XI
La maleta estaba hecha.
Un maletón enorme, lleno de cosas. Un montón de ellas.
Todas las que había en los cajones algo disponibles.
Pero ella también estaba allí. Bonita, firme, femenina, erguida sobre los tacones, con la cabeza alta, la mirada gris más clara que nunca, casi glauca, diáfana, sincera.
—Te he dicho... —entró diciendo.
—Supongo que tendremos que aclarar algo.
—Nada.
Gritaba.
Como si pretendiera ahogar su conciencia y ahora la desesperación femenina.
—No estoy sorda, Brook. Pero al menos, sé valiente. Y antes de irte, di..., di lo que te pasa. Lo que te hice. No es posible que un ser normal, tan humano como tú diste muestras de ser siempre, odie hasta ese extremo la vida inocente de una criatura.
Le gustaban los niños.
Claro que sí.
¡Qué sabía ella!
Los envidiaba.
Y envidiaba a todos los padres que los tenían.
—¿Dónde está mi maletín?
—Lo tienes en el vestíbulo, Brook.
Parecía serena.
Dos horas antes la tuvo entre sus brazos.
La besó.
¡Sus besos!
Eran..., eran... como benditas ansiedades. Ansiedades que él compartía.
Apretó los labios. Cargó con la maleta.
Pero Mag se le puso delante.
La miró. No pudo evitar mirarla. Mirarla bien. Como si pretendiera grabarla en su retina. Frágil, esbelta, apuntando apenas el embarazo. Pantalones cómodos, de un azul oscuro. Un suéter de cuello de cisne blanco. Aquel aire frágil, dentro de su inmensa femineidad.
Apartó la mirada.
Jamás mujer alguna dijo más a su vida, a sus sentidos, a su corazón, que aquella muchacha.
—Adiós.
—Aguarda, Brook.
—¿Para qué?
—¿Quieres quedarte... y que me vaya yo?
—Vete si quieres..., pero yo primero.
—Esto es... lo último, ¿verdad?
Por eso no quería verla.
Porque no quería que fuese lo último.
Por encima de todo, él la quería. La deseaba como el primer día.
Renunciar a ella, era peor que una agonía prolongada.
No quería herirla.
No quería decir nada.
Todo gritaba en él por lo contrario y sin embargo, lo dijo.
Lo dijo a gritos:
—Vete, si quieres. ¡Vete!
Y se fue él.
Pasó cargando con la maleta por delante de ella.
Mag no pudo retenerlo.
Se aferró al pie de la cama con las dos manos y dejó caer la cabeza sobre el pecho.
Lloraba.
Un llanto silencioso.
Un llanto ahogado.
Un llanto ahogado, sí, pero desgarrador.
No quiso oírla.
Llevaba aquel llanto clavado en los oídos.
Pero se fue.
Pisaba fuerte.
Como si pisara su conciencia y todo aquello. Aquello que era como un pecado imperdonable, que él no toleraba.
Aquello...
Cuando al día siguiente llegó tía Claudine, se topó con una Mag vestida, con las maletas en el suelo.
—¿Cómo? —miraba tía Claudine a un lado y a Otro—. ¿Cómo? ¿Qué significa esto?
—Me voy contigo.
—Mag...
—Para siempre, ¿sabes?
Y se echó a llorar.
Tía Claudine soltó su maletín y se fue hacia ella.
La apretó contra sí. La meció como si fuese aún la criatura que gemía por la ausencia eterna de su madre.
—Calla, calla. Cuéntamelo todo. Necesitas hablar. Comunicarte con alguien. Creo que por eso he venido. Como si una voz interior me advirtiera que me necesitabas.
—Mag.
—En tu casa. Volvamos a Calais.
* * *
Por el camino, le habló de mil cosas distintas. Ponderó el agua que brillaba a ambos costado del barco, que hacía la travesía desde Hastings a Calais.
Ponderó el sol, que brillaba en lo alto.
Y aun la gente que se bañaba en la playa de Hastings, y que se iba perdiendo a lo lejos.
Después, sí.
Cuando se vieron en la casita casi pegada a la orilla del canal, instalada en un diván, tendida en él con la vista fija en el techo, como inmóvil, como muerta, lo dijo todo.
Todo.
No omitió nada.
Ni el comienzo de aquella lucha íntima, psicológica, ni la despedida de Brook.
Después, hubo un largo silencio.
Como si tía Claudine reflexionara.
—Dime lo que piensas tú, Mag.
