II
Eran casi las dos cuando terminó la consulta.
Sin despojarse de la bata, encendió un cigarrillo entornando los márpados mientras por las dos rendijas seguía los cadenciosos movimientos de su enfermera que ponía todo en orden para la consulta de la tarde.
—Nunca la he visto fumar, Janell. ¿No fuma?
Ella detuvo su quehacer.
Le miró apenas.
—Sí, señor.
Alargó la pitillera.
—¿Gusta? No todo va a ser trabajar.
—Prefiero terminar esto, señor. Gracias.
El también se levantó y con una mano en el bolsillo del pantalón, arremangando la bata, empezó a dar vueltas por el consultorio.
Miraba las nalgas de la joven marcadas bajo la bata, así como el seno y los muslos.
Se le encendía la sangre cada vez que la imaginaba desnuda o con sujetador y braga.
—¿Vive sola?—preguntó.
—Sí, señor.
—¿Cerca?
—No, lejos.
—¿No tiene novio?
Tenía los ojos oscuros.
Eran hondos y grandes. Algo húmedos.
Insondables.
—No, señor.
—Es raro, ¿verdad? —rió cauteloso.
—¿Por qué raro, señor?
—Una chica joven y bella como usted… —y de súbito, haciendo rápida transición—. ¿No le apetece un martini? Podemos pasar al salón.
Janell agudizó la mirada.
—Es usted muy amable, señor, pero…
—Vamos, vamos —y la asió del brazo tirando de ella—. Hay que olvidarse alguna vez del trabajo. Además usted viene antes que yo y siempre le da tiempo a todo. Vamos a tomar un martini.
—Señor…
—¿Me hace el desprecio de rechazar mi invitación?
Como al descuido él le pasó una mano por el hombro y la llevó con él, dejando caer la mano fláccida sobre el mismo seno.
Lo rozaba sin querer.
Janell sintió que se encendía por dentro.
No de rabia.
De súbito deseo.
Pensó que aquel día el médico iba a lanzarse y ella a sostenerse firme.
O se casaba con ella divorciándose de su mujer, o no había plan.
La cosa era clara.
Desde el momento que entró a trabajar allí se dio cuenta de la atracción que ejercía sobre él y pensaba explotarla. Estaba harta de ir de unos brazos a otros y pocos le daban gusto.
Para hacerla pasar al salón él la dobló más contra sí y Janell sintió todo su abultamiento en sus muslos.
—Pase —la invitó—. Yo mismo le serviré el martini.
Pero no acababa de soltarla.
Janell se hacía la inocente.
Le gustaba aquel contacto, pero al médico iba a costarle llegar a cosas mayores.
Ella sabía demasiadas cosas de los hombres y sus fáciles apetencias, para dejarse dominar por un súbito deseo.
Y sabía también cómo conquistar a un tipo como aquél.
Claro que no contaba con que aquel hombre tenía gustos especiales, pero realmente a quien quería él era a su mujer, aunque le apeteciera acostarse con todas las chicas guapas que conocía.
Incluyendo a Lydia.
Realmente aquella mañana estaba más encendido por el encuentro con Lydia.
Había cosas que no se olvidaban con facilidad.
Y salvo que estuviera con Muriel, no las olvidaba con ninguna otra.
Además una cosa era el amor que le inspiraba su esposa y otra muy distinta sus jueguecitos esporádicos con la enfermera o con la misma Lydia o con una clienta si se terciaba, era joven, bonita y llegaba sola al consultorio.
—¿Me suelta, señor? —preguntó ella.
Pero hábilmente se pegaba a él y toda su tentadora humanidad daba en el abultamiento del médico, el cual enrojeció, palideció y después quedó algo verdoso.
Luego ella se separó como si nada y Keith sintió una rara sensación de vacío y ansiedad.
No obstante, mudamente, fue hacia el mueble y sirvió dos martinis.
Con las dos copas en las manos se acercó a la joven.
