VII
Aparcó su Porsche deportivo color plateado brillantoso ante el palacete.
Había un Mercedes aparcado no lejos, ante la misma verja, pero María dejó el suyo un poco más lejos y a pie, dentro de sus pantalones cremosos de pinzas y estrechos en los bajos, casi a la altura del tobillo y su camisa de manga corta, sin más adornos que un bolso de bandolera colgado al hombro y bajo el brazo el portafolios, avanzaba hacia la verja decidida a enfrentarse con el pasado.
No iba a ser fácil.
Y menos aún en sus circunstancias tan distintas a cuando se sintió vejada, dolida y humillada como una infeliz.
Su aspecto no parecía el de un arquitecto, sino el de una chica moderna que andaba por la vida curioseando. Hasta su negro pelo semilargo lo ataba tras la nuca con esa sencillez de quien es quien y no necesita ir pregonándolo.
Lo vio en seguida.
Debió atisbarla antes porque ya estaba en la verja.
Su secretaria sin duda le habría dado el recado al despacho.
¡Menudo Mercedes!
¿Del suegro?
¿O quizá Alvaro Morales al fin hacía carrera por su cuenta?
Siete años en la abogacía, sin duda le habían dado campo suficiente para expansionarse y hacerse su propio porvenir. Pero...
Novio de la rica caprichosa se imaginaba que la vida de Alvaro se hallaría sin lugar a dudas supeditada a su suegro, lo cual no dejaba de ser una dependencia odiosa. Al menos para ella lo hubiese sido.
—Hola —la saludó—. Me dieron el recado y vine a toda prisa.
Le franqueaba la verja.
María cruzó el umbral.
No dolía el ayer ni el fracaso.
Dolían otras cosas. La credibilidad perdida, el sufrimiento pasado, el reconocer que no se disipaba aún la falta de credibilidad hacia otros seres que no eran responsables de lo que él había hecho o sólo la intimidad mantenida con él.
Nunca más la quiso con otro hombre.
Debido a él, no creyó en nadie más.
¿No era eso suficiente para tener a Alvaro Morales presente cada día?
—Veamos —decía María entrando en el palacete abandonado y medio derruido—. Tengo el plano aquí y los puntos clave señalados —miraba aquí y allí—. Se me antoja que esto os va a salir carísimo y casi, casi, merece la pena derribarlo y levantar otro. Pero es bonito y perder la línea antigua sería una pena.
—María.
—¿Sí?
Y fijó sus ojos grises en él.
—¿Decías, Alvaro?
—Debo darte una explicación.
—¿De esto? Porque de ayer no la necesito.
—Escucha.
—¡No! —rotunda—, la cuestión para mí es este trabajo. Todo lo demás no quiero tocarlo.
—No debí dejarte de querer jamás, porque al verte de nuevo...
Lo hizo callar.
Alzó la mano.
Era fina y delgada.
Las uñas cuidadas terminaban redondeadas, pintadas de una laca discreta.
—Ni una sola palabra. O si prefieres que venga otro arquitecto de mi grupo, lo dices y en paz.
—No, no. Pero es que yo...
—Condúceme a través de todo el palacete. Tengo que hacer anotaciones. En realidad debí traer conmigo un delineante, pero de momento preferí venir yo sola. Me gusta restaurar lugares así. Tiene solera. Fueron brillantes en su día y nunca entenderé por qué se abandonan de este modo. Pero eso es cosa de los dueños.
—María, yo me vi solo, desarbolado... Sentía que te quería, pero...
—Pero la comodidad imponía más comodidad. Eso es muy viejo, Alvaro. ¿Lo dejas? Porque si no es así..., tendré que irme. No he venido a disertar contigo de ayer o de hoy o de mañana si gustas. He venido a ver esto y es lo que quiero hacer y necesito hacer.
Fue dura.
Y es que sentía que deseaba serlo. Dejar el pasado, si podía, se daría por satisfecha.
