lo que haga falta. Y espero —levantó la copa— que cuando nos reunamos de nuevo aquí, a comienzos del próximo verano, podamos celebrar una excelente cosecha de trigo en esos campos que hoy veis llenos de pedruscos y malas hierbas.
—¡Por la mujer más aguerrida, obstinada y valiente en mil leguas a la redonda! —brindó Paco.
Brindaron todos, y aprovechando el momento de distensión general, don Agustín volvió a sacar a relucir un tema que Teresa creía ya que tenía olvidado.
—¿Qué fue de aquel cáliz que habías encontrado después de la guerra? Pienso yo que debió de pertenecer a mi antecesor, vilmente asesinado, como todos conocéis. Y en ese caso, se trataría de una propiedad de la parroquia de Villanueva...
Elías no le dejó terminar.
—Teresa, ¿has encontrado un cáliz? ¿De plata por fuera, oro por dentro, piedras preciosas en la base?
Manolo y ella saltaron de sus asientos como movidos por resortes.
—Debe de ser el de don Jesús, el párroco del hospital. El buen hombre pasó la guerra encerrado en casa de sus hermanas y cuando todo acabó me preguntó si Jacinto había dejado dicho dónde escondió el cáliz que le entregó para que lo escondiera. Como Jacinto no me dijo nada y tampoco tú, Teresa, lo mencionaste, pensé que se habría perdido irremediablemente, como tantas otras cosas.
—Manolo, saca el cáliz y trae papel para envolver —mandó la dueña de la casa.
—Habría que comprobar la identidad de ese sacerdote, porque ¿cómo sabemos...? —intentaba argumentar don Agustín sin que nadie le hiciera caso.
—Lo habíamos vuelto a esconder en el pesebre. Allí pasó la guerra sin que nadie lo descubriera y por eso pensé que era buen sitio para guardarlo y evitar así que cayera en manos de algún desaprensivo que quisiera hacerse pasar por su dueño —razonó Teresa con voz inocente mientras liaba el cáliz en papel de seda y se lo entregaba a Elías.
Paco se atragantó con la copa de coñac que se estaba llevando a la boca.
—¡Eres peor que la bomba atómica, esa que dicen que están fabricando los americanos! —le dijo por lo bajito, con mucho disimulo.
Aún antes de marcharse, su hermano quiso hacer otro aparte con ella.
—Ese Elías...
—Un buen hombre. Si él dice que el cáliz es del párroco del hospital, es que es...
—No digo eso. Ya sé que era compañero de Jacinto y se ve a la legua que es un buen hombre por cómo se preocupa de tus hijas. Pero con lo lista que tú eres, ya te habrás dado cuenta de lo que le gustas.
—¡Qué va, no hay nada de eso! —rió Teresa.
—Bueno, bueno... pues será que el que se está volviendo tonto soy yo y por eso me imagino la manera que tiene de mirarte —se quedó pensando su hermano.
Al caer la tarde, se alegró de ver partir a todos sus invitados. Para ella había resultado una jornada tan plomiza como aquel cielo, ya de otoño, que no había dejado de escupir agua hasta el anochecer. Sólo le quedó el consuelo de ver tan contenta a María, para ella había sido un día inolvidable, y, sobre todo, la cara radiante de Isabel mientras iba examinando, con ayuda de Flip y Teté, las cajas de regalos que se amontonaban junto a ellos en el sofá del salón: la estilográfica de Elías, el reloj de pulsera de mamá, el álbum para las fotos de Paloma, la pulserita de oro a juego con los pendientes del tío Paco, la medalla de santa Isabel de la tía Concha, la mañanita de lana de María... y, sobre todo, aquel enorme paquete que llevara Flip y que, una vez desenvuelto, se había convertido en un objeto de deseo de todos los niños al que ninguno se había atrevido aún a montar: una bicicleta.
Iba camino del piso de arriba para preparar un dormitorio para Flip, preguntándose qué le habría ocurrido a Felipe, cuando casi tropezó con Manolín y Luisito, que andaban tirados por el suelo del zaguán haciendo rodar de un lado de la habitación al otro un camión de bomberos de hojalata.
—¿Le han regalado eso a Isabel? —preguntó una incrédula Teresa.
—Me lo ha dao el Elías a mí —contestó muy ufano Luisito, abrazándose al camión.
Subió las escaleras sonriendo. «A ver si me cuenta de una vez —se dijo— en qué consistió el pacto de sangre que hicieron Jacinto y él.»
Lo que le había pasado a Felipe, descubrió a la mañana siguiente, era que se había llevado a Gloria a una clínica de Madrid. Pero nada más le dijo Nemesio cuando fue a dejar una maleta con ropa para Flip, lo que hizo pensar a Teresa que la enfermedad era seria, puesto que la estancia de aquel niño en su casa iba para largo.
—Es que, claro, se cae en la depresión, como le dicen a eso, y luego ocurre cualquier cosa —comentó María.
Teresa, que pasaba por la cocina con un canasto lleno de ropa para planchar, se paró en seco. Dejó el cesto en el suelo, se sentó junto al lugar donde María quitaba los hilos a un montón de judías verdes y la acorraló.
—Anda, dime lo que le ha pasado a Gloria, pero no te andes con rodeos, que tengo mucha plancha.
—Pos na’, que la mujer estaba mu deprimía y no paraba de llorar y de quejarse y, según parece, los médicos la habían recetao un montón de pastillas y va la mujer y ¿qué hace? Pues que coge las pastillas y se las mete toas en la boca de una misma vez, que digo yo que por qué le habían dejao el bote en la mesilla en lugar de dárselas de una en una, que será que no tienen servicio pa’ ir a darla esto o lo otro a cada poco rato.
Tardó unos minutos en digerir la información. Luego quiso saber más.
—¿Se sabe cómo está?
—Según le ha dicho la farmacéutica esta mañana a la Águeda, que se la ha encontrao por Villanueva, que está... ¿se dice entre la muerte y la vida? ¡Ah! ¿Que entre la vida y la muerte? Don Felipe se la llevó a Madrid cuando la encontraron sin conocimiento y poco más se sabe, quitando eso de entre la vida y la muerte o la muerte y la vida.
Le dio pena escuchar a Flip, que reía viendo a Teté y a Isabel hacer infructuosos esfuerzos por aprender a montar en la nueva bicicleta. Y poco después lo que sintió fue horror cuando vio llegar el Studebaker y a Felipe bajarse de él con traje negro, camisa blanca, corbata negra. Llamó a su hijo y se lo llevó a un aparte. Teresa corrió escaleras abajo para sujetar a las niñas, que se habían quedado inmóviles contemplando la escena. El chico gritaba «¡no, no!» aferrado a su padre, que a su vez le rodeaba con los brazos. Ella abrazó a Isabel y Teté con la misma fuerza que había empleado aquella trágica tarde en la que tuvo que contarles que su padre había muerto. Cada escena de terror vivida en los últimos años volvió a surgir ante sus ojos con nueva fuerza. Jacinto, Andrés, la cárcel, los primos, el Pincho, Magda, el hambre, el frío, el miedo...
Y, sin embargo, como en todas aquellas ocasiones, tuvo fuerzas para reaccionar.
—Pobre Flip, su mamá ha muerto —dijo a sus hijas—. Vamos a ayudarle a afrontar este momento.
Se ahorró recordarles que también ellas habían perdido a su padre y por eso estaban muy capacitadas para consolar a su amigo. Ya sabían las tres lo que habían sufrido juntas. Observó a Teté y a Isabel moviendo afirmativamente sus cabecitas y supo que la habían comprendido. Y que cuidarían de Flip.
Felipe se llevó a Teresa a la pérgola para contarle, a solas, que tenía que regresar a Madrid. El entierro sería esa misma tarde. Había pensado, le dijo, dejar al niño en la finca. En unos días, después de celebrado el funeral, pasaría a recogerle.
—Déjame que te dé un consejo, que de esto sé mucho yo. Flip tiene doce años. Es un hombrecito. Llévale contigo. Deja que forme parte del cortejo del entierro, que se siente a tu lado en el funeral. Aprenderá así a exteriorizar su dolor y a compartirlo contigo.
—Teresa. Yo no soy tan fuerte como tú para estas cosas; no creo que pueda llevarle conmigo —explicó un compungido Felipe.
—¿Me puedes esperar cinco minutos? —le pidió Teresa.
Subió corriendo a su alcoba. Sacó del altillo el único vestido negro que tenía, aquel modelito de Chanel que Jacinto le regaló en su viaje de novios. Aún le valía, se dijo con orgullo mirándose de arriba abajo en el espejo del interior de la puerta del armario. Buscó unas medias y unos zapatos negros de tacón. Se cepilló el pelo y se roció con colonia. Metió en el bolso el monedero y las llaves del piso de Madrid. Volvió a bajar a toda prisa.
—Vamos los tres. Pararemos en La Estacada para que Flip se ponga la ropa adecuada —anunció sin más.
Antes de que Felipe pudiera reaccionar, ya había ocupado el asiento del copiloto del Studebaker y tenía a Flip sentado a su lado.
Al pasar por Villanueva, se acordó de su cuñada. «¡Lo que saldrá por su boca —se dijo— como se entere de que me he ido con Felipe al entierro de su mujer!»
XXVIII
Aquel Madrid de principios del otoño del 40 era una ciudad triste, pobretona y gris. Incluso durante la guerra había parecido estar más viva. Pese al hambre y el miedo, entonces se veía a la gente andando a paso rápido por la calle y se respiraba un aire de solidaridad entre los habitantes de la capital sitiada. Ahora apenas si circulaban peatones, todos vestidos con ropas de otras épocas, otras modas. Coches, no transitaba casi ninguno y los pocos que lo hacían llevaban adosados los artefactos para el gasógeno necesario para hacerlos andar. No había gasolina, no había pan, no había alegría. Como si después de haber ganado o perdido la guerra, según cada cual, la gente se hubiera metido en sus casas a seguir resistiendo con mucha paciencia por si acaso alguna vez llegaban tiempos mejores.
Lo primero que hizo Teresa al volver del campo fue buscar un pintor que arrancara los papeles pintados de todas las paredes de su casa y las dejara blancas como la nieve. Luego encargó a la costurera que tan pronto acabara con los uniformes de las niñas, confeccionara cortinas amarillas para las habitaciones principales. Cambió todos los muebles de sitio; lo que había sido el salón pasó a ser el comedor, intercambió su alcoba por la de sus hijas, convirtió el gabinete en un cuarto de estudio, mandó afinar el piano. En otras palabras: tomó medidas para evitar que su circular por el piso se convirtiera en un recordatorio perpetuo del lugar donde Jacinto hizo esto o lo otro o el sitio preciso donde ella lloró por cualquiera de los muchos motivos que tuvo para llorar en esa butaca, ese mirador, esa cama. Incluso logró sustituir el timbre de la puerta por otro que sonara de forma distinta. Cada «ding-dong» del antiguo lograba asustarla.
También intentó llenar la despensa, pero esa tarea resultó aún más difícil. Tuvo que hacerse con las necesarias cartillas de racionamiento y volver a los potajes sin carne y las tortillas de patata sin huevo. Afortunadamente, se había llevado abundantes productos de la huerta de Manolo y frutas recogidas por las niñas de perales, membrillos y manzanos, además de algún paquete de azúcar y harina del estraperlo de Felipe. Con todo ello se las agenciaba Águeda, la prima de María, que se había instalado en el piso de Madrid, para cocinar algo de almuerzo y cena. Después de los años de la guerra, Teté, Isabel y ella misma se habían acostumbrado a comer cualquier cosa. Ninguna de las tres tuvo desde entonces el menor apego a la comida, quitando la conocida afición de todas ellas a los dulces, que de momento resultaba superflua: no quedaba en Madrid ni una sola pastelería abierta a causa de la falta de las necesarias materias primas.
—La gente está pasando mucha hambre. Y en el hospital estamos tratando casos a raudales de tifus, difteria y otras enfermedades que ya habíamos dado casi por desaparecidas —le contó Elías cuando llegó a visitarlas el primer domingo tras su traslado a la ciudad.
Las niñas le habían recibido con menos entusiasmo que otras veces. Estaban deseando jugar con sus amiguitos de antaño y tuvieron que rechazar una invitación para almorzar el domingo en casa de Mercedes porque su madre dijo que había que comer con Elías como era su costumbre. Teresa las comprendía; a ella no le hubiera gustado que doña Enriqueta la hubiera obligado a atender a un amigo de la familia. Pero éste no era el caso; Elías había salvado a las niñas cuando se quedaron sin padres ¡y no se hablaba más! Hasta media tarde no las llevó a la elegante casa de la calle Velázquez. Las recogería más tarde, cuando saliera de ver El gran dictador, de Charles Chaplin, para cuya sesión de tarde tenía sacadas entradas su amigo el médico. Era lo único bueno que tenía Madrid, le dijo: el cine.
Incluso a las ocho de la tarde de un domingo de principios de otoño, aún con luz del día, la calle Goya estaba casi despierta. La gente no salía ni a pasear, comentó Elías.
—¿Me convidas a un té? Aún es pronto para recoger a las niñas —se autoinvitó Teresa.
—Claro que sí. Además, quería comentarte algo.
Lo que quería era hablarle de Luisito. Y de forma cariñosa, pero muy sincera, como Elías la solía tratar, regañarla por haberse dejado al pequeño atrás, en la finca.
—Y ¿qué hago yo con Luisito en Madrid? —se disculpó.
—Tratarle como a un hijo adoptivo, que es lo que el niño se merece ser —la recriminó el médico.
—Un momento —Teresa se estaba enfadando—, ese niño no es mi hijo adoptivo. Es un niño que está ahí en la finca porque su madre le abandonó, sin papeles, sin nada. Yo nunca he pensado adoptarle y no creo que lo haga.
—Pues deberías hacerlo —la recriminó Elías con contundencia.
—No insistas. No lo haré.
—¿Por qué? ¿Porque no está tan bien educado como tus hijas? ¿Porque come haciendo ruido? ¿Porque no le crees preparado para acudir a un buen colegio de curas de la capital?
—Anda, paga y vámonos. Esta conversación es absurda —dijo ella dando por zanjada la cuestión.
Le despidió en la puerta de la casa de Mercedes dándole muchas gracias por llevarla al cine. Fue cortés, pero cortante. Y no supo nada más de Elías en varias semanas, lo que a las niñas les pareció muy bien. Ya empezado el colegio, el domingo era su único día libre y querían pasarlo con amigos de su edad. Teresa tuvo que admitir que por su parte también prefería verse excusada del compromiso de invitar a almorzar a Elías cada día festivo. Águeda libraba y ella tenía que cocinar, con lo poco que le gustaba y el escaso avituallamiento del que disponía. Prefería que, como se estaba haciendo costumbre, Felipe recogiera a Flip en el internado y luego a ellas a la salida de misa y los llevara a todos a un estupendo restaurante de la Cuesta de las Perdices a tomar merluza y chuletitas de cordero para finalizar el almuerzo con aquellas copas de bolas de helados italianos de diversos sabores que a sus hijas les alegraban la vista y el paladar.
Mientras los chicos se iban luego a jugar por el campo o a montar en los columpios, los mayores tomaban café y hablaban de la guerra, ahora la mundial, y de sus fincas. A Felipe le indignaba el sesgo pro alemán del Gobierno de Franco, él estaba claramente del lado de los Aliados, que vaticinaba que acabarían ganando en cuanto, eventualmente, los norteamericanos entraran en el conflicto. A Teresa le daba lo mismo la victoria de unos que la de otros con tal de que España se mantuviera neutral y consiguiera evitar que aparecieran por el país en general y por delante de su casa en particular soldados de ningún ejército extranjero. Con su campo estaba contenta; creía haber encontrado en Fermín a un encargado muy competente y ya habían comenzado las tareas del arado bajo su dirección. Seguía siempre los consejos de su amigo: «La patata alemana. Recuerda. Pide semillas en agricultura. Creo que se da muy bien en nuestra zona».
Teresa había tomado la costumbre de viajar a la finca a mitad de cada semana, generalmente los miércoles, lo que le suponía un esfuerzo extraordinario. Se levantaba a las cinco de la mañana para coger el primer tren y luego el carretín tirado por Manolo. Pasaba la jornada revisando las cuentas y supervisando el trabajo y al anochecer emprendía el camino a la inversa. Cuando llegaba a su piso, exhausta, era ya cerca de la medianoche. Pero había rechazado la alternativa de desplazarse hasta allí los fines de semana, cuando podría habérselo tomado con más tranquilidad, para que sus hijas permanecieran los domingos en la ciudad. Estaba orgullosa del modo en que Teté e Isabel la obedecían en todo y procuraban aceptar cualquier cosa que su madre sugiriera, pero consideraba que, ya cerca de cumplir los doce y once años, debían tener amigos y un poco de vida social. Las pequeñas parecían estar olvidando las penurias por las que habían pasado años atrás y se estaban adaptando bien a la disciplina y las enseñanzas del colegio de las monjas francesas. Ya era hora de que empezaran también a disfrutar de la vida.
Le faltaba, pensaba Teresa, disfrutarla ella misma. Había empezado el verano acogiendo a unos y a otros en su casa de campo y lo había terminado comprando mulos y aperos y organizando el trabajo de la finca. Luego le había tocado abrir el piso de Madrid, prepararlo todo para el comienzo del curso escolar de sus hijas y, mientras tanto, dedicarse a hacer gestiones en prácticamente todos los departamentos del Ministerio de Agricultura para conseguir las simientes que escaseaban, todas las subvenciones a las que tuviera derecho, los cupos de producción de cereales, los fondos para reforestación. Ciertamente, había tenido la fortuna de que el hermano de José Enrique, el marido de Mercedes, hubiera sido nombrado subsecretario de ese departamento unos meses atrás. Pero, aun así, tenía que hacer papeleo tras papeleo, y rellenar un montón, que le parecía sin fin, de impresos en papel timbrado, para lo que pidió a Paloma su vieja máquina de escribir, que tecleaba con dos dedos muy afanosamente. El portero del ministerio la saludaba ya cuando la veía entrar muchas mañanas con el bolso grande repleto de documentos que entregar en el Registro Central.
Echaba en falta tener amigas, más que por hablar con alguien, que no le vendría mal, por ir al cine. Había cosas que una mujer decente podía hacer y otras que no, y lo de ir al cine sin compañía pertenecía a este segundo capítulo. Desde que Elías había desaparecido de su vida, no había vuelto a pisar una sala. Su cuñada Paloma ponía alguna excusa cuando la llamaba, no sabía lo que se traía entre manos. Mercedes era una mujer estupenda, con un marido igualmente extraordinario que la había ayudado a buscar recomendaciones no sólo en el Ministerio de Agricultura y que había logrado que ya estuviera a punto de cobrar la primera pensión de viudedad que le correspondía por el trabajo de Jacinto en la Cruz Roja. Pero no se divertía con ella y con sus amigas de partidas de cartas, pese a que lo había intentado.
Le explicaron las reglas de la canasta y las comprendió. No era nada tonta. Nunca le habían gustado los juegos de azar y, sería por eso, al rato ya se había olvidado de que los doses eran comodines y los treses, negros tapones. Todos los jueves, cuando los niños tenían tarde libre en sus colegios, Mercedes organizaba dos meriendas simultáneas: una en el salón para que sus amigas se entretuvieran con las cartas, otra en el cuarto de juegos para sus hijos, su amigo Gonzalo, aquel niño del que tanto hablaba Teté, y las dos niñas de Teresa. Los chicos habían hecho una gran amistad los tres años que pasaron estudiando en el colegio clandestino de los tres curitas, quienes, por cierto, se habían ido, terminada la guerra, de misioneros al Japón. Y, para horror de sus familias, se habían visto así envueltos en otra guerra, la mundial. Se les había perdido la pista y no se sabía nada de ellos.
Las amigas de Mercedes eran encantadoras, pero a Teresa le resultaban extrañas. Hablaban de telas, figurines y costureras; de cocineras y recetas de tartas de crema y chocolate; de viajes a Londres y a París; de cómo convertir los broches de perlas en pendientes; de cosas, en fin, que nada tenían que ver con ella. Y sí, era agradable pasar un rato escuchando cómo era pasear por un Picadilly que Teresa no pensaba que fuera a visitar. Y resultaba curioso, aunque superfluo, conocer en qué joyería de Madrid engarzaban mejor los collares de azabache.
Amables, como eran, se preocupaban por sus cosas:
—Anda, cuéntanos cómo es que eres capaz de llevar adelante una finca tú sola —preguntaba la hermana de Mercedes.
—Y ¿no te da miedo quedarte a dormir en una casa grande, allí en medio del campo? —quería saber la madre de Gonzalo.
—Diles, diles que no tienes luz eléctrica, que no se lo van a creer —le pedía Mercedes.
Les contaba algo, pero no mucho. En aquellos salones tapizados de raso escarlata con cojines a juego y mesitas doradas era imposible que comprendieran que dormía con un Colt debajo de la almohada, comía gachas de almorta, se preocupaba en extremo por un caballo que estaba a punto de morir de viejo y estaba ahorrando, sin encargarse ni un solo traje de chaqueta en todo un año, para comprarse un pequeño tractor cuya foto, recortada de un catálogo, tenía pegada en la puerta de la fresquera de su cocina para recordarse dónde estaban sus prioridades.
Si seguía acudiendo cada jueves a casa de Mercedes, era porque aquélla era su única tarde de asueto entre semana, aparte de por hablar con unas mujeres que eran eso, mujeres como ella, aunque con preocupaciones bien distintas. Y, sobre todo, porque desde que terminaban su almuerzo de los jueves, Teté e Isabel se soltaban las trenzas, se cepillaban el pelo, cambiaban sus uniformes azul marino de tablitas por los vestidos más elegantes de su armario y se sentaban, modosas pero impacientes, en el banco del recibidor a esperar a que su madre terminara de arreglarse.
