Jacinto
I
TAMBIÉN estaba roto el mojón que señalaba el kilómetro, que había sido el 23 de la carretera comarcal, pero que ahora aparecía cruzado por una grieta, aplanado por la parte de arriba y sin el número dos. «¿Cómo se puede romper la piedra?», pensó Teresa mientras cerraba los ojos, una vez más por miedo. La vieja tartana había girado a la izquierda, pasado el portón abierto de entrada a la finca y enfilado el camino de tierra que llevaba a la casa. Teresa sólo se atrevía a vislumbrar entre los párpados entornados la silueta de lo que recordaba como su hogar. La forma perfectamente rectangular, las paredes blancas, el techo de tejas ennegrecidas por el tiempo, el mirador sobre la puerta principal, el cenador adosado a la alberca. Uno, dos, tres, cuatro, contó la sombra de los grandes álamos que, sí, seguían en pie y se mecían al paso del carromato como si se fueran a desplomar sobre él de puro viejos. Pero habían aguantado como tantas cosas, tanta gente.
Cuando la tartana se detuvo ante el edificio, junto al enorme sauce, la sarga de toda la vida, ya no tuvo más remedio que mirar de frente. La casa estaba donde siempre. Igual que siempre, no. La madera del portal había sido quemada; los cristales de las ventanas aparecían rotos; las rejas, arrancadas de cuajo. No quedaba en pie ni la parra, tan necesaria para refrescar la entrada en los días de tanto calor como ése. El estanque permanecía vacío y entre las losetas que lo rodeaban habían crecido las malas hierbas. La pérgola de ladrillo se encontraba desnuda, desaparecida la madreselva que la cubriera en otros tiempos.
—He encalao la fachada para que la señora no tenga que leer lo que habían pintao... Lo usual —afirmó Manolo, mientras bajaba del pescante de un salto y ayudaba a Teresa a descender—. Con lo de dentro se ha hecho lo que se ha podido. La María ha estao viniendo varias tardes hasta dejarlo apañao... Si quie’ entrar...
—Gracias, Manolo, gracias. A María dile que se pase por aquí cuando pueda, que le he traído de Madrid unas cosas y las niñas están deseando verla...
«Dios mío —se dijo a sí misma—, tengo que dejar de pensar en Manolo como Manolo el Tractorista. ¡Si ahora no tenemos ni tractor!»
—¡Niñas...! —Se volvió hacia la tartana.
Las niñas. Teté, alta para sus once años y siempre tan ágil, ya había descendido por el otro lado del carro y perseguía a un gato dorado por los escalones de piedra que llevaban a la era, a punto de perder la capota blanca de piqué, a juego con el vestido de mangas de farol, ambos igual de blancos que los zapatos y los calcetines de ganchillo. Isabel, redonda de formas, un año menor y con muchos menos gramos de osadía que su hermana, el mismo atuendo, los tirabuzones empapados de sudor asomándole bajo el sombrerito, dudaba si bajar o no. Su tía Concha surgió entonces con toda su inmensidad del asiento trasero y la tomó en sus brazos.
—Ay, pobrecita mía, ven aquí, cordera, tú no hagas caso de nada que oigas ni nada que veas, que Dios va a castigar a los que mataron a tu papá y todo esto es nuestro otra vez porque María Santísima así lo ha querido, porque vosotras sois unas niñas buenas, que os merecéis lo mejor...
Teresa entró en la casa mientras escuchaba de lejos la letanía de su cuñada, sin ganas ni fuerzas de pedirle una vez más que cejara en su intento de convertir a las niñas, sobre todo a Isabel, en unas pacatas. Había demasiado que ver y demasiado que hacer. El viejo portón cedió a la primera, sin necesidad de meter por su cerradura ninguna llave. El zaguán seguía siendo el mismo, con el alto zócalo de azulejos de Talavera con dibujos de pájaros en azules y verdes, el gran perchero sin nada colgando de él, los sillones de mimbre alineados junto a la pared, la escalera con pasamanos de hierro, el enorme farol de gas suspendido del techo. Sólo echó de menos el cuadro del Perpetuo Socorro que recordaba colgado toda la vida sobre el largo banco de madera, al que, se fijó detenidamente, le faltaba una pata, aunque se mantenía de pie.
—Bueno —se dijo—, no parece que una guerra haya pasado por aquí.
Tomó el pasillo del fondo y fue derecha a la cocina. Estaba limpia y le pareció vacía, sin rastro de las cestas con panes y hortalizas que cubrían en otros tiempos la gran mesa central sobre la que Manolo ya estaba disponiendo lo que traía en el zurrón: una hogaza de pan blanco, medio queso, un puñado de huevos, un montón de tomates y unas pocas peras.
—Que me he tomao la libertad de hacer un huerto al lado del arroyo para que estuviera listo para cuando usted viniera. Pero fruta en los árboles hay entoavía poca y las peras andan verdes —explicó Manolo mientras Teresa iba ya camino del comedor. Al entrar, sorprendió a un ratón corriendo hacia la gran chimenea, dentro de la cual cabía una persona de pie, pero eso le pareció lo de menos. Por lo demás, seguía tal cual la mesa de caoba casi negra, sus doce sillas, que contó de una en una, y el aparador. Éste, vacío. Ni rastro, fue comprobando mientras abría los cajones, de la vajilla de porcelana, heredada de su madre, que tío Federico trajo en barco de Inglaterra y que a él le daba pie para contar, frente a una copa de coñac, sentado ahí mismo, cómo había estado a punto de naufragar al poco de zarpar de Southampton tras un bombardeo alemán durante la Primera Guerra Mundial.
—Para acordarme de guerras estoy yo hoy —murmuró Teresa en voz alta.
Dejó de hacer inventario de lo desaparecido, estaba claro que en aquel aparador ya no encontrarían nunca más cobijo la cubertería y los candelabros de plata, la cristalería regalo de bodas y hasta la vajilla portuguesa de diario. Algo que, por otra parte, a esas alturas de un 20 de julio de 1940, a ella no le parecía que fuera, ni mucho menos, lo más importante que hubiera desaparecido de su vida en los últimos cuatro años.
Eso hacía, cuatro años exactamente, desde que lo último que había hecho en esa casa fuera esto que repetía ahora mismo, después de tanto terror, tantas muertes: sentarse a la mesa, en su silla de costumbre, de espaldas a la ventana, de cara a la chimenea. Callada. Sin saber qué hacer. Ahora, por primera vez sola.
Entonces, hacía cuatro años, estaba Jacinto, sentado frente a ella, comiendo en silencio los dos. Revuelto de pisto, chuletas de cordero y patatas fritas. Pan blanco. Agua fresca. Podía recordar el mantel, bordado con margaritas, los platos con bordes amarillos, las copas grandes de cristal azul. Hacía el mismo calor seco, sofocante, y algunas de las avispas que tenían la manía de instalarse cada verano dentro de la persiana del comedor andaban revoloteando por encima de la mesa, dando vueltas alrededor de la lámpara de velas. La cara de su marido, aparentemente tan serena como siempre, con aquellos ojos inquietos que se levantaban a cada minuto para mirar por la ventana, detrás de ella. Y, sobre todo, cómo lo iba a olvidar, el momento en el que Manolo irrumpió como un trueno, sin ni preguntar «¿se puede?», la voz descompuesta.
—Que vienen, que sí que vienen a por el señor, que han salido de Villanueva en varios carros. Que tien armas. Que yo mismo les he visto. Que...
Entonces estaba Jacinto. Y Teresa sólo había tenido que cumplir con lo que él había previsto para cuando llegara lo que había llamado varias veces «el momento». (O ¿«el momento» era lo otro, cuando ocurriera el alzamiento? «En qué disquisiciones se entra cuando se tiene tiempo», pensó Teresa.) Unos planes hechos sin contar con ella que el marido iba cambiando conforme leía los periódicos atrasados que llegaban a sus manos o escuchaba las noticias que Manolo había oído en su pueblo, El Pozo, la noche anterior. En ellos su mujer sólo tenía un papel secundario e invariable. Que fue el que representó mientras su antiguo tractorista voceó desde el quicio de la puerta «vamos, vamos, vamos...»: subir al dormitorio de las niñas, despertarlas de la siesta, colocarse a cada una de ellas entre un brazo y una cadera, como si se tratara de cántaros, no hacer ni caso de los lloros y los pataleos, y mira que chillaron y dieron patadas, bajar así las escaleras sin prisa para no resbalar y porque su corazón, pum-pum, pum-pum, apenas sí le permitía echar un pie y luego otro y acomodar a las pequeñas en lo alto del carro que para entonces Jacinto tenía colocado junto al gran sauce.
—Vamos, vamos, vamos... —siguió vociferando Manolo el Tractorista mientras llevaba las riendas y el carro enfilaba por el camino hacia la carretera, unos pocos metros que se le hicieron eternos.
Uno, dos, tres, cuatro, los viejos álamos dando la sombra que apenas necesitaban, luego el paso por el portón de la finca, que se quedó abierto. Viajaban casi enterrados entre montañas de heno. Teresa se ocupaba de que las niñas tuvieran espacio para respirar. Iba apartando las pajas de sus cabecitas, mientras ellas lloraban cada vez con más ahínco. Hacía cada vez más calor. En aquellos momentos de angustia, la breve marcha hasta El Pozo le había parecido horas. Jacinto, que de poco en poco también sacaba la cabeza para mirar hacia atrás, gritó de pronto:
—¡¡Callaos todos!!...
Teresa se sobresaltó y tuvo que abandonar de golpe sus recuerdos porque en ese instante oyó un grito aún más fuerte que provenía del otro lado del zaguán. Salió corriendo del comedor y entró en la salita. Concha estaba arrodillada en medio de la habitación, Isabel agarrada fuertemente de una mano, a su lado en la misma postura, Teté intentando desasirse de la otra. Frente a ellas tres, la cortina que comunicaba la habitación con la capilla permanecía parcialmente descorrida. Una rápida ojeada convenció a Teresa de que tenía que volver a cerrarla cuanto antes. Mientras lo hacía, tuvo tiempo de observar por unos segundos el pene pintado sobre los ropajes de la talla de san Isidro Labrador y el sagrario sin puerta lleno de cosas oscuras.
—¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio! —bramaba Concha.
—Le tenía que haber advertido que la María ahí no se atrevió a entrar... —se intentaba excusar Manolo.
Las niñas lloraban. «¿Será posible que estas niñas nunca vayan a dejar de llorar?», se dijo Teresa. Concha empezó a rezar el Trisagio dándose golpes en el pecho, «santo, santo, santo...». Manolo intentaba explicar de nuevo que la María no había tenido el valor de adecentar la capilla. Aunque siempre había sido buena moza, Teresa decidió subirse a una silla para lo que quería hacer, que fue chillar más fuerte que todos ellos:
—¡¡Callaos todos!!
Funcionó. Como Jacinto cuatro años antes, consiguió que se callaran todos.
—A la cocina a comer. Mañana llamamos al cura, que venga y consagre la capilla. Y tú, Concha, reza lo que quieras, pero sin asustar a las niñas.
Aprovechó que se había quedado sola en el salón para hacer un repaso de su estado. Los dos tresillos de madera situados uno frente al otro necesitaban fundas nuevas. El sofá que siempre había estado colocado delante de la chimenea del fondo también; aunque su tapicería no parecía rota, ¿quién se iba a sentar donde lo hubieran hecho aquellos quienes fueran que ocuparon aquella casa durante casi tres años? Pilas y pilas de libros se amontonaban a los dos lados de la puerta; enseguida reconoció las enciclopedias médicas de Jacinto y varias de sus novelas favoritas. A su lado, las librerías permanecían vacías. A Teresa le habían contado que la casa había estado habitada por quienes ocuparon la finca. Supuso que dedicaron las estanterías para guardar otras cosas. Pero al menos no habían utilizado los libros para encender la chimenea, que tenía impolutos los azulejos idénticos a los del zaguán que adornaban su contorno.
Salió de la estancia sin volver a acercarse a las cortinas de pesado terciopelo marrón que la separaban de la capilla, las que se abrían los domingos de verano en los que el cura de Villanueva venía a decir misa y todos, familia delante, trabajadores detrás, ocupaban la sala para escucharla. A Teresa le recorrió el cuerpo un escalofrío al recordar a sus padres en los reclinatorios de primera fila; a ella misma, su hermano y sus primos sentados en segundo término, en el banco largo que traían del zaguán. Ahí había hecho la primera comunión, en ese mismo sitio se había casado con Jacinto.
—Demasiados recuerdos para una sola mañana —se dijo mientras tomaba otra vez el camino de la cocina.
Almorzaron los huevos pasados por agua porque no tenían ni aceite para echarlos a freír, el queso con el pan y las peras, las cuatro sentadas en taburetes alrededor de la mesa de la cocina. Las niñas calladas, muy asustadas las dos, Concha refunfuñando en voz baja cada vez que se levantaba a dejar un plato en la pila («Gana tú una guerra para acabar comiendo en la cocina; para ver y no creer...») y Teresa, como de costumbre, haciendo como que no la escuchaba. Hacían falta muchas manos, y las de su cuñada eran fuertes, para la tarea que les aguardaba aquella tarde: abrir las cajas con los enseres llegados de Madrid, airear los colchones de lana de borraja encargados de antemano y colocarlos en las camas, limpiar los baños con aguafuerte («por si acaso»), colgar sus ropas en los armarios y volver a comer sobre la mesa de la cocina, ahora una cena de rodajas de tomate con más pan y el resto del queso.
—Es una cena frugal si la comparamos con aquellas de sopas de almendras, croquetas de jamón, tortillas camperas y leche frita que tantas noches tomamos tú y yo en esta casa antes de que... —recordó Teresa con nostalgia.
—Entonces cenábamos en el comedor —interrumpió Concha.
—Pero ¿a que hace poco más de un año nos hubiera parecido manjar de dioses este pan, este queso, estos tomates...?
Tendría que dedicar un poco de su escaso tiempo a hablar en serio con su cuñada, empeñada en buscar el lado negativo de cada episodio de sus nuevas vidas. Las dos habían pasado por momentos terribles. No tenían que olvidarlos. Pero cada vez que la veía así, tenía que reprimirse las ganas de agarrarle por los hombros y gritarle: «¡Estamos vivas! ¿No te parece bastante?».
Cuando terminaron de cenar, aún con luz del día, tomó a las dos niñas de la mano y les propuso dar un paseo. Las había visto seguirla toda la jornada, de habitación en habitación, mientras aireaba colchones y fregaba baños, con aquellas caritas de susto y pena que le partían el alma. Sin duda recordaban los veranos felices pasados junto a su padre, interrumpidos por aquella precipitada huida para salvar sus vidas; los armarios antes llenos de juguetes y ahora vacíos; las risas de pequeños y mayores en el gran caserón que habían encontrado casi destrozado.
—Vamos a coger peras —les propuso.
Echaron una carrera hasta el primer peral que encontraron en el camino que llevaba al río y las dejó que treparan, se pusieran perdidos sus trajes de piqué, varearan las ramas con los bastones que había llevado y tiraran los frutos hasta el suelo, de donde luego los recogieron las tres. Las peras estaban verdes, habría que dejarlas al sol antes de hacer compota con ellas, pero Teté e Isabel se lo habían pasado de lo lindo.
Regresaron cansadas, acarreando la fruta entre los pliegues de sus faldas, mientras volvían a cantar a trío como en los viejos tiempos, listas para lavarse e ir derechas a la cama.
—Papá también me llevaba a coger peras. Y me trajo un pato para que se bañara conmigo en el estanque —contó Teté mientras Teresa la arropaba.
—Papá tampoco va a venir aquí, ¿verdad? —preguntó Isabel.
—No, tonta —le reprochó su hermana—. Papá está en el cielo. Y se pone muy contento de ver que jugamos con mamá. Mamá, ¿tú me vas a comprar un pato?
Teresa dijo que sí y se propuso buscar un pato cuanto antes para celebrar que alguien de la familia había salido, al fin, a ella.
Al caer la noche aún tuvo otro trabajo que hacer, convencer a Manolo de que se volviera a Villanueva; él no quería dejar que durmieran solas en aquella casa tan grande y tan alejada del pueblo. Teresa le aseguró que la mejor manera de ayudarlas era volver a primera hora de la mañana siguiente con los avíos que le había encomendado en una larga lista. Y, como tantas otras veces antes y después, acabó por convencerle. Concha le despidió con una docena de advertencias de que no fuera a regresar sin el cura, bajo castigo de pecado mortal para todos. Al salir, Manolo se aseguró de que las mujeres quedaran encerradas con las llaves y las trancas echadas en la puerta principal y en la de la cocina.
—Prométame que no se le va a ocurrir abrir la puerta y salir a ver qué noche hace, que usted es muy suya... —advirtió el antiguo tractorista, ya subiéndose al jumento.
—Ay, Manolo, tú siempre con tus cosas... —fue la respuesta del otro lado de la puerta.
Se acostaron, cada mujer con una niña en una cama, las cuatro en la habitación principal, la de la bóveda en el techo, el gran armario con puertas de espejo, el suelo de madera y el tocador francés. No sin sobresaltos. Primero, porque Concha se empeñó en alumbrar con el quinqué por debajo de las camas para asegurarse de que allí no había persona ni animal alguno y lo que hizo fue prender fuego en una colcha, que tuvieron que llevar en llamas hasta la bañera, Isabel dando gritos de miedo y Teté de excitación. Luego, cuando se hizo el silencio en la habitación, porque lo que se oía nítidamente eran las carreras de roedores bajo la tarima del dormitorio.
—Eso que se escucha, ¿son...? —interrogó Concha.
—Los pasos de nuestros ángeles de la guarda, que van a pasar la noche acompañándonos para que no nos suceda nada malo —replicó rápida Teresa.
Cuando las niñas se hubieron dormido y su cuñada roncaba como tenía acostumbrado, la dueña de la casa se levantó muy despacio, salió hasta el pasillo antes de prender de nuevo el quinqué, bajó las escaleras, desatrancó la puerta principal, abrió su llave y dio unos pasos, hasta sentirse protegida por la sarga.
Era una noche caliente. De estrellas sin luna. De ruidos. Sonaban los grillos. Y el «uh, uh» de los búhos. Y el revoloteo de las luciérnagas que daban vueltas alrededor del quinqué hasta acabar estrelladas y chamuscadas contra sus cristales. A la derecha se divisaba el arce y las moreras y sobre ellos el cerro del palomar. A la izquierda, los cuatro grandes álamos y la cancela de la entrada. Al frente, las tierras en barbecho. Al fondo, las sombras del conjunto de los árboles de la chopera.
Teresa permaneció allí, parada, un largo rato. Descalza. Con el camisón de algodón blanco meciéndose con la brisa. Trató de no pensar en nada. Sólo de sentir el calor, oler el aroma del tomillo, escuchar los sonidos que tanto había echado de menos.
—Nadie me volverá a sacar de aquí en mi vida —se prometió en voz alta.
Volvió a la casa, cruzó la puerta, cerró la llave, puso la tranca, subió por las escaleras y, alumbrándose con el candil, abrió uno de los baúles que había traído con ella. Bajo las sábanas de hilo, las mantelerías bordadas, los chales de lana, palpó un estuche. Lo abrió. De entre su forro de raso sacó el viejo Colt. Luego tres balas, que colocó en la recámara muy cuidadosamente, tal y como le había enseñado, una y otra vez, hasta que lo hizo bien, Jacinto, siempre pensando en lo peor, en cuando llegara «el momento». Le quitó el seguro, apagó el quinqué, entró a oscuras en el dormitorio, se metió en la cama y colocó el revólver bajo la almohada.
Enseguida se quedó dormida.
II
A la mañana siguiente comenzaron a llegar los hombres. Y, con ellos, el trabajo para las mujeres. Primero Manolo, que lo hizo en su burro, sus alforjas llenas de casi todo lo que Teresa le había pedido la noche anterior, y que descargó encima del mismo poyete que rodeaba, a modo de asiento circular, al gran sauce, para que las mujeres admiraran el saco de harina de almorta, el pan oscuro pero tierno, la leche recién ordeñada, los garbanzos de la última cosecha, una botella de vino, un puñado de almendras y dos tiras de bacalao. Y luego, dos gallinas viejas aún vivas, que salieron corriendo perseguidas, cómo no, por Teté.
—Éstas de parte de mi señá madre. Pa’ que se pueda celebrar la llegada con gallina en pepitoria pa’ almorzar.
—Por lo menos mátalas —decretó Teresa a punto de rechazar el espléndido regalo con tal de ahorrarse el desplume, el despiece y las horas necesarias para transformar las dos aves, que seguían alejándose a toda velocidad, en lo que siempre había sido el guiso favorito de su familia—. A tu madre, dale muchas gracias de mi parte —rectificó. No quería parecer descortés. En aquellos tiempos dos gallinas constituían un espléndido regalo, aunque fueran tan viejas como aquéllas. Teté les había dado alcance antes de que llegaran al primero de los álamos del camino.
Ella misma tuvo que desplumarlas ante un gran barreño que colocó a resguardo del calor en el porche del patio de la cocina porque, aunque su cuñada se había presentado voluntaria a regañadientes para la tarea, en cuanto llegó el segundo hombre, don Agustín, el cura, Concha se dedicó en cuerpo y sobre todo en alma a la cuestión de consagrar la capilla y librarla de cualquier sacrilegio cometido en ella.
Teresa dejó de desplumar unos momentos sólo por ver el espectáculo que ofrecían su cuñada y el sacerdote. Ella le precedía, dando vueltas alrededor de la capilla con el cuenco de agua bendita, en el que él introducía el hisopo de vez en cuando, para lo que tenía que empinarse una y otra vez. Don Agustín, un hombre delgado, pequeño, de tez y ojos muy oscuros y formas enérgicas, parecía un pequeño nomo al lado de la enorme y redonda mujer que rubricaba con un sonoro «amén» cada una de sus preces dichas en latín, mientras derramaba lágrimas y mantenía entre sus pechos el recipiente con el agua.
Cuando acabaron el exorcismo de la capilla, Teresa dejó de seguirles al comprobar que la extraña pareja tenía la intención de continuar practicando sus ritos por la sala, el zaguán, el comedor y, si nada se lo impedía, por todas y cada una de las habitaciones de la casa. Él, con sus latinajos, ella murmurando cosas como «a saber los pecados cometidos en esta alcoba».
Se interrumpieron porque sonó el claxon.
Era el único claxon que todos los de la casa reconocerían como casi propio en cualquier lugar del mundo, aunque llevaran unos pocos años sin escuchar su sonido. Así que Teresa dejó las gallinas desnudas en la mesa de la cocina, se lavó las manos y se atusó el pelo; Manolo echó a correr desde la huerta seguido de las dos niñas, a las que se había llevado a recoger pimientos; la pareja bendita abandonó sus exorcismos y todos coincidieron en pocos segundos en la puerta de la casa frente a Felipe y su Studebaker.
Ni al uno ni al otro parecía que les hubieran pasado por encima cuatro años de catástrofe. El Studebaker seguía tan negro y brillante, con sus faros redondos asomando a los dos lados del capó como si fueran ojos y su estrecho radiador metálico al frente a modo de nariz. El Felipe que descendía de él, tan alto y tan vestido de blanco, hasta con chaleco pese al calor que ya caía a plomo en la explanada, se mantenía tan lustroso como su automóvil inglés. La tez morena, el bigote pardo, el sombrero igualmente blanco, que ya se quitaba para saludar...
—A la buena de Dios. Me alegro de verles a todos ustedes sanos y salvos —proclamó como si no hiciera más que dos días de su última visita.
Las niñas se dejaban besar mientras miraban de reojo el paquete de caramelos que él llevaba en la mano y que enseguida les entregó. La alegría de las crías aumentó considerablemente, hasta dieron grititos, cuando él sacó del asiento trasero del automóvil una cesta en la que dormía plácidamente un perrito negro con una mancha blanca en la frente que simplemente abrió los ojos cuando las dos se abalanzaron sobre él.
Antes de marcharse corriendo con el perro en brazos, Teté preguntó por Felipe hijo, Flip le llamaban, su amigo de la infancia.
