IX
Cuando se quiso dar cuenta, Teddy se había colado a su lado en el interior del Porsche. María que empuñaba el volante volvió apenas la cara.
—Me voy al estudio, Teddy —dijo sonriendo porque entendía que la simpatía de Teddy le impedía ponerse seria—. Luego tendrás que volver a buscar tu auto. Lo estoy viendo aparcado ahí cerca.
Teddy se alzaba de hombros.
—Ayer me dejaste con la palabra en la boca como quien dice y hoy me juré a mí mismo que te pescaría cerca de tu casa. Ahora ya sé dónde vives. Estuve esperando a que salieras. Vi tu Porsche aparcado y pensé, «no puede andar lejos».
María ponía el auto en marcha y Teddy iba sentado a su lado perdido en unos pantalones blancos de tela de gabardina y camisa azulina de manga corta.
Apretaba el calor en Madrid. Un poco más y no habría quien parara allí. Las gentes empezarían a desfilar y en Madrid en pleno agosto apenas si quedaba nadie, y ellos mismos cerrarían el estudio hasta septiembre. Ignacio y Pepa pensaban casarse.
Pablo ya tenía a su esposa en casa restablecida de la operación y se iría a últimos de julio a la costa. Ella pensaba tomarse el mes de agosto para irse al albergue de Sanabria a descansar y se pasaría los días tirada al sol en el lago.
De ello no había hablado con nadie ni siquiera con su tía aún, pues su tía, dado que se tomaba descanso de vez en cuando, en agosto rara vez se iba de Madrid. Por otra parte tía Tila jamás la extorsionaba ni se ofrecía a acompañarla.
Durante aquellos siete años de convivencia llegaron a quererse de verdad, como madre å hija. Nunca se fueron de vacaciones y sólo el año anterior, ya en plan absolutamente independiente y viviendo mejor y en una calle céntrica o, al menos elegante, en el dúplex que ella había adquirido, se fue sola. Descubrió aquel albergue tranquilo y todos los días durante el mes de agosto último los había pasado en Sanabria, tirada en cualquier esquina cerca del lago.
Pensaba repetirlo y pensaba asimismo desaparecer de la vida de Teddy en la primera ocasión.
Mientras conducía å iba escuchando la voz cálida de Teddy que se encendía a cada instante, pensaba en las obras del palacete de la Moraleja, Las dirigía, sí, pero... si las visitaba procuraba hacerlo a horas que nadie la esperaba. No volvió a ver a Alvaro ni quería.
Paulino Salcedo había aceptado el proyecto y el presupuesto y las obras estaban en pleno auge, aunque Ignacio seguía diciendo que le extrañaba mucho que una mujer como Pauli se fuera a meter en un palacete así.
Pero eso a ella le tenía sin cuidado. El pasado se había enterrado a medida que vivía el presente y las cosas se veían de modo muy distinto.
No sabía si para bien o para mal, más, indudablemente para sí misma indecisa, siendo tan decidida para su profesión.
—En vez de irte a encerrar a tu despacho —le decía Teddy que parecía convertirse en su sombra—, deberías venirte conmigo a la piscina de Somontes.
—Teddy —reía a su pesar—, a veces pareces algo tonto. ¿Acaso olvidas que tengo un deber que cumplir? Yo no vivo de rentas como tú, ni de negocicos.
—Pues tengo uno en marcha que dará dinero a espuertas. Una sala de fiestas en Marbella. No lejos de Puerto Banús. Entre Marbella y el puerto. Está tomando mucho auge. ¿Te acuerdas de aquella que me diseñaste tú el año pasado que se levantó y que vendí?
—No me digas que volviste a adquirirla.
—No me la pagaron y en vista del éxito la reclamé. Los negocios son así. Ahora la estoy explotando. Tengo amigos encumbrados y los invito dos o tres veces. Se está poniendo de moda. Da mucho dinero.
—¿Y la de Fuencarral?
—Esa sí la vendí.
—Es decir, que tú con vender y comprar te entretienes.
—Como tú diseñando. Anda —terco, tenaz, no cediendo en su empeño—, vamos a bañarnos. Hace un calor insoportable y meterte ahora en el estudio es como meterte en un asadero.
Lo pensó unos segundos.
