La guerra

XVI

TERESA le vio llegar andando lentamente por la carretera, con una maleta en una mano, una bolsa en la otra, al atardecer de un sábado en el que había aprovechado la ausencia de las niñas para sentarse a echar cuentas en la camilla del mirador, calentada por un brasero. Habían pasado poco más de dos meses desde su despedida en Madrid, sin más visita suya que la de un domingo del mes anterior, recordó mientras le observaba acercarse al camino y franquear el portón de entrada a la finca. Ya sabía que no había salido de diputado, que las derechas habían perdido las elecciones, que en España gobernaba el Frente Popular. Hasta en un lugar tan perdido como aquel valle se notaban sus consecuencias; los cuatro hombres del mono azul subidos al viejo camión y salidos de la Casa del Pueblo ya la habían visitado dos veces preguntando por su marido. Se habían marchado gritando «¡volveremos!» y agitando el puño en alto, pero el Pincho parecía haberse quedado muy cerca; ya no la esperaba en Villanueva, sino en el recodo de la carretera, sentado sobre el mojón que señalaba el kilómetro. «Te queda poco, bonita», le gritaba cada vez que pasaba junto a él.

Apenas si visitaba Villanueva. Sentía ganas de llorar cuando pasaba frente a la casa grande, cerrada a cal y canto, sin que nadie hubiera vuelto a entrar en ella desde que murió don Nicanor a primeros de año. La gente del pueblo estaba claramente dividida en dos bandos. Cuando iba a misa los domingos por la mañana, terminaba rodeada por el cura, el boticario, el alcalde y docenas de personas que se acercaban a saludarla en una esquina de la plaza, a dar recuerdos para su marido, a comentar en voz baja sus temores y sus miedos, a recabar noticias sobre un supuesto alzamiento militar. Luego, mientras se dirigía al estanco para comprar el periódico, subiendo a prisa la calle principal, recta y empinada, notaba el rechazo y el desdén de otra mucha gente: la que se apartaba de su camino y cerraba la puerta antes de que ella desfilara por delante, o la que se quedaba a verla pasar con la barbilla alta y la mirada desafiante.

Cuando observó que Jacinto ya había dejado atrás el último de los grandes chopos, se echó por encima un grueso chal de lana negro y bajó a esperarle. Salió a la explanada. Era una tarde muy fría, de finales del invierno, con un viento seco que cortaba la respiración.

Él se paró delante de ella, bajo aquella sarga que había marcado la vida de los dos. Dejó la maleta en el suelo, luego la bolsa. Parecía otro. Llevaba el gabán abierto, la camisa arrugada, el chaleco ladeado. Los ojos, rojos, estaban rodeados de pronunciadas ojeras; el pelo, más largo, desaliñado.

—Llevabas razón —dijo con un tenue hilo de voz.

Teresa no le contestó. Ni tenía nada que decirle, ni fuerzas para hacerle preguntas.

—¿Las niñas? —quiso saber él.

—En La Estacada, pasando la tarde con Flip.

—Mejor —le oyó decir mientras recogía los bultos del suelo y empezaba a andar arrastrando los pies hacia la casa.

Le oyó entrar en el comedor y cerrar de un portazo la puerta de su habitación, de la que ya no salió. Tuvo que contener a las niñas, cuando llegaron con Manolo y supieron que su papi había vuelto, para que le dejaran en paz. Les dijo que había venido muy malito, con fiebre, que se había tomado un vaso de leche muy caliente y que, ya que se había quedado dormido, era mejor para su salud que no le despertaran. Teté abrió mucho sus grandes ojos negros y aceptó la explicación sin dudar de la palabra de su madre. Isabel, como de costumbre, siguió el ejemplo de su hermana mayor. Las invitó a que durmieran en su cama, algo a lo que las pequeñas siempre estaban muy dispuestas. Así se evitaba que tan pronto amaneciera asaltaran el dormitorio de Jacinto.

Así también ella se ahorró una noche de insomnio, dando vueltas en su cabeza a la situación, como tantas otras de antes y después. Se abrazó a sus dos hijas, que se habían acurrucado a sus costados buscando calor, y se quedó dormida tan pronto como lo hicieron ellas.

Desayunaron las tres en el comedor, hablando en voz baja para no despertarle, pero cuando Teresa bajó, ya pasadas las once, arreglada para ir a la misa de Villanueva, las dos pequeñas, que se habían quedado jugando a las casitas muy pegadas a la chimenea, le advirtieron que no se oía ningún ruido en la alcoba contigua.

—Mamá, si está malito, tendremos que cuidarle —dijo Teté, cargada de razón.

Tocaron la puerta. No hubo respuesta. Volvieron a tocar. Nada. Teresa la entreabrió, mientras señalaba a las niñas que se quedaran atrás. Fue inútil. Las dos cabecitas se metieron por el quicio de la puerta y la empujaron. Entraron en la habitación como dos ciclones y se fueron hacia él. Jacinto estaba sentado frente a su mesa de trabajo, mirando por la ventana hacia el valle, envuelto en una manta bajo la que llevaba aún puesta la ropa del día anterior. El cuarto estaba helado. La cama, sin deshacer. Sonrió levemente mientras sus hijas le besaban y le preguntaban qué le ocurría. Las dos se apartaron al ver que sus abrazos no obtenían respuesta del padre que siempre las había achuchado a ellas más aún que ellas a él.

—Anda, ven a desayunar. Tienes que tomar algo y calentarte —le dijo Teresa mientras le ayudaba a ponerse en pie.

Llegó tarde a misa. No salió de la casa hasta que le dejó envuelto en dos mantas frente a la chimenea del salón, que Manolo había llenado de troncos y más troncos de leña, con Teté e Isabel sentadas en el sofá junto a él. Y por una vez no hizo ni caso a la posible presencia del Pincho en la carretera. Si estaba apostado en algún recodo, no le vio, como no sintió el frío que le calaba hasta los huesos. Condujo el carretín absorta en sus pensamientos. Ya en la iglesia, se arrodilló con devoción.

—Dios mío, Dios mío —pidió con fervor al Cristo crucificado que tenía delante—. Esto no.

Le estaba costando un enorme trabajo mantener a las niñas ajenas a todas las preocupaciones que había cargado sobre sus espaldas. Apenas había llovido ese invierno, se esperaba una cosecha escasísima. Y eso no era lo peor. Vivía rodeada de incertidumbre, no sabía a quién y por cuánto podría contratar para ese verano. Tenía miedo, un miedo que muchas noches la mantenía en vela, con presentimientos que por la mañana no quería recordar. Se sentía muy sola, especialmente después de la muerte de don Nicanor. Lo que leía en el periódico no la tranquilizaba en absoluto, sino todo lo contrario. Y ahora, tener que cuidar de un marido deprimido que, Dios se lo perdonara, no se merecía ni que le dijera ni buenas tardes, era algo que se le hacía insoportable hasta no poder más.

—Mami, está muy mal, muy mal. No nos habla —le comunicó Teté, que salió a recibirla al zaguán.

Pues sí que estaba mal la cosa. El hombre que la había cambiado por una pelandusca en un pisito de la Cava Baja y que ni había intentado compartir con ella su brillante carrera estaba ahora sentado ahí, en el sofá de terciopelo verde del estupendo salón de su magnífica finca con la mirada perdida a la espera de que ella le curara y le diera ánimos para emprender otra nueva vida.

Se santiguó varias veces aquel día, yendo y viniendo de la cocina al salón con tazas de café, sopa caliente y ponches de huevo que María preparaba con amor y él apenas probaba, para ahuyentar sus malos pensamientos. Porque se le ocurría alternativamente sacarle así, envuelto en la manta, a la calle, y dejarle sentado en el poyete de la sarga para que se espabilara él solo o derrumbarse ella misma en medio del zaguán para obligar a todos los demás, empezando por su marido, a cuidarla y mimarla una larga temporada. Que se lo tenía bien merecido.

Pero estaban las niñas, que le adoraban. Y María, tan preocupada de que Jacinto ni mirara a Manolín cuando se lo llevó para que viera cómo estaba creciendo, y Manolo, desconcertado de verse sin amo. Y su sentido del deber. «Pero sólo hasta cierto punto», se dijo.

—A ver. Cuéntame lo que ha pasado —le pidió cuando se quedaron solos después de que Carmencita se llevara a las niñas a acostar.

Tardó en responder. Tuvo que insistirle.

—Te ofrecí que vinieras aquí cuando tu mundo se derrumbara. Aquí estás y bienvenido eres. Pero me tendrás que contar lo que pasa.

Esperó en silencio.

—No salí diputado. Después me cesaron en el hospital. Me requisaron el Hispano Suiza. He despedido a la cocinera y a la doncella. Dejé la casa bien cerrada. Lo he perdido todo.

Hizo una pausa y luego continuó:

—Temo por mi vida y sobre todo por haber puesto en peligro las vuestras. Si las cosas siguen por el camino que van, o si hay un alzamiento que fracasa, o si... —no concluyó la frase.

Teresa dejó que pasara un rato largo. Se levantó para atizar el fuego. Volvió a tomar asiento en una de las butacas tapizadas con cretona de flores que flanqueaban la chimenea, donde había estado tejiendo una rebeca para Isabel. Le miró a la cara.

—Sé de lo que hablas porque yo también lo perdí todo. Me casé con un hombre que creía que me amaría para siempre, que me cuidaría... y me encontré pronto con que o no sabía o no quería hacer ni lo uno ni lo otro... —hablaba despacio porque le costaba trabajo decir en voz alta por primera vez lo que tantas veces había pensado—. Me tuve que buscar otra vida en la que no fuera tan desgraciada. Siempre disimulando, naturalmente. Delante de todos y sobre todo delante de nuestras hijas, que siguen creyendo que tienen un padre encantador, que sólo vive para ellas.

Notó que él había despertado de su letargo. Se puso de pie, dispuesta a terminar aquella conversación, que tan dolorosa le resultaba. Recogió la labor.

—Estoy tan en peligro como tú. ¿Crees que a mí no me han amenazado también? Cuando vengan a buscarnos, nos llevarán a los dos. Así que tómate unos días de descanso y luego te pones a trabajar, como hace todo el mundo por aquí. Buenas noches.

Teté la esperaba en la puerta de su alcoba, tiritando de frío, a oscuras.

—Mamá, tenemos que llamar a un médico que cure a papi. Está muy mal.

—Es que ya no tenemos al tío, que sabes que se ha ido al cielo —le pareció una buena excusa.

—Ya sé, pero quería decirte que el abuelo de Flip está muy enfermo y ha venido un médico de Madrid a verle. ¿Por qué no le llamas para que también mire a papá?

Al escucharla, Teresa pensó que Teté era su hija, no cabía duda.

La llevó en brazos a su cama, la acostó y mientras le frotaba los pies para que le entraran en calor, decidió que ya era hora de que al menos la mayor de las niñas empezara a salir del limbo feliz donde ella la estaba manteniendo.

—Verás, cielo. Lo que tiene papá no es fiebre, ni un dolor de garganta, ni un empacho, ni nada que se cure con un jarabe que le recete un médico. Lo que tiene papá es pena. Como la que tú tuviste cuando desapareció tu pato, o cuando los niños de César jugaron a la pelota con aquella muñeca tan bonita que te regaló la tía Concha. Papá tenía un trabajo que le gustaba mucho y se lo han quitado. Por eso está triste. Y la medicina que necesita es estar unos días tranquilo y que Isabel y tú le deis mucho cariño y muchos mimos. ¡Hala, a dormir!

Creyó que la conversación había terminado, pero se equivocaba.

—Mamá, ¿tú también le vas a dar mimos y cariño? —preguntó la niña ya con voz de sueño.

Eso no se lo explicaría nunca, se dijo mientras apagaba el quinqué, antes de esperar unos minutos para besarla de nuevo y comprobar que se había quedado dormida.

Jacinto mejoró, efectivamente, en cuanto durmió varias noches de seguido y se comió todas las tortillas sin cuajar, gallinas en pepitoria, sesos rebozados, natillas de chocolate y leches fritas que María le puso en el plato. O sea, se dio cuenta su mujer, cuando se sintió protegido. Pero su curación total pasó por dos etapas, la primera de las cuales consistió en que se volvió el ser doméstico que hasta entonces nunca había sido.

Apenas si salía más allá del zaguán, aunque a mediodía se estaba mejor en la explanada calentada por el sol que en la gélida casona. Colocó por orden alfabético todos sus libros, cambió la disposición de los cuadros, arregló una lámpara que estaba rota y hasta discutió con María para que sirviera la ensalada de primer plato en lugar de acompañamiento del segundo porque, aseguraba, así se hacía mejor la digestión. Las niñas estaban muy contentas pasando el plumero por las estanterías vacías y sujetando clavos y martillo mientras su padre trepaba por las escaleras de madera. Dejaron de jugar a las casitas y a la oca; aquello era mucho más entretenido.

Además, Jacinto demostró que era mejor maestro que Teresa por ser poseedor de grandes dotes de paciencia por las que nunca se distinguiría su mujer. Ésta había desistido de enseñar a leer a Isabel, tarea que había dejado para su futuro con las monjas, ante la incapacidad de la pequeña de, por ejemplo, distinguir la «p» de la «q». Su padre ideó un sistema infalible.

—La «p» es por pan, que va delante, como el redondel que acompaña el palito. La «q» es por queso, que va detrás —le hizo repetir a la niña cientos de veces.

Hasta que consiguió que se lo aprendiera, como logró que escribiera los números, del 1 al 10, correctamente y por su orden. Para ello tuvo que pasar mañanas enteras sentado ante la mesa del comedor con la niña en sus rodillas. Teté ya leía cuentos de corrido y trataba de hacerlo continuamente, tarea en la que colaboraban como sujetos pasivos los habitantes de la casa con mucha resignación. Como desde que había muerto don Nicanor allí no había entrado un solo cuento nuevo, Jacinto, Teresa, María y Manolo ya se sabían de memoria cada uno de los antiguos. Sólo Isabel, siempre tan cariñosa y tan dócil, le hacía el cumplido de pedirle de vez en cuando que le leyera otra vez, por favor, lo de los tres cerditos. Su hermana mayor accedía al instante, muy satisfecha.

A la recuperación de Jacinto contribuyó también la asidua presencia de Felipe por aquellos parajes a pesar de ser invierno, cuando ni él ni su familia tenían por costumbre pernoctar en La Estacada. Pero su padre se encontraba muy débil de salud, le habían diagnosticado una grave dolencia de corazón, y, además, «Madrid se está poniendo irrespirable», como decía él. Para colmo, Gloria estaba en el final de su segundo embarazo y tenía que guardar cama, así que se había instalado en la finca familiar, donde se suponía que estaba mejor cuidada. Muchas tardes, incluso entre semana, el Studebaker hacía sonar el claxon en la puerta a la hora del café y de él descendían Felipe y Flip dispuestos a pasar un ratito que generalmente se alargaba hasta el anochecer.

«Seguro que le dice a su mujer que nos visita para que el niño se entretenga», se decía Teresa. Pero callaba porque aquél no era su asunto y, además, a sus hijas les venía bien la compañía. El caso es que el padre no volvía a ocuparse del niño hasta la hora de partir. Entraba en el comedor, encendía un puro, se servía él solo, que ya era de la casa, una copa de coñac francés de la botella que siempre estaba preparada para él en el aparador y mantenía larguísimas conversaciones con Jacinto sobre lo que todo el mundo denominaba «la situación».

Para sorpresa de Teresa, que se sentaba algún ratito con ellos, pero nunca por mucho tiempo porque tenía bastantes cosas que hacer, su marido era ahora el pesimista y Felipe, el optimista. Se habían cambiado las tornas. Cuando Jacinto se llevaba las manos a la cabeza porque se hubiera puesto en libertad a todos los presos políticos por parte de las masas sin esperar ni siquiera a que el Gobierno del Frente Popular decretara la prometida amnistía, Felipe le contestaba que había que tener confianza en que esas barbaridades estaban siendo estudiadas por quienes estaban en disposición de organizar, al fin, un alzamiento.

—Eso es lo que hace falta. Que se animen de una vez —proclamaba.

—Pero fíjate en esto, mira lo que dice Largo Caballero —se quejaba Jacinto mientras agitaba la portada de El Debate que reproducía su frase, «la revolución que queremos sólo se puede conseguir con la violencia».

—Pues eso —replicaba Felipe—, si aplican la violencia, con la violencia se encontrarán. Y te digo que ganaremos. Será difícil. Pero ganaremos.

«Dios te oiga», se decía Teresa, que les escuchaba sin terciar en la conversación. Ellos leían muchos periódicos, como ella, que además de su Abc ojeaba los que se hacía traer su marido. Y, además, tenía los ojos y los oídos abiertos a lo que pasaba a su alrededor. Cuando iba a Villanueva, lo que le contaba la gente que antes le daba recuerdos para Jacinto es que estaban acaparando provisiones en sótanos y pajares y lugares donde esconderse «por lo que pudiera pasar». El cura, don Luis, al que días atrás había ido a llevar la ropa que se le había quedado pequeña a Isabel para que la repartiera a quien la necesitara, le había mostrado el portón quemado de la iglesia, en la que habían tratado de entrar una noche. Había guardado la imagen de la Virgen del Rosario a buen recaudo, le confesó. Ella misma había tenido que volver sobre la mula porque se encontró una de las ruedas del carretín, que había dejado junto a la casa grande, partida a hachazos. Y, encima, se había callado, para que Jacinto no se deprimiera más...

Felipe, en cambio, hasta se estaba volviendo provocador.

Puesto que Gloria daría a luz en el mes de mayo, anunció, había pensado celebrar el bautizo del recién nacido junto con la primera comunión de Flip en la ermita de La Estacada, para lo que iba a pedir al cura de Villanueva que diera clases de catecismo a su hijo.

—Si queréis que Teté haga también la comunión ese día... —les sugirió.

—No corren tiempos para celebrar primeras comuniones —comentó Jacinto, evasivo—. ¿Tú qué opinas? —preguntó a su mujer.

—Teté tiene edad de hacer la comunión. Sería bonito —contestó sin dudar. ¿Por qué iban a tener más miedo que el estrictamente necesario?

Llevaron a los niños tres domingos seguidos a que don Luis les instruyera en la catequesis después de la misa. Gloria dio a luz a otro hijo, ayudada por Jacinto, que se prestó para ello, aunque esta vez, menos mal para ella, no requirió la ayuda de su mujer. Teresa dio cuenta a Concha por teléfono de las medidas exactas de Teté para que la costurera le confeccionara a toda prisa un vestido blanco, que le encargó que fuera muy vaporoso. La cuñada se prestó a regalarle el velo también blanco, el misal de nácar y la faltriquera de la misma tela que el vestido y Andrés escogió los recordatorios. A Paco, Teresa le encargó que comprara para la niña un reloj de pulsera, que sería el regalo de sus padres, y una pluma estilográfica con la que obsequiar a Flip.

Cenaban en silencio Teresa y Jacinto la víspera de la ceremonia cuando Teté entró casi de puntillas en el comedor.

—Mamá, papá —dijo muy formalita—, vengo a pediros perdón por las veces que no he sido una buena hija.

—Pero, tesoro —se extrañó Teresa, atrayendo a la niña hacia sí—, tú eres una hija ejemplar, ¿por qué tienes que pedir perdón?

—Porque me ha dicho don Luis cuando me he confesado esta mañana que tengo que pedir perdón a toda la gente antes de hacer la comunión.

—Bueno, si es así... —terció Jacinto.

—No, no y no. Así no. Me tenéis que decir los dos «te perdono» —protestó la pequeña.

Sus padres se miraron.

—Te perdono —afirmaron al unísono.

—Qué bien —sonrió, satisfecha, Teté—. Voy corriendo a la cocina a que me perdone María.

—Es exactamente igual que tú —comentó Jacinto cuando volvieron a quedarse solos.

Al fin, el día de San Isidro, que amaneció con un sol radiante, se juntaron todos, Paco y los primos con sus mujeres e hijos, la familia de Felipe al completo y la de Gloria, llegada de Sevilla, para la doble ceremonia. Primero, el bautizo del niño, al que llamaron Alfonso, «como no podía ser de otra manera», según su padre. Teresa y Jacinto, que le había traído al mundo, fueron los padrinos y sujetaron a la criatura mientras don Luis le derramaba el agua por la cabeza. Luego Flip, vestido con traje blanco, y Teté, guapísima con su vestido de organdí y su velo de gasa, desfilaron juntos mientras sonaba el órgano y se arrodillaron en los dos reclinatorios adornados con florecitas blancas colocados a los pies del altar. Fue precioso, comentaron todos.

Después se almorzó por todo lo alto. Pese a que Teresa ofreció los servicios de María, Felipe los rechazó amablemente; había contratado a dos cocineros llegados de Madrid. El banquete resultó espléndido. A los postres, Teté, instigada por su madre, pasó de mesa en mesa a agradecer a cada uno de los presentes sus regalos, que sin duda tardaría varios días en abrir y que ocupaban buena parte del asiento trasero del carretín.

Dos payasos se ocuparon de organizar juegos para los niños a lo largo de toda la tarde en una carpa levantada junto al estanque. En los salones, los mayores bebieron champán francés y charlaron animadamente hasta el anochecer, aprovechando aquel día sin una nube en aquel ambiente tan agradable. Como si todos lo hubieran decidido al unísono, quizás por necesidad de evadirse de la realidad por un rato, nadie de entre los mayores habló de política. Puestos a discutir, los hombres se pelearon sobre la marcha de la Liga de fútbol, en bandos a favor del Madrid o del Sevilla, según la procedencia madrileña o sevillana de cada cual. Y las mujeres hablaron de cómo crecían sus hijos, de recetas de cocina y de labores. Sin mencionar en ningún momento la palabra miedo.

Sólo Gloria tenía unos presentimientos aún mucho más negros que los que asaltaban a Teresa de vez en cuando. Ésta la visitó en su dormitorio, donde aún se estaba reponiendo del parto, y le dio conversación un rato largo. La esposa de Felipe, que seguía estando tan bella como siempre, había perdido la alegría que a todos llamó la atención cuando se casó con el heredero de La Estacada. Estaba triste. A Teresa sólo le habló de la pena que le producía haber traído al mundo un pequeño ser en aquellos tiempos de tanta incertidumbre, lo que a ella le pareció tremendamente exagerado. Observó a aquella pequeña criatura envuelta en su toquilla azul, dentro de una preciosa cuna de madera pintada con ángeles también azules y se estremeció. Era Teresa y no Gloria quien sentía motivos para deprimirse mientras contemplaba al rosado bebé. Recordó el momento en que perdió a su hijo —Teresa estaba segura de que habría sido niño— y, de haber podido, hubiera raptado a ese que tenía delante y se lo habría llevado a vivir con ella.

Calló, sin embargo, y no dijo nada. Sólo don Nicanor, que ya había muerto, y Jacinto, que para el caso había desaparecido también de su vida más allá de la mera presencia física, conocían que ella había abortado. Y ninguno de los dos estaba en disposición de contárselo a nadie.

Estaba anocheciendo cuando al fin los invitados se levantaron de sus asientos, dispuestos a acabar aquella magnífica velada. Teresa se despidió de todos los suyos, de uno en uno. Abrazó a su hermano, besó a Marisa, dio un fuerte apretón de manos a Andrés, estrechó cariñosamente a Concha, y así con todos ellos. Les vio subir a sus automóviles y luego perderse las luces de todos ellos por el camino de Villanueva, al fondo del valle. Cuando se quedó sola, inmóvil, respirando el aire que ya era fresco, viendo la luna que salía por encima de Las Peñas, se echó a llorar.

Se secó las lágrimas al ver que Jacinto llegaba con las dos niñas y las subía en el carretín. Llegados a casa, tuvo que bañarlas. Isabel tenía la cara, las piernas y los brazos cubiertos de restos de chocolate. A Teté fue difícil quitarle el vestido de ceremonia; el organdí se le había pegado al cuerpo con una mezcla de sudor y limonada. Cuando las hubo acostado, salió a la explanada. Allí seguía la luna, ahora asomando entre las ramas altas de la sarga. No pudo reprimirse el llorar otra vez.

Jacinto, que había aparecido en medio de la oscuridad, se acercó a ella.

—¿Qué te pasa? —preguntó amablemente.

—Cuando les he visto marchar, he tenido el presentimiento de que a muchos de ellos no volveré a verlos nunca más —confesó.

Y así fue.

XVII

Teresa no supo decirse en qué momento había ocurrido la segunda transformación de Jacinto, porque había estado muy ocupada con la primera comunión de Teté y los preparativos de la recogida de la cosecha del verano que se estaba echando encima, aunque recordaba que su marido se había mostrado excesivamente inquieto por aquel mes de mayo del 36. Se había ido a Madrid tres días en compañía, dijo, de Felipe, con la excusa de recoger los trajes de comunión de sus respectivos hijos, y había andado de secretitos, yendo y viniendo con Manolo por las cuadras y el corral sin dar explicaciones de lo que se traía entre manos.

Al principio, le extrañó que su esposo se pasara el día fuera de la casa, después de varios meses de no haber puesto un pie más allá del portón; luego le picó la curiosidad por saber a qué se estaba dedicando, por qué si entraba en el comedor buscando una fuente, él escondía rápidamente los papeles que había estado escribiendo y si le encontraba hablando con Manolo en cualquier parte de la finca, los dos hombres cambiaban de conversación al advertir su presencia. Finalmente desechó la idea de tratar de descubrir el porqué de su cambio; seguir los movimientos de Jacinto no había hecho más que crearle problemas. Más de una vez se había preguntado si su vida no hubiera sido más apacible si, como Concha, como Marisa, quizás como Gloria, seguramente como su madre, hubiera cerrado los ojos a las posibles correrías de su esposo y hubiera aceptado que Jacinto la quisiera a su manera, como Andrés, Paco, Felipe y don Francisco habían querido a sus mujeres. Porque sí, sin duda las habían querido. Por la misma regla de tres, se decía, su marido la debía de querer a ella. Aunque, llegado a este punto, sus suposiciones se detenían bruscamente: hubieran hecho lo que hubieran hecho todos los hombres que conocía, su marido no tenía excusa. Punto y final.

Había logrado mantener con su esposo una relación exquisita, diría un extraño. Educada era el adjetivo más adecuado para ella. Normal, según todos sus allegados. Delante de los demás se comportaban como un matrimonio tradicional y a solas sólo se hablaban cuando les era absolutamente imprescindible para solucionar algún asunto doméstico o relativo a sus hijas. Jacinto seguía durmiendo en la alcoba de abajo y ella, en el dormitorio principal. Ni él había dado muestras de querer acercarse a ella, ni ella, por supuesto, se lo habría consentido de haberlo intentado.

Seguía enfadada. No, dolida. Profundamente dolida con él. Se había acostumbrado a que no le diera un vuelco el corazón cuando tenía que mirarle y a soportar quedarse con él a solas en una habitación sin sentir un pinchazo en el estómago. Le trataba como a un pariente lejano y mantenía la esperanza de que con el paso del tiempo le dejara de querer, si es que no le estaba dejando de querer ya. Pero cuando veía la foto de su boda en el marco de plata sobre la mesita de al lado de la chimenea del salón, sentía una indignación tremenda al recordar todo lo que había esperado de él y en lo poco que se habían quedado esos deseos.