Sentimentalmente estaba zanjado, y de eso no cabía en ella una sola duda.
Pero el daño dejaba sus secuelas y el hecho de que ella recortara su vida debido a aquello, la llenaba de ira y de odio.
Pero tampoco quería odiarlo, que, según decían, el odio generaba amor o lo destapaba.
Y amor ella no sentía.
Sentía tan sólo la reminiscencia de aquello que dejó el pasado y que le impedía ser ella misma con todo el futuro por delante.
Así que caminó aprisa y trazó dibujos, hizo líneas en las cuartillas que apoyaba en el portafolios.
—Mañana vendrán a medir —dijo—. Después te diremos lo que cuesta. Puede ser un presupuesto alto.
—Oye, después de verte..., no sé si... si quiero restaurar nada. Me gustaría... comer contigo esta noche.
Metió los papeles en el portafolios y se dio cuenta de que yendo de un lado a otro, había transcurrido casi media tarde.
—Hasta otro día, Alvaro.
—Escucha...
* * *
Claro que no.
Se olvidó incluso de despedirse y al subir a su Porsche pensó que se sentía liberada del pasado.
Eso es verdad, pero ¿el futuro?
¿No estaba acaso supeditada a aquel pasado?
Lo estaba, porque ella desde aquel momento no fue la misma persona.
Al llegar a casa se lo contó a tía Tila.
Era una forma como otra cualquiera de desahogar, de conversar y escupir, si se podía, todo el desazón que en su día significó aquel asunto sentimental.
—Pero es tonto de remate —decía Tila, mientras le servía el almuerzo y se sentaba enfrente de ella—. ¿Acaso pretende volver pasos atrás? Nunca fu? on buenos ni eficaces, ni seguros en ningún sentido.
—Tía, dime la verdad.
—¿Verdad de qué?
—De ti.
—¿De mi...?
Y parecía que algo le bailaba en la mirada vieja ya. pero viva por su vitalidad.
—Tú no has tenido ese novio que te plantó, ¿verdad?
Lo supo.
Le había mentido.
¿Con qué fin?
Equiparar quizá su vieja historia a la de ella que era menos vieja y más insólita precisamente por no ser tan vieja y haberla marcado como si lo fuera.
—Mira, María, yo pertenezco a la vieja escuela. En aquel entonces, cuando yo tenía veinte años, las cosas no eran como ahora, por supuesto, yo diría que eran opuestas. La educación, la convivencia, la formación que te marcaba la propia religión, el infierno que era como una amenaza a toda expansión sentimental, el sexo, tabú, ¡yo qué sé! Ya ves, tengo cincuenta y cinco años y mi mente se actualizó y vive vuestros propios problemas. Sí que se dolió verte tan hundida y tan desesperada. Ya te has olvidado, pero en su día cuando llegaste aquí y te conté mi historia. El otro día me preguntaste porque no me había casado, y yo deduje que te habías olvidado de mi mentida historia. Y saqué la misma diferente.
—Tía, ¿por qué?
—No lo sé, no me preguntes las causas de mi infeliz engaño. No, María, yo no viví tu pena ni la sentía así. La sentí, pero de otra manera y en aquella época amar a un hombre durante años y perderlo, resultaba insuperable, irreversible para un futuro amoroso. Todo era muy distinto a hoy, ¿sabes? Yo diría que opuesto y luego vino la guerra y marcó aún más las situaciones. Creías cuanto te decían y no pensabas que lo que te decían te alineaba para seguir en una brecha marcada por el sistema. Yo llevaba cortejando seis años... Seis largos y calamitosos años. Javier y yo, así se llamaba mi novio, trabajábamos. Yo de dependienta, él de contable en una empresa textil. ¿Te canso?
—No... Tengo tiempo, no iré a la oficina hasta las cinco y son las tres y media. Sigue, tía. Pero esta vez cíñete a la verdad y olvídate del consuelo que puedas prestarme.