Decidió que iría. No en aquef momento, pero sí a las siete cuando dejara el estudio. No anochecía casi hasta las once y el calor era casi el mismo a las cinco que a las diez.
—Vente a buscarme a la oficina a las siete —dijo—. Iré a bañarme entonces.
—¡Albricias! —reía él satisfecho, algo sarcástico, pero menos bajo su aire desenfadado.
No es que fuese calando Teddy, pero se sentía a gusto a su lado. De todos los hombres conocidos que pasaron por su vida sin rozarla, eso es verdad, salvo Alvaro Morales, Teddy era el único con el cual merecía la pena conversar.
Tan golfo, tan conquistador y a la hora de la verdad, al menos con ella, nunca se propasaba. Se diría que por encima de todo y pese a sus hábitos de conquistador y de ligón y oportunista, ella para él era algo diferente.
Eso la halagaba en cierto modo o, quizá, la acercaba un poco al amigo que para cualquier otra mujer era y seguiría siendo un amante en potencia o, en esencia y para ella, era sólo el acompañante reiterativo que por lo visto no soltaba su presa, pero tampoco buscaba trucos para hacerse con ella.
—¿De veras vendrás?
—Claro, hace calor y me gusta darme un baño. No soy socia de ese club. pero si me llevas tú, voy.
—Te invito a cenar allí.
—Bueno.
—¿Iremos después a una sala de fiestas?
Eso ya no.
Pero no fue rotundista. Y se lo diría después.
—De momento me iré a bañar. Después, ya veremos.
Una vez aparcado el auto, saltó, cerró y Teddy de pie en la acera la miraba anheloso.
—Estaré aquí a las siete.
* * *
Ignacio se lo dijo.
—Oye, por qué ese tipo, novio de Pauli Salcedo, anda siempre preguntando por ti. Como si nosotros no fuéramos arquitectos.
Pudo contárselo a Ignacio.
Era un buen amigo, como Pepa su novia, y Pablo, todos, hasta los delineantes la querían.
Pero aquello era cosa suya y muy suya.
Por otra parte, empezaba a serle odioso tener que asociar su pasado con el presente de Alvaro.
—¿Qué ocurre ahora?
—Las obras van muy bien, pero ese Alvaro Morales dice que tienes que ir tú a ver si todo está a tu gusto.
—¿Al mío? —aquí mucho asombro—. Si van al suyo es suficiente. ¿No te parece?
—Eso digo yo. Mira, lo tienes esperando en la antesala de tu despacho. No lo has recibido en toda la semana y esta vez dijo que esperaba tu regreso y que no se iba sin que lo recibieras.
Lo mejor, pensó, yéndose hacia el despacho, era cortar de una vez. Había diseñado ella el proyecto y lo habían aceptado. Las obras iban avanzadas, pero ella de vez en cuando iba por allí, si bien procuraba hacerlo cuando sabía que él no estaba.
Había visto dos veces a la novia y la apreció, como decía Ignacio, simple y caprichosa. Pero maldito lo que parecía interesarle la reforma.
También había conocido a Paulino Salcedo, el padre. Un tipo campanudo, dictatorial, el clásico padre que no regatea capricho para su hija, pero que intenta por todos los medios que lo dejen en paz. Por supuesto, entendía que a su lado Alvaro sería siempre, entretanto viviera su suegro, el dócil obediente sin más futuro que el que su dictador quisiera encomendarle. Y por lo visto, sólo le había encomendado de momento que hiciera feliz a su hija, lo cual ella dudaba. No pegaba ni con cola un Alvaro sentimental o cerebral (que las dos cosas con pegarse, se unían en aquel asunto), con una Pauli Salcedo que compraba seis trajes en Londres como el que podía comprar seis cuartillas.
La secretaria se lo advirtió nada más verla entrar.
—Tiene al señor Morales esperándola. Lleva una semana viniendo y como usted no puede recibirlo, esta tarde dijo que no se movía de aquí sin verla.
Tenía razón tía Tila.
Lo mejor era no huir.
Hacer frente a las situaciones.
Cortar de una vez por todas.
Alvaro en su día la marcó, la destruyó e incluso pensó en el suicidio por él, pero a la sazón los siete años transcurridos la habrían madurado, endurecido y, por supuesto, enfriado.
