V
Muriel entró presurosa llamando a su marido.
El salón guardaba una semipenumbra y Keith en mangas de camisa, dormitaba sobre un diván.
—Cariño, ¿dónde estás?
Al hablar se quitaba el abrigo.
Lo dejó sobre una mesa y fue hacia el diván donde descansaba Keith sentándose en el borde del mismo e inclinándose hacia él besándola en la boca largamente, como ella solía hacer.
Keith notó su excitación.
Si duda Muriel estaba en forma aquella noche. Claro que Muriel poco necesitaba para ponerse en forma. Era apasionada, vehemente y extrovertida, de modo que exteriorizaba todo lo que sentía.
Encuadraba el rostro de su marido entre sus dos finas manos y le sobaba el pelo entretanto le besaba apasionadamente.
—Keith —susurró observando que él se mantenía inmóvil—, ¿qué te ocurre? ¿Estás enfadado porque me fui? Me citó Mag. Quería contarme todos sus problemas. Pero luego, para olvidarlos, nos fuimos al cine a ver una película porno. No sabes cómo me he puesto. Estoy ardiendo.
Keith la apartó de sí con sumo cuidado y se sentó en el diván.
—Muriel, tengo una jaqueca horrible. Acabo de tomarme un analgésico… —llevó las dos manos a la frente—. Te aseguro que nunca me sentí tan mal.
Muriel lo miró desconcertada.
—¿Tanto te duele?
—Una barbaridad —y se pasó de nuevo los dedos por el pelo—. Te aseguro que una barbaridad. Creo que si me quedo un rato así, se me pasará.
—Oh, te daré algo. ¿Té?
—No, no. Déjame así…
—Keith, yo que venía tan preparada para que nos hiciéramos el amor…
—Oh, querida… cuánto siento defraudarte.
—No, no te preocupes. Se me pasará —se multiplicaba para hablar y acariciarle generosa y dulcemente—. Keith, primero eres tú y tu jaqueca. No te dan con frecuencia, ¿verdad? Nunca te oí quejarte.
—Seguramente es el trabajo. Acabo de volver de la clínica. Cada día se acumulan más enfermos. Además ves cada caso incurable en la consulta que uno se pone a temblar de dolor, de impotencia y de pánico.
—Pobre Keith. Has elegido una carrera difícil.
—De algo hay que vivir, ¿no? Me ha tocado esa… ¡Qué le vamos a hacer! ¡Ay!
—Te duele mucho.
—Una burrada. Pero se me irá pasando.
—¿No será hambre?
—No te acuerdes de comer. No tenqo ni gota de apetito. pero ve tú y come, cariño. Tú no tienes la culpa de que yo me sienta así.
—Quisiera que me doliera a mí, Keith, y que tú estuvieras bueno. No soporto verte sufrir.
—Si me tumbo aquí una hora se me pasará.
—¿No quieres tampoco que te hable?
—¿De qué, cariño?
—De lo que sea. Así tal vez te distraiga.
—Mejor es que vayas a comer y luego me hables. ¿Qué tal tu amiga Mag? —preguntó con voz quejumbrosa.
Y volvió a tenderse en el diván.
Muriel se levantó y empezó a dar vueltas a lo tonto.
—Un caso terrible, Keith. La pobre Mag está sufriendo lo suyo.
—¿Qué le ocurre?
—Si te duele la cabeza te lo cuento mañana.
—Sí que me duele una barbaridad, pero tu voz no me molesta, querida.
La joven suspiró.
—Si tomaras otro analgésico…
—No, no. De momento esperemos el efecto del que tomé.
—¿Hace mucho que lo has tomado?
—En la consulta antes de salir. Ya te digo que acabo de llegar. No sé si tengo la gripe.
—Oh…
—No te asustes. Tal vez no pase de una jaqueca fuerte —alzó los párpados como si le pesaran mucho y añadió cariñoso—: Ve a comer algo, Muriel, y después regresa y cuéntame cosas dé tu amiga.
—Descubrió a su marido con su mejor amiga en su propia cama. Pero, ya te contaré luego….
Se iba.
Keith abrió los ojos y sonrió cálidamente.
Muriel era una buena chica.
Una gran esposa.
De repente se respingó.
Mag había hallado a su marido con su mejor amiga, ¿le habría dejado por eso?
Seguro.
Se estremeció a su pesar.
El no quería perder a Muriel.
Una cosa era su asunto con la enfermera y otra la de Lydia, pero otra, muy diferente, su felicidad con Muriel.
La oyó andar por la cocina y después apareció sujetando una bandeja con una cena fría, que colocó sobre la mesa, sentándose ella delante.