—Está en el Puerto de Santa María, pasando el verano. Os manda besos.
—¿Alfonsito también está bien? —inquirió Isabel, siempre dispuesta a preocuparse por cualquier niño pequeño que habitara a su alrededor, en este caso el hermano pequeño de Flip.
Felipe hizo como que no la escuchaba. Dejó que la niña se marchara sin respuesta tras su hermana y el perrito. A Teresa le besó la mano con solemnidad, como un caballero a una dama en medio de la corte, y no como un superviviente a otra bajo el sol de justicia de un mes de julio en medio de una finca convertida en un páramo sin cultivar. Y a los demás les saludó con cierta distancia, incluido a don Agustín, pese a que ambos se veían con frecuencia.
—Manolo, lleva a la cocina los paquetes que he traído para la señora. Están en el maletero —mandó Felipe mientras echaba a andar, con toda la compañía detrás, hacia el resguardo del calor que ofrecía la puerta abierta de la casa. Manolo se quedó mirando el automóvil, sin atreverse a tocarlo. Los demás le siguieron y tomaron asiento en uno de los tresillos, tan elegante pero siempre incómodo, del salón, donde el recién llegado les puso al corriente de lo que las mujeres de la casa estaban deseando escuchar.
Había recuperado su finca La Estacada, al otro lado de la carretera a Villanueva, inmediatamente tras La Victoria, y la primavera había sido rica en lluvias, de modo que este verano ya disponía de una buena cosecha de trigo que le había dado lo suficiente para comprar cien ovejas y arreglar el gallinero en el que pronto esperaba disponer de varias ponedoras y algunos pollos de corral, además de aumentar su par de mulas a por lo menos cuatro.
Gloria, su mujer, andaba regular de salud, reconoció. Apenas se había logrado reponer de la muerte en la guerra de Alfonsito, tan pequeño («por qué dice muerte en vez de asesinato», se preguntó Teresa para sus adentros), y ahora pocas veces se levantaba de la cama. Pero la veía últimamente mejor, con ganas. Seguía siendo una mujer guapa y atractiva a quien no le faltaba el cariño de todos aquellos que la rodeaban.
—Por lo demás, las cosas están como imagináis, más bien mal pero en proceso de recuperación, lo que me parece que puede estar a la vuelta de la esquina. Porque este país se levanta de sus cenizas y yo creo que pronto...
—Me alegra mucho que el mejor amigo de mi difunto esposo siga siendo un optimista —le interrumpió bruscamente, elevando el tono de voz, enérgica, la señora de la casa, dispuesta a dar por terminada la alegre perorata que se le hacía tan falsa como los partes oficiales que transmitía la radio a la hora de comer y a la de cenar.
Concha recordó que tenía que guisar los pollos y salió pitando hacia la cocina, don Agustín traspasó las cortinas hacia la capilla y las niñas desaparecieron seguidas del perrito. Llevaban una vida recordando lo que decía Jacinto de su mujer: «No os preocupéis, que Teresa es como el sifón, parece que va a estallar, pero enseguida se le acaba el gas», y sabían de sobra que cuando ella se ponía brava, lo único que todos tenían que hacer era quitarse de en medio.
—Estaban las niñas delante. Y a ti te quería animar —se disculpó Felipe cuando se quedaron solos.
Teresa le observó. Era de las poquísimas cosas o personas por las que los últimos años no habían pasado por encima sin atropellarlas y dejarlas maltrechas. Era el mismo Felipe a partes iguales fanfarrón y campechano, amigo y seductor, directo y rebuscado con el que estuvo en un tris de casarse no hace tanto tiempo atrás.
—¿De verdad te va tan bien, tan pronto? —inquirió ella.
—Sí, pero es difícil. No te animo a que lo intentes tú.
—¿Por qué no puedo sacar adelante esta finca si a ti te va de perlas con La Estacada?
—No has cambiado. ¿Te puedo hablar con la franqueza de antes?
Teresa asintió.
—No sé qué haces aquí sola, atrincherada en esta casa donde te puede pasar cualquier cosa. Antes de empeñarte en volver a levantar la finca, ¿por qué no piensas en las niñas, en tu futuro, en lo que Jacinto querría para vosotras?
Felipe sonaba amable. Interpretó el silencio de ella como una invitación para continuar su argumento. Así lo hizo.
—Teresa. Eres una mujer admirable. Valiente. Pero no tienes necesidad de pasar por esto. Tu finca es grande, más que la nuestra. Sacarla adelante requerirá mucho esfuerzo. Puedes arrendar las tierras; vivir de las rentas cómodamente en Madrid. Piénsatelo bien...
La miró. Teresa supo que la estaba examinando. ¿La encontraría muy cambiada? Ella se veía igual, con la misma melena rizada, aquellos ojos negros que años antes ya le había dicho Felipe que parecían dos faroles, un ligero vestido camisero de hilo y las largas piernas morenas que terminaban en alpargatas de cáñamo de las que no se desprendía en la finca. «Que piense lo que quiera», concluyó. Le daba lo mismo.
Permaneció un buen rato absorta en sus pensamientos. Para disuadirla de dedicarse a las duras tareas agrícolas, Felipe había utilizado las mismas palabras que su hermano cuando a lo largo del último año acudía de vez en cuando a merendar con ella en su piso de la calle de Alcalá para convencerla de que se abstuviera de lo que acababa de hacer: vender las tierras de Ciudad Real de su herencia, mandar recado a Manolo, meter lo necesario en los baúles, colocar sábanas sobre los sofás, cerrar las contraventanas del piso, tomar el tren y presentarse en lo que había sido su verdadero hogar antes de que pasara todo lo demás.
Su hermano la había llamado cursi cuando ella le contó la verdad, que no quería pasar el resto de su vida calculando si llegaba el otoño o la primavera al ver caer o nacer las hojas de los árboles del Retiro desde el balcón de su gabinete. Y tampoco quiso escuchar el argumento de que tenía ganas de demostrarse a sí misma que podía levantar de la nada una finca que, ya sabía, estaba baldía, pero que pensaba convertir en un próspero medio de vida para sacar adelante a sus hijas. Ni siquiera le mencionó, aunque también lo pensaba, que no le gustaba aquel Madrid de consignas, desfiles y cartillas de racionamiento, aunque ahora fueran los nacionales quienes dictaran las órdenes y repartieran los cupones. Así que ahora no repitió ninguno de aquellos razonamientos.
—También sabes que soy muy terca. Quiero que la finca vuelva a ser lo que fue. Y lo voy a conseguir. Me costará, pero no puedo pasarlo peor de lo que lo he pasado ya —proclamó antes de añadir, conciliadora—: Felipe, te agradecería tanto que me ayudaras, sobre todo con tus consejos en estos momentos... Necesito comprar mulas y arados, simientes...
Había conseguido adularle sin darle la razón. Ninguno de los dos tenía fuerzas para discutir y hacía demasiado calor. Permanecieron callados bastante rato. Después iniciaron una conversación en voz baja y con medias palabras.
—¿Pepe y Adelina?
—Ella sigue viviendo en Madrid. Él no... ¿El alcalde de Villanueva?
—Salió una tarde a pasear a caballo. Volvió el caballo solo.
—¿Antonio el de la tienda?
—El pobre se vio obligado a alistarse en el ejército republicano. Estamos en sacarle de la cárcel para que vuelva a casa. ¿El marido de Concha?
Negación con la cabeza, sin palabras.
—¿Los otros primos?
Más movimiento lateral de la cabeza.
—Vaya por Dios.
—¿Tu hermano Alberto?
—Estuvo refugiado en la embajada de Chile. Le acaban de nombrar cónsul en Buenos Aires. ¿César, tu encargado?
—En la batalla de Teruel. ¿Félix, el tuyo?
—En la de Brunete.
Cuando se les acabó el lacónico repaso a la suerte vivida por sus mutuos parientes y conocidos, Felipe se puso en pie, anunció «me voy» y propuso:
—Ven a casa cuando quieras. A Gloria le animará verte. Haz una lista de todo lo que necesites y me la das. Claro que te ayudaré en todo lo que pueda.
Le besó la mano, ahora con más cariño que ceremonia, y, ya de pie, volvió al ataque.
—Teresa, no quiero ser descortés si te recuerdo que... en fin, ¿tienes treinta y cinco años, verdad?
—No eres descortés. —Le sonrió.
—No quiero ser entrometido. Pero creo que no tienes que enterrarte aquí en vida.
—Esto es lo que quiero hacer. Me enterraría si no tratara de conseguirlo.
—Llevas razón. Eres terca. Pero me alegra comprobar que sigues siendo la misma —le escuchó decir desde el recibidor.
Permaneció sentada un rato más observando la chimenea, sintiendo más que pensando, escuchando el traqueteo del Studebaker por el camino hasta que irrumpieron en la habitación a la vez Concha, anunciando que estaba servida la comida, y don Agustín alertando de que tenían otra visita: la pareja de la Guardia Civil.
—Me llevo la gallina a la cocina corriendo, no se la vayan a comer éstos... —reaccionó con rapidez la cuñada.
—Deja la gallina donde está, saca la botella de vino y pon otros dos platos a la mesa —le corrigió Teresa—. Son ustedes bienvenidos. Pasen, pasen. Precisamente nos disponíamos a almorzar. ¿Nos hacen el favor de acompañarnos? —habló amablemente a los últimos hombres en llegar a la casa mientras les abría la puerta para que entraran al zaguán y de allí al comedor.
Concha refunfuñaba, para variar. Ciertamente, los guardias, que bajaban andando de ronda desde Villanueva, con sus uniformes oliendo a sudor, el pelo chorreando al quedar al descubierto de los tricornios, no parecían unos comensales muy refinados para compartir la gallina en pepitoria y la ensalada de pepino y tomate que reposaban sobre la mesa del comedor. Teresa les acompañó hasta el baño con la sugerencia de que «quizá querrían ustedes lavarse las manos» y luego todos los presentes, incluido don Agustín, que no estaba por regresar al pueblo vistas y olidas las fuentes apetitosas, dieron buena cuenta del guiso.
Entre los guardias y el cura rebañaron con pan hasta la última gota de la salsa y terminaron con la botella de vino. Apenas si hablaron, no se supo si porque no sabían qué decir o no querían perderse bocado.
—¡Se lo han comido todo! —protestó Concha mientras las dos mujeres recogían la cocina—. ¡Y tú les has tratado como si fueran por lo menos comandantes de Infantería! —estaba indignada, sobre todo al ver que su cuñada les había despedido con la invitación de que volvieran por la casa siempre que pasaran cerca, «especialmente a la hora del almuerzo o la merienda».
—No cocinarás más. Mañana le pido a María que se venga para aquí y se haga cargo de todo esto. Pero los guardias civiles pueden comerse todo lo que tengamos en la despensa. Y servido en el comedor con servilleta de hilo.
«Se merece que le cuente que duerme con un revólver cargado en la cama de al lado», pensó Teresa, enfadada. Ni siquiera había podido preguntar a los guardias, por no alarmar a Concha y a las niñas, si había algo de cierto en la historia que le había contado Manolo de que rondaban unos maquis por los cerros de Las Peñas, lo que ella sospechaba era una treta para que echara las llaves y las trancas todas las noches. De ser verdad, se lo habría advertido Felipe.
Felipe.
—Que Felipe ha traído todo esto, mira qué bien —estaba diciendo Concha señalando la puerta de la alacena abierta de par en par.
Un saco de azúcar. Otro de harina blanca. Un montón de sardinas en lata. Tres tarros de café. Dos cajas de galletas. Una caja grande con pastillas de jabón. Una pila de tarros de compota, una botella de coñac, otra de anís...
—Manolo —gritó Teresa.
Llegó corriendo desde el porche con el pelo alborotado, debía de estar durmiendo la siesta buscando algo de fresco.
—¿De dónde saca estas cosas don Felipe?
—Señora, yo...
—¿De dónde saca azúcar y café y gasolina para el automóvil, si está todo racionado, y en esas cantidades?
—Doña Teresa, es que yo...
—¿Cómo ha estirado lo que da una cosecha de trigo, una, para comprar cien ovejas y cuatro pares de mulas?
—Don Jacinto decía...
—Don Jacinto ya no está. Y tú tienes que comprender que yo soy el ama ahora. Cuenta.
—El almacén del estraperlo.
Teresa se sentó en una silla y apoyó los codos sobre la mesa de la cocina. Concha la imitó. A la entrada de La Estacada, un poco subiendo el cerro para la derecha, tapado desde la carretera, don Felipe había hecho levantar una nave. Y en el pueblo se decía que en ese almacén se acumulaban artículos de estraperlo que llegaban en camiones por la noche. Azúcar, aceite, conservas, licores..., hasta jamones. Y bien temprano, antes del amanecer del día siguiente, los camiones salían otra vez cargados. Para Madrid.
—Y ya no digo más, no porque no quiera, de verdad, doña Teresa, sino porque he visto la nave desde fuera, pero no desde dentro, así que no conozco ningún detalle que le pueda comunicar a usted a ciencia cierta, sólo lo que se va diciendo por ahí.
Manolo se quedó parado, como asustado de haberse escuchado a sí mismo. Concha, siempre puesta en lo peor, sobre todo tratándose de una decisión a tomar por su cuñada, preguntó temerosamente:
—¿Qué hacemos con todo esto?
Teresa abrió con las manos por una esquina el saco de azúcar, comprobó que era blanco, metió un dedo mojado, lo sacó y se lo chupó. Sonrió mirando a su cuñada. Le iba a dar una alegría.
—Comérnoslo. De momento vamos a hacer unas rosquillas.
«Caramba con Felipe. Así que un sinvergüenza», se iba diciendo para sí misma mientras sentía el placer de ir amasando con sus manos la harina blanca con el aceite y el anís y los huevos y el azúcar, productos tanto tiempo añorados. Siempre había sido golosa, aunque no por ello había pesado jamás ni un kilo de más. Desde pequeña le habían gustado las pastas que hacía su madre, el bizcocho casero, las natillas, la leche frita. Y le seguían gustando. Cuando lo había, claro. Se le estaba haciendo la boca agua de sentir entre los dedos lo que se iba a convertir en su primera rosquilla en cuatro años. Felipe estaba perdonado. Por hoy al menos.
—Demasiadas emociones por un día. Y demasiados hombres. Ni siquiera he podido entrar en los corrales, ni dar una vuelta por el campo, pero mañana será —se dijo, al fin, cuando llevaba a las niñas a la cama.
—Muchas gracias, mamá. El perrito que nos has encargado nos gusta más que el pato —le confió Teté. Isabel asintió. Otro motivo más para perdonar al vecino de La Estacada.
Ya a punto de anochecer, con las niñas acostadas, Concha también en la cama presa de un agotamiento total, salió a despedir a Manolo para cumplir con el requisito de atrancar la puerta al paso de él. Pero no hubo ocasión de hacerlo todavía. Por el camino llegaban andando en dirección a la casa dos sombras, una grande, otra pequeña, ésta agarrada de la mano de la mayor. Una mujer y un niño, pudo observar cuando ya se encontraban muy cerca.
Manolo volvió a atar el burro y regresó a su lado. La mujer, con el pelo rubio y greñoso, la ropa sucia, los pies calzados con raídas albarcas, se acercó a Teresa, adelantó al pequeño hacia ella y pronunció todo de seguido lo que venía a decir:
—Soy la hija de Gregorio el herrero, no sé si me recordará. Usted me enseñó a leer, que para lo que me ha servío... Vengo a dejarla al niño porque no tengo pa’ darle de comer, lleva tres días sin probar bocado. Estoy sola y mal del pecho, asín que me tengo que ir con mi hermana, que está sirviendo en El Escorial. No le traigo na’ con él porque no tiene más ropa que la que lleva puesta. Él es tan suyo de ustedes como mío. Se lo puede quedar.
—¿Cómo se llama?
—Luis Jacinto.
—Luisito.
—Digo que se llama Luis Jacinto.
—Luisito.
—Usted lo llama como quiera, pero aquí se queda.
La mujer se dio la vuelta y echó de nuevo a andar por el camino.
Manolo miró a Teresa. Teresa al niño. Estaba sucio, pero no tan sucio como para que no le viera con la última luz del día que tenía el pelo rubio, la cara redonda con pecas, la nariz chata. Y que los ojos que se abrían, asustados, redondos, grandes, eran de ese color entre el azul y el verde. Ése.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó.
—Cinco.
—¿Cómo te llamas?
—Como usted diga.
—Luisito, vamos para dentro. Hasta mañana, Manolo, te puedes marchar.
—Cierre bien la puerta. Que yo la vea.
—Pero Manolo, por Dios, si ya no puede venir por aquí hoy nadie más.
Teresa atrancó la puerta y llevó al niño hasta la cocina. Le sentó en un taburete, en el que se quedó totalmente paralizado. Ella puso a calentar varios cacharros para lavarle en el barreño donde esa mañana había desplumado las gallinas. Mientras tanto, le dio de comer. Un vaso de leche templada en el que batió un huevo y tres rosquillas, que el pequeño se tomó, ansioso, haciendo ruido al masticar y al sorber.
Después le bañó, sin que el niño se atreviera a protestar, y eso que tuvo que restregarle del pelo a los pies con el estropajo de la cocina. Luego le envolvió en una toalla y le dejó otra vez en el taburete mientras lavaba su ropa. La tendió en el patio, volvió a por el chico, se lo cargó al hombro y lo subió al piso de arriba. Cuando le acostó sobre la cama del cuarto sin ventana contiguo al de ella, el pequeño ya estaba profundamente dormido. Allí le dejó, desnudo sobre la colcha.
Antes de acostarse, Teresa cumplió con el ritual de sacar el Colt del estuche, quitarle el seguro y colocarlo bajo la almohada. Pero, pese a lo cansada que estaba, no se pudo dormir hasta que mucho después, ya casi al alba, dejó de llorar.
III
Mientras lloraba en silencio a lo largo de la noche, apretando la cara contra la almohada para no despertar a la pequeña Isabel, que dormía plácidamente acurrucada a su lado, Teresa se preguntó varias veces si su pena era por rabia, cansancio, impotencia o soledad. O por todo ello a la vez. O por algo más. Nunca había derramado tantas lágrimas. Si por lo menos hubiera tenido alguien a quien abrazarse, o él hubiera estado allí delante aguantando su desahogo... Por mucho menos había estrellado en el pasado frente a Jacinto uno a uno los platos de su mejor vajilla. Esta vez le hubiera tirado a él a la cabeza el mueble del aparador entero.
Ni siquiera lloró años atrás cuando supo que a Jacinto le habían asesinado. Entonces tuvo al menos el consuelo de los fuertes brazos de Concha, que estuvo meciéndola largo rato mientras ella se esforzaba por seguir respirando, las dos abrazadas durante lo que parecieron horas en medio del pasillo de su casa de la calle de Alcalá. Fue aquella mañana soleada y fresca de principios del otoño, no habían pasado aún cuatro años, después de que como cada lunes recorriera la valla del Retiro hasta O’Donnell, con el paquete del bizcocho escondido bajo el chaquetón, dispuesta a comprobar una vez más que su marido seguía vivo, cuando descubrió que estaba muerto.
La sugerencia fue de don Luis el notario, el anciano vecino del piso de arriba que todas las tardes tenía la amabilidad de pasarse por el piso a dar ánimos, que otra cosa no tenía, a las dos mujeres enclaustradas allí con las dos niñas, a la espera de noticias de sus maridos encarcelados.
—Llévenles cosas de comer de vez en cuando. Se las dan al guarda de la puerta de la checa y vayan haciendo trato con él, a ver si así les suelta prenda. A mi hija no le falla el sistema, va cada jueves a Bellas Artes con un poco de aceite o algo de bizcocho y de esa forma sabemos que mi yerno sigue bien —les explicó.
Como todos los domingos, unos días más tarde apareció por la casa Manolo, vestido con mono azul y en la mano un cubo metálico cubierto con tierra bajo la que traía escondidas las pocas viandas que había podido sacar de su huerta en el pueblo o conseguido a saber por qué mañas entre sus vecinos: unas patatas, alguna col, un tarro con aceite, un cucurucho de papel con harina y, al fondo del todo, el bizcocho «hecho por mi María pa’ las niñas».
A partir de ese momento las niñas ya no volvieron a saborear ninguno de los dulces. Por algún tiempo. El paquete era dividido en dos y ambas mitades se envolvían separadamente cada lunes por la mañana. Primero Concha, luego Teresa, cada una de las mujeres se echaba a la calle a comprobar qué había sido de sus hombres la semana anterior. Don Luis había sido tan amable y Concha se tomaba las cosas tan al pie de la letra que realmente se había llegado a creer que su marido disfrutaba de los bizcochos de María; volvía a media mañana del lunes de la checa de Fomento casi contenta, soñando con lo bien que a Andrés le estaría sentando el desayuno.
Teresa no. Teresa sabía lo que le estaba ocurriendo a Jacinto. A ella misma la tuvieron presa más de un mes en la cárcel, después de que les detuvieran a los dos juntos los milicianos que fueron a buscarles aquella madrugada que nunca olvidaría. Magda, su compañera de celda, una mujer extraordinaria que le había salvado el honor y quizás la vida, le explicó que una checa no era una cárcel, sino una prisión que mantenían sindicatos y partidos políticos de izquierdas sin control del Gobierno en la que por lo general los presos eran torturados, para sacarles alguna información o por pura crueldad de sus carceleros. Y Elías, el médico compañero de Jacinto que arregló la puesta en libertad de Teresa, le había reconocido que lo de su marido no tenía arreglo; la checa a la que había ido a parar era una de las peores.
A Concha le había ocultado todos esos detalles. Era una mujer frágil. Se hubiera hundido. Y mientras existiera un rayo de esperanza, ¿por qué adelantar los acontecimientos? Los nacionales estaban avanzando hacia Madrid aquel mes de octubre. Quizás, pensaban entonces, llegarían a tiempo de evitar que fusilaran a Jacinto y a Andrés. Ella sabía, al contrario que su cuñada, que estaban asesinando cada madrugada a docenas de hombres en las tapias de los cementerios y en las cunetas de las carreteras de salida de Madrid. Sólo por eso, por ganar tiempo al tiempo, no deseaba que mataran cuanto antes a su marido. ¡A pesar de lo que debería estar sufriendo!
Pero los nacionales tardaron casi tres años en llegar a la calle O’Donnell y a Jacinto le fusilaron a mediados de octubre del 36. Teresa lo supo aquel lunes de principios de otoño en el que el portero de la checa, el mismo joven que otras veces le cogió el bizcocho, ni siquiera la miró a la cara. La rechazó con un movimiento del brazo mientras movía la cabeza de un lado para otro, indicándole que se marchara.
Teresa volvió cabizbaja a su hogar, como sonámbula. Cuando entró en el piso con el dulce en la mano, Concha emitió un grito y por una vez, y aunque el que había muerto era su hermano, la tomó en los brazos y la consoló. Ni aquel día ni nunca más hasta la noche en que Luisito llegó a la finca Teresa había vuelto a llorar tanto. Mientras su cuñada la apretaba, horrorizada de tanto terror, había llegado a dar gracias a Dios de que a Jacinto le hubieran pegado un tiro delante de cualquier tapia en lugar de pudrirse, día tras noche, en un agujero con ladrillos de punta en el suelo para que nunca se pudiera sentar, como le habían contado que era lo habitual en la checa donde ya no malvivía.
Había sido mejor, más digno, se dijo muchas veces, más propio para Jacinto, siempre sobrio, educado, modesto. Al fin, sin haber llegado a cumplir los cuarenta, muerto.
Toda su vida agradecería a Concha lo bien que cuidó de ella los días siguientes, cómo se ocupó de guisar las patatas con el hueso cada vez más chupado para que comieran algo las niñas y cómo la dejó en paz mientras ella pasó noches enteras viendo mecerse los árboles del parque, sin atender al escaso tráfico de bicicletas y camiones, a través de los cristales de su balcón. Pasando una y otra vez por su mente, como si fuera en la pantalla de esos cines en los que tanto disfrutaba, la película del hombre que tanto la amó y tanto la hizo sufrir.