—Lo recibiré ahora mismo —dijo yendo hacia su despacho cuando suene el timbre, lo introduce.
—Sí.
Se sentó con calma.
Vestía un modelo de hilo rojo, tipo sport, vestido entero tipo camisero. Calzaba sandalias rojas de tiritas, no muy altas.
Esbelta, moderna y bonita, con el pelo negro semilargo, los desconcertantes ojos grises, lo esperaba.
Cuando Alvaro Morales entró moreno y bruñido, saludable, pero con mirada ansiosa, le sonrió.
Sentía en sí un vacío y a la vez la pérdida estúpida de siete años preciosos de vida sentimental.
¿Merecía la pena?
El era responsable, pero tampoco había ya que rasgarse las vestiduras. Porque Alvaro podía ser aquel mareaje de su vida, pero ya no era ni mucho menos recuerdo grato del pasado, sino un haber perdido inútilmente muchas otras oportunidades de ser feliz.
Quizá de no volverse a ver hubiera supuesto un vacío toda su existencia. Pero las cosas eran muy distintas.
—María...
—Ah, pasa, Alvaro. Por lo visto estás intentando verme toda la semana.
—Es que tengo algo que decirte.
—Pero siéntate —lo invitó entretanto ella se acomodaba en el ancho sillón—. No te quedes ahí de pie —miró la hora en su reloj de pulsera—, te concedo veinte minutos. No más porque tengo mucho trabajo pendiente y está a punto de caer agosto.
—Voy a dejar a Pauli.
María no soltó la risa.
Hacía tiempo que ella aprendió a medir hasta una mueca y que además el afán de reír alegremente se había disipado en ella a raíz de decidir su destino en solitario.
—¿Y qué puede importarme eso a mí, Alvaro?
—Escucha, yo te sigo amando. No soy capaz después de haberte visto de olvidar todo el daño que sin duda te causé... No soy capaz de ver a Pauli sin defectos. Tiene muchos y me dañan, me separan de ella.
—Eso es problema tuyo —lo cortó y en la forma de hacerlo Alvaro «supo» que todo lo de ellos se había terminado—. Nosotros estamos restaurando el palacete de la Moraleja. Tenemos contrato firmado con tu suegro y pensamos terminar las obras en seis meses, que es precisamente lo acordado. Todo lo que digas sobre ti mismo, no me interesa en absoluto. Lo siento, Alvaro.
—No amo a Pauli.
—Eso, te repito, es cosa tuya. Comprenderás que esto es un estudio de arquitectura, pero no un consultorio de orientación sentimental.
Alvaro se levantaba.
—María, todo ha sido olvidado, ¿verdad?
—Todo. Ni siquiera te puedo hacer reproches. Pienso que me has hecho un bien.
—Así de despreciativo.
—Así de simple y de sencillo —lo cortó—. Cuando yo era tu novia, no sabía absolutamente nada de la vida. Creía en ti y todo lo que no fueses tú me tenía sin cuidado. Pero tú te fuiste y a los dos años de dejarme, con una carta cumplías y yo hasta aceptaba el cumplimiento. Pero después...
Se levantaba con indiferencia y con la misma pulsaba un timbre.
—Alvaro —aquí la voz impersonal sin rencor, ni odios, ni nostalgias que era lo peor que podía ocurrirle a un ser humano que esperaba algo mejor—, tengo mucho trabajo.
La secretaria acudía y dejaba la puerta abierta, entretanto María decía con simplicidad, esa simplicidad que usa en su voz una persona cuando otra no le interesa en ningún sentido.
—El señor Morales se marcha. Acompáñelo.
Notó la duda, el desasosiego del visitante.
Pensó en sí misma años antes.
En sus penas y en sus desazones, en el trauma que la pérdida de Alvaro había ocasionado.
Y no sintió piedad, pero tampoco ninguna satisfacción.
Sólo eso que se siente en caso de total olvido.
Indiferencia que es la peor sensación que se puede sentir cuando algo interesa de verdad y deja de interesar.
—¡Buenas tardes, María! —le oyó decir.
Y también se encontró respondiendo abúlica.
—¡Buenas, Alvaro! No te preocupes por las obras, van bien y están rigurosamente atendidas.