Keith recordó de súbito que tenia un apetito atroz.
Pero si se levantaba y comía, Muriel podía sospechar algo de la verdad.
Aguantó, pues, el apetito.
Muriel, desde la mesa, le iba refiriendo el asunto de Mag.
—Un dolor —decía—. Un verdadero dolor. Un matrimonio deshecho por la estúpida infidelidad del marido. ¿Encuentras algo más demencial?
Keith cambió de sitio.
Dejó el diván y sujetándose la cabeza con las manos se fue a hundir en un sillón no demasiado lejos de su mujer, que comía y seguía hablando.
—Naturalmente, el juez dejó al hijo bajo la custodia de la madre. El adulterio es algo imperdonable.
—Mujer, yo digo que por una vez bien podía Mag perdonar a su esooso.
—¿Perdonarle? —se alteró Muriel dejando de comer y alzando el cubierto—. ¿Lo crees así?
—Bueno, yo.
—¿Me perdonarías tú a mí?
—Es diferente.
—¿Diferente? ¿En qué sentido es diferente, Keith? La falta es igual en el hombre que en la mujer. ¿O no piensas como yo?
Keith no pensaba en nada, pero se imaginaba a Muriel siéndole infiel y pensaba que la hubiese matado.
Suspiró.
—No, No, Keith, la tengo toda.
—Oh.
—¿Qué te pasa? ¿Te duele más?
—Pues creo que sí.
Muriel se levantó tirando sobre la mesa la servilleta y el cubierto y corrió a su lado.
Se arrodilló a sus pies, causando en el gran pecador una inmensa ternura.
—Keith —susurraba alarmada—. ¿Y si te pusiera paños fríos en la frente?
Keith pensaba que estaba más frío que un témpano.
Después de su hartura con Lydia no le quedaban ganas más que de entornar los párpados, suspirar y dormitar.
Lydia era un caso.
Muriel era mucho más apasionada, pero menos violenta y exigente. Muriel daba tanto como recibía, y la egoísta de Lydia recibía más que daba.
Suspiró.
—No te preocupes, querida. Vuelve a la mesa y come.
—No puedo comer tranquila mientras tú sufres, querido mío, cariño, vida mía. ¿qué puedo hacer por ti?
Automáticamente, Keith levantó una mano y la posó en el cabello de su esoosa.
—Comer. Hablarme desde la mesa. Sigue contándome cosas de tu amiga. ¿No hay arreglo? ¿Estás segura?
—Pero ¿es que se te ha pasado el dolor?
Keith se quedó algo desconcertado.
—¿Por qué lo dices?
—Si con dolor de cabeza quieres oír todos esos chismes, es que no te duele mucho.
Keith puso expresión agotada y compungida.
Se llevó las manos a las sienes y dijo entrecortadamente:
—Verás, debe ser neuralgia. Me duele por aquí. Las sienes y parte de la mejilla. Sí, supongo que será neuralgia. Creo que si me acuesto y apago la luz me sentiré mucho mejor. Tal vez coja pronto el sueño.
—Pues ve, ve, querido — susurró ella con dulzura pasándole la mano por el rostro—. Luego iré yo, y si no estás dormido te cuento lo de Mag. ¿Quieres?
—Bueno —dijo como un niño quejumbroso.
Ella misma le ayudó a levantarse y sujetándole por la cintura le llevó a la alcoba.
Keith observando la actitud y su cariño se llamó mil veces canalla, pero sabía que al día siguiente si se le presentaba un plan, no iba a desaprovecharlo. No tenía remedio alguno.
Se estremeció a su pesar, imaginándose a Muriel sorprendiéndolo en su consulta con una clienta o con la enfermera. Y no digamos nada si lo pilla con Lydia.
Una catástrofe.
Sería casi como un suicidio, porque el hecho de pensar que podía perder a Muriel le ponía carne de gallina.
Con exquisita delicadeza, Muriel le ayudó a desvestirse. Le buscó el pijama a rayas y le ayudó a poner los pantalones. Después intentó ponerle la chaqueta.
Pero Keith dijo a media voz:
—La chaqueta no, querida. Ya sabes que duermo sin ella, y los pantalones me los quitaré después también. No soporto ropa para dormir, bien lo sabes.
—Pero es que puedes pillar frío.
—¿Con el calor que hace aquí? No, claro que no. Ahora vete a comer, cariño. Después vienes. No te preocupes tanto por mí. Descansando se me pasará esta jaqueca.
Se tendió en el lecho suspirando.
