III
Janell, entrando en la consulta de la tarde, pensaba: «Tal vez ahora deba ser un poco más ingenua, pero más dadivosa. Lo dejé como para arder esta mañana».
Después de cambiarse de ropa y una vez puesta la bata sobre la braga y el sujetador y ciñiendo bastante el cinturón para que se le apreciaran perfectamente sus palpitantes sinuosidades, aseó algo por allí, puso las cosas en regla, desinfectó los aparatos y cambió el paño de la camilla.
Después oyó el timbre y fue a abrir al primer cliente.
Lo hizo pasar al recibidor. Era un matrimonio entrado en años que ya conocía por haber sido ella operada de matriz dos meses antes.
Les saludó con su afabilidad habitual, y se fue al salón. Quedó algo perpleja.
Había estado en el salón por la mañana y no le parecía que lo dejara tan revuelto. Alisó el diván, puso los cojines en su sitio con la ceja alzada. ¿Qué habría estado haciendo el doctor en el salón después de irse ella, que los cojines andaban uno por cada esquina?
Sonrió satisfecha.
Igual le entró la ira por no haberla conseguido y se puso a pelear a patadas con los cojines. Algún poder tendría que tener su femineidad para aquel hombre que tanto se había excitado tocándola.
El papel de ingenua inocente lo hacía como nadie. Seguro que Keith Joplin se lo tragaba. Sabía por experiencia que los hombres se creen muy ladinos y a la hora de toparse con una mujer que les gusta se convierten en niños. ¿Dónde habría leído ella antes que los hombres sin mujeres son como bestias animales? Seguro que lo dijo algún filósofo o algún literato.
Con esta media convicción se fue al baño y se miró al espejo.
Se ahuecó al cabello, se sujetó más el sujetador con el fin de enderezar insinuantes los senos y se ciñó aún más el cinturón de la bata blanca.
No llevaba la cofia puesta. Se veía más favorecida, y dado lo que el doctor sentía por ella, estaba segura que no le ordenaría ponérsela. Al fin y al cabo ya la tuteaba y aún le parecía sentir respingos en el cuerpo por sus caricias.
Le gustaba el doctor.
Si no fuera por lo que se proponía, va buena que se habría acostado con él. Rabiaba por ser poseída por aquel hombre.
Esto estaba pensando mientras se ahuecaba el pelo ante el espejo cuando le oyó entrar y empujó rápidamente la puerta del baño. Casi en seguida oyó un timbrazo y salió presurosa.
La puerta del despacho del doctor se divisaba a través del pasillo y ella la via entreabierta. No obstante se fue directamente a la puerta de entrada y la abrió.
Aparecieron dos señoras jóvenes.
—Tenemos hora a las cinco —dijo una de ellas.
—Pasen. Tienen otra paciente delante.
Las condujo hacia el recibidor y después consultó la agenda que se hallaba sobre la consola de la entrada.
Como era ella la que daba los números, comprobó que tenía seis clientas citadas para aquella tarde, lo cual indicaba que la consulta no terminaría hasta las siete o las ocho, pero ella se haría la remolona con el fin de incitar con sus ingenuidades y coqueterías a su jefe, el cual sin duda terminaría estallando como una granada, y sería el momento, entre aquella tarde y otras más, de exponerle que ella no se entregaba si no era a su marido…
Y el doctor que era un macho antojadizo y viril seguramente mandaría a su mujer a la porra, se divorciaría de ella y terminaría haciendo señora de Joplin a la enfermera.
Casos más raros se habían dado.
Lo que pretendía, era salir de su mediocridad, convertirse en una dama respetable y adinerada y colgarse del brazo del doctor como legítima esposa, amén de vivir con él el amor, que no debía ser ninguna bagatela.
Pensando así y haciendo castillos en el aire se fue al cuarto que tenía siempre dispuesto en espera de que sonara el timbre reclamándola.
No había llegado aún al cuarto mencionado cuando el timbre se oyó.
Acudió presurosa, confiada y meneándose con donaire, coquetería y femineidad.
Tocó con los nudillos en la puerta y oyó la voz siempre ronca, firme y segura.