Jacinto, recordaba entonces y recordaría siempre, apareció por la vida de Teresa como un actor secundario en el film del que ella era la gran estrella. Teresa era efectivamente una muchacha alta, esbelta, atractiva, con esos ojos grandes negros, la boca pequeña, la melena corta rizada, muy bien educada en las monjas francesas, deportista, ocurrente y divertida, lista y, a juicio de su estricta madre, algo caprichosa y un punto rebelde. «Disfruta de la vida, pero sin molestar a nadie. Y además, es buena», la defendía su padre. Don Francisco tenía que hacer ese papel de abogado constantemente porque, conforme Teresa enfiló la adolescencia, su esposa tomó como ocupación principal la de «domar lo indomable», reía él, aunque ella lo calificaba de «tratar de conducir a nuestra hija por el camino que ha de llevarla a convertirse en una mujer de bien y una esposa ejemplar». Ardua tarea.
Dentro de este fin se encuadraron los cursos de Cultura General en las monjas francesas, las clases en el piano del salón dos tardes por semana y las innumerables horas que las manos poco diestras de Teresa tuvieron que invertir en dominar la vainica doble, los bordados a punto de cruz y el ganchillo con el que confeccionaba jerséis para los niños pobres, siempre bajo la dirección de doña Enriqueta. Hasta que estuviera lista para ser una buena esposa, su misión principal consistía en acompañar por todas partes a su madre, que ya lo era. Unas veces, a llevar los jerséis recién hechos al convento de monjas en el que se sentaban a merendar con la madre superiora; otras, a visitar a amigas y conocidas con motivos tan serios como darles el pésame o tan frívolos como conocer la nueva decoración de sus salones; las más cotidianas, a la cocina de su piso de la calle Mayor, a elaborar durante horas tandas y tandas de pastas inglesas por las que doña Enriqueta tenía mucha fama.
El francés y el piano le resultaban pasables. Los bordados le gustaban siempre que no fueran complicados y sobre todo si resultaban variados, nada de doce servilletas de merienda iguales. Las monjas y las pastas eran el precio que Teresa daba por hecho que tenía que pagar para que su madre le dejara encargar más vestidos, visitar a sus amigas del colegio, salir de paseo —naturalmente acompañada— e incluso, y muy a regañadientes de su progenitora, jugar con su hermano y con sus primos.
Porque su mundo, inevitablemente y aunque doña Enriqueta tratara de evitarlo, era un mundo de hombres. El primero, su padre, que todas las noches volvía de la fábrica con una rosa, un bombón, un recorte de periódico interesante o, mejor aún, un plan novelero para Teresa. Su único hermano, Paco, tan obediente donde ella era díscola, tan en su papel protector para con su revoltosa hermana pequeña. Y sus cuatro primos, Andrés, Juan, Esteban y Pepe, los mayores tan mayores, el menor como ella. Huérfanos desde pequeños, vivían con un ama dos pisos más arriba del mismo edificio y, de hecho, tenían convertida el ala de los niños de casa de Teresa en un terreno donde todas las tardes se disputaban guerras de soldaditos de plomo, carreras de trenes de cuerda o partidos de futbolín.
Pero Teresa era feliz de verdad cuando llegaba el verano y todos marchaban a vivir tres meses a la finca de Villanueva. Aunque doña Enriqueta le subía el precio de su libertad y ahora tenía que pasar horas enteras con el muñeco de los bolillos en brazos haciendo el encaje para la próxima combinación mientras los chicos gritaban a su alrededor jugando a indios y vaqueros, conforme a la moda de las primeras películas, mudas, que les habían llegado de Hollywood ese invierno. Aunque su madre redoblara su ahínco para convertirla en una excelente pastelera con sesiones continuas de producción de rapápalos y leche frita. Los días eran largos y a Teresa le quedaba tiempo para bañarse en el estanque, jugar al tenis y, lo mejor, montar a caballo.
De aquellos veranos le quedó para siempre la asociación de la libertad y del campo en su vida. Porque en el piso de la calle Mayor cada minuto estaba reglamentado por la estricta doña Enriqueta: la hora de levantarse, la de cada una de las comidas, la de salir de paseo y volver al hogar. En la finca, sin embargo, Teresa se sentía libre como un pájaro sin control. Especialmente cuando montaba a caballo, le ponía a galopar y se perdía por el valle y más allá explorando, hasta donde crecían los pinos, cuál era el origen de un arroyo, qué vista se divisaba desde lo alto de cada cerro.
Jacinto apareció al fondo de su vida precisamente el verano en que Teresa celebraba su dieciocho cumpleaños. Doña Enriqueta, que se había llevado de Madrid dos costureras, metros y metros de finas telas en colores pastel y un montón de figurines franceses, estaba dedicada a confeccionar el vestuario que su hija debería estrenar el siguiente otoño para su puesta de largo y, más importante aún, su presentación en palacio. Y, por supuesto, también había que coser lo que ella misma tendría que ponerse. Si hubiera sido por su madre, la joven no habría hecho otra cosa aquellos meses de calor que dejarse colocar telas y alfileres por encima a todas horas, además de discutir con doña Enriqueta por el color del vestido que habría de lucir para su primera gala. La madre decretó que fuera blanco. Teresa porfió por su color favorito, el vainilla. «Mujer, para qué te empeñas», consoló don Francisco a su esposa. Porque el traje largo se confeccionó en vainilla, naturalmente.
Don Francisco proporcionó a Teresa en anticipo de la celebración uno de los momentos más alegres de su vida al regalarle un caballo. «Sólo para ti», le dijo, mientras ella le besaba por toda la cara, como un perrito que no supiera agradecerlo de mejor manera. Lo bautizó como Lucero, se convirtió en su mejor amigo y entre las pruebas de ropa, los paseos a caballo y los planes para el otoño no le quedó tiempo aquel verano para reparar en el joven tímido que había comenzado a vivir temporalmente entre su familia.
Andrés, el mayor de sus primos, se había casado unos meses antes con una chica de Villanueva, «un bellezón», según todos los hombres de la casa, sobrina del médico, huérfana como casi todo el mundo alrededor de Teresa. «Guapa es, pero sin posibles. Buena sí, pero muy simple», había sentenciado doña Enriqueta. Efectivamente, Concha había aportado al matrimonio su buena facha, un modesto ajuar y un hermano, Jacinto, que se iba a instalar en Madrid con los recién casados para estudiar medicina y que ese verano viviría también con la pareja en la gran casa de la finca.
Jacinto se convirtió en esos meses en otro más de la pandilla de los primos. Pero ese verano de 1923 Teresa no le hizo más caso que a cualquiera de ellos. Lo que más le importaba era su caballo. Aprendió a madrugar para poder correr con él a galope recorriendo todas las lindes de la finca con las primeras luces del día, antes de resguardar a Lucero de las jornadas de calor. Y antes, por supuesto, de que su madre la viera llegar y empezara a soltarle la temida perorata, «mi hija, corriendo como una loca, sola...», que no terminaba ahí. Concluía con algún castigo, como prohibirle el baño de mediodía en el estanque o el partido de tenis al anochecer. O, lo peor, empezar a bordar otra mantelería.
Por las noches, alguno de los primos daba cuerda al gramófono y todos, o casi todos, se ponían a bailar bajo el farol de gas del zaguán. Fue la única idea divertida que Teresa recordaba salida de la cabeza de su madre. Doña Enriqueta estaba preocupada porque llegado el momento de la presentación en sociedad de su hija «el todo Madrid» descubriera que ni ella ni los jóvenes de su familia sabían danzar de forma «al menos correcta» un vals. Don Francisco aceptó encantado la tarea de agarrar a Teresa por la cintura para adoctrinarla en el un-dos-tres, un-dos-tres, mientras en el gramófono daba vueltas un disco de vinilo que, con sus tapas en las que se mostraba una fotografía del carrusel del parque de atracciones de Viena, habían traído de su luna de miel recorriendo Europa Concha y Andrés.
Doña Enriqueta sonreía satisfecha de ver a su familia tan unida en algo tan tradicional, ignorante de que, tan pronto se retiraba a dormir del brazo de su marido, tras haber pegado un par de cabezaditas en su mecedora, los jóvenes sacaban de debajo del sofá «el disco prohibido», uno que ofrecía «músicas de baile de los felices años veinte» y, bajando un poco el volumen, se dedicaban a practicar el fox-trot e incluso, bajo la tutela de Concha, que se sabía unos pocos pasos, el charleston.
Bailaban todos, turnándose para emparejarse con Teresa y con Concha. Menos Jacinto. «Tan guapo y tan soso», se había dicho a sí misma Teresa al poco de que apareciera por allí. Guapo, lo era. Alto, rubio, ojos entre azules y verdes, nariz respingona. Tan diluido en su paisaje de aquel año tan divertido quedó que ella nunca pudo recordar si él había asistido a su puesta de largo. Jamás se lo quiso preguntar por no ofenderle si así había sido, aunque supuso que sí. Todos le consideraban ya por entonces un miembro de la familia.
Al verano siguiente los jóvenes sacaron «el disco prohibido» del escondite y bailaron el fox-trot desde el primer momento. «Es la relajación de las costumbres», se quejó, resignada, doña Enriqueta, ignorante de nuevo porque desconocía que era ahora el tango lo que sonaba en el salón mientras ella dormía. Hasta su marido bailó varias veces el fox-trot, en las cuatro veladas que ella organizó para que Teresa y los chicos alternaran con los hijos de sus amigos que pasaban las vacaciones en fincas de los alrededores. Porque, por un lado, doña Enriqueta aborrecía aquellos bailes que consideraba pecaminosos, pero por otra parte, deseaba encontrar buenos partidos para sus retoños entre los hijos de las buenas familias de su entorno. Así que transigía y organizaba veladas veraniegas de limonadas, punch y medias noches servidas en un bufé que se colocaba bajo la pérgola, junto al estanque, y consentía con que se pusiera en marcha el gramófono y las parejas se agarraran por la cintura, eso sí, a la debida distancia, que para eso estaban sus vigilantes ojos trabajando desde la butaca de mimbre que ponía al borde de la pista de baile y que no abandonaba hasta que hubiera cesado la música por completo.
Para controlar quién se acercaba a su hija y hasta qué distancia, doña Enriqueta se hacía invitar a las fiestas que se organizaban en las fincas cercanas para corresponder a sus veladas. Las de mayor esplendor resultaron ser desde siempre las de La Estacada, en las que Felipe, el joven de la casa, servía martinis agitados en coctelera y adornados con aceitunas, algo que los primos intentaron emular una noche en la que no encontraron nada mejor que hacer, mezclando ginebra y vermú blanco en un termo, hasta acabar todos borrachos como cubas bailando el tango con las escobas que se llevaron del patio de la cocina.
Jacinto no. Jacinto tampoco bebía. Ni seguía las bromas y cuchicheos maliciosos que Paco y los primos hacían en voz baja para no escandalizar a los oídos de Teresa, que sólo cazaba palabras como mozas, modistillas y cuplés, ¿o era otra cosa que rimaba con cuplé? Jacinto estudiaba. Se levantaba al alba y desayunaba junto a Teresa los tazones de café con leche y el bizcocho que les servía María en el comedor, ella siempre con prisas para ir a buscar a Lucero, él tomándose todo el tiempo del mundo en eso o en cualquier otra cosa que tuviera que hacer. Cuando Teresa regresaba de encerrar al caballo, él seguía estudiando, sentado bajo la sarga en una silla de mimbre, los codos sobre una mesa de madera en la que se apilaba un montón de libros. Invariablemente le dedicaba una sonrisa y le preguntaba qué tal le había ido en su paseo. De entre las docenas, cientos de cosas que Teresa hacía en cada una de aquellas largas y felices jornadas, apenas si volvía a coincidir con Jacinto a las horas de las comidas, en algún partido de tenis y en las sesiones de baile en las que él participaba cantando a coro con los chicos, pero sin bailar. Siempre algo distante, siempre diferente.
Durante los inviernos, además, le dejaba de ver. En el de sus dieciocho años tuvo docenas de bailes: el de su puesta de largo en su casa, con los salones redecorados por doña Enriqueta para lucir nuevos cortinajes y tapicerías de estreno; los de sus amigas del colegio, que cumplían también dieciocho por entonces. Y la presentación en palacio, que consistió en un desfile, de una en una, de todas las debutantes de la temporada, que hicieron la cortesía ante los Reyes y luego bailaron hasta una hora prudencial un vals tras otro. Todo muy lujoso y muy formal. Teresa, que esta vez sí vistió de blanco para que a su madre no le diera un soponcio, hizo su entrada del brazo de don Francisco, que no cabía en sí de orgullo, y llenó su carné de baile muy minuciosamente para adjudicar un vals a cada uno de los jóvenes que se lo solicitaron. No le gustaba ninguno en especial. Lo que le divertía era bailar. Para ella, lo mejor del invierno eran los bailes. Del verano se quedaba con el campo y el caballo.
A partir del invierno siguiente a su puesta de largo empezaron a caer sobre Teresa ofertas de matrimonio, efectuadas a modo tradicional, que don Francisco se encargaba de gestionar de forma un tanto peculiar. Llamaba a su mujer y a su hija a su despacho, una amplia estancia con balcones a la calle Mayor, de paredes forradas en madera y tresillo de cuero marrón, las hacía sentar al otro lado de su mesa de trabajo de caoba oscura abarrotada de papeles, desde donde las observaba, apoltronado en su sillón, y proclamaba solemnemente:
—Enriqueta, fulanito ha venido a pedirme la mano de Teresa. Tú dirás.
La madre se enzarzaba entonces en una discusión pública consigo misma sopesando los pros y los contras de cada uno de los candidatos, para los que siempre exigía que tuvieran estudios superiores y familia adinerada, además de buena presencia. Y como a cada uno le encontraba un pero —el que no había colgado a la mitad la carrera de Derecho, no tenía dónde caerse muerto a pesar de las apariencias o resultaba más feo que Picio visto a la luz del sol y no entre los velones de un baile—, Teresa miraba al vacío y esperaba el veredicto final, «que no», con toda la paciencia de la que era capaz de hacer gala en los grandes momentos, que no era mucha.
Era lista. Sabía que resultaba lo que se decía «un buen partido», no sólo porque se lo hubiera oído decir muchas veces a sus padres, sino por la actitud de deferencia con la que la trataban las madres de quienes luego se convertían en sus pretendientes en cuanto asistía dos veces a una fiesta o un baile en una casa con mozos casaderos en residencia. «Teresa, quiero enseñarte las telas de París con las que he tapizado los tresillos del salón», «Teresa, ¿has visto el carruaje que acabamos de estrenar recién llegado de Londres?» Las madres la tomaban por el codo, cariñosas, contentas de que sus hijos les hubieran confiado que aspiraban a la mano de esa chica alta, bien parecida, bien educada, de familia rica, fábrica, finca y sólo un hermano con el que repartir, a la que tentaban con una vida cómoda, una suegra amable, un posible «sí, quiero». ¿O eran las madres las que les decían a ellos «anda, anímate, que Teresa te mira con interés», para ver si cuajaba una relación que les interesaba a ellas mismas más que a sus hijos?
Preocupada, al principio, por sentirse peón de una partida de ajedrez en la que parecía que no tenía nada que decir, Teresa había tocado una tarde en la puerta del despacho de su padre, se había sentado muy modosa en la silla que ocupaba mientras sus mayores sopesaban una oferta matrimonial y le había dicho que, por favor, por favor, no fueran a casarla con alguien con quien ella no se quisiera casar.
Don Francisco se levantó, la rodeó con sus brazos, la hizo sentarse junto a él en el sofá y le aseguró:
—Te prometo que no te casarás con nadie que tú no quieras si tú me prometes que sólo te casarás con un hombre que valga la pena.
—Claro que te lo prometo —contestó Teresa antes de darle un rápido beso y salir corriendo.
—A ver qué hacemos con tu madre... —Se quedó solo, murmurando.
Doña Enriqueta empezó a impacientarse al tercer invierno tras la puesta de largo de Teresa. La mayoría de las amigas de su hija ya se habían casado y por lo tanto muchos de los buenos partidos se habían instalado en otros hogares. Comenzaban a escasear los jóvenes que reunían lo que ella llamaba «los requisitos imprescindibles» y apretaban por detrás las nuevas generaciones de debutantes más jóvenes, más frescas. Ni bailes, ni paseos por el Salón del Prado, ni invitaciones a merendar, ni celebraciones de santos estaban sirviendo para acabar de lograr que su hermosa hija pudiera convertirse, al fin, en una esposa virtuosa y de provecho. A la hija no le importaba nada todo aquello, pero la madre se estaba inquietando. Y eso que todavía le quedaba por pasar la grave crisis en su papel de madre casamentera en la que se sumió al poco, después de aquella noche de finales de verano, recién regresados de la finca, en la que su marido las hizo sentar en el despacho y anunció:
—Enriqueta, Felipe ha venido hoy a pedirme la mano de Teresa. Tú dirás...
—Al fin. ¡Que alegría más grande! —no pudo reprimirse doña Enriqueta.
Sobraba enumerar que Felipe era ingeniero, hijo mayor de los Lapiedra de La Estacada, buen mozo... Nada que objetar.
Don Francisco observó la cara de su hija. Por un momento le pareció que en sus ojos brillaba una chispa. La volvió a mirar. Ahora le estaba mandando la señal de que no.
Hizo una pausa, pensativo. Al fin se arrancó:
—¿A ti te gusta Felipe, o el caballo de Felipe? —preguntó.
Teresa se echó a reír. La había comprendido, una vez más.
—¿Qué decís del caballo, pero de qué estáis hablando...? —gritó la madre—. Felipe ha pasado el verano visitándote, te ha estado cortejando, tú le has animado, te has escapado montando a caballo con él... No le puedes decir que no —protestó, elevando más aún la voz.
Fue que no y doña Enriqueta pasó varios meses sin hablar a su hija, nadie descubrió si deprimida o simplemente muy muy enfadada, pero todos estuvieron de acuerdo en que el golpe había sido tremendo para ella. Quizás irremediable. Dejó de organizar bailes y fiestas y se negó a acompañar a Teresa a los que las invitaban, delegando el papel en Concha, de mala gana encargó dos vestidos nuevos para la temporada de la joven y dijo públicamente estar resignada a que su hija acabara vistiendo el hábito de monja.
Pero Teresa no quería ser monja. Quería a Jacinto.
IV
Le había descubierto ese verano, le había sacado de entre las sombras de su ajetreada vida en la finca. Como si alguien que hubiera estado entre las bambalinas hubiera saltado de pronto al estrado, bajo los focos. Se había acostumbrado a desayunar con él, sólo que ahora, al terminar, Jacinto la acompañaba al establo y saludaba a Lucero acariciándole la frente antes de que ella lo montara. Al regresar de su vigoroso paseo, ella se paraba a charlar al otro lado de la mesa llena de libros un buen rato; le contaba que había encontrado pisadas de jabalí cerca del maizal, un campo donde crecían los girasoles más allá de la linde del norte, le pedía que le dejara ver los dibujos de su libro de Anatomía... Luego, Jacinto se escapaba a darse un chapuzón al estanque justo antes del almuerzo, mientras ella jugaba al volley en la pradera de al lado con Concha y los chicos.
Por la tarde, Teresa se sentaba a bordar en el poyete que rodeaba el sauce, cerca de la mesa frente a la que Jacinto seguía estudiando. Al terminar de jugar al tenis, sudorosa, él estaba allí en la puerta de la pista, ofreciéndole una toalla y un vaso de agua. Cuando su perra, Lola, estuvo a punto de perder una pata por haber pisado un cepo, Jacinto la curó y le cambió las vendas cada día. Por las noches seguía sin bailar, pero cuando Teresa le miraba al girar sobre los brazos de alguno de sus primos, sentía, con un escalofrío, como la estaba acariciando con los ojos. Eran siempre variaciones de lo mismo: un cortejo a distancia. Ella, en alegre movimiento. Él, en tranquila observación.
Es verdad que aquel mismo verano también Felipe entró en su vida. Pero porque se hicieron amigos los tres. El vecino de enfrente empezó a frecuentarles cada mañana a raíz de que le surgiera un abceso en la espalda que le supuraba pus. A Felipe le resultaba más cómodo que Jacinto le hiciera las curas que viajar hasta Villanueva a visitar al médico, y con ese motivo los dos jóvenes, tan distintos, entablaron una relación de fuerte amistad que les duraría toda la vida. La de Jacinto, claro.
Felipe aparecía trotando por el camino de entrada a lomos de su caballo urraco, tan guapo, tan llamativo como su dueño siempre vestido de blanco, sólo que en la versión equina en blanco y negro. Con la gran cola azabache abanicándose y ahuyentando moscas mientras Teresa se paraba a su lado a admirarle. Tan pronto descabalgaba, ya tenía sobre la mesa de libros de Jacinto la bandeja con el café con leche y las pastas que María llevaba a toda prisa encomendada por doña Enriqueta, «corre, mujer, que el señorito Felipe vendrá cansado». Porque la señora de la casa se había alertado a sí misma desde la segunda mañana en que el heredero de La Estacada les visitó y desde entonces no perdió ni una sola oportunidad de animarle a que regresara una y otra vez, hasta que pudiera quedarse allí para siempre. Le invitaba al baño de mediodía en el estanque, y a comer, y al café y a la copa de la sobremesa y... a lo que quisiera, excepto acercarse en exceso a Teresa. Para eso tenía puestos sobre la pareja cuatro ojos, los suyos y los de Concha, a la que de rato en rato pedía: «Anda, acércate a vigilar a la parejita». Como si hubiera hecho falta.
En realidad, eran un trío, sólo que la costumbre había hecho creer a todo el mundo que Jacinto no contaba porque sólo era una sombra rodeada de textos médicos. Lo curioso fue que Felipe resultara su descubridor. Le traía libros escritos en francés, «grandes avances de la Humanidad que merecen la pena ser estudiados con detenimiento», anunciaba; obras de Freud de las que Jacinto hacía anotaciones en sus cuadernos, y papeles sobre Einstein y su Teoría de la Relatividad que el visitante explicaba apuntando muchos números en hojas sueltas, todo lo cual parecía a don Francisco «poco más que un entretenimiento sano para jóvenes ociosos sin otra cosa que hacer en largas tardes de verano». Teresa no entendía mucho de lo que hablaban, pero le gustaba el cambio; ya estaba cansada de las bromas tontas y los chascarrillos de Paco y los primos. Después de comer, cuando la obligaban a dos horas forzosas de siesta, dejaba abierta la ventana de su dormitorio para escuchar a los jóvenes.
Felipe, haciendo pausas para aspirar el puro o sorber el coñac, sacaba las enormes hojas en las que llevaba los planos de las obras de su proyecto de fin de carrera y explicaba al atento Jacinto cómo construir un puente para que no se hundiera. Jacinto, que no fumaba y tampoco bebía, apuraba el café y le explicaba a su amigo teorías sobre el uso medicinal de las hierbas que había ido recolectando durante años en sus paseos por el campo. Teresa, que le había visto tantas veces alejarse creyendo que le gustaba pasear a solas, sintió curiosidad por sus descubrimientos.
Más que con curiosidad con gran extrañeza, se enteró por una de esas charlas de sobremesa de que Jacinto tenía instalada una consulta médica rudimentaria en la que atendía diariamente al anochecer a todos los trabajadores de la finca que lo necesitaran.
La misma tarde que le escuchó contárselo a Felipe, Teresa dejó de vestirse de blanco al caer la tarde para jugar el acostumbrado partido de tenis con Concha y los primos y, aún con su blusa blanca, falda azul y zapatillas de esparto a rayas, esperó pacientemente en el porche, de espaldas a él, a que Jacinto recogiera los libros y se pusiera de pie para acercarse rápidamente a pedirle:
—Llévame.
—Ven —le dijo Jacinto, como si llevara años esperando a que ella prefiriera acompañarle a la consulta que jugar al tenis.