Muriel estaba muy nerviosa y se inclinaba hacia él espiando sus gestos y besándole en el pelo y la frente como si se tratara de su hijito.
Keith se sentía muy a gusto.
La ternura de su esposa le emocionaba profundamente. El creía conocerla bajo todos los aspectos, pero aquél le era inédito puesto que nunca se quejó de nada. Y la ternura desplegada por Muriel causaba un placer hondo y gozoso y, sobre todo, humano y psíquico.
Cerró les ojos como si estuviera enfermísimo y recibió las tiernas caricias y los cálidos besos de Muriel, hasta que ella pensó que estaba dormido y levantándose, apagó la luz y salió sigilosa.
Nada más cerrarse la puerta, Keith abrió los ojos. Encendió la lámpara de la mesita de noche y buscó en el cajón de aquélla un cigarrillo.
Se moría de ganas de fumar.
Fumó con fruición aspirando y expeliendo el humo.
Se sentía pletòrico de vida, pero cansadísimo para hacer el amor a su mujer aquella noche, de modo que no tenía más remedio que seguir fingiendo jaqueca.
Al rato ya había terminado el cigarrillo y apagó la luz aooyando la cabeza en la almohada.
No tardó mucho en oír los pasos de su mujer y la puerta se abrió dejando una rendija por donde entraba una rayo de luz procedente del pasillo.
—Keith —se asombró Muriel—, ¿has fumado?
Y, rápidamente, encendió la luz de la mesita de noche.
Keith abrió un ojo.
—¿Qué dices?
—Que huele a tu tabaco.
—Ah, sí. Pensé que fumando se me pasaría un poco este maldito dolor.
—Oh, Keith —se sentó en el borde del lecho acariciándole el pelo—. Que loco eres. Pero, qué loco. ¿Como se te ha ocurrido? Te dolerá más. Te mareará. Mira que fumar estando tan postrado. ¿Quieres que llame a alguno de tus amigos médicos? Ellos podrán diagnosticar.
—No, no, Muriel, cariño. Yo soy médico y sé lo que pasa. Mañana por la mañana estaré como nuevo.
La joven no se movió aún de su lado.
Pero Keith decía a media voz:
—Anda, desnúdate y métete en la cama. No tienes por qué pasarte ahí la noche. Una vez me duerma seguro que despertaré sano por completo.
Muriel le besó de nuevo en la frente y se levantó.
Keith la veía ir de un lado a otro del cuarto. Se quitó los zapatos y después el vestido, quedando enfundada en una combinación de encaje preciosa. La ropa de Muriel era toda primorosa como ella misma. El sentía haber estado con Lydia. Deseaba a su mujer con todas las fuerzas de su ser, pero…
Medio quiso erizarse al verla despojarse de la combinación. Se diría que tenía los ojos cerrados, pero la verdad era que por las rendijas de aquéllos se deleitaba mirando a Muriel. Tenía un cuerpo fenomenal, nunca le pareció tan fabuloso como aquella noche visto a media luz, como si en la penumbra se desdibujara la esbelta silueta de caderas redondas y muslos perfectos.
En braga y sujetador Muriel estaba apetitosa, divina. El pensó hacer un esfuerzo, pero aquella Lydia del demonio había sacado más de él que su propia mujer en dos noches seguidas y dos madrugadas.
Por la rendija de sus ojos la vio perderse desnuda en el baño y sintió el agua al caer.
La imaginó duchándose y oculto el pelo bajo el gorro de goma. Fresca y fragante cuando se acostara desnuda a su lado, iba a costarle no erizarse por completo.
Pero no podía.
Entre una cosa y otra estaba hecho polvo, así es que se entretuvo en escuchar el agua que caía golpeando el cuerpo de su mujer con los ojos cerrados.
Al rato dejó de sentir el agua y le llegó a las narices el perfume tan peculiar.
Era erótico.
Suspiró entrecortadamente.
«Mañana de madrugada me desquito —se dijo sin abrir los labios—. Estaré totalmente repuesto. Soy un tipo viril y me recupero pronto.»
En la sbmipenumbra vio aparecer a Muriel desnuda, brillante la piel, rizado el vello del sexo… Casi saltó en la cama. ¿No estaba Muriel más apetitosa que nunca?
¡Demonio de Lydia!
¡Estúpida enfermera que le puso así!
Porque de no haber sido por Janell no se habría excitado y no hubiera ido a casa de Lydia, y en aquel instante podría hacer el amor con su mujer.
Pero se había desahogado tanto con Lydia que no le quedaban resuellos para nada más.