Empujó la puerta y lo vio sentado tras la mesa, con su bata blanca puesta, recién peinado, elegante como siempre y con gafas puestas.
Ni siquiera levantó la cabeza para mirarle.
Janell pensó: «Se está haciendo el interesante. Luego se levantará y me disparará una mano hacia los senos y yo haré ver que me estremezco de contenido deseo y temor al mismo tiempo.»
—¿Cuántos clientes hay? —preguntó sin levantar los ojos de unas hojas mecanografiadas oue hojeaba.
Janell pensó que la estaba castigando por su súbita huida de la mañana.
Así que no respondió.
En vista de eso él levantó la vista y fijó sus gafas en el semblante femenino. La miró distraído, pero de repente preguntó:
—¿Qué le ha ocurrido a su cofia?
Instintivamente, la joven se llevó la mano al pelo. Lo hizo con una gracia especial, pero que al parecer no conmovió en absoluto al doctor, el cual repitió ya secamente, al tiempo de prestar nuevamente atención a las hojas que parecía hojear:
—Póngase la cofia y páseme el primer cliente.
Janell se quedó desconcertada.
Aún permaneció un segundo erguida. No oyéndola marchar, Keith alzó de nuevo su distraída mirada.
—¿Qué le ocurre a usted esta tarde?
Janell se crispó.
Por lo visto, y casi estaba por asegurar, se había olvidado totalmente de lo ocurrido aquella mañana.
En vista de que ella no respondió, él habló con extrema frialdad que, por supuesto, no parecía fingida:
—Hágame el favor de hacer pasar el primer cliente y deje de mirarme como si fuera un animal de rara especie.
Janell giró.
Estaba furiosa.
O ella era tonta de remate, y no lo era, o aquel hombre le habían hecho un lavado de cerebro.
Ya por el pasillo, en busca de la primera cliente, pensó que seguramente se había desahogado a gusto con su mujer y lo que sintió por la mañana dejaba de sentirlo por la tarde.
Mucho iba a tener que luchar contra la mujer del médico.
Pero lo haría.
Ella no era de las que perdían batallas. Ya se las apañaría para encender de nuevo al doctor.
Fue al cuarto a ponerse la cofia y después se encaminó al recibidor.
Su trabajo por la tarde fue mecánico y a las ocho el doctor se quitó la bata, se puso el gabán y salió diciendo con voz normal y sin fingimientos:
—Recoja todo y cierre. Buenas noches.
Hala, como si detrás de sí dejara a una asalariada. ¿Y qué era ella? Pues llegaría a ser algo más. Veríamos quién podía más en aquella batalla. Si ella o la esposa.¡Ji! Ella no era de las que deponía batallas.
O las ganaba o se moría en ellas.
Ajeno por completo a lo que sentía y pensaba su enfermera, Keith se dirigió al auto y después a su casa.
No se acordaba para nada de la joven enfermera. No es que lo fingiera, es que él cuando sentía un deseo lo manifestaba, pero cuando no lo sentía ni se acordaba de que anteriormente lo había sentido.
Era noche cerrada cuando entró en su dúplex y vio a su mujer, toda elegante, sumida en una semipenumbra.
Le gustaba su perfume cálido, erótico, un poco agrio y dulzón al mismo tiempo. Le gustaban sus ropas descotadas y su aire elegante, sexy y muy erótico.
Realmente Muriel era una deliciosa erótica. El lo pasaba divinamente a su lado y aquel día, después del trasiego que se trajo con la universitaria, maldito se le quedaron ganas de mirar a otra mujer salvo la suya.
El matrimonio que tenían de criados, se iban al anochecer después de dejar la comida de la noche lista, y más de una vez él y Muriel, desnudos por la casa, terminaban revolcándose por la alfombra, haciéndose el amor en el suelo, o corriendo uno detrás de otro en porreta hasta llegar al cuarto donde se tiraban sobre la cama y terminaban de hacer el acto sexual allí, con placeres a veces enloquecedores.