—El hijo. Todo parte de ese instante. Esa misma mañana, pensé que Brook no se iba, de tanto como me amaba. Estaba loco conmigo. No sabía qué hacer para complacerme. Nuestro amor era bello, tía Claudine. Turbador. Casi enervante. Tú no sabes...
—He amado y fui amada. Tío Brian era... Así, como Brook, pero él nunca perdió la razón.
—Yo ya sospechaba algo esa mañana. Algo referente a mi estado. Pero no se lo dije. Quise darle la maravillosa sorpresa, ¿sabes? Por eso fui al médico. Me miró Richard. Tú lo conoces. Es mayor y tiene mucha experiencia, y nos conoce de siempre. Me lo confirmó en seguida. Volví a casa como si volara, tía Claudine. Tú no tienes idea de la inmensa alegría que yo llevaba dentro. Entonces..., Brook llegó y me colgué de su cuello y se lo comuniqué con voz trémula.
—Y fue desde ese instante.
—Sí. Me miró con horror. Yo no sé las cosas odiosas que vi en sus ojos en una fracción de segundo. Después, nada, porque se fue. Regresó por la noche. Borracho, tía Claudine. Es cierto lo que dice su padre y Anne. Llega borracho todas las noches.
—Mag...
—Mil veces intenté saber lo que le ocurría. Mil veces creí que me iba a dar una explicación, y mil veces selló sus labios. Así estoy viviendo yo. Le quiero mucho, pero más prefiero vivir así, separada de él. Quiero huir de todo eso. Tengo miedo de perder a mi hijo, y no quiero perderlo.
—¿Y ahora?
—Me quedo contigo.
—¿Hasta cuándo, Mag? ¿No quieres que yo busque a Brook y le pregunte? Le exigiré que me dé una explicación. Está en el deber de hacerlo.
—Si no se la dio a su padre, mal puede dártela a ti.
—¿Ha dejado de quererte, Mag?
Mag se revolvió en el diván. Cambió de postura.
Bruscamente, se tiró del diván y quedó sentada en el borde del mismo, con las dos manos apretadas contra las rodillas, juntas.
—No. Creo que no. Eso es lo complejo, lo raro, lo desconcertante, tía Claudine. Creo que Brook me ama. Me ama como el primer día. Pero tiene como un demonio dentro, que lo aleja de mí. Hay momentos en que sé que me desea, me adora, me quiere con toda su alma, y otros en que me odia, de buena gana me destruiría.
—Eso tiene que tener una explicación. Y ésa sólo puede darla Brook. No sé cuándo toparé con él, pero estoy segura de que un día podré saber la verdad. Entretanto, tú te quedas conmigo. No te moverás de aquí. Nacerá aquí tu hijo, a menos que Brook venga en persona a buscarte.
—Pienso que debo vivir en Hastings, tía Claudine. No tengo por qué escapar.
—¿Dónde, Mag? ¿En casa de tu hermana?
—Sí. Anne me llamó cuando supo que tú estabas. Ya no pude ocultarle la verdad. Le dije que me iba de mi casa. Que pasara ella a cerrarla y a recoger todo.
Lo dijo con firmeza.
—Nacerá en Hastings —su voz tenía como un no sé qué brusco—. Nacerá allí. Debe nacer allí.
—Y si vuelve Brook a Hastings.
—Volverá. No creo que sea tan necio como para abandonar el negocio que tiene en sociedad con su padre. Hay algo que me confunde, tía Claudine. Le estoy dando vueltas a mi cabeza cómo si me arrancaran algo vivo de ella. Creo que Brook me desea, y cuando me tiene a su lado, como esta misma mañana, no puede resistir. Pero a la vez, me odia. ¿Y sabes por qué pienso yo que me odia? Porque ha dejado de amarme. Y si él ha dejado de amarme, yo me adaptaré a mi nueva vida. Buscaré un empleo, me colocaré, mantendré a mi hijo...
—El... divorcio, no, Mag.
La joven sonrió apenas.
Su boca, más que dibujar una sonrisa, curvó una mueca.
—¿De qué me serviría? Nunca podría amar a otro hombre. Además, soy católica, el divorcio para mí, nunca sería una solución. Pero espero que, puesto que él se fue, que abandonó el hogar y me dijo que yo podía irme cuando quisiera, no intente en modo alguno volver conmigo. Eso... se acabó.
Tía Claudine fue hacia ella y le acarició el pelo.
—Te duele, Mag. Estás..., estás llorando.
¿Cómo podía evitarlo?
Claro que lloraba. Era..., era... como si le arrancasen algo vivo del cuerpo.