Había pasado miles de veces frente a la fila de casitas humildes adosadas al patio de la cocina de la casa grande y, con mucha educación y siempre una sonrisa, aunque a su estilo con cierta prisa, había saludado miles de veces a cada uno de sus habitantes. Cuando una mujer paría, acompañaba a su madre en la visita obligada para dotar al recién nacido de una canastilla. Si observaba a alguna otra mujer repentinamente vestida de luto, bajaba del caballo y, como había visto hacer a su padre, se interesaba por la causa de su estado. La tarde en que un bebé fue rescatado del fondo del pozo al que había caído mientras andaba gateando, y como no se encontraran en la finca ninguno de los varones de la casa, ella agarró al pequeño, le subió a lo alto de Lucero y sujetándolo fuertemente le condujo hasta el médico de Villanueva. El chico se salvó, Teresa fue declarada su madrina y para la fiesta del bautizo don Francisco regaló dos chivos que se asaron en el corral.
Hasta esa visita a la consulta de Jacinto no había sospechado, sin embargo, cómo vivían en realidad los moradores de las humildes casitas. Lo aprendió de golpe.
Cuando llegaron los jóvenes, había ya una pequeña cola de personas esperando frente al cobertizo situado en el patio por el que se entraba a las cocheras. Jacinto sacó del último lugar a una niña, a la que se llevó en brazos y sentó sobre la improvisada camilla.
La pequeña se comportaba como un manojo de nervios, no paraba de moverse. Tenía los antebrazos llenos de llagas. Teresa tuvo que mirar para otro lado mientras Jacinto le lavaba las heridas y luego observó atentamente cómo le extendía una crema por los brazos, se los cubría con vendas y la regañaba con cariño: «Ay, Carmencita, Carmencita, prométeme que no te vas a tocar los brazos... y vuelve mañana». La despidió con un beso y dos caramelos que colocó en su mano. La niña apretó el puño fuertemente, como si temiera que se los fueran a quitar, dio un salto para bajar de la camilla y se marchó corriendo.
La próxima paciente fue una anciana a la que Teresa conocía porque era la encargada de lavar la ropa de cama de la casa grande, lo que hacía restregando con arena las sábanas colocadas sobre la tabla de madera apoyada en el barreño grande. Muchas veces se había quedado parada mirando su destreza. Cantaba sin parar arrodillada en medio del patio de la cocina con las grandes sábanas entre los brazos. Ahora, tosía. Jacinto la auscultó y luego le regaló un sobre de celofán lleno de hierbas para que se hiciera con ellas una tisana dos veces al día.
El hombre que entró cojeando después tenía mal curada una herida que se había hecho, dijo, una semana antes al cortarse el pie derecho con una hoz. Teresa cerró los ojos y percibió el mal olor mientras escuchaba a Jacinto hacer planes con él para que su tío le operara en Villanueva. Cuando fue a pasar al chamizo el último de la cola, Jacinto ordenó: «Teresa, espérame fuera». El joven aprendiz de médico pasó un largo rato con su paciente.
De regreso a la casa, ella quiso saber más.
—¿Por qué me he tenido que salir para que vieras a ese hombre? —Jacinto dudó. Sólo unos segundos.
—Porque tiene una enfermedad venérea.
—¿Por qué le has dicho a la niña que no se vuelva a tocar los brazos?
—Porque es ella la que se hace las heridas. Tiene diez años, vive con su padre y tres hermanos. Duermen los cinco en el mismo colchón. Cada día está peor. De los brazos y de los nervios.
—¿La vieja?
—Sospecho que tiene tuberculosis. No tengo otra cosa que darle que hierbas para mitigar la tos.
—¿La herida del hombre?
—Me temo que mi tío va a tener que amputarle el pie. Se está gangrenando. Voy a ver a Manolo para que se lo lleve a Villanueva en la burra esta misma noche.
Habían llegado a la casa. Jacinto se despidió y echó a andar en dirección al corral, donde a esas horas del anochecer Manolo tenía por costumbre recoger los huevos puestos durante el día por las gallinas.
Teresa tenía ganas de preguntarle el más importante de los porqués: «¿Por qué lo haces?», pero Jacinto ya se estaba alejando.
No probó bocado en la mesa, por lo que doña Enriqueta dedujo que su hija estaba enferma; sin jugar al tenis y sin cenar no parecía la de siempre. Jacinto, en cambio, se mostró más alegre y locuaz que de costumbre. Se le veía contento. Bromeó con los primos y propuso que en lugar de bailar, escucharan en el gramófono el disco de zarzuela que había traído Andrés de Madrid. Pero Teresa, pese a lo que le gustaba el género chico, a cuyos estrenos siempre acudía del brazo de su padre, dijo que se sentía mal, lo cual era cierto, y se fue a la cama.
Cuando clareó a la mañana siguiente se dio media vuelta en el lecho y se volvió a dormir. No tenía ganas ni de montar a Lucero. Se hacía preguntas que iba anotando en la mente para trasladárselas a Jacinto de una en una cuando luego, más tarde, encontrara la oportunidad de planteárselas a solas. Un momento que no llegaría hasta muchos meses después de que esa misma mañana don Francisco llegara a la finca para pasar el fin de semana. Teresa, remolona, esperaba a su padre al pie del carretín. Impaciente, para no variar, quiso hablar con él enseguida.
Sentada en el comedor, mientras él despachaba un café con un bollo de aceite de los de María, le pidió por favor que dejara que Carmencita, la niña del cabrero, viviera con ella en la casa; la necesitaba para ayudarla con su ropa y sus labores, María tenía siempre tantas cosas que hacer con mamá... Y luego le contó lo de la consulta de Jacinto. Cómo era, dónde estaba, quiénes iban, el hecho de que ella había ido allí en compañía de él...
—Hablaré con Jacinto después de comer —fue su lacónica respuesta.
No supo hasta casi dos años más tarde lo que los dos hombres hablaron en el salón. Sólo sus consecuencias. Jacinto dispuso a partir de ese día de un digno local en el piso de arriba de las cocheras para pasar consulta. Y a ella le dejó de hablar.
No volvió a coincidir con Teresa en el desayuno. Se encerró a estudiar en su habitación. Dejó de bañarse en el estanque. Comía y cenaba con los ojos gachos, cuidadoso de no tropezarse con los de ella. Nunca más se quedó a escuchar las canciones del gramófono. Se esfumó.
Don Francisco le dio un beso de despedida antes de partir de nuevo a Madrid al atardecer del domingo. Como de pasada, le comentó: «Carmencita vendrá mañana a vivir a la casa. Has hecho muy bien en contarme que Jacinto pasaba consulta. Ya habrás visto que he dispuesto que tenga un local adecuado. Cuando acabe la carrera será un buen médico, pero ahora lo que tiene que hacer es estudiar. Deja que lo haga». Y luego, enérgico, antes de subir de un salto al carretín, se volvió hacia ella y ordenó: «Te queda prohibido acudir a la consulta. Tú no tienes que ir allí para nada».
¿Le habían prohibido que se acercara, que ni siquiera la mirara?
—No —le aclararía Jacinto cuando, ya sentados en el expreso camino de París en su luna de miel, ella tuvo ocasión de preguntárselo. Y como Teresa le pidiera más detalles, se los dio—: Tu padre me dijo que fuera a hablar con él cuando acabara la carrera y tuviera un trabajo serio. Y que en el entretanto mantuviera las distancias contigo propias de un joven que no quería poner en peligro tu reputación —cuando vio que ella iba a protestar, zanjó el asunto—: Y llevaba razón.
Pero entonces Teresa pensó que no la llevaba. Y le parecía injusto. Además, desde el momento en que la alejaron de Jacinto dejaron de tener esos mismos miramientos con Felipe, ni siquiera su madre, que hasta se hizo la loca aquella tarde en que le prestó el urraco y ella a él a Lucero y se fueron hasta lo alto de Las Peñas y cuando volvieron con los caballos ya se había hecho de noche. Doña Enriqueta, que estaba tomando el fresco en la pérgola, no sólo no les regañó, sino que les invitó a que pasaran al comedor a cenar.
Felipe llegaba cada mañana, visitaba a Jacinto en su habitación, y luego podía pasarse un buen rato charlando con ella en el porche, a la vista de cualquiera que pasara, pero a solas los dos. Le llevaba el Blanco y Negro y las novelitas por entregas tan de moda por aquel entonces. Se despedía con una reverencia y se marchaba haciendo ostentación, cómo no, de la buena facha de él y de la de su caballo de la cola negra.
Teresa supo por entonces que Jacinto la observaba porque Concha empezó a traerle pequeños paquetes de Madrid por encargo suyo: un par de novelas de la Pardo Bazán, unos caramelos de hierbas tras unos días en que ella pilló un resfriado, un libro con imágenes de caballos andaluces... Se los entregaba, siempre ingenua, «no sé por qué no te los da él», sin reparar en que detrás de los obsequios había algo más que el agradecimiento de su hermano a la familia que tan generosamente le acogía mientras cursaba sus estudios. Teresa leía Los pazos de Ulloa, donde aprendió que en todos los campos cunden las miserias, y se curó la tos con los caramelos, pero cada día tenía mayor resentimiento hacia Jacinto. ¡Caramba! ¿No podía hablarle, aunque fuera delante de toda la familia?
Si no hubiera sido por un beso, bastante inocente por cierto, se hubiera casado con Felipe.
Pero Jacinto la besó. Se lo encontró cuando subía por la escalera una mañana, ya casi a finales del verano. Ella llegaba, sudando. Acababa de dejar a su caballo. Él bajaba cargado de bolsas de libros y ropa. Se iba.
—¿Te vas sin despedirte? —se lo dijo con rabia, parada a medio metro de él, clavándole los ojos como si fueran los puñales que le hubiera metido en el cuerpo de haber podido.
Él la cogió en brazos, la apretó hacia sí, la besó en el pelo, le acarició la cara, como hacía con Lucero, y tres segundos después ya estaba corriendo escaleras abajo.
A lo largo del siguiente curso únicamente le vio dos veces, y de lejos. La primera, dos días después de que se negara a casarse con Felipe. Estaba tocando el piano, Chopin, cuando se abrieron las puertas correderas que comunicaban salón con vestíbulo y allí apareció Jacinto. Otros pocos segundos. Se dio la vuelta, le vio junto a Paco, los dos jóvenes poniéndose sombreros y gabanes y marchándose juntos a la calle. ¿Casualidad? ¿Se había enterado de lo ocurrido?
«Nada de nada, ni le importo», se dijo unos meses más tarde, en la boda de su hermano. Paco se casó sin boato ni celebración con una chica gallega dulce y guapa porque doña Enriqueta, que se encontraba enferma, sólo dijo ser capaz de acudir a la iglesia. Desempeñado su papel de madrina, se volvió a la cama. En la casa de la novia hubo merienda limitada a los familiares de los contrayentes. Colocada entre don Francisco y Paco en la mesa presidencial, apenas divisó a Jacinto en otra esquina del salón; él ni siquiera se acercó a saludarla.
Otro invierno cualquiera, Teresa se habría aplicado en bailar, mirar coquetamente a algún galán, salir a pasear, acudir al teatro, zambullirse en su divertida vida habitual. Quizás así, se razonaba a sí misma, se hubiera olvidado de Jacinto. Aquel invierno, sin embargo, la costumbre de tener una madre enferma imponía sobre ella la obligación aparente de dedicarse exclusivamente a hacerle compañía. Don Francisco pasaba horas extras en la fábrica, o eso decía. Sin Paco en casa, los primos habían dejado de aparecer por allí. Como tenía prohibido pisar la calle sin compañía, tenía que bordar, hacer pastas, tocar el piano, sólo música clásica, y esperar la visita de Concha para pedirle que pusiera cualquier excusa, una cita urgente con el médico, un funeral inventado, para obtener permiso para acompañarla y huir de una madre que no dejaba pasar un día sin recriminarla el que, por no hacer, ni siquiera se estaba preparando para meterse a monja.
Cuando traspasaban, al fin, el portal de la calle Mayor, Concha sugería dar una vuelta por la ajetreada Puerta del Sol, entrar en algún café a tomarse una merienda, seguir luego dando un paseo. Aquella plaza y sus aledaños eran escenario de la vida social madrileña, que discurría al aire libre en los meses templados de primavera y otoño e incluso en las mañanas soleadas del invierno. De Sol se bajaba andando por la Carrera de San Jerónimo para parar a tomar un apetitivo en Lhardi por la mañana o un pastel en Casa Mira por la tarde y finalizar el paseo en el Salón del Prado, abarrotado de los últimos coches de caballos y los primeros automóviles de gasolina que circulaban lentamente para poder saludarse desde el interior de los unos al de los otros. Igual que hacían quienes habían decidido recorrer el paseo a pie. Cualquier hombre educado no conseguía andar más de veinte pasos entre Cibeles y Neptuno sin quitarse ante una dama el sombrero.
Pero a Teresa no le gustaba recorrer el circuito tradicional. Cuando salía de su casa echaba a andar en sentido contrario al de la Puerta del Sol y le pedía a Concha por favor, por favor, que la llevara a respirar aire puro al parque de las Vistillas, al Campo del Moro, a cualquier lugar que tuviera árboles, tierra en el suelo, rayos de sol.
Sentadas las dos frente a unas gaseosas en la terraza de un café de las Vistillas, a la izquierda el verdor de la Casa de Campo, a lo lejos el perfil de la Sierra de Guadarrama, se atrevió una tarde, al fin, a preguntarle a Concha por su hermano. Y Concha, la ingenua Concha, se sonrió para sus adentros. Sabía lo que le ocurría a Jacinto porque cada vez que volvía a su piso tras visitar el de Teresa, él la asaeteaba a preguntas. «Cómo está?», «¿tiene buena cara?», «¿sale mucho y se divierte?» Ahora, por la urgencia mezclada con timidez con la que Teresa preguntaba sobre él, comprendió que lo mismo que le aquejaba a él le sucedía a ella.
Jacinto estaba encerrado acabando la carrera. Dos cursos en uno. Esperaba hacerlo en junio. Ella se tenía que ocupar de que comiera y de apagarle la luz cuando de madrugada se quedaba dormido, rendido. Andrés le obligaba a que por lo menos los domingos por la tarde se fuera con él y alguno de los primos al partido del Madrid o a tomar unas cañas.
—Tiene tanta prisa por empezar a trabajar... —Suspiró. Decidió animarla—: ¿Sabes que me pregunta constantemente por ti?
El último verano que Teresa pasó soltera supuso para ella un alivio de las condiciones de los meses anteriores. Aunque doña Enriqueta no mejoraba, don Francisco se empeñó en mudarla a la finca con el pretexto de que le diera el aire. El aire no le daba, porque ella cerró la ventana de su dormitorio al llegar y se negó a ir a otro sitio que no fuera el baño. «La que de verdad necesita salir eres tú», le confió su padre. Casi feliz, volvió a su caballo, su tenis, el estanque, el gramófono de cuerda de los primos, aunque ya sólo quedaban dos solteros y los demás sólo les visitaban, como Paco, con sus mujeres los domingos. Cuando parecía que la fiesta familiar de sesión continua estaba terminando, Jacinto apareció vestido de gala y la vida de los dos dio un vuelco...
Fue en la boda de Felipe con una joven sevillana, menuda y graciosa, de nombre Gloria, a la que había conocido pocos meses antes en la Feria del Caballo de Jerez. La ceremonia se celebró en la ermita de La Estacada, adornada con cientos de macetas de geranios blancos, los favoritos de la novia. Doña Enriqueta se negó a asistir y Teresa aprovechó la ocasión para encargarse un precioso vestido de encaje de su color vainilla favorito, dispuesta a alternar con otros jóvenes por primera vez en muchos meses.
Nada más ocupar su lugar en uno de los bancos de la ermita junto a su padre, Teresa se quedó de piedra al descubrirle en la fila de los testigos del novio. Vestido con levita. Tan guapo...
Ya después de la espléndida cena, cuando los novios hubieron bailado su vals, y seguía sonando la orquesta instalada sobre una tarima que flotaba sobre el estanque, todo adornado de flores, el joven se acercó hasta ellos. Saludó con cortesía a Teresa, apenas sin mirarla a los ojos. Fue a estrechar la mano de don Francisco, pero éste le atrajo hacia él.
—Dame un abrazo, muchacho. Te tengo que dar la enhorabuena. Me dicen que has aprobado la carrera de Medicina. Y con sobresaliente.
—Muchas gracias, don Francisco. Por este abrazo y por todo lo que usted y su familia han hecho por mí. Y también tengo que contarle que desde la semana pasada trabajo como médico en el hospital de la Cruz Roja.
—Caramba, caramba. Un trabajo serio, por lo que veo...
Teresa no sabía dónde mirar. Pero aún le esperaba otra gran sorpresa.
—Y... ¿qué te parece, joven doctor, si sacas a bailar una pieza a mi hermosa hija, que lleva toda la noche aburriéndose mientras atiende a su anciano padre?
Bailar, en realidad no bailaron. Jacinto no sabía. Se mantuvieron agarrados a toda la distancia posible para no desasirse uno del otro, tiesos como dos sables, sin dirigirse la palabra, sin atreverse a mirarse. Ninguno de los dos se acordaría después ni de cuál fue la canción que tocaba la orquesta. El momento pasó con tanta rapidez... Teresa nunca pudo recordar si aquella noche hacía calor, ni qué viandas se habían servido en la cena, ni quiénes fueron los otros invitados. Jamás olvidaría, sin embargo, la reverencia que él le hizo de nuevo al devolverla a su padre. Se excusó diciendo que tenía que volver esa misma noche a Madrid y se marchó.
Teresa pasó el resto del verano cantando mientras paseaba con Lucero, bordando embozos de sábanas y servilletas por docenas, embobada e incapaz de concentrarse en una larga conversación, imaginando en detalle cómo se desarrollaría la escena que, al fin, tuvo lugar ya al final del otoño, en el clásico escenario del despacho de su padre, con su madre envuelta en una gruesa bata de franela, sin quererse perder el momento en el que fuera desvelado el nombre del nuevo pretendiente.
—Enriqueta, Jacinto ha venido esta tarde a pedirme la mano de Teresa. Tú dirás —se repitió don Francisco.
—¿Jacinto... quieres decir Jacinto? —gritó doña Enriqueta.
—Me quiero casar con él —intervino rápidamente Teresa.
—¿Te quieres casar con Jacinto? —inquirió la madre, incrédula.
—Me voy a casar con Jacinto —precisó la hija.
Don Francisco intervino, conciliador, dirigiéndose a ella directamente.
—Jacinto es un joven honrado, decente, trabajador, al parecer buen mozo. Pero, como tú bien sabes, sin dinero, ni posibles, ni futura herencia. ¿Eres consciente de ello?
—Sí.
—Y... —titubeó—. Comprenderás que tu madre... nosotros... podríamos pensar que a la hora de pedir tu mano, Jacinto... quizás... lo hace movido por el interés.
—Jacinto es el único de todos los jóvenes que he tratado que no me quiere por lo que tengo, sino por cómo yo soy.
Para sorpresa de Teresa, doña Enriqueta se resignó de inmediato. O le pareció inevitable, o ciertamente se encontraba en la fase terminal de su enfermedad. Sólo se atrevió a preguntar, tímidamente:
—Y ¿cuándo quieres casarte?
Don Francisco soltó una carcajada. Su esposa se iría al otro mundo sin conocer a su hija.
—Ya.
V
Jacinto tuvo dos grandes pasiones en la vida. Desde pequeño, la Medicina. En sus últimos años, la política. Teresa no fue para él exactamente una pasión, sino un huracán que le llegó sin avisar, le arrancó de cuajo de sus cimientos, le colocó del revés y no le permitió volver jamás a la existencia sosegada que cualquiera habría dicho, y él también, que estaba marcada en su destino.
Hasta que la conoció, apenas cumplidos los veinte años, con lo único que soñaba era con ser médico, como su tío. Y lo quería de una forma obsesiva, irremediable. De pequeño no disfrutaba jugando a la taba, ni al balón, ni a perseguir a pedradas primero a los gatos y luego a las niñas, como todos los demás chicos del pueblo. Deseaba únicamente, desde poco después de echar a andar, que el tío le dejara acompañarle, en silencio, en su ronda de visitas a los enfermos de Villanueva, arrastrando su pesado maletín por las callejuelas empinadas. O, lo mejor de todo para él, que le permitiera permanecer en una esquina de la consulta mientras curaba a sus vecinos de uno en uno y les colocaba vendas, apósitos y ungüentos.
Concha, su hermana mayor, tampoco pudo jugar mucho, como el resto de las niñas de Villanueva, porque jamás consiguió tener una muñeca que se conservara íntegra más allá de un siete de enero, un día después de que se la echaran los Reyes. Chillaba desconsolada cada vez que descubría a una de sus recién estrenadas peponas con los dientes de porcelana rotos porque Jacinto se había empeñado en meterle por la garganta el rabo de una cuchara o con los brazos partidos por la mitad porque su hermano menor hubiera tratado de averiguar si por ellos circulaba sangre igual que por los brazos de las personas.
Jacinto no conoció ni a su madre, que murió a los pocos días de nacer él, ni a su padre, del que jamás habló su tío, pero sí sus compañeros de la escuela, con risas y medias palabras, como seguramente habrían escuchado hacer en sus casas. Ya de mayor se enteró del misterio: su madre aventajaba al que fuera su marido en quince años. «Le había sacado de pila», se decía por el pueblo. O sea, había sido la madrina de él, su primo. A todos sus vecinos, menos a los novios, les pareció escandaloso que se casaran, él, un mozo de dieciséis, ella, pasados los treinta y embarazada de una niña, Concha, que resultó ser el bebé más hermoso jamás visto en Villanueva. Cuando pocos años más tarde ella quedó embarazada otra vez, de un niño casi tan guapo como su hermana, él desapareció detrás de la hija adolescente de uno de los cómicos que pasaron por las fiestas del lugar. No se volvió a saber ni una palabra de su posterior existencia.
Don Nicanor recogió a los dos hijos de su hermana y, siendo como era el personaje más respetado del pueblo, logró de esa manera que casi cesaran por completo las habladurías sobre ellos. Aunque nunca lo suficiente como para que Jacinto no comprendiera que había algo distinto, incluso despreciable, sobre sus orígenes, a juzgar por lo que las ancianas murmuraban a su paso o sus compañeros de escuela dejaban caer si discutían con él por cualquier tontería propia de chavales. «Anda y vete a buscar a tu padre», «tu madre sí que era una lista», fueron frases que se le quedaron grabadas desde su infancia. No entendía muy bien cuál era su significado, pero sabía que no contenían ninguna apreciación positiva sobre sus progenitores.
Por suerte para él, su tío no sólo era el mejor médico de toda la comarca, al que sus colegas de otros pueblos consultaban los casos más difíciles y a quien visitaban los dueños de las fincas lejanas que podían trasladarse en busca del más afamado galeno. Además, tenía tras de sí una fascinante historia que ya de por sí le situaba muy por encima de todos sus vecinos sin excepción. Había sido un joven brillante nativo de la pequeña Villanueva, que marchó a Madrid a estudiar medicina, casó con la hija de un conde y llegó a ocupar plaza como médico de palacio. Maestro en el arte de la esgrima, se decía de él que había ayudado a entrenar al mismísimo rey Alfonso XIII. Pero muerta su esposa en el parto de un niño que asimismo falleció, el aún joven Nicanor decidió regresar a su pueblo, comprarse con sus ahorros la mejor casa de la localidad y dedicarse a curar a sus vecinos, en su gran mayoría pobres de solemnidad que jamás podrían pagar la centésima parte de lo que habrían sido sus estipendios en la capital. Aunque no muy sustanciosas, las rentas que le había dejado en herencia su esposa le permitían llevar una vida sin preocupaciones, encargarse una buena remesa de libros que le llegara una vez al mes desde Madrid, adquirir los puros y las botellas de coñac que se consumían en sus diarias tertulias con el alcalde, el maestro y el boticario alrededor de la mesa camilla de su mirador y acompañar de dos duros cada receta que extendía a un paisano al que él supusiera incapaz de abonar las requeridas pastillas en la farmacia.