Una vez terminaban de enloquecerse y cuando quedaban mansos y plácidos se miraban y unas veces reían a carcajadas y otras sólo se contemplaban con inmensa ternura.
El quería a su mujer.
Tan pronto la necesitaba como amante, como la adoraba con una viva ternura salida de lo más hondo de su espíritu. Aquello era algo desgarrador y placentero, inefable y sin control. Pero existía. Sobre todo cuando él tenía una aventurilla fuera, al regresar a casa saturado de sexo, era cuando más amaba a su esposa con el alma entera.
No es que se le ocurriese diferenciarla de las demás. Ni le pasaba por la mente. Pero sí que existía un sentimiento distinto por Muriel, porque las demás llenaban su cuerpo y basta. Muriel cuanto más lo llenaba más la quería.
Y no es que, además, él fuera diferente con las demás mujeres. Nada de eso. Si hacía el amor lo hacía con todo el ímpetu que le exigía su naturaleza varonil, algo salvaje. Pero es que a veces, pese a hacer el amor con Muriel todos los días o casi todos, al dejarla se olvidaba y si le gustaba otra muchacha iba a por ella.
Si la conseguía estupendo, y si no era así, tenía el recuerdo de su propia esposa que era, en realidad, la mejor amante del mundo.
Pero eso no impedía que fuera de casa él sintiera apetencias.
No obstante aquella noche casi se sentía místico. Estaba tan saturado de sexo que le parecía que con contemplar a Muriel tal cual estaba vestida, le era suficiente y más.
La miró anheloso.
Ella, como siempre, corrió a su lado envuelta en sedas naturales y perfume caro y se pegó a su cuerpo, rodeándole el cuello con los dos brazos y buscándole la boca con la suya abierta y temblorosa.
Fue un beso largo.
Prolongado y ondulante, como una erótica caricia incendiaria.
Keith sintió que se le ponían los pelos de punta y que todo su instinto sexual se despertaba en él como si estuviera hambriento de todo el día. La apretó contra sí susurrándole en la misma boca:
—Vida mía…
—Los minutos que no estoy a tu lado se me hacen siglos —musitó ella gatuna.
Era deliciosa.
Keith la apretó contra sí hasta doblarla y después la llevó al. diván sin soltarla. La sentó a su lado y metió su boca abierta en la de ella hasta casi morderla.
—Delicioso salvaje —balbució la esposa.
Keith deslizó una mano por el escote de su mujer y le asió un seno. Ella lanzó un suspiro y se estremeció de pies a cabeza. Se pegó a él y con sumo cuidado y placer le desabrochó la camisa y le quitó a medias la corbata, deslizando su mano por el velludo pecho de su marido.
Se perdieron los dos en el diván, pero después de acariciarse y besarse, los dos ardientes pasaron al cuarto que compartían aún enlazados.
Keith no se creía con fuerzas suficientes para complacer a su mujer. Estaba agotado. La noche anterior había hecho dos veces el acto sexual con su mujer y a la mañana de nuevo, después con la joven que se creía embarazada.
El asunto y su naturaleza, aunque muy fuerte, no daba para tanto.
Le gustaba acariciar a Muriel y que ella le acariciara a él, pero no acababa de ponerse en forma, así que intentó distraerla con sus besos y caricias, diciéndole al mismo tiempo:
—Nos vamos a ir a cenar por ahí.
—Después —decía ella apretada a su cuerpo y rodeándole el cuello con sus brazos.
Olía muy bien, era femenina hasta la saciedad, elegante y coquetuela y estaba llena de encantos, pero Keith tuvo miedo de no poder con ella y quedarse a medias tampoco le apetecía porque igual su mujer entraba en el secreto de su vida.
Así que empezó a acariciarla con ternura y a besarla en la nariz como si jugara con ella.
—Keith —susurraba Muriel estremecida—, ¿no quieres?
—Quiero llevarte a comer, bailar conmigo en una discoteca a media luz y regresar a casa y entonces sí… Tendremos más ganas los dos.
—Pero es que yo las tengo ahora.
—¿Sí?
—Muchas.
Keith se desprendió de ella y empezó a sonreír hábilmente.