Pero no se divertía mientras trataba de juntar siete cartas del mismo número en montoncitos sobre el tapete verde. Al contrario, se aburría.
A todo ello había que sumar las tardes que pasaba repasando los deberes de las niñas, las colas para conseguir el pan y la carne, el cansancio acumulado desde su jornada viajera a la finca. Por eso, cuando al fin se sentaba el domingo a saborear su taza de café y su copita de Marie Brizard en aquella terraza del norte de Madrid, con el viento fresquito de la sierra dándole en la cara, se sentía en la gloria por un rato.
—Se te nota cansada —le dijo un día Felipe.
—La vida es dura, pero estoy bien —se resignó Teresa. No quería confesarle que estaba rendida. De haberlo hecho, él se hubiera puesto manos a la obra en cuestión de minutos para proporcionarle una cocinera, una señorita para las niñas y un gestor administrativo que le llevara los papeles. Y no quería abusar, ya estaba haciendo bastante por ella.
—La vida es dura, pero más dura eres tú. A veces pienso que eres de acero. Y no te lo tomes a mal, sino todo lo contrario. Te admiro mucho por ello.
Para su sorpresa, Felipe se había demostrado vulnerable últimamente. Desde la muerte de Gloria parecía menos arrogante, sin tanta seguridad en sí mismo. Debía de haber sido un duro golpe para él, creía Teresa, que sospechaba que su amigo tenía remordimientos de conciencia. A ella le hubiera ocurrido lo mismo, se dijo, si Jacinto hubiera muerto sin que le hubiera hecho mucho caso. Y siempre quedaba la duda, como había puesto de relieve María, de por qué le habían dejado tantas pastillas al alcance de la mano. Aunque todo esto eran conjeturas por su parte; Felipe nunca le había contado cómo y por qué había muerto su mujer. Y ella no le había dado pistas de que conociera la verdad.
Teresa se preguntaba en ocasiones cómo sería la vida de Felipe de lunes a sábado. Quizás, se decía, Felipe tendría el mismo desconocimiento de cómo discurrían las actividades de ella entre semana. Siendo como eran viejos amigos, hablaban siempre de cosas ya sabidas por los dos, sus fincas, la educación de sus hijos, sus respectivas familias. Discutían de política, de la marcha de la Guerra Mundial, de los libros que habían leído. Las suyas eran conversaciones que se interrumpían los domingos por la tarde y se reanudaban al domingo siguiente a la hora de almorzar, como si no les hubiera ocurrido nada ni al uno ni a la otra en el entretanto. Y los asuntos más dolorosos para cada cual, sus intimidades, episodios como la muerte de Gloria o la aparición de Luisito, eran cuestiones tabú a las que nunca hacían referencia.
Aquellas tardes de domingo acababan en el piso de la calle Alcalá después de que el aire fresquito de la sierra se convirtiera en frío, Felipe diera unas palmadas para que los chicos fueran hacia el coche y los cinco emprendieran el regreso para esperar a Paco, que hacía un alto al acabar su jornada de caza en la finca para dejar a su hermana los capachos con verduras y legumbres que Manolo había preparado muy cuidadosamente, y a los que él había añadido un par de conejos y alguna perdiz. Como en los viejos tiempos, entre coles y lechugas aparecía un paquete rectangular envuelto en papel de estraza con el bizcocho de María, que las niñas y Flip dejaban menguado tras su merienda.
Paco y Felipe se tomaban la última copa del día a la vez que discutían de política sentados en los sillones orejeros del salón, Paco defendiendo el papel predominante que a la Falange había que reconocer de una vez, Felipe proponiendo la pronta restauración de la Monarquía.
Cuando las voces se alzaban por el calor de los argumentos, Teresa se iba a preparar la ropa de sus hijas para la mañana siguiente y no volvía al lado de los hombres hasta que oía a Felipe llamar a su hijo para llevarle de regreso al internado. La política le producía alergia. Con tal de tener la seguridad de que nadie iba a llamar a su puerta para llevársela a ningún sitio sin su permiso, no quería saber nada de gobernantes o de sistemas de gobierno. Pese a ese desinterés, reconocía que le gustaba escuchar a Paco y Felipe discutiendo, pero no era por lo que dijeran, sino por sentirles ahí, tan cómodos el uno con el otro como siempre, aportándole a ella la seguridad de su presencia en aquel salón.
—Hermanita, espera unos meses a que acabe su luto y cásate de una vez con él. A mí no me gustaría tener un cuñado monárquico, pero a ti te vendría muy bien —susurró a su oído Paco al despedirse uno de aquellos domingos.
Teresa se echó a reír, sin más.
Aquella noche, con las niñas ya dormidas, escuchando algo de música en la radio que se acababa de comprar, pensó por primera vez en la posibilidad de casarse de nuevo. No es que tuviera ofertas, pero la gente que la quería, como su hermano, como María, ya la habían puesto sobre aviso de algo que ella misma, que no era ciega, sabía: que tanto Elías como Felipe estarían dispuestos a dar ese paso. Pero ¿y ella?
Pensó en Elías y en lo enfadado que debía de estar. Era extraño que llevara varias semanas no ya sin aparecer por el piso, sino sin ni siquiera llamar por teléfono. Era absurdo, porque la única que tenía motivos para andar enojada era ella. ¿A cuento de qué venía que le hubiera echado en cara el que no tratara a Luisito como a sus propias hijas? Y, sin embargo, no era acritud lo que sentía hacia aquel hombre, sino cariño y, sobre todo, una gratitud inmensa. Había sido su único apoyo, aparte del de Manolo y María, durante los peores momentos de su vida. Sentía que le debía todo. Y le consideraba un gran amigo, con el que siempre podía hablar con total libertad. Pero ¿casarse?
Dejó planteado el interrogante para pensar en Felipe. Sonrió. Era tal la confianza que tenía con aquel personaje tan engreído y sin embargo tan cercano, tan presuntuoso y a la vez tan leal que le costaba trabajo pensar que podría convertirse en su marido si esta vez ella así lo quisiera.
Prefirió apagar la luz y tratar de dormirse a plantearse semejante cuestión.
Su cuñada Paloma, sin embargo, había resuelto un dilema similar.
Siempre tan dispuesta y pizpireta, algo más delgada, con un peinado moderno y carmín rojo en los labios, se presentó a visitarla una tarde para anunciar con voz misteriosa que quería contarle algo importante.
—Me caso.
Se detuvo a comprobar el efecto de sus palabras en Teresa. Sonrió satisfecha: la había sorprendido. Tanto que tardó un rato en preguntar lo obvio en aquel momento: quién era él.
—Se llama José Luis Jiménez Jiménez y es el dueño de las Mantequerías Jiménez, las de la calle General Pardiñas, ya sabes, creo que tú compras allí.
Teresa hizo un esfuerzo por recordar el rostro del hombre que le pesaba concienzudamente el medio kilo de judías pintas y el medio kilo de arroz que le correspondían y luego le ponía el sello en la cartilla de racionamiento. Más o menos, consiguió acordarse de su cara.
—¿No es un poco mayor para ti? —preguntó al fin.
Paloma asintió con la cabeza:
—Cincuenta y dos. Y yo, treinta y seis. Pero déjame que te diga por qué me caso. Verás: él me quiere, se lleva bien con mis hijos y ¡es el dueño de unas Mantequerías!
Eran tres razones de peso, acordó Teresa. La última de ellas, la suponía fundamental. Paloma mantenía a sus tres hijos con su trabajo de secretaria en unas oficinas de Auxilio Social cercanas a su casa en turno de mañana, más la exigua pensión que Pepe le había dejado como funcionario que había sido del Ministerio de Comercio. Si José Luis Jiménez Jiménez, de las Mantequerías Jiménez la quería...
—Haces muy bien. ¡Enhorabuena! —La abrazó.
—Sabía que tú me comprenderías. Y siento decirte que eres la única de la familia. Mi madre ha puesto el grito en el cielo y mi hermana me amenaza con dejarme de hablar. Ayer fui a ver a Marisa y me dijo que le parecía muy poca cosa para mí. Me tuve que marchar, con ganas de llorar, para evitar que me ofreciera un sobresueldo al mes para comprar de estraperlo lo que mis hijos me piden de comer.
Supo que era cierto. La gente no lo entendería. Estaban rodeados de un convencionalismo social teñido de rancio catolicismo y de ganas de aparentar. El ejemplo que le venía siempre a mano era el de su cuñada Concha, quien, a Dios gracias, seguía muy contenta en su casa de Villanueva, seguramente criticando la conducta de sus vecinas de por allí. Se imaginó a Paloma casada con el dueño de las Mantequerías Jiménez. Podría dejar de escribir a máquina todas las mañanas, tendría un marido que la sacaría al cine y de paseo, además de proporcionarle cariño, y dejaría de vivir angustiada por no tener resuelto el porvenir de sus tres bárbaros hijos. Ahora les costearía las carreras si querían estudiar y si no, al menos les quedaría la opción de ponerse batas blancas y despachar lentejas y macarrones detrás del mostrador.
Se ofreció para ser la madrina, o lo que fuera preciso. Paloma se lo agradeció muy sinceramente, con lágrimas en los ojos. De rebote, Teresa se encontró con una ventaja inesperada. A partir de aquel día, el dueño de Mantequerías Jiménez añadió sobrepeso a todas sus raciones de legumbres y adoptó la costumbre de incluir un paquete de panchitos y otro de caramelos como extra, sin cobrar, en cada pedido.
Las niñas felicitaron a Paloma cuando, a instancias de Teresa, aquélla les contó sus planes de boda.
—Mami, ¿tú también te vas a casar otra vez? —preguntó Isabel mientras cenaban las tres aquella misma noche en el comedor.
—No creo —respondió de modo escueto.
—¿No crees o no te vas a casar? —inquirió la siempre lógica Teté.
—No me lo he planteado —dijo Teresa abruptamente, sin ganas de mantener aquella conversación con sus hijas.
Las dos niñas se echaron a reír. Su madre las miró con curiosidad.
—Querrás decir, de momento —puntualizó Teté.
Las volvió a observar con extrañeza. Seguían riendo.
—Mami, eso es lo que Felipe le ha dicho a Flip cuando le preguntó si se iba a casar contigo —comentó Isabel.
—«No me lo he planteado de momento», eso dijo —puntualizó Teté.
—¿Felipe le ha dicho a su hijo que no se plantea casarse conmigo de momento? —No se lo podía creer.
Las dos niñas asintieron con la cabeza.
Teresa hizo ademán de comenzar a recoger la mesa, pero se detuvo al observar el giro que daba la conversación de sus hijas.
—Ji, ji, ji. Mami, Teté sí se quiere casar —anunció Isabel—. Con Gonzalo —añadió, mientras agachaba la cabeza para esquivar la servilleta que le estaba tirando su hermana mayor.
—Y tú te quieres casar con Flip, ¡pero Flip no te hace ni caso! —protestó Teté.
—Porque tú no le dejas que hable conmigo —se lamentó Isabel.
«¡Dios mío —pensó Teresa—, tengo un drama sentimental a tres bandas en casa y no me había enterado!»
—¿Y si en vez de casaros tú con Gonzalo y tú con Flip, os vais a la cama, que ya es tarde, os dejáis de pelear y os dais un beso de buenas hermanas? —ordenó.
No se dieron ningún beso, pero obedecieron la orden de irse a dormir.
«Bueno, bueno. Así que de momento no se plantea casarse conmigo», se fue diciendo camino de su alcoba. Y ahora la que se reía era ella.
A partir de entonces, observó el comportamiento de sus hijas con Flip. El niño, alto para su edad pero más inmaduro e inocente que sus amigas, iba siempre corriendo detrás de la resuelta Teté, buscando su opinión, como apoyándose en ella. Isabel era la que buscaba a Flip y trataba de hablar con él, sin que el niño, que sólo tenía ojos para la mayor, se fijara en la menor de las niñas. Ciertamente, mantenían una compleja relación los tres.
XXIX
Doña Teresa, ¿le puedo decir algo en confianza?
—Faltaba más, diga lo que quiera.
—Doña Teresa, usted no parece una mujer de derechas.
—No diga barbaridades, por Dios, ¿de qué iba yo a ser?
Teresa se reía a carcajadas con las ocurrencias del encargado de su finca. Aquel hermano de Manolo que les condujo hasta Madrid sin dirigirles una palabra cuando huían de sus perseguidores tras el 18 de julio, al que luego ella había conseguido rescatar de un campo de concentración francés y de una cárcel española, se había revelado como un ser ocurrente, incluso descarado. Pero Fermín era sobre todo un hombre capaz. No era de extrañar que hubiera ascendido de soldado raso a capitán en el Ejército republicano. Sabía mandar. Había movilizado a una cuadrilla de veinte hombres para que araran aquel campo baldío que Teresa quería convertir en fértil con su ayuda. Sabía compaginar la administración de los escasos recursos y aperos disponibles con abundantes dosis de entusiasmo, que transmitía a su gente para motivarles.
—¡Dale por aquí a la mula, Dionisio! ¡Que vamos a sacar de este campo una remolacha que va a dar que hablar! ¡Quita de allá esos pedruscos, Julián, pa’ que el trigo crezca igualito en toda esa tierra!
A la dueña de aquello le gustaba pararse, apoyada en algún olmo, a verle dirigir el trabajo de sus hombres. Luego, sentados ambos en la mesa del comedor, le agradecía que tuviera las cuentas tan al día y en completo orden. Escribía los números en columnas perfectamente legibles. Y daba explicaciones hasta del último céntimo gastado a lo largo de la semana. Ya no quedaba nada de aquel personaje cadavérico que había aparecido una mañana en la finca, agotado y hambriento. Ahora era un hombre de mediana estatura, delgado pero musculoso, de tez y brazos morenos de tanto trabajar al aire libre sin descanso.
—¡Caramba, Fermín! ¡Si usted se merecía que al menos le hubieran ascendido a coronel! Claro, no lo hicieron y por eso perdieron la guerra los de su bando —le decía Teresa.
Generalmente, él se reía de sus ocurrencias. Pero cuando llegó un miércoles a la finca, Teresa le encontró preocupado.
—No se alarme. Pero ocurre algo grave. Anoche, cuando me eché a dormir, oí de pronto un estrépito. Me levanté a toda prisa, fui hasta la ventana del comedor, me asomé por una rendija, para no descubrirme a quienes estaban fuera y ¡lo que vi era para no creer! Una docena de hombres hacían sonar cadenas contra las cacerolas que llevaban en las manos. ¡Era un ruido infernal! Estuvieron así cerca de una hora. Luego se dieron media vuelta y se fueron andando por el camino de Villanueva.
Teresa se había quedado sin habla. Fermín continuó su relato.
—Ya sé, ya sé. Me lo han dicho mi hermano y mi cuñá, que antes de la guerra les pasó lo mismo durante una buena temporá. Pero, doña Teresa, aquellos que venían entonces con las cadenas y las cacerolas eran, lo digo así para entendernos, los míos. Y estos de anoche, eran, me paíce a mí, los suyos, si me permite. A un par de ellos les reconocí de haberlos visto por Villanueva con la camisa azul y el escudo del yugo y las flechas. ¿Usted lo sabe explicar? Porque yo no...
A aquellas alturas de su vida y aunque por entonces sólo tenía treinta y cinco años, Teresa se podía creer cualquier cosa, aunque a veces explicársela a sí misma resultara algo más complicado.
Manolo apareció al rato, venía en un mulo con las alforjas llenas de las almendras que acababa de recoger. Corroboró totalmente lo presenciado por su hermano, que él y los suyos habían visto y escuchado de lejos desde la casita del encargado, en la que seguían viviendo con permiso de Fermín, que se había quedado en la alcoba del piso de abajo de la casa grande que en otra época fuera el refugio de Jacinto. También él creía haber identificado a unos falangistas como los ruidosos de la noche anterior.
María, siempre la más certera cuando quería ir al grano, dejándose de rodeos, la puso en la pista correcta.
—Que tiene usté una finca mu jugosa pa’ to’ el que manda por aquí, digo yo que debe de ser eso lo que pasa. Los de la UGT se quisieron quedar con ella en cuantito que llegaron a mandar en Villanueva. Y ahora que los que manejan el tinglao por toda esta zona son los de Falange, pues también la quieren —sentenció.
Teresa mandó a Manolo ensillar el mulo al carretín y a continuación se fue con él y con Fermín a Villanueva.
—Derechos al cuartelillo de la Guardia Civil —les pidió al entrar al pueblo.
Dictó el contenido de la denuncia sentada frente al agente de guardia, el más joven de los dos a los que invitaba a almorzar a su mesa con frecuencia, que fue recogiendo sus palabras lentamente en una viejísima máquina de escribir. Luego llegó el mayor de los dos guardias civiles amigos, que leyó el parte en voz alta y se lo dio a firmar.
—¿No me van a preguntar si han sido identificados los culpables? —les preguntó Teresa.
Miró a Fermín y a Manolo, que habían permanecido de pie en el quicio de la puerta de aquella estrecha estancia, y le pareció que ponían cara de susto.
El guardia civil mayor volvió a meter el papel del parte en la máquina de escribir, tecleó unas palabras y luego inquirió:
—¿Tiene usted idea de la identidad de alguno de los alborotadores?
—Sí. Algunos de los alborotadores —siguió hablando muy despacio, para dar tiempo al agente a copiar todas sus palabras— son conocidos miembros de Falange Española de esta localidad de Villanueva.
Ahora observó a los guardias civiles. Otros dos asustados.
Ya satisfecha, Teresa firmó el atestado y se guardó su copia en el bolso.
—Ya sé que ustedes están muy ocupados y que no disponen de medios de transporte, pero les agradecería mucho si esta noche pudieran hacer una ronda por las cercanías de mi casa. Yo me voy a quedar a dormir allí e imagínense lo que podría ocurrir si unos falangistas de este pueblo atacan a una viuda de guerra indefensa.
Salió del cuartelillo muy ufana de su actuación y se dirigió por la calle Mayor arriba hacia el ayuntamiento, seguida, a varios pasos de distancia, por Manolo y Fermín, que aún no se habían atrevido a decirle ni una palabra. Les hizo señas de que se quedaran a esperarla en los soportales de la Plaza Mayor.
El alcalde, un joven al que Teresa ya había ido a saludar cuando recuperó la finca y se mudó a vivir en ella, la recibió al instante.
Iba vestido con camisa azul. Azul de Falange. Llevaba el pelo engominado. Y un pequeño bigote que parecía también tieso de tanta gomina. La recibió en su despacho, besándole la mano con mucho respeto. La hizo sentar al otro lado de la mesa en la que ocupó asiento él, bajo un retrato de Franco y otro de José Antonio.
—Me alegro de verla. ¿Qué tal por la finca? Ya sabe que aquí estamos para ayudarla en lo que desee. ¿Se le ofrece algo?
—Querido alcalde. Necesito su ayuda. Ha pasado una cosa terrible, terrible. Anoche, un grupo de hombres fue a amenazarme a la finca. Sin duda pensando que yo me encontraba en la casa, lo que gracias a Dios y por pura casualidad no era así, organizaron un estrépito con cacerolas y cadenas, después de penetrar en un terreno acotado y privado sin mi permiso. Ya le digo que, menos mal, yo había tenido que viajar a Madrid. A mi regreso esta mañana, después de conocer lo ocurrido, me he puesto a investigar. Y me dicen fuentes muy fidedignas que vieron salir de Villanueva cerca de la medianoche a unos cuantos hombres disfrazados de falangistas que se dirigieron a la carretera de la finca y que regresaron al pueblo ya de madrugada. Así que vengo a pedirle a usted, como alcalde y como jefe local del Movimiento, que desenmascare a esos impostores cuanto antes. Porque supongo que será delito vestir el uniforme de Falange para ir a amenazar a la propietaria de una propiedad privada.
—Naturalmente, naturalmente... —balbuceó el alcalde.
—Le agradeceré muchísimo que cuando resuelva el caso me lo haga saber. —Teresa le ofreció la mejor de las sonrisas, se puso de pie y le ofreció la mano para que se la besara como despedida.
Así lo hizo el alcalde, presuroso.
Ya en la puerta del despacho, ella se volvió hacia él.
—¡Ah, por cierto! Si resuelve el caso, hágaselo saber también a la Guardia Civil. Querrán saberlo porque como he puesto denuncia...
Aquel hombre se quedó de piedra.
—¿Ha puesto de... denuncia? —titubeó.
—Naturalmente, supongo que usted hubiera hecho lo mismo en mi lugar. Aquí tengo la copia —se señaló el bolso—. No se la dejo porque mañana la voy a llevar a la dirección general en Madrid, para que les apremien a resolver el caso, los pobres agentes tienen tanto trabajo por aquí...
Pasó por la oficina de teléfonos para avisar a Águeda de que no la esperaran en su casa de Madrid hasta el día siguiente. Bien que le pesaba dejar a sus hijas solas por la noche en el piso de Madrid y no poder desayunar con ellas antes de acompañarlas hasta la puerta del colegio. Desde siempre madrugadoras las tres, era aquél su mejor momento del día. Se despertaban al alba, Teresa les repasaba las lecciones, las niñas mantenían sus primeras discusiones de la jornada, se preparaban unos desayunos enormes, herencia de sus estancias en el campo, de frutas, tostadas con mermelada y el inevitable bizcocho. Luego salían las tres de la mano, calle Príncipe de Vergara para arriba.
De momento, se dijo, tenía que permanecer en la finca. Con todo lo que había luchado en su vida por conseguir, mantener, reconquistar y volver a cultivar aquellas tierras, no se iba a arredrar porque unos engreídos de aquel pueblo se hubieran encaprichado de lo que no era suyo.