Mariana, la hermana del boticario que se había quedado para vestir santos, le ayudó a criar a los dos niños en aquella casa grande, un poco destartalada y fría como ella sola en los largos meses de invierno. Pasaba con ellos las tardes y los días de fiesta, les vigilaba si salían a jugar a la calle, les encargaba la ropa necesaria para la ocasión, les llevaba a misa, les hacía rezar antes de dormirse y estaba dispuesta a regañarles si hubiera hecho falta alguna vez, que no lo hizo. Concha era sumisa y se acomodaba a lo mejor y a lo peor sin alegrarse o rechistar. Ni echaba cuenta de todos los que comentaban a su paso lo guapa que era ni se quejaba de que Mariana se hubiera entretenido en la novena y no le hubiera puesto de merendar. Jacinto estudiaba, leía, jugaba a las construcciones y a los acertijos, paseaba por el campo con un chucho rubio como él que encontró en la calle y adoptó y actuaba como la sombra de su tío. El maestro había echado cuentas de que estaba siendo un alumno aún más aplicado de lo que fuera el joven Nicanor en su momento. Prometía como él.
Jacinto pasó mucho más tiempo de su infancia y adolescencia rodeado de su tío y sus amigos que de muchachos como él. Apenas si tuvo amigos de su edad. Mientras Concha y Mariana se dedicaban a las labores, a él le dejaban participar como testigo mudo de las tertulias de don Nicanor, en las que aprendió mucho más que en la escuela. Allí se discutía de política (¿se estaba agotando el modelo canovista?, ¿el anarquismo constituía una amenaza real?), de estrategia (don Cosme, el alcalde, exponía sobre la mesa los planos de Marruecos sobre los que los presentes estudiaban los avances y retrocesos de las tropas españolas por el Rif), de Ciencia (sobre todo de lo lejos que la española se encontraba de la de Europa) y de toros (que era en lo único en lo que estaban de acuerdo los cuatro rendidos admiradores de Belmonte). En líneas generales, don Nicanor y el maestro, los más avanzados, tenían como evangelio El Sol y como dios a Ortega y Gasset, mientras el alcalde y el boticario se desayunaban con el Abc y juraban lealtad al Rey hasta la muerte, aunque a Jacinto no le quedaba claro si se referían a la suya o a la del monarca.
Lo que más gustaba al joven no eran, sin embargo, las tertulias, ni las largas horas pasadas leyendo prácticamente todo lo que llegaba en los paquetes de Madrid y todas las enciclopedias médicas que encontrara en las estanterías del despacho, sino las visitas de don Nicanor a las casas del pueblo para curar a sus moradores. A Jacinto le fascinaba estudiar a los seres humanos y cavilar qué había detrás de aquel viejo desdentado sin ganas ya de levantarse de la cama, de aquella mujer que aullaba con los dolores del parto, de la niña que tosía sin parar. ¿Había cura posible para todos ellos ya escrita en las enciclopedias médicas archivadas en la biblioteca?, ¿la Ciencia podría avanzar para salvar, si no a estos pobres moradores de Villanueva, sí a quienes estaban por nacer? Como su tío, quizás por imitación inconsciente, Jacinto aprendió a sentir compasión por el dolor de los enfermos, pero no desesperanza. Se hacía lo que se podía por ayudarles. Cuando ya no se podía más, se dejaba en manos de Dios. En cuanto él fuera mayor, también se haría médico. Ayudaría así, en lo que buenamente pudiera, para retrasar el momento de la intervención divina.
Poco antes de que llegara el momento de estudiar la carrera, la suerte se cruzó en su camino en forma de uno de los jóvenes de La Finca que fue al estanco de Villanueva a por unos paquetes de tabaco para liar, se prendó de forma irremediable de la joven bellísima que salía de la iglesia acompañada de una señora mayor y unos meses más tarde se había casado con su hermana Concha. Don Nicanor tenía previsto alquilar habitación en una pensión de Chamberí de la que le habían hablado para que su sobrino residiera en ella, pero Andrés, el marido de Concha, que trabajaba de abogado en un bufete de postín, disponía de un piso de siete habitaciones en la calle Fuencarral y se empeñó en que Jacinto viviera con ellos. «Estarás mejor atendido y, sobre todo, te hará bien alternar con muchachos y muchachas de tu misma posición. Ya es hora de que salgas del pueblo», le recomendó su tío.
A Jacinto le cambió la vida conocer a los hermanos de Andrés y a su primo Paco y, aunque tenía mucho que estudiar y escaso tiempo que perder en divertirse, habría ido adaptándose poco a poco a la vida con ellos, sus primeros amigos de su edad, los que le llevaron a sus primeros partidos de fútbol, a sus primeras rondas de bares, sus primeras citas con chicas de escasa reputación, de no haber sido porque apareció Teresa y su mundo entero se vino abajo como sacudido por un maremoto.
Cuando llegaba el verano, se mudaba a la finca con Concha y Andrés, ocupaba una habitación al otro lado del granero y aprovechaba todas las horas del día y algunas de la noche para estudiar. Su lugar favorito fue siempre la silla de mimbre colocada bajo la sarga, el sitio más fresco que podía encontrar en aquellos tórridos meses. Pronto advirtió, cada vez con más interés, como desde esa atalaya podía seguir a Teresa, que entraba y salía, subía y bajaba, revoloteaba a su alrededor como una mariposa imposible de cazar. Aparecía vestida de amazona al poco de amanecer y volvía con la camisa pegada al cuerpo por el sudor; al rato ya estaba de nuevo fresca, oliendo a colonia, con el albornoz bajo el que asomaba el traje de baño dispuesta a tirarse de cabeza al estanque. Pasaba otro rato más y se presentaba en el comedor para el almuerzo con la blusa blanca, la falda estrecha, la melena a medio secar, que horas más tarde, ataviada de blanco de la cabeza a los pies, volvía a empaparse por las carreras en la pista de tenis. Y casi en un pispás se transformaba en una elegante dama con vestido de flores y zapatos de tacón que cenaba entre risas y bailaba como una peonza.
Hasta entonces no había podido ni imaginar que existiera un ser humano así. Ciertamente, había tratado a más hombres que mujeres y su idea de éstas había sido hasta la fecha la misma que había percibido en don Nicanor y sus amigos y más tarde en Andrés y los chicos de su familia. Había unas mujeres buenas, «como Dios manda», que decía el boticario, que podían ser jóvenes y guapas como Concha o mayores y más o menos cultivadas, como doña Enriqueta (modelo más) o Mariana (modelo menos). Ésas estaban para casarse con ellas. Y luego otras «ligeritas y respondonas», como las calificaba Paco, a las que generalmente veía, apenas vestidas, en las revistas y postales que los primos guardaban bajo el colchón y algunas veces, muy de tarde en tarde, en carne y hueso en algunos locales de mala nota a los que habían acudido en tropel para celebrar ocasiones especiales como el primer sueldo que don Francisco abonó a su hijo por trabajar de ayudante suyo en la fábrica o la mayoría de edad, al cumplir los veintitrés, del segundo de los hermanos de Andrés.
Teresa era educada, elegante, atenta con sus mayores, amable con todo el mundo, servicial con su padre, compañera de su hermano y de sus primos, pero manteniendo las distancias. Nadie podría haber dicho de ella que no guardaba a buen recaudo su reputación. Pero también aparecía tan segura de sí misma, tan independiente en su manera de expresarse y tan dispuesta a hacer su santa voluntad en cada uno de los momentos del día que a Jacinto, tan estudioso de la raza humana, le causaba perplejidad, asombro, admiración y arrebato. No sabía ni cómo tratarla, ni cómo acercarse a ella, ni cómo olvidarla cuando llegaban los inviernos en los que desaparecía de su vida y no encontraba más consuelo de no verla que el de decirse a sí mismo que al fin podía leer de corrido un capítulo entero del libro de Anatomía sin distraerse por su culpa.
Pese a todos esos sentimientos, no pensó en casarse con Teresa a lo largo de aquellos veranos porque no se le ocurrió durante varios años que la vida fuera a concederle esa oportunidad. Quería ser médico y eso ya le parecía bastante. Cuando pensaba en su futuro, se veía en la consulta de don Nicanor, en la casa grande de Villanueva, quizá con una buena mujer por esposa y unos cuantos niños correteando por el jardín. Pese a haberse adaptado sin problemas a la vida de Madrid y haber hecho amigos entre quienes ya eran de hecho los hombres de su familia y algunos compañeros de la facultad, se veía más en el pueblo que en la ciudad.
En la capital añoraba los largos paseos por el campo y las eternas tardes de invierno leyendo en el sofá de cuero de su tío frente a la chimenea. Aunque tuviera que prescindir del abono para el campo del Madrid que le renovaba Andrés en cada cumpleaños, de las conferencias de los médicos eruditos de los jueves por la tarde en la facultad, de las sesiones de teatro a las que acompañaba a su hermana o las esporádicas salidas para correrse una juerguecita con los primos, prefería la vida tranquila. Tan tranquila como él.
Nunca supo con exactitud en qué momento Teresa empezó a mirarle a él con los ojos con los que tanto tiempo él la había mirado a ella, ni nadie a su alrededor notó el cambio que los dos jóvenes sí registraron en aquellos encuentros a distancia y miradas cruzadas que se pudieron permitir al fin un verano porque todos les consideraban parte de una misma familia, inmunes a lo que les estaba pasando. Él llegó a la fatal conclusión de que la querría siempre, aunque fuera a lo lejos, el día que le acompañó a la consulta que tenía instalada en el chamizo junto a la cochera y se tomó aquel interés por su pasión por la medicina. Cuando don Francisco le prohibió que se volviera a acercar a la joven hasta terminar la carrera, se encerró para concluirla lo antes posible no tanto por recuperar a Teresa, lo que le parecía imposible, sino por acelerar el momento de su separación definitiva. No quería pasar ni un verano más alrededor de una muchacha que seguramente acabaría casándose con el rico y apuesto Felipe y a él le dejaría tan destrozado como entonces o más y distraído de todas las otras cosas que deseaba hacer en la vida.
Sería médico y se ocuparía de curar a la gente con todos los medios posibles que le permitiera la Ciencia que tanto estaba avanzando en el mundo por aquellos años veinte. Apretaba bien los codos para terminar la carrera cuanto antes, pero se tomaba tiempo para asistir a las conferencias de médicos eruditos, los Marañón, Vital Aza, Pittaluga, Bejarano, de los que había empezado a leer cosas en El Sol de don Nicanor y que en aquellos años eran considerados pioneros de la Ciencia en general, no sólo de la Medicina, en una España que aspiraba a acercarse a Europa en este campo. Ya había hablado de sus inquietudes con Felipe, que sería para siempre su mejor amigo, aquel último verano compartido por los dos con Teresa. Acostumbrado a la jaranera compañía de Paco y los primos, con la que aprendió a salir de sí mismo y convertirse en un ser sociable, apreció de Felipe un interés por la Ciencia similar al suyo y, salvando las distancias, se enzarzó con él en discusiones que en mucho se parecían a las tertulias en la mesa camilla de don Nicanor.
Los dos muchachos eran todo lo distintos que pueden resultar dos seres humanos. Jacinto, modesto y tímido. Felipe, extrovertido y vanidoso. Este último, además, era rico. Pero a los dos les interesaban, y mucho, los avances de la Ciencia. Al ingeniero Felipe, los de las máquinas y las obras públicas. Al médico Jacinto, los que llevaran a comprender el sufrimiento de las personas. Por eso le fascinaron los primeros libros de Freud, que le regaló su amigo, y discutió con él si podría ser cierto que los sueños sirvieran para revelar los deseos ocultos de los hombres y la represión sexual se convirtiera en causa probable del histerismo de las mujeres. Felipe, siempre el más práctico, opinaba que no sobre ambas cuestiones. A él le maravillaba todo lo que estaba descubriendo Einstein y, más aún en el terreno de su cercanía, las obras del Metro de Madrid, cuyos planos coleccionaba.
Cuando su amistad quedó interrumpida, Jacinto echaba tanto de menos sus discusiones que, casi de forma inconsciente, volvió a visitar a su tío más a menudo y se integró en sus tertulias, ahora, ya a punto de terminar la carrera, como un miembro más de pleno derecho. Resuelto a no volver a la finca, pasaba en Villanueva muchos de sus días libres.
Don Nicanor le dejaba que le ayudara en la consulta, a veces incluso le mandó a hacer visitas para remediar algunos males no muy graves. El tío animó, además, al sobrino a solicitar plaza en el hospital de la Reina Victoria. «Allí sí que se practica la Medicina más moderna. Podrás aprender lo que no te han enseñado en la facultad», le recomendó, pese a que el joven le confesó que quería hacer lo que él en el pueblo, para lo que también tuvo consejo: «Para venir a Villanueva siempre tendrás tiempo».
En las tertulias alrededor de la mesa camilla del mirador, Jacinto empezó a sentir un vivo interés por la política, algo a lo que hasta entonces no había prestado la menor atención. Con la dictadura de Primo de Rivera haciendo agua, don Nicanor promovía una apertura hacia los movimientos sociales que querían mejorar la vida de los campesinos, lo que a su sobrino le pareció algo interesante. El maestro, más radical, se temía que el fin de la dictadura fuera acompañado del fin de la monarquía, lo que provocaba las airadas propuestas del alcalde y el boticario, tan entusiastas del Rey como antaño. Jacinto comenzó a leer los periódicos, tanto El Sol como el Abc, todos los días y a pensar cómo podía involucrarse personalmente en algún movimiento en el que pudiera convertir en realidad sus ideales. Curar de uno a uno a los habitantes de Villanueva era un objetivo que ya le parecía próximo; buscar fórmulas para mejorar la vida de todos aquellos desgraciados en su conjunto se le antojaba una misión grandiosa a la que quizás él pudiera aportar su grano de arena. En ello cavilaba, garrota en mano, durante sus largos paseos al atardecer por el camino que iba serpenteando el valle a la vera del río. Al llegar al puente, le gustaba trepar por el monte, entre olivos y cipreses, hasta sentarse bajo el nogal, desde donde podía presenciar la puesta de sol detrás de los más altos tejados de Villanueva. Y entonces se decía que sí, que se dedicaría en cuanto pudiera a esa tarea.
Ironías de la vida, sin embargo, antes de embarcarse en esa nueva aventura, la vida le colocó a Teresa al alcance de la mano, precisamente cuando ya la creía perdida y comenzaba a no sentir dolor cuando se la imaginaba subiendo o bajando, de las escaleras, del caballo, del monte, del baile, de cualquier sitio en el que fijara la vista.
Supo que no se había querido casar con Felipe porque Concha se lo contó, como también la amargura de doña Enriqueta, la enfermedad de la buena pero antipática mujer, el encierro forzoso de la joven. Pero ni aun entonces creyó que tendría una oportunidad de acercarse de nuevo a Teresa. Sólo se dio cuenta, de golpe, aquella noche de verano en la fastuosa boda de Felipe («Caramba, qué pronto había olvidado a su antiguo amor»). Cuando don Francisco le invitó a bailar con ella, comprendió que también había sacado sobresaliente en la carrera de llevar a Teresa al altar. Mientras arrastraba los pies por la pista, incapaz de bailar, sintió como si un rayo le estuviera partiendo en dos. Por un lado, estaba prisionero de aquella irremediable atracción por la muchacha que podía convertirse en su mujer. Por otro, se notaba paralizado por el terror de verse alejado de la vida tranquila que de manera tan minuciosa se había trazado para sí mismo.
Le costó varios meses de indecisión. El trabajo en el hospital, frenético, no le dejaba tiempo ni para apenas comer, mucho menos para pensar. Se acostumbró a volver cada noche a la calle Fuencarral andando desde Reina Victoria. No era lo mismo que el paseo por la vera del río, pero le ayudaba a concentrarse en sus pensamientos sobre lo que él mismo calificó para sus adentros como «la gran cuestión». Le daba vueltas y más vueltas, pasaba de la euforia de sentir a Teresa como suya a la pena de renunciar a curar a la gente de Villanueva, de la seguridad de no volver a pasar penurias económicas al agobio de depender de una familia que le había aceptado, pero que no era como él. Lo fue asimilando poco a poco, a su manera.
Casi en vísperas de Navidad, llegó a la conclusión de que no podría vivir sin Teresa una vez que la vida le había concedido esa oportunidad. Decidió definitivamente colocarse en el epicentro del maremoto y dejarse llevar por las olas. Se fue a ver a don Francisco a la fábrica, le pidió la mano de su hija y comprendió que, para bien y para mal, su vida estaba a punto de cambiar de forma total.
VI
La boda de Teresa y Jacinto fue la última de las grandes celebraciones de la familia de la novia antes de que empezara a caer sobre ella una desgracia tras otra, lo que nadie pudo imaginar aquella mañana de sol de principios de verano en la que todos sus componentes y sus amigos comieron y bailaron bajo una gran carpa instalada junto a la alberca de la finca. Doña Enriqueta, repuesta para la gran ocasión, se ocupó de que la capilla, las mesas y la pista de baile estuvieran abarrotadas de rosas de té, las favoritas de la novia. Don Francisco tiró de sus ahorros para que no faltara de nada: ni los jamones para el aperitivo traídos de Salamanca ni el faisán que se sirvió para el almuerzo, culminado, como no podía ser menos, por una inmensa tarta de chocolate y champán francés.
La fotografía que muchos años después aún conservaba su protagonista en un marco dorado, sobre la cómoda de su dormitorio, mostraba a una Teresa radiante y contenta, muy guapa y sonriente, con un vestido blanco de seda de vuelo recogido bajo las rodillas con una fina cadena de perlas, muy al estilo de la época, velo blanco de gasa y un buqué de rosas asimismo blancas en la mano derecha, la izquierda agarrada del brazo de un Jacinto con traje oscuro, aspecto envarado y serio y bigote tan rubio como todo él. Y así fue su enlace, fielmente reflejado en el retrato.
Ella disfrutó enormemente de aquella jornada, desde que la despertaron para ser bañada, perfumada con agua de rosas, peinada para ondularle la melena hasta que, ya rendida de bailar, con los zapatos de seda blancos a punto de perder un tacón, subió al coche que había de llevarla a iniciar su luna de miel. Él, que apenas pudo dormir la noche anterior, anduvo nervioso hasta el acto religioso, en la pequeña capilla de la casa, en el que pronunció un «sí, quiero» muy solemne y muy consciente que contrastó con la voz cantarina de Teresa. Ella estuvo a punto de reír al ver al novio arquear las cejas en gesto dubitativo cuando le juró obediencia, pero volvió a su compostura habitual por no desentonar con la seriedad que se le suponía necesaria en aquellos momentos.
Luego, Jacinto interpretó a la perfección el papel que se esperaba de él, como si además de en marido acabara de convertirse en un hombre de mundo. Saludó a cada invitado, agradeció cada regalo, repartió los puros de rigor, aguantó las bromas de Paco y los primos sobre la noche que se le avecinaba y hasta bailó con doña Enriqueta y con Concha además de, como estaba mandado, con su mujer. Ni siquiera la pisó mientras danzaban el vals inicial. Se lo hizo notar Felipe, cuando le dio un fuerte abrazo:
—Enhorabuena. Ya veo que hasta has aprendido a bailar —bromeó con él. Y luego, más serio, prosiguió—: La enhorabuena es por otra cosa que tú sabes. Te la mereces, muchacho. Y ella se merece que la hagas feliz.
A Jacinto le dio algo de vergüenza que Gloria escuchara a su marido dedicar esos cumplidos a Teresa, pero aceptó la felicitación con gusto. Estaba tan contento que accedió a todo lo que le pidieron amigos e invitados en aquella jornada. Menos una sola cosa.
Lo único que no hizo, pese a las insistentes peticiones, fue besarla en público, algo a lo que tampoco habría accedido ella si se lo hubiera propuesto. Lo que no sospechó ninguno de los asistentes fue la escena que se produjo cuando ambos se disponían a entrar en la casa para cambiar sus trajes de gala por las ropas con las que iban a iniciar la luna de miel. Después de cerciorarse de que estaban a solas, Jacinto condujo a Teresa hasta debajo de la sarga, la estrechó fuertemente y la besó con pasión. «He pasado años deseando este momento en este mismo sitio», le susurró al oído. Ella se sonrojó. Pero nadie les había visto. Ni siquiera ese día, ni nunca más, exteriorizaron ante los demás la profunda amistad, la pasión, los celos, el rencor, la desesperanza y todos los altibajos que marcaron su relación desde su principio a su final.
Afortunadamente para los dos, el noviazgo fue breve. Jacinto anhelaba verse a solas con Teresa no sólo por el contacto físico, sino para poder hablar con ella de su trabajo en el hospital, de sus tertulias con su tío y con Felipe, de sus inquietudes políticas que le estaban llevando a participar en reuniones de agricultores que se celebraban en el ayuntamiento de Villanueva el primer sábado de cada mes, de la consulta que había vuelto a abrir con permiso de don Francisco en la finca a la que atendía una tarde cada semana. A ella la veía interesada en empezar a participar en su vida, pero la tradición colocaba entre ambos una pared de cal y canto, en forma unas veces de Concha, otras de doña Enriqueta. La carabina de turno se sentaba entre medias de los dos en el tresillo del salón del piso de la calle Mayor y así no había manera de hablar de nada.
Según lo acordado tras la petición de mano, Jacinto visitaría dos veces, jueves por la tarde y domingos por la tarde, a Teresa en su domicilio, y así lo hacía. Pero mientras que años antes los dos jóvenes se habían relacionado de forma libre en sus veraneos compartidos en la finca, ahora se veían sujetos a un formalismo que en vez de irles acercando conforme se avecinaba la fecha de la boda, les iba alejando al uno del otro.
—¿Le has preguntado ya a Jacinto si le parece bien que tu madrina te regale un piano de cola para instalarlo en el salón de vuestro nuevo hogar? —cuestionaba a su hija una doña Enriqueta repuesta transitoriamente de su enfermedad cualquier jueves, tratando así de dar pie al inicio de una conversación entre los prometidos.
Pero tan pronto planteaba una cuestión, lo único que conseguía era que la relación entre la pareja encallara inmediatamente y entrara en punto muerto. Teresa se inclinaba hacia delante y cruzaba una mirada con Jacinto, colocado en la misma posición para sortear así ente ambos la barrera física impuesta por la señora de la casa. Un cruce de miradas de cuyo resultado la joven, tan bien educada, ofrecía a su madre una versión que no podía alejarse más de la realidad.
—A Jacinto le parece un regalo estupendo. Dile a la madrina que estamos los dos muy contentos con el presente que ha elegido para nuestra boda —replicaba Teresa, que hubiera sido más fiel a la realidad de haber reconocido: «Mira, mamá, a Jacinto le gusta escucharme tocar el piano, pero le da absolutamente igual lo que yo ponga o quite del salón. Y lo del piano de cola es idea mía, que fue quien le sugirió a la madrina que me lo regalara».
Lo que le gustaba a Jacinto, ya se había dado cuenta desde el principio, era que no le diera la matraca hablándole de entelados de pared, color de las cortinas o disposición de las mesas en el banquete de bodas. Él era austero a más no poder y si soportaba que a su alrededor sólo se hablara de decoración, ajuares o cantinelas de ese tipo en los meses anteriores de su boda, era porque quedaba poco para encontrarse a solas con Teresa.
Las pocas cosas de intendencia que ella había sometido a su consideración eran las que la joven consideraba importantes, y respecto a todas ellas le iba dando la razón. Por ejemplo, el piso de la calle Alcalá, regalo de don Francisco. Doña Enriqueta insistió en otro, más señorial y más cerca de ella, en la calle Arenal, pero Teresa se empeñó en el de Alcalá porque sus balcones quedaban frente al Retiro. Su futura suegra intentó en vano que Jacinto se sumara a su iniciativa, así que se llevó a la pareja a visitar las dos casas para hacer una comparativa. Efectivamente, la de Arenal era más grande y con mejor portal, pero en la otra su prometida tenía ya asignada una de las habitaciones con balcón mirando al parque para que Jacinto instalara allí su consulta particular. Y el médico, tan poco aficionado a la gran ciudad, no tuvo dudas.