—Toma, Janell. A esta hora sienta bien un martini.
Le miraba a la boca. Rara vez Keith miraba a los ojos, porque él no era un espiritual y no buscaba contemplaciones sensibles, sino satisfacciones sexuales.
Era una boca preciosa.
Los labios bien perfilados, húmedos y rojos mostrando dos hileras de perfectos dientes.
Se llevó la copa a los labios, sin dejar de mirar a la joven. Janell le imitó con ademán muy femenino, lo que hizo encender más a Keith.
—Seguramente que si no tiene novio tiene algún amigo —dijo riendo nerviosamente.
La joven no se inmutó en apariencia, pero puso expresión ingenua.
—No, señor.
—¿Nunca ha tenido… novio?
—Nunca.
—¿Ni un amigo?
—Amigos nunca faltan.
Keith volvió a sonreír, esta vez entre malicioso y nervioso.
—Ya sabe a qué clase de amigos me refiero. Da gusto tener amistad entre hombre y mujer.
—Oh.
—¿Me entiende?
—Pues no estoy muy sequra.
El alargó una mano y la puso en el hombro femenino con paternal dulzura.
—Nada hay más grato que el amor —murmuró—. ¿Nunca lo ha sentido?
—No, señor.
—Oh, eso es imperdonable.
Y su mano resbaló cayendo sobre un seno femenino. Janell dio un gritito y se separó, pero él se acercó de nuevo a ella.
—Vamos, vamos —susurró meloso—, no te asustes, mujer.
Al tutearla su acento parecía más íntimo.
Janell se llevó de nuevo la copa a los labios y bebió unos sorbos sin dejar de mirarlo por encima de la copa.
—Eres joven y muy bonita —susurró más bajo aún y tremendamente insinuante—. Es una lástima que no conozcas el amor.
Al hablar sus dedos se perdían como al descuido por el escote femenino llegando a palparle los senos.
Janell dio un salto hacia atrás y lo miró con los párpados entornados.
—Señor…
—Puedes llamarme Keith. Soy un liberal.
—No puedo llamarle por su nombre, señor. Piense que es usted mi jefe.
El apretó el puño.
Sentía una ansiedad terrible. Un deseo insoportable y todo se manifestaba a través de su pantalón abultado.
—Mira cómo estoy —dijo arriesgándose.
Y mostraba su pantalón.
Janell parpadeó haciéndose la ingenua.
—Oh, señor.
—¿Sabes lo que esto significa?
—Pues…
—Se me antoja que no lo sabes. Ven que te lo demuestre.
—No, no, señor.
—Pero, ¿es que eres virgen?
«Y un cuerno», pensò ella.
Pero en voz alta dijo titubeante, como si sintiera mucha vergüenza:
—Se me hace tarde, señor. Tengo que irme.
Keith se abalanzó sobre ella y la asió por el mentón. La sujetó por la cintura contra sí y la retuvo pensando que la retenía a la fuerza, pero la realidad es que Janell estaba haciendo su papel para hacerse desear.
El le buscó la boca con la suya de modo que el beso y el sobeteo fue todo uno.
Estaba tan encendido que no se daba cuenta de que ella lo incitaba más intentando alejarse y escapar de sus caricias.
Tan ardiente estaba Keith que no pudo evitar levantarle la falda y pasarle la mano por ios muslos perdiéndose en el sexo.
Ella dio un grito ahogado.
Estaba cálida, ardiendo, pero o hacía su papel o perdía la jugada. Y pretendía ganarla, de modo que lanzando un segundo grito se apartó de él y se quedó medio pegada a la pared con los senos palpitando y la boca entreabierta.
Keith estaba tan excitado que apresuradamente se abrió el pantalón y lo sacó todo. Lo mostró anheloso.
—¿Ves cómo me has puesto? Anda, vente conmigo al canapé. Lo pasaremos estupendamente.