A veces le gustaba pelear. Esta ocasión iba a ser una de ellas. Volvió a la finca cantando, sentada en el asiento posterior de cuero rojo de aquel elegante carretín, consciente de que Fermín y Manolo, tan tiesos en el pescante los dos, delante de ella, estarían quizás dudando de su cordura mental.
Estaban preocupados, se dio cuenta, porque se hubiera atrevido a denunciar a unos falangistas a la Guardia Civil. ¿Es que eso no lo hacía nadie? Quizás ellos no. Pero Teresa no creía que tuviera nada que perder más de lo que ya había perdido anteriormente.
—Usté se viene a mi casa a dormir esta noche —le dijo María cuando sirvió el almuerzo.
—O nosotros nos venimos todos aquí a la suya —ofreció Manolo la alternativa.
—Ni una cosa ni la otra. Tengo la completa seguridad de que nadie va a molestar nuestro sueño esta noche —les aseguró.
Quienes aparecieron a la hora de la cena fueron los dos guardias civiles, bien dispuestos a permanecer de ronda una vez que hubieran llenado sus estómagos en tan agradable compañía. Sin que Teresa tuviera que pedirle nada especial, María les sirvió las perdices escabechadas que tenía metidas en botes de cristal esperando alguna ocasión tan importante como aquélla para hacer presencia en la mesa del comedor, acompañadas por una botellita de buen Rioja de las que el hermano de su señora guardaba para obsequiar a sus compañeros de caza de los domingos, pan blanco amasado por ella misma en el horno del patio con harina de estraperlo, y de postre, nueces con miel.
Fueron los propios guardias civiles quienes aseguraron a los habitantes de aquella finca que podrían dormir tranquilos aquella noche, que ellos la pasarían vigilando, como así ocurrió. Aunque poco se durmió en aquella finca, todos en vela por si volvía a sonar el ruido de las cadenas. Teresa tuvo mucho cuidado en hacer creer a los agentes, a los que visitó a la mañana siguiente para darles las gracias, que ellos habían evitado la presencia de los alborotadores bajo sus ventanas. Como también consintió que su hermano presumiera después de que él había desactivado la amenaza de los falangistas de Villanueva. Teresa acudió a verle a su fábrica con la copia de la denuncia en la mano tan pronto como regresó a Madrid. Paco la regañó, con más admiración que disgusto, por haber actuado de manera tan osada y se hizo cargo del asunto. Unos días más tarde apareció por el piso de la calle Alcalá a la hora del café.
—Hermanita, no te van a molestar más. Los culpables han sido amonestados por el Partido —anunció.
Teresa lo dejó estar. Hacía tiempo que tenía asumida la conveniencia de permitir que los hombres de su alrededor la trataran ocasionalmente como si fuera una desvalida. A veces incluso resultaba mejor para todas las partes implicadas.
—Y ¿el Partido ha descubierto lo que pretendían? —Aunque fuera por curiosidad, tenía ganas de saberlo.
—Parece que hubo gente en Villanueva, algunos de los nuestros, qué se le va a hacer, que cuando acabó la guerra y se les quitó la finca a los de UGT y pasaron los meses y tú no aparecías por allí, se creyeron con derechos sobre aquellos campos abandonados. Les ha costado trabajo asumir que la finca nunca será de ellos —explicó.
«Así que era lo que había supuesto María», se dijo Teresa. Pero no se lo comentó a Paco. ¿Para qué? Las cosas no eran tan fáciles en el campo como su hermano creía. En Madrid pensarían que las cosas de un pueblo se solucionaban enviando cartas de amonestación, pero ella era consciente de que las cuestiones por la propiedad de unas tierras no se arreglaban con papeles llegados de la capital.
Los de las cacerolas y las cadenas no volvieron, pero Fermín y Manolo estaban ojo avizor. Les habían visto tomando copas en el bar de Villanueva con varios de los peones contratados en la finca.
—¿Ve a ese de la camisa blanca, y al que va al lado suyo con el azadón al hombro, y a aquel que lleva a la mula por el camino de El Pozo? —señaló Fermín, uno de aquellos miércoles a la mañana—. Esos tres andan por la noche con los falangistas de Villanueva y a mí no me gusta un pelo lo que andan tramando.
—¿Se te ocurre qué podemos hacer? —Teresa estaba, como siempre, dispuesta a cualquier cosa.
—Habría que asustarles. Si tuviéramos un revólver...
—¿Cómo les asustarías con un revólver?
—No sé, quizás disparando delante de ellos.
Teresa se dirigió a la casita de María a dejarle, como tenía por costumbre, su parte del botín semanal que Felipe le enviaba: un cucurucho de azúcar, otro de harina blanco y el paquete de café, que inmediatamente abrieron las dos para prepararse unas tacitas.
—¿Tú crees que esos hombres, los que se quieren quedar con la finca, son fáciles de asustar? —Quería saber su opinión, la más valiosa de todas las de su alrededor.
—Gallinas, eso es lo que son, gallinas. La quieren meter miedo a usté porque saben que sólo si usté se va de aquí, ellos tienen algo que hacer por estos lugares. Si no, de qué...
—María, te quiero. Mete a los niños en casa y no les dejes salir en un rato. —La abrazó, saltó por encima de Manolín y Luisito, que andaban jugando a las chapas por el suelo de la cocina, y se fue corriendo a buscar su Colt. Por un segundo recordó a Elías, conforme tuvo delante a aquel niño que había sido el motivo de que el médico desapareciera de su vida. Pero Luisito y Elías tendrían que esperar. En otra ocasión se ocuparía del uno y del otro. Ahora debía concentrarse en algo más urgente.
Buscó a Fermín.
—Trae a todos los peones a la tierra junto a la casa, ponles a hacer lo que sea, pero en diez minutos les quiero ver a todos trabajando por aquí —le ordenó.
Sacó de la cocina un capacho lleno de tarros vacíos de mermelada, de los que María guardaba en la despensa para luego rellenarlos con salsa de tomate o aceitunas. Los colocó en las escaleras que conducían a la era cuidadosamente, guardando las distancias entre uno y otro de manera similar. Los contó. Doce en total.
Subió a su alcoba. Abrió el baúl. Cogió la pistola. Contó doce cartuchos. Se los metió en el bolsillo.
Salió de la casa. Pasó junto a la sarga. Se dirigió a las escaleras de la era. Volvió a contar los tarros de cristal. Doce.
Procuró no mirar hacia su izquierda, donde sabía que se encontraban los peones trabajando. Empuñó firmemente el revólver que acababa de sacar del bolso. Apuntó.
«Pum-pum-pum-pum-pum-pum.»
Abrió la recámara. Cargó otras seis balas. Volvió a pegar seis tiros.
Se acercó a las escaleras, de las que aún salía humo. Quedaba un fuerte olor a pólvora.
Para ser la primera vez en su vida que disparaba un arma, no se le había dado nada mal. Cinco de los tarros estaban hechos añicos y otros tres, volcados.
María, Manolín, Luisito y el perro de éste llegaron corriendo. La primera, para saber si se encontraba bien, los dos niños, para observar el arma de cerca y, si fuera posible, que no lo fue, hacerse con ella; el chucho, para ponerse a ladrar con fuerza.
—No tiene importancia. Sólo es que me gusta practicar el tiro con mi pistola de vez en cuando —dijo Teresa con un aire de mucha naturalidad y voz alta para ser escuchada por todos los que se encontraran a su alrededor. Por el rabillo del ojo había visto a los peones detenerse, con picos y azadones en el aire. Lucero, que pastaba por allí, daba brincos, hecho un manojo de nervios por culpa del estruendo.
Aquélla fue la mañana en que Fermín le dijo que no parecía una mujer de derechas.
—Ha estao usté de primera. Tres sesiones más de tiro como ésta y aquí no rechista nadie más —le aseguró el encargado cuando la despidió aquella tarde.
A Felipe le pareció una temeridad.
Se lo tuvo que contar porque necesitaba más cartuchos de calibre 45, casi había agotado los que le dejara Jacinto.
—Tú ríete, pero ya es preocupante que mi marido me dejara una pistola para que llegado el caso me defendiera del ataque de los rojos y hete aquí que la he tenido que utilizar para defenderme de los nacionales —le comentó Teresa.
—Así está España, qué le vamos a hacer, en manos de esos brutos de la Falange —concurrió Felipe.
Estaban almorzando un domingo más en la Cuesta de las Perdices. Teresa le pidió que le consiguiera la munición cuando los niños salieron a jugar. También le rogó que no dijera nada a su hermano ni, naturalmente, a sus hijas. Por su parte, él le encargó cuidar de Flip. Se iba de viaje a Inglaterra y estaría ausente cerca de un mes.
—Es peligroso —comentó Teresa—. Inglaterra está en guerra.
—Me he metido en unos negocios de exportación de acero. Precisamente porque están en guerra los ingleses necesitan nuestras materias primas y... —Felipe se detuvo en seco—. Pero, bueno, ¿tú me vas a contar a mí lo que es peligroso? ¿Tú, que andas denunciando a la Falange ante la Guardia Civil y pegando tiros con el Colt 45 en la puerta de tu casa?
Las risas de los dos terminaron con la conversación.
Tal y como era Felipe, cuando Teresa llegó de visita a la finca el miércoles siguiente, Fermín le dio una noticia inesperada.
—Doña Teresa, ha sido un acierto lo del guarda jurado: se han acabado las conspiraciones de los falangistas de Villanueva.
No entendía de qué le estaba hablando.
—Doña Teresa, le hablo del guarda jurado que tenemos trabajando aquí desde el lunes.
Sospechó de qué se podía tratar.
—¿Quién es, por fin, el hombre que ha venido?
—Antonio dice que se llama. Ya sabe usté, el hermano del guarda jurado de La Estacada. Vive allí, pero viene por la mañana y se pone de aquí pa’ allá, camino de Villanueva y vuelta, de día y de noche con la escopeta a cuestas. El lunes empezó y esa misma tarde se acabaron las reuniones de los peones con los falangistas. Un acierto, doña Teresa, se lo digo yo.
También le esperaba un paquete para abrir en la cocina, que resultó que contenía varias cajas de cartuchos del 45 y una nota.
—Para mi Buffalo Bill —decía.
XXX
Las dificultades de Isabel para aprender a hablar francés fueron la causa de que su madre descubriera que en Madrid había otras mujeres como ella, algo que hasta entonces le había parecido cuando menos improbable.
La primera, Lilian. Alta y delgada, como un galgo. De padre vasco y madre inglesa, poco mayor de treinta años, criada en Biarritz y casada con un joven madrileño que se pasó al otro lado durante la guerra civil y terminó su vida de alférez provisional en la batalla de Brunete, de lo que se había enterado ella una vez terminado el conflicto. Sin familia en España, vivía en un pisito interior de la calle Goya. Trabajaba en el colegio de las monjas francesas como profesora de Literatura de su país original. Subsistía con la cartilla de racionamiento. Se evadía acudiendo dos o tres tardes por semana al cine porque le gustaba ver películas de todo tipo y porque, no lo iba a negar, en aquellas salas se estaba más caliente que en su salón. El sueldo del colegio no le daba para enchufar la estufa eléctrica todos los días. Era más barato el calor del cine.
«Otra superviviente, como yo», pensó Teresa cuando se presentó en el piso de Alcalá una tarde de invierno recomendada por las monjas para ayudar a Isabel con su francés y ella le contó la historia de su vida. La contrató inmediatamente para que diera clases particulares a su hija menor dos tardes por semana. Eso fue al principio. Ya antes de las Navidades le había subido el sueldo a cambio de que ayudara a hacer los deberes a las dos niñas todas las tardes, una tarea para la que ella nunca había tenido mucha paciencia. En cambio, Lilian inventaba docenas de maneras para interesar a Teté e Isabel en sus estudios. Ponía a la primera a leer a la segunda cuentos en francés para que ésta comentara luego sus impresiones sobre las aventuras de Pinocho y Blancanieves en ese idioma. Pronto, les dijo, empezarían a hacer lo mismo en inglés.
La primera noche que Teresa tuvo que quedarse a dormir en la finca, Lilian pernoctó por voluntad propia y sin que nadie se lo insinuara en el piso de Alcalá con sus hijas, un detalle que la dueña de la casa le agradeció. A partir de aquel momento, de ama y empleada pasaron a convertirse en amigas. Lilian era una mujer vital, alegre y entusiasta que la empujó casi literalmente a que volviera a tocar el piano y, como si también fuera su maestra además de la de las niñas, la introdujo en el mundo de la literatura francesa, que Teresa se había perdido hasta entonces. La acompañaba a La Casa del Libro de la Gran Vía a comprar tanto clásicos como novedades en su sección dedicada a la literatura extranjera, que ambas leían y luego comentaban. Hacían lo mismo también con novelas en castellano. La familia de Pascual Duarte, de un joven Camilo José Cela, las impactó a las dos, especialmente a Teresa.
—La he dejado dos veces a medio leer, llévate tú esa novela, a ver si la acabas. Yo no tengo ganas de más desgracias —protestaba.
—Esfuérzate y acábala, verás como cuando saques tus conclusiones no la encuentras tan negativa —la animaba Lilian.
También sacaba libros de la biblioteca de la embajada francesa para prestárselos. La poesía de Baudelaire le gustó a Teresa, sobre todo Les fleurs du mal, que le pareció desgarradora, pero romántica. La bibliotecaria, Marie Chantal, una parisina joven y pizpireta, era amiga de Lilian y su compañera de sesiones dobles en el cine. También a ella el amor la tenía atada a Madrid, en su caso su novio, un brigadista internacional que cumplía condena de diez años picando piedra en el Valle de los Caídos. A Teresa le extrañó que aquellas dos mujeres fueran tan amigas a pesar de las obvias distancias ideológicas entre ambas y sobre todo sus posiciones enemigas en una guerra civil que apenas acababa de terminar. En un principio lo achacó a que como ambas eran francesas, quizás reaccionaban de forma distinta a como se hacía en España. Más tarde, cuando visitó el pisito de Lilian, se percató de que, estando Francia ocupada por las tropas alemanas, ambas habían superado sus diferencias en España para permanecer unidas en la defensa de la independencia de su patria. Por eso ni la una ni la otra regresaban a su país. Estaban viviendo su segunda guerra en cinco años. Esta última, a distancia. Pero de forma intensa. Las dos mujeres seguían a diario las noticias por el periódico y la radio de los avances alemanes por Europa y África con mucha preocupación. En la cocina de aquel pisito, sobre un mapa de Europa se dibujaban con chinchetas los avances de los contendientes a lo largo del continente. Igual que Elías había marcado sobre el mapa de España los avatares de la guerra civil.
Lilian y Marie Chantal causaron un gran revuelo en la finca cuando Teresa las invitó a que acompañaran a sus hijas, a Flip y a ella a pasar allí un fin de semana seguido de la fiesta de la Inmaculada. El mismo día de su llegada aparecieron pegando tiros desde el alba Paco y media docena de sus amigos y cuando llegó el mediodía, abandonaron sus escopetas en el patio de la cocina, entraron al comedor para degustar los guisos preparados por María y se encontraron a una francesita pequeña y coqueta y otra alta y distinguida. Inmediatamente dejaron de presumir de perdices cazadas en circunstancias inverosímiles para comportarse como educados caballeros ante aquellas mademoiselles.
—¡Paco...! —le recriminó Teresa cuando le persiguió según salía del comedor en dirección al baño más cercano.
—No te pongas así, mujer, si no les vamos a hacer nada malo. Para una vez que sólo estamos mirando... —protestó su hermano.
—Los hombres españoles son imposibles... —se quejó una vez que los cazadores se volvieron a Madrid, las niñas se acostaron y las tres mujeres se quedaron charlando en torno a la chimenea del salón.
—Como los de todas partes. Pero en el fondo resultan encantadores, ne ce pas? —dijo Marie Chantal.
A la bibliotecaria le había gustado coquetear con aquellos hombres sin preguntarse si eran solteros o estaban casados. A Teresa le resultaba escandaloso que Marie Chantal actuara de aquella manera. A Lilian, en cambio, no le parecía nada mal.
—Los hombres españoles bien educados son encantadores. A mí me gustan más que los franceses, a éstos les encuentro más, ¿cómo diría yo?, ficticios, falsos, afectados en exceso. Quizás por eso me casé con un español, claro está —se explayó la profesora.
—Los hombres son parecidos en casi todas partes. Siempre quieren lo mismo... —rió la bibliotecaria.
Teresa permanecía en silencio, pero en este último punto estaba de acuerdo. Hasta entonces, se daba cuenta, nunca había tenido amigas. Crecida entre su hermano y sus cuatro primos, casada muy joven, no había tenido en su vida más referente femenino que los de su madre y su cuñada Concha, con las que nunca congenió. Ya viuda, había dado su amistad a hombres, no a mujeres. Elías y Felipe eran eso para ella, amigos. ¿O no? Seguramente, sí. Personas en las que confiar, a las que dar cariño y recibirlo a cambio, pero sin la intimidad física de la relación entre los dos sexos. Sí, eso eran, amigos. Para ella, eso eran. ¿Y ella para ellos?
Echaba de menos a Elías. Las niñas también. Las escuchó hablando de él una noche, en una de aquellas confidencias suyas de hermana a hermana, de cama a cama, con la luz de la mesilla ya apagada.
—Teté, ¿tú crees que Elías ya no nos quiere? —preguntaba Isabel.
—No lo sé. A lo mejor le ha pasado algo y por eso no puede venir a vernos. No nos puede haber dejado de querer así, de repente.
—A mí me gustaba cuando me enseñaba a dibujar.
—Yo he dejado de escribir en mi cuaderno de Ciencias desde que no viene.
Teresa estuvo por llamarle, pero luego desechó la idea. No le guardaba ningún rencor por haberse enfadado y haber desaparecido así, de repente, como decía Teté. Pero se daba cuenta de que si ella daba el paso necesario para la reconciliación, él podría malinterpretar sus intenciones. Sólo quería ser su amiga. Nada más. Y, desde luego, no pensaba adoptar a Luisito. Además, se dijo, la Navidad estaba a la vuelta de la esquina y, siendo hombre como era y por lo tanto previsible, estaba segura de que para esas fechas el médico reaparecería.
—¿Vosotras creéis posible la amistad, sin más, entre un hombre y una mujer? —Aprovechó la velada frente al fuego con sus experimentadas amigas para plantear esa cuestión a la que no dejaba de dar vueltas.
Marie Chantal pensaba que sólo era posible ocasionalmente, que el interés de los hombres iba, por naturaleza, dirigido hacia la relación sexual. Lilian aprovechó la pregunta para mantener un largo monólogo sobre la cuestión de la amistad entre hombres y mujeres a través de la literatura universal presente y pasada. Muy interesante, pensó Teresa, pero inútil para aclarar sus dudas.
«Pi, pi, pi... pi, pi, pi.»
El pitido del coche sobresaltó a todos los habitantes de la casa, que almorzaban aquel gélido día de la Inmaculada en el comedor en el que chisporroteaba la chimenea, cargada de troncos de encina, en una comida especial para homenajear a Concha, a la que habían invitado a celebrar en familia el día de su santo.
A través de la ventana, Teresa observó el automóvil, un deportivo rojo, con la capota echada, desconocido para ella. No así el hombre alto que descendía de él, hacía el que corría para abrazarle su hijo, Flip.
—Pensé que habíais desaparecido de la faz de la tierra. Llegué ayer a Santander. He conducido toda la noche. Esta mañana he estado llamando un buen rato al timbre del piso de Alcalá, sin obtener respuesta. Hasta que me dije, ¡ya sé yo dónde se esconde esta familia en cuanto llegan unos días de fiesta! —exclamó al irrumpir en el zaguán.
Felipe entró en el comedor sujetando a Flip por el hombro. El muchacho estaba creciendo tan rápidamente que ya sólo le faltaba una cuarta para alcanzar la altura de su padre. Teté e Isabel completaban la procesión, expectantes. Seguro que habían visto los paquetes que, suponía Teresa, llenarían los asientos traseros del automóvil. El recién llegado saludó cortésmente a las dos francesitas, felicitó muy cordialmente a Concha, que parecía alegrarse de verle, y luego besó la mano de Teresa.
—Merece la pena un viaje atravesando en barco el bloqueo alemán para llegar hasta aquí —le dijo mirándola a los ojos.
A pesar de lo acostumbrada que estaba a las exageradas galanterías de Felipe, Teresa se sonrojó.
—Voy a decirle a María que ponga otro plato para este hombre que por lo que se ve viene hambriento —protestó Concha poniéndose en pie y demostrando un sentido de la ironía impropio de su manera de ser.
Pasaron una tarde agradable a la que contribuyeron los regalos de Felipe. Unas muñecas de China con ojos de cristal que parecían de verdad para las niñas, un chal de cachemira gris para Teresa y una enorme caja de bombones para Concha por su santo, que a saber quién se habría quedado sin ellos, dado que Felipe no tenía prevista esa celebración. Hasta Manolín y Luisito tuvieron sus recuerdos de Inglaterra, dos cajas de soldaditos de plomo que inmediatamente desplegaron por el suelo para librar su primera batalla por los alrededores de la chimenea.
—¿Ése es el hombre del que sólo pretendes ser amiga? —preguntó Marie Chantal cuando las tres mujeres se quedaron al fin solas aquella noche.
—Mon Dieu! —exclamaron las dos francesitas a coro cuando comprendieron, por el silencio de Teresa, que, efectivamente, ése era el caso.
Las tres amigas se estuvieron riendo un buen rato a carcajada limpia.
—Me arrepiento de lo que dije anoche, cuando afirmé aquí mismo que, aunque sólo ocasionalmente, es posible la amistad del hombre y la mujer. Olvídalo. Con este hombre es imposible —dijo Marie Chantal.
