XVI
Parecía que le bailaban los pies.
Tía Claudine acababa de irse.
Amanecía.
Brook jamás vio un amanecer mejor.
Le parecía que la luna era más grande, que lo iluminaba todo. Que las estrellas que iban desapareciendo en el firmamento a tono con la nueva luz del día, bailaban alegremente en torno a la cara redonda de la luna.
Sam quedaba allí.
—Brook... estás raro.
Estaba loco.
Loco de felicidad.
¿Qué decir?
¿Qué hacer?
—Te dejo la guardia —dijo, y su voz tenía una entonación honda—. Ahí te quedas, Sam. Cuando venga mi padre, dile que me marcho de viaje.
—¿Otra vez?
—Con Mag y mi hijo.
¡Qué voz la suya! Y cómo se le llenaba la boca al decir «mi hijo».
Sam se quedó un tanto desconcertado.
—¡Qué más da! Nos vamos. Un mesecito, Sam. Creo que lo necesitamos.
Se fue silbando.
Caminaba mejor.
Tenía otro aire.
Parecía que la ropa, en su cuerpo flaco, tenía otro aspecto.
Caminó por la calle como si toda la ciudad fuese suya.
«Brook, te han engañado como a un chino. Confundieron tu análisis con el de otro. ¿Cómo es posible que estuvieras en esta duda tanto tiempo? En la mili, aún —añadió Richard con voz de sueño—, se confunden muchas cosas. No tiene la culpa nadie en particular y todos en general, Brook. Pero cuando ocurre algo así, lo que procede hacer es cerciorarse. Y más cuando tu mujer te anunció la venida al mundo de tu primer hijo.»
Él tuvo que decir la verdad.
«Me sentía humillado. Debí decirle a Mag... Pero... ¿Y si la perdía? No comprendes, Richard... ¿Si perdía a Mag?
«Fue peor así, Brook. Has sido un desgraciado todo este tiempo y lo que es peor, Mag sufrió resignadamente las consecuencias.»
Intervino tía Claudine.
«Será mejor que Mag ignore siempre... todo esto, Richard. ¿No te parece?»
«Por supuesto.»
«¿Y a qué puedo yo atribuir mi transformación actual?»
«Estado de ánimo, odio a los niños, ¿por qué no? Inventa algo. Una mujer enamorada como está Mag de ti, se halla predispuesta a creer lo que dice el ser amado, cuándo es principalmente para mejorar la existencia.»
Ni cuenta se dio de que ya no había estrellas en el cielo, aunque la luz del día apenas si iluminaba aún la calle. Pero sí se dio cuenta cuando se vio ante la puerta de su apartamento.
Sí, sí. Respiraba mejor.
Metió el llavín en la cerradura...
* * *
Sintió la sensación de que había algo allí cerca.
Abrió los ojos.
—¿Quién... anda ahí? —su voz trémula tenía como una somnolencia ahogada.
—Soy yo.
La muchacha dio un salto.
—¿Tú?
—Mag..., estuve toda la noche pensando. Mag..., estoy contento con nuestro hijo, el que esperas, Mag...
¿Qué le pasaba a Brook?
¿No temblaba a su lado?
Le buscaba la boca y ella sentía el temblor de aquellos labios, que se iban a perder en los suyos. En tinieblas, con sus dos manos, buscó el rostro de Brook.
—Eres tú —decía—. Tú...
—Claro, Mag.
—Pero..., pero...
Y sus dedos trémulos, sobaban y sobaban el rostro masculino, como si no diera crédito a lo que oía.
No era como aquella vez, cuando regresó después de tantos meses. Era distinto. Amaba, hablaba, temblaba a su lado. Decía cosas. Mil cosas.
—Estuve loco, Mag —decía él, sin dejar de amarla con ansiedad, perdiendo su voz trémula en el oído, en los ojos de su mujer—. Mag, querida. Te amé siempre. ¡Siempre! Fue algo odioso lo que pasó, Mag. Compréndeme. Si no me comprendes, creo que voy a morirme. Estuve loco, y de repente anoche, con la noticia que me has dado... Mag..., Mag..., no dices nada.
Horas y horas.
¿O sólo una?
El sol entraba por las rendijas.
Cuántas cosas se hicieron, se dijeron. Cuántos besos y cuántas caricias.
—Mag..., estás callada.
—Me parece que despertó el niño. Iré a ver...
—No, no. Yo iré. Le pondré el chupete y volveré a tu lado. ¿Sabes, Mag? Nos vamos de viaje los tres. Nos vamos a cualquier sitio. Una segunda luna de miel, Mag.
Se tiró al suelo.
Corrió a la alcoba contigua.
—Brook —susurró, poniendo el chupete al niño, que quedó simultáneamente dormido—, Brook, hijo mío. A ti te lo contaré algún día. Te lo contaré, sí, para que no cometas el mismo error. Para que no amargues la existencia a la mujer que amas.
Lo besó en la frente. Lo arropó mejor.
Volvió junto a ella.
—¿Duerme, Brook?
Brook no contestó en seguida.
Estaba mudo y sus manos buscaban a Mag y la sentía pegada a él. Allí. En la mayor intimidad, en aquella intimidad que siempre anheló y a la que tuvo miedo.
Pero jamás pudo odiar a Mag.
La quiso siempre.
—Brook..., estás temblando.
—Porque estoy a tu lado y porque me encontré a mí mismo. ¿Oyes? Me encontré a mí mismo y a ti. A ti.
Después, sonó el teléfono.
—No lo cojas —dijo él, afanoso—. Déjalo sonar.
—Despertará a Brook.
—Ah, es verdad —lo alcanzó—. Diga.
—Brook —gritó Mark al otro lado—. ¿Qué me dice Sam? ¿Es cierto que te vas otra vez? Tú estás loco.
—Me voy con Mag y mi hijo, padre.
—¿Qué?
—Díselo tú, Mag.
Pasó el brazo por encima de su marido.
—Mark —susurró su voz diferente, conmovida, sensible—. Mark..., es cierto. Brook y yo nos vamos con nuestro hijo. Vamos a tener otro, ¿sabes? Y lo vamos a celebrar por ahí. A un parador cualquiera. Te doy mi palabra de que volveremos en seguida.
Mark no decía nada.
—Mark, Mark —gritó la esposa de Brook—. Mark, ¿no estás de acuerdo?
—Mag, querida..., ¿cómo no lo voy a estar?
Y su voz parecía impregnada en llanto.
—Oh, Mark. Gracias, gracias, gracias...
Colgó.
Quedóse así, casi encima de su marido.
—Mag...
—Tenemos... que hacer las maletas.
—Después.
—Brook...
—Después...
—Es que...
—¿Eres tonta? ¿Es que ahora tienes vergüenza de mí? Vida mía, Mag, querida.
No estaba soñando.
No.
Brook estaba allí y la besaba en la boca y abría los labios sobre los suyos y le buscaba sus manos.
No estaba soñando.
—Mag...
—Me parece mentira... No es vergüenza, Brook. Es que me da miedo.
—¿Miedo?
—Tanta dicha.
—La dicha la compartimos los dos, Mag.
—Ahora, ya sabes... Ya sabes...
—Sí, sí —casi gimió él, doblándola en su cuerpo—. Sí. Ya sé que te hago feliz, feliz...
—No habrás más dudas, Brook.
—No. Jamás. Jamás.
Su voz se extinguía.
La voz de Mag decía quedamente:
—Te amo, Brook. Te amo tanto...
F I N