Las tardes de los domingos eran algo mejores para la pareja de novios que las de los jueves porque al menos podían hablarse a través de Concha, lo que les resultaba más fácil. Salían a pasear los tres y Jacinto les contaba sus progresos en el hospital: ya había llevado a cabo varias operaciones de apendicitis y tenía una planta por atender sólo para él y otros dos compañeros. Luego las invitaba a merendar chocolate con picatostes y se interesaba por lo que tuviera entre manos Teresa, no porque le importara si ya habían entarimado su dormitorio o si por fin serían ciento ochenta los invitados, sino por escucharla hablar y contarle anécdotas de lo complicado que le resultaba montar un piso y organizar una boda. Aunque, a veces, cuando estaba trabajando, él mismo se sentía agobiado por el giro que estaba a punto de dar su vida, en el momento en que la tenía cerca se disipaban todas sus dudas. No le parecía que hubiera mejor manera de afrontar el porvenir que al lado de esa muchacha que siempre estaba alegre y contenta, que abría sus grandes ojos negros para escucharle con interés, que demostraba tanta ilusión en convertirse en su mujer.
En aquellos meses tuvo también que agradecer a Concha que tuviera varios detalles con su desesperada situación, como los que demostró en las ocasiones en las que se hizo la remolona mirando un escaparate o abrochándose un escarpín para darle la oportunidad de besar en cuestión de segundos a su novia bajo un pasadizo o tomarla de la mano unos momentos a la entrada de un portal. Aunque a veces fue peor el remedio que la enfermedad, como aquella tarde en que el trío acabó en el cine viendo una historia de las de Hollywood, muda, pero de amor, que al terminar mostró a una Concha llena de lágrimas y un Jacinto que proclamó en voz alta: «No vuelvo al cine hasta después de la boda».
Los domingos acababan para la pareja al anochecer en casa de Teresa con toda la familia congregada en el salón, con sus tresillos de seda de rayas, sus grandes espejos dorados, los cortinones de terciopelo, las arañas de cristal, como en los viejos tiempos. Llegaba Paco, con su mujer y el recién nacido Paquito, los primos en tropel, doña Enriqueta se dedicaba a quejarse de sus achaques aprovechando lo concurrido de la audiencia y don Francisco ejercía de patriarca y proporcionaba sorpresas continuas para no variar. Como cuando anunció que la fábrica iba tan bien y la cosecha del verano anterior había sido tan extraordinaria que tenía algo que enseñar a quienes tuvieran la amabilidad de acompañarle hasta la calle.
Todos los presentes, incluida doña Enriqueta, se lanzaron corriendo escaleras abajo, como si sospecharan lo que se iban a encontrar. Y, efectivamente, allí, bajo la luz de gas de un farol de una esquina de la Plaza Mayor, se toparon con el Hispano Suiza amarillo y negro adquirido, dijo el patriarca de la familia, «para una ocasión tan especial como la que me ha brindado la vida de llevar al altar a mi única hija para casarla con un hombre excepcional», palabras que pronunció aupado sobre un banco de piedra, como si fuera el protagonista de un mitin, entre los aplausos de los suyos al completo.
Don Francisco había tomado auténtico cariño a Jacinto, doña Enriqueta pensaba que Jacinto era muy guapo y muy educado. Los primos estaban encantados con que Jacinto perteneciera a su clan para siempre, Concha se emocionaba de que su hermano hubiera encontrado tan buen acomodo en la vida y Paco se mostraba orgulloso de que su mejor amigo se fuera a convertir en su cuñado. Teresa, por su parte, no podía esperar a que Jacinto la abrazara y le contara todos sus secretos. Mientras observaba la escena y a todos ellos acercándose al flamante automóvil, haciendo turnos para subirse a él, Jacinto se dio cuenta de que no se había arrepentido ni un solo segundo de haber decidido casarse con Teresa y unirse a aquella familia que, sí, era al fin la suya.
Incluso el Hispano Suiza amarillo acabaría siendo de Jacinto por una serie de avatares, el primero de los cuales resultó ser el de que don Francisco había decidido que la pareja lo utilizara para regresar a Madrid tras el banquete nupcial, por lo que insistió a Jacinto para que aprendiera a conducirlo, una tarea para la que, por cierto, Paco se mostró incapaz, no se supo a ciencia cierta por qué. Y, efectivamente, llegado el momento, Teresa subió a él, vestida con su traje de chaqueta beis, y tomó asiento al lado de su ya marido, al volante. Los invitados de la boda les despidieron con un aplauso colectivo que duró hasta que perdieron de vista el automóvil, que pasó raudo bajo los cuatro álamos, uno-dos-tres-cuatro, y giró a la derecha para tomar la carretera, su conductor con sombrero de fieltro marrón, su pasajera ondeando al viento la melena rizada y el largo collar de perlas.
Su luna de miel se inició en la suite nupcial del hotel Ritz, donde Jacinto se mostró tan apasionado como era de suponer y Teresa tan apocada como se esperaba de ella, y continuó en un largo viaje de tren a París en el que los recién casados no pararon de hablarse y contarse cosas: todo lo que no se habían podido decir en casi dos años de distancia obligada y lo que nunca se hubieran atrevido a contarse antes de intimar lo suficiente. Ella no cesaba de preguntar porqués, como si tuviera prisa por investigar todos los rincones hasta entonces oscuros de la vida de su marido, y él se mostraba orgulloso de ser el centro de su atención, como si dejando su modestia y su timidez de antaño a un lado hubiera encontrado al fin el papel de coprotagonista en la historia de su mujer.
Teresa recordaría bastantes años después su luna de miel en París como en una nebulosa, en la que se mezclaban imágenes de los días paseando por calles y museos hasta caer los dos rendidos en los brazos de uno y otro, en noches interminables que acababan en charlas y risas que duraban hasta el amanecer en aquel hotelito tan coqueto de una bocacalle de los Campos Elíseos que les había recomendado don Francisco.
Resultó que Jacinto hablaba un francés más que pasable, aunque no tan perfecto como el de ella, así que incluso se animaron a acudir al cine un par de tardes. A Teresa le encantó descubrir las películas con banda sonora, que aún no habían llegado a España. A Jacinto, cogerle de la mano en la oscuridad. La primera vez que lo hizo ella se la retiró, avergonzada. «Me lo debes de cuando teníamos que sentarnos separados por mi hermana», protestó él. Ella le dejó. Estaban en una ciudad en la que las parejas se besaban y abrazaban por la calle. Como decía Jacinto cada vez que la tomaba del brazo y le proponía hacer algo como correr para tomar un tranvía, comer chocolate mientras miraban escaparates o entrar en tiendas sólo por verlas sin intención de comprar nada, cosas que una pareja respetable nunca hubiera hecho en el Madrid de aquellos tiempos, «un día es un día y estamos en París».
Repitiendo ese mismo lema, Jacinto llevó a Teresa al Folies Bergère, lo cual, ella rememoraba con una sonrisa, le pareció demasiado provocativo en su momento. No es que aquello fuera París y París resultara tan diferente de Madrid, es que aquella mujer negra que cantaba en francés con acento americano salía al escenario vestida únicamente con una falda confeccionada con cáscaras de plátano.
«Es Josephine Baker, mujer. Todo el mundo en España habla de ella», se disculpó el marido, temiendo, a la vista de las caras que iba poniendo Teresa, que ella fuera a levantarse y marcharse. No lo hizo, pero a lo único que miraba directamente era al pequeño leopardo con collar de diamantes que paseaba entre los pies de la artista y el foso de la orquesta. Llegó a desear que el animal mordiera a alguno de los músicos y el espectáculo terminara cuanto antes. Con el rabillo del ojo atisbaba a un Jacinto ensimismado y transportado con los contoneos de la vedette, lo que iba sacándola de quicio por momentos. Ni le dirigió la palabra camino del hotel. Cuando se metió en la cama, le dio la espalda y apagó la luz.
Su enfado duró poco porque París era París y a la mañana siguiente, la última de su estancia en la ciudad, su marido hizo como que no se daba cuenta de lo mohína que se encontraba en el desayuno, la tomó del brazo al terminarlo, le dijo que le tenía una sorpresa preparada y la llevó caminando no muy lejos por la Rue Chambon hasta parar frente a un escaparate decorado con orquídeas blancas.
Cuando le abrió la puerta para que entrara, se volvió rápida hacia Jacinto.
—No podemos pasar a Chanel sólo para mirar.
—Vamos a comprar —dijo él.
Ante una estupefacta Teresa, recordó a la dependienta que tenían desde días atrás cita concertada para un pase de modelos para madame. Teresa fue sentada en una butaca roja en medio de un gran salón de paredes blancas, desde la que vio desfilar a muchachas muy altas y delgadísimas vestidas con gabardinas cortas, chaquetas que parecían adaptación de las de los hombres, jerséis de cuello vuelto, pantalones anchos de cintura baja, blusas de seda con corbatas del mismo tejido y color y sencillos vestidos negros de espléndida caída. Al llegar frente a ella, se daban una vuelta rápida para mostrar el vuelo de los tejidos. Luego seguían andando como con prisa hasta desaparecer tras una cortina de terciopelo de la que, segundos después, aparecía una nueva chica muy alta y muy delgada ataviada de forma diferente.
—Elige —le pidió él, que había estado todo el tiempo de pie a su lado, tan absorto como ella ante el magnífico pase de modelos particular.
Teresa se quedó con un vestidito negro que no parecía nada hasta que se lo probó y resultó que le sentaba como un guante. Jacinto la piropeó al verla salir del probador y pagó lo que a ella le pareció un montón de francos bastante considerable.
—Me encanta el vestido, pero... —fue a quejarse una vez salieron nuevamente a la Rue Chambon.
—¿Te crees que un médico de Madrid no puede comprarle a su esposa un vestido en París? —zanjó él la cuestión.
Fue una de las pocas cosas, el vestidito negro de Chanel, que Teresa conservó, envuelto entre papeles de seda, como recuerdo de aquella vida feliz que pocos años después quedaría destrozada. Y, lo que menos esperaba cuando lo eligió, lo estrenaría enseguida. Porque cuando el expreso de París llegó a la estación del Norte, vieron a Paco, que les esperaba en el andén con gesto sombrío para comunicarles que doña Enriqueta había muerto la noche anterior.
VII
Doña Enriqueta había muerto mientras dormía —«seguramente una embolia», dictaminó Jacinto— quizá porque, con la boda de su hija, creyera que había cumplido su principal misión en la vida, la de convertirla en una esposa ejemplar. Y Teresa lo era. A su manera.
Se ocupaba de hacer la vida agradable a su marido, porque le quería, pero sin agobiarle, porque no deseaba parecerse a su madre, que siempre había andado refunfuñando detrás de don Francisco. Claro que Jacinto se lo ponía todo muy fácil. Igual le daba comer carne que pescado, vestir de verde que de marrón. Y, además, paraba poco en el hogar. Al amanecer se iba al hospital; después del almuerzo tardío pasaba consulta en su casa dos veces por semana. Los jueves por la tarde visitaba la finca para atender su consultorio de allí, pese a que ello le llevara dos horas de ida y otras dos de vuelta y los sábados volvía a Villanueva para sus reuniones de agricultores jóvenes, que estaban tomando un cariz más de partido político que de otra cosa.
Cuando hacía buen tiempo, Teresa le acompañaba hasta el pueblo y luego le esperaba en la finca, donde pasaban juntos el domingo como en los viejos tiempos. Ella a lomos de Lucero, él con sus papeles, unos de estudios médicos, otros de informes sobre la situación rural y las condiciones de vida de los trabajadores del campo. Al atardecer, paseaban. «Los dos tenemos alma de campo», decía Jacinto. Tomaban el camino paralelo al arroyo y llegaban andando hasta cerca de Villanueva. Tras un refresco en los caños de la fuente, regresaban a la casa, ya apenas viendo dónde pisaban por falta de luz. Era la hora mágica del día, en la que se topaban con las liebres que bajaban del monte a beber, las perdices que revoloteaban entre los quejigos y alguna que otra culebra atravesada en el sendero.
El mejor de los regalos de boda de Teresa fue el de su libertad. Ya casada, no tenía que pensar en su honra a cada momento. En Madrid, podía salir a la calle sin compañía. Tenía la potestad de decidir a qué hora tocaba el piano, si bordaba o leía por la mañana o por la tarde, si se echaba la siesta o no sin pedir permiso a nadie. Había pasado de soportar la estrecha tutela de su madre, siempre pendiente de que no transgrediera ningún compromiso social o norma moral escrita o inventada por ella, a vivir con un marido que jamás le imponía nada. Como contaba con la ayuda de cocinera y doncella, era libre de pasearse por el Retiro durante horas, subir hasta Sol andando con la excusa de comprar unos botones en Pontejos, quedar a merendar con Concha en algún café o incluso meterse con ella en un cine.
Su cuñada, siempre dispuesta a sumarse a lo que cualquiera le propusiera, suponiendo que no se tratara de algo pecaminoso, se resistía a acompañarla al cine. «Teresa, por Dios, que estás de luto. No debes asistir a ningún espectáculo», se quejaba escandalizada. Pero, aun refunfuñando, terminaba sentada en la butaca de su lado. Lo más que consiguió fue que la joven vestida de negro entrara y saliera de la sala con la cabeza gacha para no ser reconocida por nadie.
El luto duraba un año, pero Teresa disfrutaba tanto de haber salido de su jaula y sentía tal pasión por el cine que le daba igual. Además, cuando le contó a Jacinto que había visto La quimera del oro, él sólo le preguntó si Chaplin le provocaba alegría o tristeza y hablaron de ello un rato sin que él hiciera alusión alguna a la cuestión del luto. La pareja, tan desigual en su manera de ser y en sus costumbres, había desarrollado una relación en la que podían pasarse horas enteras de charla como dos buenos amigos que se lo contaran todo, lo del hospital, lo de la Liga Agraria, el último libro que uno y otro hubieran leído.
De cara a la galería, eran un matrimonio convencional, él, galante y caballeroso con su esposa, ella, sumisa y preocupada por el bienestar del otro. Cuando se quedaban solos, se trataban de tú a tú, a diferencia de otros matrimonios de la época, en los que la mujer nunca se atrevía a tomar una decisión sin consultarla con su esposo. Alguna vez que a Teresa, por ser agradable, se le ocurrió preguntar algo como «¿sabes que estoy pensando colocar en el recibidor un espejo grande y debajo algo así como un banco de estilo art decó, tú que opinas?», él sonrió y abriendo mucho los ojos, le envió un mensaje de «¿para qué me preguntas si seguro que ya los has comprado esta mañana?». Asunto concluido.
Su vida social era escasa. El rigor del luto. Con Paco, Concha, los primos y sus crecientes familias se visitaban mutuamente los domingos por la tarde que pasaban en Madrid en meriendas siempre presididas por don Francisco, quien, a decir de todos, aunque en voz baja, parecía más joven desde que se había quedado viudo. Tras la muerte de su madre, Teresa se había pasado por el piso de la calle Mayor en algunas ocasiones en horas en las que suponía que, según sus costumbres, su padre estaba allí. Como nunca le encontró, dejó de visitarle sin previo aviso.
En el campo compartían muchas veladas con Felipe y Gloria, unas veces en su finca, otras en La Estacada. Las conversaciones de los hombres siempre derivaban hacia la política. Jacinto se estaba implicando en agrupaciones de agricultores católicos empeñados en mejorar las condiciones laborales de los campesinos y defendía de forma vehemente la necesidad de que la clase política española empezara a asemejarse a la europea. A Felipe le preocupaba lo que fuera a ocurrir tras el final de la dictadura, se lamentaba del auge que estaba experimentando el anarquismo y temía por el futuro de la Monarquía. Teresa procuraba escucharles y luego discurría para sí que tanto las inquietudes de su marido como las de su vecino le parecían compatibles y no tan contrapuestas como se podía deducir de la discusión entre los dos amigos. Pero Gloria la distraía continuamente. Se empeñaba en mostrarle los encajes sevillanos que le mandaba su madre, los faldones bordados que ya guardaba para la criatura que estaba esperando, los bigudíes llegados de París para marcarse mejor la melena... «Parece una revista de modas andante», se decía Teresa, que ponía todas las excusas posibles para zafarse de ella y volver a atender la conversación de los hombres.
La única etapa de libertad que tuvo en su vida se acabó a los pocos meses de casada. Un embarazo difícil la mantuvo en la cama en sus últimos seis meses sin más visitas que las de Concha y don Francisco, que tuvo el detalle de regalar a su hija un invento mágico: una radio grande, de madera, que ocupaba toda la mesilla de noche y que llenó de música la habitación de Teresa, trasladada a lo que fuera el gabinete para que así pudiera ver los árboles del Retiro con sólo levantar la cabeza de la almohada. Jacinto entraba y salía, de paso entre el hospital, la consulta, las reuniones políticas, la finca.
—Cómo nos ha cambiado la vida. Ahora soy yo la que se pasa el día quieta y leyendo. Y tú, moviéndote sin parar, de aquí para allá, de picos pardos... —se quejó ella una tarde en que él encontró tiempo para sentarse a su lado.
A Teresa le pareció observar que a Jacinto le inquietó su comentario. Pero sabía que estaba en lo cierto. Sólo un par de años antes había sido él el que dependía de que ella, siempre ocupada, se parara para hablarle. Las tornas habían cambiado y allí estaba, tumbada en una cama, pendiente de escuchar la puerta de la calle para esperar a que le hiciera compañía. Cuando lo hacía, él tenía montañas de cosas que contar: los pacientes a los que ponía caras y edad, las nuevas técnicas quirúrgicas, el descontento con un régimen político que hacía aguas, cómo estaba lloviendo en la finca aquel otoño, parecía que se había acabado la sequía... Hablaba acalorado, con pasión. Como ella antes.
Después de un embarazo tan complicado, el parto resultó muy fácil. Rápido, casero y asistido por una comadrona, aunque fue Jacinto quien le puso a la niña en los brazos. «Es igual que tú, se llamará Teresa», le dijo mientras las besaba a las dos. La bautizaron como Teresa, aunque siempre la conocieron como Teté y, efectivamente, salió a su madre: larga, delgada, con mucho genio, grandes ojos negros y siempre muy despierta para su edad.
Las llenaron a ambas de regalos, celebraron su bautizo en el salón y a Teresa le insistieron para que se buscara un ama de cría, como habían hecho Gloria y la mujer de Paco. Pero ella decidió amantar a la niña y mandar a buscar a la finca a Carmencita, lo que resultó un acierto. La chica, apenas una adolescente, cuidó a Teté a partir de entonces con una devoción total. No había forma ni de que durmiera en el cuarto de servicio con la doncella; pasaba las noches en una butaca junto a la cuna sin perderse ni un soplo de la respiración del bebé.
Teresa abandonó la cama del gabinete y regresó a la del matrimonio. Pero Jacinto ya no era el mismo de nueve meses atrás. Al principio no sabía explicar los cambios que notaba en su marido, como si ya no le gustaran las mismas cosas, iguales posturas, el ritual de antes de su embarazo. Esperó a que terminara la cuarentena. Confirmó que a Jacinto ya no le atraía como de recién casados. Una noche tuvo un presentimiento, no supo si en sueños o desvelada. A partir de aquel momento, empezó a planear lo que creía que estaba dispuesta a hacer. Aunque le costaba mucho esfuerzo llevarlo a la práctica.
Decidió, al fin, armarse de valor. El primer día en que consiguió salir a la calle de nuevo, tomó el tranvía, calle Alcalá para arriba hasta Sol, siguió andando un trecho por Mayor, torció a la derecha y se detuvo ante el portal del que colgaba un cartel que tantas veces había visto al salir de la iglesia de San Ginés: «Hnos. González. Detectives Privados», tenía escrito. Subió dos pisos andando por unas escaleras que olían a repollo, llamó al timbre y al hombre que le abrió, supuso que uno de los hermanos González, le entregó un sobre con dinero y el encargo de averiguar lo que se traía entre manos su marido.
Las tres semanas siguientes, plazo acordado con el detective, se le hicieron eternas. Pero, decidida a hacer averiguaciones por sí misma, logró obtener una pista de lo que podía estar ocurriendo. Dos miércoles seguidos Paco y alguno de los primos aparecieron después del almuerzo y, con excusas de visitar a algún amigo enfermo, se llevaron a Jacinto. Los dos miércoles su marido regresó tarde, dijo que estaba muy cansado, y se acostó sin cenar. Al tercer miércoles, Teresa visitó al hermano González por la mañana. Sobre en mano, volvió a su casa. Andando. Sin llorar. Con una rabia que le hizo contestar con una palabrota a un guardia que le recriminó que había cruzado la Cibeles por el medio, poniéndose en peligro de ser arrollada por algún carruaje o automóvil de los que circulaban por la plaza.
Teresa almorzó frente a Jacinto haciendo esfuerzos por parecer casi amable. Sirvió el café y esperó a que sonara el timbre de la puerta. Sonó. Abrió la doncella. Entró Paco. Saludó a su hermana. Se lo dijo tal y como lo había ensayado.
—Jacinto no va a ir esta tarde a Espoz y Mina número siete, segundo derecha. Tiene algo que hacer en casa y no puede salir.
Los dos hombres se quedaron petrificados, Paco de pie frente a ella, Jacinto en el ademán de levantarse de la butaca.
—Vete y no vuelvas más a esta casa —dijo mirando a su hermano, sin levantar la voz.
Cuando oyó cerrarse la puerta, se dirigió hacia el aparador. Eso no lo tenía ensayado, pero le reconfortó muchísimo empezar a sacar pieza a pieza la vajilla de porcelana de Sevres y estrellar de uno en uno los platos hondos, luego los llanos, luego los de postre, finalmente las fuentes contra el espejo que cubría la pared, en cuyos trozos cada vez más pequeños seguía viendo la figura de un Jacinto inmóvil que la miraba como si fuese él a quien fuera a hacer físicamente añicos.
—Para esto, mejor me habría casado con cualquiera de los otros. —Se lo dijo antes de salir del comedor y por su gesto comprendió que le había hecho daño, quizás tanto daño como él a ella. Pero ya le daba igual.
Le mandó recado con la doncella de que durmiera en la alcoba pequeña. Pero tuvo que hablarle a la fuerza horas después, cuando Jacinto la despertó de su sueño, moviéndola por los hombros.
—Déjame —le echó.
—Tu padre —anunció él suavemente.
—Que te vayas.
—Tienes que venir. Tu padre está en el hospital.
Saltó de la cama. Era ya de día. Jacinto había vuelto del hospital para despertarla. El taxi esperaba abajo. Había sufrido un ataque al corazón. Estaba vivo cuando le dejó. Le había llevado Paco a primera hora. No sabía mucho más. Había que rezar para que se recuperara, le iba diciendo su marido por el camino.
Como ella suponía, don Francisco había muerto antes de que Jacinto fuera a buscarla. Se enteró por una enfermera. Pero los de su familia ni se lo quisieron contar así, ni darle detalles de cómo había sucedido lo que fuera que le sucediera. Teresa ni preguntó. Podían ahorrarse el contarle un montón de embustes. Todos ellos. Su padre había muerto, lo que todavía era más irreversible que el que su marido se fuera de fulanas del brazo de su hermano y todo lo que se esperaba de ella era que llorara, se vistiera de negro, asistiera a los funerales, tomara el té con las visitas que iban a darle el pésame y no hiciera preguntas incómodas.
Teresa se vistió de negro, asistió a los funerales del brazo de su esposo, besó a su hermano en la mejilla, hizo montañas de pastas para las visitas a las que invitó a tomar el té cuando fueron a darle el pésame, nunca lloró y no es que no les hiciera preguntas, sino que sencillamente dejó de hablar a toda su familia. A los hombres, por haberse llevado a Jacinto a donde no tenían que haberle llevado. A las mujeres, por ser tan tontas de remate. ¿O es que se hacían las distraídas?
Como todos pensaron que estaba sumida en un gran dolor por la muerte de su padre, nadie se extrañó de que aquella joven de sólo veintitrés años por aquel entonces, tan alegre y dicharachera, se hubiera convertido en una mujer tan huraña. Tampoco Teresa tuvo ganas de preguntarse lo que le ocurría o de averiguar qué más le dolía y dónde. Jacinto, que la conocía, se atrevió a acercarse a ella en dos ocasiones, fue rechazado y se retiró. Seguía durmiendo en la alcoba pequeña y tomando las comidas frente a ella en total silencio.