—No encuentro paralelismo alguno entre este caso y la literatura universal —sentenció Lilian, y agregó—: En cualquier caso, y sin ánimo de ofender. Si sólo le quieres para ser amigo, por favor, déjamelo a mí para lo demás.
Su ofrecimiento chocó a Teresa. No hubiera creído que Lilian fuera, llegadas las circunstancias, tan fresca como su amiga. ¡Sin duda Felipe les había gustado muchísimo a las dos!
—Está casado, naturalmente... —siguieron preguntando a dúo.
—¿Nooooo...? —Habían observado a su amiga mover la cabeza de un lado a otro.
Se quedaron sin habla, observando cómo Teresa recogía su labor de punto y apagaba los rescoldos de la chimenea, dando así por acabada la conversación.
De vuelta a Madrid, las dos francesitas se empeñaron en llevarla al cine a ver Lo que el viento se llevó.
Teresa se resistía. Con la vida que llevaba, no tenía casi las cuatro horas que se necesitaban para presenciar la película de moda.
—Tienes que ir. Marie Chantal y yo fuimos a verla la otra noche y al salir nos dijimos que la protagonista es como tú; una superviviente de una guerra que se empeña en hacer productiva una finca que ha quedado arrasada. Te va a encantar —dijo Lilian, que se quedó con las niñas para que Teresa fuera al cine con Marie Chantal.
Le gustó muchísimo. No se le hizo larga en absoluto. Pero no estaba de acuerdo con las conclusiones que habían sacado sus amigas.
—No es como yo. Escarlata O’Hara es una egoísta caprichosa que no para de coquetear y que se casa tres veces por puro interés y sin estar enamorada de sus maridos —protestó Teresa cuando las tres se sentaron a picotear algo de cena en la mesa de su cocina.
—Tú eres más decente que Escarlata, de acuerdo —argumentó Marie Chantal—. Pero no me digas que eso de que «a Dios pongo por testigo de que nunca más volveré a pasar hambre» no podía haber salido de tu boca.
—Y de la boca de cualquiera que se haya pasado los tres años de la guerra en Madrid —opinó Teresa con muy buen sentido.
—Si es que, vamos, a tu finca le debías cambiar el nombre y hacer escribir «TARA» en letras gordas en la tinaja que tienes junto a la verja de la entrada. Es tu mismo caso: una mujer joven, guapa y rica que vive sin preocupaciones hasta que padece una guerra civil de la que sale empobrecida y tras la cual decide apegarse a la tierra, cultivarla y alimentar a su familia —elaboró la profesora.
—¡Que no! —protestó Teresa—. Que podrán parecerse las circunstancias, pero que yo no soy ni tan guapa, ni tan frívola como Escarlata.
—Salvando las distancias, que esto es Madrid y no es Atlanta, eres como Escarlata. Y tu Felipe, como Rhet —Marie Chantal dio un paso más en sus comparaciones.
—¿Como quién? —protestó la aludida.
—Como Rhet. Chulo, guapo, engreído y enamorado de Escarlata. Como tu Felipe —insistió la bibliotecaria, que segundos después quiso rectificar—. Salvando las distancias; no digo yo que Felipe sea un estraperlista que se beneficie de hacer negocios a costa de la guerra.
Llegado ese punto, Teresa se puso a recoger la cocina y sus amigas comprendieron que era hora de marcharse.
—No te enfades, pero es que eres igual. Tú no serías capaz de guardar una pistola cargada y dispuesta a ser disparada si alguien te ataca en la oscuridad de la noche cuando te encuentras indefensa en tu casa de campo, pero te pareces muchísimo, de verdad —se despidió Lilian con un beso.
—Y él, también, aunque no sea un estraperlista —fue el adiós de Marie Chantal.
Aquella noche tardó en dormirse. Deseaba que sus amigas no descubrieran a qué negocios se dedicaba Felipe ni jamás sospecharan de la existencia del Colt 45 que seguía colocando cada noche debajo de su almohada cuando dormía en la finca.
Unos días después, Teresa fue sola al cine por primera y única vez en su vida. Quería comprobar definitivamente si Lo que el viento se llevó tenía el paralelismo con su vida que habían encontrado las francesitas. Le dio apuro sacar una sola entrada. Pidió al acomodador que la sentara junto al pasillo. La alumbró de arriba abajo con su linterna, era tan raro ver a una mujer de buena clase acudir sola a un espectáculo... Pero en cuanto hubo terminado el nodo y Vivien Leigh apareció en pantalla con aquel vestido entallado con miriñaque, se quedó de nuevo fascinada contemplando a aquella mujer que en unas cosas se parecía a ella y en otras no, aquella guerra civil tan lejana pero tan fratricida como la que España acababa de pasar y aquel galán que, efectivamente, era tan estraperlista como Felipe, aunque, francamente, ¡ya quisiera su vecino de La Estacada ser tan guapo y sobre todo sonreír como Clark Gable!
Pensó varios días sobre la cuestión, hasta sacar sus conclusiones definitivas. La historia se parecía, de acuerdo. Porque el suyo era un argumento universal. La mujer coqueta y frívola que se vuelve fría y calculadora, la guerra, los clásicos prototipos de hombres enfrentados: por un lado, el decente, por otro, el pícaro. Como en Lo que el viento se llevó aparecía una guerra, una finca y una mujer echada para delante, sus amigas habían llegado a la conclusión de que la película era la versión norteamericana de la vida de Teresa.
Pero no lo era, no. En la vida real, recapacitó en uno de los largos paseos que le gustaba dar por el Retiro, a pesar del frío que azotaba Madrid ya en vísperas de Navidad, cuando volvía de dejar a las niñas en el colegio, las cosas no son tan blancas y tan negras como en las películas de Hollywood. Felipe se dedicaría al estraperlo, pero era un ingeniero interesado en el progreso de la Ciencia, un buen padre para su hijo y muy buen amigo de sus amigos. Jacinto podía haber tenido la apariencia del discreto Ashley, pero ¡menudo golfo había resultado ser! Y ella misma se parecía a Escarlata en la determinación por sacar adelante una finca arruinada. En lo demás —la falta de escrúpulos, el casarse sólo por despecho, la inexistencia de fundamentos morales y religiosos en su vida— era totalmente distinta a su persona.
Esperaba reunirse con Lilian y Marie Chantal para comentárselo, pero no hubo lugar. Se empeñaron en llevarla a ver Historias de Filadelfia ese mismo jueves, tras dejar a las niñas a pasar la tarde en casa de Mercedes. La película les gustó muchísimo a las tres.
—Espero que hoy me digáis que me parezco a Katharine Hepburn. Me haría mucha más ilusión que lo de Vivien Leigh —les dijo Teresa mientras se tomaban un té en una cafetería de Goya antes de pasar a recoger a sus hijas.
—Es alta como tú. Y morena. Y lleva melenita corta. Si eso te consuela... —dijo Marie Chantal.
—No, no —interrumpió Lilian—. Esta historia también tiene un paralelismo con tu vida. Fijaos... La chica de alta sociedad que va a casarse en segunda nupcias, como tú, Teresa, podrías hacer si te lo propones. Y he aquí el dilema. ¿Se casa con el primer marido de nuevo, aunque sea un golfo y un bebedor? ¿O prefiere otro prototipo de hombre, el que es decente y del que se puede fiar? Porque éste es el argumento de fondo, las dudas de cualquier mujer cuando tiene que elegir entre un hombre atractivo que es bastante probable que la acabe engañando o un hombre más gris de cuya fidelidad futura no cabe la menor duda.
Teresa no dijo nada. Pero tomó nota interior. Se había dado por aludida.
Dejó a sus amigas en la cafetería, aún discutiendo. Marie Chantal se inclinaba por el marido golfo y atractivo, Lilian, por el gris y fiable. Se entretuvo un rato con Mercedes, se llevó a sus hijas al piso, les preparó de cenar y, ya en la cama, se planteó a sí misma el dilema planteado en la película que viera aquella tarde. ¿El marido guapo y poco fiable era Felipe? ¿El serio y decente Elías?
—¡Basta! —se dijo en voz alta mientras apagaba la luz.
Katharine Hepburn había preferido casarse con Cary Grant en lugar de con James Stewart porque ¿qué mujer no habría tomado la misma decisión en su lugar?
Y ella, Teresa, tenía unas amigas estupendas que se divertían en el cine y luego al salir seguían disfrutando aún más al comparar los argumentos que habían seguido durante dos horas con sus vidas aburridas y las de sus conocidos. Pero ni Madrid se parecía a Atlanta o a Filadelfia, ni ella a ninguna heroína del celuloide, ni los hombres que tenía alrededor tenían nada que ver con Clark Gable o Cary Grant.
«Esto último —se dijo antes de quedarse dormida— sí que es una pena.»
XXXI
Elías apareció cuando Teresa le esperaba: el veinte de diciembre. Llamó por teléfono aquella mañana. Dijo que quería hablar con ella, quien comprendió que deseaba hacerlo a solas. Le invitó a tomar café al día siguiente, cuando sus hijas estuvieran en el colegio.
Aunque no habían transcurrido tres meses desde que discutieron, Teresa le encontró cambiado. Más serio que de costumbre, con andares lentos, alguna cana en la sien. Y, eso sí, sin señas de que continuara enojado. La saludó con cortesía, tomó asiento ante la mesa del comedor y comenzó a hablar lentamente, como si tuviera ensayado lo que quería decir, aun antes de que Águeda apareciera con la bandeja que contenía la cafetera, las tazas y sus platos y una bandejita con pastas.
—Sé que te debo una explicación muy larga desde hace mucho tiempo —anunció.
A Teresa no le dio tiempo de corroborar que así era antes de que él se lanzara a hablar.
—Antes de que empezara la guerra, cuando triunfó el Frente Popular, Jacinto y yo nos prometimos cuidar de la familia del otro si a alguno de nosotros nos ocurría algo malo. Ya sabes dónde militaba él, lo que no sé si conoces es que yo estaba muy comprometido con el Gobierno. Por entonces tenía carné del Partido Socialista. A pesar de nuestras diferencias políticas, nos habíamos hecho grandes amigos a lo largo de muchas noches de guardia compartidas en las que la conversación era el único remedio para mantenernos despiertos en la sala destinada a los médicos de Urgencias. Cuando a él le echaron del trabajo, yo protesté ante la dirección de Cruz Roja, aunque, por los resultados, advertirás que fue en vano.
Águeda había entrado en el comedor con el café. Teresa le indicó por señas que dejara la bandeja sobre la mesa y se retirara.
—Los dos —prosiguió Elías— habíamos llegado por distintos caminos, él hablando con su gente, yo con los míos, a la conclusión de que desgraciadamente lo más probable era que el grave deterioro político que ya se estaba vislumbrando desembocara en una guerra civil. A veces, incluso bromeábamos sobre cuál de los dos bandos acabaría ganando. Pero las chanzas se tornaban pronto en miedo. No tanto temor por la suerte que uno u otro pudiéramos correr, sino por nuestras familias. Yo, recuerdo, acababa de ser padre. Roberto nació unos días antes de que selláramos nuestro pacto. Él, no hace falta que te lo diga, adoraba a vuestras hijas. Ambos temblábamos, en sentido literal, al pensar que pudiera ocurrirles algo malo. A Jacinto, que entonces era aún diputado, y a mí, militante de un partido de izquierdas, nos aterraba por igual que los pequeños se convirtieran en víctimas inocentes de nuestras respectivas determinaciones de trabajar por el futuro de nuestro país desde opciones políticas concretas.
Teresa le sirvió el café como a él le gustaba, solo. Ella le puso al suyo un poco de leche y un terrón de azúcar de estraperlo y comenzó a beberlo a sorbitos. Él ni siquiera miró a la taza.
—El primero que puso sobre el tapete la idea de nuestro acuerdo fue Jacinto. Recuerdo una noche de guardia de invierno con mucho frío —nuestro hospital nunca estuvo acondicionado debidamente para los inviernos madrileños y sigue sin estarlo— en la que me dijo, con estas palabras: «Elías, eres el único amigo que tengo de izquierdas». Y me acuerdo también de que yo le contesté: «Pues lo mismo digo: no tengo otro amigo de derechas más que tú». Primero nos reímos a coro y, ya más serio, él me dijo que creía que iba a perder las elecciones, que temía por su vida y que nunca se perdonaría que a ti y a tus hijas os pasara algo malo por haberse metido él en política. Estaba muy pesimista, lo veía todo muy negro. Yo, la verdad, no creía entonces que las cosas fueran a salir tan mal. Estaba muy contento por lo que se suponía que iba a ser la victoria de las izquierdas en las elecciones que estaban convocadas. Creía que con ello se iba a abrir en España una época de igualdad y libertad para todos. Eso sí, apreciaba de verdad a Jacinto y me dolía su angustia. «¿Quieres que me comprometa a cuidar de tus hijas si te pasa algo malo?», le dije, tratando de animarle de la manera que mejor se me ocurría.
Elías se interrumpió. Al fin se dio cuenta de que tenía ante sí el café. Se lo bebió de un sorbo.
«No sabe cómo seguir contando lo que me quiere decir a continuación», pensó Teresa.
Ella esperó en silencio, con paciencia.
Elías carraspeó.
—«Necesito que me prometas que si voy preso, si me matan, cuidarás de que Teresa no corra mi misma suerte; ni que la detengan, ni que la asesinen —me pidió—. Y también que mis hijas sufran lo mínimo que pueden sufrir unas niñas pequeñas en su situación.»
Volvió a llevarse a los labios la taza de café, que estaba vacía, tanto como él nervioso. No le estaba resultando fácil en absoluto, se dio cuenta Teresa, hablar con ella de cuestiones tan personales, de cosas habladas entre Jacinto y él que, al revelarse, rompían el secreto con el que nacieron entre aquellos dos buenos amigos.
—Te quería contar cómo fue, para que sepas que tú fuiste lo primero que me pidió.
Teresa le sirvió más café y aguardó. Ahora venía lo de Luisito.
Elías miró a la taza fijamente.
—También me rogó, como te puedes imaginar, que cuidara de su hijo.
Su hijo. Teresa se levantó, fue hacia el balcón, abrió levemente una de sus hojas. A veces el portero ponía demasiado fuerte la calefacción.
—Y, luego, ¿él te prometió a ti...? —preguntó a Elías, dando por finalizado el capítulo del niño.
—¿No quieres saber cómo fue lo de Luisito, cómo conocí al chico, cómo...? —protestó él
—No. No quiero. Sigue, por favor.
Él parecía desilusionado. Pero continuó.
—El caso es que Jacinto me juró solemnemente que si el perdedor de la guerra era yo y sufría las represalias, Roberto y Paquita estarían bien. Yo, la verdad, dejé que lo hiciera sin mucho convencimiento. Nunca creí que fueran a ganar los rebeldes, así que no me pude imaginar que se tuvieran que depurar responsabilidades entre los vencidos, ya ves... Y, por supuesto, yo le prometí que haría lo mismo con vosotros. Ya en vísperas del 18 de julio —prosiguió Elías su relato— Jacinto apareció por Madrid, después de varios meses de ausencia porque, como yo le recomendé, se había marchado a la finca. Vino una tarde al piso, recuerdo el horroroso calor que hacía, nos dijo que estaba a punto de comenzar la guerra y que temía que a ti y a él os detuvieran. Sin que nos lo tuviera que sugerir, nosotros nos ofrecimos para acoger a tus hijas. Era, sin duda, el único lugar seguro para ellas si, como se suponía, fracasaba el alzamiento en Madrid. Toda vuestra familia era de derechas y las niñas no habrían estado a salvo en otro hogar que no fuera el nuestro. Lo demás, ya lo conoces.
Elías puso final al relato. La miró, satisfecho de haber terminado con la tarea impuesta. No sabía que aún le aguardaba lo más difícil.
—Todo este tiempo, desde que terminó la guerra, ¿nos has estado visitando y cuidando porque se lo prometiste solemnemente a Jacinto? —le espetó Teresa a bocajarro.
—No —respondió escuetamente él.
Elías quería dar por terminada la historia a comienzos de la guerra civil. Ella no.
—Tú dirás —le retó.
Había perdido su nerviosismo inicial. Ahora el médico hablaba de forma resuelta, directa, apasionada.
—Hacernos cargo de vuestras hijas nos cambió la vida a Paquita y a mí. Incluso, no te alarmes, te explicaré todo lo que quieras conocer, fue buena parte la causa de nuestra separación —confesó Elías—. Tú tendrás, sin duda, tus propios recuerdos de cómo fueron las jornadas siguientes a aquel 18 de julio, que en tu caso supongo dramáticos. Para mí y para Paquita, la llegada de tus hijas a nuestra casa constituyó el momento en el que tomamos conciencia de la gravedad de la situación. Hasta entonces sólo sabíamos que se había producido una sublevación militar y que en Madrid había resistido el Gobierno, lo que nos parecía muy bien. ¿Sabes que ella era la responsable de UGT de Enfermería de la Cruz Roja hasta que pidió la baja por maternidad? De pronto, allí llegaron dos niñas tan guapas, tan inocentes, tan bien educadas, tan tímidas y con aquella mirada de miedo que se hacía transparente en sus ojos. Y vosotros dos, asustados como dos conejos perseguidos por un montón de cazadores, que veníais cada tarde a abrazar a las pequeñas y os marchabais con lágrimas en los ojos, conscientes de que quizás aquélla era la última vez que las ibais a ver. Era desgarrador.
—Por Dios, Elías, que me has dejado helada de pensar que nosotros tuvimos la culpa de vuestra separación, explícate —le apremió Teresa. Prefería que acabara aquella parte del relato. Recordando aquellos tiempos estaba a punto de llorar otra vez.
—Aguarda un poco, y no te preocupes —la tranquilizó—. Te quería contar que aquella tarde en que no aparecisteis ninguno de los dos a visitar a vuestras hijas constituyó para mí el momento más duro de mi vida. Ahora que ya ha pasado todo, te puedo decir que siempre recordaré el llanto de la pequeña Isabel, que todas las noches a partir de ese día y hasta que tú saliste de la cárcel se durmió llena de lágrimas mientras confesaba a Paquita aquello de «mi mami y mi papi ya no nos quieren», que se me quedó grabado en el corazón. Las explicaciones de Teté: «Que sí nos quieren, Isabel, que sí nos quieren; que es que se los han llevado los hombres malos», me hicieron cambiar de opinión sobre todas las bondades que hasta entonces había esperado del Gobierno de izquierdas. Me desilusioné por completo. Y días después, te aseguro que me hundí en una terrible depresión. Quizás tú no lo puedas comprender, pero para mí resultó terrible conocer que Jacinto estaba encerrado en una checa del Partido Socialista, de mi partido. En un primer momento, cuando me enteré, pensé que tendría mano para lograr su liberación. Hice muchas gestiones, apelé a dirigentes del Partido. Nadie me hizo el menor caso. Decían que Jacinto era un fascista, que se merecía todo lo malo que le estuviera pasando. Y yo volvía a mi casa, hecho polvo, y allí estaban las dos hijas del supuesto fascista, atentas a que sonara el timbre de la puerta para volver a ver a su padre con vida. Finalmente, cuando comprendí que no podía hacer nada por tu marido, me avergoncé de los míos. Y te confieso que aún hoy siento vergüenza.
Teresa le fue a interrumpir de nuevo. Él gesticuló para que le dejara continuar.
—Contesto a tu pregunta. ¿Os he cuidado sólo porque se lo prometí a Jacinto? No, Teresa. Os he cuidado porque os quiero. Tus hijas son el espejo de lo que a mí me gustaría conseguir para Roberto. Cariñosas, buenas, listas y bien educadas. Como Paquita se llevó a mi hijo a Albacete, y apenas si le veo, pasar las tardes con la pizpireta Teté y la dulce Isabel es para mí un gran consuelo. Y en cuanto a ti, a pesar del esfuerzo que me costó conseguir tu libertad, te confieso que me siento en deuda contigo. Estar a tu lado es un privilegio. Eres una mujer excepcional. Te lo habrá dicho mucha gente...
Recordó la carta póstuma de Jacinto a sus hijas. ¡Para qué le iba a decir que sólo se lo habían dicho una vez y cuando ya era demasiado tarde!
—Las cosas, a su debido momento. Te contaré lo de Paquita, ya que lo quieres saber —siguió hablando Elías—. Es una mujer estupenda y tus hijas, por sí mismas, no tuvieron que ver nada en nuestra separación. Ella les tomó auténtico cariño y disfrutó como yo de su presencia en nuestro piso. Incluso, recordarás, estuvo dispuesta a llevarlas consigo a Albacete para que estuvieran más seguras. Pero no comprendió el cambio político que se produjo en mí. Para Paquita, vuestro caso, dramático, sí, era una excepción que no debíamos tomar como síntoma de los males de aquel Gobierno en el que habíamos depositado nuestras esperanzas. Me ayudó a conseguir que salieras en libertad, se dolió como yo por la muerte de Jacinto, había trabajado codo a codo con él, fue la enfermera que siempre le acompañaba en sus largas horas de cirugía, pero no consideraba que el Frente Popular fuera el culpable de aquel asesinato. Todo aquello nos distanció. Cuando yo me deprimí, nuestra vida en común se tornó primero en conflictiva, luego en un infierno.
—¿Cómo sigue ahora?
—Está bien. Es la jefa de Enfermería del hospital provincial. Cuando regresó a Albacete, se fue a vivir con un antiguo novio, que acabó preso después de la guerra, pero que finalmente salió en libertad, su familia es de derechas. Se casaron. Él tiene ahora una empresa de camiones de transporte, creo. Y también un hijo en común. Sólo lamento lo difícil que me resulta ver a Roberto. No tengo más día libre que el domingo y el viaje en moto de ida y vuelta a Albacete se me hace imposible. Ahora vendrá para pasar unos días por Reyes conmigo. ¡Le echo tanto de menos!