Así las cosas, le extrañó que días después de la primera comunión, Jacinto le pidiera que le acompañara al salón después de cenar, cerrara las puertas cuando ambos estuvieron dentro, se sentara en el sofá frente a la butaca que ocupaba ella y proclamara de forma muy solemne:

—Tenemos que hablar seriamente.

—¿De qué? —preguntó Teresa.

—Sabes que he pasado unos días en Madrid... Te quiero hablar de ello. —Lo decía entre susurros, en contraste con el tono áspero usado por su mujer.

Ella le interrumpió.

—¿Le ocurre algo grave a alguien de mi familia?

—No, por supuesto que no —se extrañó él.

—Pues entonces, no tengo el menor interés en que me cuentes lo que has hecho en Madrid. Ya me lo puedo imaginar y preferiría no saberlo a ciencia cierta.

Teresa se puso de pie, fue hasta la puerta, la abrió y abandonó el salón precipitadamente.

Felipe apareció el domingo siguiente a la hora del café, que Jacinto había insistido en que tomaran en el cenador, cubierto ya por madreselvas en flor. La tarde era soleada, las niñas estaban durmiendo la siesta, el campo se encontraba en paz. Ellos tres eran los únicos que habían hecho algún ruido al acomodarse en sus sillones de mimbre.

—Madrid está que arde. Literalmente. Todo el mundo cree que va a producirse un golpe militar en cuestión de semanas, quizás días. La gente está alarmada. ¿Te lo ha contado Jacinto? —dijo Felipe, de forma muy casual, en voz bastante baja, mientras daba el primer sorbo a su copa de coñac.

«Vaya —se dijo Teresa—. Eso era lo que su marido le había querido decir.» Y, como no le había hecho caso, había llamado a Felipe para que fuera él quien le diera las noticias. Parecía importante. Prestó atención.

—El panorama es realmente preocupante. Huelgas de todo tipo, tiroteos por las calles, comercios saqueados... Te supongo enterada de la situación política porque lees el periódico, pero te aseguro que las noticias que nos llegan por la prensa no son nada comparadas con la situación real. Da miedo andar por la calle —siguió relatando el amigo y vecino entre susurros.

—En esos días en Madrid entré en contacto con mis compañeros de partido —intervino, al fin, Jacinto, también a media voz—. Me recomendaron que sacara nuestros ahorros del banco y que, si nos es posible, nos vayamos fuera. El alzamiento que se prepara tiene muchas posibilidades de triunfar en las plazas africanas y Canarias, donde está Franco, y en Pamplona, con Mola, y seguramente en Andalucía y las Castillas. Pero en Madrid será muy difícil que la sublevación triunfe...

—Y en ese caso, las consecuencias para gente como nosotros puede que sean dramáticas —concluyó Felipe.

Siguieron hablando un buen rato de planes y contraplanes, de nombres que ella conocía por el periódico y de otros que no, de la conveniencia de que todos ellos se fueran de Madrid, pero en ese caso, se preguntaban los dos amigos: ¿adónde?, ¿y cuándo?

La presencia de las niñas, que salían a jugar con Carmencita, dio por terminada la conversación. Teté preguntó por Flip y Felipe puso una excusa por su ausencia, pero Teresa comprendió por qué le había dejado en casa. Cuando le dijo adiós, se dio cuenta de que sentía un terror que, menos mal que entonces lo ignoraba, no la abandonaría en varios años.

Tenía ganas de llorar mientras bañaba a las niñas, cuando las vestía, cuando jugaba con ellas. Se quedaba a su lado mucho rato después de que se hubieran dormido, con la vela apagada, oyéndolas respirar. Se despertaba con miedo y cuando abría el portón de la casa se dejaba llevar, qué remedio, por una ola de pánico. Montaba a Lucero todas las tardes un rato, pero sin alejarse de su hogar. Creía ver al Pincho, que siempre andaba por los alrededores, en cada recodo, cada árbol. Lo último que notaba antes de dormirse, ya de madrugada, era aquel terror por lo que pudiera pasar a sus hijas, a ella, a todos, a su casa, a su caballo, a su mundo entero.

Tardó varios días en decirle a Jacinto que quería hablar, ahora sí, con él.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.

Se habían sentado bajo uno de los árboles de la chopera y él había señalado que ya podían hablar después de comprobar la ausencia de persona alguna a su alrededor, lo que, francamente, a ella le parecía una indicación penosa de cuál era su situación.

—Lo primero que tenemos que hablar es si queremos quedarnos aquí, volver a Madrid o marcharnos a algún otro sitio.

Jacinto hablaba con determinación. Lo tenía todo bien pensado, se dio cuenta Teresa.

—¿Qué es lo más seguro? —Quería saber.

—Seguridad total no hay en ninguna parte. Pero por las informaciones que he recabado, creo que lo menos seguro es Madrid.

—Bien, pues entonces a Madrid no nos vamos. O nos quedamos aquí o marchamos. Pero ¿adónde? —preguntó ella.

—Tu hermano Paco se va a Galicia. Ha cerrado la fábrica, que de todas formas no produce nada, porque tiene a todos los obreros en huelga. Dice que si nos queremos ir con él.

Sopesaron los pros y los contras de sus posibles viajes. Quedaron en pensarlo mejor. Cuando ella se fue a incorporar, él le señaló que no se moviera.

—Quiero que sepas que he sacado todo el dinero que teníamos en las cuentas de Madrid y que lo he guardado.

—¿Dónde? —Se extrañó de su celeridad tomando decisiones.

—Lo sabe Manolo. Y quizás sería mejor que no lo supieras tú. Anda, vamos a casa.

La tomó del brazo para que se levantara y cuando estuvo de pie ya no la soltó. Ella le dejó; no creía que tuviera fuerzas para haber vuelto andando por sus propios medios. Pasito a pasito, por el camino de debajo de Las Peñas volvieron a su hogar, Jacinto sujetando prácticamente a Teresa, que iba dando tropezones. Se acostó sin cenar. Y, eso sí, desde aquel día durmió en compañía de sus dos hijas. Con ellas al lado al menos conseguía conciliar el sueño un par de horas cada noche, antes de que se hiciera de día.

Jacinto seguía de secretos con Manolo. Y, como si ambos hubieran acordado que la dosis de terror que Teresa podía acumular en el organismo era limitada, sólo le contaban precisamente lo que ella les decía que quería saber. Como aquel día en que él le pidió las joyas, los pendientes de perlas buenas y la sortija a juego con la pulsera de diamantes de doña Enriqueta, más las medallas de oro, las arras de la boda y el broche art decó regalo de don Nicanor. Ella quiso saber dónde las escondía; él la llevó al hoyo que había cavado por la noche en una de las cocheras, «al lado de la rueda derecha del carretín, recuerda», le dijo. Otra vez, cuando Teresa se preocupó por el piso de la calle de Alcalá, Jacinto le entregó una llave para que la llevara en la cartera «por si a mí me pasa algo y tienes que marcharte allí» y además le contó que había dejado dos mil pesetas guardadas dentro del jarrón de porcelana china del gabinete, debajo de unos papeles arrugados que ocupaban buena parte de su interior.

En medio de la nebulosa que cubría su mente por el miedo, sobre todo si pensaba en las niñas, cosa que no dejaba de hacer ningún momento en que estuviera despierta, Teresa comprendió que Jacinto se había convertido en un hombre en quien ella podía confiar. Quizás porque no tenía otra cosa que hacer, o porque realmente quería a su esposa y a sus hijas, había adoptado, al fin, el papel de padre de su familia y proveedor de la seguridad de los suyos. Las energías que antes había dedicado a realizar una operación en un paciente con una grave dolencia o más tarde a elaborar un proyecto de ley de mejora para la vida en el campo estaban ahora concentradas en salvar a sus tres mujercitas, como las llamaba él. Tan meticuloso y paciente como siempre, hacía planes, escribía cartas, organizaba posibles escapadas con toda tranquilidad. Al hombre de pocas palabras y muchos misterios que siempre había sido se le daba muy bien llevar a cabo esas tareas en solitario. Y, además, se esforzaba en lograr que en la casa reinara un aire de tranquilidad. Cuando veía a Teresa haciendo esfuerzos porque no se le escaparan las lágrimas delante de las niñas, se la llevaba a dar un paseo en silencio o le traía una taza de té. Seguía intentando que Isabel aprendiera a leer y a Teté ya le daba clases de ciencias naturales y le enseñaba a distinguir la salvia del romero y del tomillo que encontraban en el campo.

A veces, desaparecía. Aunque ahora explicaba por qué. Solía ir a Villanueva al anochecer para entrar sigilosamente en la casa grande a escuchar las noticias en la radio de don Nicanor. En la finca, sin electricidad, el aparato habría sido inservible. Allí se enteraba de que continuaban las huelgas y los disturbios o de noticias con más precisión que las que ofrecían los periódicos que seguían recibiendo cada día. Y de allí regresaba cada noche con un recuerdo de su tío; unos días un bastón, otros un instrumento médico, la cartera que le había dejado llevar cuando siendo un mocoso le acompañaba a las visitas, su lupa... A la mañana siguiente, hacía partícipe a su mujer de las noticias que había captado, aunque Teresa sospechaba que, más que por escuchar la radio, visitaba la casa de su tío por recordar en ella viejos tiempos que los dos sabían ya que no volverían jamás.

Hasta las niñas perdieron la inocencia sobre lo que se estaba fraguando a su alrededor una noche de junio, poco después de que Jacinto regresara de Villanueva para contar a Teresa, que aún andaba despierta haciendo punto en el salón como si le estuviera esperando, que acababa de escuchar que habían sido detenidos un centenar de falangistas y que a José Antonio Primo de Rivera se le había trasladado a la cárcel de Alicante. El ruido fue atronador. De golpe. Metálico. Como si docenas de cacerolas chocaran unas con las otras allí mismo en la explanada, bajo la sarga. La reacción de los dos fue la de echar a correr escaleras arriba, hacia las niñas. Cuando llegaron, ya estaban las dos, chillando, camino de la ventana de su habitación, abierta en aquella noche de calor.

—No, no —gritó Jacinto—. Quietas. A la ventana no.

Teresa, que llevaba en la mano el quinqué, lo dejó en el suelo y se tiró hacia Teté mientras su marido sujetaba a Isabel. Carmencita, que entraba en la alcoba, se quedó petrificada.

El ruido iba a más. «No gritéis, no habléis», pedía Jacinto a sus niñas. Manolo y María, con Manolín en brazos, irrumpieron también en la alcoba.

—Son los de la Casa del Pueblo de Villanueva. Hacen ese ruido golpeando con cadenas un montón de latas que llevan en las manos—explicó Manolo.

—Vamos a atrancar la puerta de arriba —fue la orden del dueño de la casa al tractorista—.Vosotras, quedaros con los niños; que no griten.

Clan, clan, clan, clan. El ruido seguía siendo ensordecedor, hubiera dado lo mismo que las niñas lloraran, pensó Teresa.

Los hombres colocaron sillas, mesas y cómodas detrás de la puerta que conectaba las escaleras con el primer piso.

Clan, clan, clan, clan. La serenata de cadenas y latas cesó tras una hora que parecieron tres. Después, se oyeron pasos mientras todos los presentes en la alcoba contenían la respiración. Afortunadamente, se alejaban de la casa. Manolo y Jacinto se asomaron a tiempo de ver a la luz de la luna a los hombres subir en el camión que habían dejado en la curva de la carretera, sin duda para no dar pistas de su llegada. Escucharon el motor, alejándose. Volvieron a respirar.

Consiguieron que las niñas y Manolín se quedaran dormidos en la cama de Teresa. Los cuatro mayores no se acostaron aquella noche, pendientes de cualquier ruido, todos ellos en silencio total.

Jacinto decidió a la mañana siguiente que Manolo y los suyos abandonaran la finca. No tenía objeto, les dijo, que pusieran su vida en peligro. El matrimonio se negó en redondo. «Que no y que no y que no», dijo María mil veces mientras les preparaba de comer. Manolo llevó a las niñas a jugar en La Estacada con Flip, para quitarlas de en medio. Teresa convenció a aquella mujer, que para ella era ya una hermana, de que se fuera a casa de sus padres en El Pozo con el único argumento posible: el de la seguridad de Manolín y la de la nueva criatura que estaba esperando.

—Bueno —dijo María—, me iré por los niños, pero a condición de que Manolo se quede. A usted no la dejamos sola por na’.

Luego hubo que lograr que Carmencita regresara a dormir con los suyos en la casita que ocupaba en la entrada de la finca. Teresa, que recordaba por qué la contrató, hizo cargar a sus hermanos con un colchón para el uso exclusivo de aquella joven, ya una mujer, que había criado a sus hijas. Ya por la tarde, Manolo llevó a su familia a El Pozo, pero regresó al anochecer. A partir de entonces durmió arriba, en la alcoba contigua al dormitorio grande.

—¿Qué hacemos con las niñas? —preguntó al final de aquel largo día Jacinto.

Teresa interpretó que quería que fuera ella quien hablara con las dos pequeñas. Jacinto llevaba razón, les hablaba con más confianza que él.

Las sentó en sus rodillas después de cenar los cuatro, con Jacinto a su lado. Carraspeó. Era el peor trago de su vida.

—Ayer os despertasteis por la noche con un ruido muy grande, muy grande...

Las niñas la miraron con los ojos muy abiertos, a la espera de una explicación.

—Tenéis que saber que hay unos hombres malos que quieren asustar a papá y por eso vinieron anoche a hacer ruido en la puerta de la casa. Y también tenéis que saber que quizás vuelvan otra noche. —Teté tenía siete años. Isabel, seis. No había derecho.

—¿Por eso se han ido María y Manolín? —preguntó Teté.

—Y Carmencita... —añadió Isabel.

—No, no se han ido porque les da miedo. Ellas son muy valientes. Se han ido porque se lo hemos pedido. Esto es una cosa de papá y de mamá y se tiene que quedar en la familia —explicó Teresa.

Las dos niñas asintieron. Jacinto las cogió y las trasladó a su regazo.

—Quiero que sepáis que esa gente es muy mala, pero que a vosotras nunca os van a hacer ningún daño. Papá lo tiene todo arreglado para que así sea.

Las besó a las dos.

Teresa se dio cuenta de que el virus del miedo había atacado, al fin, a sus hijas. Se habían quedado asombradas, muy quietas, calladas. Cuando Teté no preguntaba ni Isabel lloraba...

Durmieron desde entonces los cuatro en la habitación grande, adonde llevaron otra cama. Jacinto y Manolo echaban todas las noches las grandes trancas que habían colocado en la puerta de arriba. Y luego se acostaban a esperar, Jacinto abrazado a Isabel en una de las camas, Teresa con Teté en la otra. Las niñas se dormían enseguida. Sus padres no. El ruido de las cadenas sonaba de golpe, pero no todas las noches. Pasaban dos sin que aparecieran, luego venían dos noches seguidas, tres que no, una que sí, una que no, dos sí... Así un mes entero. Teté se tapaba los oídos y trataba de hacerse la valiente repitiendo «mami, no te preocupes, que ahora se van». Isabel lloraba mansamente abrazada a su padre. Empezó a mojar la cama. No quería comer.

Nunca habían tomado la decisión de marcharse de la finca, quizás porque daban por hecho que se iban a quedar. ¿Adónde iban a ir? Jacinto fue al ayuntamiento para hablar por teléfono con su hermana y con Paco para saber noticias de la familia, pero habían cesado al alcalde y el nuevo le echó a la calle con cajas destempladas. Pasó por la casa de su tío y comprobó que la habían asaltado; la verja estaba abierta y las ventanas rotas, ¿para qué iba a entrar a comprobar el desastre? El periódico ya no les llegaba todos los días, Manolo tampoco iba a Villanueva y dependían de que cualquier otro trabajador de la finca les hiciera el favor. Con retraso se enteraron de que un falangista había sido asesinado mientras tomaba café en un bar de Torrijos y de que al día siguiente cuatro obreros que salían de la Casa del Pueblo de la calle Piamonte habían sufrido la misma suerte.

Recolectaron el trigo aquel verano, el poco que había crecido en otro año de gran sequía, pero, una vez en el granero, nadie se lo quiso comprar. El girasol, con el que Teresa había querido experimentar, ni siquiera se recogió. Cuando César anunció que se iba de vacaciones con los suyos a Santander, le despidieron con un almuerzo bajo la pérgola. Todos comprendieron que estaba escapando, que era muy probable que no le volvieran a ver. La veintena de trabajadores de la finca seguían allí, pero Teresa apenas se comunicaba con ellos, no le parecía ya que nadie, excepto Manolo, fuera de fiar.

El 11 de julio, Felipe se presentó de improviso en el Studebaker, del que no quería bajarse, dijo que tenía prisa. Sólo venía a contarles malas noticias; acababa de morir la madre de Gloria y tenían que marcharse corriendo a Sevilla. Se llevaban a Flip y dejaban al pequeñín con su padre y la nurse. Estarían de vuelta en una semana, aseguró.

—Suponiendo que... —dijo Jacinto.

—Dame un abrazo. Seguro que dentro de poco estaremos celebrando juntos muy buenas noticias.

El siempre optimista Felipe. Teresa le vio bajar del automóvil y abrazar a su mejor amigo. Nunca olvidó la escena. Fue el último encuentro de los dos.

El 14 de julio cayó en martes y tampoco se le pasaría por alto la fecha. Aquélla fue la última noche del estrépito de las cadenas. A la mañana siguiente, cuando Teresa bajó a preparar el desayuno, observó al pasar por el zaguán un papel que asomaba por debajo de la puerta principal. Tiró de él. Era la portada del diario Abc del 14, ocupada por una gran fotografía de Calvo Sotelo rodeada de una orla negra. Alguien, sin duda alguno de los visitantes de la noche anterior, había escrito a mano, con letras impresas: «Los próximos seréis vosotros».

A partir de ahí, esperaron.

—Ya es tarde para irnos, ¿verdad? —preguntó Teresa una mañana, después de leer en el periódico noticias de nuevos enfrentamientos entre falangistas y socialistas por las calles de Madrid.

En vez de contestar a esa pregunta, Jacinto aprovechó para dar los detalles del plan que tan cuidadosamente tenía diseñado para la huida de toda su familia de la finca en el caso de que fueran a detenerles. Creía bastante probable que si se producía un alzamiento militar los de la Casa del Pueblo de Villanueva se lanzaran a por ellos. Tenía preparada, con la ayuda de Manolo, una escapatoria hacia El Pozo, un pueblo aparentemente más seguro. Dejarían todo en la casa menos lo imprescindible, saldrían tapados dentro de un carro...

Le escuchaba con incredulidad. Había visto a Jacinto ir y venir con mucho secreto. Sabía que se estaba organizando para salvarlas. Pero no había sospechado que su plan de huida abarcara hasta el mínimo detalle.

—¿Qué es lo que tengo que hacer? —le preguntó.

—Cuando yo te avise, buscas a las niñas y las sacas corriendo a la explanada.

Por dar a sus hijas un cierto aire de seguridad, de que vivían como una familia normal, Jacinto decidió llenar el estanque de agua fresca. A partir de entonces, todas las mañanas sacaban los trajes de baño y los corchos que hacían de flotadores y se bañaban los cuatro. Manolo había sacado no se sabía de dónde una pelota. Jugaban partidos de volley acuático. Teresa les explicó las reglas, que recordaba de los tiempos en que, siendo ella una chiquilla, había jugado a ese deporte con sus primos todos los días. Pero incluso en los momentos en los que las pequeñas parecían más enfrascadas en saltar y chillar, ella se daba cuenta de que su marido no dejaba de observar por el rabillo del ojo la curva de la carretera.

El 18 a mediodía, Manolo llegó de El Pozo, adonde había ido a visitar a María y Manolín, con la noticia.

—Que ya, que ya, que ya. Que se ha producio el alzamiento ese y que en Madrid hay estao de guerra y que parece que ha sido el Franco, que estaba en Canarias, pero que ya viene por Marruecos.

No sabía nada más que eso. Se lo había contado el cura y había salido corriendo a lomos de la mula, para llegar cuanto antes.

Por la noche no sonaron las cadenas. Ignoraban si era buena o mala noticia. No sabían nada.

Teresa, que de beata había tenido lo justo, empezó a frecuentar la capilla a cada rato.

—Dios mío, por favor, las niñas, las niñas —era todo lo que decía, arrodillada en aquel reclinatorio que fuera de su madre.

El 19 por la mañana, Jacinto la sorprendió pronunciando esa oración. La ayudó a ponerse en pie.

—Te juro que a las niñas no les pasará nada. En el supuesto de que tengamos que irnos de aquí, tengo organizado todo para que lleguemos a Madrid y allí dispongo de un lugar seguro para ellas. Por favor, confía en mí.

Ella no sabía qué decirle.

Él se arrodilló a su lado, en el reclinatorio que había sido de don Francisco, y se puso a rezar: «Padre nuestro que estás en los cielos...».

Teresa rezó con él.

Nunca se pudo explicar cómo aquel día y al siguiente pudieron bañarse en el estanque con las niñas y jugar al volley con ellas y darlas de comer y acostarlas para que durmieran la siesta. Mirando siempre por la ventana. Sin noticias de lo que estaba ocurriendo ni en Madrid ni en Villanueva.

Hasta aquel mediodía del día 20 en que Manolo irrumpió en el comedor mientras almorzaban gritando «que vienen, que vienen» y Jacinto puso en práctica el plan que tan cuidadosamente había diseñado para salvar a sus hijas y a su mujer.

XVIII

Llegaron a El Pozo sin contratiempos. Jacinto había calculado, muy acertadamente, que les buscarían, primero por la casa, luego por todas las dependencias de la finca. La comida sobre la mesa, la cocina sin recoger, los flotadores de las niñas junto al estanque, las camas deshechas aportaban pistas sobre su presencia. Además, el carretín y la tartana permanecían en las cocheras. Por eso habían huido en un carro que ni siquiera era suyo, sino de un pariente de Manolo; era más lento, pero resultaba mucho más seguro. Para darse un margen de ventaja aún mayor, no había querido esconder pertenencias más valiosas que las joyas de Teresa: las bandejas de plata eran visibles tras los cristales de la vitrina del aparador; los marcos, también de plata, sobre las mesitas del salón. Hasta se dejó el reloj de oro encima de la mesilla de noche; para lo que le esperaba, más le valía consultar la hora en uno bien vulgar, regalo de unos laboratorios médicos. Si, como creía, los hombres que les buscaban estaban también interesados en saquearles, se entretendrían un buen rato en esta tarea, una vez que constataran que habían fracasado en alcanzar su primer objetivo.

No bajaron del carro hasta que éste hubo entrado en un corral y Manolo cerrado el portón con mucha cautela. Las niñas, muy asustadas, habían cesado de llorar desde que su padre les gritó para que callaran. Ahora se dejaban sacudir por su madre, que pretendía así desprender de su ropa, sus brazos y su cara todos los restos del heno que les habían cubierto durante el viaje. Hacia ellos se acercaban un hombre joven que no parecía un campesino y una mujer de cierta edad vestida de negro, que fue la primera en hablar.

—Bienvenidos sean. Ésta es una casa modesta. Pero aquí estarán seguros —les dijo mientras se frotaba las manos en su delantal, negro también.

Teresa la abrazó mientras su marido saludaba con un afectuoso apretón de manos al joven.

—Te presento a Miguel, el maestro de El Pozo. Y a su madre, la señora Rosario. Ella es hermana del párroco, don José, ¿les recuerdas? —hizo las presentaciones Jacinto.

Teresa no les recordaba de nada, pero estaba muy contenta con su acogida. Mientras los hombres se quedaban hablando en el patio, la señora Rosario las llevó a la cocina. Las niñas se bebieron los vasos de leche fresca que les ofreció su anfitriona e incluso metieron la mano sin ningún pudor en la lata de galletas que abrió para ellas, pero su madre prefirió refrescarse la cara con el agua del grifo y beber abundantemente del caño; el miedo la había dejado seca por dentro y por fuera.

—Mi hijo me ha dicho que en cuanto se encuentren repuestas, las lleve directamente a su habitación —se disculpó la dueña de la casa por interrumpirlas mientras guardaba la lata ya casi vacía de galletas.

Subieron unas escaleras empinadas y entraron en una amplia alcoba con dos camas, una mesilla, un estrecho armario y dos sillas colocadas junto a la ventana abierta, a la que, como por instinto, se dirigieron las tres. Doña Rosario les explicaba que al fondo del pasillo se encontraba el baño cuando Jacinto irrumpió en la habitación avisando:

—A la ventana, no; a la ventana, no.

—Es cierto —dijo Teresa, sujetando a sus hijas. Debería haberlo aprendido después de las noches pasadas escuchando el estruendo de las cadenas. Asomarse a una ventana era un error en momentos de peligro. Procuró no volverlo a olvidar jamás.

Su marido y Manolo llevaban varios bultos, que aún tenían paja adherida, por lo que supuso que habían hecho el viaje en carro bajo todos ellos. Una vez abiertos, de su interior sacaron ropa de los cuatro, algunos libros, varios utensilios médicos, unas cajas de medicinas y hasta lápices de colores y cuentos para las niñas.

—Me voy; pero ya saben dónde me tienen, y no se preocupen, que no les va a faltar de na’ —se despidió Manolo.

Ya solos, y mientras las niñas coloreaban cuentos sentadas en el suelo y apoyadas en las sillas que habían alejado de la ventana, una Teresa maravillada del sentido de previsión de su marido esperó alguna explicación.

—Miguel pertenecía a las agrupaciones agrarias de las que también yo formaba parte y fue candidato a alcalde por la CEDA. Su madre conocía mucho a la tuya, por lo visto bordaba muy bien antes de empezar a perder la vista y, tú no lo recuerdas, pero ella sí, bordó todas las sábanas de tu ajuar. Además, es tía de María. Son muy buena gente y se han prestado a acogernos mientras decidimos adónde ir. Si te acercas a la ventana cuidadosamente —la llevó hasta un lado de los cristales abiertos—, verás que estamos al fondo de una plaza. ¿Ves la casa de la otra punta, aquella de las persianas verdes? Es la de los padres de María. Ahí está ella y allí permanecerá Manolo, vigilando quién entra y quién sale y si...

Ya era bastante para contar delante de las niñas. Los dos sabían que tenían que aplazar el resto de la conversación hasta que las pequeñas se durmieran. Jacinto se apostó junto a la ventana, a cuya esquina se asomaba de vez en cuando. Teresa se tumbó en una de las camas, inmóvil, con los ojos muy abiertos, mirando al techo fijamente y dando gracias a Dios porque toda su familia hubiera salido viva de aquel trance. De momento. Pero después de ese acto de agradecimiento y al ver a sus hijas pintando con mucha concentración y a su marido cuidando de todas ellas, volvían las pesadillas. En la de aquel momento se imaginaba cómo aquellos hombres estarían en ese instante destrozando su casa, llevándose sus objetos más preciados, decidiendo que aquella finca era suya. Pero la peor de ellas se refería al futuro: ¿qué iba a ser de ellos?, ¿dejarían de perseguirles?, ¿podrían volver a vivir en paz en algún lugar?

Estaba anocheciendo cuando alguien tocó con los nudillos en la puerta. Otro ruido que a partir de entonces supondría para ellos un motivo de pánico. Pero esta vez, no. Se abrió la puerta y entró María.