—Estás divina tendida ahí medio desnuda.
—Keith, ¿no vienes?
—Anda, ponte linda, muy elegante. Verás a qué sitio te voy a llevar.
Y empezó a distraerla con sus frases.
Muriel, poco a poco, se fue encandilando para salir y cuando se dio cuenta estaba duchándose y vistiéndose para ir a comer fuera.
Keith hizo acopio de fuerzas en el restaurante y después se encandiló bailando con ella en una discoteca casi en penumbra y cuando se dio cuenta estaba de nuevo en casa al amanecer y desnudo en el lecho con su mujer, haciéndole el amor.
Freddy le escuchaba en silencio.
Keith había dejado su consulta a las siete y media y había ido a la de su amigo, médico como él, pero especializado en sexología, amigo suyo de la facultad y con el cual mantuvo siempre una estrecha amistad hasta que se casó y, por la vida social y profesional de ambos, se distanciaron.
Freddy lo recibió feliz. Había terminado su consulta y miraba a su amigo con indulgencia, sin demasiado asombro.
Lo conocía de viejo, y ya cuando ambos eran estudiantes, Keith tenía aquellos momentos de depresión, después de fatigarse hasta el extremo por hacer el amor con todas las mujeres que le salían al paso.
El le había dicho en más de una ocasión:
«Tú, sexualmente, te acabarás pronto».
Keith jamás le hizo ningún caso y allí lo tenía en aquel instante con el mismo cuento de siempre.
—Ponte cómodo —rió Freddy entre divertido y asombrado— y desahoga tus patrañas.
—Ya te lo he contado todo.
—Y todo es —apuntó Freddy divertido— que de tanto fornicar con quien te sale al paso, casi no puedes con tu mujer, que es a la que amas y deseas.
—Realmente la deseo a ella, pero al mismo tiempo —refunfuñó Keith entre dientes—, deseo a toda fémina atractiva y oliendo a mujer que se me ponga delante.
—Lo cual, como te dije en más de seis ocasiones, acabará contigo.
—A ti note ocurre—dijo sin preguntar.
No. Soy apacible. Estoy casado y me basta mi mujer.
—Hum.
—Pero tú amas a Muriel.
—Cierto.
—Y sin embargo… te vas con la primera puta que encuentras y que se ponga a tiro.
—Tampoco es eso. La enfermera que tengo es joven y linda. Endemoniadamente linda y me busca los cascos. Te lo digo. Se me pone así y asá y yo me levanto como si me erizaran. Pero lo que yo deseo es cumplir debidamente con mi mujer. ¿Crees que soy un degenerado?
—No del todo, pero sí un obseso.
—Obseso del sexo.
—Llámalo como gustes.
—¿Y cómo debo llamarlo?
—Vicioso.
—Coño, Freddy, que no es para tanto.
—Está claro que tú amas a tu mujer…
Keith dio una cabezadita no demasiado firme. No dudaba de su amor hacia Muriel, pero ¿qué culpa tenía él si le gustaban todas las féminas?
—Mira, Freddy, yo creo que el amor no tiene nada que ver con esto. Yo amo a mi mujer, pero cualquier muchacha que me huela a fémina me pone erguido como un paraguas. ¿Entiendes eso? No cabe duda de que la enfermera me busca, me incita. ¿Qué hago con ella? ¿La mato o la violo?
—No seas bestia.
—Además se me antoja que es más virgen que la virgen misma Una de esas inocentes que entornan los ojos y te dan ganas de estrangularla o de poseería. ¿Qué hago?
—Despídela.
Keith puso cara de subnormal. Después gritó desaforado:
—¡Y un cuerno!
—Es decir, que amas a tu mujer, la necesitas y al mismo tiempo… —hizo un gesto expresivo—, lo que caiga de lado.
Keith tuvo que reconocer que era así.
—Tiene unas tetas que sacan a uno de quicio, Freddy.
—¿Tu mujer?
—No seas necio. Esas las tengo más que vistas y tocadas. Me refiero a Janell.
—¿Otra?
Keith se impacientó.
—La enfermera, cono.
—Ah. Vaya, vaya.