«Qué buen hombre, este Elías», pensó Teresa poniéndose en pie.
—Te invito a que me acompañes a buscar a las niñas al colegio. ¿Sabes que la otra noche sorprendí a Isabel preguntando a Teté si es que ya no las quieres?
—Aclararé este punto en cuanto las vea. Pero aún quería contarte una cosa más.
—Y yo hacerte otra pregunta, pero hace mucho frío para que las niñas esperen en la calle.
Salieron bien abrigados, Elías con el cuello del abrigo levantado, Teresa con una gruesa bufanda, ajustándose los guantes. Aquella esquina de Alcalá con Príncipe de Vergara era en invierno un remolino de viento del norte chocando con el fresco del Retiro, casi imposible de soportar.
—¿Me querías contar...? —planteó Teresa a través de su bufanda, que le tapaba la boca.
Elías se detuvo frente a un escaparate de ropa de niños, buscando un resguardo para los dos.
—Me gustaría adoptar a Luisito —dijo despacio, con voz muy firme.
Teresa le miró sin girarse, a través de la luna del escaparate. Parecía estar en sus cabales. Acababa de decirse que era un buen hombre. Ahora creía que podía ser excesivamente bueno.
—¿Estás seguro? —Ahora sí, Teresa se colocó frente a él.
Elías asintió.
—¿Se lo prometiste también?
—No, eso no se lo prometí a Jacinto. Yo necesito tener un hijo y él, un padre. Pues ¡ya está!
Teresa echó a andar. Se les hacía tarde.
—No es tan sencillo. Y ¿cómo le vas a cuidar, si estás todo el día en el hospital? —quiso saber.
—Buscaré a alguien que le atienda. O le meteré interno en un buen colegio. Pero seré su padre y me ocuparé de él.
A ella le parecía una barbaridad.
—Elías —trató de razonarle—. Luisito está bien. Se está criando en el campo, en el mundo que él conoce. María le ha recogido como un hijo más, está creciendo junto a Manolín, con el que se lleva como si fuera su hermano. Precisamente yo tenía pensado apuntarles a los dos a la escuela de Villanueva a partir del curso que viene...
Teresa le vio hacer una mueca de incredulidad.
—... pues sí, señor, a la escuela de Villanueva —continuó diciendo Teresa—. La misma donde estudió Jacinto, que llegó a médico, ya lo ves. No soy una desalmada, no lo soy. Voy a cuidar de ese chiquillo hasta que crezca y se pueda valer por sí mismo. Lo cual no quiere decir que me lo traiga a vivir a mi casa. Además —ahora fue ella la que se paró, en la esquina de Goya, para dar más énfasis a su discurso—, tú eres un hombre joven, ¿qué tienes, cuarenta años? ¿Quién te dice que no te vas a casar y tener hijos propios?
—No me voy a casar —proclamó Elías en una voz tan alta que una señora que pasaba a su lado tirando de la correa de un perrito se detuvo a observarles.
—¿Por qué sabes que no te vas a casar? —preguntó Teresa. La señora del perrito se hizo la entretenida a su lado.
—Porque sólo me casaría contigo. Y tú no querrás nunca casarte conmigo —anunció él.
Teresa y la señora curiosa echaron a andar, la segunda hablando consigo misma, la primera como si no hubiera oído lo que acababa de escuchar.
Anduvieron unos minutos en silencio.
—¿Qué querías preguntarme? —planteó Elías, con voz amistosa, al llegar al cruce con Ayala.
Ella señaló a sus hijas, que les habían divisado. Le iba a haber preguntado por qué no la había llamado en tres meses, pero ya no lo quería saber.
—¡Elías! —gritaron a coro las niñas mientras corrían hacia ellos.
Él las recibió agachándose. Las abrazó a ambas.
—¿Por qué no venías a vernos? —preguntó Teté.
—Creía que ya no nos querías —afirmó Isabel.
Tomó a cada una de una mano y enfiló Príncipe de Vergara abajo, con Teresa detrás, como si estuviera sobrando.
—No he venido porque he estado enfermo. Tenía una de esas enfermedades infecciosas que se contagian y no quería pegárosla. Pero ya estoy bien —explicó.
Se volvió hacia Teresa.
—Tuberculosis. Un caso leve. He estado dos meses internado en Guadarrama. Estoy curado —susurró, sin darle importancia.
Las niñas disfrutaron aquella tarde de la presencia de Elías en su casa. Isabel sacó del altillo del armario sus pinturas y el cuaderno de dibujo y se puso a trabajar afanosamente en crear un paisaje. Teté desenterró su libro de Ciencias del fondo de su baúl y le hizo prometer que la llevaría una tarde a recoger hojas de los árboles del Retiro. Los tres estuvieron encerrados hasta la hora de cenar.
Lilian, sin alumnas a las que repasar los deberes, se quedó a merendar con Teresa en el comedor.
—Así que éste es el compañero de hospital de tu marido, el que recogió a tus hijas cuando os detuvieron y luego te sacó a ti de la cárcel.
—Y con el que estoy en deuda, ahora ya de manera irreparable. Dejamos de hablar después de una discusión, he estado por llamarle varias veces en los últimos tres meses, pero no lo he hecho. Y hoy aparece y me entero de que ha estado internado. Con tuberculosis. Nunca me lo podré perdonar —exclamó una compungida Teresa.
—No lo sabías, no te culpes, mujer. A tus hijas les gusta mucho ese hombre, por lo que veo.
—Para ellas es él lo más cerca que tienen a un padre. Elías tiene un carácter, no sé si lo dará la profesión, muy parecido al de Jacinto. Teté e Isabel ven en él a su querido papi cuando les lee cuentos y las lleva de paseo a observar los árboles para luego pintarlos o guardar sus hojas.
—Las niñas siempre necesitan una figura paterna para crecer interiormente de forma adecuada —razonó la profesora.
Teresa se quedó pensando en silencio. Siguió así, ya sola, en la cama, hasta bien entrada la madrugada, después de que Elías y Lilian se marcharan, discutiendo animosamente por la escalera, y las niñas se acostaran, tras una conversación con su madre a la hora de cenar a propósito del reencontrado Elías.
—Mami, teníamos que haberle cuidado cuando ha estado enfermo —se lamentó Teté.
—Es cierto, tesoro. Me siento muy mal por no haberlo hecho. He dejado pasar un día tras otro sin llamarle, pensé que él estaría ocupado y por eso no se ponía en contacto con nosotras. Ha sido un error por mi parte —reconoció Teresa.
—Le podemos querer más desde ahora para compensar que no nos hemos portado bien con él —razonó, sentimentalmente, a su manera, Isabel.
—Lo haremos —anunció su madre, que, ya en un tono de broma, sugirió a sus hijas—: Pero luego no me digáis que preferís salir a comer el domingo con Felipe y con Flip.
Se hizo un silencio en la mesa.
—El domingo sí preferimos salir a comer y a jugar con Flip —reconoció Isabel.
—Y los jueves por la tarde es el día que vamos a casa de Mercedes —recordó Teté.
—Pero tenemos los lunes y los martes y los viernes y... ¡las vacaciones! —saltaron las dos a la vez.
—Ahora que viene la Navidad, le podemos convidar. A mí me gusta mucho que Elías venga a casa —concluyó Isabel.
—A mí me recuerda a papá —sentenció Teté.
Después de aquello, Teresa se dio cuenta de que se sentía muy mal con aquel hombre que le salvara la vida. ¡Ni siquiera había acudido a su lado cuando estuvo enfermo! Le recordaba en aquella cafetería de la Gran Vía donde ambos se repusieron de haber reconocido a Jacinto entre las fotografías de los asesinados, ante su tumba del cementerio de Vicálvaro, en sus escapadas al cine, que fueron la única evasión de aquellos años de hambre y miseria. Y, paralelamente, estaba conmovida por su declaración de amor, así de sopetón, en medio de la calle.
Nadie se le había declarado antes, ni de esa manera extraña, ni de ninguna otra. Los pretendientes que tuvo de soltera acudieron a visitar a su padre para pedirle su mano. Hasta que llegó el turno de Jacinto, todo lo que hizo ella fue decir que no a través de la mediación paterna. Ni siquiera su marido le había dicho que la quería antes de la boda. Ningún hombre le había hablado de casarse o no casarse de forma directa, en persona.
Sabía que no quería casarse con Elías. No estaba enamorada de él. No le había echado de menos en los meses que pasó sin su presencia. No sentía nada parecido a lo que había sentido por Jacinto antes de su boda, incluso después. Él lo sabía, ¿no le había reconocido que ella jamás se querría casar con él? Para ella era un amigo. Un amigo muy querido, con el que se encontraba muy bien; podía hablar con él con más confianza que con nadie que conociera.
No quería, reconocía asimismo, que desapareciera de su vida. Por sus hijas y por lo que le debía. Estaría en deuda con él todos los días de su vida. Y, al menos hasta que crecieran y encontraran marido, Teté e Isabel necesitarían a Elías. Era el único hombre que llenaba para ellas el hueco que les había dejado Jacinto. Felipe y su tío Paco las querían, sí, les hacían regalos y las sacaban a pasear en automóvil. Pero no las trataban con el amor, la paciencia y la ternura de aquel padre que habían perdido y de este Elías que Teresa no deseaba que perdieran también.
Se acurrucó bajo la manta, sin llegar a ninguna conclusión. Tenía que dormirse un par de horas antes de que, aún sin un rayo de luz entrando por la ventana, las niñas saltaran a su cama. En aquella casa de madrugadoras no hacía falta el despertador. Se acordó de Escarlata: «Mañana —se dijo— será otro día».
XXXII
¡Qué asco!, ¡qué asco!, ¡qué asco! Isabel, no entres a la cocina, que te mueres del asco —gritó Teté, irrumpiendo en el comedor, donde todos los ocupantes de la casa estaban desayunando.
Naturalmente, Isabel corrió hacia la cocina. Volvió a los pocos segundos.
—Mami, ven a ver esto, que María está operando a una gallina —chilló la niña.
Ahora ya, Teresa, Lilian, Elías, Roberto, Manolín y Luisito se pusieron de pie y se dirigieron a la sala de operaciones casera.
Efectivamente, María estaba operando a una gallina.
La tenía sujeta entre las piernas. El animal no se movía. Le había rajado el pecho, que estaba desplumado, hasta la garganta. Tenía unas pinzas en la mano.
—Shhhhhhhhhh —les dijo para que bajaran la voz.
Con las pinzas extrajo del buche del ave una piedrecita, dos, tres.
Tomó la aguja hilvanada que había metido en un cuenco de vinagre que reposaba sobre la mesa de la cocina. Cosió cuidadosamente el pecho de la gallina. La dejó en el suelo, a sus pies.
—¿Qué pasa, que nunca habían visto hacer esto? —protestó María.
Excepto Manolín y Luisito, para los cuales aquella visión no suponía ninguna novedad y ya habían regresado al comedor a terminar con el bizcocho, los demás estaban demasiado atónitos para contestar.
—Na’ más que tenemos siete gallinas y una no ha salido ponedera. Así que en cuanto veo que una anda pachucha, la opero. Ésta mismamente —señaló a la que permanecía bajo su silla— esta tarde ya pone un huevo. Se acaban muriendo si no se le sacan las piedras del buche, ¡y anda que no les gusta comer piedras a las condenadas!
Sólo Elías supo reaccionar.
—¿Qué le has dado para que se quede tan quieta? —preguntó.
—Le he metío una rica ración de miga de pan mojao en buen vino empujando por el pico pa’ abajo —explicó María—. Usted, que opera a gente, ¿qué les da?
Elías soltó una carcajada. La procesión volvió hacia el comedor, sin ganas ya de seguir desayunando, con lo que se ahorraron comprobar que los dos rapaces habían terminado con el bizcocho y las mermeladas.
—¡Qué asco!, ¡qué asco! No pienso comer más huevos en esta casa —fue repitiendo Teté a lo largo de la mañana, hasta que su madre se cansó de escucharla.
—Pues cómo siento —le dijo— que ya no vayas a tomar ni bizcocho, ni rosquillas, ni leche frita.
La niña ya no protestó más.
Habían viajado a la finca para recibir el año, pese a las protestas de las pequeñas, que disfrutaban más en Madrid con las meriendas, los cines y las visitas al circo. Se habían conformado porque les acompañaban Roberto y Elías. Además, Teresa les había prometido que la víspera de Reyes acudirían también Paco, Marisa y sus primos y contarían con la visita de Felipe y Flip, que pasaban la Navidad en Sevilla con los parientes de este último. Lilian, de vacaciones en el colegio, se había sumado a la pandilla. Marie Chantal, sin embargo, había rechazado la invitación.
—Está rara y misteriosa. Tiene pinta de que se ha echado un novio, pero no suelta ni prenda —confesó su amiga la profesora.
A pesar de que el motivo de la estancia de todos ellos en aquella casona pareciera festivo, la verdad era que la dueña de la finca necesitaba pasar unos días trabajando, sobre todo con las cuentas. Sus finanzas no habían mejorado, pese a lo que Paco pagaba por la caza y la venta del aceite y las almendras en otoño. Fermín le tenía preparadas varias carpetas para revisar. El trigo ya estaba sembrado y los jornales pagados. No se habían registrado más caceroladas ni incidentes de ningún tipo. Se había vendido la almendra y la aceituna. Con ese dinero y el de la caza se podían pagar todos los gastos hasta el verano. A partir de ahí, dependerían de la cosecha. El invierno había comenzado con lluvias.
—De momento, todo marcha sobre ruedas. Pero dependemos del agua que caiga en primavera —sentenció Fermín.
Todos sus ahorros estaban en aquella hierba que crecía como pelusa por las tierras que se extendían a la derecha, a la izquierda, al fondo de la casa. Si llegado el verano el trigo había crecido y madurado, ella sería de nuevo la propietaria de una próspera finca. Si no, preferiría no pensar en las consecuencias.
Como no podía hacer crecer el trigo empujando los tallos con sus propias manos, decidió entretener a sus invitados. Los días soleados invitaban a las excursiones y Teresa organizó viajes en carro hasta El Pozo para recorrer las ruinas visigodas de sus afueras, un picnic para almorzar en lo alto de Las Peñas, una visita a la iglesia mozárabe de Villanueva, siempre sin perder de vista aquellos surcos arados entre los que asomaba la hierba.
—Mamá, ¿por qué cuando sales por la mañana lo primero que haces es acercarte al sembrado y por la tarde, cuando recogemos la bicicleta y los patines porque se va a hacer de noche, te vas otra vez a mirar la hierba? —Teté, siempre tan observadora, se había dado cuenta de su preocupación.
—Porque si crece el trigo, así, muy recto y muy alto, con espigas llenas de grano grande, seremos ricas. Pero si se estropea y se queda bajito, ¡uf!, ¡mejor será que no te cuente lo que nos puede pasar! —confesó Teresa a su hija mayor.
A partir de aquel momento, se arrepintió de haber hecho ese comentario. Con Isabel en el secreto y unas hijas aún más impacientes que ella, tuvo que presenciar cómo cada mañana las niñas sacaban la regla de sus estuches de lápices, medían los pequeños tallos y se lamentaban de la pobreza que les acechaba.
—Me temo que volveremos a comer sopa de lentejas todos los días —avisó Teté.
—Y otra vez nos tendremos que beber la leche sin ponerle azúcar —se dolió Isabel.
Su madre tuvo que explicarles el ciclo de crecimiento y maduración del cereal. Las niñas se apaciguaron. Ella no. Lo de la sopa de lentejas dependía de la lluvia de la primavera.
Por las tardes helaba en cuanto se ponía el sol y las chimeneas del salón, el comedor y la cocina no cesaban de tragarse arrobas y más arrobas de leña. Roberto se incorporó de inmediato al dúo Manolín-Luisito, que le admitieron para jugar a las chapas y a los soldaditos de plomo a cambio de que el recién llegado les prestara su balón de reglamento con el escudo del Real Madrid CF. Lilian repasaba con las niñas sus deberes hasta la hora de cenar. Como se temía la dueña de la casa, Elías aprovechó la primera ocasión en la que se quedaron a solas para plantearle la cuestión de Luisito.
—Sé que es un tema doloroso para ti y por eso disculpo que no te ocupes mucho del niño. Lo comprendo. Pero déjame que ese papel de tutela del mocoso lo haga yo —propuso.
Elías estaba decidido. Pero ella no se encontraba preparada. No había asumido que fuera el hijo de su marido. Cada vez que le miraba, le recordaba a Jacinto. Y ahora, que ya estaba curándose de las heridas de su fracasado matrimonio y del trágico final de su esposo, ¿por qué tenía que afrontar el futuro de aquel chiquillo? Pero, por otra parte, le dolía decir que no a un hombre como Elías, al que debía tanto.
—Tengo dudas de que se quiera ir contigo. Pero inténtalo —accedió, con la sospecha de que Luisito no querría salir de donde se encontraba.
Elías abordó al pequeño la tarde siguiente. Le llamó para hablar con él y le invitó a sentarse a su lado en el sofá. Teresa les observaba haciendo punto en su butaca, como si estuviera ausente.
—¿Te gustaría vivir en Madrid? —le preguntó.
Luisito le miró con resquemor, pero permaneció muy quieto en su asiento.
—¿Me tengo que ir de aquí? —preguntó con un tono de voz neutral.
—No, no tienes que irte si no quieres. Te pregunto si te gustaría vivir en Madrid, como Teté y como Isabel, en un piso con muchas comodidades, y asistir al colegio para aprender a leer y tener allí amigos para jugar con ellos —le tentó.
El niño le observó sin decir palabra, inmóvil, durante un rato.
—Luisito, dile lo que piensas sin ningún temor. Es un amigo. No te quiere hacer ningún mal. Anda, háblale como si me hablaras a mí —intervino Teresa—. ¿Te gustaría vivir en la ciudad, aprender cosas interesantes en el colegio y luego venir aquí los días de fiesta y las vacaciones?
—A mí me gusta estar aquí. Manolín es mi amigo. La María me da de comer. Manolo me está enseñando a cazar con trampa. Tengo a Pancho, mi perro. Aquí doña Teresa dice que voy a ir a la escuela de Villanueva al año que viene —dijo el niño, y luego se calló.
Elías le dio una palmada y un caramelo y le mandó que volviera a jugar a las chapas con Roberto y Manolín.
—Será difícil que le convenzas —comentó Teresa.
—Sobre todo, si me permites que te lo diga, si tú no deseas que lo haga —remató Elías.
El médico buscó después la colaboración de Lilian.
—¿No crees que estos niños, Manolín y Luisito, deberían estar ya aprendiendo a leer? Roberto, que es más pequeño que ellos, ya distingue las letras. Me interesa tu opinión como profesora —la halagó.
Había metido a Manolín en el mismo saco para no delatarse, pensó Teresa.
—Con seis y cinco años están mejor jugando. Se les ve contentos. Su madre los quiere. Están sanos. Hasta el curso que viene, o incluso el otro, no necesitan ir a la escuela. Pero, si queréis, les voy enseñando ya las letras —dijo la siempre práctica Lilian.
—Luisito no es hijo de María. Su madre le trajo aquí hace seis meses, le abandonó porque no podía alimentarle. —Elías dudó unos instantes, luego prosiguió—: Estoy pensando adoptarle y llevármelo a Madrid. Me gustaría proporcionarle una buena educación para que el día de mañana sea un hombre de provecho.
Lilian se sobresaltó. Pero, discreta, no dijo palabra hasta que el médico la invitó a hacerlo.
—¿Tú qué opinas?
—No sabemos el trauma que ese niño lleva dentro de sí, ni lo mal que lo ha pasado. Pero digo yo que si al fin, después de malvivir cinco años, ha llegado aquí y hace sólo seis meses se ha encontrado con una familia que le quiere y le alimenta y otro chaval que le trata como un hermano, yo le dejaría adaptarse a su nueva situación. Tiene mucho tiempo por delante para estudiar y elegir carrera. Ahora lo importante es que encuentre paz y amor.
«Esta mujer es un tesoro», se dijo una vez más Teresa para definir a su amiga.
Pero por la noche, su mejor hora para pensar, se dio cuenta de que le daba pena de Elías.
Le tomó por el brazo cuando marchaban de excursión por la Cañada Real a la mañana siguiente y le separó del resto del grupo.
—He estado meditando lo de Luisito. Lilian lleva razón en que por ahora es mejor que el niño se quede aquí. Yo necesito también tiempo para aceptarle de corazón. Pero respeto tu decisión de adoptarle y te ayudaré. Hagamos un trato: cuando llegue el verano, que ya hará un año de su llegada, si sigues queriéndole, te lo llevas. Pero te recomiendo que desde ahora te vayas ganando su confianza. Juega con él, como juegas con Roberto. Interésale en lo que haces. Ven a verle. Tráele juguetes, ya sabes cómo son de egoístas los niños. Conquístale.
Elías no contestó. Se quedó parado en medio del camino. Cuando Teresa, que había echado a andar, se volvió hacia él para preguntarle por qué no la seguía, se lo encontró enjugándose las lágrimas en la manga de su camisa.
Para él, se dijo a sí misma, adoptarle iba a ser una alegría. Para ella, aceptarle supondría un doloroso proceso.
Más difícil aún se lo puso su hermano Paco cuando llegó con los suyos al día siguiente en un automóvil cargado de escopetas, que bajó a la vista de todos, y de paquetes de regalos de Reyes que ocultó hasta que los niños estuvieron dormidos por la noche.
—Ese niño se parece mucho a Isabel —comentó de pronto a su hermana. Estaban los dos solos tomando café en el comedor y Luisito entró corriendo, se refugió unos momentos detrás de la silla de Teresa y al poco salió volando otra vez hacia el zaguán perseguido por Manolín.
Ella miró de un lado a otro para cerciorarse de que nadie la iba a escuchar.