Janell tenía ganas. Unas ganas locas de conocer a Keith en pian de amante, pero sabía demasiado de los hombres para ignorar que una vez consiguen lo que se proponen, se olvidan inmediatamente de lo conseguido hasta que lo consiguen otra vez.
Por eso hizo ver que se espantaba.
—Señor —balbució—, yo no le falté al respeto para que usted me falte así a mí. Yo necesito este trabajo. Es mi pan, y si tengo que irme porque usted insista, me sentiré muy desgraciada —suspiró como si fuese a sollozar—. No me obligue a perderme, señor.
Keith hizo un gesto de impaciencia.
—¿Y quién dijo que te fuera a despedir? Te invito a pasar un buen rato conmigo.
—Sería como perderle el respeto, señor —susurró ella como si fuera una ingenua.
Keith volvió a impacientarse.
—Eso son tonterías. Podemos divertirnos y seguir igual. ¿Qué tiene que ver uno con lo otro?
Janell suspiraba y parpadeaba al mismo tiempo haciendo el papel de muchacha inocente y asustada.
—No, no, señor.
—Si te va a gustar, mujer.
—Ven aquí.
Janell se acercaba a la puerta retrocediendo cara a él. Parecía encogida, pero tremendamente femenina y tentadora para Keith que se sentía a punto de estallar.
—Lo siento, señor. Tengo que irme.
Y se quitó la bata yéndose por el pasillo.
Keith fue a correr tras ella pero se miró a sí mismo y se vio ridículo con todo fuera. Así que lo metió, se abotonó el pantalón e hinchó el pecho.
Estaba excitadísimo.
Oyó como se cerraba la puerta y se fue calmando poco a poco, pero la excitación y el deseo persistía, así que decidió irse a casa y desahogarse con su mujer.
Pero en aquel mismo instante sonó el timbre de la puerta y se estiró.
Miró la hora.
Las tres menos cuarto.
No almorzaba jamás antes de las tres y media y Muriel le esperaba.
Miraría quién llamaba y después se quitaría la bata y se iría a casa.
La consulta de la tarde no empezaba hasta las cinco, de modo que tenía tiempo de sobra para almorzar y acostarse un rato con su mujer y calmar así su ardor.
Se dirigió a la puerta aún sin quitarse la bata.
Una joven de rostro pecoso, muy bonita, le miró con ansiedad.
—¿Es usted el doctor?
Keith miró en torno a ella.
Estaba sola. No aparentaba más de dieciocho años. Sus ojos eran verdosos y su pelo castaño muy claro. De una sola ojeada se percató de que era esbelta y preciosa.
—Sí —dijo—. ¿Qué ocurre?
—Estoy en un apuro, señor. ¿Puede usted ayudarme? Pasaba enloquecida por ahí y de repente vi una placa. Pienso que tal vez usted me pueda ayudar.
Keith pensó que también ella pudiera ayudarle a él.
Era un buen médico, pero también era un hombre, y aquella condenada enfermera le había puesto al rojo vivo.
Aún le duraba la excitación.
—Pase —invitó—. Vamos a mi consultorio. ¿Qué le ocurre? Puede ir diciéndomelo ya.
—Creo que estoy embarazada.
Keith soltó la risa. Una risa nerviosa y apagada.
—No es nada extraño, ¿verdad?
—Pues yo tomo píldoras.
La miró de reojo cuando entraban en el consultorio.
—Practica el amor con asiduidad.
—Pues, sí. Bastante.
—¿Qué haces?
—Estudio.
—¿Universitaria?
—Sí, señor.
—Y tus compañeros… ¿eh?
—Pues sí.
—¿Uno o algunos?
—Varios. No quisiera estar embarazada.
—Si pones los medios para estarlo, tú me dirás. Desnúdate.
La joven procedió a ello sin aspavientos.
Keith no perdía detalle. Vio como se despojaba del vestido, como se quitaba las botas y como quedaba en braga. No llevaba sujetador.