Keith sacó una cajetilla y encendió nervioso un cigarrillo.
—Y unas nalgas redondas, fabulosas.
—¿Se las tocas?
—No del todo… No me atrevo. A veces parece que me las pone delante para que se las toque y otras se me escurre como una anguila. Te digo que ciñe la bata y anda por allí con ella sola. Yo creo que debajo no lleva más que su cuerpo —de repente empezó a contarle lo de la universitaria que se creía embarazada—. ¿Qué podía hacer yo, Freddy? Me lo ponía en bandeja y era rizoso y joven. Total… —se alzó de hombros—. Me la cargué.
—Y cuando llegaste a tu casa…
—Muriel es una insaciable. Me gusta que sea así, qué quieres que te diga. Es mi mejor amiga, mi amante, mi compañera, mi puta, vaya. Pero… apenas si pude con ella la otra noche.
Freddy empezó a reír de buena gana.
—Mira, Keith, ¿quieres seguir mi consejo?
—A eso he venido.
—Olvídate de las tipas que halles a tu paso. Piensa que eres un profesional que te debes a esa profesión y que eres un hombre casado, esperando tener hijos.
Keith dio un salto.
¿Hijos?—preguntó alarmado.
—¿Es que no piensas tenerlos? —se asombró Freddy.
La respuesta de Keith, fue tajante:
—Claro que sí, pero no de inmediato. Los tendré cuando mi mujer deje de interesarme tanto como tal. Mientras la considere mi amiga de alcoba, desde luego que no. Después, cuando se me vaya pasando el deseo y la pasión, le hago un hijo cada año, y cuando tenga cuatro o cinco me dedico a vivir mi vida pasional fuera de casa y disfruto de mi hogar y mis hijos apaciblemente.
Freddy le miraba como si no se tratara de su amigo, sino de un animalito de rara especie inhumana.
—¿Por qué me miras así?
—Keith —dijo Freddy engolando la voz—, eres un bestia. Un egoísta obseso, un tipo que no entiendo ni aunque te descompongas en células abiertas ante mis ojos. Eres un caso perdido. Y me pregunto qué cosa hace Muriel para no quedar embarazada, porque no me digas que ella piensa como tú.
—Yo nunca comparto con mi mujer esos pensamientos ni esas ideas —dijo Keith de mal talante—. Lo pienso y lo mascullo yo. Muriel toma lo que le doy y santas pascuas.
—O sea, que tienes a tu mujer para tus deseos. Exclusivamente para eso.
—¿Y te parece poco?
—Nada —refunfuñó Freddy enojado— porque además la compartes con otras apetencias.
—¿No es eso cosa de hombres?
—Claro. Pero de hombres sin escrúpulos.
—Ta, ta… ¿Dónde me meto esto? —refunfuñó grosero haciendo un ademán obsceno.
Freddy arrugó el ceño.
—Con estas encomiendas no me vengas a mí. De soltero ya eras igual. Lo que no entiendo es que te hayas enamorado. Porque lo que no cabe duda es que amas a tu mujer.
Keith le atajó:
—Y la deseo a ella.
—Pero a todas a la vez.
—A todas no. A las guapas.
—Keith —vociferó Freddy exaltado—, déjame en paz y lárgate con tus problemas.
—¿No me das algo para fortalecerme?
—Sosiego. Eso tan sólo. Unicamente sosiego y que te dediques sólo a tu mujer. Olvídate de las demás mujeres hermosas que pasan por tu lado y, sobre todo, margina de tu enfermizo cerebro la posesión que te arde en el cuerpo por la enfermera.
Como si fuera posible.
Se fue enfadado y Freddy, cuando lo vio fuera de su consulta, respiró aliviado.
Muriel miró la hora y frunció el ceño.
Keith mucho tardaba.
Terminó de fumar un cigarrillo y volvió a mirar la hora. Después anotó algo en una cuartilla y dejó aquélla sobre la mesa.
Después, elegantemente vestida, perfumada y peinada, se dirigió a la puerta.
Atravesó el rellano.