Delante de los demás, guardaban las formas. Nadie, ni familia ni visitas, pudo sospechar que pasaba algo grave entre ellos. Ante el portero, él la tomaba del brazo para ayudarla a subir al heredado Hispano Suiza, ella se lo agradecía con un gesto de la cabeza. Frente a las visitas, Teresa le preguntaba, tan amable: «¿El té con limón, como siempre?», sabiendo que Jacinto contestaría invariablemente: «Sí, gracias, querida». Luego, a solas, dejaba la tetera encima de la mesa para que se sirviera a su gusto. El único detalle que tenía con su marido era el de dejar a Teté sola en la cuna cuando le oía llegar a casa para que él, que estaba loco con la niña, pudiera jugar un rato con ella. Lo hacía por el bien de la criatura, se decía a sí misma.
También ella la quería con frenesí, fue su único consuelo en aquel tiempo. Se sentaba en la mecedora, frente al balcón, a acunar a la niña en sus brazos, cantándole y hablándole tardes enteras. Alguna vez sintió a Jacinto en el umbral de la puerta. Luego, sus pasos alejándose por el pasillo.
Terminados pésames y funerales, llegó el día fijado para abrir el testamento de don Francisco ante el notario, ceremonia solemne a la que asistieron sus dos hijos con sus cónyuges. Fue un momento que Teresa siempre recordaría como uno de los mejores de su vida. ¡No todo iban a ser penas! Paco heredaba la fábrica. Unas tierras por La Mancha, a repartir. Y la finca, para ella. Toda entera. Sólo para ella.
Fue el regalo póstumo de don Francisco a la hija a la que tanto había querido: salvarla de la depresión. Porque el testamento se leyó a principios de verano, cuando la cosecha estaba por comenzar, los trabajadores llevaban sin cobrar varias semanas y alguien tenía que hacerse cargo de la finca con carácter de urgencia. Teresa ya tenía una ocupación. Llenó los baúles, los metió en el tren con Teté y Carmencita, esperó a que Manolo las recogiera en el transportín, se hizo cargo de la casa y el negocio, que ahora era suyo, y dejó atrás a Jacinto, las tardes tristes y el sentimiento de abandono que la habían acompañado, como una sombra negra, en los meses anteriores.
A la casa le dio un repaso de arriba abajo. A partir de entonces, ocupó el dormitorio principal, el de la cúpula en el techo recuerdo de cuando siglos atrás el edificio fuera una ermita. Colocó una mecedora junto a la mesa camilla de su estancia favorita, el mirador situado sobre la puerta principal, donde podía sentarse a leer por la tarde esperando el momento de la puesta de sol, que desaparecía justo enfrente y que vertía hacia ella sus últimos rayos. Preparó el dormitorio pequeño junto al suyo, el de la campana en la ventana para llamar a la misa del domingo, para que Teté tuviera alcoba propia, aunque la niña seguía durmiendo en la cuna colocada al lado de su cama, y se ocupó de que se limpiara y llenara de agua el estanque para poder refrescarse en el verano que se estaba echando encima. Y cada amanecer volvió de nuevo a montar sobre Lucero para recorrer con él los límites de la finca que ahora era sólo suya.
Aprovechó que Manolo se iba a casar con María, la que fuera doncella de su madre, para cambiar los pesados cortinajes color burdeos del salón por cortinas blancas más alegres y pidió al cura de Villanueva que oficiara la ceremonia en la capilla. Para celebrarla invitó a todos los trabajadores de la finca, además de a los familiares de los novios. Y resultó divertido, pese al tirón que Teresa sintió en el estómago al ver a la pareja jurarse amor y fidelidad en el mismo lugar donde Jacinto y ella habían hecho lo propio no hacía casi nada de tiempo.
La mayor parte de su día estaba dedicada a lo que se había convertido en el primer trabajo de su vida. Para empezar, pasó mañanas enteras encerrada en el comedor con César, el encargado, revisando documentos, firmando facturas y, sobre todo, haciendo preguntas. Cuando creyó que había comprendido lo que tenía que hacer, se puso manos a la obra. Los primeros días en el campo se limitaba a seguir a César como un perrillo faldero. A la semana ya llevaba ella las riendas de la labor y se atrevía a contradecirle cuando le parecía oportuno: «No, no, es mejor guardar el trigo en el almacén antes de que acabe el día», «César, que no, que me habías dicho que esto se hace de otra manera». A él, un hombre rudo acostumbrado a las tajantes órdenes de otro hombre, el autoritario don Francisco, se le hacía raro que una chica joven que había dejado a su marido en la capital se pusiera a discutir con él la mejor manera de recoger la remolacha. Pero no rechistaba.
A Teresa no se le hacía raro nada. Volvió a ser ella. Madrugaba para corretear con Lucero, desayunaba con su niña en brazos y luego se iba al campo, con su falda ancha, zapatillas de esparto, un gran sombrero de paja anudado con un pañuelo al cuello, a dirigir las tareas de la recolección. Su familia eran Teté; Carmencita, convertida en la sombra de la niña; Cesar, que dirigía los trabajos agrícolas, María, que llevaba la casa, y Manolo, que manejaba los aperos y que vivía junto a su mujer en el dormitorio vecino de la cocina. No pensaba que le hiciera falta nadie más.
Estaba una mañana subida en lo alto de un montón de heno con un gran bastón en la mano cuando vio llegar por la curva de la carretera el Hispano Suiza amarillo. Se bajó inmediatamente. Al llegar a la puerta de la casa, Jacinto estaba ya lanzando por el aire a Teté, que se reía de verle. Él llegaba vestido de ciudad, fresco y guapo. Ella sudaba bajo su gran sombrero y sus ropas de campo. Jacinto se anticipó.
—Estoy de vacaciones. Quiero pasarlas con mi hija.
No le dijo que no. Volvió al trabajo y estuvo observándole desde lejos el resto de la mañana. Le vio jugando con la niña. Se la llevó al estanque y la metió en el agua, manteniéndola en sus brazos. Creyó que la pequeña, de pocos meses, iba a gritar. El agua de aquella alberca estaba siempre helada. Teté no lloró. Tenían un patito amarillo, que nadaba a su alrededor. Después de un rato, salieron los dos. Jacinto secó a su hija y la mudó allí mismo. Le dio de comer la papilla, cucharada a cucharada, entremedias de muchos besos, sujetándola entre sus brazos, bajo la pérgola.
Cuando Teresa llegó para almorzar, ya la estaba esperando en el comedor. Únicamente hablaron de la niña. Tras el café, él se fue y reapareció vestido con una camiseta grande y uno de sus pantalones viejos.
—Déjame que te ayude —le pidió.
Pasaron la tarde en el campo, Jacinto ayudando a tirar de las mulas, Teresa organizando la recogida del trigo. Al terminar, rendidos, empapados de sudor, echaron a correr los dos a la vez, como si se hubieran puesto de acuerdo, con dirección al estanque. Se tiraron de cabeza, vestidos como estaban. Carmencita, escandalizada, les llevó un montón de toallas para que se secaran. Envueltos en ellas, se sentaron en el poyete bajo la sarga, de cara a la puesta de sol. No se dijeron una palabra. Jacinto le pasó el brazo por encima del hombro y la besó.
VIII
Se amaron de nuevo como si nada hubiera pasado, pero ya no volvieron a confiar el uno en el otro como antes. Teresa dejó de interesarse por los asuntos de Jacinto y éste ya nunca le daba explicaciones de lo que hacía y adónde iba. Sin hablar, porque apenas se intercambiaron palabra, delimitaron sus territorios. Él la ayudaba en las tareas más pesadas del campo, volvió a abrir la consulta en los altos de las cocheras y por las tardes se perdía carretera adelante al volante de su automóvil, a visitar más enfermos o a participar en reuniones políticas. Ella se encargaba de la marcha de la finca y de la casa. Se turnaban en bañar y dar de comer a la niña, pese a que Carmencita se bastaba por sí sola. Sus únicos temas de conversación eran los domésticos. Quizá, se dijo Teresa, en eso y en nada más consiste el matrimonio.
Ella comprendió, al fin, que a él le gustaban los secretos. Lo aceptó siempre y cuando, como entonces, la buscara a ella por las noches y no se marchara con otra mujer cuando se iba, como tanto le gustaba, sigilosamente. Por su parte, disfrutaba de ventajas que no tenía otra esposa en mil leguas a la redonda, como poder manejar la finca a su antojo y disponer del considerable caudal que obtenía de las cosechas, la recolección de la aceituna y la almendra, la venta de la leche y de los corderos sin dar cuenta a nadie. Ni siquiera al marido, cuya firma necesitaba para todos los papeleos del banco. Teresa le ponía los documentos junto al desayuno en la mesa del comedor y Jacinto los firmaba sin leerlos. A lo más, le ofrecía recomendaciones prácticas, sobre todo para modernizar los sistemas de producción agraria. Fue él quien le sugirió que comprara un pequeño tractor, un aparato recién llegado a España que simplificaría bastante las tareas de arar y recolectar. Felipe, cómo no, ya tenía uno.
Fueron a La Estacada a merendar y Teresa se prendó de aquel aparato que le pareció, efectivamente, un gran invento. Había que encargarlo en una oficina de la carrera de San Jerónimo y la demanda era tal que tendría que esperar más de un año para conseguirlo. El padre de Felipe, que quedó en buscarle una recomendación, fue un descubrimiento para ella; pasaron la tarde debatiendo cómo controlar el fraude en la venta de leche de cabra y dónde encontrar los mejores vareadores de olivos. En el otro lado de la mesa, Felipe y Jacinto discutían, como siempre, acaloradamente de política, el primero, empeñado en denunciar de antemano los males que iban a caer sobre la patria tan pronto desapareciera la dictadura de Primo de Rivera y el segundo, esperanzado de que tras ese momento se iniciara un proceso de modernización del país.
Aquella tarde en La Estacada Teresa conoció por casualidad uno de los secretos de su marido: el de su amistad con los amigos de su tío. Por supuesto, había tratado con don Nicanor aun antes de conocer a Jacinto, él le curó aquellas fiebres de malta que padeció de pequeña y cada una de las magulladuras que se causó cayéndose del caballo en sucesivos veranos. Don Cosme, el alcalde, había sido amigo de don Francisco, y recordaba al maestro y al boticario porque asistieron a su boda. Pero no supo hasta entonces que todos ellos mantenían una tertulia a la que asistía Jacinto de forma asidua. Como la que se organizó aquella noche, hasta las tantas, a la vera del estanque de La Estacada, por iniciativa del padre de Felipe, que también les visitaba de vez en cuando. Fue un guirigay de opiniones encontradas sobre política, ciencia, medicina, agricultura que Teresa, que no abrió la boca, encontró fascinante.
—¿Por qué no les invitas nunca a que vengan a la finca? —preguntó a Jacinto en el camino de vuelta.
—No sabía que te gustaría —fue la respuesta.
«Dios mío, él tampoco me conoce a mí», se dijo a sí misma Teresa.
Era una noche calurosa, llena de estrellas y de sonidos de grillos y búhos. Estaba tentada de decirle «para el coche» e invitarle a pasear por la rivera del río cuyo pequeño puente acababan de cruzar, cuando él la interrumpió.
—El lunes tengo que trabajar en el hospital. ¿Volverás a vivir a Madrid?
—No —respondió, e hizo una pausa—. Tengo que vender el trigo.
—Vendré yo los fines de semana.
Como siempre en la vida de Teresa, tampoco ese plan resultó definitivo.
El segundo domingo que Jacinto la visitaba, se despertó con el aroma de café con leche y bizcocho entrándole por la nariz. Abrió los ojos, comprobó que sobre la colcha blanca tenía, efectivamente, la bandeja con el desayuno y antes de preguntarle nada, él habló:
—Te he subido el desayuno porque estás embarazada.
—No creo. Es sólo un pequeño retraso... Oye, ¿es que los médicos lo adivináis?
—No lo sé por médico. Lo sé por marido. —Se rió mientras la acariciaba. Se le notaba contento—. No te preocupes. Este embarazo no tiene por qué ser como el otro. Seguramente estarás bien. Tómate unos días para organizar lo que hay que hacer aquí y si te parece, el domingo que viene Teté y tú os venís conmigo y el lunes te llevo al hospital para hacerte pruebas.
Ella se puso de un mal humor horroroso. ¿Por qué tenía que ser que cada vez que conseguía organizar su vida a su manera, sentirse libre, ocurría cualquier cosa que la obligaba a hacer lo que se suponía que tenía que hacer, que resultaba exactamente lo contrario de lo que ella deseaba? No tenía ganas de vivir en Madrid. Estaba feliz de dirigir el trabajo de la finca. Había logrado a duras penas encontrar un equilibrio que le permitía mantener su matrimonio en un estado aceptable para los dos. Y, encima, la alegría de Jacinto le parecía sospechosa. Muy sospechosa. De nuevo la volvía a tener metida en una jaula. Encerrada en casa. Dependiente de él.
Pasó la semana con un humor de perros, repasando con César todo lo que había que hacer, empezando por llevar el trigo a donde ella había acordado venderlo y terminando por alquilar el coto de caza. Jacinto no cazaba y Paco y los primos no se habían atrevido a pedirle que les dejara hacerlo a ellos como habían tenido por costumbre desde que les regalaron sus primeras escopetas. No les había vuelto a ver desde el funeral de don Francisco y ni ganas que tenía de hacerlo. Como no deseaba volver a la vida de la ciudad, siempre para ella sinónimo de esclavitud, y perder la libertad que desde pequeña había encontrado en el campo.
La cosecha de su primer verano como agricultora había sido espléndida, lo que, a falta de que nadie se lo celebrara, se repetía ella misma en voz alta con mucho orgullo. Y entre unas cosas y otras, había para comprar un nuevo carretín y reponer las lecheras. Y para el tractor. Guardó en un sobre los billetes con los que iría a la carrera de San Jerónimo en cuanto llegara a Madrid.
Hechos los baúles, se llegó varias veces a la cuadra a despedirse de Lucero. Otro año sin poderlo montar. Allí la sorprendió Jacinto, que la andaba buscando para ver si ya estaba lista para emprender la marcha.
—Ya sé que es duro para ti dejar el mundo donde te sientes feliz —le dijo suavemente.
Teresa se volvió hacia él y se dejó abrazar. Claro que era muy duro.
De vuelta a Madrid, la verdad es que no lo fue tanto. Nadie se empeñó en que guardara cama durante el embarazo, no se supo si porque no hacía falta o porque ella, de todas formas, no hubiera cumplido con semejante orden si se la hubiera dado cualquier médico y menos su marido. Cambió las cortinas del comedor y las tapicerías del salón para que fueran más alegres, con lo que desterró los fantasmas de la decoración impuestos por doña Enriqueta y, por primera vez desde que estaba casada, se metió de lleno en eso que se llamaba la vida social. Llamó a sus antiguas amigas del colegio y empezó a salir a merendar y al cine con ellas, para lo que necesitó muchas visitas a las modistas para que le confeccionaran aquellos trajes de chaquetas entalladas y faldas largas con una hendidura por la parte de atrás con los que fue vestida hasta que, bien avanzado su estado, tuvo que dejarlos colgados en el armario. Le gustaban los sombreros grandes, con lazos y flores de tela, los bolsos cuadrados de asas y los zapatos de plataforma. Estaba guapa vestida así. A veces, Jacinto se quedaba mirándola cuando se disponía a salir e incluso le preguntaba:
—¿Adónde vas?
—¡Ah...! —era su respuesta—. No me lo cuentas tú y te lo voy a decir yo...
Era lo que pensaba. Más de una vez se entretuvo por la calle para llegar a casa después de él y sorprenderle dando la cena a Teté. Nunca él le dijo nada.
Teresa pasaba muchas horas con la niña en el Retiro con la excusa de que la pequeña necesitaba tomar el aire, aunque fuera ella la necesitada. Y encargó el tractor, que dejó pagado, pero que no estaría listo hasta la primavera, justo cuando le hiciera falta en el campo y cuando la niña hubiera nacido y pudiera volver a vivir en la finca. Porque sabía que iba a ser niña. Y estaba decidida a vivir en el campo. Madrid estaba bien para ir al cine y reír con la gente a ratos cortos, pero sentía mucha más satisfacción por abrir una misiva de las que César le mandaba con Jacinto («Señora, que se necesita...», empezaban diciendo todas ellas) que estrenar un abrigo de paño inglés.
Apenas si se encontró con Concha unas cuantas veces ese invierno, siempre con el pretexto de una buena película que ver en común. Del resto de la familia, nada hasta la Navidad. Y porque intercedió Jacinto. «En Nochebuena, no. Una tarde a merendar y punto», accedió ella. Paco ni se atrevió a mirarla a la cara, ya tenía tres niños, todos iguales de morenos que él. Sumaban una decena de pequeñajos entre todos los primos, y eso que Andrés y Concha no habían tenido descendencia. Eran todos niños y Teté se divertía mucho con ellos, pero Teresa no estaba por dejar que se repitiera la historia. Mejor jugaba con sus amiguitas en el Retiro.
Gloria y Felipe sí les visitaron mucho en casa por aquellos meses, lo que daba pie a largas discusiones políticas entre los dos amigos. Y en éstas apareció por el piso de Alcalá, ya para quedarse durante un tiempo, don Nicanor. El tío de Jacinto tenía un problema de riñón que su sobrino necesitaba tratar en el hospital, así que el médico de Villanueva se instaló en la alcoba pequeña y proporcionó a Teresa una compañía amena, conversaciones interesantes e incluso un brazo caballeroso para asistir con ella al teatro o a la zarzuela cuando, como de costumbre, su marido estaba ocupado con otras cosas.
Ambos tenían en común el haber sido criados para disfrutar de la vida en la ciudad y también el haber llegado por distintos motivos a encontrar la paz en el mundo rural, y los dos sabían desenvolverse en las altas esferas de la sociedad madrileña como peces en el agua, al contrario que Jacinto, un chico de pueblo que nadaba incómodo en esas aguas. Teresa le servía el té a don Nicanor en su gabinete y pasaba la tarde ensimismada escuchando sus historias de médico en palacio y cómo había enseñado esgrima al mismísimo Rey y qué pasó aquel día en que tuvo que preparar al secretario real para un duelo del que salió victorioso pese a no saber manejar la espada con destreza. Y más tarde, ya en la penumbra, giraba la conversación hacia Villanueva y entonces ella le admiraba más aún porque le contaba que hasta que él llegó las mujeres que no podían dar a luz sin más ayuda que la de la comadrona morían en el parto y a sus hijos se les dejaba morir también por falta de leche con la que amamantarles.
Don Nicanor, un hombre alto, con la cara grande, enormes orejas y enorme nariz, tenía un porte que le confería un gran atractivo pese a sus evidentes defectos, que se olvidaban a los pocos minutos de estar con él, y una manera de hablar envolvente que le convertía en un estupendo narrador de historias. Teresa, abandonada por todos los hombres de su familia desde tiempo atrás, se reconcilió con el género masculino gracias a él. Estaba encantada de tenerle en su casa. Y el huésped correspondió sin que nadie se lo pidiera intentando construir puentes entre los dos miembros de aquella pareja tan desigual que le habían acogido con tanto cariño.
—Jacinto es difícil de comprender. Ni yo mismo le entiendo —soltó de sopetón una tarde que conversaba con Teresa. Viendo que ésta callaba, le contó la difícil infancia del niño abandonado, su pasión por curar a la gente, su creciente interés por la política—: Para ti y para mí, que nunca nos faltó nada, es imposible ponernos dentro de su piel. Él está buscando algo que ni siquiera sabe dónde está. Por eso corre tanto.
Como siempre después de cada conversación con don Nicanor, Teresa se quedó rumiando sus palabras durante varios paseos por el Retiro. Esta vez con más interés. Nunca hasta entonces había conocido con tanto detalle la complicada infancia de su marido.
Con Jacinto, don Nicanor fue más duro.
—Tienes una mujer que no te la mereces. Es guapa, alegre, inteligente, rica y te quiere. Si no te tomas tiempo para sentarte a hablar con ella y para sacarla a pasear donde todo el mundo te vea de su brazo, perdona que te diga que eres un perfecto imbécil —le recriminó, sin que le hubiera dado pie, en seco, mientras Jacinto le preparaba para hacerle una radiografía del riñón.
No tuvo respuesta.
Lo que sí obtuvo de Teresa fue un grito de alegría cuando se pasó una tarde por su gabinete y le anunció:
—Mañana te pones tu mejor traje de chaqueta. A las once vendrá a recogernos un coche. Voy a palacio a presentar mis respetos al Rey antes de volverme a Villanueva y ya he dicho que iré acompañado de mi sobrina.
El mejor traje de chaqueta era azul marino con cuello de zorro negro y Teresa misma se tuvo que soltar la cinturilla porque estaba ensanchando de cintura y ya no le cerraba, pero valió. Se puso el sombrero negro pequeño, los guantes y los botines negros y el perfume de Dior que aún guardaba del viaje a París. No había vuelto a palacio desde el baile que siguió a su presentación en sociedad y apenas si durmió la noche anterior. Estaba hecha un manojo de nervios. Aunque tampoco, a la hora de la verdad, la cosa fuera para tanto.
Don Nicanor y ella esperaron en una sala enorme, decorada con tapices y mullidas alfombras, con un montón de gente, a que les llegara el turno y, una vez les anunció el ayudante de cámara, entraron en el salón, donde el Rey, vestido de gala militar, se fundió en un abrazo con su antiguo médico. El monarca le pareció más alto que en sus retratos, pero igual de delgado, con aquel bigote recto tan suyo. Teresa le rindió pleitesía tal y como había ensayado más de diez veces esa mañana. El monarca, simpático y campechano, habló a don Nicanor de espadas, caza, familias, tiempos pasados... hasta que el ayudante se adelantó, dando por terminado el encuentro. Nuevo abrazo para él y cortesía de ella. Le pareció que el Rey la había mirado de una manera tan rara...
Don Nicanor fue riéndose a carcajada limpia todo el trayecto en coche desde palacio al piso de Alcalá.
—En casa te lo cuento... cuando llegue a casa... —fue todo lo que atinó a decir cada vez que ella le preguntaba que por qué se reía tanto.
Ya en el piso, se enjugó las lágrimas con un pañuelo, llamó a Jacinto, que estaba esperándoles para almorzar y apenas pudo, entre risotadas, relatar lo sucedido:
—Les he dicho que iba... ja, ja, ja... con mi sobrina... ja, ja... y el Rey ha pensado que... ja, ja, ja... mi sobrina...
Teresa salió del salón dando un portazo y fue a quitarse la falda, que se le estaba quedando clavada a la cintura. Se tumbó en la cama, rendida, y antes de quedarse dormida sólo tuvo fuerzas para decirse en voz alta:
—¡Hombres!
IX
La segunda niña se llamó Isabel porque Teresa lo quiso. «Esta vez eliges tú el nombre, es igual que yo», le dijo Jacinto cuando la despertó de la anestesia del parto. Fue por cesárea, porque la pequeña venía de nalgas. Su propio padre la trajo al mundo en el hospital. Y, efectivamente, la pequeña era una copia diminuta de él, pero en moreno. Los ojos iguales de grandes, aunque castaños; la cara redonda; la nariz chata; las mejillas llenas de pecas. No lloraba ni se quejaba. Dormía plácidamente entre toma y toma. «Pues sí, es igual que tú. No hace un ruido», corroboró la madre.
La niña llegó en primavera, exactamente el mismo día de la fecha fijada para recoger el tractor encargado el otoño anterior, así que el tractor tuvo que esperar, pero no mucho. Teresa convenció a Jacinto para que la llevara en coche a la tienda de la carrera de San Jerónimo directamente desde el hospital camino de su casa, con el bebé en brazos y los puntos recién quitados. Allí les esperaría Manolo, a quien ella había encargado que se entrenara en el manejo del vehículo practicando unas cuantas veces con el tractor de La Estacada.