—va estoy aquí, cariño —dijo Muriel deslizándose desnuda a su lado.
El contacto con su cuerpo produjo a Keith un montón de sensaciones encontradas, pero se mantuvo quieto y sólo su mano bajo las ropas buscaron los muslos de Muriel, la cual susurró apretándose contra él:
—Hoy no puedes, cariño, de modo que descansa.
—Tú venías necesitada, ¿verdad?
—Se me pasó ya con el baño y tu jaqueca. Fue más bien por la película, ¿sabes?
—¿Cómo era?
—Porno, ya te he dicho. Homosexuales y lesbianas a porrillo y hacían unas cosas sorprendentes e increíbles.
—¿Nunca las hicimos tu y yo?
—Oh, era distinto. Tú eres un hombre y yo soy una mujer, pero allí no había más que sexos entremezclados, y tan pronto eran mujeres con mujeres, como hombres con hombres. Pero bastó para encenderme el ánimo. No creas que me gustó. Yo prefiero las cosas naturales. Nada me gusta más que tu amor y el mío.
Keith volvió a acariciarla con suavidad.
—Estáte quieto —musitó ella—. No te pongas en plan porque estás enfermo. Yo tengo el deber de cuidarte y hacer por tu salud. Así que descansa. ¿Quieres que te cuente lo de Mag? De ese modo tal vez te duermas más pronto.
—¿Es monótona la historia?
—No, pero como te es extraña y no conoces a los personajes te será indiferente.
—Eso es verdad. Pero si Mag es amiga tuya…
—Mucho. Nos iniciamos las dos en el mundo de la moda. Desfilamos al mismo tiempo, y Mag, un día, conoció a un tipo tejano que vivía, en Boston, y era comerciante de calzado y se casaron…
—Mag… ¿era virgen?
—Oh, claro.
—¿Te lo dijo ella?
—Lo comentamos muchas veces. Ella y yo, éramos de las pocas que abogábamos por la virginidad. Las demás no le daban importancia, pero Mag y yo sí. Mag me contó su noche de bodas.
—¿Sí?
—Por supuesto. Alex, se llama así el ex marido de Mag, resultó algo bruto y lastimó mucho a Mag. Se pasó más de dos meses sin sentir el placer por el miedo que le daba su marido. Después todo se fue calmando y llegó a ser muy feliz.
—Yo no te hice daño cuando nos casamos, Muriel
Ella rió apoyando la cabeza en el pecho masculino y alzando una mano con la cual acariciaba la mejilla de su esposo.
—Pero es que tú eres médico y sabes de esas cosas, Keith. Claro que no me hiciste daño y además sentí el placer la misma noche que nos casamos. ¿Recuerdas? Estuvimos todo el día sin salir de la habitación del hotel. ¿Cuántas veces aquel día, Keith?
El médico volvió a suspirar.
¡Cielos, qué noche más apacible!
Pero Muriel estaba guapísima y su voz era cálida y él tenía unas ganas locas de hacer cualquier disparate.
Pero estaba hecho polvo. Volvió a maldecir a su cuñada y pensó que cuatro o cinco horas después estaría en forma y sería la mejor madrugada de su vida. Incluso si Muriel no estaba despierta la despertaría.
Le diría que le había pasado el dolor de cabeza y empezaría a acariciarla y Muriel se encandilaría rápidamente, pues era muy de ella encandilarse.
—Di, Keith, ¿cuántas veces?
—Ya no me acuerdo, pero muchas. Quedé hecho un trapo y tú tan fresca.
—Me daba tanto gusto hacer el amor contigo…
—¿Es que ahora no te da?
—Claro que sí. Me dará siempre. Yo nunca dejaré ni de desearte ni de quererte, pero aquellos días acabábamos de entregarnos uno a otro y nos desconocíamos por completo, por lo que causaba una tremenda emoción ir conociéndonos poco a poco.
Como él levantó el brazo y la rodeó por los hombros para sujetarla sobre su pecho, Muriel susurró casi en su oído:
—No te pongas en plan. Esta noche no te conviene.
—No, no, si aún me duele la cabeza, pero menos. De todos modos esta noche nada. Pero podemos estar así juntos, ¿no? No me has dicho aún en qué quedó lo de Mag.
—Se divorciaron.
—Oh.
—No pensarás que Mag iba a tolerar ese adulterio.
—¡Ay!
—¿Es que vuelve a dolerte la cabeza, querido?
Keith se agitó.
Dijo a media voz:
—Un poco. Pero sigue.
—Se divorciaron y en paz. El niño se quedó con Mag, y Alex tendrá que pasarle a Mag una pensión fabulosa.