Las niñas se abalanzaron sobre ella, Teté para abrazarla, Isabel para preguntar una y otra vez por Manolín. Teresa la besó como si no la hubiera visto en mil años.

—Les he traío la cena, como si na’ más que viniera a dejarle a mi tía unas rosquillas. Y me tengo que ir corriendo... ya saben —se disculpó—. Manolín ma dicho que te quiere mucho, pero no ha venío porque anda resfriao —mintió a Isabel.

Y desapareció.

En la mesa de la cocina, la señora Rosario les tenía preparado un mantel a cuadros, vajilla de loza y cuatro cubiertos.

—¿Ustedes no se sientan con nosotros? —la invitó Teresa.

—Ca. Mi hijo andará por el bar y yo no ceno —contestó ella, que empezó a colocar sobre el centro de la mesa plato tras plato con una tortilla de patatas que, cómo no, estaba poco cuajadita, unas lonchas de jamón, tomate y pepino regados con aceite, un cuarto de queso y, para postre, una fuente de leche frita.

Teté les hizo reír a todos.

—Mami, papi, me alegro de haber escapado de los hombres malos y me alegro de que haya otra vez leche frita para cenar.

Con tantas emociones, las pequeñas se quedaron dormidas enseguida, abrazadas la una a la otra en una de las camas, sin más abrigo que sus camisones blancos; era una calurosa noche de julio.

Sus padres acercaron las sillas a la ventana. Ahora, ya de noche, a oscuras la habitación, se lo podían permitir. La plaza estaba iluminada por dos farolas, pero casi desierta. Sólo se oía algo de ruido saliendo del bar, que tenía las puertas abiertas y una radio encendida; no se podía entender lo que por ella se hablaba, pero sí que su volumen era muy alto. En una de las estancias del piso inferior de la casa del otro extremo, la de las persianas verdes, se divisaba una figura que iba de un lado a otro; sería María trasteando por la cocina.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Teresa en voz muy queda.

—Esperar. Los hombres que han ido a buscarnos vendrán por aquí más pronto que tarde. Ahora mismo no sería prudente meternos en ninguna carretera, nos los podríamos encontrar.

—Si vienen, la emprenderán contra Manolo y María —se preocupó ella.

—El hermano de Manolo es de UGT. Esperemos que no les pase nada. María y él se están portando maravillosamente, arriesgando sus vidas por nosotros. Igual que Miguel y su madre. No lo olvides nunca.

—Descuida, no lo olvidaré. Pero nosotros, suponiendo que esos hombres vengan y no nos encuentren... ¿nos podremos quedar aquí? —Teresa quería saber más.

—No. Tendremos que irnos. Quedarnos sería ponerles a todos en un peligro real. Una cosa es que nos acojan unos días, para despistar a quienes nos persiguen, y otra, pensar que en El Pozo, donde todo está tranquilo por ahora, no vaya a levantarse la persecución contra la gente de derechas como parece que ya ha ocurrido en Villanueva. Quizás también toda esta gente que ahora nos protege tenga que huir de sus casas. Por ellos, es mejor que sólo bajemos a la cocina a la hora de la cena; de día puede entrar cualquier vecino y sorprendernos. Y sólo Manolo, María, Miguel y su madre saben que estamos aquí.

—¿Iremos a Madrid?

—No nos queda más remedio.

Jacinto fue lacónico en este punto.

—Y en Madrid, ¿cómo están las cosas? —preguntó ella.

—No está muy claro, pero no nos hagamos ilusiones. Miguel ha escuchado en la radio que el Gobierno dice que la sublevación militar ha sido aplastada en toda España, pero es probable que se trate de pura propaganda. El cura dice que esta mañana se encontró con dos hombres de buen aspecto que venían en coche desde Madrid y que le aseguraron que el alzamiento ha triunfado en casi todo el sur y buena parte del norte, que Sevilla está controlada por Queipo de Llano y Pamplona por Mola. Pero, Madrid, no sé, no sé...

—Tenemos que esperar, entonces —se resignó Teresa.

Estuvieron mucho rato observando la plaza vacía, pendientes de cualquier ruido, el más mínimo movimiento, y, sobre todo, lo que más temían: la llegada de algún vehículo. Pero no ocurrió nada extraño. La radio cesó de escucharse, dos clientes salieron del bar con su dueño y le ayudaron a echar el cierre metálico. Y luego, el silencio total.

—Me voy a dormir —dijo ella.

—Quédate vestida. Es mejor que estemos preparados —comentó él.

Se acostaron los dos en la cama estrecha. A Teresa le pareció que él rezaba muy bajito. De pronto, tuvo un pensamiento que la asustó. Se sobresaltó. Tocó a Jacinto en el hombro, por si se había dormido.

—Lucero —casi gritó—, ¿qué va a ser de él?

Jacinto la abrazó.

—Manolo lo trajo ayer a la cuadra de un amigo suyo que tiene varios caballos a las afueras de El Pozo. Le he dado dinero para el pienso de una larga temporada. No te preocupes por él, te aseguro que estará bien.

Teresa no salía de su asombro.

—¿Cómo es posible que hayas planeado tan bien cómo hacer frente a una situación tan... tan...?

No sabía encontrar la palabra.

—Porque, aunque no sé si ya será tarde, quiero que tú y las niñas sepáis que os quiero y me ocupo de vosotras.

No se quedó dormida en mucho rato. Pero tampoco supo qué contestarle en mucho tiempo.

Las niñas les despertaron con las primeras luces que entraban por la ventana abierta.

—Teté dice que os puedo besar, pero sin hacer ruido —les dijo Isabel después de aterrizar encima de los dos.

Se abrazaron los cuatro. Les esperaba un largo día, que se les hizo eterno. El último, recordaría Teresa durante toda su vida, que pasaron juntos todos ellos.

Lo que estaban esperando ocurrió, al fin, a última hora de la tarde, cuando, a falta de otro entretenimiento, las niñas estaban apostando ya entre ellas si María les traería croquetas y natillas o tortilla y leche frita para cenar, que eran desde siempre sus dos menús favoritos. El ruido del camión atronó en la plaza vacía. Jacinto se retiró de la ventana, que estaba entornada. Les hizo una seña para que permanecieran en silencio total. Abrió con mucho cuidado la puerta de la habitación, salió sigilosamente y volvió a cerrarla tras de sí.

Se oyeron voces. Luego silencio. Más voces. Otra vez silencio. Teresa acariciaba el pelo de sus hijas, sentadas las dos en el filo de la cama, con la misma angustia que ella reflejada en sus caritas. Parecía estar transcurriendo una eternidad, sin que pudieran ver nada ni escuchar un solo ruido. La puerta se abrió. Las tres se sobresaltaron. Era Jacinto.

—Ya se van, no os preocupéis —las tranquilizó.

Efectivamente, segundos más tarde se escuchaba el motor del camión. Y, al momento, el vehículo que salía de la plaza. Las tres quisieron incorporarse enseguida. Jacinto las sujetó y les indicó por señas que esperaran un rato más. «Esperar, siempre esperar», pensó Teresa.

—Eran ellos, pero no temáis, no le ha pasado nada malo a nadie —les anunció con satisfacción.

—¿Los hombres malos ya no nos van a perseguir más? —inquirió una satisfecha Teté.

Su padre no se dio por aludido. ¿Cómo podía explicar a una niña de siete años que España estaba llena de hombres como ésos?

—Nos iremos al amanecer —proclamó Jacinto.

Cenaron croquetas y natillas, que María había dejado, pero sin atreverse ni a saludarles. No estaba el horno para bollos. Manolo llegó con Miguel y los tres hombres se quedaron hablando en la cocina mientras Teresa y las pequeñas subían a su habitación. Las niñas se durmieron. Ella esperó, estaba aprendiendo a ser paciente, a que apareciera su marido.

—El hermano de Manolo nos llevará a Madrid en una furgoneta. Salimos a las cinco. Duerme un rato.

—¿Qué ha pasado? —quería saber ella.

—Vinieron los de Villanueva en el camión. Fueron directos a casa de Manolo. Le hicieron salir a él, a María, a sus padres y a Manolín a la calle. Registraron la casa entera. Fue realmente desagradable, no hacían más que preguntar que dónde estábamos y de amenazarles para que nos delataran. Menos mal que, en éstas, apareció Fermín, el hermano. Ya te dije que milita en UGT. Les saludó como camarada, les aseguró que nada tenía que ver su hermano con nuestra desaparición. Les convenció y se fueron.

—¿No les han hecho nada malo? —Teresa no creía que hubiera sido tan fácil.

—A Manolo le dieron una patada en sus partes. Le he mirado, pero no ha sido nada grave. Podrá tener todos los Manolines que desee.

—¿Adónde has ido cuando llegaron los hombres? —Todavía quería saber más.

—Al pajar de la casa de Fermín, que es la de aquí al lado. Si hubiera visto que a Manolo le iban a hacer algo, me hubiera entregado yo. Pero, por supuesto, sin contarles que vosotras estabais aquí.

Esa noche fue ella quien le abrazó a él. Pero aún tenía una pregunta que hacerle.

—¿Venía el Pincho con ellos?

—Venía. Anda —la apretó muy fuerte—, duerme un rato.

Ninguno de los dos durmió. No tenían ni ganas, ni despertador. Cada pocos minutos consultaban el reloj de Jacinto. Al fin, menos mal, éste se puso de pie. Fue al baño mientras Teresa guardaba la ropa y sus cosas en los atillos de los que las había sacado el día anterior. Cuando ella regresó de su turno en el baño, su marido ya estaba vistiendo a las niñas, que, soñolientas, se dejaban meter una manga, luego la otra, de sus vestidos sin ni siquiera abrir los ojos. Al fin, bajaron; primero los bultos, de los que se hizo cargo Fermín, que les aguardaba en la puerta del patio; después, a sus hijas. Anduvieron, casi de puntillas, Jacinto cargando con Teté, y Teresa con Isabel, hasta el otro extremo de la plaza, a lo largo de la calle Mayor, bajando la cuesta. Al final del pueblo, vieron la furgoneta. En sus dos lados tenía impreso en grandes letras el anagrama de UGT. Fermín les acomodó, guardó los bultos en la parte trasera, puso en marcha el vehículo y, antes de tomar la primera curva, entregó a Teresa un pequeño cesto cerrado con un cordel.

—La María me ha dao esto para ustedes —fue todo lo que Fermín les habló durante el trayecto.

Teresa iba a abrirlo, pero su marido le señaló con el dedo una edificación de ladrillo que les quedaba a la derecha, a mitad de la altura del cerro:

—Ahí está Lucero.

«Quizás mejor que nosotros», se dijo ella.

Abierto el cesto, contenía una vasija de loza bien sellada con un gran corcho que resultó que estaba llena de leche fresca y un molde rectangular que contenía un bizcocho aún templado. Junto a éste, una navaja y, sobre ella, una cuartilla en la que había escrito: «Para mis niñas», con una letra que Teresa reconoció al instante. ¡El trabajo que le había costado a aquella buena mujer aprender a escribir!

—Tenemos que volver. No he visto a Manolín —protestó Isabel.

Nadie le hizo caso. Su madre le quitó la pena con un trago de leche y una buena ración de bizcocho.

En Madrid aún no había amanecido cuando llegaron, pero por la calle ya se veía a mucha gente. Había automóviles con carteles como el suyo y las letras de algún sindicato grabadas en las puertas. Muchos de ellos llevaban colchones sujetos al techo con grandes sogas. Teresa dio un codazo a su marido al acercarse a la basílica de Atocha, de la que salía humo. Al llegar a su altura, vieron que estaba ardiendo, pero no comentaron palabra por no despertar a las niñas, que iban amodorradas, ni molestar a Fermín, que bastante estaba haciendo por ellos. La furgoneta se detuvo, al fin, ante el portal de la calle de Alcalá, su hogar. Su conductor bajó, miró a ambos lados, abrió la puerta trasera y dejó los bultos al borde de la acera. Habían llegado. Jacinto le apretó la mano, pero no le abrazó, al hombre se le veía incómodo. Teresa le despidió con un sentido «muchas gracias». «Muchas gracias», «muchas gracias», repitieron Isabel y Teté al pasar junto a él. Las pequeñas se espabilaron y, por primera vez en varios días, se mostraron muy contentas. Estaban, creían ellas, en un lugar seguro.

Jacinto subió por delante. Su mujer se retrasó; sería mejor, habían pensado los dos sin pronunciar palabra, evitar a las pequeñas cualquier espectáculo que pudieran encontrarse. Pero no tenían de qué preocuparse. El piso estaba intacto. Lleno de polvo, pero como siempre. Las pequeñas corrieron a su habitación, abrieron el armario y empezaron a sacar muñecas, cacharritos, pelotas...

Teresa abrió el balcón del gabinete para refrescar la casa, que estaba ardiendo. Se sentó en la mecedora, con las vistas al Retiro, tras cuyos árboles empezaba a clarear. Escuchaba a sus hijas exclamar «mira, mira» desde el fondo del pasillo, tan contentas. Estaba agotada. Quería dormir y luego despertar en un mundo sin más sobresaltos.

Jacinto entró en la habitación y en ese momento ella se dio cuenta de que su sueño no era posible.

—Me voy. Tengo que averiguar lo que está pasando. Volveré en un par de horas. Traeré algo para comer. Bajo ningún concepto salgáis a la calle ni tú ni las niñas —fue todo lo que dijo antes de salir corriendo.

Cuando regresó, la encontró durmiendo en la mecedora, ¡estaba tan cansada! Las niñas seguían en su habitación, se escuchaba a Teté leyendo un cuento en voz alta a su hermana.

A Teresa le dio un vuelco el corazón al observar la cara descompuesta de su marido.

—Cuéntamelo. Todo —le dijo al ver que él se resistía a comenzar a hablar.

—El primo Esteban ha muerto en el cuartel de la Montaña, donde se habían amotinado los sublevados. Les sacaron a cañonazos, después de bombardearles. El primo Juan estaba con él, pero ha conseguido huir. Muchos falangistas como ellos se habían atrincherado en el cuartel con las tropas. Juan está ahora en casa de Andrés, donde le he visto. Le he curado de una pequeña herida que tenía en un brazo. Concha y Andrés están bien, pero aterrorizados. En Madrid no ha triunfado el alzamiento, el Gobierno ha repartido armas entre los militantes de izquierdas y se están produciendo detenciones por millares. No he podido contactar con nadie de la CEDA, todos están escondidos. Algunos, quizás, asesinados a estas horas. La única buena noticia es que Paco y los suyos deben de estar bien; se fueron a Galicia y allí han triunfado los rebeldes.

Ahora fue Jacinto quien esperó a que su mujer asimilara lo que acababa de contarle y le hiciera la siguiente pregunta, la inevitable.

Pasó un rato muy largo antes de que Teresa, blanca como la cera, se lo preguntara.

—Y ahora, ¿qué hacemos nosotros?

Se lo tenía que decir, aunque le fuera a doler.

—Poner a las niñas a salvo.

—¿Dónde? —quiso saber.

—Haz una maleta con su ropa y otra con sus juguetes y sus cuentos. Mientras, yo voy a hablar con ellas.

Salió de la habitación cuando hubo terminado la frase. No soportaba verla de esa manera.

XIX

Escuchó desde el pasillo cómo su marido convencía a sus hijas de que tenían que mudarse otra vez, ahora a un lugar muy seguro donde los hombres malos que les estaban siguiendo nos las encontrarían jamás.

—Porque esos hombres malos que quieren coger a papá seguro que saben que ésta es nuestra casa de Madrid y puede que aparezcan por aquí en cualquier momento y ¡qué susto! ¿No pensáis eso vosotras? —les estaba razonando.

—¿Me puedo llevar este muñeco? Se parece a Manolín —dijo Isabel.

—Yo me voy a llevar este montón de cuentos, y también el cuaderno de ciencias y también la cocinita, y... —iba anunciando Teté.

Teresa comprendió entonces que sus hijas eran lo que eran, niñas capaces de adaptarse a las circunstancias con bastante más facilidad que los adultos. En su caso, que ella. Se había quedado sin palabras cuando Jacinto le habló de un sitio seguro para las pequeñas. ¿Eso significaba que se tenía que separar de ellas?

Entró en la habitación con dos maletas en la mano. Una, dijo a las niñas, para que la llenaran con sus juguetes favoritos. Abrió la otra junto al armario y comenzó a guardar en su interior los vestidos blancos de piqué, las rebecas de perlé, las blusas de nido de abeja...

Jacinto la tomó del brazo y la llevó al pasillo.

—Esa ropa no, busca los vestidos más gastados y menos elegantes. Ir bien vestido es ahora mismo algo muy poco recomendable, incluso para los niños. Lo mejor es que nuestras hijas no llamen la atención —explicó.

—¿Adónde vamos a llevarlas? —se atrevió ella, al fin, a preguntar.

—Iremos a casa de Elías y Paquita en Cuatro Caminos. Hace tiempo que me dijeron que acogerían muy gustosos a las niñas si llegaba el momento en que lo considerábamos necesario. Son personas de izquierdas y nadie irá a su casa a preguntar quién está viviendo allí. Apenas si les has conocido, pero te aseguro que las tratarán con mucho cariño. Desde que les viste por última vez han sido padres, de un niño que tiene seis o siete meses. Cuando perdí el escaño y me quedé sin trabajo, me acogieron en esa misma habitación en la que ahora dormirán Isabel y Teté. Ellos me animaron a que me fuera a la finca cuando más perdido me encontraba.

—¿Saben que vamos a ir hoy?

—Hablé ayer con Elías por teléfono. Nos esperan después de comer.

Todo parecía muy razonable, muy bien pensado. Lo más aconsejable en aquellas circunstancias. Excepto para una madre.

—No me pienso separar de ellas. —Teresa fue tajante.

—Ven conmigo.

Le costaba decírselo. Se la llevó al comedor, cerró la puerta.

—Es bastante probable que cualquier noche vengan a por nosotros. Si hay suerte, sólo me llevarán a mí. Si no la hay, te llevarán a ti también. En ese caso, ¿dejamos a las niñas aquí solas?

No tuvo que explicar más. Lívida como la cera, Teresa fue a terminar de hacer la maleta. Y antes de ponerse a preparar la comida, llenó la bañera de agua caliente y metió a las dos pequeñas dentro. Les lavó el pelo, las frotó de arriba abajo. Las acarició con esa excusa. Que se fueran bien limpias, y bien queridas por su madre.

Jacinto llevó las dos maletas en las manos, Teresa a las dos niñas, que se asombraron mucho de viajar en metro, una experiencia nueva para ellas. Línea dos, de Retiro a Cuatro Caminos, sin transbordos. Teté e Isabel jugando a pitar a la vez que la máquina y reproducir el ruido del abrir y cerrar de las puertas; sus padres haciendo esfuerzos para no estrujarlas contra ellos, besarlas, abrazarlas una vez más.

Era un piso modesto y muy alegre el de Paquita, que los estaba esperando, y Elías, que aún no había vuelto del hospital. Les había preparado una habitación para ellas con dos camitas y colchas color rosa, como las cortinas que flanqueaban la ventana que daba al patio de vecinos. Su niño dormía tranquilamente en una cuna en el dormitorio del matrimonio. Un pequeño salón, una cocina minúscula y un baño con ducha componían el resto de la casa.

—¡Qué bien, aquí dormiremos los cuatro! —exclamó, con mucha alegría, Teté.

—No, cielo. Ésta es vuestra habitación. Papá y yo nos iremos a dormir en casa, pero vendremos a veros todos los días —explicó Teresa.

—Pero, mami —protestó la niña—, si llegan los hombres malos, os van a pillar. Mejor os quedáis aquí.

—Verás —intervino Jacinto—, se trata de que los hombres malos no sepan que nosotros tenemos unas hijas. Y así nunca, nunca os podrán encontrar.

Era la verdad.

Teté abrió los ojos, su gesto habitual para pensar. Parecía resignada. Isabel no estaba en la habitación. La encontraron asomada a la cunita del bebé, al que miraba con arrebato.

—¿Cómo se llama? —preguntó a Paquita.

—Roberto —contestó la madre.

—¿Le puedo cuidar yo?

—Claro. Le podrás cuidar todo el tiempo.

La anfitriona estaba contenta de haber encontrado una niña así de cooperadora.

Por un motivo o por el otro, se quedaron merendando con Paquita y aceptaron despedirse de sus padres hasta el día siguiente sin la menor preocupación. «No hay galleta que se les resista», se dijo su madre cuando las besó sin que ellas dejaran de masticar. Les había colocado la ropa en los cajones de su cómoda, los juguetes en la estantería que servía de cabecero de sus camas. Ellas estaban listas para quedarse en aquella casa. Su madre no.

Llegó a la glorieta de Cuatro Caminos tragándose las lágrimas y aceptó gustosa la propuesta de Jacinto de tomar el metro de nuevo y pasar por casa de Concha y Andrés en busca de novedades. Vivían junto a la estación de Tribunal, en aquel espacioso piso, puerta con puerta con el bufete de su cuñado, en el que, iba recordando Jacinto en voz alta, había pasado sus años de estudiante de Medicina. El portero, que le reconoció al llegar, le saludó afectuosamente. El señor había salido, comentó. La señora sí estaba en casa.

Concha estaba. Pero ¡de qué manera! Sólo habían pasado dos meses y pico desde la última vez que la vio en La Estacada, pero Teresa tenía problemas para reconocerla. Estaba muy delgada, con el rostro enrojecido, el pelo revuelto, un vestido viejo del que le sobraba tela por todos lados. Hablaba entrecortadamente, entre sollozos; se frotaba las manos y se mesaba los cabellos continuamente, como si se dejara llevar por unos extraños tics nerviosos. «¿Qué había sido de aquella mujer de belleza espectacular?», se preguntó su cuñada.

De su extraña manera de hablar dedujeron que Andrés había salido a media mañana y aún no había regresado, lo cual la tenía preocupadísima. Él y Juan, que ya estaba mejor de su herida, habían ido a reclamar el cadáver de Esteban para poderle dar sepultura. A Pepe, el pequeño de los hermanos, no le encontraban. Había desaparecido de su casa la noche anterior. Paloma, su mujer, acababa de marcharse después de visitarla para contarle que, que... No podía terminar la frase.

Teresa preparó un té en la cocina para los tres y entre Jacinto y ella trataron de serenar a Concha contándole cosas de las niñas, que era un tema muy socorrido para la ocasión. Al fin tranquila, volvió a hablarles, ahora de forma más inteligible. Y con más franqueza.

—A Pepe se lo llevaron ayer. Estaban durmiendo en su casa tan tranquilos, cuando sonó el timbre de la puerta. Eran tres milicianos. Le hicieron bajar las escaleras a puntapiés. Paloma se asomó a la ventana. Vio cómo le subían a un camión donde había otros hombres. No sabe adónde se lo han llevado. Por eso vino a ver si Andrés la ayudaba a localizarlo.

Les pareció espantoso. Pero Jacinto trató de animarla.

—Quizás está detenido. Es posible que le podamos localizar en alguna de las cárceles de Madrid. Trataremos de ponerle en libertad.

—No lo entiendes, es horrible —gimió Concha—. No se los llevan a la cárcel, los meten en una casa que se llama checa y de ahí no salen. Al vecino de arriba le han metido en una. A Antonio García, el socio de Andrés, también se lo llevaron a otra hace dos noches.

Callaron los tres. Esperaron así, apurando sus tazas de té, por si regresaba Andrés.

—Tenemos que irnos —dijo Jacinto en un determinado momento—. No podemos andar por la calle después del anochecer. ¿Te quieres venir con nosotros a casa?

Concha se negó.

—Andrés volverá. Seguro. No os preocupéis. En cuanto llegue, os llamo por teléfono.

Teresa propuso volver andando hasta el piso, pero en cuanto dieron unos pasos, algo llamó su atención: se escuchaban disparos provenientes de la Gran Vía. Se metieron en el metro. Al salir, ya anocheciendo, vieron venir en su dirección a una pareja de milicianos andando por la calle de Alcalá. De vez en cuando se dirigían a algún viandante y le hacían pararse. Jacinto la tomó por la cintura, la acercó a él y comenzó a besarla, sin darle tiempo a que protestara. Los milicianos llegaron caminando lentamente a su altura. Les miraron. Pasaron de largo.

—¿Qué es una checa? —preguntó Teresa tan pronto cerraron tras de sí la puerta de su hogar.

—No sé mucho más que tú. Parece que es una cárcel, por así decirlo, privada, donde te pueden detener sin ninguna garantía para tu seguridad. Los partidos de izquierdas y los sindicatos las han organizado en grandes casas y palacetes que han incautado por el centro de Madrid. Las hay del Partido Socialista, del Comunista, de los anarquistas, de UGT... Por lo que ayer me contó Andrés, sus militantes armados, los milicianos, detienen a la gente, hombres sobre todo, de madrugada en sus domicilios y los encierran en una checa u otra. Lo hacen al margen del Gobierno, los jueces o la policía. Porque si te detienen legalmente y te envían a una cárcel del Gobierno, tienes derecho a un abogado y a recibir inmediatamente la visita de algún familiar. Pero si te llevan a alguna checa, estás a merced de unos incontrolados y tus conocidos tienen que recurrir a algún contacto de esos grupos de izquierdas para obtener información de a qué checa se llevan al detenido de esa manera.

—Quieres decir que si nos detienen, quiera Dios que nos lleven a una cárcel, no a una checa.

—Así es.

Se acostaron sin cenar. Los dos, vestidos. En la cama grande de matrimonio. Con el balcón abierto de par en par. Teresa cerró los ojos. Jacinto se acercó a ella. Pensaría que se había dormido. Le escuchó levantarse, salir al vestíbulo y marcar el teléfono. No habrían pasado más de dos minutos cuando volvió. Dio un suspiro y se acostó de nuevo. Andrés no había regresado a su hogar.

Con su marido dormido a su lado, como deducía por su respiración reposada, ella se dispuso a pasar otra larga noche sin dormir. Ahora, con nuevas preocupaciones añadidas. Las niñas: ¿estarían tranquilas?, ¿si no contentas, al menos resignadas? No se había separado de ellas una sola noche desde que nacieron. Le causaba una gran desazón no ser capaz de levantarse, recorrer el pasillo, entrar en su habitación y comprobar que seguían dormidas, para luego taparlas en invierno o destaparlas en verano. Paquita parecía una buena mujer, quería creer que las cuidaría muy bien. Jacinto había estado acertado en buscarles un escondite. En aquel piso de Cuatro Caminos se sentirían bien o mal, echarían o no de menos a sus padres, pero estaban seguras y eso era lo más importante.

Y las detenciones. Así que llamaban a las puertas de los pisos en medio de la noche y se llevaban a la gente en camiones para encerrarla en sitios que ni siquiera eran cárceles reconocidas. Pasó la noche escuchando los ruidos que subían de la calle. Cualquier vehículo que sonara cerca hacía que se le cortara la respiración hasta que le escuchaba alejarse. Estaba pendiente de los pasos que se oyeran por las escaleras, de la subida y bajada del ascensor.

Cuando se despertó a la mañana siguiente, después de dormir lo que le había parecido sólo un rato, el sol entraba por el balcón y Jacinto se había marchado.