«Eres la pera», exclamó Jacinto con una mezcla a partes iguales de admiración y reproche recordando la escena que acababa de presenciar, cuando, ya a bordo del Hispano Suiza, enfilaban desde Neptuno a Cibeles por el Prado camino de su hogar. Porque había que haber visto a Teresa con la niña en brazos buscándole el pecho mientras ella, haciendo como que no se daba cuenta, firmaba papel tras papel para hacer efectiva la entrega del tractor y había que haber observado las caras de los empleados de la Casa de Vehículos Agrícolas a Motor, que era lo que rezaba el cartel colocado sobre la puerta del establecimiento, y cómo miraban a aquella mujer joven metida a empresaria agrícola en aquellas circunstancias.
Cuando, al fin, sacaron el vehículo del almacén y lo dejaron junto a la acera, su dueña protestó porque estaba pintado de color verde y no de rojo, como ella había encargado. Jacinto, que hasta entonces había permanecido en el umbral de la tienda sin querer fijarse mucho en lo que sus ojos estaban viendo, intervino para apaciguarla. Pero estaba enfadadísima. Sólo logró calmarla susurrándole al oído —«si no te tranquilizas, se te va a cortar la leche»—. Aunque una vez que Teresa se resignó al verde, ocurrió lo peor.
Manolo, sentado en lo alto del pequeño tractor, giró la llave de contacto, puso en marcha el motor y empezó a rodarlo carrera de San Jerónimo abajo. El vehículo se fue escorando hacia la derecha poco a poco, cada vez más según seguía bajando la calle empinada. Entonces se subió a la acera, estuvo a punto de llevarse por delante a una señora que andaba por allí muy peripuesta paseando a su perrito y se detuvo a pocos centímetros de la fachada del hotel Palace, contra la que no se estrelló porque, gracias a Dios, el conductor descubrió cuál era la palanca del freno en el último segundo.
Jacinto llegó corriendo, pidió disculpas a la señora del perrito, comprobó que el tractor no había sufrido daños e increpó a Manolo.
—¿Seguro que sabes manejar este cacharro?
—Don Jacinto, lo estoy intentando —escuchó como respuesta.
—Pero, vamos a ver, ¿has practicado con el tractor de La Estacada?
—Verá, don Jacinto, es que no he tenío tiempo últimamente...
Teresa, que llegaba andando, con la niña en brazos envuelta en una toquilla, se interpuso entre los dos hombres.
—Manolo, lo mejor en estos momentos es permanecer en calma. Anda, Jacinto, enséñale cómo se maneja el tractor. No debe de ser muy diferente del automóvil.
Así que Jacinto se subió al tractor, sacó su libro de instrucciones, lo leyó un buen rato, hizo que Manolo ocupara el asiento del conductor y le dio las explicaciones básicas para manejarlo. Debieron de ser suficientes, porque poco después la pareja con el bebé comprobó desde la misma puerta del Palace que el vehículo llegaba a Neptuno sin apenas hacer algunas eses, doblaba a la derecha y se perdía de su vista.
—Seguro que llega muy bien a la finca. Manolo es muy listo. Y nosotros, ¡hala!, vámonos a casita, que la niña tiene hambre —comentó Teresa.
Jacinto prefirió no decir nada.
Manolo y el tractor llegaron a la finca sanos y salvos, aunque nunca se supo lo que tardaron en cubrir los sesenta kilómetros de recorrido previsto, y «el cacharro», como se le llamó desde entonces, pasó a ocupar el lugar de honor de las cocheras. Pero sirvió de poco. Aquél, el 30 del siglo, fue un año de sequía extrema, la peor en mucho tiempo. En las tierras de secano apenas si nació el trigo. Las regueras de los campos de remolacha sólo servían para conducir hilillos de agua. Las ovejas producían la mitad de leche que el verano anterior. De los caños de las fuentes únicamente salían unos débiles chorros. El arroyo se secó de tal manera que hasta desaparecieron los cangrejos.
Las misivas que César enviaba a Madrid eran tan apremiantes que hasta Jacinto estuvo de acuerdo en que Teresa se fuera a la finca con las niñas cuando Isabel sólo contaba unas pocas semanas de vida. Y allí, en su campo querido, ella vivió durante los meses de verano una doble vida. De puertas para adentro, en la casa que volvió a encalar para darle más luz, todo era cantar alegremente para las pequeñas, jugar con ellas, hacerlas reír. De puertas para fuera, trabajaba en el campo de sol a sol.
En su vida doméstica, seguía contando con la ayuda de Carmencita, que cuidaba de Isabel como antes había hecho con Teté. Pero las dos niñas dormían en la habitación de su madre, que sólo se separaba de ellas para trabajar. María les hacía unos guisos estupendos, aunque su gallina en pepitoria y su leche frita, que estaban para chuparse los dedos, eran manjares reservados para los domingos, cuando Jacinto y don Nicanor se sentaban a la mesa. A Teresa le costaba trabajo hacerle comprender que no era necesaria la presencia de hombres para que todas ellas pudieran disfrutar de las buenas cosas de la vida, pero María se emperraba en su argumento —«Quia, señora, nosotras no somos na’, usted es distinta porque no es de por aquí»—. Se podía adivinar cuándo Manolo andaba fuera y no iba a volver para almorzar porque ese día la comida consistía en poco más de un huevo frito y un tomate partido por la mitad. A la noche, cuando estaba ya de vuelta el único hombre de la casa, encontraban sitio en la mesa las croquetas de jamón y las natillas con merengue flotante.
Jacinto, que llegaba los sábados por la tarde en su automóvil, continuaba siendo un padre ejemplar y se entretenía haciendo cucamonas a la pequeña Isabel, aunque Teresa siempre pensó que su ojito derecho era Teté. «Será —se dijo— porque es como yo, pero nunca le planta cara.» Leía cuentos antes de dormir a la luz de la vela de la palmatoria a su hija mayor y le llevaba regalitos, puras baratijas, que la niña iba atesorando en una caja que escondía debajo de su cama. Su madre añoraba la relación que ella tuvo con don Francisco, tan parecida a la de Teté con Jacinto, y como comprendía ésta, les dejaba solos muchas veces para que disfrutaran el uno del otro. En especial a la hora del baño. A ella le conmovía observarles de lejos, la pequeña entrando en brazos de su padre en el agua del estanque, tan fría, sin protestar, con el pato que llegaba corriendo desde el corral en cuanto les sentía para, ¡zas!, unirse al dúo, dando vueltas a su alrededor.
Don Nicanor les había visitado con cierta frecuencia años atrás, pero ahora, después de su estancia en el piso de la calle Alcalá, se había metido tan dentro de la familia de su sobrino que si no aparecía por allí una semana, todos le echaban de menos. Para las niñas era como un abuelo, que las mecía sin cansarse, largo rato, y les entonaba canciones antiguas que las pequeñas no entendían, pero que les servían para quedarse fritas en unos minutos. De sus bolsillos salían continuamente caramelos de fresa que Teté ya había aprendido a pedirle y que don Nicanor acercaba a los labios de Isabel para que la pequeñina disfrutara de su sabor.
Para Teresa, el tío de Jacinto era un amigo más que un padre. Los dos se reían meses después de su encuentro con el Rey en palacio y del equívoco de la sobrina, que don Nicanor achacaba a que «ya sabes, querida, que don Alfonso es Borbón y los Borbones, pues ya se sabe...». Cada vez que viajaba a Madrid, de tarde en tarde, volvía a visitarla con una sombrerera más en la mano. «Porque a una dama nunca le debe faltar un sombrero. Y a ti, que eres una gran dama, menos.» Ella protestaba por la inutilidad del regalo, porque en la finca no usaba más sombreros que aquel grande de paja atado con un pañuelo para librar a su cara de los rayos de sol. Pero aceptaba el presente encantada, guardaba la sombrerera junto a las demás en la balda de arriba del armario y proporcionaba así al anciano el gusto de saberse apreciado por su galantería.
Cada domingo, Teresa y Jacinto recogían al tío en Villanueva a la salida de misa y se lo llevaban a almorzar a la finca. A su dueña no le habría importado que se hubiera quedado a pasar el verano allí, pero él era muy suyo; decía que no sabía vivir lejos de sus libros y de sus viejos amigos, así que el domingo por la noche Jacinto le devolvía a su casa cuando emprendía el camino de regreso a Madrid. Entre semana, ella, sola con las mujeres, y con César y Manolo la mayor parte del día, aprovechaba cualquier pretexto que la llevara a Villanueva para llamar a la campana de la puerta de la casa grande y dejarse invitar a tomar un té y escuchar cualquier relato de la vida en la corte en boca de aquel hombre que tan bien sabía contar historias bonitas de un mundo que, visto desde las penurias por las que Teresa atravesaba aquel verano, aparecía tan remoto, tan imposible.
Para Teresa, Jacinto y don Nicanor, cada uno a su manera, el marido por el lado práctico, el tío por sus inyecciones de moral, constituyeron dos valiosos hombros en los que apoyarse en aquel difícil verano en el que, de puertas para afuera de la casa, todas las circunstancias vinieron tan mal dadas.
No es que sobrara el tractor, parado en la cochera. Es que sin apenas qué cosechar, ni falta que le hacían los cuatro pares de mulas. Y, sobre todo, se veía obligada a dejar de contratar a todos los peones, hasta medio centenar, que cada verano contaban con el trabajo en la finca para subsistir en invierno en los pueblos de alrededor. De hecho, apenas tenía para pagar los salarios de César, los pastores, el herrero y los dos peones que habitaban en las casitas adosadas al corral. Cada visita a Villanueva terminaba con el asedio de mujeres, hombres y niños que se acercaban a pedirle trabajo. Teresa se quedaba quieta, parada, mirándoles, sin saber qué explicarles. Sufría porque no les podía proporcionar ni salario ni consuelo. Ella misma estaba al borde de la ruina.
—Joven agricultora, ya es hora de que aprendas una máxima que, por cierto, repetía con frecuencia tu padre, no sé si se la escucharías. ¿Sabes cuáles son las tres maneras que tiene un hombre de arruinarse? Pues la más rápida, el juego; la más divertida, las mujeres; la más segura, el campo —bromeó con ella don Felipe padre, el viejo dueño de La Estacada, a quien Jacinto la llevó a visitar para que le recomendara lo mejor que hacer en aquellos momentos.
No, no se lo había oído decir a don Francisco, seguro que por no contar lo de la diversión, nunca se habría atrevido a repetir ese chiste delante de ella y de su madre. Pero sí escuchó ahora atentamente al padre de Felipe, que le contó lo que él había hecho al verse en las mismas circunstancias que ella ahora: vender ovejas y mulas, recortar gastos y rezar mucho para que lloviera el próximo otoño y la siguiente primavera.
—Y una lección que aprender, muchacha. Cuando venga un buen año, ahorra para cuando se vuelven flacas las vacas. Una norma de la que yo mismo me olvido, y la prueba la tienes en ese tractor que compré hace dos temporadas y que estoy ahora pensando vender —fue su recomendación final.
Lo de ahorrar, lo aprendió para siempre. Pero no vendería el tractor. Conferenciaron alrededor de la mesa del comedor toda una tarde de domingo Jacinto, don Nicanor, César y ella sobre lo que se podía ahorrar, vender, arrendar para salir del apuro. El tío de su marido se la llevó a un aparte y allí, bajo la pérgola, le dio el mejor de los consejos.
—No tomes ahora mismo una decisión. Piensa de qué estás dispuesta a desprenderte y de qué no. Y el domingo que viene nos vemos aquí de nuevo.
Jacinto le propuso dar un paseo al atardecer. Subieron en silencio hasta la mitad del camino que llevaba a lo alto de Las Peñas y se sentaron sobre las piedras de la majada en ruinas para ver desde allí la puesta de sol. Teresa se lamentó en voz alta del paisaje amarillo y marrón. Hasta las encinas estaban perdiendo su perenne verdor.
—Lo peor no es el paisaje, sino la gente. Tenemos que hacer algo por ellos. Sabes que no me gusta interferir en cómo llevas la finca, pero me parece que deberías pensar en la manera de aliviar el hambre que hay a nuestro alrededor. No tenemos con qué pagarles, pero ¿por qué no buscas otras maneras posibles de auxiliarles? Me preocupan sobre todo los niños; vienen a la consulta con muchos achaques, pero lo que les pasa es que están desnutridos. Si quieres te ayudo a pensar lo que se puede hacer. O a hacerlo —fue la propuesta de Jacinto.
Teresa le tomó de la mano para el camino de vuelta. Siempre le gustó de su marido su preocupación por los demás y la manera tan directa, pero tan amable, de dirigirse a ella. Viéndoles partir a bordo del automóvil amarillo poco después, se quedó pensando en lo diferentes que resultaban los dos hombres. Don Nicanor, tan sabio; Jacinto, tan dulce.
Manos a la obra. Antes de acostarse esa misma noche y todas las noches de esa semana, Teresa se sentó a pensar de qué desprenderse meditando concienzudamente en su lugar favorito, la mecedora del mirador, con papel y lápiz sobre la mesa camilla. Desde el primer momento tuvo claro que no vendería jamás tres cosas, que apuntó en la hoja que había encabezado con un NO: la primera, Lucero, su única diversión. La segunda, el Hispano Suiza, porque Jacinto no tenía por qué pagar que ella no hubiera ahorrado el año anterior. La tercera, el tractor. «Porque no», anotó como toda explicación.
Al final, y tras la nueva conferencia con sus hombres el domingo siguiente, se desprendió de dos pares de mulas, que ya no le harían falta porque para su trabajo tenía tractor, medio centenar de ovejas y el nuevo carretín, apenas sin usar. Con todo ello podría pagar los meses de verano a los empleados fijos. Para el otoño ya contaría con los ingresos de la caza, la aceituna y la almendra para costear los gastos del invierno y las simientes de la próxima cosecha, les explicó. Ellos comprobaron las anotaciones y los números que Teresa había sumado y restado en cuartillas y más cuartillas con su letra picuda, tan ordenada, y asintieron. «Aunque por si acaso y siguiendo las recomendaciones de don Felipe padre, he encargado una novena a la Virgen del Rosario que se va a decir en la iglesia de Villanueva para que llueva este otoño», les avisó. A eso los hombres le dijeron que «bueno», sin tratar de disuadirla, pero sin mucho convencimiento.
Para combatir el hambre ajena no quiso esperar a que volviera Jacinto, sino que se propuso sorprenderle. Como en el almacén se guardaban legumbres del año anterior, de sus vigas aún colgaban los productos de la matanza, las ovejas seguían dando alguna leche y las gallinas del corral continuaban poniendo huevos, dispuso que se colocara un trípode con una perola gigante en medio del patio donde cada mediodía se sirviera a todos los trabajadores un sabroso plato de cuchara. Si no podía pagarles, al menos les daría de comer.
—Pero no es que coman los de aquí. Es que vienen a almorzar desde Villanueva —se quejó María, que era la encargada de preparar el guiso diario.
—Pues que vengan todos —replicó Teresa, satisfecha.
Para mejorar la dieta de los niños decidió que la mejor solución sería entregar a sus madres un huevo diario y un vaso de leche para la cena de cada uno de los pequeños. Así lo hicieron dos días seguidos. Al tercero, María la puso sobre aviso:
—El huevo y la leche se los toma el padre. Para los niños, na’. Y mire que me voy a echar más trabajo encima, pero la tengo que decir que si queremos que los niños se alimenten, tenemos que ponerles la comida en la misma boca.
Teresa y María se ponían a cascar huevos y freír tortillas francesas desde el anochecer y en la puerta de la cocina que daba al patio se formaba una cola de chiquillos que iban turnándose ocupando de cuatro en cuatro las sillas colocadas en torno a una mesa en la que las mujeres les iban sirviendo la cena. Y en ésas estaban una noche cuando las sorprendió Jacinto, que había llegado antes de lo previsto. Ni siquiera habían oído el ruido del automóvil del lío que organizaba en el patio la chiquillería.
A Teresa le encantó la forma en que él la miró, orgulloso de su iniciativa. Aunque se molestó un poco por la ironía que desplegó a continuación.
—María, ¿tenemos mucho pan?
—Sí, claro, don Jacinto.
—¿Pero mucho, mucho?
—Sí, sí, don Jacinto.
—Pues entonces, ¿por qué no les dais a los chavales bocadillos de tortilla y os ahorráis todo este jaleo?
Por si fuera poco, María la puso aún de peor humor cuando las dos mujeres se quedaron solas.
—Se lo digo yo, y usté nunca me cree. Que los hombres son más listos.
Y se puso a hacer bocadillos mientras Jacinto esperaba a que Teresa saliera de la cocina en el zaguán para decirle que había tomado una medida muy acertada y darle un beso de desagravio por haber criticado su manera de ponerla en práctica.
Luego, por la noche, cuando las niñas ya dormían y sólo los grillos rompían el silencio, sentados los dos a solas en el poyete de la sarga, ella le contó su próximo proyecto.
—Había pensado que si las cosas no mejoran, para la primavera podría dejar que la tierra de más allá de la chopera la cultivara la gente de Villanueva. Se podrían hacer huertas donde ellos mismos criaran sus patatas y sus coles y sus tomates... Así no tendrían hambre cuando llegara el verano.
—Es una idea excelente, pero quizás poco práctica. En Villanueva viven cerca de mil personas. Pongamos que doscientas familias. Si le dejas a cada familia un terreno, a ti no te quedaría finca que cultivar —objetó él.
—No tiene que ser tanto terreno. Los huertos serían pequeñitos... —Jacinto sopló para apagar el candil y se acercó más a ella.
—Verás, de eso es de lo que hablamos en las reuniones políticas a las que ya sabes que asisto con frecuencia, unas veces en Villanueva, otras en Madrid.
Lo de Madrid no lo sabía. Teresa se interesó:
—Cuéntame de qué habláis en esas reuniones.
—La situación de los campesinos. Eso que tú has pensando, dejarles tierras para que ellos las cultiven, está muy bien. Pero tiene que ser una decisión colectiva, tomada por muchos agricultores. Mejor aún, por un gobierno. Y ha de hacerse con mucho tino y mucho cuidado. En el campo, como en las ciudades, está surgiendo una semilla, dijéramos que revolucionaria, que si no se encauza adecuadamente puede acabar en el caos...
—¿Quieres decir que si siguen pasando hambre llegará un día en que vengan a quitarme la finca? —interrumpió Teresa. Jacinto se sonrió. A veces se olvidaba de lo lista que era.
—Eso era lo que quería decir. Sí.
—Y ¿me tengo que quedar quieta sin hacer nada, a la espera de que llegue un gobierno que se ocupe de darles de comer? ¿Y si ese gobierno no llega, me tengo que resignar...? —A Teresa se le acumulaban las preguntas. Ahora fue Jacinto quien la interrumpió.
—Tú estás haciendo lo que puedes. Has sido muy generosa abriendo tu despensa. El detalle de la cena de los niños es magnífico. No dejes de hacer cualquier cosa que se te ocurra para ayudar a esta gente. Pero no les dejes tierras, eso sería abrir una vía que nunca se sabe dónde podría terminar. —Como ella se había quedado muda, continuó—: Hay personas preparándose para que en España haya un gobierno que introduzca las reformas necesarias para mejorar la situación de campesinos como los que tenemos a nuestro alrededor. Pero dentro de un orden.
Se oyeron sólo los grillos durante un rato largo. Luego la voz de Teresa sentenció:
—O sea, que tú te ocupas de que venga un gobierno que les dé de comer a todos y mientras tanto yo me ocupo de repartir bocadillos a los de por aquí.
—Anda, vamos a dormir, que es tarde —dijo Jacinto mientras prendía una cerilla para volver a encender el quinqué.
Al día siguiente, él ya no habló más del tema, ni siquiera cuando, delante de la gallina en pepitoria de otro domingo más, don Nicanor estuvo relatando las penurias por las que estaba pasando la gente de Villanueva.
Después de que los dos hombres se marcharan al anochecer, ella encargó a Manolo que a partir de ese mismo lunes le trajera del pueblo todas las mañanas el Abc.
X
Las primeras lluvias no llegaron hasta finales de octubre y causaron en Teresa una pulmonía. Por culpa suya. Puesto que ya no hacía calor, se había acostumbrado a montar a Lucero varias horas por la mañana. No tenía otra cosa que hacer desde que se estrenó el tractor para dejar las tierras aradas, a la espera de un poco de agua.
Subía hasta lo alto de Las Peñas, se sentaba a la entrada de una de las cuevas para dejar descansar al caballo, y luego bajaba por la otra ladera, hasta el camino de Villanueva. Ella misma se acercaba al estanco a comprar su periódico y a continuación, ya despacito, rendidos el caballo y ella, recorrían las calles del pueblo hasta hacer parada en la casa grande para dejarse invitar al aperitivo por don Nicanor.
—Mi mejor momento del día es éste; cuando llamas a la puerta y me sorprendes con tu visita —decía él invariablemente al salir a recibirla a la verja de la entrada.
—De sorpresa, nada. Sabe de sobra que vengo a que me explique lo que dice el periódico —replicaba ella, entre risas.
Los dos daban por hecho que Teresa se aburría lo suficiente en la finca como para organizarse esas excursiones diarias a Villanueva. Pero no tanto como para hacer las maletas y regresar a Madrid. Y era verdad que necesitaba comentar con alguien las noticias de la prensa. Como hasta entonces no se había interesado por la política, se perdía en los galimatías de las siglas de los partidos y de los nombres de los políticos. Además, nada tenían que ver los largos artículos sin ilustraciones comentando la actualidad en extensos párrafos de tipografía con las disquisiciones de don Nicanor sobre el carácter de éste o aquél, e incluso alguna picardía sobre las vidas personales de cada uno que el anfitrión, siempre tan atento, aderezaba con una copita de jerez seco y unas almendras con los que complacer a su visita.
—¿Qué me dice de este Alcalá Zamora? —preguntaba ella, como una niña que interpela a su maestro, señalando con el dedo un artículo de una ferocidad inusitada dedicado al personaje en la primera página del Abc.
—¡Ay, este Niceto! —se lamentaba él, encantado de tener la oportunidad de expresar sus opiniones sobre el viejo conocido—. Después de ser dos veces ministro de su Majestad, incluso ministro de Guerra, se nos ha declarado antimonárquico. Ya te conté el otro día lo del Pacto de San Sebastián... —agregó, atento a que Teresa moviera la cabeza afirmativamente—. Bien, querida —proseguía—. Yo diría de él que es un hombre lleno de contradicciones. Liberal, pero autoritario. Católico, pero republicano. Se ha embarcado en lo que quizás sea un imposible: una España republicana pero conservadora y burguesa. Muy difícil, muy difícil...
Don Nicanor se extendió un buen rato hablando del personaje. Incluso al acabar su perorata buscó entre los cajones de su despacho hasta encontrar una fotografía de él dedicada —«A mi apreciado amigo Nicanor, afectuosamente...»— enmarcada en plata, una plata sucia y descuidada.
—Me gusta mucho que se tome la molestia de contarme tantas cosas —replicó una Teresa encantadora—. Ahora, por lo que dice, no me extraña nada que en el Abc critiquen a ese Alcalá Zamora sin piedad. Se lo merece.
—¡Vaya, vaya! —don Nicanor sospechó que era él quien se había excedido detallando las contradicciones de su antiguo amigo—. Quizás convendría que algunos días, no digo yo que todos, adquirieras otro periódico. ¿Has probado con El Debate o El Sol? —preguntó, timorato.
—Sí, sí. He probado. Pero no me gustan. Estoy mucho más de acuerdo con el Abc que con los demás. —Teresa le miró con picardía—. Y usted tampoco guarda muy buen recuerdo de su amigo Niceto. Hay que ver lo escondido que guarda su retrato.
Cuando Teresa se despidió, tan ufana, don Nicanor se quedó riéndose a solas y a carcajada limpia un buen rato.
En una de esas lecciones de teoría política aderezada con críticas o alabanzas personales, según de quien hablaran, salió a relucir, al fin, Jacinto.