Lo primero que hizo Keith fue palparle los senos con las dos manos gozándose en tocarlos y retocarlos.
—No están tan duros como para anunciar un embarazo —y seguía—. Oye, ¿cuántas faltas tienes?
—Una.
No dejaba de tocarla, incluso después de resbalarle las manos por todo el cuerpo, le despojó él mismo de las bragas.
—Puede ser un atraso —la levantó en vilo y la depositó en la mesa—. En seguida te lo digo.
La auscultó de forma que la exploración además de ser profesional, fuera tan sexual como profesional.
La chica saltaba en la mesa.
—Me está usted excitando.
—Por eso no te preocupes. Te desahogas en seguida.
—Es que no tengo aquí a mis amigos.
—Eso lo suplo yo en seguida si estás de acuerdo.
—Como usted guste. ¿Estoy embarazada?
—Claro que no.
—Estudio Segundo de derecho, ¿sabe? ¡Ay!…
—¿Qué te pasa?
—Que me esté poniendo usted muy excitada:
Keith la ayudó a bajar de la mesa y la llevó de la mano tan excitado como ella hacia el salón. La tiró desnuda en un diván.
Al minuto se desahogaba con ella como si fuera un torillo bravo.
La joven estaba felicísima.
Era hábil aquella chica.
Sabía lo suyo de amores y posesiones.
Se retorcía bajo él y lanzaba suspiros entrecortados.
Incluso le mordió una oreja, pero Keith ni siquiera se enteró porque estaba gozando lo suyo.
Después lanzó un gemido y se quedó sobre ella sudoroso y relajado, pero mucho más tranquilo.
—Eres fenomenal —dijo ella ponderativa, sentándose en el diván—. ¿Cuándo quieres que vuelva por aquí?
Keith era de esos que después de desahogarse se quedaba lacio y no deseaba pensar en el mañana ni en el después.
La miró intentando levantarse asiéndose los riñones.
—Se me hace tarde —dijo indiferente, enderezándose al fin—. Puedes vestirte e irte tranquila. No estás embarazada.
—¿Y si me dejas tú?
—Claro que no. ¿Es que andas así de desprevenida?
—Por supuesto que no —dijo ella alterándose—. Pero un descuido lo tiene cualquiera.
—No me pareces tú mujer de descuidos.
—Pues bien, pensé que estaba embarazada.
—¿Qué tipo de anticonceptivos usas?
—Píldoras.
—Esas no fallan. Pero no te olvides de tomarlas porque si andas en esa vida, un descuido puede serte fatal. Y si no quieres hijos…
Ella iba tan pancha desnuda hacia el consultorio donde había dejado su ropa.
Se la puso contemplada indiferentemente por Keith que estaba deseando largarse a comer.
—Un hijo me destrozaría la vida. Lo tendré cuando me case.
—Ah, ¿piensas casarte?
Ella ya tenía puesta la braga y se ponía encima el vestido de lana y se calzaba las botas.
—Algún día eso termina haciéndose, ¿no?
—Según.
—¿Eres casado?
—Sí.
—¿Tienes hijos?
—No pienso deformar el cuerpo de mi mujer por ahora. No me he casado con una madre, me he casado con una mujer de mi alcoba.
—Bravo. ¿Qué te debo?
—Nada. ¿No has pagado ya?
—Como gustes. Oye, ¿de veras no quieres que vuelva alguna vez? Eres estupendo.
—¿Mejor o peor que tus amigos?
—Los hay fenomenales, pero otros son idiotas.
—Quédate con los fenomenales.
—¿Vuelvo?
—Será mejor que no. Hoy me has pillado solo, pero en cualquier otro momento tengo aquí a la enfermera.
—¿Te acuestas con ella?
Keith rió divertido.
—Es una ingenua y no sabe del sexo.
—Enséñale. Tú eres un buen maestro.
Kejth se alzó de hombros.
—Pero es que ella no quiere.
—Permíteme que te diga que es tonta de remate.