«Volveré antes de almorzar. No salgas a la calle. Visitaremos a las niñas por la tarde. No te preocupes», decía la nota que le había dejado en la mesilla.

A falta de otra cosa que hacer, limpió la casa. Barrió y quitó el polvo, fregó los baños y la cocina y lavó la ropa y la tendió en la cuerda del patio. Después se bañó ella y se estaba terminando de vestir cuando oyó el llavín de su marido abriendo la puerta. Corrió hacia él. Quería noticias.

—Andrés volvió de madrugada. Juan y él enterraron a Esteban en el cementerio de la Almudena. Luego recorrieron todas las cárceles de Madrid en busca de Pepe, pero no lo encontraron.

—¿Qué más?

—Curé la herida de Juan, que todavía está abierta. Se ha vuelto a su casa. Después de almorzar van a tratar de localizar a Pepe en alguna checa, pero por lo visto hay más de dos docenas.

—¿En las checas les juzgan?

—No sé si les juzgan. Lo que me han dicho es que les matan. Dicen que sacan de ellas a grupos de hombres de madrugada y les asesinan a tiros en las tapias del cementerio del Este, en Aravaca, en los paseos de la Dehesa de la Villa. Por las mañanas los de Seguridad recorren esos lugares, recogen los cadáveres y se los llevan para enterrar.

—¿Por qué les detienen? ¿Por qué les fusilan?

—Porque son de derechas, porque tienen un negocio o una fábrica, porque les han visto saliendo de misa, porque les ha denunciado alguien que les tiene envidia... A saber.

Teresa dudó antes de efectuar su siguiente pregunta.

—¿A las mujeres las llevan a las checas también?

Jacinto tuvo, al fin, motivo para tranquilizarla con algo.

—Creo que no. A las mujeres también las detienen, pero las meten en las cárceles de mujeres.

No se atrevió a mirar a su mujer mientras se lo contaba.

«Dios mío —pensó Teresa—, hablamos ya de estas cosas como antes discutíamos lo que queríamos para cenar.»

—¿Dónde más has estado? —quiso saber.

—Haciendo unas gestiones que no te voy a contar —respondió con rapidez.

—¡Ah, no! —Acercó su cara a la de su marido. Se fijó entonces en que se estaba dejando barba. No se había afeitado desde que salieron de la finca.

—Verás. —Se lo tomó con tranquilidad—. ¿Has visto que desde hace semanas tenía buscado un lugar seguro para esconder a las niñas? Pues hoy he estado ultimando los detalles para que a ti tampoco te ocurra nada irremediable. No te voy a contar nada más, no insistas. Únicamente quiero que sepas que si te detienen, que es algo que no puedo asegurar que no te ocurra, la cosa no irá a más.

Hace unas semanas, se dijo ella, no le habría creído. Ahora, después de visto el cambio experimentado en su marido, ya no sabía qué pensar.

Las niñas, como comprobaron esa tarde, estaban bien. Cuánto de bien, Paquita no se lo quería contar, era obvio. «No, no han llorado por la noche»; «no, no te preocupes, se entretienen muchísimo ellas solas»; «no, de verdad que no han preguntado muchas veces a qué hora veníais hoy a visitarlas», les dijo. Todo eso no podía ser cierto, creía Teresa, pero no estaba segura, aquella mujer quería ahorrarle preocupaciones. Era verdad que Isabel estaba encantada con Roberto, al que sabía cambiar los pañales con mucha destreza, y también que Teté ya había camelado a los dueños de la casa para que se dejaran leer el cuento de la Bella Durmiente. Pero también que Isabel se agarró a su padre, al que no soltó en toda la tarde, mientras que Teté contó al oído de su madre que su hermana pequeña se había hecho pis durante la noche. Al atardecer, se despidieron todos con muchos besos. Teresa y Jacinto regresaron en metro al piso. No tenían ganas de ver a nadie más.

El teléfono sonó en medio de la noche. Jacinto volvió alterado.

—Era Andrés. Unos milicianos se han llevado a Juan de su casa.

Teresa ahogó su cara contra la almohada para no gritar.

—A primera hora iré a buscarle. Volveré a almorzar, te lo prometo —dijo Jacinto antes de dormirse.

Admiraba desde siempre esa capacidad de su marido para empezar a soñar tan pronto apagaba la luz. Ella pasó la noche en vilo. En un momento dado, escuchó el ruido de un vehículo pararse bajo su balcón. No se atrevió a levantarse a mirar. Oyó a unos hombres que descendían y hablaban entre sí. El corazón le dio un vuelco. Pasaron unos minutos. Callaron las voces y el vehículo arrancó y se fue alejando.

Teresa planchó y arregló los armarios a la mañana siguiente. No tenía mucho sentido cuidar de la ropa si luego se ponía lo más viejo para salir a la calle. Pero algo tenía que hacer hasta que llegara el momento de que Jacinto entrara por la puerta, ya pasado el mediodía. «Juan está en la cárcel Modelo. Ha tenido suerte. Andrés ha contactado con un abogado de izquierdas y está gestionando su puesta en libertad.»

—¿Algo más? —preguntó Teresa con aprehensión.

—Esto está muy mal, muy mal. —Parecía derrotado.

—¿El qué? —inquirió ella.

Pero él no quería darle más detalles de lo que fuera que le tenía tan preocupado. Y comieron en silencio antes del viaje en metro para pasar la tarde con sus hijas.

Elías estaba en el piso. Jacinto habló con él en el salón mientras Teresa y Paquita preparaban la merienda de las niñas en la cocina. Para su tranquilidad, comprobó que Teté e Isabel se estaban adaptando a su nueva vida. Paquita las había sacado de paseo, las dos tirando del cochecito de Roberto, y se habían sentado en una de las terrazas del bulevar de Reina Victoria a tomar el aperitivo: unas gaseosas con patatas fritas que, a juicio de las pequeñas, estaban buenísimas.

A Teresa le extrañó el ansia con la que su marido se despidió de sus hijas: las apretó contra sí tan fuerte que Isabel gritó un «ay, papá, que me estrujas». Cuando ya iba a salir de su habitación, se volvió desde la puerta a besarlas otra vez. Luego agradeció muchísimo a aquella generosa pareja lo que estaban haciendo por sus hijas y por ellos. Y antes de partir, entregó a Elías un sobre sin hacer alarde de ello, como si no quisiera que Teresa se diera cuenta.

Ya sentados en el vagón del metro, ella le vio secarse las lágrimas de los ojos. Le extrañó; jamás había llorado en su presencia. Y entonces comprendió que él ya sabía, aunque guardaba el secreto, que le quedaban pocas horas de libertad, que no volvería a ver a sus hijas en mucho tiempo, si es que las volvía a ver.

Puso la mesa del comedor para cenar de forma liviana, unas tortillas francesas con ensalada, y le pidió que abriera una botella de vino. Él, que apenas bebía, descorchó la mejor que guardaba en el aparador: un Vega Sicilia regalo de don Francisco varios años atrás.

—¿Qué dice el sobre que le has dejado a Elías? —preguntó una vez que hubo probado el exquisito vino.

—Lo que creo que debes hacer si a mí me pasa algo —fue su breve respuesta.

—¿Por qué no me lo lees a mí y me entero ya? —seguía preguntando con la copa en la mano.

—Porque está escrita para que la leas si a mí me pasa algo muy malo y en cambio tú, como yo espero, te salvas.

Teresa no insistió más. No estaba ni para acertijos ni para cartas.

Terminaron la botella de vino entre los dos después del postre. Y luego él la condujo al vestíbulo de entrada. Retiró el banco de madera que en otros tiempos había servido de asiento para los pacientes de su consulta. Quedó al descubierto un listón de madera ligeramente desencajado de los otros. Jacinto lo levantó.

Debajo había un sobre con billetes de banco y una pistola.

—Es todo el dinero que he podido reunir. Ahora, ven conmigo al comedor, que te voy a enseñar cómo funciona el revólver.

Era un Colt 45, como los de las películas del Oeste que llegaban de Hollywood, se fijó ella. Estaba por protestar, porque le parecía absurdo aprender a disparar. ¿Contra qué?, ¿contra quién? Pero se había acostumbrado a que Jacinto se hiciera cargo de su terrible situación y confiaba plenamente en él. Si había que aprender a pegar tiros, aprendería.

Tardó un rato. Era complicado cargar las balas en la recámara y cerrarla de golpe. Y aunque no podía disparar de verdad, ensayó a apuntar y dijo haber comprendido que, al disparar, el arma haría un movimiento hacia ella que tendría que controlar.

Satisfecho, él fue a guardar el Colt debajo del banco, junto al dinero.

—¿No lo vamos a usar para defendernos si vienen a por nosotros? —quiso saber.

—No. Está ahí porque puede serte de utilidad el día de mañana. Si vienen a por nosotros —bajó la voz—, será mejor que salgamos a abrir la puerta en cuanto toquen el timbre. No ganaríamos nada de lo contrario. El portero tiene la llave del piso y se la daría.

—¿Cómo abrirán la puerta del portal?

Le picaba la curiosidad.

—El portero —explicó Jacinto—. Posiblemente, antes de intentar subir, hayan venido otra noche a cerciorarse de que les deja la puerta abierta.

—Vinieron anoche —anunció ella.

—Ya lo sé —comentó él.

—¿Volverán esta noche?

—No hay forma de saberlo. Sólo esperar.

Llamaron por teléfono a casa de Andrés. Estaban allí los dos, extrañados de que no hubieran pasado a visitarles aquella tarde, dijo Concha cuando habló con Teresa. Jacinto tomó el auricular y pidió hablar con su cuñado.

—Escucha —le dijo—, creo que ha llegado mi momento. Por favor, cuidad de las niñas. Mucha suerte y un abrazo. —Se quedó con el aparato en la mano un tiempo y luego colgó lentamente.

Teresa estaba llorando. Sin hacer ruido. Sentada en una silla del recibidor. Jacinto la tomó de la mano, la llevó al dormitorio. Se acostaron los dos, abrazados, sabiendo que no podrían dormir, sólo escuchar los ruidos de la calle. No hablaron más que una vez en aquellas horas, que se les hicieron eternas.

—Te quiero pedir perdón. No he sido un buen marido —dijo él de golpe.

—Ya no importa —le contestó su mujer.

Pero todavía le quedaba algo que quería saber.

—¿Era niño o niña?

—¿Quién?

—Cuando aborté.

—Niño —dijo Jacinto. Y la apretó junto a sí.

Oyeron llegar el camión. Paró en su puerta. Escucharon pasos en las escaleras; un piso, dos. Se levantaron. Encendieron la luz del recibidor y esperaron unos segundos a que sonara el timbre. Abrió Jacinto. Tres milicianos se abalanzaron sobre él.

Le ataron las manos con una soga, sin que él se resistiera. Luego fueron a por ella. Temblaba de pies a cabeza. Le amarraron las muñecas también. No conocía a aquellos hombres, pensó. Pero entonces se abrió totalmente la puerta, que había quedado entreabierta. Entró otro miliciano. Era el Pincho.

Se fue hacia ella.

—¿Dónde tienes tus joyas, preciosa? —la increpó acercando su rostro al de ella.

—Se quedaron en la finca —dijo Jacinto, alzando la voz.

El Pincho se fue hacia él y le propinó una patada en la entrepierna.

—Ya está bien. Aquí no venimos a por joyas. Venimos a por ellos —dijo el hombre que les había atado.

Les bajaron por la escalera, los dos pisos, a empellones. Traspasaron el portal y salieron a la calle. El viento era caliente aún, en aquella madrugada de finales de julio. Les hicieron subir a la caja del camión, en el que había diez o doce hombres y, se dio cuenta Teresa, solamente otra mujer. El vehículo se puso en marcha, calle Alcalá abajo.

Anduvieron unos quinientos metros. El camión se detuvo junto a una farola de la calle O’Donnell. Uno de los milicianos se bajó, mencionó la palabra «checa» y luego comenzó a leer nombres que llevaba apuntados en un papel. Los hombres fueron descendiendo del vehículo, según les nombraban. El último fue Jacinto. Al pasar por su lado, antes de saltar a la calle, posó sus manos en las de ella, rozando cuerdas con cuerdas.

—Ánimo —le dijo.

—Adiós —se despidió Teresa.

XX

La puerta de la celda se cerró tras de ella. Estaba vacía, pero no desocupada. Dos de los colchones de abajo y uno de los de arriba de las dos literas que llenaban casi por completo aquel cubículo tenían encima mantas y ropa. La luz de la mañana entraba ya por la ventana situada cerca del techo, enrejada y sucia, que tenía el cristal abierto. En una esquina había un orinal y, encima, un perchero vacío. Olía mal allí. Eso era todo.

Esperó de pie un rato que se le hizo muy largo, ¡con la nula paciencia que había tenido hasta poco tiempo atrás! Estaba intentando no pensar en nada para no recordar ni a las niñas ni a Jacinto, cuando la puerta se abrió de golpe. La mujer que entró era alta, delgada, con porte distinguido, el pelo recogido en un moño, mayor. La miró de arriba abajo y sonrió, como si le pareciera bien su compañía.

—Estábamos desayunando. Y ahora es el tiempo de salir al patio, pero me han dicho que habías llegado y he venido a saludarte. Me llamo Magdalena. —Le dio la mano.

—Teresa. —Se la estrechó.

—Es duro al principio. Yo llevo cuatro días y, ya ves, es como si me estuviera acostumbrando. —Notó que la recién llegada miraba hacia las literas—. Las otras dos mujeres de esta celda son... prostitutas, para qué vamos a andarnos con rodeos. No creo que te gusten mucho, pero en fin. ¿Quieres salir al patio? Aquí no hay otra cosa que hacer de nueve a doce.

Salieron. Muchas de las reclusas se paraban a mirarla cuando se cruzaban con Teresa y su acompañante, estando todas dedicadas a dar vueltas alrededor de aquel patio cuadrado, unas en dirección de las manillas del reloj, otras a la inversa, por parejas o por grupos.

—¿Así que tú eres la nueva? —la saludaron agitando la mano dos de ellas.

—Se te ve relimpia y fina, como las fascistas que acaban de llegar —explicó la más bajita.

—No hagas caso de la Conchi, que es mu bruta. Yo soy la Loli. Nos apañaremos bien, ya verás —añadió la otra.

Realmente eran... lo que eran, pensó Teresa. Sin que ello le pareciera ni bien, ni mal. Después del terror vivido en las últimas horas, la mente se le había quedado entumecida. Estar rodeada de unas mujeres así casi le resultaba normal en ese momento, aunque en otras circunstancias nunca se hubiera detenido a saludar a dos como ellas, tan pintadas y tan llamativamente vestidas, total para estar allí, paseando en aquel patio en medio de cientos de mujeres, casi todas ellas mal aseadas y enfundadas en ropas viejas.

Magdalena hablaba por los codos, que no estaba mal; Teresa apenas podría articular palabra si se lo propusiera. El problema fue que muchas de las cosas que le iba contando eran como gotas de agua que a ella le resbalaran; días después y ya con más calma, se las tendría que volver a relatar. Como que su marido, un abogado de derechas que había sido defensor de Calvo Sotelo, ella misma y sus dos jóvenes hijos, estudiantes universitarios, habían sido detenidos cuatro días atrás, a plena luz del día. Sabía que todos ellos se encontraban en la cárcel de Porlier porque su hija, recién casada, había venido a visitarla una vez. Al día siguiente le tocaba volver, todas las presas tenían derecho a ser visitadas dos veces por semana.

—Pero, pobre, si estás agotada. Vamos a sentarnos —dijo de pronto al mirar a Teresa y encontrarla tan blanca como la pared a la que estaba adosado el banco en el que tomaron asiento a pleno sol, que ya se notaba ardiente—. Te han detenido esta noche, ¿verdad?

Asintió con la cabeza. Aún no podía contarlo.

—Lo comprendo —le estaba diciendo aquella mujer que se convertía en cuestión de minutos en una madre para ella—. Es muy duro y estás muy cansada. Pero te voy a pedir que vengas conmigo a la celda, hay algo importante que te quiero contar.

La siguió. Cuando hubieron cerrado la puerta, habló aquella mujer.

—Te voy a pedir que te pongas mis ropas y me dejes a mí las tuyas. Verás: aquí en la cárcel estás a salvo. En teoría. Hay funcionarias que vigilan para que no se haga con nosotras nada que no se debe, pero también se han dado casos, me han dicho, de milicianos que han entrado a violentar a alguna presa a la que conocían de fuera y a la que consideraban atractiva. Algún portero, alguna funcionaria a quien conocen les deja pasar. A la dirección de la cárcel no le gusta que eso suceda, pero hace la vista gorda cuando ocurre. Tú eres joven y guapa. Ponte mi vestido de señora mayor, que te quedará holgado. Y revuélvete el pelo —le dijo mientras ya se iba desnudando—. Nada importará que yo lleve tu blusa de hilo y esa falda que a ti te queda tan bien. Yo soy vieja y eso es un seguro de vida aquí dentro.

Iban a salir de la celda, cuando Magdalena recordó algo más.

—Frótate esta colonia para los piojos. Mi hija tuvo el acierto de traérmela el otro día porque se había enterado de que es lo primero que pillamos aquí las presas. Y por lo visto es cierto. Aunque puede que cojas alguno que otro, frótate por todo el cuerpo, anda.

Teresa obedeció. Cuando bajó al comedor a mediodía, ya nadie la miraba como a una recién llegada. Se sentó junto a otras mujeres, ya conocidas de Magdalena. Unas mayores, otras jóvenes. Todas desaliñadas. Y todas también encantadas, lo que es la vida, de degustar aquella escudilla de arroz con judías pintas de la que ella sólo pudo tomar dos cucharadas; se conformó con unos bocados al chusco de pan y la ciruela del postre.

La Conchi y la Loli, como se empeñaban en ser llamadas, con el «la» por delante, no tenían ningún interés en hablar con ella. Y Teresa, menos. Se quedó dormida después de almorzar, en cuanto se acostó en aquel colchón que, sucio y todo, le supo a gloria. Estaba rendida después de muchas noches sin poder descansar. No se levantó a cenar. Siguió durmiendo, como si quisiera refugiarse en el sueño para no pensar, no sentir.

A Mercedes, la hija de Magdalena, la conocía de vista, quizás de coincidir en misa o en el Retiro. Madre e hija vivían en el mismo edificio, a dos manzanas de la casa de Teresa. Magda, porque al segundo día ya le había pedido que la llamara como los de la familia, se empeñó en que la acompañara durante la visita de su hija con el propósito de encargar a ésta que avisara a los suyos de que estaba allí. Le dio la dirección de Andrés y Concha, se lo agradeció mucho y se quedó sentada junto a ellas, escuchando como aquellas dos mujeres pasaban lista a todos sus allegados. A ninguno le habían dejado en paz. El que no estaba en la cárcel había ido a parar a una checa o se encontraba refugiado en una embajada. Al menos, se consoló, no estaba sola.

Pero sí lo estaba. Las noches volvieron a hacerse eternas. Veía a las niñas preguntándose por qué sus padres no acudían a visitarlas, la cara de Teté con aquellos ojos muy abiertos mientras imaginaba adónde les habrían llevado los hombres malos que, al fin, les habían pillado; el suave llanto de Isabel, aquella niña tan bella y tan débil, que no encontraría más reacción a lo ocurrido que encerrarse en sí misma y mojar la cama. Y luego, Jacinto, aquel hombre al que unas veces sentía próximo, otras lejano, que le producía unos sentimientos tan encontrados, tan imposibles de calificar. ¿Qué habría sido de él? Las amigas de Magda hablaban en el patio y en el comedor de las checas; varias de ellas sabían que sus maridos estaban en alguna. Pero cuando querían explicarle cómo eran, tomaba su escudilla y se mudaba a otra mesa. Había cosas que aún tardaría bastante tiempo en poder encarar.

Concha apareció en el cuarto de visitas con Mercedes tres días después.

—¿Las niñas? —dijo Teresa abalanzándose hacia ella con tal ímpetu que una funcionaria la cogió por los hombros para recordarle que tenía que limitarse a estar sentada al otro lado de la mesa de su visitante.

—Muy bien.

—¿Muy bien... muy bien? —Quería saber más.

—He ido a verlas todas las tardes. Están preocupadas porque vosotros no vais, pero están bien, Paquita las cuida mucho y las saca de paseo.

—¿Y...? —No era bastante.

—Teté cuida de Isabel, ya sabes cómo es. Se ocupa de que coma bien y le dice que si no hace esto o lo otro, papi y mami se van a enfadar cuando vuelvan.

—¿Les has dicho dónde estamos?

—No. No sé cómo decírselo. Teté me pregunta si os han cogido los hombres malos. Yo les he dicho que estáis enfermos.

—Tienes que decirle la verdad; si no tú, Andrés. ¿Le puedes pedir a Andrés que les explique que sí que nos han cogido, pero que nos van a soltar pronto y que enseguida iremos a verlas y que las queremos mucho y nos acordamos todo el día...? —Sí, sería mejor que se lo dijera su cuñado; como buen abogado, era un hombre muy persuasivo.

Por la cara que ponía Concha, que estaba a punto de llorar, supo que algo iba mal.

—Andrés no está. Se lo llevaron a la noche siguiente que a vosotros.

No sabía dónde se encontraba. Tampoco dónde estaba Jacinto. Lo desconocía todo. Se habían llevado preso a su marido tres milicianos que tocaron a la puerta del piso de madrugada. Le ataron las manos con una cuerda. Le subieron a un camión. Era horrible. Ella sólo lloraba y no había hablado con nadie. Pero Andrés le había dejado escrito en un papel aquella dirección de Cuatro Caminos y, ya cuando salía del piso, le había gritado: «¡No dejes de visitar cada día a las niñas!». Así que todas las tardes se daba polvos por la cara para ocultar las señales de haber llorado y cogía el metro y pasaba unas horas con sus sobrinas. Les había comprado unos estuches de lápices que les gustaron mucho y más cuentos para Teté y al niño de Paquita le había regalado un jersey de perlé con los patucos a juego.

—Pero cuando me preguntan por vosotros, no tengo fuerzas... —Concha se echó a llorar—. No puedo...

«¡Vaya!», se dijo Teresa. Comprendía el dolor de su cuñada, lo sentía como suyo. Pero lo único que le faltaba era que ella, la presa, fuera la que animara a su querida Concha, dolida y resentida con la vida, pero en libertad.

Suspiró.

—Anda, anímate. Ya verás como las cosas mejoran. A ver, escúchame detenidamente y haz lo que te digo. —Después de todo, aquella buena mujer nunca había hecho cosa distinta de lo que le mandara primero su tío, luego su marido y, entre medias, el cura del pueblo.

Le pidió que fuera a ver a sus cuñadas, empezando por Paloma, la mujer de Pepe, que parecía la más espabilada. Y a las esposas de los compañeros de bufete de Andrés. Ellas sabrían cómo hacer para encontrar a los desaparecidos. Ya habían pasado por ese trance en el que parecían encontrarse casi todas las mujeres de su alrededor.

—Dentro de tres días vuelves a visitarme, me cuentas lo que has averiguado y ya te diré lo que podemos hacer. —Lo que «podemos» era un decir, pero qué más daba. Concha haría lo que le había encargado.

Aún deseaba dos cosas más, para lo que necesitaba que Mercedes le dejara un par de hojas del cuadernito donde estaba apuntando, a pocos metros de distancia, lo que le pedía su madre. Y, por supuesto, el lápiz.

«Mami os quiere y piensa en vosotras todo el tiempo. Portaos bien y no os preocupéis. Pronto iré a veros. Un beso muy grande. Teresa», escribió en uno de los papeles.

—Se lo llevas esta misma tarde, por favor. Y no dejes de visitarlas ni un solo día —le pidió.

Luego escribió en otra hoja lo que necesitaba que le llevara en su próxima visita: una sábana, colonia para los piojos, papel higiénico, jabón, una muda, una toalla, el cepillo de dientes, un peine, lápiz y papel.

Concha leyó el papel y la miró, extrañada.

—¿No quieres también colonia de la buena y un cepillo de pelo?

No habría manera de hacerle comprender que ella se encontraba en un mundo totalmente distinto al de ahí fuera.

—No. En todo caso, un par de latas de sardinas y algunas galletas.

Tres días después, apareció Concha de nuevo, acompañada de su cuñada Paloma.

Lo primero, le entregó una cuartilla escrita por ambos lados con la letra infantil de Teté, que leyó con ansiedad. Contaba que jugaban, que Isabel cuidaba de Roberto y que Elías las había llevado de excursión a la sierra. Cuando llegó al final, se echó a llorar desconsoladamente.

—Mami, las dos rezamos todos los días para que los hombres malos os suelten pronto —decía su despedida, acompañada de las firmas de las dos y muchos besos en forma de labios de colores.

Con los ojos nublados por las lágrimas, Teresa vio como Concha le enseñaba todo lo que le había pedido y, además, la colonia buena y un bizcocho. Y con muchas ganas escuchó las noticias que aportaba Paloma, una mujer rubia de ojos claros, nerviosa, que siempre le había parecido bastante espabilada.

Jacinto se encontraba en la checa de la Agrupación Socialista, de la calle O’Donnell esquina con Lope de Rueda. Pepe, su marido, estaba con Andrés en la de la calle Fomento. Las peores noticias eran las de Juan, muerto unas noches atrás en un incendio registrado en la cárcel Modelo que las autoridades decían que había sido iniciado por los presos. Le habían enterrado junto a su hermano Esteban en la Almudena. Cada una de las mujeres de la familia se las apañaba como podía para seguir adelante con sus hijos. A los niños no les había pasado nada malo, pero todo era tan terrible que sentía mucho venir a verla con tan malas noticias.

—¿A los que están en las checas no se les puede visitar, como a mí? —quiso saber Teresa.

—No —explicó Paloma—.Tú estás en una cárcel del Gobierno. Las checas son cárceles particulares de partidos o sindicatos, que detienen a los hombres a su antojo y hacen con ellos lo que quieren.

—Matarles, por ejemplo.

—Si lo quieren, sí —asintió—. Todas las mañanas siguen apareciendo cadáveres en las orillas del Manzanares, en las tapias del cementerio del Este y en otros muchos puntos de Madrid. Les sacan de las checas y les dan «el paseo», así se llama. Les fusilan y dejan los cadáveres allí mismo, muchas veces amontonados unos sobre otros.

Era lo mismo que le había contado Jacinto antes de que les detuvieran.

—¿Cómo podemos saber si vuestros maridos y el mío siguen vivos? —Aquel relato era macabro, pero necesitaba conocer sus detalles.

—De momento, no podemos. El Gobierno ha puesto dos números de teléfono para preguntar por los desaparecidos. Llamando ahí me enteré de en qué checa está cada uno. Pero sólo te saben decir que han ingresado aquí o allí, no te cuentan lo que ha sido de ellos.

Era una mujer dispuesta Paloma, sí que lo era. Concha, en cambio, quería dar por finalizada aquella conversación e intentaba distraer a sus cuñadas hablando de que la comida estaba empezando a escasear en las tiendas.

Pero Teresa aún no estaba satisfecha.

—En una cárcel del Gobierno, como ésta, ¿los presos tienen seguridad de que no les van a matar?

—Qué cosas tienes, anda, quita, quita —protestó Concha.

Teresa miró a Paloma, que se encogió de hombros antes de responder:

—No lo sé.