—Juntábamos dinero, los dos, ¿eh? No yo sola. El era un huérfano de la guerra civil, hijo de un falangista muerto en las primeras escaramuzas de. Galicia. Podíamos habernos casado entonces, pero yo vivía de pensión y él con una abuela vieja y sola. Para formar una familia no era como ahora que los jóvenes apenas si piensan en el futuro y hacen muy bien. Pensáis en el presente. No tú, ya sé que tú eres así como eres y haces mal. Pero yo no voy a inmiscuirme en tu forma de vivir. El caso es, y ciñéridome a mi historia verdadera, es que pretendíamos alquilar un piso, amueblarlo con nuestras ganancias. Entonces Javier decidió ir a la División Azul. Era la única forma de ganar más o algo que pudiera solucionar nuestra papeleta. Y murió allí, María. Así de tonto y así de simple. Después de seis años de relaciones, yo era, como si se dijera, la viuda del soldado, con la única diferencia de que no me había casado con él porque no tenía derecho lógicamente a una pensión de viudedad.
—¿Y después, tía Tila?
—¿Después? Nada, llorar, sufrir, luchar. Si te digo la verdad he tenido oportunidades de casarme, pero sin mareajes de ningún tipo. Quiero decir que no sentí lo que tú, tanto dolor. Se había muerto y yo tenía que tener, dada mi soledad, la capacidad para olvidar. Pero el sistema imponía sus directrices y cuando mis pretendientes o mis novios se enteraban de mis relaciones de seis años con un hombre, me dejaban... Afortunadamente nunca me enamoré para sufrir. No quise sufrir más. Sufrí una vez, pero nunca dos...
Un silencio.
María la miraba con suma admiración.
—¿Y cómo es que has llegado a secretaria de dirección tan bien pagada?
—Luchando, dando codazos aquí y allí, pero nunca lastimando a nadie ni quitándole el puesto a otro. A base de tesón. Después la vida iba acomodándose a cada necesidad y mi perseverancia me llevó un día después a unos exámenes exhaustivos a la dirección. Y ahí sigo. Años y años. Don Ricardo, que debe llevarme unos doce años, se acomodó a mí en el despacho y yo a él. Fui ascendiendo y hoy soy casi, casi, como una figura legendaria en los grandes almacenes, sólo que en vez de estar en la sección de perfumería, estoy arrellenada en el despacho de la dirección.
—¿Nunca has vuelto a enamorarte?
—¿Y para qué? Cuando todo empezó a ser real y como debía ser, los años habían pasado y me convertí en la cacatúa entregada a un servicio, sino de esclavitud, sí de deber. Tengo unos ahorros, pero si te digo la verdad, la vida es más plácida desde que dejé mi piso de Leganés y vivo ahora aquí contigo en este dúplex.
—No debiste mentirme, tía Tila.
Ella sonrió beatífica.
—Es que me dolía que tú estuvieras supeditada a un pasado, cuando tenías edad y la vida te ofrecía múltiples oportunidades.
Sonaba el teléfono.
María riendo se fue hacia él.
—Dime.
—Oye...
—Teddy —refunfuñó—, por el amor de Dios. ¿Cuándo me dejarás en paz?
—Cuando pueda estarlo yo.
—Pero, Teddy...
—Te espero en la cafetería de siempre. ¿Vendrás a tomar café conmigo?
Cerró casi los ojos.
Era una oportunidad de distraerse.
De haber sido Teddy un tipo pensador, formal para el amor, sesudo...
Pero era un frivolo, un diablo divertido sin demasiado sentido común y sin ofrecer ninguna garantía sólida para el futuro.
No obstante pensaba en aquel momento si merecía la pena tasar la solidez del futuro.
—De acuerdo —decidió—. Dentro de una media hora. ¿Te vale?
—Claro.
—Pues hasta luego, pelmazo.