—Se parece mucho porque son hermanos de padre —afirmó, sin dar mucha importancia a sus palabras.
Paco se quedó pensando un rato largo.
—¡Válgame Dios! —exclamó finalmente.
Transcurrieron unos minutos más antes de que se atreviera a preguntar.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí?
Teresa le puso al corriente de la situación entre susurros. No quería que se enterara nadie más. Le explicó sus reticencias a hacerse cargo personalmente del niño y el interés de Elías por adoptarle.
—Siempre me has parecido una mujer valiente. Ahora te tengo que decir que te admiro de verdad. Sabes que cuentas conmigo para cualquier cosa que necesites. Y te lo digo de verdad, hermanita, ¿hay algo que pueda hacer por ti con este niño?
Paco había pronunciado palabras sin duda de corazón, pero Teresa quería aprovechar la oportunidad que se le brindaba para plantearle cuestiones que le rondaban por la cabeza desde mucho tiempo antes.
—¿Por qué tenéis que ser tan sinvergüenzas? ¿Por qué tenéis que iros con otras mujeres que no son las vuestras? —Habló sin resquemor, como si estuviera preguntando a su hermano qué hora era. Más que con otro ánimo, con curiosidad.
Paco la tomó de la mano. Sonrió.
—No te lo sé explicar, pero así es. Injusto para una mujer como tú. Pero así es...
Él debió de pensar que ahí se terminaba la conversación. Se equivocaba.
—¿Papá tuvo algún hijo por ahí? —preguntó Teresa.
—No. Que yo sepa... algo golfo ya era. Pero hijos, no, no creo.
—¿Cómo murió? —Eso era lo que se preguntaba a menudo.
Paco se sobresaltó. Pero aceptó el envite.
—De un ataque al corazón, en la cama de una amiga suya. Una cigarrera. Que, mira por dónde, se llamaba Carmen. Ella me llamó. Fui corriendo a aquel pisito de la calle Echegaray. Todavía vivía. Yo le metí en un taxi y nos fuimos a la Cruz Roja. Jacinto intentó salvarle. Pero ya era tarde. Le di dinero a aquella mujer para que se comprara el piso que le tenía alquilado papá. ¿Quieres saber algo más?
—No, ya es bastante por hoy —respondió Teresa, aliviada—. Vamos a dar un paseo, tengo que guardar a Lucero en el establo.
Salió del comedor del brazo de su hermano. Por lo general, prefería saber la verdad que imaginarse lo peor. Excepto en el caso de Luisito. ¡Lo tranquila que ella hubiera vivido sin conocer de la existencia de aquel niño!
Los Reyes se portaron bien con todo el mundo. Dispuesta a tirar la casa por la ventana, aunque ésa fuera la última vez, Teresa regaló a sus hijas dos Mariquitas Pérez, las muñecas de moda, que venían con vestiditos blancos de piqué parecidos a los de sus dueñas, quienes sólo las abandonaron cuando al fin hizo acto de presencia Flip, que bajó del automóvil de su padre portando un paquete con forma de lo que era: un roscón gigante. Felipe y Paco se dieron muchas palmadas en las mutuas espaldas para demostrar la alegría que les producía encontrarse, Felipe y Elías se estrecharon las manos con educada frialdad y mayores y pequeños disfrutaron de un festín de corderitos asados por María. Cuando, ya cansados, con el sol poniéndose en el horizonte, cada uno comenzó a recoger sus regalos y a prepararse para regresar a Madrid, Teresa cumplió con su costumbre de recoger a su viejo caballo, después de dejarle pastar a su aire durante el día.
Se asustó cuando vio una sombra proyectada sobre la pared del establo. Felipe la estaba esperando allí.
—Te quiero pedir un favor —dijo con voz amable.
—Dime —respondió Teresa, mientras introducía a Lucero en el interior.
—Que no decidas casarte con el médico hasta el próximo 8 de septiembre.
Movió la cabeza y sonrió, incrédula.
—No me voy a casar con Elías ni antes ni después del próximo 8 de septiembre —le confesó.
—Pero él te lo ha pedido. —Lo dio por hecho, para ver si ella se lo contaba.
—Felipe —dijo mirándole a la cara—. No me voy a casar ni con Elías ni con nadie antes del próximo 8 de septiembre. Ni seguramente después de esa fecha, tampoco. Así que vamos a la casa, que nos están esperando.
Cuando a la mañana siguiente subieron al carretín para que Manolo las llevara a la estación del tren, Isabel volvió a preocuparse por su futuro.
—Mami —quiso saber—, ¿cuándo dices que vamos a saber si somos ricas?
—A finales de verano, hija. Todo va a suceder a finales del próximo verano —respondió.
La niña entendió una cosa. Pero Teresa se refería a más de una.
XXXIII
Eres una madre rarísima. Te pones contenta los días que llueve —observó Teté mientras Teresa le abrochaba el impermeable sobre su uniforme azul marino de tablitas sin dejar de canturrear.
Camino del colegio, las tres cobijadas bajo un gran paraguas, les explicó lo importante que era la lluvia para que creciera el trigo que ya había germinado aquella primavera. Por eso estaba contenta. Todo iba bien en la finca, a la que seguía acudiendo cada miércoles.
Pero en mayo dejó de llover. Las niñas, que miraban al cielo tanto como su madre, se alarmaron. Teresa las tuvo que tranquilizar.
—Puede que este año no nos hagamos muy ricas, pero tampoco nos vamos a convertir en pobres. Yo os prometo que nunca más os pondré de comer sopa de lentejas y que jamás faltará el azúcar en esta casa —les aseguró.
«Por Dios, hay días que me pongo como Escarlata», reconoció para sí.
—Pues deberías estar preocupada. Dice Flip que su padre lo está porque parece que viene un verano de sequía —puntualizó Teté.
Se calló porque no quería explicar a sus hijas de dónde salían el azúcar, la mermelada, la leche condensada, las galletas inglesas y todas aquellas cosas con las que se alimentaba su pasión por los dulces, ni tampoco criticar a Felipe en su presencia. Pero ¡mira que estar preocupado por la sequía! ¡Como si él viviera del campo!
La vida de las chicas había encontrado una plácida rutina que complacía a su madre. Después de los sobresaltos y el horror de su primera infancia, se merecían acabar de crecer con cariño y tranquilidad. Teté era una estudiante brillante, sobre todo en Matemáticas y en Ciencias, y ya estaba aprendiendo a tocar el piano. Isabel sacaba aprobados raspados con la ayuda de Lilian; Elías decía que dibujaba como los ángeles y que tenía madera de artista. El médico las visitaba cada martes y cada viernes al salir del hospital. Los jueves tocaba merendar en casa de Mercedes, donde, al parecer, aquel Gonzalo tenía encandilada a la mayor de las niñas, que se hacía y deshacía las trenzas varias veces antes de llegar al portal de la calle Velázquez. El domingo era el turno de Isabel ante el espejo para prepararse para la comida con Flip y su padre. Y al final del día de fiesta, el tío Paco pasaba invariablemente a darles un beso y regalarles alguna chuchería antes de tomarse una copa en el salón junto a Felipe y su madre.
Ésta les había organizado una fiesta infantil para celebrar el cumpleaños de las dos en compañía de sus amigas del colegio, los niños de las meriendas de Mercedes, todos los primos y, naturalmente, Flip. Todos ellos abarrotaron el piso y dejaron en Teté e Isabel la falsa creencia de ser las hijas de una madre potentada, cuando lo cierto era que Teresa les dio de merendar gracias a un envío extra de productos de estraperlo y a las tartas que regaló su cuñada Marisa. Su economía estaba en las últimas.
Paco, que era la única persona a la que había confesado su preocupación, no se anduvo con rodeos.
—Cásate con él —recomendó, después de dar un trago a su gin tonic, al poco de que Felipe se hubiera marchado un domingo por la noche.
—No me puedo casar con un hombre porque es rico —protestó airadamente Teresa.
—No te tienes que casar con Felipe porque es rico, no he dicho eso —precisó su hermano—. Hay docenas de razones por las que podrías, incluso deberías, casarte con él, la primera de las cuales es que está loco por ti desde que tiene uso de razón. Si además es rico, pues mejor.
Paco llevaba razón, pensó Teresa por la noche. Pero ella también. Si se arruinaba con la finca y a continuación se casaba con Felipe, éste, y sobre todo ella, pensarían que lo había hecho por su dinero. Pero, por otra parte, reconocía que el hecho de que la hubiera emplazado al 8 de septiembre, primer aniversario de la muerte de su mujer, constituía un seguro de que aunque todo en su vida se le pusiera cuesta arriba, sus hijas no volverían a comer sopa de lentejas.
—Primero tendré que pensar si me quiero casar con él. Y luego ya veremos en qué fundamento mi decisión —se dijo a sí misma en un susurro antes de apagar la luz de la mesilla.
Ya sabía, por desgracia para ella, que en tres meses, como los que entonces le quedaban para el 8 de septiembre, podían suceder demasiadas cosas a su alrededor.
El primer imprevisto consistió en el repentino interés de Elías por Lilian.
El médico empezó acompañando a la profesora hasta su portal cuando ambos se marchaban martes y viernes, ya de noche, de casa de Teresa. Primero la profesora ayudaba a las niñas con los deberes y luego, cuando el médico llegaba, él jugaba con ellas. Ponía a Isabel a pintar y dejaba que Teté le leyera las historias que escribía, mientras Lilian y la dueña de la casa se iban a tomar un té al comedor. Las dos sabían que las chicas preferían estar a solas con Elías en el cuarto de juegos.
—Es un hombre extraordinario. Estoy tan contenta de que dedique dos tardes a la semana a hacer el papel de padre de mis dos hijas que nunca se lo agradeceré bastante. Y mira que tengo motivos en mi vida por los que darle las gracias —confesó una tarde Teresa a su amiga.
Lilian pareció ruborizarse.
—Te tengo que contar algo —susurró.
Teresa le indicó con la cabeza y una sonrisa que comenzara.
—¿Sabes que tiene por costumbre dejarme en la puerta de mi casa antes de tomar el metro de Cuatro Caminos? Pues... pues...
—Anda, sigue, ¿es que no tienes confianza? —la animó.
—Me ha pedido que si quiero ir al cine con él el domingo. Pero yo... no sé...
—¿No quieres ir?
—No es eso. Es que yo no sé si tú...
«Otra que pensaba que había algo entre Elías y ella más que una buena amistad», se dijo Teresa. ¡Ojalá fuera cierta una historia entre estos dos! Para Teresa y sus hijas sería lo mejor. Él no había vuelto a hablar de su interés en casarse, pero ella siempre tenía el resquemor de que en cualquier momento se empeñara en una boda imposible que pusiera en peligro la relación del médico con aquellas chiquillas que le consideraban casi un padre.
—Si estás pensando que me va a parecer mal que mantengas un romance con Elías, te equivocas. Para mí él es un gran amigo. Sin más. De hecho, me estás dando una alegría. Te puedo decir que me gustaría muchísimo que os convirtierais en una pareja. Él es estupendo y tú también. Mis dos mejores amigos juntos, ¡qué bien! —Teresa se estaba entusiasmando.
—Para, para, por favor. Sólo me ha pedido ir al cine el domingo —dijo cautelosamente Lilian.
Teresa paró. La profesora era de su misma edad, así que ¡allá ella si creía que cuando un hombre te quiere llevar al cine un domingo es sólo para ver una película!
A partir de entonces, se tomó un interés especial en observarles a los dos. ¿Se miraban más cuando coincidían en el cuarto de juegos de las niñas? ¿Bajaban las escaleras más juntos que antes? Una noche incluso creyó verles alejándose del brazo por la calle Alcalá cuando se asomó para cerrar el balcón después de despedirles.
Lilian, siempre tan discreta, no soltaba prenda. Teresa callaba. No quería entrometerse. Pero tenía tanta ilusión puesta en aquella relación que el día que, desesperada por la falta de lluvia, recordó una de las ancestrales costumbres de doña Enriqueta cuando se encontraba en apuros y fue a encender una vela ante el Cristo de Medinaceli para pedir por el fin de la sequía, acabó poniendo dos. A Elías le convenía una mujer cariñosa, culta y comprensiva como Lilian. A ésta, un médico decente y fiable que la sacara de aquel pisito oscuro al que le bailaban los baldosines del suelo cuando se los pisaba. A ella, por qué negarlo, reconoció mientras prendía la vela con la que les encomendaba, un sustituto de padre para sus hijas sin la necesidad de casarse con la madre de las criaturas.
No fue éste, sin embargo, el único romance surgido a su alrededor.
—Te lo tengo que contar. Y mira que lo siento —anunció Lilian una de las tardes que no las había visitado Elías cuando hubo terminado de dar clase a las niñas.
Teresa respiró aliviada. Creyó que, al fin, su amiga le iba a hacer partícipe del estado de su relación sentimental con su mutuo amigo el médico. La hizo sentar en el sofá. Se acomodó en su mecedora favorita.
—Tu hermano —dijo Lilian.
—¿Le pasa algo malo a Paco? —Teresa se levantó del asiento, como una autómata.
—Marie Chantal —agregó Lilian.
Teresa volvió a sentarse.
—¿Mi hermano y Marie Chantal? —preguntó con gesto de curiosidad, pronunciando bien cada sílaba, como si quisiera cerciorarse de que su amiga no se había equivocado al pronunciar sus nombres.
Lilian movió la cabeza afirmativamente.
—Cuenta, cuenta —le pidió.
—Pues verás. Anoche salimos a cenar varias profesoras para celebrar que Cecile, una de ellas, se casa el sábado que viene. Generalmente nuestras cenas acaban temprano, todas tenemos que madrugar. Pero como lo de ayer era una despedida de soltera, terminamos en el restaurante y nos fuimos a tomar unas copas a un local de la calle Cedaceros. ¡Ni te quiero contar el dolor de cabeza que aún me dura! Y el caso es que estábamos riendo y charlando, cada una ya por nuestro segundo ginfizz, ¿sabes lo que es un ginfizz? ¿No? Pues algo buenísimo de tomar, pero que a la mañana siguiente lo tienes clavado aquí en la sien... —dijo Lilian señalándose el lado derecho de la cabeza.
—Y ¿entonces...? —Teresa no veía que aquél fuera el momento en que ella tuviera que aprender en qué consistía esa bebida de nombre tan raro.
—Pues entonces —prosiguió Lilian— de pronto me vuelvo hacia la izquierda para hablar con Cecile, que estaba sentada a ese lado mío, en un taburete, y al fondo de ella veo, así como si fuera una fotografía desenfocada, a una pareja en un diván, que se está riendo y brindando en ese preciso instante, cada uno de ellos con una copa de champán en la mano. Y me digo: ¿y a mí que me suenan sus caras? Y entonces enfoco, así, como si fuera la lente de una cámara fotográfica. Y ¡casi se me cae el ginfizz al suelo! Aquí, a la izquierda, tu hermano Paco, de traje oscuro y corbata gris. A la derecha, Marie Chantal, con una falda negra y una blusa muy elegante de seda color crudo con tablas grandes, así de arriba abajo, y un lazo cerrando el escote...
—Y ¿te vieron? —Teresa no estaba para detalles de ropa o bebidas.
—Marie Chantal habló con tu hermano al oído. Yo dejé de mirar de frente, ya sólo les observé de reojo. Él pagó, se levantaron y se marcharon por el otro lado. Te contaré que tuvieron que dar un rodeo para salir, porque la puerta quedaba por donde nosotras nos habíamos sentado...
Teresa permaneció callada un rato. Estaba cavilando cómo había contactado su hermano con la francesita. Creyó recordar que el día en que se la presentó en la finca le comentó que ella trabajaba de bibliotecaria en la embajada francesa, ¿o fue unos días después, cuando Paco quiso saber de dónde había sacado aquellas amigas tan agradables? ¡Claro! Y más tarde, Lilian había sospechado que Marie Chantal tenía un novio secreto. Pero ¿cómo iban a imaginar ellas de quién se trataba?
—Siento mucho, de verdad... lo siento muchísimo... haberte traído una noticia tan mala... pero he creído que mi deber como amiga era informarte de una cosa así... aunque sea para darte un disgusto. —Lilian parecía compungida.
Teresa soltó una carcajada. Su amiga la miró abriendo mucho los ojos. Sorprendida.
—Lilian, no te preocupes. Ésta no es una mala noticia. Es, simplemente, una noticia. —Siguió riendo.
—Pero es tu hermano... —protestó.
—¡Y qué! Podría ser el tuyo, si tuvieras un hermano como yo. O mi primo, si a mí me quedara alguno, o mi marido si aún viviera. O mi padre. O el vecino de enfrente. O el portero. O el tendero de la esquina. Sé que prácticamente todos los hombres que he conocido en mi vida han mantenido alguna aventura amorosa a espaldas de su esposa. Y los que no, es porque no han tenido ocasión, o porque yo no me he enterado. —La risa de Teresa se transformó en una mueca de sarcasmo—. Y digo yo, por una cuestión de aritmética, que por cada uno de ellos debe de haber una Marie Chantal por ahí...
—¡Jesús! —Después de esa exclamación, Lilian se santiguó.
—Si ya sé que es pecado y que no está bien. Pero es lo que hacen. A ver si te crees que mi hermano le ha puesto una pistola al cuello a tu amiga la bibliotecaria. ¡Pues no! De haberle puesto algo, habrá sido un pisito.
—Es que me escandaliza lo que estás diciendo —protestó la profesora.
—Es la realidad y no debemos vivir de espaldas a ella. Lo único que podemos hacer tú y yo es huir de los hombres que se comportan de esa manera. Aquí me tienes a mí, viuda, treinta y seis años, aún de buen ver y sin compromiso. Y te tenemos a ti, gracias a Dios, que has encontrado a Elías, que te digo yo que es uno de los pocos ejemplares que quedan que son de fiar. ¿Te va bien con él? —Aprovechó el fin de su disertación para tratar de averiguar lo que tanto le interesaba.
—Seguimos yendo al cine los domingos —concedió Lilian.
«Bueno —se dijo Teresa—, tampoco ha llovido todavía. A veces el Cristo de Medinaceli se toma un tiempo en hacer sus milagros.»
Para el milagro de la lluvia, no tardó mucho. A mediados de junio empezó a llover y estuvo cayendo agua mansamente, como tenía que ser, una semana entera. Teté se pidió una bici para no tener que montar de prestado en la de su hermana e Isabel, un caballete, una paleta y pinturas de las de verdad. Su madre les contó el cuento de la lechera. Pero ella misma se prometió que en cuanto vendiera el trigo, se compraría un caballo.
La lluvia debía de ser la causante, pensó en un principio, del lamentable estado en que se encontró a Luisito cuando llegó a la finca el miércoles siguiente.
—Tie’ mucha fiebre desde hace tres días y aunque le he dao estas pastillas que me dejó don Elías pa’ cuando a los críos les sube la temperatura, no se mejora en na’ —explicó María.
Haber criado a dos hijas y haber estado casada con un médico concedían a Teresa suficiente experiencia para saber a primera vista que aquel niño estaba muy enfermo. Le metió una cucharilla en la boca mientras María le alumbraba con un quinqué y comprobó las grandes placas con manchas blancas que casi le taponaban la garganta y los bultos a ambos lados del cuello. El pequeño tosía mucho, tenía la frente ardiendo y el pulso muy acelerado. Lo más preocupante de todo, apenas sí podía respirar.
—Manolo, ensilla el carretín. Deprisa. Voy a buscar a Fermín. Hay que encontrar la manera de llevar a este niño a Madrid —anunció.
Todos ellos tenían experiencia en partir con rapidez.
En dos minutos salieron trotando, los dos hombres en el pescante y Teresa con Luisito envuelto en una manta en brazos en el asiento de atrás. Se llevó una botella de agua que el niño no podía beber, pero con la que le iba mojando los labios. Antes de llegar a El Pozo, le pareció que no le oía respirar. Le colocó el oído en la cara. De su boca salía un hilo de aire, sólo de vez en cuando.
En un minuto más, Fermín se había puesto al volante de un automóvil, sin explicar de dónde lo había sacado. No había tiempo. Teresa se sentó a su lado con el niño, después de despedir a Manolo. Por segunda vez en su vida, ya era casualidad, aquel hombre tenía que conducirla a la carrera, cuidadosa pero rápidamente, de El Pozo a Madrid. Cinco años antes había sido para salvar la vida de su familia. Ahora se trataba de evitar la muerte de otro más de sus miembros.
Varias veces en el trayecto Teresa tuvo que hacerle la respiración artificial. Lo había aprendido de jovencita en el colegio gracias a una práctica monja francesa y más tarde había visto cómo lo hacía Jacinto. Cuando creía que Luisito había dejado de respirar, aplicaba su boca contra la del niño y aspiraba, espiraba con fuerza. Una vez y otra hasta que notaba de nuevo aquel hilo de aire brotando entre los labios del pequeño.
Ya circulando por la Castellana, pensó que no llegarían a tiempo a la Cruz Roja. La cara de Luisito estaba cambiando de color. Sus mejillas se habían vuelto blancas. Pidió a Fermín que se saltara los semáforos. A partir de Cuatro Caminos, ella misma utilizó su mano izquierda para ir apretando el claxon sin parar.
Se tiró del automóvil cuando aún no había parado de frenar. Entró corriendo en el hospital con el niño en brazos. Fue a tropezar y una mano la agarró por detrás. Dios estaba de su parte. Era Elías.
—Luisito. Viene medio muerto. —Se lo entregó.
Esperó mucho rato sentada en un banco del pasillo, agarrada fuertemente de la mano de Fermín. Tuvo tiempo de sobra para recordar cómo aquel niño había llegado a la finca, lo que había llorado por lo que significaba su presencia allí, años después de la muerte de su padre. Sintió remordimientos por haberle dejado al cuidado de María en aquel lugar tan remoto, sin medicinas y sin médicos...