Les dio muchísimas gracias a las dos por la visita y volvió a pedirles de nuevo que fueran a ver a las niñas, para las que escribió otra nota mandándoles besos.

Lo que no les contó es que estaba teniendo pesadillas con el Pincho. Había tenido un presentimiento en una de sus noches de insomnio: que aquel hombre que tanto terror le había producido se presentaba en la celda. Y aunque intentaba quitarse ese pensamiento de la cabeza, y aunque lo rechazaba cuando era de día por absurdo e improbable y se decía a sí misma que el Pincho tendría otras muchas cosas que hacer y gente a la que asustar, de madrugada, cuando daba vueltas y más vueltas sobre aquel maloliente colchón, le veía la cara y le sentía como si estuviera merodeando para llegar hasta allí.

Magda, que había escuchado necesariamente su conversación con Concha y Paloma, la hizo sentar a su lado en el almuerzo y trató de darle ánimos.

—Todo lo que nos está pasando es muy duro. Y saber que tu marido se encuentra en una checa tiene que ser algo terrible. Fíjate que yo misma, a veces doy gracias a Dios porque el mío está en una cárcel, oficial, según dicen. Pero debes conservar el ánimo. ¿Tú no rezas?

Pues no, no rezaba desde que llegó allí. Era tal su desesperanza que no se había encomendado en manos de Dios. Quizás porque no quería pecar sintiendo, como en el fondo sentía, que no había Dios que en su misericordia divina hubiera tolerado la destrucción tan brutal de su familia. Había perdido a su padre y a su madre, y por supuesto a don Nicanor, a dos de sus primos y ahora ¿también Jacinto? Y no pensaba que ella se hubiera merecido castigo tan grande de ir quedándose sin todos sus seres queridos, de uno en uno, en tan poco tiempo. Ni mucho menos que sus dos hijas tuvieran que estar viviendo con una pareja de desconocidos, porque serían muy buena gente, pero desconocidos, preguntándose si a sus padres se los habían llevado unos hombres malos y ya no les volverían a ver jamás.

—Es la guerra —le decía Magda—. Es una guerra fratricida entre españoles. Con muchas víctimas inocentes. Tenemos que entenderlo así.

Acabó rezando. Y, por difícil que le hubiera parecido cuando entró en aquella cárcel, dando gracias a Dios. Gracias porque aquella buena mujer la hubiera tomado bajo su tutela, hasta el punto de arriesgar su vida por ella.

Pero lo que había estado temiendo ocurrió una tarde. Después de cenar cuando, aún de día, con el sol entrando por la ventana, la celda ardiendo de calor, las cuatro presas ya acostadas cada una en su cama, se abrió la puerta de golpe. Y entró el Pincho.

Se fue directo hacia ella, que estaba tumbada en su litera. Le agarró de un brazo y la tiró al suelo. Luego la recogió y la hizo ponerse de pie. Teresa se comportaba, ¡qué remedio!, como un muñeco de trapo al que estuvieran zarandeando, que es lo que aquel hombre estaba haciendo con su persona.

—¿Dónde tienes tus alhajas? —le gritó mientras acercaba su rostro al de ella, en aquel gesto que siempre le había causado tanto terror.

Se tomó dos segundos antes de responder para pensar en las consecuencias de lo que le dijera. No podía negarse a contestar, la mataría. Tampoco quería implicar a Jacinto, ni a nadie a quien quisiera: pagarían por ello.

—Se las llevó mi hermano a La Coruña. —No era mala respuesta, pensó.

—Así que tu hermano está en La Coruña y se llevó las joyas. —Seguía zarandeándola—. Y tus hijas, ¿dónde están?

—Con mi hermano. Se fue con toda su familia y con mis hijas a La Coruña a mediados de julio. Su mujer es de allí.

—No es eso lo que me ha contado tu maridito. —La sujetó por los hombros y le propinó una bofetada. Se acercó más a ella—. O me dices dónde tienes tus joyas y dónde están tus hijas, o ahora mismo te quito yo otra joyita que tú tienes por aquí. —Su voz era ronca, ansiosa. La estaba sobando por encima de la falda.

Por el rabillo del ojo vio a Magda extraer un hierro largo y fino de debajo de su colchón. Se acercó a él por detrás. ¿De dónde había sacado aquella mujer aquella barra y aquella fuerza? El golpe fue brutal, de lado a lado del cráneo del Pincho, por la parte de atrás.

Ahora fue él quien se desplomó sobre el suelo, como una marioneta a quien le hubieran roto la cuerda que la sujetaba.

Magda corrió a esconder el hierro. Las dos prostitutas comenzaron a gritar. «¡Socorroooooo!» Teresa, atónita y sin aliento, se apoyó contra la pared. Una funcionaria apareció al momento.

—¡Qué horror, qué horror! —se lamentó Magda ante la carcelera—. ¿De dónde ha podido salir este hombre? Estábamos aquí tan tranquilas, las cuatro acostadas en nuestras camas, cuando apareció de golpe. Nos quería robar las pocas cosas que tenemos, ya ve, unas sábanas, la colonia... Si me permite, deberían ustedes tener más cuidado para que indeseables como éste no se metan en la cárcel. Cualquier día de éstos va a haber una desgracia. Menos mal por hoy, que le hemos conseguido dominar.

El Pincho yacía, inmóvil, bajo sus pies.

Más funcionarias estaban llegando a la celda, entre ellas la encargada de aquella galería. Volvió a escuchar la versión de la mujer mayor, observó a Teresa, lívida como la pared, y se volvió hacia las otras dos mujeres.

—¿Qué ha pasado?

—Mismamente lo que te acaban de contar. Ese hombre es un ladrón. Paece mentira que venga pa’ llevarse unas barras de labios y unas latas de bonito, que es to’ lo que tenemos por aquí —dijo la Conchi.

La encargada dio una patada al Pincho, vio que el hombre se movía y no lo pensó más.

—Sacadlo de aquí, atadle las manos con alambre y subidle en lo alto del camión de la basura que, si no calculo mal, está a punto de pasar —ordenó.

Se lo llevaron a rastras y cerraron la puerta, con llave, tras de sí.

Teresa estaba empezando a reaccionar.

—Muchas gracias. Nunca lo olvidaré. —Se abrazó a la Loli y a la Conchi.

—La verdá. Con lo de las alhajas, no me habría metío de por medio. Pero en que vi que quería ir a por tus criaturas, me dije «¡ah, eso sí que no!» —le explicó esta última.

De todas formas, le dio las gracias y la besó. Luego se volvió hacia Magda, con cara de asombro.

—Juego al golf —confesó—. Y soy bastante buena. Le pedí a mi hija que metiera el palo de uno de los hierros cortos en esa ristra de salchichón tan rica y tan larga que nos hemos comido entre todas estos días.

La Conchi y la Loli, que habían apodado hasta entonces a Magda la Marquesa, le cambiaron el nombre por el de la Golfista, lo que enseguida prendió entre las reclusas. Con ese apodo la conocieron en los meses que aún pasó en la cárcel. Pero sus compañeras de celda nunca revelaron el porqué, ni ningún aspecto de lo sucedido aquella tarde. Como Teresa, se sentían más seguras por dormir al lado de una mujer que empuñaba con tanta destreza el palo de golf guardado bajo su colchón.

Además, tanto la Conchi como la Loli tenían hijos, dos por cabeza, contaron a sus compañeras de celda con las que, al fin, establecieron una relación. Guardaban sus fotografías bajo la almohada y se lamentaban de que no les podían enviar cartas porque ninguna de las dos sabía escribir. Teresa se prestó a ello y también a leerles las que sus hijos mayores les enviaban con la respuesta.

Las vidas de aquellas cuatro mujeres encerradas en aquella cárcel y de sus hijos eran muy distintas, pero sus preocupaciones eran las mismas. «Que comáis bien, que os portéis bien», escribían todas las madres. «Ven pronto, mamá», respondían todos los hijos, con letras parecidas, en las mismas cuartillas, vivieran en un barrio elegante de Madrid o en los suburbios.

De aquella experiencia de varias semanas en la cárcel Teresa aprendió algo que ya nunca olvidaría: que las mujeres, sean como sean, saben apoyarse las unas en las otras. Hasta entonces, se daba cuenta, había vivido rodeada de hombres. Hombres que, mejores o peores, habían acabado siguiendo caminos distintos de los de ella. Dicho de forma cruel, la habían ido abandonando, en vida o por haber muerto. Hasta que la dejaron sola. La relación entre las mujeres es más sólida, se dijo, y mucho menos complicada. Jacinto, por ejemplo, había llegado hasta el borde de la muerte para salvar a ella y a sus hijas, ciertamente. Pero ¡qué manera más complicada la de llevar a cabo su proeza! En cambio, Magda, una mujer a la que conocía sólo de dos semanas atrás, había arriesgado su vida por ella y no concedía la menor importancia al asunto. Su actitud en momentos de crisis era simple y directa. Era buena jugadora de golf y tenía a mano un hierro. Eso era todo.

Como si el episodio con el Pincho hubiera sido un revulsivo, aprendió a relacionarse con todas las demás presas que a partir de ese momento se le pusieron en el camino. Con las amigas de Magda, a las que al fin dejó que hablaran de las checas delante de ella; con las otras prostitutas, que hacían corro con la Loli y la Conchi, a las que leía las cartas que sus parientes les enviaban; incluso se acercó a conversar con una extraña mujer que estaba allí, aislada de las demás, por haber matado a su marido. No le preguntó por el caso, pero se dijo que era una persona que se merecía unas palabras, aunque fuera para comentar qué calor hacía aquel mes de agosto en Madrid.

Llegó a dormir un par de horas por noche. Para entonces le daba miedo pensar en Jacinto. El Pincho le había hablado de él. ¿Sería verdad que le había visitado en la checa? Por lo que Paloma y Mercedes, la hija de Magda, le iban contando, sabía ya que en ellas era común torturar a los prisioneros.

Concha se persignaba e intentaba cambiar de conversación cuando Teresa les hacía preguntas sobre las checas. Siempre había preferido conocer la verdad a imaginársela, así que una y otra vez volvía a sacar el tema a colación cuando recibía visitas o acompañaba a Magda a reunirse con las suyas. De esa manera supo que un primo de Mercedes que había salido de una de ellas gracias a importantes influencias había contado que recibió descargas eléctricas durante muchas horas seguidas para que facilitara nombres y direcciones de sus familiares.

—Fíjate qué horror. El hijo de mi portero, que iba para seminarista, ha salido de una checa porque tiene un tío que es jefe de la CNT y dice que el suelo de su celda estaba compuesto por ladrillos colocados de punta, para que nunca pudiera sentarse a descansar —contó Paloma un día, mientras Concha le tiraba de la manga para que se callara.

«Dios mío —rezaba Teresa—, ¿no sería mejor que Jacinto muera pronto, de un solo tiro?» Magda, que la oía dar vueltas en la parte de arriba de su litera, le daba ánimos. «Ya verás como las cosas mejoran. Ten valor», le decía. «Valor tengo, pero fe, muy poca», le contestaba.

Sin embargo, las cosas mejoraron al poco tiempo. Estaba paseando por el patio un mediodía, acompañada de Magda y varias de sus amigas, cuando se les acercaron dos funcionarias.

—Revisión médica —anunciaron tras comprobar la identidad de Teresa—. Acompáñanos.

No sabía que a las reclusas se las sometiera a revisiones médicas, pero las siguió obedientemente hasta la enfermería. La estaba esperando un doctor, que la acostó en una camilla y la auscultó un largo rato.

—Tuberculosis —anunció en voz alta a las funcionarias, que aguardaban en la puerta—. Me llevo a esta mujer al hospital. Aquí sería una fuente intolerable de contagio para las demás mujeres, incluidas ustedes.

Sabía que no tenía tuberculosis. Ignoraba gracias a qué influencias se había presentado aquel médico a hacerle aquella extraña revisión. Se preguntaba si todo aquello había sido preparado por Jacinto, como su marido le había dejado entrever cuando le anunció que, si era detenida, la liberarían muy pronto. Pero en aquellos momentos estaba muy aturdida para hacerse preguntas y demasiado excitada contemplando la posibilidad de verse libre en cuestión de minutos.

Salió andando junto al médico por la puerta de atrás. Siguiendo sus indicaciones, ocupó el asiento contiguo al suyo, en la parte delantera de una vieja furgoneta que llevaba pintada la cruz roja en la puerta. El vehículo arrancó.

—Vamos a la calle Alcalá, me han dicho.

Teresa le dio la dirección exacta. Tardaron pocos minutos en llegar, apenas si circulaban algunos coches por aquella calle que siempre había sido tan concurrida.

—Muchísimas gracias —se despidió.

El médico, o lo que fuera, no le dijo ni adiós. Y así se encontró Teresa, aquel mediodía de finales de agosto, ante el portal de su casa. Se detuvo un momento y se giró hacia el Retiro para aspirar el aire que, aún caliente, llegaba desde el parque y que le pareció una bendición, antes de pasar a buscar al portero para que le diera la llave del piso. Al fin, libre.

XXI

El portero le dio la llave y malas noticias.

—Vinieron dos milicianos al día siguiente de aquella noche, cuando a ustedes se los llevaron, y me obligaron a abrir el piso. ¡Qué remedio, si traía cada uno un fusil! Les vi salir con varios sacos llenos y cuando marcharon en su camioneta, subí a cerrar la puerta. No he vuelto a entrar —se disculpó.

La casa estaba revuelta desde la entrada al lavadero. Los cajones de las cómodas en el suelo, los armarios abiertos, los colchones rajados, la vitrina con los cristales rotos. Tras una primera ojeada comprobó que se habían llevado todo lo de valor: las bandejas y la cubertería de plata del comedor, los marcos del salón, las perlas y los pendientes de oro de su cómoda y hasta alguna ropa del armario de su marido. También faltaban el aparato de radio y el jarrón del gabinete en el que Jacinto había guardado algún dinero. Llegó a la conclusión de que el pillaje había sido obra del Pincho cuando, al entrar en el salón, observó rajado de arriba abajo el cuadro de ella montada sobre Lucero, que estaba colocado sobre la chimenea. Fue al vestíbulo y movió el banco de su sitio. ¡Menos mal! Debajo del tablón aún se encontraban la pistola y los billetes. Cogió un par de ellos y volvió a colocar el banco en su sitio.

Intentó llamar a Concha. El teléfono funcionaba, pero al otro lado nadie le respondía. Llamó de nuevo. Nada.

Entonces decidió que lo primero era ver a sus hijas. Llenó la bañera de un agua que sólo salía fría, se quitó toda la ropa que llevaba puesta y la metió dentro del fogón para que se quemara en cuanto tuviera tiempo de prenderle fuego, y se dio el mejor baño de su vida. Luego se vistió deprisa y corriendo y con el pelo aún mojado se metió en el metro, línea 2, dirección Cuatro Caminos.

—¡Sorpresaaaaa!

Paquita abrió la puerta de su piso con Roberto en brazos y recibió a Teresa con una sonrisa y un grito de alegría, que alertó a las niñas.

Isabel y Teté tiraron a su madre, que se había agachado para recibirlas con los brazos abiertos, al suelo. Las tres rodaron por el descansillo, un amasijo de piernas y brazos que se daban besos. Rieron de alegría y lloraron de emoción. Al fin entraron en la casa y continuaron con la misma escena, ahora sobre el sofá de la salita. Sólo al cabo de un rato Teresa se dio cuenta de que también Elías se encontraba en la habitación, sentado alrededor de la camilla que servía de mesa de comedor. Se levantó entonces a saludar al matrimonio amigo.

—Sólo hace dos horas que he salido. Fui a casa a darme un baño y vine todo lo corriendo que pude. Se me hizo eterno el recorrido del metro —les dijo mientras abrazaba, primero a Paquita, luego al niño, después a Elías.

Volvió al sofá para seguir besando a sus hijas y, por la manera con la que el médico que había sido compañero de Jacinto la miraba, tuvo la intuición de que si se encontraba allí en su casa, pasada la hora del almuerzo, era porque la había estado esperando.

Las niñas querían mostrarle en pocos minutos todo lo que habían hecho en más de un mes: los cuentos leídos, las salidas al parque, las excursiones de los domingos, los juegos del parchís, los regalos que les había traído la tía Concha, los progresos de Roberto poniéndose de pie en la cuna, las empanadillas tan ricas que les hacía Paquita... Hablaron atropelladamente, quitándose la palabra la una a la otra, sin dejar de soltarse de sus brazos, hasta que Elías tuvo un detalle que Teresa le agradeció de verdad: dio por hecho que no había almorzado y la invitó a tomar los restos del arroz con verduras de la comida familiar.

—Está riquísimo. Hacía tanto tiempo que no comía algo así... —se relamió Teresa.

Menos mal que le pilló con fuerzas la primera pregunta, inevitable, de Teté:

—¿Dónde estabas?

No pensaba engañar a sus hijas más de lo necesario. Lo había meditado a lo largo de sus noches en vela en aquella calurosa celda. Era más que dudoso que Jacinto lograra alcanzar la libertad como ella. Les contaría lo sucedido, aunque evitando los detalles más terroríficos.

—Aquellos hombres malos que nos seguían, ¿recordáis? Fueron una noche a casa a buscarnos a papá y a mí y nos encerraron a él en un sitio y a mí en otro. Gracias a Dios, la tía Concha me encontró y vino a verme y así os pudo contar a vosotras que estaba bien y que pronto estaríamos juntas.

—Y ¿los hombres malos te han soltado?

—Ellos no me querían soltar, pero ha habido otros hombres buenos —miró hacia Elías— que han conseguido que saliera de ese sitio donde me habían metido.

—Y ¿papá? —Ahora tocaba el turno de preguntas de Isabel.

—Papá está todavía encerrado. No sabemos si le dejarán salir como a mi. —Miró a Elías. Comprendió por su gesto de tristeza que sabía que lo de Jacinto no tenía remedio.

—Pero podemos ir a verle, como la tía Concha te iba a ver a ti, y mandarle cartas nuestras para que se alegre —razonó Teté.

—Ahora me dedicaré a ver si es posible. Pero, ¡mis niñas!, no he tenido tiempo más que de venir a veros en cuanto he podido. —Pensó que ya les había contado bastante.

Pasadas unas horas, Elías propuso que salieran a dar un paseo aprovechando las últimas horas de la tarde, cuando el sol ya no calentaba tanto. Teresa accedió, encantada. Después de estar encerrada tanto tiempo, necesitaba respirar aire puro, ver la calle, la gente, los escaparates. Y hablar con aquel hombre.

Tardó en conseguir esto último. Sus hijas no se soltaban de su mano y tenían que contarle que en ese bar de Reina Victoria habían tomado el aperitivo y en la frutería de enfrente Paquita les compraba naranjas para merendar y ése era el quiosco al que Elías iba los domingos a buscar el periódico y ésa la esquina en la que Isabel se cayó y se hizo una herida en una rodilla que ya no se le notaba nada.

—Muchas gracias por todo —le dijo cuando, al fin, Paquita se llevó a las niñas a comprar en la farmacia un nuevo chupete para Roberto que, les dijo, ellas podrían elegir.

Elías era un hombre moreno y delgado, de mediana estatura, rostro afilado, pequeños ojos negros. Lo que se dice del montón. Pero, a los ojos de Teresa, era un auténtico héroe. Había cuidado de sus hijas como si fueran de su familia. Y, creía, era responsable de que ella estuviera ahora junto a él, enfrente de los primeros edificios de la Ciudad Universitaria, respirando el aire que llegaba de la sierra, a cuyas cimas se estaba acercando, para ponerse, el sol.

—Lo de las niñas ha sido un placer. Son unas crías tan cariñosas y tan bien educadas que, de verdad, hemos estado encantados con ellas en casa. Ya son como nuestras y espero que podamos verlas de vez en cuando porque las vamos a echar de menos.

A Teresa le pareció que lo decía de corazón.

—Lo otro... —prosiguió tras una breve pausa— es mejor no hablarlo nunca, ni siquiera entre nosotros. Pero sí te diré que, aunque yo lo hubiera hecho encantado, fue idea de Jacinto. Lo planeó todo minuciosamente. Varias personas han estado tan involucradas como yo. Y no ha sido fácil, te lo aseguro.

—¿El médico que me ha sacado de la cárcel era amigo de Jacinto, o tuyo? —Teresa necesitaba saberlo.

—Te digo que es mejor no hablarlo. El médico, la excusa del chequeo, el coche que te ha llevado a tu casa, todo fue preparado por Jacinto para sacarte de la cárcel si te detenían. Yo le he ayudado. No insistas, no te puedo contar más.

Le dio las gracias de todas las maneras posibles. Ella le contó cómo se había encontrado su casa y él asentía, escuchándola, cuando vieron que Paquita y las niñas ya volvían, tirando las tres del cochecito de Roberto. Teresa aprovechó aquellos últimos segundos para preguntar por Jacinto. Elías no contestó: solamente movió la cabeza de un lado para otro, con cara de pesar.

—Imposible —dijo mientras le entregaba un sobre, que ella guardó rápidamente en el bolso.

Paquita propuso que cenaran todos en su casa, Teresa incluida, y ésta accedió a condición de que aceptaran que ella comprara una tarta en la pastelería de la Glorieta para celebrar la ocasión.

—¡Huy, mami! ¡En la pastelería no queda nada! —exclamó Teté.

—Pero nada de nada —corroboró Isabel con tristeza.

Efectivamente, estaba abierta, y un mozo vestido con bata blanca se apoyaba en su mostrador, pero el escaparate y todos sus estantes aparecían vacíos.

—Parece absurdo, ¿verdad? Y lo es. Están escaseando muchísimos productos en los comercios. No hay azúcar, ni carne, ni leche, ni huevos, ni café. Pero el Gobierno ha prohibido que se cierren las tiendas. Y a la que cierran, se la incautan al dueño. Así que están todas abiertas, aunque no tengan nada que vender —explicó Paquita.

Cuando acabaron de cenar aún había luz. Elías habló por lo bajo con su mujer y ésta propuso que Teresa se marchara para preparar su casa para la mudanza de las niñas al día siguiente. Ella accedió, el piso estaba patas arriba. Sus hijas protestaron, pero acabaron acomodándose. Tendrían toda la mañana para guardar sus cosas en las maletas y antes del almuerzo las iría a recoger, les prometió.

Le tocó limpiar hasta la madrugada. Recogió los trozos de copas y cristales rotos, barrió, fregó, ordenó cómodas y armarios, cosió con puntadas gordas los colchones para que no se les escapara la borra y finalmente puso sábanas limpias en las camas. Entre unas cosas y otras, ¡menos mal!, localizó por teléfono a Concha, que dio un grito de alegría al escuchar su voz. Teresa le contó su plan para el día siguiente: hacer la compra y luego ir a Cuatro Caminos a recoger a las niñas.

—¡La compra! ¡Ja, la compra! —Sonaba irónica—. La compra consiste en hacer colas y colas para conseguir una barra de pan por aquí y un saquito de arroz por allá. Tú espérame, que en cuanto me levante, te llevaré lo que tengo en casa y lo que pille por el camino.

Fue cerrando de una en una todas las ventanas, el viento fuerte y caliente parecía presagiar una tormenta, y se disponía a meterse en la cama cuando recordó el sobre que Elías le había entregado. Lo sacó del bolso y se dirigió al comedor. Se sentó a la mesa y lo abrió. Cuando comprobó que dentro había una cuartilla escrita con la letra inconfundible de Jacinto y luego otro sobre más pequeño, pensó que mejor se tomaba una copita. Necesitaba fuerzas para lo que tuviera que leer. Buscó en el aparador una botella de algo que estuviera dulce. Se acabó sirviendo un buen chorro de Anís del Mono en un vaso pequeño.

Sacó la carta de su marido y, tras beber un trago del anís, comenzó a leer:

Querida Teresa:

Espero que leas esta carta cuanto antes porque ello supondrá que te encuentras en libertad. Creo que, como en tantas otras ocasiones, llevabas razón cuando me decías que si las cosas se ponían mal, nos detendrían a los dos, y no sólo a mí. Por eso he querido que las niñas se quedaran con Elías y Paquita; tenía miedo de lo que hubiera sido de ellas, de haberse visto solas y sin nosotros cuando nos lleven presos, como sé que nos llevarán. Y por eso he previsto y organizado que compañeros míos se ocupen de conseguir que salgas de la cárcel con la argucia de una supuesta enfermedad.

También presiento, creo que con razón, que yo no saldré a la calle como tú. Lo más seguro, me temo, es que me maten más bien antes que después. Estoy demasiado señalado políticamente y me consta que he sido delatado por algún allegado cuyo nombre no viene a cuento que te revele. Por lo que a mí respecta, ya da igual.

En estos últimos meses me he dedicado por completo a intentar salvaros a las niñas y a ti del horror que, me temo, se avecina sobre todos nosotros y sobre nuestra querida España. Lo he hecho porque os lo merecéis, pero también, te lo confieso, para compensaros por lo desatendidas que os tuve en los años anteriores, algo que, te aseguro, me pesará como una losa en la conciencia y en el corazón todos los días que me queden de vida.

A ti, en especial, te quiero pedir perdón. Confiaste en mí y te decepcioné. Te mereciste que te quisiera de otra manera. Como marido, te fallé. No tengo excusa ninguna que ofrecerte para mis acciones. No te digo que cuides de nuestras hijas cuando yo falte, porque sé que siempre serás la madre ejemplar que desde que ellas nacieron has sido. Tampoco te pido que me perdones. Me conformaré, dondequiera que esté, con que algún día comprendas que, a mi manera, te quise.

JACINTO

P.D.: Te adjunto un sobre con una carta que espero des a leer a nuestras hijas el día que yo falte.

Después de leer la carta varias veces y de beberse dos vasos de anís mezclados con lágrimas, al fin Teresa dio por terminado uno de los días más largos de su vida; guardó el otro sobre sin abrir en un cajón de su mesilla y se fue a dormir. El Anís del Mono consiguió que esto ocurriera de forma inmediata.

Le despertó el timbre de la puerta y se tapó la cara con la sábana. Era un sonido que ya siempre le produciría auténtico pánico. Pero ya era de día, de hecho, el sol entraba a raudales por el balcón. Se levantó sujetándose la cabeza, ¡no sabía que el anís produjera un dolor como aquél! Abrió la mirilla y allí estaba Concha, tocando de nuevo el timbre impacientemente. Llegaba arrastrando bultos de todos los tamaños: una cesta con fruta, un cubo con carbón, una bolsa con pan y otros paquetes de comida y dos muñecas de tamaño gigante. «¡Cómo puede ser tan poco práctica una criatura!», se dijo mientras le daba un abrazo de bienvenida. Porque buena intención, eso sí que siempre la tenía. Pero sentido de la oportunidad...

En esta ocasión, Teresa se equivocaba. Su cuñada había sido precavida, tuvo que reconocer. En cuestión de semanas había desaparecido el carbón de Madrid, que resultaba muy difícil de comprar. Y sin carbón, ¿cómo iba a encenderse el fogón de la cocina?

—Tenemos un hornillo eléctrico que Jacinto utilizaba para esterilizar los utensilios de su consulta —recordó Teresa.

—De día la electricidad viene sin potencia; pero por la noche se puede intentar —anunció Concha—. No quiero parecer agorera, pero es que todo ha dejado de funcionar y no hay nada que llevarse a la boca.