—¿Es rico?
—Lo bastante.
—¿Fue la primera vez que la engañó?
—¿Y no te parece suficiente?
—¡Ay!
—Oh, ¿te duele más?
Keith se sentía encogido.
Mira que si Muriel supiera lo que él hacía…
Muriel alzó la cara para mirarle después de oírle lanzar aquel lastimero ¡ay! Le besó en los ojos incorporándose un poco.
—Gracias, Muriel, cariño.
—¿Te sientes mejor?
—Creo que si.
—¿Dormimos?
—No sé si podré. Haré un esfuerzo.
Sus voces eran tenues y apacibles.
De repente Keith no pudo por menos de comentar:
—Pues yo sigo pensando que por una vez, Mag bien pudo haber perdonado a su marido.
—De eso nada. ¿No le es ella fiel a él? Pues obligación tiene él de serle fiel a ella. Eso se podría perdonar si ella anduviera por ahí buscando ligues. Pero es muier de su casa, de su marido y el marido le debe respeto y fidelidad.
Keith no lanzó otro ¡ay! porque ya serian tres y resultaban demasiados.
Pero decidió dormirse.
Aún estuvo oyendo un buen rato la voz de Muriel, hasta que era ya como un hilillo lejano. De repente Muriel apagó la luz, calló, se separó de su esposo y se puso a dormir.
Keith también se durmió.
Un rayo de luz asomaba las rendijas de las persianas a través de los anchos cortinones, cuando Keith abrió los ojos.
Estaba totalmente despierto.
Recordó todo lo ocurrido la noche anterior y se sintió pletòrico de fuerzas sexuales.
Miró hacia un lado del ancho lecho.
Muriel dormia plácidamente, con los dos senos fuera del embozo.
Keith sintió como se erizaba de pies a cabeza.
Se puso de lado, cómodo, y empezó, con suavidad, a besar los pezones que se pusieron erectos rápidamente.
Muriel abrió un ojo.
—Keith —susurró.
—Buenos días, cariño.
—¿Ya estás curado?
—Totalmente. No me duele nada, mira, toca, ya ves cómo estoy. Desperté así. ¿Quieres?
Y empezaba a acariciarle por debajo de las ropas pero al segundo lanzó todas las ropas al suelo y cubrió el cuerpo de Muriel con el suyo.
Fue maravilloso.
Muriel se retorcía de placer en sus brazos, agitada por las caricias masculinas.
Era, como todas las de Keith, prolongadas y deleitosas.
Retrasaba el instante para hacerlo más deseado.
Los dos estaban tan encendidos que casi no sabían quién era uno y quién era el otro, así se enredaban en el lecho formando un nudo.
Después ella quedó relajada, suspirante y Keith la penetró con el mismo cuidado que si aún fuera virgen. Al rato saltaban los dos.
Fue una mañana deliciosa.
Muriel se aferraba a él y Keith la besaba mientras la poseía. Los dos se convulsionaron a la vez y se quedaron unidos en estrecho abrazo. El último movimiento lo hizo Keith como si le rompiera el cuerpo debido al goce experimentado.
Después se quedó a gusto mirando cariñosamente a su mujer.
—Muriel, eres divina.
—Es que te quiero tanto, Keith…
Keith se estaba prometiendo a sí mismo que nunca volvería a serle infiel, pero no se lo creía ni él mismo.
De todos modos los buenos propósitos no faltaban y eso, para él, tenia cierto mérito.
Más tarde saltó del lecho donde estaba lasa y relajada, le preguntó:
—¿Ya no te duele nada?
—En absoluto.
—Gracias a Dios. Ayer noche pensé que te ibas a poner malo y se me rompía la vida de dolor.
Keith se metió bajo la ducha y empezó a restregarse bufando. Se sentía fenomenal. Como nunca. Ni se acordaba de Lydia, ni de Janell, ni de mujer alguna. La que estaba en el lecho era su única mujer.
Se dijo entre dientes: «No te volveré a ser infiel, Muriel. Te doy mi palabra.»
Pero, cuando se afeitaba se miró al espejo.
¿Podría él evitar serle infiel a su esposa?
No lo sabía. Teniéndola todo el día al lado, por supuesto que se lo podría ser, pero cuando veía otras pantorillas, otros muslos y otras nalgas, se encandilaba como si le inyectaran fuego.
Hum…
—¿Decías algo, Keith?
—Nada, cariño. Descansa un rato más.
Muriel se relajó más en el lecho y entrecerró los ojos.
Se sentía la mujer més feliz del mundo.