—Enseguida salen. Es usted una valiente. Aguante un poco más —le decía su encargado, que no encontraba manera de que Teresa dejara de llorar.
Una enfermera pronunció su nombre y la condujo hasta el final del pasillo y a través de una puerta hasta una camilla colocada en una esquina de la sala de urgencias. Allí estaba Luisito. Vivo. Con una mascarilla de oxígeno en la cara y un suero inyectado en la muñeca.
—Es un caso grave de difteria. No puedo decirte que está fuera de peligro porque te mentiría. Tenemos que esperar unos días a ver cómo evoluciona —le contó Elías—. Quiero que sepas —agregó— que si no le hubieras traído esta mañana, hubiera muerto. Le has salvado la vida.
Era un consuelo, pero no mucho. Elías le buscó una silla para que se sentara al lado de la camilla. Un Luisito casi inconsciente buscó su mano.
Ya en una habitación del hospital, con otros dos pacientes en otras dos camas, Teresa acercó una butaquita, la colocó frente a la cabecera de Luisito y tomó la determinación de no moverse de allí hasta ver si el niño sanaba.
Tampoco podía. Una vez que confesó a Elías que le había practicado el boca a boca, el médico decidió que no debía regresar a su casa hasta pasados tres días como mínimo.
—Es una enfermedad que se propaga por contagio directo. Generalmente sólo ataca a los niños, pero tenemos que esperar tres días, su período de incubación, para conocer si la padeces tú también. Lo más probable es que no sea así, pero hasta estar seguros no es bueno que te acerques a tus hijas. Podrías contagiarlas —explicó.
Lilian fue a recoger a las niñas al colegio. Elías iría a verlas más tarde para comunicarles lo ocurrido. El médico despachó a Fermín después de que éste prometiera que trasladaría al hospital a cualquier persona, pequeña o mayor, que viviera en la finca y que en los tres días siguientes padeciera dolor de garganta.
Elías debió de explicar muy bien lo ocurrido a las niñas, porque regresó con cartas de Teté e Isabel diciéndole que no se preocupara, que se portarían bien con Lilian, que se iba a quedar a dormir en el piso, que diera a Luisito besos de su parte y que esperaban que pronto se pusiera bueno. Era la primera vez que le escribían, y que se separaban, desde que Teresa estuvo en la cárcel. En esta ocasión, a ella no le importó. Aquel niño de seis años, tan parecido a Isabel, con aquellos ojos verdes y la nariz respingona, lleno de pecas, la necesitaba. En cuanto se despertaba de su sopor, sacaba una de sus manitas de debajo del embozo y esperaba a que Teresa se la apretara. Sólo así se volvía a dormir, tras una escena que se repitió docenas de veces en los tres días y las tres noches en las que ella permaneció sin despegarse del lado de su cama.
Al cuarto día, quedó claro que Luisito viviría y que Teresa no había contraído la difteria. Volvió a su casa un domingo por la tarde en compañía de Elías y allí la esperaban, como si fueran parte de un solemne comité de recepción, Paco, Marisa, Felipe, Flip, Lilian y sus hijas. La aplaudieron. Y luego, cuando el médico contó los detalles de cómo había salvado la vida del pequeño poniendo en peligro la suya, la admiraron.
—Luisito mejora tan rápidamente que mañana le voy a dar el alta. ¿Adónde quieres que le lleve? —preguntó Elías, a punto de marchar.
—Tráelo aquí. Yo le cuidaré.
—¿Has decidido qué quieres hacer con él?
—Sí —dijo con mucha firmeza—. Quedármelo y criarle como a un hijo.
Pese a que él mismo había expresado el deseo de adoptarle, Elías asintió.
—Será una suerte para él tener una madre como tú —dijo mientras salía por la puerta, camino del hospital para visitar por última vez en el día a aquel pequeño que les había cautivado a los dos.
—¿Te importa que me lo quede en lugar de dejar que le adoptes tú? Pensaba que era eso lo que querías —le dijo Teresa en voz baja para no ser escuchada por quienes aún se encontraban en el piso.
—Todo lo contrario, me parece muy bien. ¿Recuerdas que la idea fue mía? Así tendré más motivos de los que ya tengo para venir a esta casa varios días a la semana.
XXXIV
Conociendo a sus hijas, no les dijo que quería adoptar a Luisito. Dejó que ellas mismas, cada una a su manera, llegaran a esa conclusión.
Las llamó a capítulo, sirviéndoles una estupenda merienda en el comedor porque, les dijo, tenían que hablar de algo importante.
—Me tenéis que ayudar a cuidar de este niño, que ha estado a punto de morirse. Va a tardar algún tiempo en curarse del todo y cuento con vosotras para conseguirlo. Para que una persona sane, ya sabéis, es importante que se sienta querida por la gente que tiene alrededor. Os pido, por favor, que me deis ideas. ¿Qué podemos hacer nosotras para conseguir que se ponga pronto bueno? —les planteó.
—Yo le puedo enseñar a dibujar. Y le voy a prestar mis lápices de colores. Bueno, los más gastados. Y le quiero regalar unos cuentos que tengo a medio colorear de cuando era pequeña. Y le tendré cariño para que se cure pronto —se ofreció Isabel.
—Pues yo —anunció Teté— le voy a leer cuentos. Y le voy a ayudar a hacer un cuaderno de Ciencias porque él siempre ha vivido en el campo y sabe cosas como distinguir un lagarto de una salamandra. Y tú, mamá, le deberías enseñar a leer, que ya tiene edad, pero si tú no tienes tiempo, le enseñaré yo.
Para empezar no estaba mal, pensó Teresa. Tuvo que contener a sus impetuosas hijas porque tan pronto se merendaron las ensaimadas que les había traído de Mallorca, la nueva pastelería abierta en la calle Goya donde, ¡al fin!, se podían comprar bollos y pasteles, para facilitarle la labor de convencimiento, ya querían enseñar a leer y a pintar al pobre Luisito, que andaba medio dormido en la alcoba pequeña, donde le tenía instalado.
—Vuestras ideas son estupendas. Chicas, me alegra mucho tener unas hijas tan generosas y tan llenas de excelentes propuestas. Pero —advirtió— de momento Luisito está muy débil y lo que necesita es que le visitéis a ratitos y os sentéis junto a su cama y le habléis un poco para que él sienta que le queremos y no tenga miedo de estar aquí.
Las dos asintieron en silencio. Por experiencia propia, conocían la necesidad de obtener seguridad y cariño en circunstancias difíciles. Teresa tuvo la certeza de que cooperarían.
—Y, cuando se ponga bueno, ¿se va a quedar a vivir con nosotras para siempre? —La pregunta de Teté le sentó como un puñetazo en el estómago. Pero tenía a gala no engañar nunca a sus hijas.
—Ya veremos. Ahora no es ésa nuestra preocupación. —Las niñas volvieron a asentir. El peligro había pasado.
La recuperación de Luisito estaba retrasando su viaje al campo, donde a Teresa le aguardaba mucho trabajo. Estaba llegando el momento de cosechar. Pero Elías, que visitaba al pequeño todas las tardes, aún no creía conveniente su traslado. Las niñas se aburrían en el piso, sin más entretenimiento que el de hacer compañía a aquel niño que se había colado de pronto en sus vidas. Flip pasó, con su padre, a despedirse de ellas: se iba a pasar el verano al Puerto de Santa María con su familia sevillana.
Felipe regresaba a Inglaterra. Ahora que Alemania había atacado, al fin, a Rusia, él veía cada día más clara la futura victoria de los Aliados.
—Estaré fuera más de un mes. Pasaré a verte a la vuelta. ¿Estarás en la finca?
Teresa asintió.
—Deberías tomarte unas vacaciones cuando acabe la cosecha. Te veo cansada. Hemos salvado el trigo por los pelos, ¿eh? Pero si te vas a alguna parte, no lo hagas con el médico, por favor.
Teresa rió.
—Te echaré de menos —dijo alzando la copa en la que se había servido de la botella de whisky que Paco mantenía siempre preparada para la visita de cualquiera de ellos dos en la puerta derecha del aparador.
Ella no tuvo tiempo de echar de menos a nada y a nadie en las semanas siguientes. Menos mal que Lilian se mudó también a la finca y se ocupaba de que las niñas se bañaran en la alberca. Por las tardes las enseñaba a jugar al tenis. Mientras, María consiguió con sus guisos la recuperación total de Luisito, que ahora vivía en la casa grande y dormía en la alcoba sin ventana contigua a la de Teresa, pero seguía teniendo en Manolín a su compañero de juegos y a Pancho vigilando cada uno de sus movimientos. Elías les visitaba los domingos. Uno de ellos llevó a Roberto en el sidecar de su moto, así que el pequeño se quedó asimismo en aquella casa que parecía estirarse siempre para acomodar a todo el que quisiera permanecer allí.
Teresa les veía de lejos. Mientras seguía de cerca el trabajo de la siega, les oía chapotear en el estanque. Cuando conseguía llegar, exhausta y sudorosa, al comedor, ya sólo le aguardaba su plato y la siempre servicial María dispuesta a llenárselo; los otros ya estaban echando la siesta. Por la tarde escuchaba desde la era el ruido de la pelota desde la cercana pista de tenis. Por la noche se daba un buen baño y se acostaba sin tomar otra cosa que un vaso de leche ni saludar a nadie. No podía ni con su alma.
Era ya mediados de julio aquel día en que Fermín estrechó su mano en el granero. Todo el trigo se había recogido. Y allí estaba almacenado, esperando su traslado al almacén de Villanueva. Y que lo pagaran.
—Asunto concluido. Hemos terminado —anunció.
Teresa le apretó la mano. Se quedó con ganas de abrazarle.
—Pague los jornales y tómese unos días de descanso —ordenó.
—Mire que tiene usté prisa. Cuando la paguen. Entonces cobrarán y para entonces me iré unos días a las fiestas de El Pozo, que hay una moza por allí, que no le digo na’...
—No me diga, Fermín, no me diga.
El día siguiente al que cobró, tomó el tren de Villanueva a Madrid. Compró una bicicleta para Teté, un caballete, con paleta y dos docenas de tubos de pinturas al óleo para Isabel y un futbolín para Luisito. Hizo que le embalaran los paquetes y se los facturaran en el último tren de la tarde a Villanueva.
Después llamó a su hermano, que la invitó a que almorzara en su casa.
—Ya tengo dinero. He vendido el trigo. Y ahora me voy a dedicar a la patata alemana y tengo aseguradas las ayudas a la reforestación y... —comenzó a anunciar, muy ufana, mientras compartía con Paco y Marisa el gazpacho que les había servido la criada.
—... Y has acabado exhausta. Déjate de patatas una temporada y descansa. Se te ve en la cara que lo necesitas. ¿Estás sola en la finca? —Seguía siendo su atento hermano mayor.
Cuando les hizo el recuento de todas las personas que tenía allí a su cargo, vio que los dos movían la cabeza de un lado a otro. Ella misma comprendió, antes de que se lo dijeran, que no podía permanecer todo el verano así.
—Las niñas y tú os venís a La Coruña a pasar el mes de agosto con nosotros —decidió Paco.
—Tenemos una casa cerca del mar con un gran prado rodeado de eucaliptos que ya es hora de que la conozcas y precisamente vais a inaugurar la casita de invitados que acabamos de construir. Os gustará —añadió muy cariñosamente Marisa.
Accedió de inmediato. Necesitaba que alguien la cuidara. Y las niñas iban a dar saltos de alegría.
Puso como condición que regresaría a Madrid el 15 de agosto; con dos semanas tendría suficiente para descansar. Y una petición más.
—¿Os importa si llevo conmigo también a Luisito?
—¿El niño abandonado que ha estado muy enfermo? ¡Claro, le sentará muy bien el mar! —aceptó Marisa—. La casita tiene tres habitaciones, dos baños y una pequeña cocina, pero no tienes que ocuparte de nada, allí contamos con mucho servicio. ¡Tú sólo vienes a descansar!
Paco la acompañó hasta la puerta del chalecito de El Viso. Sacaría los cuatro billetes de tren y se los dejaría para recoger en su oficina, ellos se iban por delante en unos días. Teresa pensó que debía de tener realmente mala cara. Su hermano quería llevarla en coche hasta la finca esa misma tarde.
—Me voy a la peluquería a ponerme guapa y aún tendré tiempo de tomar el último tren a Villanueva, no te preocupes. Pero ¡qué gusto da tener un hermano mayor como tú!
Se despidió dándole un beso en la ya más que incipiente calva.
Ya en la esquina, mientras llamaba a un taxi, se acordó de Marie Chantal. «¡A mí qué más me da!», se dijo.
La peluquera le hizo una nueva permanente y mientras se le fijaba, comentó a Teresa que la veía muy demacrada. Camino de la estación, tuvo tiempo de entrar en una de las tiendas de moda de la calle Serrano, donde, ¡al fin!, cualquier mujer podía adquirir un traje ya confeccionado, como había oído que se hacía en el extranjero, sin pasar por el trámite lento y engorroso de las modistas y sus pruebas. Pidió una falda de lo que meses antes había sido su talla y le quedaba anchísima. Se compró un modelito estupendo, color crudo, con un gran lazo en el hombro como dictaba la moda y decidió llevárselo puesto. Para completar el atuendo, entró en una zapatería de la misma calle y adquirió unos zapatos blancos de plataforma que dejaban al aire el talón y la punta de los dedos del pie. Se los calzó en el acto.
Cuando llegó, ya pasada la cena, a la finca y bajó del carretín en el que Manolo la había recogido del tren, nadie le hizo el más mínimo caso. ¡Con lo elegante que estaba!
Teté se tiró a por el paquete de la bici, del que fue arrancando el papel a tiras hasta conseguir montar sobre la bicicleta y salir corriendo en ella. A Isabel se le saltaron las lágrimas mientras se abrazaba a sus caballetes y su estuche de pinturas. Luisito y Manolín se llevaron las manos a la cabeza al descubrir que eran los dueños de un flamante futbolín, que instalaron inmediatamente bajo la sarga y que motivó una fuerte pelea entre los dos, que acabaron rodando por el suelo. Resultó que ambos querían jugar con el equipo blanco y ninguno con el de la camiseta a rayas.
Teresa esperó a que alguien le comentara lo bien que le sentaba su nueva permanente, el vestido con el gran lazo, los zapatos de plataforma. Pero ninguno de los presentes se fijó en ella.
Se molestó tanto que hasta la mañana siguiente no contó a su familia que se iban a la playa.
—¡Nos vamos a La Coruña a descansar junto al mar dos semanas! —anunció cuando todos se habían reunido en el comedor para el desayuno.
Las niñas se alegraron aún más por el proyecto del viaje que con los regalos de su madre. Reaccionaron rápidamente y le pidieron que las llevara a Madrid para encargarse a toda prisa algunos vestidos y unos trajes de baño algo más de moda que aquellos de gomitas que para una alberca de campo estaban bien, pero para La Coruña...
—Mamá, que se van a reír de nosotras... —acabó de convencerla Teté.
A Luisito le tuvieron que comprar ropa y zapatos a ojo, no hubo manera de sacarle de la finca.
—¿Tú quieres venir a bañarte en el mar? —le preguntó Teresa.
—Yo me baño donde haga falta. ¿Me puedo llevar el futbolín? —respondió.
—Mami, ¿tú crees que es buena idea que venga a La Coruña con nosotras? —preguntó tímidamente Isabel cuando las tres volvían en el tren cargadas de paquetes.
—Excelente. Los baños de mar acabarán de ponerle bueno. Además, ¿no pensáis que es nuestra obligación compartir con un niño como él las buenas oportunidades que se nos brindan de disfrutar de la vida?
Las dos niñas asintieron. Estaba salvada.
A Lilian y a Elías les invitó a que se quedaran en la finca todo el tiempo que quisieran, con o sin Roberto. Fermín se fue a su pueblo de vacaciones. Manolín protestó en voz alta de que otra vez se marchara su amigo. ¡Se tendría que acostumbrar!
Para sorpresa de todos, Luisito fue quien más disfrutó de aquellas vacaciones y quien más popular se hizo entre todos los moradores de aquella hermosa finca de pinos y eucaliptos, toda alfombrada de verde, que descendía en pendiente hasta llegar a la playa de arena rubia y fina y al acantilado vecino en el que se estrellaban las olas y se levantaban hacia el aire formando espuma.
Siempre dispuesto a pasarse horas haciendo compañía a quien se decidiera a pescar, capaz de tirarse de cabeza al mar desde cualquier roca, voluntario para recoger pelotas en los partidos de tenis, aquel niño tan guapo y tan simpático fue la mascota de aquel verano de la numerosa familia de Marisa, padres e hijos repartidos en la media docena de casas construidas en los lugares estratégicos de la finca, separadas las unas de las otras por la piscina, la pista de tenis y la de baile, rodeada ésta de una pérgola con rosas blancas y un seto de hortensias azules.
La casita que Teresa inauguró era menor que las otras, pero coqueta y elegante. Adosada al gran chalé de Paco y Marisa, disponía de una terraza acristalada con preciosas vistas al mar a la que ella transportó una mecedora que encontró colocada en una esquina del salón. Pasó horas meciéndose. A ratos dormitaba, sobre todo cuando empezaba a caer aquella lluvia suave que no se ausentaba más de dos días seguidos; otros, leía los últimos libros de poesía francesa que le había prestado Lilian; los más, pensaba, sin prisas, en qué quería hacer de su vida ahora que había conseguido que la finca fuera rentable y tenía asegurado su porvenir y el de sus hijas.
A éstas, apenas si las veía para otra cosa que no fuera para contemplar cómo entraban y salían de su habitación para cambiarse de ropa. Se iban corriendo en dirección al office de la cocina de Marisa, en el que se servía la comida para los niños tan pronto como se despertaban, dispuestas a desayunar, y a partir de aquel momento se integraban en una pandilla compuesta por sus primos y los primos y primas de éstos, más de una docena de chavales en total, que se bañaban, jugaban y organizaban fiestas y concursos sin parar hasta que a medianoche sonaba el toque de queda impuesto por el patriarca de aquel clan, el suegro de Paco, para que todos los menores se recogieran en sus viviendas respectivas.
Entonces, Teresa se ocupaba de que Teté, Isabel y Luisito se bebieran un vaso de leche por cabeza, por la duda de que se hubieran detenido a cenar en algún momento, y sólo tenía que esperar unos instantes antes de comprobar que los tres habían caído como moscas, algunas veces sin tiempo de apagar la luz antes de quedarse dormidos.
Aquélla era su hora favorita. La del silencio. Aunque de día sólo compartía con Marisa y Paco las comidas y deambulaba a su antojo desde el monte a la playa, desde los prados a las rocas, sus mejores ratos para pensar eran, como siempre, los que seguían al momento en que todo el mundo a su alrededor se quedaba dormido. Tenía la suerte de necesitar pocas horas de sueño. Podía aprovechar para preguntarse las cuestiones que necesitaba plantearse en aquel momento de su vida. Y tratar de encontrar las respuestas que salieran de su interior.
Le preocupaba Luisito. ¿Le acabarían aceptando sus hijas? Era algo que no terminaba de ver claro. Tendría que buscarle un colegio para el mes de octubre. Si conseguía que Teté e Isabel le quisieran en su casa, le apuntaría externo, como ellas. Si no, le pondría interno. Las niñas disfrutarían así de más tiempo para acostumbrarse a su presencia. Pero para el pequeño ¿no sería un choque demasiado duro? Por más vueltas que le daba, no encontraba una respuesta que conjugara los intereses de sus hijas con los suyos y con los de Luisito.
No sabía decidir tampoco si quería casarse con Felipe. Había a su alrededor, creía, como una corriente invisible que la conducía irremediablemente en esa dirección. Todo el mundo parecía dar por hecho que lo acabaría haciendo. El propio Felipe también. Y, sin embargo, ella no. Había algo, que no sabía explicar, que la empujaba a nadar a contracorriente de la opinión general.
Hacía mucho, cuando eran jovencitos los dos y él pidió su mano, ella se negó a casarse con él. Y en los años siguientes, a pesar del fracaso de su matrimonio con Jacinto, jamás se arrepintió de aquella decisión. Y ahora, ¿se tenía que casar porque había dado la casualidad de que los dos se habían quedado viudos, los únicos supervivientes del drama general que se había llevado a tanta gente por delante en aquella maldita guerra?
Por otra parte, reconocía que Felipe le resultaba atractivo. No se iba a negar que le parecía divertido flirtear con él. Y su relación personal era muy buena. Pasaban horas y horas los domingos en animada conversación. No estaban de acuerdo en muchas cosas, pero los dos respetaban mutuamente las opiniones ajenas. Se entendían con pocas palabras, algo normal, teniendo en cuenta que llevaban toda una vida tratándose. Él había aceptado, aunque no de muy buena gana al principio, su valiente decisión de sacar adelante la finca, y de paso su vida, por sí misma. La respetaba.
También era extremadamente generoso. Teresa no se casaría o dejaría de casar con él porque fuera rico, pero sí contaba a su favor cómo cuidaba de que no faltara en su despensa nada que sus hijas echaran de menos a la hora de merendar. Le había dejado su carretín. Contrató y pagó un guarda jurado para asustar a quienes pretendían quedarse con su finca. Y todo se lo daba de corazón, sin concederle importancia, sin pedir nada a cambio. Como había hecho don Francisco, su padre, cuando se esmeraba en consentirle todos sus caprichos. Como un caballero.
Felipe la quería. Lo dejaba claro. Se lo había dicho Paco, «está loco por ti desde que tiene uso de razón». Lo había comentado Jacinto, «lleva toda la vida enamorado de ti». Lo habían notado Lilian, María, Teté, Isabel, todos cuantos le habían visto cortejarla sin descanso. Desde una prudente distancia, cuando ambos estuvieron casados, de cerca en los momentos de su vida en los que los dos se encontraron libres.