Era cierto. Concha sacó de sus bolsas una barra de pan, un pedazo de tocino, tres patatas, un manojo de acelgas, cuatro naranjas, dos peras, una cebolla, un tarrito con algo de aceite, un paquete de achicoria y otro de lentejas. Y luego, haciendo un gesto muy teatral, extrajo de su bolso dos latas de sardinas que, dijo, habían costado un potosí y que tenía preparadas para llevárselas a la cárcel.

—No sabía que las latas de sardinas fueran tan difíciles de conseguir —admitió Teresa. Y luego, mirando a las escasas viandas que su cuñada había depositado sobre la mesa de la cocina, quiso saber si no sería posible conseguir algo más para celebrar el regreso de sus hijas a su hogar.

—Esto es lo que he conseguido haciendo colas en los puestos del mercado de Torrijos de nueve a once, mañana será otro día. El tocino es de mi despensa —aclaró Concha— y servirá para animar un poco el puré. Para cenar hay sardinas. Hasta tenemos postre. Te aseguro que mucha gente de Madrid mataría por unos menús como éstos a día de hoy. Anda, ve a por las niñas y mientras tanto yo enciendo el fogón y cocino el almuerzo.

Teresa salió a toda pisa en dirección al metro. Cuando llegó a casa de Elías y Paquita, Isabel y Teté esperaban sentadas en el sofá, muy bien vestidas y peinadas, como dos niñas muy modosas, con las dos maletas a sus pies, cerradas. Debían de llevar así varias horas, dispuestas para volver a su casa. Dieron muchos besos a Paquita y Roberto y secundaron a su madre agradeciendo los cuidados que les habían prodigado. En ésas llegó Elías, del que se despidieron también. Traía un regalo inesperado, cuyo alcance tardó Teresa unos minutos en comprender.

—Toma estas recetas. Una es para comprar carne, que sólo se vende por prescripción facultativa a personas enfermas, como es tu caso; es sólo cuarto de kilo a la semana, pero de algo servirá. La otra es para adquirir leche, un litro cada dos días, que he recetado a Teté porque está creciendo muy deprisa y debemos evitar el raquitismo.

Se dio cuenta de que no le comprendía. Se lo explicó:

—Escasean casi todos los alimentos desde que comenzó la guerra. La poca carne y leche que llega a Madrid está destinada a los combatientes y a los enfermos. Para estos últimos sólo se despecha con receta. Cada quince días tendré que darte otras, pero espero que nos veamos más a menudo. ¿Qué te parece si os convidamos a almorzar todos los domingos? Así seguiremos viendo con frecuencia a estas niñas tan guapas y tan buenas que nos han alegrado tanto la vida.

Era un hombre extraordinario aquel Elías. Se lo dijo a la cara y él se sonrojó. ¡Claro que irían a almorzar a esa casa todos los domingos!

Pensó que, además de ver a las niñas, Elías y Paquita deseaban que al menos una vez a la semana comieran decentemente; seguro que siendo él médico, en su casa habría recetas para todo. Al viajar con sus hijas en el metro rumbo a su hogar, Teresa comprendió que desde entonces en adelante qué comprar y cómo cocinarlo se iba a convertir en el objetivo principal de su existencia, siempre y cuando tuviera dinero para pagarlo. Aunque apartaba de su mente el pensamiento cada vez que le venía a la cabeza, la duda de cómo iba a sacar adelante a sus hijas con ese montón de billetes que Jacinto había escondido bajo el banco del vestíbulo la asaltaba a cada rato.

El puré del almuerzo no era gran cosa, pero a sus hijas les dio igual. Lo que les gustó fue volver a su casa, desparramar todos sus juguetes por el suelo de su habitación y exclamar «¡oh!» y «¡ah!» cuando su tía Concha les entregó las muñecas gigantes. Quizás por ser una mujer de pueblo, se dijo Teresa, su cuñada comprendía mejor que ella cómo cubrir las necesidades más elementales de la existencia humana. No había huevos fritos ni jamón para llenar los estómagos, pero las muñecas colmaban los corazones de las pequeñas, que todas las noches de aquella guerra durmieron abrazadas a ellas. Aprendida la lección, decidió amenizar sus almuerzos y cenas contándoles cuentos. «La comida de hoy viene con el cuento de...», anunciaba mientras les servía aquella sopa tibia con unas pocas lentejas o judías flotando entre tanta agua. Caperucita o Blancanieves les hacían olvidar la poca sustancia con la que se estaban alimentando. Vivían, decía Concha, en economía de guerra.

La guerra. Todo el mundo hablaba de la guerra, pero Teresa apenas si sabía nada de ella cuando salió de la cárcel. Para ella la guerra había consistido únicamente hasta entonces en aquellos días de terror vividos con Jacinto hasta que se los llevaron y en el mes pasado entre rejas preguntándose qué sería de su familia. La cara de la guerra era en su imaginación el rostro del Pincho, aún presente en sus pesadillas. Pero ¿existía en España una guerra como la de las películas, en la que dos bandos de soldados peleaban con tanques y se disparaban con armas en sus trincheras?

—Claro que hay guerra. Nosotras hemos tenido la mala suerte de quedarnos en el lado malo, pero España se ha partido por la mitad —le contó Paloma, quien, avisada por Concha, se presentó en el piso de Alcalá aquella primera tarde acompañada de sus tres hijos, que enseguida organizaron por el pasillo otra guerra, en su caso entre indios y vaqueros, a la que se sumaron Isabel y Teté con mucho entusiasmo.

Paloma, siempre tan dispuesta, pintó sobre un mapa de España que sacaron de un libro un dibujo ilustrativo de qué zonas se mantenían bajo el control de la República y en cuáles habían triunfado los nacionales, que, aseguraba, estaban avanzando por Extremadura en dirección a Madrid; sólo unos días antes se había visto sobrevolando la capital uno de sus aviones. Lo sabía porque su padre escuchaba por las noches Radio Burgos, donde estaba Franco, oculto con su receptor dentro de un ropero. Ésa sí que era, decía, una emisora que contaba la verdad y no como Unión Radio, la del Gobierno, que todavía no había aceptado que una parte importante del país estaba controlado por sus enemigos y sólo daba noticias de mentiras.

Mientras los niños imitaban los gritos de los sioux corriendo de una punta a otra de la casa, se hizo inevitable que las tres mujeres recordaran a sus maridos, más con silencios que con palabras. Después de que Paloma hubiera descubierto en un primer momento en qué checas se encontraban Pepe, Andrés y Jacinto, no había logrado averiguar nada más. Ellas dos se habían acercado una mañana a la checa de Fomento, pero el miliciano de la puerta las había ignorado por completo. Cuando Concha se puso pesada preguntando por su esposo, hasta la amenazó con su fusil.

—¿De qué vamos a vivir? —preguntó Teresa, como podían haberlo hecho Concha o Paloma. Después de lo que pudieran estar pasando sus maridos, era lo que más preocupaba a ellas tres y quizás a miles y miles de mujeres que, como ellas, se habían quedado sin hombres y sin recursos en aquel Madrid.

Se encogieron de hombros como si se hubieran puesto de acuerdo. Tampoco lo sabían.

—Dicen que hay lugares donde la gente cambia joyas u objetos de valor por comida y en el Monte de Piedad se pueden empeñar, como siempre. Yo tengo alhajas de mi madre escondidas, pero ¿y si las vendo y luego la guerra sigue y sigue? —se cuestionó Paloma en voz alta.

Volvieron a encogerse de hombros las tres.

Teresa decidió que la mejor manera de acabar la tarde era la de servir tres copitas de Anís del Mono y brindar a la salud de tiempos mejores.

—Ánimo, chicas. Y no tengáis miedo de convertiros en alcohólicas; pronto se acabará la botella y ya no quedará ni gota de anís en toda Madrid —argumentó Teresa para vencer la resistencia de sus acompañantes a brindar por el pronto final de la guerra, que fue lo que ella hizo a continuación.

—No sé yo si deberíamos brindar, de verdad, que no, que no... —se quejó Concha.

—Por Teresa, que sigue siendo ella misma al día siguiente de haber salido de la cárcel —alzó su copa Paloma.

Terminaron la botella antes de que, ya casi anocheciendo, se marcharan todos. Concha también; dijo que tenía decidido pasar las noches en su casa porque mantenía la esperanza de que en cualquier momento Andrés entrara por la puerta. Las niñas se fueron a dormir con sus muñecas tras beberse un vaso de leche con una magdalena por cabeza, lujoso regalo de la tía Paloma. Teresa se disponía a conciliar el sueño ayudada de nuevo por el anís, cuando se escuchó la explosión como si hubiera reventado la misma calle de Alcalá debajo de los balcones de aquel piso.

«¡Pumba!» Fue un golpe seco que se fue extendiendo, como un eco.

Teresa salió corriendo hacia la alcoba de sus hijas.

«¡Pumba!», se repitió aquel estruendo.

—No os preocupéis, no pasa nada. —No tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo, pero quería calmar a sus hijas.

—Mami —escuchó decir a Teté, con voz serena—, es que estamos en guerra.

—Sí. Y en la guerra los aviones tiran bombas —agregó Isabel.

Miraba atónita a sus hijas. Menos mal que estaban a oscuras y no podían observar su expresión.

—Verás, mami. Elías nos explicó que iban a venir aviones a tirar bombas —siguió diciendo la niña mayor.

—... y cuando los aviones tiran bombas, la gente tiene que esconderse en los sótanos de las casas —continuó la menor.

—... y si no les da tiempo, tienen que meterse debajo de las camas...

—... así...

Las tres se escondieron bajo la cama de Teté. Las bombas seguían atronando la casa. Teresa pensó que debían de estar bombardeando la cercana Cibeles, por la dirección de la que provenía el ruido. Y entonces cayó en la cuenta: la guerra era eso, no saber la desgracia que puede ocurrir en el próximo minuto, pero estar preparada para sobrevivir a cualquier cosa.

XXII

Dios aprieta, pero no ahoga —proclamó Teresa a modo de saludo cuando al abrir la puerta del piso se encontró a Manolo, vestido con mono azul y con dos sacos bien colmados descansando a su lado.

—Preocupao estaba con qué podía haber sido de ustedes, ya me dirá. He venío cuatro domingos seguíos sin encontrales y no sabía decir si es que se habían ido por ahí o les había sucedío algo malo —fue lo que dijo, con cara de satisfacción, al ver, sana y salva, a aquella mujer para la que había trabajado desde que ambos eran niños.

En el saco había lo que en aquellos momentos se consideraba una fortuna en Madrid: varios kilos de patatas, verduras variadas, peras y manzanas, dos docenas de huevos de corral, un bidón con aceite y, ¡cómo no!, el bizcocho, que las niñas miraron con ojos golosones. Isabel preguntó por Manolín y Teté por María una y otra vez hasta que Manolo tomó asiento y les contó que sí, que estaban muy bien, que seguían en El Pozo, donde él trabajaba en el taller de su hermano y que aunque hasta allí también habían llegado la guerra y los asesinatos, a ellos no les había ocurrido «na’ de na’, ni bueno ni malo».

Había sido María, confesó, quien le había insistido para que un domingo tras otro tomara el tren con los dos sacos cargados de producto frescos porque conocía la escasez de alimentos que se sufría en Madrid y «ya sabe usté cómo es, que de pensar que su Teresa y sus niñas no comen bien, se le pasa el hambre a ella misma». Los cuatro domingos anteriores había regresado al pueblo descorazonado. Al ser fiesta no había podido encontrar al portero para que le informara de «adónde se encontraban los señores». Pero su mujer se había empeñado en que lo intentara una vez más, y ahí estaba él, tomándose un café con los restos del fondo del tarro de cristal que la dueña de la casa había encontrado en su despensa y a punto de saltársele las lágrimas al enterarse de la suerte corrida por Jacinto.

Prometió volver cada domingo «con lo que pueda apañar para que ustedes no pasen penurias» y se volvió a El Pozo con los sacos vacíos y en la mano una carta para María escrita por Teté a toda prisa en la que las niñas mandaban besos a Manolín y daban muchísimas gracias por el bizcocho a su cocinera favorita. Pero su madre no consintió que se lanzaran a comerse el dulce en ese instante, como era su propósito, y les propuso que lo llevaran para postre a casa de Elías y Paquita, que les habían convidado a almorzar.

Era la primera vez que regresaban a aquel piso de Cuatro Caminos en el que habían vivido el mes largo que su madre pasara en la cárcel y las pequeñas abrazaron muy contentas a cada uno de los miembros de aquella hospitalaria familia, en especial a Roberto. El almuerzo fue seguido de un paseo por Reina Victoria, hasta la Ciudad Universitaria, en donde, al fin, Teresa logró hablar con Elías mientras las niñas jugaban a la comba con Paquita, bajo la atenta mirada del pequeñín, sentado en su cochecito de paseo.

—Quiero encontrar a Jacinto —le dijo mirándole fijamente, para dejar clara su determinación.

—No puedes —respondió Elías, con voz de resignación.

—Estoy decidida —insistió.

—No puedes —repitió el médico amigo y colega de su marido.

—¿Por qué? —quiso saber.

Elías miró a un lado y a otro. Tragó saliva. Se le veía incómodo.

—¿Por qué no? —preguntó una vez más Teresa.

—No es posible. —La tomó de una mano—. Donde Jacinto está se entra, pero no se sale. No es una cárcel como en la que estuviste tú. Él se encuentra en una de las checas más, como te diría, más... severas de Madrid. No hay manera de hacer nada por él.

—¿Yo no puedo ir a la puerta y decir «oigan ustedes, soy su esposa y quiero saber cómo está»?

—No te recomiendo que lo hagas. Además, no serviría de nada.

—Tengo que hacer algo. No puedo estar cruzada de brazos. Ni siquiera sé si está vivo —se quejó.

—Está vivo. —La tomó de la otra mano y la miró a los ojos—. No sé cómo, pero está vivo. Eso es todo lo que sé de él a ciencia cierta.

Hubiera podido gritar primero, que es de lo que tenía ganas en aquel momento. Y luego, más calmada, preguntar a aquel hombre el porqué de aquel terror, de aquella crueldad con un ser tan idealista como Jacinto, que nunca había sido partidario de la violencia, a cuento de qué tenían que ensañarse con él de aquella manera, torturándole. Pero las niñas estaban jugando a pocos metros y, además, ¿qué respuesta iba a darle el bueno de Elías? También él se estaba preocupando por su amigo hasta el extremo de cuidar personalmente de sus hijas y lograr la puesta en libertad de su mujer.

Tan cabizbaja regresaba aquella tarde a su casa que no se percató de quién era aquella mujer que subía por las escaleras del metro de Retiro arrastrando dos pesadas maletas, unos cuantos escalones por delante de ella y sus hijas.

—¡Tía Concha, tía Concha! —gritaron al unísono Isabel y Teté, que sí se habían dado cuenta de quién era.

Concha se había cansado de estar sola en el piso de Fuencarral esperando a que regresara un Andrés que nunca volvía. Además, la noche anterior el objetivo del bombardeo de los nacionales había sido el edificio de Telefónica y su piso, tan cercano, se había estremecido hasta el amanecer con aquellas explosiones de las bombas que caían a pocos metros de su tejado.

—Me vengo a vivir con vosotras. Cuando salga Andrés, que me busque —anunció en la misma boca del metro.

Teresa apreciaba la admirable fe de aquella mujer en la eventual liberación de su marido. Le parecía bien que se fuera a vivir con ellas, pensó mientras cogía por el asa una de las maletas, no era bueno que estuviera tan sola. Además, de esa forma tendría a alguien que se quedara con las niñas a ratos; ella necesitaba tener libertad de movimientos porque quería dedicarse a buscar a Jacinto. Pese a las advertencias de Elías, estaba decidida a tratar de dar con él. Y si no podía conseguir que saliera libre, al menos intentaría visitarle.

Se estaba quedando dormida aquella noche, después de dar muchas vueltas pensando cómo poner en práctica su propósito, cuando sintió que un cuerpo menudo se metía en su cama.

—Mami —dijo en voz muy queda Teté—. No me puedo dormir porque estoy en pecado.

—Tesoro, tú no puedes estar en pecado. Eres una niña muy buena —la consoló.

—Mami, no lo entiendes. Cuando iba a hacer la comunión, me aprendí el catecismo y el catecismo dice que es pecado grave no ir a misa un domingo y hoy ha sido domingo y no hemos ido a misa. Y tampoco cuando estaba en casa de Paquita, pero entonces no importaba porque Elías dijo que es que no había ninguna iglesia cerca de su casa. Pero hoy sí, porque aquí al lado hay una...

Teresa la mandó callar colocándole el dedo índice sobre su boca.

—Cuando hay guerra, no hay que ir a misa porque, verás, los hombres malos persiguen a los sacerdotes y todos están escondidos. La iglesia de aquí al lado está cerrada, ya lo verás mañana cuando salgamos de paseo.

Creyó que ya era suficiente. Pero no. Isabel se había deslizado por el otro lado de la cama. Y también quería preguntar:

—Mami, ¿cuándo vamos a encontrar a papá?

—Ahora que está aquí la tía Concha y os podéis quedar con ella, me voy a dedicar a buscarle todas las mañanas. ¿Os parece bien?

Les parecía muy bien. Y aprovecharon la ocasión para dormir abrazadas a su madre, lo que a Teresa le vino de perlas para evitar el insomnio.

A la mañana siguiente se echó a la calle. Tenía intención de visitar a Mercedes para interesarse por su madre. Magda, le había contado la hija por teléfono, continuaba en la cárcel. Ella, que se suponía que estaba tuberculosa, no podía acudir a visitarla, como hubiera deseado. Quizás, pensó, aquella familia conociera algún método para dar con Jacinto. Pero pasó de largo por la esquina de la calle Velázquez, adonde supuestamente se dirigía. Bordeando la tapia del Retiro llegó al comienzo de O’Donnell. Se paró ante el número ocho, junto a aquella farola en la que, nunca lo olvidaría, el miliciano ordenó a sus presos que bajaran del camión aquella maldita madrugada. Reconoció el edificio, un palacete que había sido el domicilio de Lerroux. Se dirigió hacia su puerta.

Dos milicianos armados con fusiles le interceptaron el paso.

—¿Adónde te crees que vas? —preguntó uno de ellos.

—Soy la esposa de un hombre que está preso ahí dentro y vengo a saber de él —anunció muy resuelta.

—Anda, mira qué fina la esposa, ja, ja —rió el hombre.

Se quedó clavada, mirándoles.

—Si está aquí dentro, será por fascista. Y si tú no te vas pronto, te metemos a ti también, que todavía tenemos habitaciones libres —la increpó el segundo miliciano, sin duda el jefe.

Giró sobre sus talones, se alejó a paso ligero y fue a sentarse un rato en un banco del Retiro hasta que el corazón dejó de latirle aceleradamente, como si fuera a salírsele por la boca. Así que, efectivamente, allí estaba Jacinto, se dijo. Vivo, pero ¿en qué condiciones? ¿Qué era aquello que había dicho Elías de que en esa checa se entra, pero no se sale? Trató de imaginarse a su marido en una celda, maltratado por aquellos milicianos que le llamaban fascista y se reían de él. Mientras no le hicieran cosas peores... Compadeció su fragilidad; si se había hundido por perder el escaño de diputado, ¿cómo estaría tras un mes largo de encierro, sintiendo, sin duda como ya habría advertido, que no había esperanza para él?

No tuvo fuerzas para visitar a Mercedes. Hizo una larga cola para conseguir una barra de pan, que al menos era blanco aquel día, y regresó al piso. Comió en silencio, contestó un «todavía no» al interrogatorio de sus hijas y se encerró a pasar la tarde en su habitación con el pretexto de un dolor de cabeza y la intuición, que le había llegado de golpe ante aquel portal de la calle O’Donnell, de que sólo encontraría a Jacinto cuando hubiera muerto.

De todas formas, visitó a Mercedes al día siguiente, en aquel piso de aquella casa señorial, con entrada para carruajes, de la calle Velázquez. Magda le había contado en la celda que compartieron que allí vivían madre e hija puerta con puerta. No obtuvo ninguna pista para saber algo de su marido, pero sí una amistad que le duraría toda la vida y un apoyo muy importante para aquellos dos años y medio de guerra y pobreza que, sin saberlo ella aún, la aguardaban.

Además, en aquella casa se respiraba un ambiente cuando menos fascinante.

El padre de Mercedes estaba en la cárcel y su marido, refugiado en la embajada de Paraguay. Pero en los pisos de la madre y la hija residían varios hombres que, cuando era preciso, huían de uno a otro a través de una puerta que comunicaba ambas residencias sin tener que pasar por el rellano de las escaleras y el ascensor. Magda y Mercedes la habían abierto, de pasillo a pasillo, para poderse visitar en bata y sin arreglar. Cuando aquellos tres hombres llamaron a su puerta pidiendo auxilio, colocaron un tapiz sobre la entrada del pasadizo. Y así habían logrado despistar a los milicianos que de vez en cuando se presentaban preguntando por uno de ellos, el hermano de Mercedes.

Eran tres hombres jóvenes que salieron al salón en cuanto la dueña de la casa tocó una campanita tres veces, señal de que no había peligro, aunque hubiera sonado poco antes el timbre de la puerta principal.

—Les llamamos Melchor, Gaspar y Baltasar por motivos de seguridad. Figúrate que detienen a cualquiera de las personas que pasan frecuentemente por esta casa y revelan su verdadera identidad. Los tres son jesuitas. Melchor es mi hermano —explicó Mercedes, una mujer tan resuelta como su madre, que se ocupaba de mantener, además de esconder, a los tres hombres, a sus dos hijos pequeños y a una mujer mayor, Pilar dijo llamarse, que llevaba toda una vida trabajando al servicio de Magda y que no se había querido marchar a ninguna parte cuando el Gobierno declaró extinguido el servicio doméstico.

—Imagínate el ingenio que hay que derrochar para dar de comer cada día a esta tropa —se rió Mercedes mientras Teresa saludaba a los componentes de aquella extraña familia—. Y, además, todas las mañanas Pilar va a la embajada a llevarle algo de comida a José Enrique, mi marido. Dos veces por semana visito a mi madre, que me pide un salchichón, latas de atún o algo de dulce. Y una vez por semana voy a ver a mi padre a la cárcel; él prefiere el chorizo y las sardinas.

Teresa disfrutó un buen rato de la compañía de aquella gente. Estaban informados; las tropas nacionales se estaban acercando a Madrid, tenían un aparato de radio en el piso de Magda y captaban las emisiones de Burgos y Sevilla, que se oían muchas noches, aunque no todas. Escucharon atentamente cuando les relató sus esfuerzos por saber algo de Jacinto, pero no tenían ni idea de cómo conseguirlo. Mercedes decidió preguntar a su marido, le enviaría una nota con Pilar; quizás entre los refugiados en la embajada alguien podía ponerles sobre alguna pista.

Ya al despedirse, contó a aquellos curitas la preocupación de su hija mayor por no poder asistir a misa.

—Ese asunto está resuelto. Aquí decimos misa todos los domingos a las doce. Vienen algunos amigos de confianza. Aquí os esperamos —aseguró Melchor.

Los domingos se convirtieron, así, en un día de gran ajetreo para la familia de Teresa. A eso de las diez, sonaba el timbre y aparecía Manolo con lo que al principio era un saco, más tarde un simple cubo con viandas y algo de carbón para cocinar; su huerta no daba más de sí y temía que le requisaran los alimentos al bajar del tren, como había visto que hacían los guardias a otros pasajeros. En cuanto se iba, las dos mujeres y las dos niñas salían con prisas hacia el piso de la calle Velázquez para escuchar misa. Y al terminar ésta, corrían al metro para llegar puntuales a su almuerzo semanal en Cuatro Caminos con Elías y Paquita, que terminaba con el consabido paseo por Reina Victoria, hasta la Ciudad Universitaria.

Concha y las niñas caían rendidas al llegar la noche. Teresa no. Tomó por costumbre, mientras todos se despedían, quedarse mirando a Elías, a la espera de escuchar de sus labios la misma escueta frase, domingo tras domingo.

—Sigue vivo.

Desconocía cómo lo sabía Elías. Pero eso era lo de menos. Lo peor era que no conseguía saber algo más sobre el estado de Jacinto.

Fue don Luis el notario, el vecino del cuarto, un hombre mayor al que Jacinto había curado de una pulmonía que a punto estuvo de acabar con su vida, quien le dio una pista una tarde que, como hacía de vez en cuando, se pasó por su casa para interesarse por Teresa y las niñas. Su hija, le contó, llevaba varias semanas ofreciendo manjares a los milicianos de la checa donde estaba preso su marido. Y de esa manera estaba informada de que aún vivía.

Se armó de valor al lunes siguiente para acercarse a la checa de O’Donnell con la mitad del bizcocho que Manolo había llevado a su casa el día anterior. Paseó arriba y abajo a la espera de que cambiara la guardia de la puerta; los dos milicianos que la custodiaban parecían ser los mismos que se habían reído de ella en su visita anterior. Un rato después fueron sustituidos por un solo hombre, un muchacho joven. Teresa se acercó a él.

Le ofreció el bizcocho. Él no pareció sorprenderse. Quizás, pensó, era un sistema habitual para obtener noticias sobre los presos. El miliciano se guardó el paquete en uno de los amplios bolsillos del mono.

—Aquí está. Ven el lunes que viene a la misma hora.

María no habría podido jamás sospechar que su apreciado bizcocho sirviera para que Teresa conociera la noticia de que su marido estaba muerto. Fue aquel lunes de mediados de octubre en que el joven miliciano rechazó el paquete y movió la cabeza de lado a lado. Ella volvió, andando, despacito, pegada a la tapia del Retiro y al abrir la puerta de su piso, se lanzó a los brazos de Concha, con el bizcocho aún en la mano. Eso fue todo.

Muchas horas después, cuando salió del estado de inconsciencia en el que estuvo sumida, llamó por teléfono a Elías al hospital.

—Jacinto ha muerto —le anunció.

Apenas transcurrida media hora, Elías tocó el timbre de la puerta.

—Ven conmigo —dijo, mientras la tomaba del brazo.

Llovía, pero ninguno de los dos trató de cubrirse. Viajaron en metro hasta Santo Domingo. En la oficina de la Dirección General de Seguridad tuvieron que esperar un rato. Luego, un guardia les hizo pasar a una salita y les invitó a sentarse frente a un funcionario, al otro lado de una gran mesa sobre la que descansaban varios álbumes de fotos. Elías comenzó a ojearlos, de uno en uno. Ella quiso mirar, pero él se lo impidió; sabía lo que hacía. Al fin, se dio cuenta Teresa, había encontrado lo que buscaba.

—Ése es —señaló Elías al funcionario.

Éste se acercó a mirar el retrato, anotó algo, revisó un montón de papeles y al fin anunció en voz alta:

—Enterrado el pasado sábado en el cementerio de Vicálvaro.

Luego sacó la fotografía de entre las páginas del álbum y se la fue a entregar a Elías. Pero Teresa alargó la mano primero.

Era una fotografía tamaño carné del rostro de Jacinto. Muerto.

Fueron andando, empapándose bajo la lluvia, hasta Callao, donde Elías invitó a Teresa a entrar a un café. La hizo sentar en una mesa, pero ella no quiso tomar más que un vaso de agua.