—Ponte el abrigo y lárgate —rió Keith— Vete tranquila. De momento un hijo no te destrozará la vida.
Muriel le recibió con una radiante sonrisa.
Era muy hermosa e iba divinamente vestida, como siempre, con aquella elegancia suya tan depurada.
Se colgó de su cuello, le besó en plena boca mientras apretaba sus senos contra el pecho masculino.
Pero Keith estaba tranquilo y sosegado.
No daba el sexo para tanto.
Le gustaba que Muriel fuese tan gatita, pero en aquel momento estaba saturado.
Por eso le pasó una mano por el pelo, la dejó resbalar por la cintura y le apretó las nalgas.
—Vamos, vamos, gatita —le dijo—. Tengo mucho apetito.
—¿Estás cansado?
—No sabes cuánto…
—Trabajas demasiado.
—Eso pienso yo.
—¿Cuándo nos vamos por ahí a hacer una segunda luna de miel?
El la besó en la nariz.
Después le palmeó la mejilla con ternura.
—Cuando haya un congreso lo aprovecharemos, ¿qué te parece?
Le pasó un brazo por los hombros y juntos pasaron al comedor.
Antes de sentarse ella le siseó.
—¿Dormiremos la siesta?
—Imposible. Mira la hora.
—Oh… Me dejaste tan excitada esta mañana.
La miró desconcertado.
—¿Es que no te di bastante?
—Sí. Pero yo de ti siempre quiero más.
El rió beatífico desplegando la servilleta.
—Por la noche te llevaré a bailar, ¿quieres? Y después… ya sabes.
—Bueno.
Un criado les servía, mientros ellos sostenían una futil conversación. De repente Muriel dijo con vocecilla feliz:
—Ha venido Lydia. ¿Te lo he dicho? Fíjate si es descastada que hace una semana que llegó y tuve que pasar a verla.
—Realmente es bastante descastada.
—No parecemos hermanas. Pero, claro, su vida es una pura fatiga y la mía es plácida.
—Un día Lydia se casará —dijo él por decir algo— y también tendrá una vida plácida.
Muriel meneó su hermosa cabeza despidiendo un perfume sutil, muy suyo, muy femenino y muy conocido por Keith.
—No creo que se case. Siempre está en contra del matrimonio. En cambio dice mil cosas estupendas de la pareja humana.
—Cada uno tiene sus gustos.
—Yo no concibo la vida con un hombre si no es casada con él. ¿Qué opinas tú?
Ella le miró maliciosa.
—Pero bien que querías acostarte conmigo antes.
El rió a su vez sin malicia.
—Eso nos ocurre a todos los hombres y no creas que no nos casamos por ello.
—¿Crees que te casarías conmigo si antes pudieras acostarte?
—Supongo que sí. A ti cuando se te conoce, más se te desea.
Y era verdad.
Ni se acordaba de Janell, ni de la chica que se creía embarazada, ni de Lydia.
En aquel instante se sentía plácido y tranquilo y sentía que quería a Muriel.
La quería sanamante.
Y la deseaba con todas sus fuerzas. Pero no en aquel momento que estaba más que saturado de sexo.
Pero por la noche seguro que sería otra cosa.
Es más, le pasaba haber poseído a aquella chica que llegó a su consulta. De no haber sido por ella, seguro que le complacería mucho dormir la siesta con Muriel.
—¿De verdad me deseas y me amas, Keith?
—¿Es que lo dudas?
—No, no, pero…
—¿Pero?
—Nada. A veces estás así, indiferente…
—No querrás que esté todo el día erecto y en plan.
Ella rió gatunamente y por encima de la mesa le pasó la mano por la cara y la deslizó los dedos por una abertura de la camisa, acariciándole el pecho.
—No empieces ya, Muriel, que me enciendes.
—Es que me gusta verte encendido.
—Pero a este paso me quedo en los huesos.
Y los dos empezaron a reír.
Después continuaron comiendo.