Así que la quería. Era generoso. Leal. Atractivo. Se entendían hablando. Lo pasaban bien juntos. Sus hijas se llevaban bien con él y su hijo, estupendamente con ella. Además, tenía dinero, que, como Paco decía, no era algo como para hacerle ascos.
Por lo tanto, lo normal es que decidiera casarse con Felipe. Pero entonces, cuando creía que lo mejor era que le dijera que sí, ¿por qué había una voz en su interior que le recomendaba «no, no y no, no te cases con él?».
«Será que por aquí hay meigas de ésas, espíritus que me hablan cuando estoy durmiendo», se dijo un amanecer.
Y el caso fue que cuando se acabaron sus quince días junto al mar, después de haber descansado, de haberse bañado entre las olas, paseado por la montaña y relajado totalmente, aún no había adoptado ninguna decisión.
Sus hijas sí.
—Mami —anunció Isabel con voz dulce cuando compareció ante su mecedora de la mano de su hermana—. Nosotras no nos queremos marchar pasado mañana como tú.
Teresa sabía que las niñas se lo estaban pasando de rechupete, como ellas decían. Pero no sospechaba que fueran capaces de quererse separar de su madre.
—Es que en la finca nos aburrimos muchísimo. Y hace mucho calor. Y no tenemos amigos. Y... no queremos irnos de aquí —especificó Teté.
—Nos han invitado para quince días, que se acaban pasado mañana. Ya sé que es una pena, pero os prometo que si nos vuelven a convidar, regresaremos el verano que viene —dijo Teresa pensando que así zanjaba el asunto.
No era así.
—¿Nos dejas a las niñas hasta finales de agosto? Es una pena que se vayan contigo, con lo que están disfrutando aquí. Nosotros regresamos a Madrid el 30, para estar allí el 31 por la mañana. Les sacaré billetes en nuestro mismo tren —le pidió Paco a la hora del almuerzo.
—Son muy buenas y obedientes. Estaré encantada de que se queden. Hay una habitación libre con dos camas en el piso de arriba donde pueden dormir —corroboró Marisa. Lo habían organizado a sus espaldas. Se quedaron.
Luisito también lo intentó.
—A mí que también me gustaría estar más días en la playa y en este sitio tan bonito... —Se lo dijo con cara de pena, abriendo mucho sus ojos verdes.
—Tú te vienes conmigo. Y no te hagas el picarón —le respondió mientras le daba una colleja.
Se fueron a la finca pasando de un tren a otro en menos de una hora. Teresa tenía prisa. Quería comprarse el caballo que se había prometido a sí misma.
—Don Felipe ya ha venido dos veces preguntando por usté. Ya le dije que estaba en La Coruña con su hermano. Me paíce a mí que volverá —le contó María al hacerle repaso de lo ocurrido en su ausencia, nada de lo cual era de importancia.
En la finca no tenían pendiente trabajo alguno que hacer, Fermín ya había terminado sus vacaciones. Lilian y Elías se marcharon con Roberto, contaron que se iban a una playa.
—¿Dijo algo más Felipe? —quiso saber Teresa. No pensaba que fuera a regresar tan pronto de Inglaterra.
—Se empeñó en preguntarme una vez y otra si estaba yo segura de que con quien se había ido usté era con su hermano, ¿qué más le dará, me digo yo?
Se fue, riendo, a buscar a Luisito para acostarle. Pero el chaval estaba relatando todas sus aventuras a su amigo Manolín, al que había traído de regalo un balón del Deportivo, con Pancho tumbado a sus pies, y le dejó. Sabía de sobra acostarse solo.
Felipe podía esperar. Su caballo no.
Se fue a la mañana siguiente con Fermín en el carretín. El encargado había cumplido con su petición de buscarle un caballo joven, alegre y a buen precio. La condujo hasta una finca de Guadalajara.
—Es una yegua de color gris. Le va a gustar —anunció cuando ya estaban llegando.
Le gustó. No estaba mal el precio. Antes de cerrar el trato, la montó. Se dejó, pero tendría que domarla. Y también ella misma acostumbrarse a cabalgar; llevaba años sin hacerlo. «Atiende por Morena», le dijo el vendedor. Se la llevaron esa misma tarde en un transportín especial.
Una vez ya en la finca, Teresa estaba ayudando a la yegua a bajar por la rampa del vehículo cuando vio la nube de polvo en la curva de la carretera y al momento salir de ella al deportivo rojo.
—Bonita. Elegante. Sí, señora. Se ve que tu dueña sabe escoger —dijo Felipe. Primero palmoteó a la yegua y luego besó la mano de Teresa. Después agarró las bridas y condujo al animal hasta la cuadra.
Teresa se adelantó para entrar la primera y acariciar a Lucero. No quería que tuviera celos de la recién llegada.
—Estás ciego y tienes más años que Matusalén, pero aquí sigues, amigo. —Le saludó besándole la cara.
—Cuándo yo sea viejecito y ya no vea nada de nada, ¿me besarás así? —preguntó Felipe acercando su cara a donde estaba ella.
Teresa fue más rápida. Aprovechó lo alto que era él para deslizarse por debajo de sus brazos, con los que estaba desabrochando las correas de la yegua. Salió al patio.
—Espérame, que voy contigo. Te tengo que contar mis aventuras en Inglaterra y te he traído una cosa que te va a gustar —oyó gritar a Felipe.
—Dios mío —se dijo Teresa—, como decida no casarme con él, no sé cómo se lo voy a decir.
XXXV
Teresa esperó a sus hijas en el andén de la Estación del Norte. No podía pasar un día más sin ellas. Después de dos semanas sin verlas, se dio cuenta de cómo habían crecido aquel verano. Volvían a Madrid morenas y contentas. Ella se alegró también. Pensó que se merecían divertirse por todo lo que habían sufrido durante la infancia. Se las llevó directamente al piso para que le contaran, ahora que ya tenían tiempo y tranquilidad, cómo lo habían pasado en su veraneo.
—Tenemos que decirte algo importante. ¿Nos invitas esta tarde a merendar? —dijo Teté dando así por terminado el relato de sus aventuras. Se había quitado las trenzas y volvía más alta y delgada aún y con el pelo recogido en una cola de caballo atada con un gran lazo.
—Anda, compra unas cositas en Mallorca para que hablemos mejor —sugirió Isabel. Había adelgazado también, como si se estuviera preparando para dar el estirón.
«¿Qué será lo que quieren ahora?», se preguntó Teresa a lo largo de aquel día.
—Nos gustaría que Luisito se quede a vivir con nosotras —anunció Teté sin dejar de mojar el tortel en la taza del chocolate. Teresa estaba a punto de imitarla, pero se detuvo en seco.
—Es muy simpático y muy cariñoso —argumentó Isabel.
—En La Coruña todo el mundo nos lo dijo, «qué suerte tener un hermanito tan encantador». Le echaron de menos cuando se volvió a Madrid contigo —siguió la mayor.
—Nosotras les dejamos creer que era hermano nuestro. ¡Hasta dicen que se parece a mí! —exclamó la menor.
—Es como un hermano pequeño, pero no da la lata, ni nos espía para chivarse luego a ti, ni esas cosas.
—Y si te caes o te asustas, él te ayuda.
Teresa las dejó que terminaran de cantar las bondades de Luisito.
—¿Os parece entonces que le apuntemos al colegio de chicos de enfrente del vuestro y que se quede a vivir en la alcoba pequeña? —les preguntó.
—¡Sííí...! —contestaron a coro.
Así que Luisito había salido el calco exacto de su difunto padre, por fuera y por dentro. Encantador. El hermano pequeño que todo el mundo quiere tener. Servicial. Cariñoso. Igualito que aquel Jacinto, huerfanito también, que llegó a la finca, se sentó a estudiar debajo de la sarga con carita de mosquita muerta y acabó casándose con la dueña de todo aquello y convertido en el mejor de los amigos de cada uno de los chicos con más porvenir en cien leguas a la redonda.
Y ahora, su hijo. Ya la tenía encandilada a ella, dispuesta a matar para que nadie le separara de su lado, cuando hacía tres meses no sabía ni cómo mirar a aquel rapaz. A Teté y a Isabel las había conquistado, sabía Teresa cómo se las gastaba, de tal manera que no sólo deseaban convivir con él, sino que querían convertirle en su hermanito. Aquella distinguida familia coruñesa acababa de sucumbir a sus encantos. Luisito ya tendría casa para veranear el resto de sus días.
«Si creyera en la reencarnación, me empezaría a tentar la ropa», se dijo mientras recogía los restos de la merienda.
Felipe llamó la mañana siguiente para interesarse por si las niñas habían llegado bien.
—Dales un beso de mi parte. No paso a verlas porque estoy en El Puerto. He venido a recoger a Flip. En dos o tres días volveremos, ya es hora de que el chico deje de holgazanear. Por cierto, el día 7 a la una del mediodía se dice una misa en los Carmelitas por el primer aniversario de la muerte de Gloria. ¿Te importa avisar a Paco? Desde aquí, ya sabes, es una lata llamar.
Paco anotó la cita en su agenda cuando le telefoneó y le propuso un plan para esa misma noche.
—Tengo dos entradas para ver a la Piquer a las ocho de la tarde, pero la hermana menor de Marisa se ha presentado en Madrid de improviso y, además, no se puede esperar de una gallega el menor interés por la Copla. ¿Te recojo a las siete y media?
Fue a la peluquería a que le dejaran a punto los rizos de la melena y se puso el vestido del lazo en el hombro. De vez en cuando necesitaba cepillarse el pelo de la dehesa que le crecía en el campo. Éste iba a ser uno de esos días.
—Mamá, si sólo vas a salir con tu hermano, no con un novio —comentó la siempre irónica Teté cuando la vio salir de su casa tan arreglada.
—Hija, una nunca sabe a quién se va a encontrar —replicó Teresa, como si hubiera tenido una premonición.
Estaba contenta. El verano estaba acabando y con él se disipaban todas sus preocupaciones, de una en una. Había salvado la cosecha y tenía fondos para empezar a levantar, poco a poco, pero de forma segura, su finca. La cuestión de Luisito se estaba resolviendo por sí sola, con la inestimable colaboración del propio niño; Teté e Isabel habían decidido aceptarle como hermano sin apenas presiones por parte de su madre. Ella había descansado junto al mar y ahora tenía ya para sí una yegua con la que practicar su deporte favorito. Sus hijas habían pasado el mejor verano de sus días desde aquel, que tan lejano parecía ya, de Santander. Únicamente le quedaba por decidir si se quería casar con Felipe, algo de lo que continuaba sin estar segura. Por más vueltas que le daba y más fácil que se lo pusiera él mismo, tenía uno de aquellos presentimientos suyos que le ponían en guardia contra su posible boda. Pero como tampoco Felipe se lo había propuesto todavía, tenía tiempo de sobra para tomar una decisión. ¡Y qué mejor manera de rellenar ese tiempo muerto que yendo a escuchar a su cantante favorita!
Su padre, que sabía tatarear la mayor parte de las canciones de la artista valenciana, se la descubrió. Fue él quien una tarde la llevó al teatro por primera vez, siendo ella aún una adolescente, para que la escuchara. Teresa conocía la letra de sus piezas favoritas y como tenía buen oído y una voz aceptable, se las cantaba a sí misma de vez en cuando. Luego, la guerra puso un intermedio en la vida de todos. Y ahora la Piquer regresaba a los escenarios para aprovechar el tirón de la película que acababa de estrenar en la Gran Vía, aquella de La Dolorosa en la que, por lo visto, desempeñaba el papel de la Dolores de Calatayud, la moza vilipendiada por un despechado pretendiente que se inventó aquella canción para destrozar su reputación.
Sentada esa noche en la cuarta fila del patio de butacas al lado de su hermano, Concha Piquer volvió a ser su cantante favorita. Lo que más le gustó del repertorio fue, como siempre, lo de los Ojos verdes, siempre había sido su canción preferida. Y, desde que ya no se acordaba de Jacinto, cuando la escuchaba, le gustaba aún más. Prefería la copla andaluza a las jotas, no podía remediarlo. La interpretación de La bien pagá resultó también espléndida. ¡Era una artistaza! Aplaudió a rabiar.
—Vamos a tomar una copa para celebrar esta escapada —le dijo Paco—. Estás guapísima esta noche y te quiero lucir. Como sales poco y casi nadie te conoce, ¿me haces el favor de entrar de mi brazo en Chicote para que los que estén en la barra se mueran de envidia? —la invitó.
—Todo lo que tienes de magnífico hermano lo debes de tener de pésimo marido —le contestó, divertida.
Chicote, el bar de moda después de la guerra, estaba a rebosar a pesar de ser una noche entre semana. Teresa había acudido allí sólo una vez con anterioridad, cuando Elías se empeñó en llevarlas a Lilian y a ella con motivo del cumpleaños de esta última a que conocieran el local de la Gran Vía en el que, se decía, se servían los mejores cócteles de Madrid a la clientela más distinguida de la capital; artistas famosos, ricos empresarios, políticos más o menos recién llegados, aristócratas de buena cuna. También era famoso Chicote, se rumoreaba, por ser lugar de encuentro de algunos de estos hombres importantes con mujeres de mala nota pero de buena clase. Teresa sospechó que entre los que acudían allí ocasionalmente en busca de algo más que un whisky se encontraba su hermano. Pero estaba de buen humor, a ella le daba igual lo que pensara la gente y, además, no creía que la fueran a confundir con una de esas mujeres de la vida. Ella iba muy bien vestida y entró en Chicote del brazo de Paco con aires de ser una gran dama.
Los de la barra la miraron todos, efectivamente. Como no querían quedarse mucho rato, se sentaron ante ella en dos taburetes. Pidió un ginfizz, menos mal que se acordaba del nombre, lo que a Paco le pareció muy adecuado. Él preferiría últimamente la ginebra al whisky. Teresa dio el primer sorbo a su bebida. Estaba rica. El camarero que tenía al otro lado de la barra se movió, dejando al descubierto el gran espejo que reflejaba la profundidad del local. ¿A ver allí, a la derecha? Sentado en un diván rojo estaba Felipe. Sí, era él. Flanqueado a cada lado por una mujer espectacular. Las dos rubias, las dos fumando cigarrillos en largas boquillas, las dos con faldas cortas y escotes amplios. Y él, sujetando a cada una de ellas por la cintura con cada uno de sus brazos y hablando a carcajadas.
Se echó a un lado de la barra para que no la viera si miraba hacia el espejo. Atrajo a su hermano hacia sí.
—Ahí al fondo está Felipe —dijo en un susurro.
—¡Qué bien! Vamos a saludarle. —A Paco le pareció perfecto.
—No, no, escóndete, que no te vea.
—Pero ¿por qué?
—Porque me ha llamado hoy para decirme que estaba en el Puerto de Santa María y porque está con dos furcias.
Paco se echó a reír.
—Hermanita. Yo no sé si tú tienes mala suerte con los hombres o los hombres tienen mala suerte contigo. Les cazas siempre. Anda, acaba el ginfizz, que voy a pagar y nos vamos.
Lo curioso fue que Teresa no se enfadó muchísimo, como habría sido de suponer. Mientras viajaba en el asiento delantero del automóvil junto a su hermano experimentó la satisfacción de haber dado, por fin, en la diana. Ya sabía por qué en el fondo de su corazón no quería casarse con Felipe.
Porque aunque era apuesto y atractivo y rico y generoso y buen amigo y leal y la quería, no se fiaba de él, se dijo al pasar por Cibeles.
Con razón, se corroboró a sí misma al rodear la Puerta de Alcalá.
Paco la acompañó hasta dentro de su portal. Se ocupó de encender la luz y se despidió de ella cuando ya le había abierto la puerta del ascensor.
—Dame un beso. Y no te enfades con Felipe. Lleva un año viudo, no pensarás que se ha metido a monje de clausura en todo este tiempo.
—No te preocupes, ¿a que no tengo cara de enfadada?
Su hermano la miró de cerca.
—Pues no, no pareces enfadada. ¡Pobre Felipe!
El 1 de septiembre Lilian apareció en el piso, dispuesta a empezar a preparar a las niñas para su nuevo curso. Las pequeñas la acogieron con alegría.
—¿Qué tal en la playa? —inquirió Teresa, burlona, cuando se quedaron solas.
—Bieen... —Lilian se mostraba evasiva.
—¡Huy, qué respuesta más lacónica!
—La playa de San Juan es muy bonita. Muy larga, con arena muy fina y el agua muy templada. Me he puesto muy morena, ¿lo ves? —Se subió la falda para mostrar a su amiga un muslo—. Roberto lo pasó muy divertido y se echó varios amiguitos en el hotel con los que jugaba. Porque el hotel también tenía piscina y...
—¿Tú y Elías? —La paciencia de Teresa para con las explicaciones de la profesora seguía siendo limitada.
—En habitaciones separadas, naturalmente —aclaró Lilian.
—¿Y...?
—Y nada, naturalmente. ¿Qué te habías pensado?
Así que nada, concluyó Teresa.
El día 7 por la mañana Teresa ya había tenido tiempo de decidir con frialdad lo que pensaba hacer con Felipe, pero aún no había llegado el momento. Se arreglaron ella y sus dos hijas poniéndose guapas pero discretas para la misa por Gloria en los Carmelitas. La siguieron desde un banco de segunda fila, detrás de Flip y su padre, al lado de Paco y Marisa. Ya echaban a andar de vuelta a su casa cuando en la esquina de Goya Felipe las alcanzó.
—¿Dónde puedo tomar café mañana contigo? —preguntó a Teresa.
—Mañana voy a la finca. Si quieres pasado, en el piso de aquí —fue su respuesta.
—No. Mañana mismo. Iré a verte después de comer.
Almorzó temprano y, como había madrugado para tomar el primer tren, se quedó dormida sin querer, tumbada sobre el sofá verde de terciopelo colocado frente a la chimenea del salón.
Se despertó de golpe, al notar la cercanía de un rostro junto al suyo.
—Perdona que te asuste —dijo Felipe—. Parecías la Bella Durmiente y he querido hacer de Príncipe. Pero ¡qué le vamos a hacer! Te has despertado sin necesidad de ningún beso.
Salieron a tomar el café en la pérgola. Teresa lo sirvió en silencio. Felipe esperó a que María se marchara. Sólo la miró de reojo.
—Teresa, cásate conmigo.
No dijo nada más. Cuando comprobó que no contestaba, la miró de frente.
Ella movió la cabeza de un lado a otro. Le resultaba difícil decirle que no sin hacerle daño.
Felipe intentó seducirla. Apoyó los dos codos sobre la mesa y acercó su rostro al de ella.
—Te deseo tanto desde hace tanto tiempo que no sé cómo expresar lo que siento. Me gustaría tanto estrecharte entre mis brazos...
La miró a los ojos. Ella le devolvió aquella mirada apasionada desde apenas unos centímetros de distancia.
—A mí también me gustaría, para qué te lo voy a negar. —Tuvo que seguir hablando rápidamente para evitar que la interrumpiera—. Pero enseguida lo nuestro se convertiría en una tragedia que saldría en El Caso, te lo aseguro.
Felipe puso cara de que no entendía de qué estaba hablando.
—Quiero decir —le aclaró— que la primera vez que me llamaras para contarme que estás en el Puerto de Santa María porque has quedado con dos furcias en Chicote contrataría a un matón para que te pegara dos tiros. Ya sabes cómo soy.
Él cerró los ojos y los mantuvo apretados unos segundos. Luego los abrió, se encogió de hombros y dio muestras de que había comprendido que la cosa no tenía remedio. Apuró el café de un trago, se puso de pie y buscó en los bolsillos del pantalón la llave del coche. Echó a andar hacia él.
Teresa le siguió.
—Podemos seguir viéndonos y siendo amigos. A nuestros hijos les gusta pasar juntos los domingos. —Hizo una pausa—. Y a mí también —le dijo, ya bajo la sarga.
Felipe sujetó sus dos manos y quiso atraerla hacia él para abrazarla. Teresa no le soltó, pero rechazó el abrazo y se mantuvo distante, aún con las manos unidas a las suyas.
—Yo no valgo para tener un marido que me engañe. Qué le vamos a hacer —se disculpó.
Ella se acercó a besarle en la mejilla. Él intentó rozar sus labios. Se dieron un beso a medias. Como su eterna relación.
Teresa ni siquiera esperó a que el deportivo rojo desapareciera por la curva de la carretera antes de dirigirse al establo. Sacó a Lucero a pastar a sus anchas por el prado y ensilló a Morena. Despacito, despacito, porque todavía apretaba el calor de primeros de septiembre, llevó a la yegua por el camino del palomar hasta el fondo del valle y luego dobló a la izquierda, buscando el curso del arroyo. Al oír el ruido del agua, desmontó.
Se acercó a la fuente. Dejó que el agua fresca del caño le resbalara por la cara mientras bebía. Se sentó a descansar apoyándose en el tronco de una vecina higuera. Morena, que había acabado de beber en el arroyo, se colocó a su lado. Olfateó uno de los higos caídos en el suelo, pero lo desechó. Teresa lo peló y se lo ofreció abierto, jugoso. La yegua se lo comió.
—Uno para ti, uno para mí...
Estuvo un rato pelando higos, hasta que pensó que ya habían comido bastantes. Colocó su espalda recta, pegada al tronco de la higuera. Dejó que el último de los rayos de sol que entraba por el valle le diera en la cara. Respiró hondo.
Teresa se sintió contenta con la vida. En paz con todo el mundo. Libre. Sola.
Sola
Curri Valenzuela
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© Curri Valenzuela, 2008
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Primera edición en libro electrónico (epub): julio de 2012
ISBN: 978-84-9998-195-6 (epub)
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