—Nunca hubo la menor posibilidad de sacarle de allí, te lo aseguro. Cada sábado fui a consultar ese macabro archivo para poderte informar cada domingo de que Jacinto seguía vivo; era lo único que podía hacer. El sábado pasado aún no tenían actualizada la información de ese día, por lo que se ve. La Seguridad del Gobierno está en contra de los fusilamientos que se están produciendo, pero no sabe o no quiere controlar una situación que se le escapa de las manos. Todo lo que hacen las autoridades es retratar a los muertos antes de darles entierro y poner a disposición de sus familiares la fotografía y los datos del cementerio donde se encuentran sus restos —fue diciendo Elías lentamente, sin estar seguro de si la mujer que tenía enfrente, con la cabeza apoyada entre sus manos, la mirada perdida, le escuchaba o no.

Dejó pasar un buen rato antes de ofrecerse a acompañarla a su casa. Había escampado y realizaron el trayecto a pie, les venía bien a los dos el fresco en la cara. Recorrieron Gran Vía y Alcalá cogidos del brazo, sin prisa.

—Buscaré un automóvil para que vayamos a Vicálvaro; te llamaré en cuanto disponga de él —se despidió Elías en la puerta de la casa donde había vivido su compañero y amigo.

Aún tardó Teresa dos días más en dar la noticia a sus hijas.

Primero fue a visitar a Mercedes y contó lo ocurrido a los tres Reyes Magos, como llamaban cariñosamente a los tres curitas, quienes se ofrecieron a celebrar una misa por Jacinto.

Algo reconfortada, regresó a su hogar y, haciendo como que no se daba cuenta de que Concha empezaba a llorar en silencio apoyada en la ventana del fondo de la sala, sentó a las niñas en el sofá, una a cada lado de donde ella misma tomó asiento.

—Al fin he encontrado a papá. Pero no ha pasado lo que estábamos deseando las tres. Papá ha muerto. Está en el cielo.

Las pequeñas tardaron en reaccionar.

—¿Ya no le vamos a ver nunca más? —quiso saber Isabel.

—¿Le han matado los hombres malos? —preguntó Teté.

Sí. Le habían matado los hombres malos. No, no le verían más así, de cerca, en persona. Pero él, que estaba en el cielo, las vería a ellas y las querría siempre porque las quería muchísimo. Y ellas siempre podían rezarle también...

Pasó la tarde con las niñas recordando a Jacinto. Sacaron el álbum de las fotos familiares para evocar entre las tres aquellos baños en el estanque de la finca y los cumpleaños soplando las velas de la tarta y los almuerzos con toda la familia bajo la pérgola y la boda con mamá y los paseos por el campo con Felipe. Cada una de ellas eligió el retrato que quería guardar de su padre y Teresa los despegó del álbum y fabricó para ellos unos marcos con cartulina de colores y las pequeñas los colocaron en su mesilla de noche. Finalmente, llegó la hora de dormir y la madre hizo rezar a sus hijas por su papá que estaba en el cielo.

Todo parecía estar bajo control. Excepto que Isabel volvió a mojar la cama por la noche, Teté se despertó gritando por causa de una pesadilla y Teresa no durmió pensando en la otra fotografía, el retrato del cadáver de Jacinto que aún no se había atrevido a sacar del bolso.

Al día siguiente, Elías se presentó a recogerla en un automóvil en el que ambos viajaron hasta Vicálvaro. Parecía saberse el camino de memoria. ¿Habría estado él antes allí, comprobando lo que se iban a encontrar? Sin duda así había sido. Tomaron la calle O’Donnell hasta el final y luego la carretera de Vicálvaro. Dejaron a su izquierda las tapias del cementerio del Este ante las que supuso que Jacinto había sido asesinado. Al fin llegaron a las puertas del cementerio. Era un día tan gris como el ánimo de aquella pareja joven que acudía a visitar la tumba de su marido y su amigo.

Una vez que aparcó el coche, el joven médico la tomó del brazo y la condujo a través de las rejas del cementerio, por su calle principal flanqueada por dos filas de cipreses, luego dio un giro a la derecha, hasta detenerse frente a una fosa grande, cuadrada, con la tierra que la cubría aún mojada por las lluvias de los días anteriores. No había lápida, ni cruz, ni ningún signo que explicara lo que contenía en su interior.

—Ahí está. Él y catorce hombres más. Les fusilaron al amanecer del sábado, junto a las tapias del cementerio del Este que dan a Vicálvaro. Por eso trajeron los cuerpos aquí. —No tenía nada más que explicar.

Teresa rezó en silencio. Estuvo allí parada, inmóvil, largo rato.

—Gracias. Llévame a casa, por favor —dijo por fin.

El sábado, una semana después de su muerte, los tres curitas dijeron una misa por Jacinto en el gran comedor del piso de Magda, la mesa convertida en altar, las sillas alineadas en fila para que en ellas tomaran asiento las dos niñas, Teresa, Concha, Paloma, Mercedes, Paquita y Elías; no habían avisado a nadie más, después de todo, se trataba de una ceremonia clandestina.

Al terminar, Melchor, que por entonces ya sabían que en realidad se llamaba Juan, invitó a Teté e Isabel a conocer la carta que su padre les había dirigido antes de morir. Teresa, que había abierto el sobre que Elías le entregara cuando salió de la cárcel, le había pedido aquel favor; no se sentía con fuerzas para leerla con su propia voz.

Mis queridas hijas:

Quiero que sepáis que dondequiera que me encuentre, espero que pronto en el Cielo, os seguiré queriendo tanto o más que como os he querido cuando tuve la gran fortuna de ser vuestro padre y vivir con vosotras.

También quiero pediros cuatro cosas:

La primera, que cuidéis siempre de vuestra madre, una gran mujer excepcional que se merece todo vuestro cariño.

La segunda, que seáis unas niñas buenas y estudiéis mucho para convertiros en unas mujeres de provecho.

La tercera, que sepáis que, aunque no podáis verme, yo siempre estaré a vuestro lado, cuidando de vosotras.

La cuarta, que cuando seáis mayores y podáis comprender el significado de esto que os pido en último lugar, améis a España tanto como yo la he amado.

Con todo el cariño de vuestro padre,

JACINTO

Melchor-Juan entregó la carta a Teresa entre el silencio general y muchos ojos llorosos y, al volver a su casa, ésta propuso que Isabel y Teté la guardaran en un cofre que colocó en la mesilla que separaba sus dos camas. O porque no podían asimilar tanto dolor, o porque ya estaban curadas de espanto, las pequeñas vivieron el luto por la muerte de su padre sin dar muestras de un sufrimiento excesivo. Lo que no quería decir que le olvidaran. Se habían aprendido la carta de memoria, por lo que escuchó su madre cuando fue a comprobar si se habían dormido unas noches después.

—Teté, ¿qué significa ex-cep-cio-nal? —preguntaba Isabel a su hermana, deletreando la palabra muy cuidadosamente.

—Quiere decir sin-excep-ci-ón. O sea, que no hay ninguna otra que sea como mamá —explicó la mayor.

—¡Ah! Por eso tenemos que cuidar siempre de ella...

—No, tenemos que cuidar de ella porque se merece todo nuestro cariño.

—¡Ah, sí!

Aquélla fue la primera noche después del asesinato de Jacinto en que Teresa lloró.

XXIII

Los hombres empezaron a caer como chinches precisamente cuando sus mujeres estaban esperando que las tropas nacionales les liberaran.

—¡Ha oído mi padre que ya vienen por Navalcarnero! —anunció jubilosa Paloma en su primera visita a casa de Teresa después de la muerte de Jacinto.

—¡En Carabanchel, están a un tiro de piedra de la Casa de Campo! —aseguraron los jesuitas el siguiente domingo al terminar de decir misa.

—¡Se puede llegar al frente en tranvía! —exclamó eufórico don Luis, el notario.

Madrid ardía. Literalmente. Las farolas y muchos balcones se adornaban con pancartas rojas sobre las que figuraba el lema del momento —«No pasarán»— y las calles estaban tomadas por vehículos de todo tipo rebosantes de milicianos haciendo ostentación de sus armas. Las bombas de los aviones nacionales, que apenas arañaban los edificios, habían sido reemplazadas por las de los potentes Junkers alemanes que perforaban las calles y derribaban casas de varios pisos. Media ciudad se preparaba excitadamente para repeler el ataque enemigo y la otra mitad aguardaba impaciente su posible liberación.

El piso de Concha y la oficina que había servido de bufete de su marido desaparecieron entre las llamas un día de primeros de noviembre tras la explosión de una bomba alemana desviada de su objetivo, el edificio de la Telefónica. Ella misma dio la noticia al resto de la familia. Había tomado la costumbre de llegarse a la calle Fuencarral cada mañana desde que comenzaron los bombardeos; primero, para irse llevando a casa de Teresa sus posesiones. Luego, cuando ya no le quedaba bandeja de plata ni sábana de hilo que transportar, simplemente para asegurarse de que el edificio seguía en pie. Y, aunque lógicamente, lamentó la pérdida de su hogar, lo dio por bueno si ello suponía que las tropas nacionales estaban a punto ya, como tanta gente decía, de entrar en Madrid.

—¡El Gobierno ha huido a Valencia! —Paloma no podía esperar a entrar por la puerta para comunicar la noticia. Había llegado para dejar a sus hijos jugando con sus primas porque su padre quería verla con urgencia.

Teresa oyó como aquella animosa mujer bajaba las escaleras cantando. Una hora después la vio regresar pálida como la cera, con el rostro descompuesto.

—Concha, Teresa, vamos al comedor.

Cerró la puerta detrás de ellas.

—Pepe ha muerto. Andrés también.

—No —dijo Concha—. Si ayer mismo le llevé el bizcocho al de la puerta y se lo quedó.

Paloma la miró, incrédula. ¿Qué decía de un bizcocho?

Tenían que ir a la oficina de la calle Santo Domingo a comprobar los datos. Ella las llevaría, decidió Teresa. Llamó a Mercedes por teléfono para pedirle que se quedara con los niños.

Melchor-Juan descolgó el auricular.

—No está. Mi padre ha muerto.

¿Habían asesinado a todos la misma noche?

Concha, que se negaba a aceptar lo sucedido a su marido, se quedó con los pequeños. Paloma y Teresa repitieron el recorrido de metro que dos semanas antes hiciera ésta con Elías. Pero esta vez la oficina de Santo Domingo no estaba casi vacía, como ella la recordaba, sino repleta de mujeres jóvenes y hombres mayores. Se acercó a uno de éstos a preguntar qué ocurría.

—Les han asesinado por cientos. En Paracuellos, parece ser. Llevaban varios días sacándolos de las cárceles, de las checas. Y a éstos ni los han enterrado, ni retratado. Están metidos en fosas, sin identificar. Aquí no saben nada, pero estamos aguardando por si llegara alguna información.

De regreso en el metro, Teresa se dio cuenta de que Paloma temblaba como una hoja; supuso que Concha estaría aguardando con mucha angustia; a los niños, pensó, habría que darles alguna explicación; los cuatro primos y Jacinto habían muerto en cuestión de semanas y Paco estaba ilocalizable en Galicia.

Total, se dijo, alguien se tiene que hacer cargo de esta familia de cinco viudas y una decena de niños pequeños. Miró el reflejo de su rostro en el cristal de la ventana del vagón, frente a su asiento. Se vio más delgada que de costumbre, con los ojos como si le hubieran aumentado de tamaño marcados por ojeras, alguna arruga temprana en la comisura de los labios, el pelo recogido en un moño por falta de tiempo y ganas para arreglarse la melena. Se observó durante el viaje por un par de túneles. No tenía lógica alguna, se dijo, que ella asumiera tal papel; era la más joven de todos los primos y de sus mujeres, ahora sus viudas. Pero aceptó como inevitable que le iba a tocar animarles a todas ellas y a sus hijos a salir adelante. Aunque fuera la más joven, también resultaba ser la más fuerte.

Tuvo que tragarse sus propias lágrimas a menudo, a partir de aquel día, porque entre los suyos cundió el desánimo. Los nacionales no pasaron de las afueras de Madrid, aunque los bombardeos continuaron casi todas las noches; las sirenas avisaban de que aquellos aviones alemanes se estaban acercando, momento en que Teresa despertaba a las niñas, las envolvía en mantas y entre Concha y ella las bajaban al cuarto de las calderas del sótano, donde pasaban un rato en compañía de don Luis el notario y su hija, las dos hermanas del tercero y las ocupantes del primero, madre e hija, además del portero. Transcurrido un cierto tiempo, las sirenas volvían a sonar y cada uno regresaba a su hogar a pasar por separado el mismo frío que habían padecido en el sótano todos juntos.

¡Hacía un frío terrible! Sin ningún tipo de calefacción en aquel invierno récord en temperaturas bajo cero, Teresa, sus dos hijas y las dos muñecas dormían todas juntas en la cama de matrimonio, pegadas las unas a las otras. Anduvieron de día por la casa envueltas en mantas hasta que Concha acabó de tejer unos ponchos de lana que las cubrían hasta los pies. Sin más carbón que el cubo que Manolo les llevaba cada domingo, calentaban la cocina un rato cada mañana, el suficiente para cocinar lo poco que tuvieran, y por la tarde permanecían allí junto a los rescoldos del fogón de hierro, las niñas jugando, las mayores haciendo bordados o punto.

Además, pasaban hambre. Habían entrado en vigor las cartillas de racionamiento y los periódicos publicaban cada día los artículos que estaban en venta. Todo mentira. En las tiendas donde se suponía que despachaban azúcar y patatas, las estanterías permanecían vacías. Teresa alargaba las pocas viandas que podía aportar Manolo para que duraran toda la semana. Si no hubiera sido por la leche y la carne cuyas recetas seguía rellenando Elías y por los almuerzos de cada domingo en casa de éste y Paquita, sus hijas habrían dejado de crecer, lo menos malo posible en aquella situación.

Pero peor que el frío y el hambre fue el desconsuelo con el que Teresa, Concha, Paloma y todos sus conocidos acabaron aceptando que los nacionales no iban a tomar Madrid, sino que, enfrentados con una defensa numantina de la capital, las tropas de Franco se habían marchado para conquistar el Norte. Los Reyes Magos pedían por la pronta liberación de la capital en todas sus misas dominicales, pero contestaban con evasivas a las preguntas de quienes querían saber cuándo, al fin, se iba a entrar en la ciudad. Si seguían escuchando la radio, se guardaban para sí las noticias que recibían.

La única buena nueva de aquel invierno fue la puesta en libertad de Magda, ocurrida poco después del asesinato de su marido. Pero Teresa, que fue a abrazarla en cuanto Mercedes le comunicó que estaba en casa, la encontró casi irreconocible. Aquella mujer animosa que tanto la ayudó a soportar la vida en la cárcel se había convertido en una anciana derrotada, sin brillo en los ojos, con la mirada perdida, las manos temblorosas. «Son mucho tres meses allí dentro, hija mía; no creo que me vaya a recuperar jamás», sentenció. Sólo rió una vez, cuando su antigua compañera de celda le preguntó qué había sido de su palo de golf. Lo había dejado allí, bajo su colchón, a disposición de la próxima inquilina.

Resignada a desempeñar el papel de sostén de toda su familia, Teresa organizó la vida de pequeños y mayores. Montó reuniones semanales con las viudas de los cuatro primos, con la excusa de mantenerse en contacto y la certeza de que esos ratos eran los únicos agradables que pasaban aquellas mujeres que dependían de algún pariente, algún amigo para dar algo de comer a sus hijos. Se empeñó en celebrar cada cumpleaños de todos aquellos chavales con una fiesta que tenía poco de tal, porque nada se comía ni bebía en ella, pero que servía para que primos y primas jugaran juntos a los dados, el parchís o incluso a las carreras de sacos por los pasillos de las casas de unos u otros.

Lo único imposible de conseguir fue animar a Concha. En cuestión de días había perdido a su único hermano y a su marido y además se había quedado sin casa. Almacenaba todas sus posesiones en el armario de su dormitorio en el piso de Teresa y más de una vez ésta la sorprendió con las puertas abiertas y ella sentada en la cama, mirando aquellos estantes en los que se condensaban su vida y sus recuerdos. Nunca había sido una mujer animosa, pero a partir de la muerte de Andrés dejó de mostrar el menor interés por lo que sucedía a su alrededor, mucho menos por su propio futuro. Se lo podía permitir porque no tenía hijos, pensaba Teresa. Paloma, como ella misma dos semanas antes, se había sobrepuesto, al menos en apariencia, al asesinato de su marido; tenía tres muchachotes a los que cuidar y no se podía permitir pasar las horas muertas sentada en una butaca del salón mirando al vacío como su cuñada.

En vista de que aquella guerra iba a durar más de lo que ella y los suyos habían deseado, organizó también una rutina doméstica para que sus hijas estuvieran entretenidas. Por la mañana, mientras en el fogón cocía la sopa de lentejas y cáscara de patata, sentaba a Teté, Isabel y los tres niños de Paloma alrededor de la mesa de la cocina para darles clase; no disponía de libros de texto y tenía que conformarse con hacer sumas y restas o multiplicaciones y quebrados según su edad durante la mitad de la mañana. La otra media la dedicaba a ponerles a leer y a que hicieran dictados.

Por la tarde, tocaba paseo. Con el Retiro cerrado por orden del Gobierno por ser un lugar sin cobertura en caso de bombardeos, llevaba a las niñas hasta un gran solar de finales de la calle Goya donde pudieran correr y saltar a la comba, excelentes actividades para combatir el frío, que se notaba mucho más al anochecer junto al fogón ya tibio. Concha tricotaba, Teresa volvió a bordar mantelerías recordando a su madre, Teté aprendía a hacer ganchillo e Isabel, incapaz para las labores, pintaba con sus lápices de colores, las cuatro alargando el momento de marchar a la cama helada después de que las pequeñas se hubieran tomado su cena de un vaso de leche y un pedacito de bizcocho de María y las mayores, ni eso ni nada.

Los pocos hombres que quedaban a su alrededor vinieron a aliviar un poco su pesada carga, «mira por dónde», como se dijo Teresa.

Los tres curitas se enteraron de las clases rudimentarias que recibían los hijos de Teresa y de Paloma y decidieron hacerse cargo de la educación de los pequeños. El comedor de Magda se convirtió en un aula a la que todas las mañanas asistían esos cinco niños más el hijo mayor de Mercedes, un chaval simpaticote llamado Enrique que se hizo gran amigo de Isabel y Gonzalo, un mozalbete que vivía con su madre en el piso de arriba que inmediatamente se convirtió en confidente de Teté. Los Reyes Magos —los críos les seguían llamando así— tenían libros de texto y sabían de otras materias, como Ciencias Naturales, Historia y Geografía, que a los niños más mayores interesaron mucho. Además, Teresa se dio cuenta enseguida de que Isabel y Teté, que habían pasado varios meses muy tristonas, se animaron con la obligación de tenerse que arreglar todas las mañanas para asistir a clase y volvieron a reírse y a cuchichear entre sí hablando de sus nuevas amistades. Ni siquiera se quejaban del frío de casa de Magda, el mismo que el de su piso; en ninguno de los dos funcionaba la calefacción.

En medio de las bombas, el hambre y el frío, el Gobierno ordenó a primeros de diciembre que todos los niños, ancianos y mujeres embarazadas abandonaran Madrid. Y aunque casi nadie hizo caso, Paquita decidió seguir esa recomendación y marcharse con Roberto a casa de sus padres en Albacete.

—Así no hay quien viva. El mortero de los cañones de los nacionales al otro lado de la Ciudad Universitaria llega hasta estos edificios; Roberto lleva varias semanas sin curarse de un resfriado y, ya sabes, con agua fría, cuando sale del grifo, que cada día que pasa son menos horas, pues ésta no es forma de vivir; mejor nos vamos —explicó Paquita.

—Hemos pensado que si tú quieres, Teté e Isabel se podrían marchar también a Albacete —se ofreció, muy generosamente, Elías.

Teresa, que estaba sentada en el sofá de la salita del piso de Cuatro Caminos aquel domingo con cada una de sus hijas a un lado, sintió que Isabel le apretaba muy fuerte de una mano y que, simultáneamente, Teté le clavaba las uñas en la otra.

—Muchísimas gracias. De todo corazón. Sois maravillosos. Pero creo que yo no podría separarme de mis hijas —se disculpó.

—Sabes que lo haríamos encantados, por ti y por las niñas, que las queremos como si fueran propias, ¿de verdad no quieres que se vengan? En Albacete estarían muy bien —insistió Paquita.

Teresa volvió a sentir las garras de sus hijas, apretando cada vez con más fuerza.

—De verdad, mil gracias, pero no. Se quedan conmigo —sentenció.

Teté e Isabel se soltaron, aliviadas, de las manos de su madre.

De resultas de la marcha de Paquita y Roberto a Albacete, las niñas recuperaron a un sustituto de su padre en la persona de Elías. Sin su familia en Madrid, el médico se quedó a vivir en el hospital, más seguro que su piso. Pero dos o tres tardes por semana viajaba en metro hasta Retiro para pasar varias horas repasando los deberes con Teté, enseñando a dibujar con perspectiva a Isabel, consolando a Concha, dando conversación a Teresa.

Los domingos era ahora él quien pasaba el día entero en el piso de ellas. Tras su primera sopa tibia de lentejas, restos de patata y tocino rancio en aquel comedor donde no se descongelaría una barra de hielo, se alarmó de lo poco que se comía en aquella casa. A saber cómo, consiguió para Concha un carné de donante de sangre y a partir de ese momento un repartidor de un economato se presentó en el piso cada martes y cada jueves con una pequeña cesta de frutas y verduras y media docena de huevos. Como si sospechara que los fondos de Teresa estaban muy menguados, la leche que correspondía a la supuesta raquítica Teté y la carne adjudicada a la supuesta tuberculosa Teresa ya no llegaron a aquella casa por receta, sino en efectivo; Elías aportaba las raciones semanales ya compradas de su bolsillo.

Efectivamente, a Teresa le quedaban ya pocos billetes enterrados bajo el banco del recibidor junto al revólver, lo que no fue obstáculo para que cogiera un par de ellos y se los gastara en alegrar las Navidades de sus hijas. Compró a través de Mercedes, que se las sabía todas, una gallina de estraperlo para rellenar con frutas y celebrar la Nochebuena y sacó cinco entradas de cine para ver bailar y cantar a Shirley Temple el día de Navidad. Incluso estaba sisando un cuarto de vasito diario de la leche de las niñas para juntar lo suficiente para hacer un flan, pero no hizo falta; el domingo anterior a las fiestas, Manolo se presentó con su cubo de carbón en una mano y en la otra una lata que, dijo, era el regalo de su María para Teté e Isabel.

—¡Leche frita! —gritaron las dos niñas al unísono cuando, apresuradamente, abrieron la lata.

Los ojos se les llenaron de lágrimas.

«Lo que hace el hambre», pensó Teresa. Quién le iba a haber dicho a ella hace nada que una fuente de leche frita era un preciado regalo de Navidad.

—¿No había comprado Jacinto un belén? —preguntó Elías, ya en vísperas de Nochebuena.

A Teresa se le había olvidado. Estaba en el altillo del ropero del recibidor. Dudó si sacarlo o no; quizás las niñas iban a ponerse más tristes por recordar a su padre que alegres por recuperar aquella tradición. Y tampoco ella tenía unas enormes ganas de recordar los viejos tiempos.

Apenas había hablado hasta entonces con Elías más que de comida, de la familia de él, de la de ella y de las bombas que caían a su alrededor. Era hora de tratar temas más serios.

—Ése es un belén que no me trae buenos recuerdos. Cuando Jacinto lo trajo a casa, yo estaba pasando por un mal momento. Y no sé si va a entristecer a las niñas acordarse tanto de su padre en unos días como hoy —le contó.

—Si me permites que te lo diga, acompañé a Jacinto a comprarlo y aún recuerdo cómo eligió cada figurita. Iba diciendo al dependiente: «Ponga este pastorcito, que le va a gustar a mi hija mayor, y ese angelito, que le va a encantar a mi hija pequeña». Adoraba a las niñas, ¿cómo va a ser malo para ellas recordarlo?

—Para ellas no, pero para mí sí. Y yo también cuento. Otro día te lo explicaré. Por cierto —cambió de conversación—, estás invitado a la cena de Nochebuena y al cine la tarde de Navidad.

Elías se puso contentísimo y Teresa más de pensar que podía hacer algo por aquel hombre que tan bien se había portado con Jacinto, con sus hijas y con ella.

Las niñas no se acordaron del belén y, a pesar del frío, la cena de Nochebuena fue un éxito. Cantaron villancicos, acompañándose de zambombas y panderetas que llevó Elías. Éste se quedó a dormir en el cuarto de servicio, no se podía circular por la calle después de las diez de la noche, razón por la que los curitas no dieron misa del Gallo, sino del día de Navidad.

Teresa estaba abrochando los abrigos a sus hijas para salir hacia casa de Magda cuando Elías apareció con el suyo en la mano.

—Me gustaría ir hoy a misa, ¿os puedo acompañar? —preguntó.

Naturalmente que podía, aunque Teresa se extrañara de aquel gesto. ¿No era él el que había contado a Teté una milonga cuando la niña le pidió que la llevara a una iglesia?

Después de la misa de Navidad, Mercedes les convidó a todos a un desayuno inglés que en realidad fue un casi almuerzo. «¿De dónde sacaría aquella mujer el presupuesto que se gastaba en estraperlo?», se preguntaba Teresa con frecuencia.

De allí se fueron a dar un paseo y luego al cine. Las niñas se quedaron tan embobadas con Shirley Temple que su madre sospechó que se pasarían los días siguientes bailando a su estilo por el pasillo, como así fue. Por último, Elías les invitó a merendar en un café donde, como en todos, sólo servían horchata y zumo de naranja. ¡Cómo se notaba que la única salida de Madrid era ya la de Valencia! Estaba anocheciendo cuando al fin el médico las despidió a la puerta de su casa.

—Eres viuda, así que tú sabrás lo que haces —la amonestó Concha cuando las dos mujeres se encontraron en la cocina frente a la ardua tarea de calentar los vasos de leche que las niñas se iban a tomar antes de irse a la cama en un infiernillo de alcohol que les había proporcionado Manolo.

—¿Qué es lo que yo hago? —se extrañó Teresa.

—Dejar que ese hombre se vaya prendando de ti como quien no quiere la cosa.

—Anda, Concha, no veas visiones. Es un buen hombre que se está portando magníficamente con nosotras. Y un gran amigo. ¿O es que una mujer no puede tener a un hombre como amigo? —Se estaba molestando con la suspicacia de su cuñada.

—En mi pueblo, cuando un hombre se ofrece a acompañar a una mujer a misa, ya sabemos lo que quiere. Pero ya te digo, allá tú —insistió.

Teresa se marchó de la cocina con los dos vasos de leche en la mano todo lo que rápidamente que pudo. ¡Lo único que le faltaba era que Concha pusiera pegas a la presencia frecuente en aquella casa del único hombre que las estaba ayudando en su penosa situación!