Había oído a su hermana entrar en su casa y desde su regreso la vio una sola vez y eso porque pasó a su dúplex.
De lo contrario Lydia ni se hubiera acordado de que tenía su hermana por vecina.
Ella quería a Lydia.
Al fin y al cabo fue quien le presentó a Keith en una fiesta. Fue un flechazo. Se gustaron desde el primer momento… Lydia, cuando llegaron a casa de regreso de aquella fiesta, le dijo:
«Ten cuidado. Es pájaro de cuenta. Un mujeriego».
A ella no se lo parecía tanto.
Cierto que el mismo día que lo conoció en aquella fiesta social, la llevó al jardín dando un paseo y la beso.
Nunca podría olvidar aquellos besos apretados y fogosos.
No se lo dijo a Lydia, claro.
Lydia era una mujer de mundo y, en cambio ella empezaba a vivir. Hacía sus pinitos como modelo y después de conocer a Keith y librarse como pudo de sus embestidas, se casó en seguida.
Era virgen.
Keith se lo preguntó al casarse. Es decir, antes.
Keith no se andaba con medias palabras. Le había dicho a la semana de conocerla, sobetearla y besarla:
«¿Eres virgen?»
A lo que ella respondió sinceramente:
«Claro».
«No lo digas con tanta seguridad, porque muchas lo dicen y no lo son y después viene lo qué viene».
«¿Y qué tiene que venir?», había preguntado ella.
Keith tampoco se anduvo a medias frases. Claro oue después de conocer bien a Keith ya se daba cuenta de que nunca dijo las cosas a medias, porque seguía diciéndolas enteras.
«Si no eres virgen y me caso contigo, te dejo en el mismo instante de acostarnos y comprobar que me has mentido».
Ella había llorado y Keith se las vio y se las deseó para consolarla.
Después intentó por todos ios medios comprobar si era virgen o no, pero ella no se lo permitió.
Pero el día que se casaron, Keith se maravilló de encontrar una mujer virgen y que aquélla fuera la suya. El estaba por asegurar que la quería más que e! primer día, precisamente por eso.
Atravesó el rellano y pulsó el timbre del dúplex de su hermana.
Fue una corta, pero maravillosa luna de miel.
Ella no sabia nada de nada, pero Keith, en una semana, le enseñó más de lo que ella, con cualquier otro, hubiera aprendido en su vida.
Le satisfacía pensar que era a imagen y semejanza de Keith.
No le importaba ser suya en el suelo, sobre la alfombra, sobre la cama o sentados ambos en una silla.
Keith era un chico que se las sabía todas y en materia sexual el mejor maestro del mundo.
Así aprendió ella.
La puerta se abrió y apareció la enorme personalidad de Lydia envuelta en unos pantalones de pinzas de color rojo y una camisa negra.
—¿Qué vestimenta! —se lamentó Muriel.
Lydia se echó a reír.
—Anarquista, si te parece. ¿Qué ocurre? —lanzó una mirada sobre su reloj de pulsera—. ¿Es que aún no ha regresado tu marido de la clínica?
—No.
Y cruzó el umbral.
Lydia iba tras ella riendo y diciendo:
—Tendrá un parto.
—No sé.
—Si son las nueve, mujer.
—Keith no tiene hora para llegar. Unos días llega a las siete y media y otros a las nueve y tantas… Le he dejado un papel escrito advirtiéndole que estoy en tu casa. ¿O es que estás ocupada?
Lydia ya estaba ante ella con un vaso de whisky en la mano.
Sorbió un pequeño trago y dio una gran chupada al cigarrillo que chupaba.
—Estoy sola. Estaba, en este momento, revelando unas fotografías.
—¿Te estorbo?
—Nada de eso. ¿Qué tomas? —y ponderativa, algo burlona—. ¡Qué elegante estás! ¿Es qué le gusta así a tu marido?
—Por supuesto.
—Ya, ya.
Y, sin más, fue a servirle un whisky.
—Sin soda, ¿verdad?
—Sin soda.
Y se apoltronó, erguida, en una butaca.
Lydia le sirvió el whisky y se le quedó mirando interrogante.