Elías siguió visitando aquel piso dos o tres veces por semana. A Teté le gustaba que le enseñara a distinguir las plantas y los árboles, como había hecho su padre. La pequeña le mostró el cuaderno de Ciencias que había elaborado con Jacinto y el que fuera compañero de éste siguió con la tarea; como ahora no tenían campo para recorrer, pegaban dibujos de hojas sacadas de libros y revistas para señalar las diferencias entre una acacia y un sauce, un roble y un nogal. Isabel, que tenía dotes para el dibujo, aprovechaba muy bien los consejos que le daba Elías para mezclar los colores y para representar los objetos más grandes o más pequeños según la distancia.

Teresa también disfrutaba hablando con él. Acostumbrada a conversar únicamente con sus hijas y con Concha, que a los efectos parecía una niña más, durante días y días, la compañía de Elías le resultaba estimulante. El médico, gran aficionado a la poesía, empezó a suministrarle libros; fue él quien le descubrió a García Lorca y su Poeta en Nueva York, que, confesó ella, le había gustado mucho.

—Por cierto, que si no recuerdo mal, os conocí a Paquita y a ti una tarde en que salimos los cuatro a ver una obra de teatro de Lorca —recordó Teresa.

—Sí —rió Elías—. Y ¿sabes que Paquita no quería venir con nosotros y la tuve que llevar casi a rastras? Deja que te explique: ella, como muchas otras enfermeras, incluso médicos del hospital, creían que tú eras una mujer... cómo te diría... muy sofisticada, muy de mundo, muy por encima de todos ellos. Incluso de Jacinto.

—¿Quieres decir que me consideraban una esnob? —Le extrañaba muchísimo que la hubieran visto así.

—No. Demasiado elegante, quizás. Jacinto era muy... como cualquiera de nosotros. Y tú, cuando aparecías por allí, de tarde en tarde, parecías tan guapa, con ese porte tan distinguido, que llamabas la atención. Luego, eso sí —se corrigió, no quería pasarse en aquellas consideraciones—, cuando te fuimos conociendo, ya vimos que eres una mujer sencilla y asequible.

—Es curioso observarse bajo el prisma como nos miran los demás —zanjó Teresa la conversación, mientras le alargaba otro libro, este de Alberti, que acababa de leer de prestado.

Concha no se había perdido ni ripio escuchando detrás de la puerta del salón.

—Sencilla, asequible, guapa, elegante, distinguida... Él es un hombre casado, ¿verdad? —quiso puntualizar cuando se quedaron a solas.

Teresa sabía ser mala cuando se lo proponía, sobre todo cuando su cuñada la irritaba en exceso.

—Pues no, no está casado, si es eso lo que te preocupa.

Fue suficiente para que Concha no volviera a entremeterse en si ella coqueteaba con Elías o no.

XXIV

La mañana se levantó de color gris y para la hora del desfile, llovía. Se resguardaron bajo dos grandes paraguas las cuatro, no podían desperdiciar las entradas de tribuna que les había enviado el tío Paco, al lado de las suyas. Era el Gran Desfile de la Victoria Nacional, organizado mes y medio después de que terminara la guerra y Teresa, sus hijas y Concha se echaron a la calle, junto a medio millón de madrileños más, para presenciar durante cinco horas cómo circulaban por el paseo de la Castellana, rebautizada con el nombre de Generalísimo, más de cien mil hombres, con las armas, los cañones y los tanques con los que habían ganado la larga contienda.

También desfilaron, en su caso por el cielo, los aviones nacionales y alemanes, que trazaron las letras «V» y «F» sobre Madrid, por Franco y por victoria, aunque a Concha aquello le hizo poquísima gracia. Antes de que todos la mandaron callar, se preguntó en voz alta cuál de aquellos aparatos era el que la había dejado sin hogar.

—Olvídelo, señora. Dé gracias a Dios de que sigue con vida para contarlo —la increpó un señor mayor desde uno de los asientos de la fila de atrás.

Teresa tuvo que apaciguar a su cuñada para evitar que recitara, como se disponía a hacer, la larga retahíla de muertos habidos en su familia a lo largo de los tres últimos años. Nombres que, era cierto, recordaban muchas de las personas acomodadas en aquella tribuna: las viudas de los cuatro primos y de Jacinto con sus hijos, una docena en total, ninguno de ellos aún en la adolescencia. Más Paco y Marisa con sus tres vástagos, que se estaban instalando de nuevo en Madrid tras haber vivido, en muy buenas condiciones y desde lejos, la guerra que a todos sus parientes tanto había destrozado.

A punto de cumplir los cuarenta, Paco, pensaba Teresa, sentada a su izquierda, mostraba ya sus primeras canas, una barriga incipiente y un parecido cada día mayor a su padre. Desde siempre protector de su hermanita pequeña, como la llamaba, la había liberado desde que terminó la guerra de su papel de sostén de toda aquella gran familia sin hombres, al menos en el aspecto económico. Aunque se incautaron de su fábrica por dejarla abandonada cuando se fue de Madrid, hizo prósperos negocios montando junto a su suegro una gran planta envasadora de leche gallega y luego firmando un contrato de suministro de ese producto a las tropas nacionales. Ahora que esperaba recuperar su antigua fábrica, se las prometía más felices aún.

Paco no se olvidaba de los suyos, ni lo había hecho durante la contienda. Cuando ya a comienzos del 38 estaba claro que los nacionales ganarían y se abrieron líneas de comunicación, clandestinas pero frecuentes, entre los dos bandos, Teresa aceptó una oferta de Mercedes para contactar con quien quisiera del otro lado, rebuscó entre sus papeles una tarjeta postal con remite de La Coruña que Marisa le enviara un verano de otra época y escribió una larga carta a su hermano contándole lo ocurrido con su familia y las circunstancias en que se encontraban todos los que habían sobrevivido a aquel horror con tanta hambre y tanto frío.

La respuesta de Paco tardó varias semanas en llegar, pero les fue de gran ayuda. Junto a una breve nota en la que daba cuenta de que todos ellos estaban bien y esperaban verles y abrazarles muy pronto, adjuntaba un sobre repleto de billetes de curso legal en la España republicana. Era una cantidad apreciable, contó Teresa, que dividió el lote en cuatro porque Concha renunció a su parte. Aquel dinero sirvió para aumentar las raciones de comida de todos aquellos niños durante muchas semanas. El tío Paco les remitió una cantidad similar cada seis meses e hizo posible así que todos aquellos mozalbetes que ahora miraban fascinados desfilar ante ellos a la Legión, los Regulares o la Infantería de Marina estuvieran tan sanotes y tan crecidos.

Efectivamente, se dijo Teresa sonriendo a su hermano, cada día se estaba pareciendo más a don Francisco. Y en su caso, el mérito era aún mayor. Su padre había acogido y educado a sus cuatro sobrinos huérfanos. A Paco le tocaba llevar a cabo esa tarea con diez.

Isabel, sentada a su lado a cobijo de su paraguas, y Teté, una plaza más allá, bajo el paraguas de su tía, las dos siguiendo el desfile tan calladas y modosas, no contaban. Para eso tenían a su madre. Aunque, efectivamente, el dinero de Paco les hubiera venido de perlas. Teresa les había comprado zapatos nuevos y algunas telas con las que Concha les confeccionó vestidos en la máquina de coser a pedales de Paloma. Había llegado un momento en que los bajos de trajes y abrigos no daban más de sí para cubrir las rodillas de aquellas niñas que crecían tan deprisa. Gracias a Manolo y a Elías no les había faltado el sustento, aunque habría que exagerar para decir que nunca hubieran tenido hambre o que no aborrecieran de por vida las lentejas.

En general, las niñas habían vivido mejor que otra mucha gente de su alrededor, aunque la cocina creativa de su madre las hubiera obligado a comer sopa de borrajas o cebollas estofadas con excesiva frecuencia. La tía Concha también había contribuido de forma notable a su bienestar. Desde que a Teresa se le acabaron los billetes que Jacinto guardara bajo el banco del recibidor hasta que Paco comenzó a enviar dinero, fue ella el sostén de la familia gracias a los trueques de sus bandejas, sus marcos o su cubertería de plata por bidones de aceite, carbón y jabón.

Lo peor de todo tras los asesinatos de Jacinto, Andrés y los demás, recordaba Teresa mientras continuaba aquel interminable desfile de soldados con el fusil al hombro, había sido el frío. ¡Qué alegría tenía de pensar que cuando regresara de nuevo en otoño en su casa habría carbón y leña, incluso otra vez calefacción! Las Navidades del 38 las recordaría para siempre por aquel motivo, causa de que desaparecieran ocho de las doce sillas de madera de roble de su comedor. ¡Qué bien ardían! Tomó la decisión de quemar la primera una tarde en la que encontró a Isabel pegada al fogón de la cocina, buscando su inexistente calor, tiritando de los pies a la cabeza. La segunda y la tercera cayeron por causa de unas anginas de Teté. La cuarta, para calentar la Nochebuena. Luego perdió la cuenta, pero logró conservar cuatro para que ellas pudieran sentarse a cenar a partir de que la llegada de cada primavera les permitiera mudarse de la cocina a aquel comedor con mirador de esquina que prácticamente permaneció cerrado seis meses de cada uno de aquellos tres años.

Si el frío había sobrado, lo que más había faltado era el jabón. Se acabó al comienzo de la guerra y no pudo comprarse nunca más, así que Teresa, como el resto de los madrileños, tuvo que subsistir con el conseguido en el mercado negro, cuando lo había, para limpiarse y lavar la ropa, inevitablemente con agua fría. Teté gritaba e Isabel lloraba sólo con que su madre anunciara que les iba a lavar la cabeza, siempre aprovechando los momentos en que el fogón estaba encendido y las dos pequeñas podían reponerse del frío a su alrededor.

Elías, siempre al quite, se llevó un día al hospital a Teté para examinarla porque sus anginas estaban haciéndose crónicas y cuando Teresa fue a recogerla acompañada de Isabel, el médico le pidió que esperara un rato y desapareció con las dos niñas, que regresaron con caras de felicidad; las habían bañado en agua caliente. Desde entonces, era frecuente que mientras su madre las lavaba con una toallita, las dos de pie sobre un barreño, junto al fogón, las pequeñas pidieran entre sollozos: «Mami, por favor, dile a Elías que estamos muy malitas, para que nos bañen con agua caliente otra vez».

Elías.

Le había sugerido que si quería acompañarlas a aquel desfile, aunque ya suponía que iba a contestar que no.

—No me gustan los soldados. Ya sabes que lo mío es curar, no matar —había explicado.

Hablaron mucho sobre la guerra en aquellos años. Teresa apreciaba que él fuera tan ecuánime. Paloma, la familia de Magda y los curitas no hacían más que contar los días para la entrada de los nacionales en Madrid. Total, para equivocarse una y otra vez. Confundían sus deseos con la realidad y cada vez que se daba la noticia de que un mortero había destrozado una casa del barrio de Argüelles, sacaban del armario las banderas bicolores que habían confeccionado para ser colgadas en sus balcones llegado el momento victorioso.

En cambio, Elías le regaló un mapa de España que pegaron en la pared de la cocina, en el que fue señalando con chinchetas azules y rojas las posiciones de cada bando. Además, explicaba los porqués; que la batalla de Brunete, tan cerquita de Madrid, había sido un intento de los republicanos para entretener a Franco y evitar su marcha triunfal por la cornisa cantábrica; que la de Teruel sería determinante si terminaba con los nacionales llegando hasta el mediterráneo; que la del Ebro iba a ser, sin duda alguna, la que marcaría el final.

Se vive mejor en la certeza que en el engaño, pensaba Teresa. Desde luego, a ella saber lo que ocurría le evitaba muchos disgustos. Concha, por ejemplo, llegó a su casa espantada y santiguándose un día de octubre del 37 que Teresa no olvidaría por otros motivos, tras descubrir que los tres arcos de la Puerta de Alcalá estaban cubiertos con tres figuras «de tres demonios rusos», dijo, adornadas con banderas rojas con hoces y martillos, por lo que ella, siempre pesimista, supuso que estaba cerca la victoria final de los republicanos. En cambio, Teresa se informó con Elías: era todo al revés. Franco acababa de dominar todo el Norte y el Gobierno había organizado una semana de homenaje a la Unión Soviética para agradecerle su ayuda y sobre todo para elevar la moral de los madrileños leales a la República. Ésos eran los retratos de Stalin, Vorochilov y Litvinov. Y en la glorieta de Bilbao, añadió, se había instalado una estatua gigante de cartón de Lenin, que Teresa, eso sí, se negó a visitar.

—¿Tú quién quieres que gane? —le preguntó en un momento dado.

—Me gustaría que ganara la cordura, pero ya sé que no es posible. —Se quedó pensando un rato—. Me espantan por igual los unos y los otros.

—Pero tú apoyabas la República. —A Teresa le picaba la curiosidad.

—Sí. Me parecieron loables sus propósitos iniciales de construir un país más justo, algo que sigo creyendo necesario. Pero según se fueron desarrollando las circunstancias, me quedó claro que por aquel camino que sus gobiernos iban tomando no se iba a conseguir nada de lo que yo había deseado. Todo lo contrario. Cuando vi cómo persiguieron a Jacinto porque había perdido las elecciones, comencé a desilusionarme. Cuando le asesinaron tan vilmente, repudié aquella República a la que con tanto entusiasmo había saludado. Pero —continuó hablando Elías después de una pausa— tampoco me gusta la España que me parece que nos va a caer encima. ¿Recuerdas las imágenes de Stalin y los rusos que colocaron en la Puerta de Alcalá? Sospecho que dentro de nada pondrán ahí mismo el retrato de Franco. Y eso, pues tampoco... Aunque te diré que en estos momentos lo que quiero es que la guerra acabe cuanto antes. He visto en el hospital tanto sufrimiento y tantos heridos y lisiados por bombas y morteros que me conformo con que todo este horror termine ya.

—Eso es lo que deseamos todos. Aunque en mi caso, como es natural, deseo que gane Franco. Si venciera la República, lo que gracias a Dios parece que no va a suceder, mi vida sería un infierno —continuó Teresa hablando, sin que él le hubiera preguntado nada—. Quiero que mis hijas crezcan sin penurias. Y quiero mi finca.

Las niñas y la finca. Sin duda había recordado aquella conversación con Elías en esos momentos, mientras pasaban por delante de la tribuna los soldados alemanes e italianos que habían ayudado a los nacionales, a los que los presentes aplaudían con entusiasmo. Era curioso, pensó, que no hubiera incluido entre los motivos por los que deseaba la victoria de Franco un modelo de país distinto, la creencia en unos ideales, la defensa de la religión católica. «¿Tan materialista me he vuelto?», se cuestionó.

«No —se dijo para sí misma—. Cuando te han quitado todo lo que tienes y te han matado al marido y has visto a tus hijas pasar hambre y frío, lo único que quieres es despertarte de la pesadilla y recuperar todo lo recuperable de aquella vida que te arrebataron.»

Siguió recordando a Elías, ahora con una sonrisa. ¡Cómo la hubiera asesinado Concha de haberse enterado de que celebró con él su último cumpleaños!

Pero es que cumplía treinta y tres y Elías, que se enteró, le preguntó qué quería como regalo y ella no lo dudó un segundo y le pidió que la llevara a ver La verbena de Paloma en el teatro de la Zarzuela.

—Pero con una condición. No se tiene que enterar Concha. Considera que una reciente viuda como yo no puede salir sola con un hombre y menos si el hombre es casado o semicasado o lo que sea tu caso —se sinceró.

Él se echó a reír y sacó las entradas y ella tuvo que inventarse una mentira muy gorda de la que ya se confesaría con mucho gusto, porque se divirtió como no lo hacía en tantísimo tiempo.

Regresaron andando al piso de Alcalá, pese a que se oía de fondo el ruido de los morteros y de que el panorama era de lo más deslucido: la Cibeles cubierta de ladrillos y rodeada de sacos terreros recordaba que la guerra estaba allí.

—¿Por qué no se acaba? —preguntó Teresa.

Elías mantuvo la tesis de que el Gobierno republicano quería alargarla para ver si comenzaba la Guerra Mundial que parecía estar en ciernes y franceses y británicos se ponían de su lado porque de otra forma, razonaba, no era posible explicar que Negrín no se hubiera rendido todavía.

—Para tu información —le dijo de sopetón al pasar por la Puerta de Alcalá—, no estoy casado ni tampoco lo he estado nunca. De hecho, Paquita y yo nos hemos separado. Ella se fue a Albacete porque las cosas entre nosotros estaban mal y hace poco me ha escrito contándome que ha encontrado a otro hombre.

Se quedó parado, como esperando su reacción. Pero Teresa no quiso contarle que lo primero que le había pasado por la mente era que quizás la amistad de Elías con Jacinto se había fraguado en sus visitas conjuntas a aquellas casas de citas a las que había sido tan aficionado su marido. No se le ocurría otro motivo para que una mujer tan sensata como Paquita le hubiera abandonado.

—Pues chico, lo siento. Paquita siempre me ha caído muy bien —le dijo, para disimular—. Ya sabes que eres bienvenido en nuestra casa siempre que te encuentres solo; las niñas te adoran y yo estoy muy contenta de haber encontrado en ti un amigo de verdad. Ha sido un gran detalle por tu parte que me ayudes a celebrar tan magníficamente mi cumpleaños. —Le dio las gracias y le despidió. ¡Para qué le iba a revelar sus auténticos sentimientos!

Volvió a mentir a Concha varias veces más para escaparse con Elías al cine. Era una evasión de primera en aquel Madrid tan gris sentarse durante un par de horas a seguir los escarceos amorosos de Clark Gable o Gary Grant, que desde entonces se convirtieron en sus actores favoritos. Para compensar a las niñas, organizó que todos celebraran el cumpleaños de las dos en el estreno del ratón Mickey de Walt Disney. Hasta Concha disfrutó de la sesión y entabló amistosa conversación con Elías, que sólo una vez más intentó, días después, hablar con Teresa de una cuestión personal.

—Nunca mencionas a Jacinto —dijo, como de pasada, una tarde en que se habían quedado solos en el comedor.

—Ya sabes que hay relaciones que no resultan. Como la tuya con Paquita. O como la mía con Jacinto. En nuestro caso, no nos separamos en apariencia, sólo de hecho. Luego compartimos el terror, pero ya era tarde. Le guardo respeto y una gran admiración por cómo se esforzó para que sus hijas y yo no sufriéramos como él. Y, por supuesto, considero indigno que le asesinaran. Pero sí, me cuesta hablar de Jacinto.

—Él te quería. Te admiraba. No quiero ahondar en ninguna herida, pero a mí me cuesta creer que te llevaras mal con él. Era un hombre de primera.

—Quizás me llevaba mal con él por el mismo motivo por el que Paquita se llevaba mal contigo.

Sentía ser tan dura. Elías era una buena persona. Pero Teresa se dio cuenta de que su intuición tampoco le había fallado esa vez. Se calló y él nunca más volvió a hablarle de una cuestión tan personal. Simplemente, continuó visitando su casa con mucha frecuencia para jugar con las niñas y llevarles comida. Y a ella la siguió invitando una vez al mes al cine, siempre a ver alguna comedia americana. Su única diversión.

Otro de sus peores momentos en aquella guerra, seguía recordando Teresa mientras empezaban a desfilar filas y filas de tanques ante ella, había sido la muerte de Magda en aquel octubre del 37, de golpe. Había ido como cada mañana a su casa a primera hora para dejar a las niñas en el colegio clandestino de los curitas. Mercedes salió a recibirla al descansillo con la cara desencajada. Hizo pasar a las pequeñas a su piso y se llevó a Teresa al de su madre. Allí estaba ella, de cuerpo presente. Le había fallado el corazón y se había desplomado la noche anterior, como un pajarito alcanzado inesperadamente por un tiro, cuando se disponía a levantarse de la mesa después de cenar. Aquella mujer tan fuerte, la que le había dado ánimos para superar la prueba de la cárcel, no había podido soportar tanto sufrimiento ni allí dentro, ni después, tras el asesinato de su marido. Teresa lo sintió de verdad. Días más tarde del entierro, cuando los Reyes Magos reanudaron las clases, Mercedes le entregó dos objetos que Magda había dejado escrito que fueran para ella: un palo de golf y un precioso abanico de nácar, pintado a mano.

Teresa guardó el palo de golf detrás de la puerta de su dormitorio, por si acaso. Al abanico le dio un uso mucho más práctico: lo vendió en un anticuario y con lo que obtuvo sacó entradas para que sus hijas vieran a los payasos de moda, Pompoff y Teddy. A aquellas alturas de la guerra, lo único que tenía valor para ella era escuchar las risas de Teté e Isabel.

Lo mejor había llegado, al fin, el último día del mes de marzo anterior, cuando Paloma llamó por teléfono gritando: «Que han llegado, que están entrando». Se asomó al balcón de su gabinete y, efectivamente, vio los automóviles que subían desde la Puerta de Alcalá con sus ocupantes agitando banderas nacionales. Llamó a sus hijas para que la acompañaran. Las abrazó. Su miseria había concluido.

A punto de acabar de presenciar el desfile, que hacía tiempo que le había dejado de interesar, igual que a las niñas, a las que veía charlando con sus primos, Teresa también recordó a otro de los personajes que durante aquellos tres años había demostrado su gran categoría: el siempre fiel Manolo, el que nunca dejó de visitarlas cada domingo aunque nevara, María acabara de parir a cada una de las dos niñas que tuvo durante la guerra, o se cortaran las comunicaciones por tren. Siempre llevando en sus dos cubos todo lo que había podido juntar a lo largo de la semana para mitigar su frío y su hambre: unas peras en verano, patatas durante el invierno, cebollas en primavera, coles en otoño. Sin olvidarse de un poquito de carbón y un bizcocho para las niñas.

Fue lo primero que Teresa quiso hacer en cuanto le fue posible: visitar a Manolo y a su familia para darles las gracias en persona. Elías no pudo conseguir un automóvil prestado hasta finales de mes, momento en el que camino de El Pozo salieron Teresa y las niñas, con él al volante. ¡Cómo se abrazaron Isabel y Teté a María! ¡Cómo había crecido Manolín! ¡Qué guapas eran las dos chiquitinas! Teresa llevaba ropa de los hijos de Paloma para el niño y todo lo que a sus hijas se les había quedado pequeño para las criaturitas, María Teresa y María Isabel, como las había llamado María en su honor. ¡Estaban obligadas a ser sus madrinas en cuanto hubiera cura que las pudiera bautizar! Cuando hubieron almorzado, cruzaron la plaza para visitar a la mujer que les acogió en su casa cuando salieron huyendo de la finca. Teresa quería darle las gracias una vez más.

—¿Os acordáis de quién soy yo? —preguntó la señora Rosario.

—Claro que sí, hace usted unas galletas buenísimas —recordó Teté, provocando las risas de todos los presentes.

Teresa iba a preguntar a la mujer por su hijo el maestro, pero observó a María haciéndole gestos para que se abstuviera.

Aún le quedaba la parte triste de su viaje. Enterarse de los asesinados y desaparecidos de por allí. Manolo se llevó a las niñas de paseo, para que María se lo contara: Miguel, el hijo de doña Rosario, al que enterraron de medio cuerpo a la salida de El Pozo y luego le apedrearon hasta que murió, lo mismo que hicieron con el cura y el boticario. Igual en Villanueva, no quedaba vivo ni don Cosme, el que fuera alcalde, ni ninguno de los amigos de don Nicanor, ni hombre alguno con el que hubiera hablado Teresa antes de la guerra. Y lo de La Estacada era casi peor.

—Cuando a ustedes no les encontraron los que se fueron a prenderles, se fueron hacia allí. Parece ser que los que había en la casa, que eran el padre de don Felipe, la nurse aquella que hablaba en inglés y el bebé, Alfonsito, se asustaron y se fueron corriendo a la ermita. Pa’ arriba que treparon, por las escaleras del campanario. Y los hombres, que les vieron, prendieron fuego a to’ aquello. Y ardió. Los tres murieron en el incendio.

A Teresa se le heló el corazón. Por la terrible noticia en sí y porque en aquel momento comprendió que sus hijas y ella habían salvado la vida de milagro. Por la planificación de Jacinto. En cambio, Felipe y Gloria, que se habían marchado a Sevilla con Flip, ¡cómo estarían de arrepentidos de haber dejado a su familia sin protección!

Tuvo que disimular lo afectada que se encontraba porque las niñas ya regresaban, en el preciso momento en el que doña Rosario cruzaba la plaza hacia ellas para regalarles una lata llena de ¡ya se imaginaba de qué, nada más ver las sonrisas de sus hijas y cómo besaban a aquella anciana al darle las gracias! Pero aún quería hablar con Manolo y Manolo con ella. Salieron hacia el patio.

—Mi hermano. Le llamaron a filas. Yo me quedé con el taller. No hemos sabido na’ de él desde la batalla del Ebro. Pero no le he querido decir a usté ni palabra, por no echarle encima mayor carga.

—Déjame que apunte su nombre y el de su batallón y veré lo que puedo hacer. Dame también el teléfono del ayuntamiento para que te llame en cuanto sepa algo. —Pensó que Mercedes y su marido, ya libre y al parecer hombre importante, podrían ayudar a localizarle.

Tenía pendiente un asunto más por resolver.

—Manolo —le miró a los ojos—, ¿qué ha sido de Lucero?

—No lo sé. Desapareció.

Teresa había escuchado durante la guerra que la gente se había comido los caballos, los burros y hasta los gatos. Y no había dejado de dar vueltas al hecho de que Lucero hubiera terminado así, en filetes.

—¿Se lo comieron? Dime la verdad.

—Le juro que no lo sé. Dicen que unos del pueblo fueron a por los caballos un buen día, pero que ya no estaban. —Manolo parecía sincero.

Las niñas propusieron cantar en el camino de regreso. ¡Estaban tan contentas de haberse encontrado con aquella familia tan querida! Elías las intentó disuadir, al observar la triste cara de Teresa sentada a su lado. Pero ésta asintió. Hacía mucho tiempo que no había visto a sus hijas tan felices. Propuso que cantaran aquello tan bonito de la Piquer de los ojos verdes y las tres se pusieron a ello.

Elías pensó que Teresa cantaba divinamente.

Teresa decidió, mientras cantaba, que en cuanto pudiera conseguir con la prometida ayuda de su hermano que le devolvieran la finca, se marcharía a vivir a ella para siempre. Nunca le había gustado mucho residir en la capital, pero lo que había vivido en Madrid durante los últimos tres años le había hecho aborrecer aquella ciudad en la que nació. Quería compartir su vida, además de con sus hijas, con aquella mujer, María, que sabía cuidarla sin darse importancia con ello, salir al campo en compañía de Manolo, ver crecer a Manolín y a sus hermanitas. Y, sobre todo, deseaba respirar el aire libre del campo. Su campo.

Por eso, al terminar el desfile, cuando contempló desde su asiento en la tribuna a aquel hombre con su uniforme de capitán general y su boina de requeté, que se disponía a abandonar el estrado desde el que lo había presidido bajo un arco coronado por la inscripción «Victoria» y su nombre repetido tres veces a cada lado, se sumó a las voces que desde toda la Castellana, ahora Generalísimo, gritaban «viva Franco».

Le aplaudió de muy buena gana, con todas sus fuerzas. Él era quien le iba a permitir recuperar su finca y criar a sus hijas en paz.

TERCERA PARTE